El Retrato de Dorian Gray

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Índice

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Oscar Wilde y los laberintos de la belleza Prefacio Capítulo 1. Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Capítulo 17 Capítulo 18 Capítulo 19 Capítulo 20

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El retrato de Dorian Gray

OSCAR WILDE

E L R E T R AT O D E D O R I A N G R AY Traducción y prólogo Marcela Testadiferro

Negocios Editoriales S. R. L., Del Barco Centenera 1193,(1424), Buenos Aires, República Argentina Tel-Fax 49240349, E Mail: [email protected] Sitio Web: www.needediciones.com.ar

Director de colección Carlos Alberto Samonta Edición al cuidado del Profesor Jorge Samonta Títulos originales The picture of Dorian Gray Diseño de portada e interior Carla Daniela Samonta

©1998, by Negocios Editoriales, Buenos Aires, Argentina Queda hecho el depósito de ley 11723 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida sin la autorización por escrito de Necocios Editoriales S.R.L.,

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Oscar Wilde y los laberintos de la belleza

Aunque el gobierno de la reina Victoria culminó en 1901, el espíritu denominado victoriano comenzó a desaparecer dos décadas antes. Dicho espíritu se caracterizaba por combinar el optimismo, la duda y la culpa; y se correspondía con un triunfo de la burguesía y sus valores: el progreso encarnado en el desarrollo industrial se proyectaba en las conciencias de los hombres. En la disolución del espíritu victoriano no poco significaron los vestigios del Romanticismo, que había prodigado por toda Europa durante la primera mitad del siglo XIX un fervor de irracionalidad y desmesura. Herederas de ese legado y deseosas de pervertir el código de vida imperante, surgieron plumas que predicaron un nuevo credo. Entre ellas, una de las más notables fue la de Oscar Wilde. Nacido en la entonces británica Irlanda y educado en un ambiente refinado y carente de lo que se conoce como vulgar o cotidiano, Wilde se convirtió en un defensor incansable de una nueva sensibilidad. Como discípulo de Walter Pater, a quien conoció en su paso por Oxford y quien pretendía exaltar al hedonismo como nueva religión, volcó en su obra un inusitado fervor por el arte como generador de belleza.

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Pretendió llevar una vida que rindiera solamente culto al goce y ese goce se vinculaba fundamentalmente con la posibilidad de crear y apreciar un arte que provocara nuevas sensaciones. La belleza para él estaba allí. El retrato de Dorian Gray, novela publicada en 1891, es una tesis sobre el destino de la belleza. El texto la exalta pero también la vitupera. Hay una encrucijada que enreda la vida de Dorian Gray: está atrapado en el laberinto de su propia belleza y es imposible salir indemne. Llena de frases admirables, de aparentes paradojas y de conversaciones que indagan los meandros del arte y de la vida, la novela se vuelve un exquisito tratado sobre la vanidad humana, la insatisfacción del deseo y los fantasmas de la culpa. Los personajes masculinos monopolizan la escena: Lord Henry Wotton, que puede leerse como el alter ego de Wilde por su conducta y sus sorprendentes palabras; Dorian Gray, víctima y victimario de la belleza; y Basil Hallward, un artista mediocre que servirá de nexo entre ambos y que será el artífice del inquietante retrato. Entre los tres se va tejiendo una trama conversacional que discurre sobre el arte, su objetivo, su materia y su destino. A veces la mimetización de Dorian Gray con un objeto artístico produce situaciones donde los personajes bordean la homosexualidad. Sin embargo, el texto no se agota con la descripción que hemos dado. Hay nuevos y deliciosos elementos que lo convierten en una de las mejores novelas surgidas de la esencia del arte por el arte. El pacto fáustico que veladamente ha hecho Dorian no sólo retoma un motivo clásico de la literatura, también problematiza el tema de la juventud. ¿Acaso una obra de arte debe su trascendencia al

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hecho de permanecer siempre joven? ¿Es la juventud una garantía de eternidad, una edad mágica que si pudiera eternizarse contendría la médula de lo que hace arte al arte? ¿Debe ser inmortal lo que verdaderamente es arte? Todas estas preguntas asaltan al lector de El retrato de Dorian Gray. Las respuestas, si uno puede encontrarlas, constituyen una teoría explicativa sobre lo que es el arte. La novela nos sitúa en un laberinto, perturbador y fascinante, donde se nos promete encontrar nuestra propia postura estética. Es necesario buscar el camino. Marcela A. Testadiferro

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El retrato de Dorian Gray

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Prefacio

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El artista es el creador de cosas bellas. Revelar al arte y ocultar al artista es el objetivo del arte. El crítico es aquel que puede traducir a otra forma o con un material nuevo su impresión de las cosas bellas. La más alta como la más baja forma de la crítica son un modo de la autobiografía. Aquellos que encuentran significados desagradables en cosas bellas están contaminados sin ser seductores. Esto es una falta. Aquellos que encuentran bellos significados en cosas bellas son los cultos. Por ellos hay esperanza. Son los elegidos para quienes las cosas bellas significan sólo belleza. No existe tal cosa como un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo. El disgusto del siglo diecinueve por el realismo es la ira de Calibán que ve su propio rostro en un espejo. El disgusto del siglo diecinueve por el romanticismo es la ira de Calibán que no ve su propio rostro en un espejo.

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La vida moral del hombre forma parte de los asuntos del artista, pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Incluso las cosas que son verdaderas pueden ser probadas. Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista es un imperdonable amaneramiento del estilo. Ningún artista es jamás morboso. El artista puede expresar todo. Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentos de un arte. Vicio y virtud son para el artista materiales para un arte. Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el arte del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, el oficio del actor es el modelo. Todo arte es al mismo tiempo superficie y símbolo. Aquellos que buscan debajo de la superficie lo hacen arriesgándose. Aquellos que leen el símbolo lo hacen arriesgándose. Es al espectador, y no a la vida, lo que el arte realmente refleja. La diversidad de opiniones sobre un trabajo de arte muestra que el trabajo es nuevo, complejo, y vital. Cuando los críticos no concuerdan, el artista está de acuerdo consigo mismo. Podemos perdonar a un hombre por hacer una cosa útil mientras él no la admire. La única excusa para hacer una cosa inútil es que uno la admire intensamente. Todo arte es completamente inútil. Oscar Wilde

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Capítulo 1

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El estudio estaba lleno de un rico aroma a rosas , y cuando la leve brisa de verano hurgaba entre los árboles del jardín, venía a través de la puerta abierta la densa fragancia de la lila, o el perfume más delicado del espino con flores rosadas. Desde la punta del diván persa de almohadones de arena en el cual estaba recostado fumando, como era su costumbre, innumerables cigarrillos, Lord Henry Wotton pudo apenas capturar el fulgor de los melados y gilvos capullos de un laburno, cuyas ramas trémulas parecían apenas capaces de sostener la carga de una belleza tan fulgurosa como la propia; y una y otra vez las sombras fantásticas de pájaros en vuelo se deslizaban a través de las largas cortinas de tussor que estaban extendidas frente a la inmensa ventana, produciendo una suerte de momentáneo efecto japonés, y haciéndolo pensar en aquellos pálidos pintores de rostro de jade de Tokio que, por medio de un arte que es necesariamente inmóvil, buscan transmitir la sensación de velocidad y movimiento. El hosco murmullo de las abejas buscando su camino a través de largas hierbas sin podar, o dando vueltas con insistencia monótona alrededor de los polvorientos cuernos dorados de la madreselva dispersa, parecía hacer más opresiva la quietud. El borroso estrépito de Londres era como el bordón de un órgano distante.

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En el centro de la habitación, empalmado en un atril recto, se erguía el retrato tamaño natural de un joven de extraordinaria belleza, y frente a él, a una pequeña distancia, estaba sentado el propio artista, Basil Hallward, cuya súbita desaparición algunos años atrás causó, en su momento, cierta excitación pública y dio lugar a muchas conjeturas extrañas. Mientras el pintor miraba la graciosa y gentil forma que tan habilidosamente había reflejado en su arte, una sonrisa de placer atravesó su rostro, y pareció demorarse allí. Pero súbitamente se levantó, y cerrando los ojos, puso sus dedos sobre los párpados, como si buscase imprimir en su cerebro algún sueño curioso del cual temía poder despertar. -Éste es tu mejor trabajo, Basil, la mejor cosa que hayas hecho nunca -dijo Lord Henry lánguidamente-. Por cierto, debes enviarlo el próximo año a la exposición del Grosvenor. La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Siempre que he ido, había tanta gente que no he podido ver las pinturas, lo que es espantoso, o había tantas pinturas que no he podido ver a la gente, lo que es peor. El Grosvenor es realmente el único lugar. -No pienso enviarlo a ningún lugar -respondió, meneando la cabeza de un modo singular que acostumbraba hacer que sus amigos se rieran de él en Oxford-. No, no lo enviaré a ningún lugar. Lord Henry levantó sus cejas y lo miró sorprendido a través de las delgadas espirales azules de humo que se retorcían en formas fantásticas desde su pesado cigarrillo de opio. -¿No enviarlo a ningún lugar? Mi querido compañero, ¿por qué? ¿Tienes alguna razón? ¡Qué tipos tan raros son ustedes los pintores! Hacen cualquier cosa en la

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vida para ganar reputación. Tan pronto como la tienen, parecen desear deshacerse de ella. Es algo necio de parte de ustedes, porque hay sólo una cosa en el mundo peor que ser comentado, y es no ser comentado. Un retrato como éste te pondría muy por encima de todos los hombres jóvenes de Inglaterra, y pondría a los viejos completamente envidiosos, si los viejos fueran capaces de sentir alguna emoción. -Sé que te reirás de mí -replicó- pero realmente no puedo exhibirlo. He puesto demasiado de mí mismo en él. Lord Henry se estiró sobre el diván y rió. -Sí, sabía que lo harías; pero es completamente cierto, a pesar de todo. -¡Demasiado de ti mismo en él! Bajo mi palabra de honor, Basil, no sabía que eras tan vanidoso; y realmente no puedo ver ningún parecido entre tú, con tu rostro tosco y tu cabello absolutamente negro, y este joven Adonis, que luce como si estuviera hecho de marfil y hojas de rosa. Porque, mi querido Basil, él es un Narciso, y tú... Bueno, por supuesto tienes una expresión intelectual y todo eso. Pero la belleza, la belleza real, termina donde comienza una expresión intelectual. La intelectualidad es en sí misma un modo de exageración, y destruye la armonía de cualquier rostro. En el momento en que uno se sienta a pensar, transforma toda la nariz, toda la frente, en algo horrible. Mira a los hombres exitosos de cualquiera de las profesiones instruidas. ¡Qué perfectamente ominosos son! Excepto, por supuesto, en la Iglesia. Pero en la Iglesia no piensan. Un obispo continúa diciendo a la edad de ochenta lo que le enseñaron que dijera cuando era un joven de dieciocho y, como consecuencia natural, siempre luce absolutamente encantador. Tu misterioso joven amigo,

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cuyo nombre nunca me has dicho, pero cuyo retrato me fascina realmente, nunca piensa. Estoy completamente seguro de eso. Él es alguna bella criatura descerebrada que debería estar siempre aquí en invierno cuando no tenemos flores que mirar, y siempre aquí en verano cuando deseamos algo para enfriar nuestra inteligencia. No te adules, Basil: tú no eres ni en lo más mínimo como él. -Tú no me entiendes, Harry -contestó el artista-. Por supuesto que no soy como él. Lo sé perfectamente bien. En verdad, lamentaría lucir como él. ¿Te encoges de hombros? Te estoy diciendo la verdad. Hay una fatalidad en toda distinción física o intelectual, la suerte de fatalidad que parece perseguir a través de la Historia los pasos vacilantes de los reyes. Es mejor no ser diferente de nuestros semejantes. El feo y el estúpido tienen lo mejor en este mundo. Ellos pueden arrellanarse y bostezar en la obra. Si no saben nada de la victoria, al menos se ahorran el conocimiento de la derrota. Viven como todos quisiéramos vivir: imperturbables, indiferentes y sin inquietud. Ni traen ruina sobre los otros, ni la reciben de manos ajenas. Tu rango y opulencia, Harry; mi talento, tal como es; mi arte, valga lo que valga; los rasgos bellos de Dorian Gray; todos sufriremos por lo que los dioses nos han concedido, sufriremos terriblemente. -¿Dorian Gray? ¿Es ése su nombre?- preguntó Lord Henry, atravesando el estudio hacia Basil Hallward. -Sí, ése es su nombre. Intentaba no decírtelo. -Pero, ¿por qué no? -Oh, no puedo explicarlo. Cuando las personas me gustan intensamente, nunca digo sus nombres a nadie. Es como entregar una parte de ellos. Yo he nacido para amar secretamente. Parece ser la única cosa que puede hacernos misteriosa o maravillosa la vida moderna. La

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cosa más común es encantadora sólo si se la esconde. Ahora, cuando me voy de la ciudad, nunca le digo a los míos adónde estoy yendo. Si lo hiciera, perdería todo mi placer. Es un hábito necio, me atrevo a decirlo, pero de alguna forma brinda una gran cuota de romance a la vida. Supongo que me crees terriblemente tonto por esto, ¿no? -De ninguna manera -contestó Lord Henry-, de ninguna manera, mi querido Basil. Pareces olvidar que estoy casado y el único sortilegio del matrimonio es que provoca una vida de engaño absolutamente necesaria para ambas partes. Nunca sé dónde está mi esposa, y mi esposa nunca sabe qué estoy haciendo. Cuando nos encontramos -nos encontramos ocasionalmente, cuando comemos juntos fuera o vamos a casa del duque- nos contamos el uno al otro las historias más absurdas con los rostros más serios. Mi esposa es muy buena en eso -mucho mejor, de hecho, que yo. Ella nunca se confunde con las fechas y yo, siempre. Cuando me encuentra en falta, no arma ningún escándalo. A veces quisiera que lo hiciera; pero ella simplemente se ríe de mí. -Odio la forma en que hablas sobre tu vida de casado, Harry -dijo Basil Hallward, paseándose hacia la puerta que conducía al jardín-. Creo que eres realmente un muy buen marido, pero que estás totalmente avergonzado de tus propias virtudes. Eres un compañero extraordinario. Nunca dices algo sobre la moral, y nunca haces nada incorrecto. Tu cinismo es simplemente una pose. -Ser natural es simplemente una pose, y la pose más irritante que conozco -exclamó Lord Henry, riendo; y los dos jóvenes salieron al jardín juntos y se acomodaron en un gran asiento de bambú que se erguía en la sombra de una alta rama de laurel. La luz del sol se deslizaba sobre las hojas pulidas. En el césped, había blancas margaritas trémulas.

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Después de un intervalo, Lord Henry sacó su reloj. -Lo siento pero debo irme, Basil -murmuró-, pero antes de irme, insisto en que me respondas la pregunta que te hice hace cierto tiempo. -¿Cuál es?- dijo el pintor, manteniendo sus ojos fijos en el piso. -Lo sabes perfectamente bien. -No, Harry. -Bien, te diré cuál es. Deseo que me expliques por qué no exhibirás el retrato de Dorian Gray. Quiero la razón verdadera. -Te dije la razón verdadera. -No, no lo hiciste. Dijiste que era porque había demasiado de ti en él. Bien, eso es una niñería. -Harry -dijo Basil Hallward, mirándolo directamente a la cara-, cada retrato que se pinta con sentimiento es el retrato del artista, no del modelo. El modelo es simplemente un accidente, la ocasión. No es él quien es revelado por el pintor; sino el pintor quien, sobre el lienzo coloreado, se revela a sí mismo. La razón por la cual no exhibiré este retrato es que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma. Lord Henry rió. -Y, ¿cuál es? -preguntó. -Te lo diré -dijo Hallward; pero una expresión de perplejidad sobrevino en su rostro. -Soy todo expectativa, Basil -continuó su compañero, observándolo. -Oh, hay realmente poco que decir, Harry -contestó el pintor-; y temo que apenas lo comprenderás. Quizás apenas lo creas.

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Lord Henry sonrió y agachándose, arrancó una margarita con pétalos rosados del césped y la examinó. -Estoy completamente seguro de que lo comprenderé -replicó, contemplando resueltamente el disco dorado, emplumado de blanco-, y en cuanto a las cosas creíbles, yo puedo creer cualquier cosa, con tal de que sea completamente increíble. El viento sacudió algunos capullos de los árboles, y las pesadas florescencias de las lilas, con sus estrellas en racimos, se movieron de un lado a otro con una brisa lánguida. Un saltamontes comenzó a chirriar por la pared, y como un hilo azul una libélula larga y delgada pasó revoloteando sus alas de gasa marrón. Lord Henry sintió que podía escuchar el latido del corazón de Basil Hallward, y quiso saber qué vendría. -La historia es simplemente ésta -dijo el pintor luego de cierto tiempo-. Hace dos meses fui a una reunión en casa de Lady Brandon. Sabes que los pobres artistas debemos mostrarnos en sociedad de vez en cuando, sólo para recordarle al público que no somos salvajes. Con un saco de etiqueta y una corbata blanca, como me dijiste una vez, cualquiera, incluso un corredor de bolsa, puede ganar la reputación de ser civilizado. Bien, después de haber estado en la habitación cerca de diez minutos, conversando con maduras viudas excesivamente adornadas y con tediosos académicos, súbitamente tomé conciencia de que alguien me estaba mirando. Me di media vuelta y lo vi a Dorian Gray por primera vez. Cuando nuestros ojos se encontraron, sentí que empalidecía. Una curiosa sensación de terror me poseyó. Supe que me enfrentaba con alguien cuya mera personalidad era tan fascinante que, si yo lo permitía, absorbería mi naturaleza entera, mi alma entera, mi propio arte incluso. No quería ninguna influencia exterior

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en mi vida. Sabes, Harry, qué independiente soy por naturaleza. Siempre he sido mi propio maestro; lo había sido al menos hasta que me topé con Dorian Gray. Luego..., pero no sé cómo explicártelo. Algo me decía que yo estaba al borde de una terrible crisis en mi vida. Tenía la extraña sensación de que el destino me reservaba gozos exquisitos y pesares exquisitos. Me preocupé y me dispuse a abandonar la habitación. No era la conciencia la que me impulsaba a ello: era una suerte de cobardía. No podía dar crédito a mí mismo por tratar de escapar. -Conciencia y cobardía son realmente la misma cosa, Basil. Conciencia es la marca registrada de la compañía. Eso es todo. -No creo eso, Harry, ni creo que tú lo creas. Sin embargo, cualquiera fuera mi motivo -y puede haber sido orgullo, porque yo solía ser muy orgulloso- ciertamente me precipité hacia la puerta. Allí, por supuesto, tropecé con Lady Brandon. ‘¿No se estará yendo usted tan pronto, Sr. Hallward?’ exclamó. ¿Conoces su curiosa y estridente voz? -Sí, ella es un pavo real en todo excepto en la belleza -dijo Lord Henry, deshojando la margarita con sus largos dedos nerviosos. -No pude liberarme de ella. Me trajo a la realeza y a gente con estrellas y jarreteras, y damas de edad madura con tiaras gigantes y narices de cotorra. Ella hablaba de mí como su amigo más querido. Sólo la había visto una vez antes, pero lo hizo para ponerme en las nubes. Creo que alguna de mis pinturas había hecho un gran suceso en ese momento, al menos había sido comentada en los diarios que valen peniques, lo que constituye el estandarte de la inmortalidad en el siglo diecinueve. De pronto me encontré frente a frente con el joven cuya personalidad me había perturbado tan extrañamente. Estábamos

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muy cerca, casi tocándonos. Nuestros ojos se encontraron de nuevo. Fue temerario de mi parte, pero le pedí a Lady Brandon que me lo presentara. Quizás no fue tan temerario, después de todo. Era simplemente inevitable. Nos hubiéramos hablado sin ninguna presentación. Estoy seguro de eso. Dorian me lo dijo después. Él también había sentido que estábamos destinados a conocernos. -¿Y cómo describió Lady Brandon a este maravilloso joven? -preguntó su compañero-. Sé que ella acostumbra dar rápidos précis1 de todos sus invitados. La recuerdo presentándome a un truculento y enrojecido caballero, cubierto de listones y órdenes, y silbando dentro de mi oído, en un susurro trágico que debió ser perfectamente audible para todos en la habitación, los detalles más pasmosos. Simplemente huí. Me gusta descubrir a la gente por mí mismo. Pero Lady Brandon trata a sus invitados exactamente como un rematador a sus mercancías. Los explica por completo, o dice todo sobre ellos excepto lo que uno desea saber. -¡Pobre Lady Brandon! ¡Eres demasiado duro con ella, Harry! -dijo Hallward indiferentemente. -Mi querido compañero, ella trató de fundar un salon2 ; y sólo tuvo éxito abriendo un restaurante. ¿Cómo podría admirarla? Pero dime, ¿qué te dijo sobre el Sr. Dorian Gray? -Oh, algo como, ‘Muchacho encantador. Su pobre madre querida y yo éramos absolutamente inseparables. Olvidé completamente qué hace -me temo que él no hace nada. Oh, sí, toca el piano -¿o es el violín, querido Sr. Gray?’ Ninguno de nosotros pudo evitar reír, y nos hicimos amigos enseguida. 1. Resumen, epítome (francés). 2. Salón (francés).

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-La risa no es de ninguna manera un mal comienzo para una amistad, y es seguramente el mejor fin de una -dijo el joven Lord, arrancando otra margarita. Hallward sacudió su cabeza. -Tú no comprendes lo que es la amistad -murmuró- o lo que es la enemistad, por ese motivo. Te agrada todo el mundo; lo que es igual a decir que todos te son indiferentes. -¡Qué horriblemente injusto de tu parte -gritó Lord Henry, inclinando su sombrero negro y mirando hacia las nubes pequeñas que, como madejas deshilachadas de lustrosa seda blanca, eran arrastradas a través de la turquesa ahuecada del cielo de verano-. Sí, horriblemente injusto de tu parte. Yo hago una gran diferenciación entre las personas. Elijo a mis amigos por su grata apariencia, mis conocidos por su buen carácter, y mis enemigos por sus buenos intelectos. Un hombre no puede ser más cuidadoso en la elección de sus enemigos. No tengo uno que sea tonto. Todos ellos son de algún poder intelectual, y consecuentemente todos me aprecian. ¿Es esto demasiado vanidoso de mi parte? Creo que es bastante vanidoso. -Debería pensar que lo es, Harry. Pero de acuerdo con tus categorías debo ser simplemente un conocido. -Mi viejo y querido Basil, tú eres mucho más que un conocido. -Y mucho menos que un amigo. Una suerte de hermano, ¿no? -¡Oh, los hermanos! No me interesan los hermanos. Mi hermano mayor no morirá, y mis hermanos más jóvenes parecen no hacer otra cosa. -¡Harry! -exclamó Hallward, desaprobando.

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-Mi querido compañero, no estoy hablando en serio en absoluto. Pero no puedo evitar detestar a mis parientes. Supongo que es por el hecho de que ninguno de nosotros puede soportar a otras personas que tengan nuestros mismos defectos. Simpatizo por completo con la ira de la democracia inglesa contra lo que ellos llaman los vicios de las clases altas. Las masas sienten que la ebriedad, la estupidez, y la inmoralidad deberían ser su propiedad exclusiva, y si uno de nosotros hace propio estos vicios, está invadiendo sus reservas. Cuando el pobre Southwark fue a la corte de divorcio, la indignación de aquéllas fue magnífica. Y supongo que ni el diez por ciento del proletariado vive correctamente. -No estoy de acuerdo ni con una palabra de lo que has dicho, y, lo que es más, estoy seguro de que tú tampoco. Lord Henry se frotó su puntiaguda barba marrón y tocó con la punta de su bota de charol un bastón de ébano con borlas. -¡Qué inglés eres, Basil! Ésta es la segunda vez que has hecho esa observación. Si uno propone una idea a un verdadero inglés -siempre una cosa imprudente para hacer- nunca sueña en considerar si la idea es correcta o errónea. La única cosa que considera de alguna importancia es si uno la cree. Ahora bien, el valor de una idea no tiene nada que ver con la sinceridad del hombre que la expresa. En verdad, las probabilidades dicen que cuanto menos sincero sea el hombre, más puramente intelectual la idea será, porque en ese caso no estará coloreada por sus deseos, anhelos o prejuicios. Sin embargo, no me propongo discutir política, sociología o metafísica contigo. Me agradan las personas más que los principios y me gustan las personas sin principios más que cualquiera en el

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mundo. Cuéntame más sobre el Sr. Dorian Gray. ¿Con qué frecuencia lo ves? -Todos los días. No podría ser feliz si no lo viera cada día. Es absolutamente necesario para mí. -¡Qué extraordinario! Pensé que nunca te preocuparías por nada excepto por tu arte. -Él es todo mi arte para mí ahora -dijo gravemente el pintor-. A veces pienso, Harry, que hay sólo dos edades de cierta importancia en la historia del mundo. La primera es la aparición de un nuevo medio para el arte, y la segunda es la aparición de una nueva personalidad, para el arte también. Lo que la invención de la pintura al óleo fue para los venecianos, el rostro de Antinoo fue para los últimos escultores griegos, y el rostro de Dorian Gray será algún día para mí. No es simplemente que lo retrate, lo dibuje o lo bosqueje. Por supuesto, he hecho todo eso. Pero él es mucho más para mí que un modelo o alguien que posa. No te diré que no estoy satisfecho con lo que yo he hecho de él, o que su belleza es tal que el arte no puede expresarla. No hay nada que el arte no pueda expresar, y sé que el trabajo que he hecho, desde que me topé con Dorian Gray, es el mejor trabajo de mi vida. Pero de una forma curiosa -¿quisiera saber si me comprendes?- su personalidad me ha sugerido un modo completamente nuevo de arte, un estilo completamente nuevo. Veo las cosas de un modo diferente, pienso en las cosas de un modo diferente. Ahora puedo recrear la vida de una forma que estaba oculta para mí antes. ‘Un sueño de la forma en días del pensamiento’ ¿Quién dijo eso? Lo he olvidado; pero es lo que Dorian Gray ha sido para mí. La mera presencia visible de este chico -porque no me parece más que un chico, aunque realmente tiene más de veinte- su mera presencia visible... ¡Ah! Quisiera saber si te

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das cuenta de todo lo que esto significa. Inconscientemente él define para mí las líneas de una escuela nueva, una escuela que debe tener en sí toda la pasión del espíritu romántico, toda la perfección del espíritu griego. La armonía del cuerpo y del alma. ¡Cuánto significa esto! ¡Nosotros en nuestra locura hemos separado las dos cosas, y hemos inventado un realismo que es vulgar, una identidad que es vana, Harry! ¡Si solamente supieras lo que es Dorian Gray para mí! ¿Recuerdas aquel paisaje mío, por el cual Agnew me ofreció una suma desorbitante pero del cual no quise desprenderme? Es una de las mejores cosas que he hecho. ¿Y por qué es así? Porque mientras lo estaba pintando, Dorian Gray estaba sentado junto a mí. Alguna influencia sutil pasó de él hacia mí, y por primera vez en mi vida vi en el bosque desnudo el prodigio que siempre había buscado y nunca podía capturar. -Basil, ¡esto es extraordinario! Debo ver a Dorian Gray. Hallward se levantó del asiento y caminó de un lado al otro por el jardín. Después de cierto tiempo regresó. -Harry -dijo-, Dorian Gray es para mí simplemente un motivo en el arte. Podrías no ver nada en él. Yo veo todo en él. Nunca está más presente en mi trabajo que cuando no veo ninguna imagen de él. Él es la sugerencia, como he dicho, de una nueva forma. Lo encuentro en las curvas de ciertas líneas, en la amabilidad y sutileza de ciertos colores. Eso es todo. -Entonces, ¿por qué no exhibirás su retrato?- preguntó Lord Henry. -Porque, sin intentarlo, he puesto en él, alguna expresión de toda esta curiosa idolatría artística, la cual, por supuesto, nunca me preocupé por comunicarle a él.

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No sabe nada sobre esto. Nunca sabrá nada sobre esto. Pero el mundo puede adivinarlo, y no desnudaré mi alma a sus frívolas miradas entrometidas. Mi corazón jamás será puesto debajo de su microscopio. ¡Hay demasiado de mí mismo allí, Harry, demasiado de mí mismo! -¡Los poetas no son tan escrupulosos como tú! Ellos saben qué útil es la pasión para publicar. Hoy en día un corazón roto produce muchas ediciones. -Los odio por eso -exclamó Hallward-. Un artista debería crear cosas bellas, pero no debería poner nada de su propia vida en ellas. Vivimos en una época en que los hombres tratan al arte como si estuviera destinado a ser una forma de autobiografía. Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza. Algún día le mostraré al mundo lo que es; y por esa razón el mundo no verá nunca mi retrato de Dorian Gray. -Pienso que estás equivocado, Basil, pero no discutiré contigo. Solamente los que están perdidos intelectualmente discuten siempre. Dime, ¿está Dorian Gray muy encariñado contigo? El pintor lo consideró por unos breves instantes. -Yo le agrado -contestó después de una pausa-. Sé que le agrado. Por supuesto lo adulo espantosamente. Encuentro un extraño placer en decirle cosas que sé que lamentaré haber dicho. Por lo general, él es encantador conmigo, y nos sentamos en el estudio y charlamos de miles de cosas. De vez en cuando, sin embargo, es horriblemente irreflexivo, y parece obtener un auténtico deleite causándome dolor. Así que siento, Harry, que he entregado mi alma entera a alguien que la trata como si fuera una flor para poner en su saco, un toque de decoración para embelesar su vanidad, un ornamento para un día de verano.

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-Los días en verano, Basil, son aptos para demorarse -murmuró Lord Henry-. Quizás tú te canses más pronto que él. Es triste pensarlo, pero no hay duda de que el genio dura más que la belleza. Está demostrado en el hecho de que todos nosotros sufrimos tanto para instruirnos. En la lucha salvaje por la existencia, deseamos tener algo que resista, y así llenamos nuestras mentes con basura y hechos, con la esperanza necia de mantener nuestro lugar. El hombre completamente bien informado: éste es el ideal moderno. Y la mente de un hombre completamente bien informado es una cosa espantosa. Es como un negocio de objetos de arte, lleno de monstruos y polvo, valuado por encima de su auténtico valor. Pienso que tú te cansarás primero, de todos modos. Un día mirarás a tu amigo, y él te parecerá poco más que un dibujo, o no te agradará su tono de piel, o alguna otra cosa. Amargamente lo censurarás en tu propio corazón, y seriamente pensarás que se ha conducido muy mal contigo. La siguiente vez que él venga, estarás perfectamente frío e indiferente. Será una gran calamidad, porque te alterará. Lo que has contado es totalmente un romance, uno puede llamarlo un romance de arte, pero lo peor de tener un romance de cualquier índole es que lo deja a uno tan poco romántico. -Harry, no hables así. Mientras viva, la personalidad de Dorian Gray me dominará. Tú no puedes sentir lo que yo siento. Cambias con demasiada frecuencia. -Ah, mi querido Basil, por eso es exactamente que puedo sentirlo. Aquellos que son fieles sólo conocen el lado trivial del amor: es el infiel el que conoce las tragedias del amor. Y Lord Henry encendió una cerilla sobre un delicado estuche plateado y comenzó a fumar un cigarrillo con un aire afectado y satisfecho, como si hubiera

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sintetizado el mundo en una frase. Había un susurro de gorriones gorjeando en las hojas de laca verde de la hiedra, y las sombras azules de las nubes se perseguían a través del césped como golondrinas. ¡Qué placentero era el jardín! ¡Y qué deleitables eran las emociones de otras personas! Mucho más deleitables que sus ideas, le parecía. La propia alma y las pasiones de los amigos: ésas eran las cosas fascinantes de la vida. Se imaginó con alegría callada el tedioso almuerzo que había perdido por permanecer tanto tiempo con Basil Hallward. Habría ido a la casa de su tía, hubiera encontrado con seguridad a Lord Goodbody allí, y toda la conversación hubiera sido sobre la alimentación de los pobres y las necesidades de albergues modelo. Cada clase predicaría la importancia de esas virtudes, para cuyo ejercicio no hay necesidad en nuestras propias vidas. El rico hubiera hablado del valor del ahorro, y el ocioso hubiera sido elocuente sobre la dignidad del trabajo. ¡Era encantador haber escapado de todo eso! Cuando pensó en su tía, una idea pareció estremecerlo. Se volvió hacia Hallward y dijo: -Mi querido compañero, acabo de recordar. -¿Recordar qué, Harry? -Dónde oí el nombre de Dorian Gray. -¿Dónde fue?- preguntó Hallward, con un ligero fruncimiento del ceño. -No te muestres tan disgustado, Basil. Fue en casa de mi tía, Lady Agatha. Ella me dijo que había descubierto un joven maravilloso que la iba a ayudar en sus visitas al East End, y que su nombre era Dorian Gray. Estoy convencido de que ella nunca me dijo que era apuesto. Las mujeres no tienen apreciación de los hombres apuestos; al menos, las buenas mujeres no. Dijo que era muy serio y tenía una bella naturaleza. Enseguida me imaginé una

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criatura con espejuelos y cabellos lacios, horriblemente pecoso, y balanceándose sobre pies inmensos. ¡Desearía haber sabido que era tu amigo! -Estoy contento de que no lo hayas sabido, Harry. -¿Por qué? -No deseo que lo conozcas. -¿No deseas que lo conozca? -No. -El Sr. Dorian Gray está en el estudio, señor dijo el mayordomo, viniendo al jardín. -Debes presentármelo ahora -exclamó Lord Henry, riendo. El pintor se volvió hacia su sirviente, que estaba pestañeando por la luz del sol. -Pídele al Sr. Gray que espere, Parker: entraré en unos breves instantes. El hombre se inclinó y comenzó a caminar. Luego miró a Lord Henry. -Dorian Gray es mi amigo más querido -dijo-. Él tiene una naturaleza simple y bella. Tu tía estuvo completamente acertada en lo que te dijo de él. No lo estropees. No trates de influenciarlo. Tu influencia sería mala. El mundo es amplio y hay muchas personas maravillosas en él. No me quites la única persona que le da a mi arte todo el encanto que puede poseer: mi vida como artista depende de él. Obedece, Harry, confío en ti. Hablaba muy lentamente y las palabras parecían brotar casi contra su voluntad. -¡Qué insensatez dices! -dijo Lord Henry, sonriendo, tomando a Hallward por el brazo, y llevándolo casi por la fuerza hacia la casa.

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Capítulo 2

Cuando entraron vieron a Dorian Gray. Estaba sentado frente al piano, de espaldas a ellos, volteando las páginas del volumen Escenas del bosque de Schumann. -Debes prestarme éstas, Basil -dijo-. Quiero aprenderlas. Son perfectamente encantadoras. -Eso depende totalmente de cómo poses hoy, Dorian. -Oh, estoy cansado de posar y no quiero un retrato de tamaño natural de mí mismo -contestó el jovencito, balanceándose alrededor del instrumento de música con un modo intencionado, petulante. Cuando vio a Lord Henry, un rubor tenue coloreó sus mejillas por un momento, y se levantó de repente-. Te pido disculpas, Basil, pero no sabía que había alguien contigo. -Éste es Lord Henry Wotton, un viejo amigo mío de Oxford, Dorian. Justamente le he estado diciendo el excelso modelo que eras, y ahora has estropeado todo. -No ha estropeado usted mi placer de conocerlo, Sr. Gray -dijo Lord Henry, adelantándose y extendiendo la mano-. Mi tía a menudo me ha hablado de usted. Es uno de sus favoritos, y, me temo, una de sus víctimas también. -Estoy en los libros negros de Lady Agatha ahora -contestó Dorian con una divertida pose de

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peniteciaria-. Prometí ir a un club en Whitechapel con ella el martes pasado, y realmente lo olvidé por completo. Íbamos a tocar un dueto juntos -tres duetos, creo. No sé qué me dirá. Estoy demasiado asustado para verla. -Oh, hará las paces con mi tía. Ella es completamente devota suya. Y no creo que realmente le haya importado que usted no estuviera allí. El auditorio probablemente pensó que era un dueto. Cuando la tía Agatha se sienta al piano, hace el ruido de dos personas. -Eso es muy ofensivo hacia ella, y no muy grato hacia mí -contestó Dorian, riendo. Lord Henry lo miró. Sí, era, en realidad, maravillosamente hermoso, con sus labios escarlata finamente curvados, sus francos ojos azules, su crespo cabello dorado. Había algo en su rostro que hacía que uno confiara en él enseguida. Todo el candor de la juventud estaba allí, tanto como toda la pureza apasionada de la juventud. Uno sentía que se había conservado incontaminado del mundo. No era sorprendente que Basil Hallward lo adorara. -Usted es demasiado encantador para ingresar en la filantropía, Sr. Gray. Demasiado encantador. Y Lord Henry se arrojó en el diván y abrió su caja de cigarrillos. El pintor había estado ocupado mezclando colores y preparando sus pinceles. Se veía preocupado, y cuando oyó la última observación de Lord Henry, lo miró, dudando por un momento, y luego dijo: -Harry, deseo terminar este cuadro hoy. ¿Considerarías excesivamente rudo de mi parte que te pidiera que te fueras? Lord Henry sonrió y miró a Dorian Gray. -¿Debo irme, Sr. Gray?- preguntó. -Oh, por favor no, Lord Henry. Veo que Basil

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está en uno de sus días malhumorados, y no puedo soportarlo cuando se pone de mal humor. Además, deseo que me diga por qué no debería ingresar en la filantropía. -No sé qué responderle sobre eso, Sr. Gray. Es un asunto tan tedioso que uno no debería hablar seriamente sobre eso. Pero ciertamente no huiré, ahora que me ha pedido que me quede. Realmente no lo recuerdas, Basil, ¿no? Me has dicho a menudo que te gustaría que tus modelos tuvieran alguien con quien charlar. Hallward se mordió los labios. -Si Dorian lo desea, por supuesto que debes quedarte. Los caprichos de Dorian son leyes para todos, excepto para él mismo. Lord Henry recogió su sombrero y sus guantes. -Eres muy amable, Basil, pero me temo que debo irme. He prometido encontrarme con un hombre en Orleáns. Adiós, Sr. Gray. Venga a verme alguna tarde a la calle Curzon. Casi siempre estoy en casa a las cinco en punto. Escríbame antes de venir. Lamentaría desencontrarlo. -Basil -exclamó Dorian Gray-, si Lord Henry Wotton se va, me iré yo también. Tú nunca abres los labios mientras estás pintando y es horriblemente insulso pararse sobre una plataforma y tratar de lucir gustoso. Pídele que se quede. Insisto en eso. -Quédate, Harry, para complacer a Dorian, y para complacerme a mí -dijo Hallward, observando intensamente a su cuadro-. Es completamente cierto, nunca hablo cuando estoy trabajando, ni nunca escucho nada, y debo ser horriblemente tedioso para mis desafortunados modelos. Te ruego que te quedes. -Pero, ¿qué hago con mi hombre en Orleáns? El pintor rió.

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-No pienso que haya ninguna dificultad respecto de eso. Siéntate otra vez, Harry. Y ahora, Dorian, súbete a la plataforma, y no te muevas demasiado, o prestes demasiada atención a lo que dice Lord Henry. Él tiene una muy mala influencia sobre todos sus amigos, con la única excepción de mí mismo. Dorian Gray se subió al tablado con el aire de un joven mártir griego, e hizo una pequeña moue3 de descontento a Lord Henry, a quien ya le había tomado demasiado afecto. Era tan distinto a Basil. Hacían un delicioso contraste. Y tenía una voz tan bella. Después de unos pocos momentos le dijo: -¿Tiene una muy mala influencia realmente, Lord Henry? ¿Tan mala como dice Basil? -No existe tal cosa como una buena influencia, Sr. Gray. Toda influencia es inmoral -inmoral desde el punto de vista científico. -¿Por qué? -Porque influenciar a una persona es darle la propia alma. No piensa sus pensamientos naturales, ni se quema con sus pasiones naturales. Sus virtudes no son naturales de él. Sus pecados, si existen cosas tales como los pecados, son prestados. Se convierte en el eco de la música de otro, el actor de un papel que no ha sido escrito para él. El objetivo de la vida es el propio desarrollo. Entender perfectamente la naturaleza de uno mismo -que es para lo que estamos aquí cada uno de nosotros. Las personas están asustadas de sí mismas, hoy en día. Han olvidado el más excelso de todos los deberes, el deber que uno se debe a uno mismo. Por supuesto, son caritativos. Alimentan al hambriento y visten al pordiosero. Pero sus propias almas mueren de hambre y están desnudas. El valor ha 3. Mueca (francés).

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huido de nuestra raza. Quizás realmente nunca lo tuvimos. El terror de la sociedad, que es la base de la moral, el terror de Dios, que es el secreto de la religión: ésas son dos cosas que nos gobiernan. E incluso... -Sólo voltea tu cabeza un poco más a la derecha, Dorian, como un buen chico -dijo el pintor, hundido en su trabajo y consciente solamente de que había un aspecto en el rostro del jovencito que nunca había visto allí antes. -E incluso -continuó Lord Henry, en su tenue voz musical y con ese gracioso ondular de la mano que fue siempre tan característico de él, y que había tenido incluso en sus días de Eton- creo que si un hombre viviera su vida plena y completamente, diera forma a cada sentimiento, expresión a cada pensamiento, realidad a cada sueño, el mundo ganaría tal impulso fresco que olvidaría todas las dolencias del medievalismo, y regresaría al ideal helénico, a algo más fino, más rico de lo que el ideal helénico puede ser. La mutilación del salvaje tiene una supervivencia trágica en la abnegación que estropea nuestras vidas. Somos castigados por nuestros desaires. Cada impulso que nos esforzamos por sofocar incuba en la mente y nos envenena. El cuerpo peca una vez, y se satisface con su pecado, porque la acción es un modo de purificación. Nada queda entonces sino el recuerdo del placer, o el lujo de un remordimiento. La única forma de liberarse de una tentación es rendirse a ella. Resístela, y tu alma se enfermará por el deseo de las cosas que le están prohibidas, por el deseo por el cual sus monstruosas leyes la han hecho monstruosa e ilegal. Se ha dicho que los grandes eventos del mundo tienen lugar en el cerebro. Es en el cerebro, y en el cerebro solamente, que los grandes pecados del mundo tienen lugar también. Usted, Sr. Gray, usted mismo, con su juventud enrojecida y su adolescencia

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rosada, ha tenido pasiones que lo han hecho preocuparse, pensamientos que lo han llenado de terror, sueños conscientes e inconscientes cuyo mero recuerdo puede teñir su mejilla de vergüenza... -¡Deténgase! -balbuceó Dorian Gray- ¡Deténgase! Usted me aturde. No sé qué decir. Hay alguna respuesta para usted, pero no puedo encontrarla. No hable. Déjeme pensar. O, al menos, déjeme tratar de no pensar. Casi cerca de diez minutos se paró allí, inmóvil, con los labios hendidos y los ojos extrañamente brillantes. Estaba oscuramente consciente de que influencias completamente nuevas estaban trabajando dentro de él. Incluso le parecían haber venido realmente de sí mismo. Las pocas palabras que el amigo de Basil le había dicho -palabras habladas al azar, sin duda, y con paradojas voluntarias en ellas- habían tocado alguna cuerda secreta que nunca había sido tocada antes, pero que ahora estaba vibrando y latiendo con pulsos curiosos. La música lo había sacudido así. La música lo había problematizado muchas veces. Pero la música no era articulada. No era un nuevo mundo, sino a lo sumo otro caos, el que ella crea en nosotros. ¡Palabras! ¡Meras palabras! ¡Qué terribles eran! ¡Qué claras, vívidas y crueles! Uno no podía escapar de ellas. Y sin embargo, ¡qué magia sutil había en ellas! Parecían ser capaces de dar forma plástica a cosas informes, y tener una música propia tan dulce como la del violín o el laúd. ¡Meras palabras! ¿Había algo más real que las palabras? Sí; había habido cosas en su adolescencia que no había comprendido. Las comprendía ahora. La vida súbitamente se le hizo ardientemente colorida. Le parecía que había estado caminando entre el fuego. ¿Por qué no lo había sabido?

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Con su sonrisa sutil, Lord Henry lo observó. Conocía el momento psicológico preciso en el cual no decir nada. Se sentía intensamente interesado. Estaba asombrado de la súbita impresión que sus palabras habían producido, y, recordando un libro que había leído cuando tenía dieciséis años, un libro que le había revelado mucho de lo que no había conocido antes, se preguntaba si Dorian Gray había atravesado una situación similar. Él simplemente había lanzado una flecha al aire. ¿Había dado en el blanco? ¡Qué fascinante era el jovencito! Hallward pintaba con ese maravilloso toque atrevido de él, que tenía el verdadero refinamiento y la verdadera delicadeza que en el arte, en todo caso, provienen solamente de la fuerza. Era inconsciente de su silencio. -Basil, estoy cansado de estar parado -exclamó Dorian Gray de pronto-. Debo salir y sentarme en el jardín. El aire es sofocante aquí. -Mi estimado compañero, lo lamento tanto. Cuando estoy pintando, no puedo pensar en nada más. Pero nunca posaste mejor. Estabas perfectamente inmóvil. Y había apresado el efecto que deseaba: los labios semiabiertos y el brillo en los ojos. No sé lo que Harry te ha estado diciendo, pero ciertamente te ha hecho tener la expresión más maravillosa. Supongo que ha estado diciéndote galanterías. No debes creer una palabra de lo que dice. -Ciertamente no me ha estado diciendo galanterías. Quizás ésa sea la razón por la cual no creo nada de lo que me ha dicho. -Sabe que lo cree todo -dijo Lord Henry, mirándolo con sus lánguidos ojos soñadores-. Saldré al jardín con usted. Hace un calor horrible en el estudio. Basil, bebamos algo helado, algo con frutillas dentro.

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-Por cierto, Harry. Sólo toca la campanilla, y cuando Parker venga le diré lo que deseas. Tengo que labrar este fondo, así que me uniré a ustedes más tarde. No lo retengas a Dorian demasiado. Nunca he estado en mejor forma para pintar que hoy. Ésta va a ser mi obra maestra. Es ya mi obra maestra. Lord Henry salió al jardín y encontró a Dorian Gray sepultando su rostro en los grandes y frescos capullos de lila, bebiendo fervientemente su perfume como si fuera vino. Se acercó a él y puso la mano sobre su hombro. -Está completamente acertado al hacer eso -murmuró-. Nada puede curar el alma sino los sentidos, como nada puede curar los sentidos sino el alma. El jovencito se estremeció y se dio vuelta. Tenía la cabeza descubierta, y las hojas habían agitado sus rebeldes rulos y enredado todas sus hebras doradas. Había una mirada de miedo en sus ojos, como la de la gente cuando se despierta de repente. Sus narinas cinceladas palpitaban y algún nervio oculto sacudía el escarlata de sus labios y los dejaba temblando. -Sí -continuó Lord Henry-, ése es uno de los grandes secretos de la vida: curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma. Usted es una creación maravillosa. Sabe más de lo que piensa que sabe, como sabe menos de lo que desea saber. Dorian Gray frunció el ceño y apartó su cabeza. No podía evitar que le gustara el hombre joven, alto y gracioso que estaba parado junto a él. Su rostro romántico, color oliva, y su expresión agotada le interesaban. Había algo en su lánguida y tenue voz que era absolutamente fascinante. Sus manos frescas, blancas, como flores, incluso, tenían un curioso encanto. Se movían, cuando hablaba,

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como con música, y parecían tener un lenguaje propio. Pero se sentía temeroso de él, y avergonzado de estar temeroso. ¿Por qué había permitido que un extraño le revelara a sí mismo? Conocía a Basil Hallward desde hacía meses, pero la amistad entre ellos nunca lo había alterado. Súbitamente había aparecido alguien en su vida que parecía haberle descubierto el misterio de la vida. Y, entonces, ¿por qué estar temeroso? No era un escolar ni una niña. Era absurdo estar asustado. -Vayamos a sentarnos a la sombra -dijo Lord Henry-. Parker ha traído las bebidas, y si permanece más tiempo en el resplandor, estará completamente arruinado y Basil nunca lo retratará otra vez. Realmente usted no debe permitirse estar tostado. Sería indigno. -¿Qué puede importar? -exclamó Dorian Gray, riendo mientras se sentaba en el asiento del fondo del jardín. -Debería importarle todo a usted, Sr. Gray. -¿Por qué? -Porque usted tiene la juventud más maravillosa, y la juventud es la única cosa que vale tener. -No siento eso, Lord Henry. -No, no lo siente ahora. Algún día, cuando sea viejo y arrugado y feo, cuando el pensamiento haya marchitado su frente con sus garras, y la pasión haya quemado sus labios con sus espantosos fuegos, lo sentirá, lo sentirá terriblemente. Ahora, dondequiera que vaya, usted encanta al mundo. ¿Será siempre así?... Usted tiene un rostro maravillosamente bello, Sr. Gray. No frunza el ceño. Lo tiene. Y la belleza es una forma del genio -es más excelsa que el genio, verdaderamente, y no necesita explicación. Es una de las grandes realidades del mundo, como la luz solar, la estación primaveral, o el reflejo en las

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aguas oscuras de esa concha plateada que llamamos luna. No puede ser cuestionada. Tiene su derecho divino de soberanía. Hace príncipes a quienes la tienen. ¿Se sonríe? ¡Ah! Cuando la haya perdido no sonreirá. La gente dice a veces que la belleza es sólo superficial. Puede ser así, pero al menos no es tan superficial como lo es el pensamiento. Para mí la belleza es la maravilla de las maravillas. Solamente la gente banal es quien no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible... Sí, Sr. Gray, los dioses han sido buenos con usted. Pero lo que los dioses dan, rápidamente quitan. Tiene solamente unos pocos años en los cuales vivir realmente, perfectamente, y completamente. Cuando su juventud termine, su belleza se irá con ella, y entonces súbitamente descubrirá que no hay triunfos permitidos para usted, o deberá contentarse con aquellos triunfos pobres que la memoria de su pasado hará más amargos que las derrotas. Cada mes que termina lo pone más cerca de algo ominoso. El tiempo está celoso de usted, y hace la guerra contra sus lilas y sus rosas. Usted se volverá pálido; y de mejillas huecas y ojos desvaídos. Sufrirá horriblemente... ¡Ah! Tome conciencia de su juventud mientras la tiene. No malgaste el oro de sus días, escuchando a los tediosos, tratando de enmendar la falla sin solución, o entregando su vida al ignorante, al común y al vulgar. Ésos son los objetivos enfermizos, los ideales falsos, de nuestra época. ¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que hay en usted! No permita que nada se le escape. Busque siempre nuevas sensaciones. No le tema a nada... Un nuevo hedonismo, eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su símbolo visible. Con su personalidad no hay nada que no pueda hacer. El mundo le pertenece por una temporada... En el momento en que lo conocí supe que usted era com-

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pletamente inconsciente de lo que realmente es y de lo que realmente puede ser. Había tanto en usted que me encantaba que sentí que debía decirle algo sobre sí mismo. Pensé qué trágico sería que usted fuera desperdiciado. Porque sólo un tiempo breve su juventud durará, sólo un tiempo breve. Las flores comunes de la colina se marchitan, pero florecen otra vez. El laburno estará tan amarillo el próximo junio como lo está ahora. En un mes habrá estrellas púrpuras en el clemátide, año tras año la noche verde de sus hojas sostendrá sus estrellas. Pero nosotros nunca recuperamos nuestra juventud. El latido del gozo que palpita en nosotros a los veinte años se vuelve perezoso. Nuestros miembros fallan, nuestros sentidos se corrompen. Degeneramos en horribles títeres, perseguidos por la memoria de las pasiones que nos atemorizan, y las tentaciones exquisitas a las que no tuvimos el coraje de rendirnos. ¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el mundo como la juventud! Dorian Gray escuchaba con los ojos bien abiertos y maravillado. El rocío de la lila cayó de su mano hacia la grava. Una abeja moteada se acercó y zumbó alrededor de él por un momento. Luego hubo un temblor en los globos estrellados y ovalados de los pequeños capullos. Él la observaba con ese extraño interés en las cosas triviales que tratamos de desarrollar cuando las cosas de importancia superior nos preocupan, cuando estamos excitados por alguna emoción nueva para la cual no podemos encontrar expresión, o cuando algún pensamiento que nos aterroriza se aloja en la mente y nos incita a rendirnos. Luego de un rato la abeja se fue. Él la vio deslizándose en la serracenia manchada de un convólvulo tirio. La flor pareció temblar, y luego se ladeó gentilmente hacia adelante y hacia atrás.

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Súbitamente el pintor apareció en la puerta del estudio y les hizo incisivas señas para que entraran. Se miraron el uno al otro y sonrieron. -Estoy esperando -exclamó-. Entren. La luz es completamente perfecta, y pueden traer sus bebidas. Se levantaron y emprendieron vagamente la caminata juntos. Dos mariposas verdes y blancas se agitaron a su paso, y en el peral situado en un ángulo del jardín un zorzal comenzó a cantar. -Usted está contento de haberme conocido, Sr. Gray -dijo Lord Henry mirándolo. -Sí, estoy contento ahora. ¿Estaré siempre contento? -¡Siempre! ¡Qué palabra espantosa! Me hace estremecer cuando la oigo. Arruinan todos los romances tratando de hacerlos durar para siempre. Es una palabra sin significado, también. La única diferencia entre un capricho y una pasión de toda la vida es que el capricho dura más. Cuando entraron en el estudio, Dorian Gray puso su mano sobre el brazo de Lord Henry. -En ese caso, dejemos que nuestra amistad sea un capricho -murmuró, sonrojándose de su propio atrevimiento, y luego subió a la plataforma y reasumió su pose. Lord Henry se arrojó en un gran sillón de mimbre y lo observó. El ir y venir del pincel sobre el lienzo era el único sonido que rompía la quietud, excepto cuando, una y otra vez, Hallward se alejaba para mirar su trabajo a la distancia. Entre los rayos oblicuos que ondeaban por la corriente de la puerta abierta, el polvo danzaba y era dorado. El denso perfume de las rosas parecía incubar en todas las cosas.

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Después de un cuarto de hora Hallward dejó de pintar, miró por un largo rato a Dorian Gray, y luego por un largo rato al retrato, mordiendo el extremo de uno de sus inmensos pinceles y frunciendo el ceño. -Está completamente terminado -exclamó por último, y agachándose escribió su nombre en grandes letras color bermellón en el ángulo izquierdo del lienzo. Lord Henry se acercó y examinó el retrato. Era ciertamente una maravillosa obra de arte, y había un maravilloso parecido también. -Mi querido compañero, te felicito muy calurosamente -dijo-. Es el retrato más delicado de los tiempos modernos. Sr. Gray, acérquese para verse. El jovencito se puso en marcha, como si despertara de algún sueño. -¿Realmente está terminado? -murmuró, bajando de la plataforma. -Completamente terminado -dijo el pintor-. Y tú has posado espléndidamente hoy. Te estoy infinitamente agradecido. -Lo que se debe enteramente a mí -irrumpió Lord Henry-. ¿No es así, Sr. Gray? Dorian no contestó, pero se puso indiferentemente frente a su retrato y se acercó a él. Cuando lo vio, retrocedió y sus mejillas se sonrojaron por un momento con placer. Una mirada de júbilo asaltó sus ojos, como si se hubiera reconocido a sí mismo por primera vez. Se quedó parado allí, inmóvil y maravillado, oscuramente consciente de que Hallward le hablaba, pero sin capturar el significado de sus palabras. El sentido de su propia belleza avanzó hacia él como una revelación. Nunca lo había sentido antes. Los halagos de Basil Hallward le habían parecido simplemente la encantadora exageración de una amistad. Los

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había escuchado, se había reído de ellos, los había olvidado. No habían influenciado su naturaleza. Luego había venido Lord Henry Wotton con su extraño panegírico de la juventud, y la advertencia terrible de su brevedad. Eso lo había perturbado en su momento y ahora, que estaba contemplando la sombra de su propia adorabilidad, la plena realidad de la descripción fulguró dentro de él. Sí, llegaría el día en que su rostro sería arrugado y marchito, sus ojos desvaídos y sin color, la gracia de su figura quebrada y deformada. El escarlata huiría de sus labios y el oro sería robado de su cabello. La vida que moldearía su alma estropearía su cuerpo. Se volvería espantoso, horrible y tosco. Mientras pensaba en eso, una aguda congoja de pena lo atravesó como un cuchillo e hizo estremecer cada delicada fibra de su naturaleza. Sus ojos se hundieron en la amatista, y una niebla de lágrimas los atravesó. Sintió como si una mano de hielo hubiera sido colocada sobre su corazón. -¿No te gusta? -exclamó Hallward finalmente, un poco confundido, por no entender qué significaba el silencio del jovencito. -Por supuesto que le agrada -dijo Lord Henry-. ¿A quién no le gustaría? Es una de las cosas más grandes del arte moderno. Te daré cualquier cosa que quieras para pedírtelo. Debo tenerlo. -No es de mi propiedad, Harry. -¿De quién es? -De Dorian, por supuesto -contestó el pintor. -Es un mortal muy afortunado. -¡Qué triste es! -murmuró Dorian Gray con los ojos todavía fijos en su propio retrato-. ¡Qué triste es! Envejeceré y seré horrible, y espantoso. Pero este cuadro

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permanecerá siempre joven. Nunca será mayor que en este preciso día de junio... ¡Si fuera solamente al revés! ¡Si fuera yo quien estuviera siempre joven, y el retrato el que envejeciera! ¡Por eso, por eso, yo daría todo! ¡Sí, no hay nada en el mundo entero que no daría! ¡Daría mi alma por eso! -Deberías preocuparte por ese arreglo, Basil exclamó Lord Henry, riendo-. Sería más bien un mal precio para tu trabajo. -Me opondría con firmeza, Harry -dijo Hallward. Dorian Gray se dio vuelta y lo miró. -Creo que lo harías, Basil. Te agrada tu arte más que tus amigos. No soy para ti más que una figura de bronce verde. Apenas eso, me atrevo a decirlo. El pintor le clavó los ojos azorado. Era tan impropio de Dorian hablar así. ¿Qué había sucedido? Parecía totalmente enojado. Su rostro estaba rojo y sus mejillas ardiendo. -Sí -continuó-. Soy menos para ti que tu Hermes de marfil o tu fauno de plata. Ellos te gustarán siempre. ¿Cuánto te gustaré yo? Hasta que tenga mi primera arruga, supongo. Sé, ahora, que cuando uno pierde sus rasgos bellos, sean cuáles sean, uno pierde todo. Tu retrato me ha enseñado eso. Lord Henry Wotton tiene perfecta razón. La juventud es la única cosa que vale tener. Cuando descubra que estoy envejeciendo, me mataré. Hallward empalideció y tomó su mano. -¡Dorian! ¡Dorian! -exclamó-. No hables así. Nunca he tenido un amigo como tú, y nunca tendré otro igual. No estarás celoso de las cosas materiales, ¿no? ¡Tú, que eres más delicado que cualquiera de ellas! -Estoy celoso de todo aquello cuya belleza no muere. Estoy celoso del retrato que has pintado de mí.

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¿Por qué debería conservar lo que yo debo perder? Cada momento que pasa arranca algo mío y le da algo a él. ¡Oh, si solamente fuera al revés! ¡Si la pintura pudiera cambiar, y yo pudiera ser siempre como soy ahora! ¿Por qué lo pintaste? ¡Se burlará de mí cada día, se burlará horriblemente! Lágrimas calientes brotaron de sus ojos; se retorció las manos y, arrojándose al diván, sepultó el rostro entre los almohadones, como si estuviera rezando. -Esto es tu obra, Harry -dijo el pintor amargamente. Lord Henry se encogió de hombros. -Éste es el real Dorian Gray, eso es todo. -No lo es. -Si no lo es, ¿qué pude haber hecho con él? -Debiste haberte ido cuando te lo pedí -refunfuñó. -Me quedé cuando me lo pediste -fue la respuesta de Lord Henry. -Harry, no puedo pelear con mis dos mejores amigos al mismo tiempo, pero entre los dos me han hecho odiar la más delicada pieza de trabajo que haya hecho jamás, y la destruiré. ¿Qué es, sino lienzo y color? No dejaré que se interponga entre nuestras tres vidas y las estropee. Dorian Gray levantó su cabeza dorada del cojín, y con rostro pálido y ojos lacrimosos, lo miró mientras caminaba sobre el tablado de pintura que estaba debajo de la gran ventana con cortinas. ¿Qué estaba haciendo allí? Sus dedos estaban errando entre la mesita de tubos pequeños y pinceles secos, buscando algo. Sí, era la larga espátula, con su delgada hoja de acero flexible. La había encontrado finalmente. Iba a rasgar el lienzo. Con un sollozo sofocado el jovencito saltó del

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sofá, y precipitándose hacia Hallward, sacó la espátula de su mano, y la arrojó al otro extremo del estudio. -¡No, Basil, no! -exclamó-. Sería asesinato. -Estoy contento de que aprecies mi trabajo finalmente, Dorian -dijo el pintor fríamente cuando se recuperó de su sorpresa-. Pensé que nunca lo harías. -¿Apreciarlo? Estoy enamorado de él, Basil. Es parte de mí mismo. Siento eso. -Bien, tan pronto como estés seco, serás barnizado, enmarcado, y enviado a casa. Luego podrás hacer lo que quieras contigo. Y atravesó la habitación e hizo sonar la campanilla para el té. -¿Tomarás el té, desde ya, Dorian? ¿Y también tú, Harry? ¿U objetas placeres tan simples? -Adoro los placeres simples -dijo Lord Henry-. Son el último refugio de lo complejo. Pero no me gustan las escenas, excepto en el escenario. ¡Qué compañeros absurdos son ustedes dos! Quisiera saber quién definió al hombre como un animal racional. Fue la definición más prematura jamás dada. El hombre es muchas cosas, pero no es racional. Estoy contento de que no lo sea, después de todo, aunque quisiera que los amigos no hubieran reñido por el cuadro. Mejor debes dejar que yo lo tenga, Basil. Este chico tonto no lo desea realmente y yo sí. -Si dejas que alguien más que yo lo tenga, Basil, ¡nunca te perdonaré! -exclamó Dorian Gray-; y no permitiré que nadie me llame chico tonto. -Sabes que el retrato es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiera. -Y usted sabe que ha sido un poco tonto, Sr. Gray, y que realmente no puede objetar que se le recuerde que usted es extremadamente joven.

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-Debería haberlo objetado duramente esta mañana, Lord Henry. -¡Ah, esta mañana! ¡Ha vivido desde entonces! Hubo un golpe en la puerta, y el mayordomo entró con una bandeja de té cargada y la ubicó sobre una pequeña mesa japonesa. Hubo un sonido de tazas y platitos y el silbido de un jarrón georgiano ondeado. Un criado trajo dos platos de porcelana con forma de globo chino. Dorian Gray fue y se sirvió el té. Los dos hombres caminaron lánguidamente hacia la mesa y examinaron lo que estaba sobre sus manteles. -Vayamos al teatro esta noche -dijo Lord Henry-. Seguro que hay algo en escena, en algún lugar. He prometido cenar en casa de White, pero como es un viejo amigo, puedo enviarle un telegrama diciendo que estoy enfermo, o que estoy impedido de ir por un compromiso posterior. Pienso que sería una excusa bastante linda; tendría toda la sorpresa de la sinceridad. -Es aburrido ponerse ropas elegantes -refunfuñó Hallward-. Y, cuando uno las tiene encima, son tan horribles. -Sí -contestó Lord Henry ensoñadoramente- las costumbres del siglo diecinueve son detestables. Es tan sombrío, tan depresivo. El pecado es el único elemento colorido realmente permitido en la vida moderna. -Realmente no debes decir tales cosas delante de Dorian, Harry. -¿Delante de cuál Dorian? ¿El que está sirviendo nuestro té o el del retrato? -Delante de cualquiera de ellos. -Me gustaría ir al teatro con usted, Lord Henry dijo el jovencito.

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-Entonces vendrá; y tú vendrás también, Basil, ¿no? -En verdad no puedo. Mejor dicho, no debería. Tengo una gran cantidad de trabajo por hacer. -Bien, entonces, usted y yo iremos solos, Sr. Gray. -Me gustaría muchísimo. El pintor se mordió los labios y caminó, taza en mano, hacia el retrato. -Yo me quedaré con el Dorian verdadero -dijo, tristemente. -¿Es el Dorian verdadero? -exclamó el original del retrato andando hacia él-. ¿No soy realmente como él? -Sí; eres precisamente como él. -¡Qué maravilloso, Basil! -Al menos, eres como él en apariencia. Pero él nunca se alterará -susurró Hallward-. Eso ya es algo. -¡Qué alboroto hace la gente sobre la fidelidad! -exclamó Lord Henry-. Porque incluso estar enamorado es puramente una cuestión fisiológica. No tiene nada que ver con nuestro propio deseo. Los hombres jóvenes quieren ser fieles, y no lo son; los hombres viejos quieres ser infieles, y no pueden: eso es todo lo que se puede decir. -No vayas al teatro esta noche, Dorian -dijo Hallward-. Quédate y cena conmigo. -No puedo, Basil. -¿Por qué? -Porque he prometido a Lord Henry Wotton ir con él. -No le agradarás más a él por cumplir tus promesas. Él siempre rompe las suyas. Te ruego que no vayas. Dorian Gray rió y sacudió su cabeza. -Te lo suplico.

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El jovencito dudó y miró a Lord Henry, que estaba observándolos desde la mesa de té con una divertida sonrisa. -Debo ir, Basil -contestó. -Muy bien -dijo Hallward, y fue a dejar la taza en la bandeja-. Es demasiado tarde, y, como debes cambiarte, es mejor no perder tiempo. Adiós, Harry. Adiós, Dorian. Ven a verme pronto. Ven mañana. -Por cierto. -¿No lo olvidarás? -No, por supuesto que no -exclamó Dorian. -Y... ¡Harry! -¿Sí, Basil? -Recuerda lo que te pedí, cuando estábamos en el jardín esta mañana. -Lo he olvidado. -Confío en ti. -Quisiera yo poder confiar en mí -dijo Lord Henry, riendo-. Venga, Sr. Gray, mi coche está afuera, y puedo alcanzarlo a su casa. Adiós, Basil. Ha sido la tarde más interesante. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, el pintor se arrojó en el sofá, y una mirada de dolor apareció en su rostro.

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Capítulo 3

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A las doce y media del día siguiente Lord Henry Wotton se paseó de la calle Curzon hacia Albany para ir a lo de su tío, Lord Fermor, un viejo solterón cordial aunque de modos rudos, a quien el mundo exterior llamaba egoísta porque no conseguía ningún beneficio de él, pero considerado generoso en la alta sociedad porque alimentaba a la gente que lo divertía. Su padre había sido nuestro embajador en Madrid cuando Isabel era joven y Prim un desconocido, pero se había retirado de la carrera diplomática en un momento caprichoso de molestia porque no le habían ofrecido la Embajada en París, un puesto para el cual consideraba que estaba completamente capacitado a causa de su nacimiento, su indolencia, el buen inglés de sus informes, y su extraordinaria pasión por el placer. Su hijo, que había sido secretario del padre, había renunciado con su jefe, de algún modo tontamente como se pensaba en su tiempo, y unos meses después, ya con el título, se había dispuesto al serio deber del gran arte aristocrático de no hacer absolutamente nada. Tenía dos grandes casas, pero prefería vivir en hoteles porque era menos problemático; y comía la mayoría de las veces en su club. Prestaba cierta atención al manejo de sus minas en los condados mediterráneos, excusándose por esta mancha de la industria sobre la tierra diciendo que la única

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ventaja de tener carbón era que permitía a un caballero la decencia de quemar madera en su propio hogar. Políticamente era un tory, excepto cuando los tories estaban en el gobierno, período durante el cual los acusaba de ser una pandilla de radicales. Era un héroe para su criado, quien lo intimidaba, y un terror para la mayoría de sus parientes, a quien él intimidaba a su vez. Sólo Inglaterra pudo haberlo engendrado, y siempre decía que el país estaba arruinándose. Sus principios estaban pasados de moda, pero había mucho que decir a favor de sus prejuicios. Cuando Lord Henry entró en la habitación, encontró a su tío sentado, con un rústico saco de caza, fumando un cigarro y rezongando sobre el Times. -Bien, Harry -dijo el viejo caballero-, ¿qué te trae tan temprano? Pensé que los dandies4 nunca se levantaban antes de las dos, y que no estaban visibles hasta las cinco. -Puro afecto familiar, te lo aseguro, tío George. Deseo obtener algo a través tuyo. -Dinero, supongo -dijo Lord Fermor, torciendo el rostro-. Bien, siéntate y cuéntamelo todo. La gente joven, hoy en día, imagina que el dinero es todo. -Sí -murmuró Lord Henry, abrochándose el saco-; y cuando envejecen lo saben. Pero no quiero dinero. Sólo la gente que paga sus cuentas quiere eso, tío George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un joven, y uno vive encantadoramente con él. Además, siempre trato con los proveedores de Dartmoor, y en consecuencia nunca me molestan. Lo que necesito es información: no información útil, por supuesto; información inútil. -Bien, puedo decirte cualquier cosa que esté en un Libro Azul inglés, Harry, aunque estos compañeros de hoy escriben una gran cantidad de insensateces. Cuando 4. El dandismo, tal como la propia novela se encarga de describir es un estilo de vida que rinde culto a la belleza. Lord Henry y Dorian Gray lo encarnan aquí.

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yo era diplomático, las cosas eran mucho mejor. Pero escucho que los dejan entrar ahora por examen. ¿Qué puedes esperar? Los exámenes, señor, son pura farsa desde el comienzo al fin. Si un hombre es un caballero, lo que sea que sepa es malo para él. -El Sr. Dorian Gray no pertenece a los Libros Azules, tío George -dijo Lord Henry lánguidamente. -¿El Sr. Dorian Gray? ¿Quién es? -preguntó Lord Fermor, uniendo sus peludas cejas blancas. -Eso es lo que vine a saber, tío George. O mejor, sé quién es él. Es el último nieto de Lord Kelso. Su madre fue una Devereux, Lady Margaret Devereux. Quiero que me cuentes sobre su madre. ¿Cómo era ella? ¿Con quién se casó? Has conocido a todo el mundo en tu época, así que pudiste haberla conocido. Estoy muy interesado en el Sr. Gray en este momento. Recién lo he conocido. -¡Nieto de Kelso! -repitió el viejo caballero- ¡Nieto de Kelso!... Por supuesto... Conocí a su madre íntimamente. Creo que estuve en su bautismo. Era un muchacha extraordinariamente bella, Margaret Devereux, y puso frenéticos a todos los hombres huyendo con un joven sin dinero -un simple don nadie, señor, un subalterno en el regimiento de infantería, o algo de esa índole. Por cierto, recuerdo todo el asunto como si hubiera sucedido ayer. El pobre chico murió en un duelo en Spa unos pocos meses después del matrimonio. Circuló una historia desagradable al respecto. Dijeron que Kelso consiguió a un ruin aventurero, una bestia belga, para insultar en público a su yerno -le pagó, señor, para hacerlo, le pagó- y que el tipo lo ensartó como a una paloma. La cosa fue encubierta, pero, sé que Kelso comió solo en el club durante un tiempo. Trajo a su hija de nuevo con él, me dijeron, y ella nunca volvió a hablarle. Oh, sí; fue un asunto desagrada-

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ble. La chica murió, también, antes de un año. Así que dejó un hijo, ¿no? Lo había olvidado. ¿Qué clase de chico es? Si es como su madre, debe ser un chico apuesto. -Es muy apuesto -asintió Lord Henry. -Espero que caiga en las manos apropiadas -continuó el viejo-. Debe haber una fortuna esperándolo si Kelso hizo lo debido con él. Su madre tenía dinero también. Toda la propiedad Selby le quedó a ella, de su abuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, lo consideraba un pobre perro. También lo era. Vino a Madrid una vez mientras yo estaba allí. Ciertamente me sentía avergonzado por él. La Reina solía preguntarme por el noble inglés que estaba siempre peleando con los cocheros por las tarifas. Hicieron toda una historia de eso. No me atreví a mostrar mi rostro en la Corte por un mes. Espero que haya tratado a su nieto mejor que a esos truhanes. -No sé -contestó Lord Henry-. Sospecho que el muchacho estará bien. No tiene la edad aún. Tiene Selby, lo sé. Me lo ha dicho. Y... ¿su madre era muy hermosa? -Margaret Devereux fue una de las criaturas más adorables que vi jamás, Harry. Qué la indujo a conducirse como lo hizo, nunca pude entenderlo. Podría haberse casado con cualquiera que hubiese elegido. Carlington estaba loco por ella. Pero ella era romántica. Todas las mujeres de esa familia lo eran. Los hombres eran poco importantes, pero, ¡bajo mi palabra! las mujeres eran maravillosas. Carlington se arrodilló ante ella. Me lo contó él mismo. Ella se rió de él, y no había chica en Londres en ese momento que no estuviera detrás de él. Y a propósito, Harry, hablando de matrimonios tontos, ¿qué es esa farsa que tu padre me contó sobre que Dartmoor quiere desposar a una americana? ¿No hay inglesas suficientemente buenas para él?

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-Está bastante de moda casarse con americanas ahora, tío George. -Apoyaré a las mujeres inglesas contra el mundo, Harry -dijo Lord Fermor, golpeando la mesa con su puño. -Las apuestas están con las americanas. -No durarán, me dijeron -rezongó su tío. -Un compromiso largo las pone exhaustas, pero son superiores en una carrera de obstáculos. Capturan las cosas al vuelo. No creo que Dartmoor tenga chance. -¿A qué familia pertenece? -refunfuñó el viejo caballero-. ¿Tiene algún pariente? Lord Henry sacudió la cabeza. -Las chicas americanas son tan inteligentes ocultando a sus parientes, como las mujeres inglesas ocultando su pasado -dijo levantándose para partir. -Son embaladores de cerdo, supongo. -Así lo espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me dijeron que el embalaje de cerdos es la profesión más lucrativa en América, después de la política. -¿Es linda? -Se comporta como si fuera hermosa. La mayoría de las mujeres americanas lo hacen. Es el secreto de su encanto. -¿Por qué no pueden esas mujeres americanas permanecer en su país? Siempre están diciéndonos que es el paraíso para las mujeres. -Lo es. Ésa es la razón por la cual, como Eva, están tan excesivamente ansiosas de abandonarlo -dijo Lord Henry-. Adiós, tío George. Llegaré tarde a almorzar, si me quedo más tiempo. Gracias por darme la información que quería. Siempre me gusta saberlo todo sobre mis nuevos amigos y nada sobre los viejos.

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-¿A dónde vas a almorzar, Harry? -A casa de tía Agatha. Me ha invitado a mí y al Sr. Gray. Él es su más reciente protégé5. -¡Ah! Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con pedidos de caridad. Estoy harto de ellos. Porque la buena mujer piensa que no tengo nada que hacer sino firmar cheques para sus tontas manías. -Correcto, tío George, se lo diré, pero no tendrá ningún efecto. La gente filantrópica pierde todo sentido de humanidad. Es su característica distintiva. El viejo caballero gruñó aprobando e hizo sonar la campana para llamar a su criado. Lord Henry penetró en la calle Burlington por el arco menor y condujo sus pasos en dirección a la plaza Berkeley. Así que ésa era la historia de la familia de Dorian Gray. Crudamente, como se la habían contado, todavía lo agitaba con su sugestión de un extraño, casi moderno romance. Una mujer hermosa arriesgando todo por una loca pasión. Pocas semanas salvajes de felicidad interrumpidas por un crimen espantoso, traicionero. Meses de una callada agonía, y luego un pequeño, parido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte, el chico dejado a la soledad y la tiranía de un hombre viejo y desamorado. Sí, era un interesante telón de fondo. Ponía al jovencito en cierta postura, lo hacía más perfecto, como si fuera posible. Detrás de cada cosa exquisita que existía, había algo trágico. Los mundos deben estar ocupados en que la flor más insignificante pueda engendrarse... Y qué encantadora había sido la cena la noche anterior, cuando con ojos alarmados y labios semiabiertos por el pasmoso placer se había sentado frente a él en el club, mientras el destello rojo de los candiles teñía con la rosa más bella la maravilla naciente de su rostro. 5. Protegido (francés).

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Hablar con él era como tocar un exquisito violín. Respondía a cada toque y se estremecía en el arco... Había algo terriblemente esclavizante en el ejercicio de su influencia. Ninguna otra actividad era así. Proyectar el alma de uno en alguna forma graciosa, y dejarla demorarse allí por un momento; escuchar las posturas intelectuales propias hacer eco en uno con toda la música agregada de la pasión y la juventud; transmitir el temperamento de uno a otro como si fuera un fluido sutil o un perfume extraño: había un gozo real en ello -quizás el gozo más satisfactorio que nos está permitido en una edad tan limitada y vulgar como la propia, una edad tan groseramente carnal en sus placeres, y groseramente común en sus objetivos... Era un ejemplar maravilloso, también, este jovencito, a quien por un azar tan curioso había conocido en el estudio de Basil, o podría convertirse en un ejemplar maravilloso, en todo caso. La gracia era suya, y la blanca pureza de la adolescencia y la belleza, tal como los viejos mármoles griegos la conservan para nosotros. No había nada que uno no pudiera hacer con él. Podía convertirse en un Titán o en un juguete. ¡Qué calamidad que tal belleza estuviera destinada a languidecer!... ¿Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué interesante que era! Una nueva forma en el arte, un modo nuevo de mirar la vida, sugerido tan extrañamente por la mera presencia visible de alguien que era inconsciente de ello; el espíritu silencioso que habitaba los bosques oscuros, y caminaba sin ser visto en el campo abierto, súbitamente se mostraba, como las dríadas y sin preocuparse, porque el alma de quien lo buscaba allí había sido despertada a una visión maravillosa en la cual sólo se revelaban cosas maravillosas; los simples contornos y patrones de las cosas convirtiéndose, como si estuvieran refinados y obtuvieran una suerte de valor simbólico, aunque fueran patrones de otras formas más perfec-

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tas cuya sombra hacían real: ¡qué extraño era todo! Recordaba algo así en la Historia. ¿No era Platón, ese artista del pensamiento, quien lo había analizado por primera vez? ¿No era Buonarotti quien lo había esculpido en los mármoles coloridos de un soneto? Pero en nuestro siglo era extraño... Sí, trataría de ser para Dorian Gray lo que, sin conocerlo, el jovencito era para el pintor que había inventado el maravilloso retrato. Buscaría dominarlo -en verdad, ya lo había hecho a medias. Haría propio ese espíritu maravilloso. Había algo maravilloso en este hijo del amor y de la muerte. Súbitamente se detuvo y observó las casas. Se dio cuenta de que había pasado la de su tía, y sonrió, volviendo atrás. Cuando ingresó en el vestíbulo algo sombrío, el mayordomo le dijo que estaban almorzando. Le dio a uno de los criados su sombrero y su bastón y pasó al comedor. -Tarde como siempre, Harry -exclamó su tía, meneando la cabeza. Inventó una excusa fácil, y habiéndose ubicado en el sitio vacío al lado de ella, dio un vistazo para ver quiénes estaban allí. Dorian lo saludó tímidamente desde el extremo de la mesa, con un rubor de placer escabulléndose en sus mejillas. En la otra punta estaba la duquesa de Harley, un dama de naturaleza admirable y buen temperamento, muy agradable para todos los que la conocían, y de esas amplias proporciones arquitectónicas que en las mujeres que no son duquesas son descriptas por los historiadores contemporáneos como obesidad. Al lado de ella, a su derecha, estaba sentado Sir Tomas Burdon, un miembro radical del Parlamento, que en la vida pública perseguía a su líder y en la vida privada a los mejores cocineros, cenando con los tories y pensando como los liberales, de acuerdo con una regla sabia y bien conocida. El puesto

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de su izquierda estaba ocupado por el Sr. Erskine de Treadley, un viejo caballero de encanto y culturas considerables, que había caído, no obstante, en los malos hábitos del silencio, diciendo, como explicó una vez a Lady Agatha, todo lo que debía decir antes de tener treinta. Su vecina era la Sra. Vandeleur, una de las amigas más viejas de su tía, una santa perfecta entre las mujeres, pero tan espantosamente desaliñada que recordaba un libro de oraciones mal encuadernado. Afortunadamente para él, ella tenía del otro lado a Lord Faudel, una mediocridad muy inteligente, de mediana edad, y tan calvo como una declaración ministerial en la Cámara de los Comunes, con quien ella estaba conversando en esa forma intensamente seria que es un error imperdonable, como él señaló una vez, en el que toda la gente realmente buena cae, y del cual jamás ninguno escapa completamente. -Estábamos hablando del pobre Dartmoor, Lord Henry -exclamó la duquesa, inclinándose placenteramente hacia él en la mesa-. ¿Cree que realmente se casará con esa joven fascinante? -Creo que ella ha resuelto proponérselo a él, duquesa. -¡Qué espantoso! -exclamó Lady Agatha-. Realmente, alguien debería interferir. -Sé, de una fuente excelente, que su padre tiene un almacén de mercancías en América -dijo Sir Thomas Burdon, mirando con arrogancia. -Mi tío me ha sugerido que era embalaje de cerdos, Sir Thomas. -¡Mercancías! ¿Qué son mercancías americanas? - preguntó la duquesa, levantando sus grandes manos con expresión de sorpresa y acentuando las palabras.

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-Novelas americanas -contestó Lord Henry, sirviéndose un poco de codorniz. La duquesa se veía desconcertada. -No le hagas caso, mi querida -susurró Lady Agatha-. Nunca piensa lo que dice. -Cuando América fue descubierta... -dijo el miembro radical y comenzó a ofrecer una serie de hechos tediosos. Como toda la gente que trata de agotar una materia, agotó a quienes lo escuchaban. La duquesa suspiró y ejerció su privilegio de interrupción. -¡Quisiera, por Dios, que nunca hubiera sido descubierta! -exclamó-. Realmente, nuestras muchachas no tienen chance hoy en día. Es de lo más injusto. -Quizás, después de todo, América nunca ha sido descubierta -dijo el Sr. Erskine-. Yo diría que simplemente ha sido detectada. -¡Oh! Pero yo he visto ejemplares de sus habitantes -contestó la duquesa vagamente-. Debo confesar que la mayoría son extremadamente bonitos. Y se visten bien, además. Consiguen todos sus vestidos en París. Quisiera tener los medios para hacer lo mismo. -Dicen que cuando los buenos americanos mueren van a París -dijo entre risas Sir Thomas, que tenía un gran guardarropa de prendas y bromas en desuso. -¡Realmente! ¿Y dónde van los americanos malos cuando mueren? -inquirió la duquesa. -Van a América -murmuró Lord Henry. Sir Thomas frunció el ceño. -Temo que su sobrino tiene prejuicios contra el gran país -le dijo a Lady Agatha-. Lo he recorrido todo en coches dispuestos por los gobernantes, que en tales circunstancias son extremadamente atentos. Le aseguro

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que es una enseñanza visitarlo. -Pero, ¿debemos realmente ver Chicago para estar educados? -preguntó el Sr. Erskine quejumbrosamente-. No me siento capaz de ese viaje. Sir Thomas levantó su mano. -El Sr. Erskine de Treadley tiene el mundo en sus anaqueles. Nosotros, hombres prácticos, gustamos de ver las cosas, no de leer sobre ellas. Los americanos son personas extremadamente interesantes. Son absolutamente razonables. Creo que es su característica distintiva. Sí, Sr. Erskine, personas absolutamente razonables. Le aseguro que no existe lo irracional entre los americanos. -¡Qué espantoso! -exclamó Lord Henry-. Puedo soportar la fuerza bruta, pero la razón bruta es totalmente intolerable. Hay algo injusto en su uso. Está ofendiendo a la inteligencia. -No lo comprendo -dijo Sir Thomas sonrojándose bastante. -Yo sí, Lord Henry -murmuró el Sr. Erskine con una sonrisa. -Las paradojas están muy bien en su rumbo... -replicó el barón. -¿Era eso una paradoja? -preguntó el Sr. Erskine-. No lo creo así. Quizás lo era. Bien, el rumbo de las paradojas es el rumbo de la verdad. Para probar la realidad debemos verla en la cuerda tirante. Cuando las verdades se convierten en acróbatas, podemos juzgarlas. -¡Queridos míos! -dijo Lady Agatha- ¡Cómo debaten los hombres! Estoy segura de que nunca descubriré de qué están hablando. ¡Oh! Harry, estoy completamente irritada contigo. ¿Por qué tratas de persuadir a nuestro agradable Sr. Dorian Gray de abandonar East End? Te aseguro que es completamente invalorable. Amarían su forma de tocar.

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-Quiero que toque para mí -exclamó Lord Henry sonriendo, y miró hacia la punta de la mesa y capturó una mirada brillante por respuesta. -Pero son tan infelices en Whitechapel -continuó Lady Agatha. -Puedo simpatizar con todo excepto con el sufrimiento -dijo Lord Henry, encogiendo sus hombros-. No puedo simpatizar con eso. Es demasiado feo, demasiado horrible, demasiado penoso. Hay algo terriblemente mórbido en la simpatía moderna con el dolor. Uno debería simpatizar con el color, la belleza, el gozo de la vida. Cuanto menos se hable sobre las llagas de la vida, mejor. -Aun así, East End es un problema muy importante -remarcó Sir Thomas con un grave sacudimiento de cabeza. -Completamente -contestó el joven lord-. Es el problema de la esclavitud, y tratamos de resolverlo divirtiendo a los esclavos. El político lo miró agudamente. -¿Qué cambio propones, entonces? -preguntó. Lord Henry rió. -No quiero que cambie nada en Inglaterra excepto el clima -contestó-. Estoy completamente contento con la contemplación filosófica. Pero, como el siglo diecinueve se ha ido a la bancarrota por un excesivo derroche de simpatía, sugeriría que apeláramos a la ciencia para enderezarnos. La ventaja de las emociones es que nos conducen descarriadamente, y la ventaja de la ciencia es que no es emocional. -Pero tenemos serias responsabilidades -aventuró tímidamente la Sra. Vandeleur. -Terriblemente serias -repitió Lady Agatha. Lord Henry miró al Sr. Erskine.

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-La humanidad se toma a sí misma demasiado en serio. Es el pecado original del mundo. Si los hombres de las cavernas hubieran sabido cómo reír, la Historia habría sido diferente. -Usted es realmente muy consolador -murmuró la duquesa-. Siempre me he sentido bastante culpable cuando vengo a ver a su querida tía, porque no me interesa para nada East End. En el futuro podré mirarla de frente sin sonrojarme. -Sonrojarse es muy decoroso, Duquesa -señaló Lord Henry. -Sólo cuando uno es joven -contestó ella-. Cuando una mujer vieja como yo se sonroja, es muy mala señal. ¡Ah! Lord Henry, quisiera que me dijera cómo ser joven otra vez. Él reflexionó un momento. -¿Puede recordar algún gran error que haya cometido en sus años tempranos, Duquesa? - preguntó, mirándola a través de la mesa. -Muchos, me temo -exclamó. -Entonces cométalos otra vez -dijo con gravedad-. Para recuperar la juventud de uno, sólo se deben repetir las propias tonterías. -¡Una teoría deliciosa! -exclamó ella-. Debo ponerla en práctica. -¡Una teoría peligrosa! -se escuchó de los labios herméticos de Sir Thomas. Lady Agatha sacudió la cabeza, pero no pudo evitar sentirse divertida. El Sr. Erskine escuchaba. -Sí -continuó-, ése es uno de los grandes secretos de la vida. Hoy en día la mayoría de la gente muere de una suerte de pavoroso sentido común, y descubre cuando es demasiado tarde que las únicas cosas que uno nunca

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lamenta son los propios errores. Una carcajada recorrió la mesa. Jugaba con la idea y la desarrollaba con firmeza; la torcía en el aire y la transformaba; la dejaba escapar y la volvía a capturar; la hacía iridiscente con la fantasía y alada con la paradoja. El elogio de la tontería, si continuaba, se encumbraba en filosofía, y la filosofía se hacía joven, y capturando la música loca del placer, fatigándose, uno podía imaginar, su manto color vino y su trenza de hiedra, danzando como una bacante en las colinas de la vida y burlándose del pesado Sileno por estar sobrio. Los hechos huían ante ella como seres asustadizos del bosque. Sus blancos pies pisaron la inmensa estampa en la cual el sabio Omar se sienta, hasta que el espumante jugo de la vid ascendió alrededor de sus miembros desnudos en olas de burbujas púrpuras, o se arrastró en espuma roja sobre la tina del negro, chorreando por los costados. Era una extraordinaria improvisación. Sentía que los ojos de Dorian Gray estaban fijos en él, y la conciencia de que mezclado entre su auditorio había alguien cuyo temperamento quería fascinar parecía darle su genial agudeza y prestarle color a su imaginación. Estaba brillante, fantástico, irresponsable. Encantaba a quienes lo escuchaban, y ellos seguían su flauta, riendo. Dorian Gray nunca apartó su mirada de él, pero lucía como bajo un hechizo, con sonrisas persiguiéndose unas a otras sobre sus labios y sorpresa gravitando en sus ojos ensombrecidos. Finalmente, con librea según la costumbre de la época, la realidad entró a la habitación con la silueta de un sirviente para decirle a la duquesa que su carruaje la estaba esperando. Ella se retorció las manos con falsa desesperación. -¡Qué molestia! -exclamó-. Debo irme. Debo recoger a mi esposo en el club, para llevarlo a un encuentro

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absurdo que va a presidir en el salón Willis. Si llego tarde seguramente se pondrá furioso, y no puedo tener una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra ruda lo arruinaría. No, debo irme, querida Agatha. Adiós, Lord Henry, usted es completamente delicioso y espantosamente desmoralizante. Estoy segura de que no sé qué decir sobre sus posturas. Debe venir a comer con nosotros alguna noche. ¿El martes? ¿Está libre el martes? -Por usted desecharía a cualquiera, Duquesa -dijo Lord Henry con una reverencia. -¡Ah! eso es muy lindo, y muy equivocado de su parte -exclamó ella-; así que no olvide venir -y salió de la habitación, seguida de Lady Agatha y las otras damas. Cuando Lord Henry se sentó nuevamente, el Sr. Erskine se cambió de lugar y se sentó al lado de él, poniendo la mano sobre su brazo. -Usted deja pequeños a los libros -dijo-; ¿por qué no escribe uno? -Soy demasiado aficionado a leer libros como para preocuparme por escribirlos, Sr. Erskine. Me gustaría escribir una novela por cierto, una novela que fuera tan adorable y tan irreal como una alfombra persa. Pero no hay público literario en Inglaterra para nada excepto diarios, cartillas y enciclopedias. De todas las personas en el mundo el inglés tiene el menor sentido de la belleza literaria. -Me temo que tiene razón -contestó el Sr. Erskine-. Yo solía tener ambiciones literarias, pero las abandoné hace mucho tiempo. Y ahora, mi querido joven amigo, si me permite llamarlo así, puedo preguntarle si realmente piensa todo lo que nos dijo en el almuerzo. -He olvidado por completo lo que dije -dijo sonriendo Lord Henry-. ¿Fue muy malo?

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-Muy malo verdaderamente. De hecho lo considero extremadamente peligroso, y si algo le sucede a nuestra buena duquesa, todos nosotros nos dirigiremos a usted como el principal responsable. Pero me gustaría hablarle de la vida. La generación en la cual nací era tediosa. Un día, cuando esté cansado de Londres, venga a Treadley y expóngame su filosofía del placer con algún admirable borgoña que tengo la fortuna de poseer. -Estaré encantado. Una visita a Treadley sería un gran privilegio. Tiene un anfitrión perfecto y una biblioteca perfecta. -Usted la completará -contestó el viejo caballero con una cortés reverencia-. Y ahora debo decir adiós a su excelente tía. Debo ir al Ateneo. Es la hora en que dormimos allí. -¿Todos ustedes, Sr. Erskine? -Cuarenta de nosotros, en cuarenta sillones. Estamos acostumbrándonos para una Academia Inglesa de Letras. Lord Henry rió y se levantó. -Voy a ir al parque -exclamó. Cuando estaba cruzando la puerta, Dorian Gray lo tocó en el hombro. -Déjeme ir con usted -murmuró. -Pero creí que le había prometido a Basil Hallward ir a verlo -contestó Lord Henry. -Prefiero estar con usted; sí, siento que debo estar con usted. Déjeme. Y prométame hablarme todo el tiempo. Nadie habla tan maravillosamente como usted. -¡Ah! He hablado demasiado por hoy -dijo Lord Henry, sonriendo-. Todo lo que quiero ahora es contemplar la vida. Puede venir y contemplarla conmigo, si quiere.

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Capítulo 4

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Una tarde, un mes después, Dorian Gray estaba reclinado en un lujoso sillón, en la pequeña biblioteca de Lord Henry en Mayfair. Era, a su manera, una habitación muy encantadora, con su alta entabladura de paneles de roble teñido de oliva, su friso color crema y techo de yeso con relieve, y su alfombra de fieltro color ladrillo salpicada con alfombrillas persas de seda con largos flecos. Sobre una pequeña mesa satinada se erigía una estatuilla de Clodion, y a su lado había una copia de Les Cent Nouvelles, encuadernada para Margaret de Valois por Clovis Eve y espolvoreada con las margaritas doradas que la Reina había escogido como emblema. En grandes jarras de porcelana azul, había tulipanes alineados sobre el mantel de la repisa, y a través de pequeños cristales emplomados de la ventana fluía la luz color damasco de un día de verano en Londres. Lord Henry aún no había venido. Siempre llegaba tarde por principio: su principio era que la puntualidad era como un ladrón de tiempo. De modo que el jovencito miraba bastante malhumorado y con dedos indiferentes daba vuelta las páginas de una edición elaboradamente ilustrada de Manon Lescaut que había encontrado en uno de los anaqueles. El tictac monótono y formal del reloj Luis XIV lo molestaba. Una o dos veces pensó en irse.

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Finalmente escuchó una pisada afuera y la puerta se abrió. -¡Qué tarde llegaste, Harry! -murmuró. -Me temo que no soy Harry, Sr. Gray -contestó una voz chillona. Echó un rápido vistazo y se levantó. -Le ruego su perdón. Pensé... -Pensó que era mi marido. Solamente soy su esposa. Debe permitirme presentarme. Lo conozco completamente bien a usted por sus fotografías. Creo que mi esposo tiene diecisiete. -No diecisiete, Lady Henry. -Bien, dieciocho, entonces. Y lo vi con él el otro día en la ópera. Ella se reía con nerviosismo mientras hablaba, y lo observaba con sus vagos ojos no-me-olvides. Era una mujer curiosa, cuyos vestidos siempre se veían como si hubiesen sido diseñados con ira y puestos en una tempestad. Usualmente estaba enamorada de alguien, y como su pasión nunca era correspondida, había conservado todas sus ilusiones. Trataba de lucir pintoresca, pero sólo lograba estar desarreglada. Su nombre era Victoria, y tenía una manía perfecta por ir a la iglesia. -Eso fue en Lohengrin, Lady Henry, ¿no? -Sí; eso fue en el querido Lohengrin. Me gusta la música de Wagner más que la de nadie. Es tan estridente que uno puede hablar todo el tiempo sin que la gente escuche lo que uno dice. Ésa es una gran ventaja, ¿no lo cree así, Sr. Gray? La misma risa incisiva irrumpió de sus labios y sus dedos comenzaron a jugar con un largo cortapapeles de carey. Dorian sonrió y meneó la cabeza:

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-Me temo que no lo creo así, Lady Henry. Nunca hablo mientras oigo música -al menos, buena música. Si uno escucha música mala, es un deber caer en la conversación. -Ésa es una de las posturas de Harry, ¿no, Sr. Gray? Siempre escucho las posturas de Harry entre sus amigos. Es la única forma en que las conozco. Pero usted no debe pensar que no me gusta la buena música. La adoro, pero me asusta. Me vuelve demasiado romántica. Simplemente he adorado pianistas -dos al mismo tiempo, algunas veces, me dice Harry. No sé qué tienen. Quizás sólo es que son extranjeros. Todos lo son, ¿verdad? Incluso aquellos que han nacido en Inglaterra se vuelven extranjeros después de un tiempo, ¿no? Son tan diestros, y le hacen un gran halago al arte haciéndolo cosmopolita, ¿no? Usted nunca ha estado en ninguna de mis fiestas, ¿no, Sr. Gray? Debe venir. Puedo no tener orquídeas, pero no escatimo gastos en extranjeros. Hacen lucir los salones de una tan pintorescos. Pero, ¡aquí está Harry! Harry, vine buscándote, para preguntarte algo -olvidé qué era- y encontré al Sr. Gray aquí. Hemos tenido una charla placentera sobre música. Tenemos totalmente las mismas ideas. No; pienso que nuestras ideas son totalmente diferentes. Pero ha sido de lo más complaciente. Estoy tan contenta de haberlo visto. -Estoy encantado, mi amor, completamente encantado -dijo Lord Henry, elevando sus oscuras cejas con forma de luna creciente y mirándolos con una divertida sonrisa-. Lamento tanto llegar tarde, Dorian. Fui a buscar una pieza de antiguo brocado en la calle Wardour y debí regatear durante horas por ella. Hoy en día la gente conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. -Me temo que debo irme -exclamó Lady Henry,

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rompiendo un silencio embarazoso con su tonta y súbita risa-. He prometido conducir con la duquesa. Adiós, Sr. Gray. Adiós, Harry. Cenarán fuera, supongo. También yo. Quizás los vea en casa de Lady Thornbury. -No tengo duda, querida -dijo Lord Henry, cerrando la puerta detrás de ella, mientras que, luciendo como un ave del paraíso que ha estado fuera toda una noche de lluvia, ella salió de la habitación, dejando un aroma desvaído de franchipán. Luego prendió un cigarrillo y se arrojó en el sofá. -Nunca te cases con una mujer con cabello color rojizo, Dorian -dijo después de unas pocas pitadas. -¿Por qué, Harry? -Porque son demasiado sentimentales. -Pero me gusta la gente sentimental. -Nunca te cases, Dorian. Los hombres se casan porque están cansados; las mujeres porque son curiosas: ambos se desilusionan. -No creo probable que yo me case, Harry. Estoy demasiado enamorado. Ése es uno de tus aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, como hago con cada cosa que dices. -¿De quién estás enamorado? -preguntó Lord Henry después de una pausa. -De una actriz -dijo Dorian Gray, sonrojándose. Lord Henry se encogió de hombros. -Ése es un début bastante común. -No dirías eso si la vieras, Harry. -¿Quién es ella? -Su nombre es Sibyl Vane. -Nunca escuché hablar de ella. -Nadie lo ha hecho. La gente lo hará algún día, no obstante. Ella es genial.

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-Mi querido muchacho, ninguna mujer es genial. Las mujeres son un género decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen encantadoramente. Las mujeres representan el triunfo de la materia sobre el pensamiento, como los hombres representan el triunfo del pensamiento sobre la moral. -Harry, ¿cómo puedes? -Mi querido Dorian, es completamente cierto. Estoy analizando mujeres en la actualidad, así que debo saberlo. La materia no es tan abstrusa como pensé que lo era. Descubrí que, últimamente, hay sólo dos clases de mujeres, las naturales y las pintadas. Las mujeres naturales son muy útiles. Si deseas ganar una reputación de respetabilidad, simplemente debes tenerlas para la cena. Las otras mujeres son muy encantadoras. Cometen un error, sin embargo. Se pintan para tratar de verse jóvenes. Nuestras abuelas se pintaban para tratar de hablar brillantemente. El rouge y el esprit6 solían ir juntos. Eso se acabó ahora. En cuanto una mujer puede verse diez años más joven que su propia hija, está perfectamente satisfecha. A propósito, hay sólo cinco mujeres en Londres con las cuales vale la pena hablar, y dos de ellas no pueden ser admitidas en la sociedad decente. No obstante, cuéntame sobre tu genio. ¿Cuánto hace que la conoces? -¡Ah! Harry, tus puntos de vista me aterrorizan. -Nunca pienses eso. ¿Cuánto hace que la conoces? -Casi tres semanas. -¿Y dónde la encontraste? -Te lo diré, Harry, pero no debes ser antipático al respecto. Después de todo, nunca hubiera sucedido si no te hubiera conocido. Me llenaste de un deseo salvaje por conocer todo sobre la vida. Durante días después de 6. Ingenio (francés).

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que te conocí, algo parecía palpitar en mis venas. Cuando haraganeaba en el parque o vagaba por Picadilly, solía mirar a todos los que pasaban a mi lado y me preguntaba, con una loca curiosidad, qué clase de vida llevaban. Algunos me fascinaban. Otros me llenaban de terror. Había un veneno exquisito en el aire. Tuve una pasión por las sensaciones... Bien, una noche alrededor de las siete, resolví ir en busca de alguna aventura. Sentí que este monstruoso y gris Londres nuestro, con sus multitudes de gente, sus sórdidos pecadores, y sus espléndidos pecados, como dijiste una vez, debía estar reservándome algo. Imaginé miles de cosas. El simple peligro me dio un sentido del deleite. Recordé lo que me habías dicho esa noche maravillosa en que cenamos por primera vez juntos, sobre que la búsqueda de la belleza era el secreto real de la vida. No sé qué esperaba, pero salí y vagué en dirección al este, y pronto me perdí en un laberinto de calles sucias y negras plazas sin césped. Cerca de las ocho y media pasé por un absurdo teatrillo, con grandes luces de gas encendidas y brillantes carteles. Un horrible judío, con el más asombroso chaleco que he contemplado en mi vida, estaba parado en la entrada, fumando un vil cigarro. Tenía sortijas pringosas, y un enorme diamante que brillaba sobre el centro de una remera manchada. ‘¿Tiene palco, mi Lord?’ dijo cuando me vio, y se sacó el sombrero con un aire de servilismo suntuoso. Había algo en él, Harry, que me divertía. Era como un monstruo. Te reirás de mí, lo sé, pero realmente entré y pagué una guinea entera por un palco de ese teatro. Hoy no puedo descubrir por qué lo hice; y si no lo hubiera hecho -mi querido Harry, si no lo hubiera hecho- habría perdido el romance más grande de mi vida. Veo que te estás riendo. ¡Es horrible de tu parte! -No estoy riendo, Dorian; al menos no me estoy

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riendo de ti. Pero no deberías decir el romance más grande de tu vida. Siempre serás amado, y siempre estarás enamorado. Una grande passion7 es el privilegio de la gente que no tiene nada que hacer. Ésa es la única costumbre de las clases ociosas de un país. No te preocupes. Hay cosas exquisitas reservadas para ti. Esto es simplemente el comienzo. -¿Consideras mi naturaleza tan superficial? -exclamó Dorian Gray con ira. -No; considero que tu naturaleza es demasiado profunda. -¿Qué quieres decir? -Mi querido muchacho, la gente que ama solamente una vez en su vida es realmente superficial. Lo que llaman su lealtad, y su fidelidad, puedo llamarlo el letargo de la costumbre o su falta de imaginación. La fidelidad es para la vida emocional lo que la consistencia para la vida del intelecto: simplemente una confesión de fracaso. ¡Fidelidad! Debo analizarla algún día. La pasión por la propiedad está en ella. Hay muchas cosas que desecharíamos si no temiéramos que otros las recojan. Pero no deseo interrumpirte. Continúa con tu historia. -Bien, me encontré ubicado en un horrible y pequeño palco, con un telón vulgar brillando ante mi rostro. Miré detrás de la cortina y examiné la sala. Era una cosa chillona, llena de cupidos y cornucopias, como un pastel de boda de ínfima calidad. La galería y el patio de butacas estaban regularmente llenos, pero las dos filas de sucias butacas estaban completamente vacías, y había apenas una persona en lo que supongo llamarían el anfiteatro. Las mujeres iban con naranjas y cervezas de jengibre, y había una terrible consumisión de nueces. 7. Gran pasión (francés).

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-Debe haber sido como en los días prósperos del teatro británico. -Precisamente así, imagino, y muy deprimente. Comencé a preguntarme qué hacer cuando visualicé el programa. ¿De qué crees que se trataba la obra, Harry? -Supongo que El muchacho idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres solían gustarles ese tipo de obras, creo. Más tiempo vivo, Dorian, más agudamente siento que lo que era bueno para nuestros padres no es bueno para nosotros. En el arte, como en la política, les grandpères ont toujours tort8 . -La obra era buena para nosotros, Harry. Era Romeo y Julieta. Yo estaba bastante molesto con la idea de ver Shakespeare representado en tal miserable lugar. Incluso así, me sentía interesado en algún sentido. De todos modos, resolví esperar al primer acto. Había una espantosa orquesta, presidida por un joven hebreo que se sentó frente al piano resquebrajado, que casi me ahuyentó, pero finalmente el telón se levantó y la obra comenzó. Romeo era un caballero corpulento de edad madura, con cejas dibujadas, una fuerte voz de tragedia, y una figura como la de un barril de cerveza. Mercucio era casi tan malo. Estaba interpretado por un bajo comediante, que había introducido payasadas propias y estaba en los términos más amigables con el patio de butacas. Ambos eran tan grotescos como el escenario, y eso se veía como si hubiera salido de una casilla de campo. ¡Pero Julieta! Harry, imagina a una niña, casi de diecisiete años, con un rostro pequeño, como una flor, una pequeña cabeza griega con trenzas de cabello marrón oscuro, ojos que eran manantiales violetas de pasión, labios que eran como los pétalos de una rosa. Ella era la cosa más adorable que yo 8. Los abuelos estuvieron siempre equivocados (francés).

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había visto en mi vida. Me dijiste una vez que la compasión te dejó inmóvil, pero esa belleza, simplemente belleza, pudo llenar tus ojos de lágrimas. Te lo confieso, Harry, apenas podía ver a la muchacha por la cantidad de lágrimas que inundaron mis ojos. Y su voz, nunca escuché una voz parecida. Al principio era muy baja, con tiernas notas que parecían caer separadamente en el oído. Luego se volvió un poco más audible, y sonó como una flauta o un oboe distante. En la escena del jardín tenía todo el éxtasis trémulo que se escucha justo antes del alba cuando están cantando los ruiseñores. Después, hubo momentos en los que tenía la pasión salvaje de los violines. Sabes cómo una voz puede perturbarte. Tu voz y la de Sibyl Vane son dos cosas que nunca olvidaré. Cuando cierro mis ojos, las escucho, y cada una dice algo diferente. No sé a cuál seguir. ¿Por qué no debería amarla? Harry, la amo. Ella es todo para mí en la vida. Noche tras noche voy a ver su obra. Una noche es Rosalinda. Y la siguiente noche es Imogenia. La he visto morir en la lobreguez de una tumba italiana, absorbiendo el veneno de los labios de su amante. La he visto vagar por los bosque de Arden, disfrazada de un hermoso muchacho en calzas, jubón y refinado bonete. Ella ha estado loca, y se ha presentado ante el rey culpable, y le ha dado ruda para consumir y amargas hierbas para probar. Ella ha sido inocente, y las manos negras del celoso han estrangulado su garganta de junco. La he visto en cada época y en cada costumbre. Las mujeres ordinarias nunca apelan a la imaginación de uno. Están limitadas a su siglo. Ningún hechizo las transfigura jamás. Uno conoce sus mentes tan fácilmente como conoce sus sombreros. Uno puede encontrarlas siempre. No hay misterio en ninguna de ellas. Cabalgan en el parque por la mañana y parlotean en las reuniones de té por

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la tarde. Tienen una sonrisa estereotipada y un estilo de moda. Son totalmente obvias. ¡Pero una actriz! ¡Qué diferente es una actriz! ¡Harry! ¿Por qué no me dijiste que la única cosa que vale la pena amar es una actriz? -Porque he amado muchas, Dorian. -Oh, sí, gente ominosa con cabello teñido y rostros pintados. -No menosprecies el cabello teñido y los rostros pintados. Hay un encanto extraordinario en ellos, a veces -dijo Lord Henry. -Ahora quisiera no haberte contado sobre Sibyl Vane. -No pudiste evitar contármelo, Dorian. A lo largo de toda tu vida me dirás todo lo que hagas. -Sí, Harry, creo que es cierto. No puedo evitar contarte cosas. Tienes una curiosa influencia sobre mí. Si alguna vez cometiera un crimen, vendría a confesártelo. Tú me entenderías. -Las personas como tú -tercos rayos de sol de la vida- no cometen crímenes, Dorian. Pero estoy muy agradecido por el cumplido, de todos modos. Y ahora cuéntame -alcánzame los fósforos como un buen chico. Gracias-, ¿cuáles son tus relaciones actuales con Sibyl Vane? Dorian Gray dio un salto, con las mejillas sonrosadas y los ojos hirviendo. -¡Harry! ¡Sibyl Vane es sagrada! -Solamente las cosas sagradas merecen ser tocadas, Dorian -dijo Lord Henry, con un toque extraño de compasión en su voz-. Pero, ¿por qué deberías molestarte? Supongo que te pertenecerá algún día. Cuando uno está enamorado, uno siempre comienza engañándose, y siempre termina engañando a otros. Eso es lo que el mundo llama romance. Supongo que la conoces, de todos modos.

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-Por supuesto que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el horrible viejo judío vino al palco después del espectáculo, me ofreció llevarme detrás del escenario y presentármela. Me enfurecí con él, y le dije que Julieta estaba muerta hacía cientos de años y que su cuerpo estaba reposando en una tumba de mármol en Verona. Pienso, por su confusa mirada de asombro, que estaba bajo la impresión de que yo había tomado demasiado champagne, o algo. -Yo no estoy sorprendido. -Luego me preguntó si yo escribía para algún diario. Le dije que nunca los leía. Parecía terriblemente desilusionado por eso, y me confió que todas las críticas dramáticas estaban conspirando contra él, y que estaban todas compradas. -No me sorprendería que estuviera totalmente acertado. Pero, por otro lado, juzgando por las apariencias, la mayoría de ellas no pudieron ser caras en absoluto. -Bien, pero parecía pensar que estaban más allá de sus medios -rió Dorian-. En aquel momento, no obstante, las luces se estaban apagando en el teatro y debí irme. Quería que probara unos cigarros que me recomendaba enfáticamente. Me rehusé. La noche siguiente, por supuesto, volví al lugar. Cuando me vio, me hizo una leve reverencia y me aseguró que yo era un generoso padrino del arte. Era el bruto más ofensivo, aunque tuviera una pasión extraordinaria por Shakespeare. Me dijo enseguida, con aire de orgullo, que sus cinco quiebras se debían enteramente a ‘El bardo’, como insistía en llamarlo. Parecía creer que era una distinción. -Es una distinción, mi querido Dorian, una gran distinción. La mayoría de las personas se arruinan por haber invertido demasiado en la prosa de la vida. Haberse

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arruinado por la poesía es un honor. Pero, ¿cuándo le hablaste por primera vez a la Srta. Sibyl Vane? -La tercera noche. Ella había estado interpretando a Rosalinda. No pude evitar ir detrás del escenario. Le había tirado algunas flores y ella me había mirado -al menos imaginé que lo había hecho. El viejo judío era persistente. Parecía resuelto a llevarme, así que acepté. Era curioso en mí no querer conocerla, ¿no? -No; no lo creo. -¿Por qué, mi querido Harry? -Te lo diré en alguna otra ocasión. Ahora quiero saber sobre la muchacha. -¿Sibyl? Oh, estuvo tan tímida y tan gentil. Hay algo de niña en ella. Sus ojos se ensancharon con un asombro exquisito cuando le dije lo que pensaba de su actuación, y parecía completamente inconsciente de su poder. Pienso que ambos estábamos bastante nerviosos. El viejo judío estaba parado en el umbral de la puerta de la sucia habitación verde haciendo muecas, elaborando discursos sobre nosotros, mientras estábamos parados mirándonos el uno al otro como niños. Él insistía en llamarme ‘Mi Lord’, así que debí asegurarle a Sibyl que no era nada de esa índole. Ella me dijo simplemente, ‘Te ves más bien como un príncipe. Te llamaré Príncipe Encantador’. -Bajo mi palabra, Dorian, la Srta. Sibyl sabe como pagar los cumplidos. -No la entiendes, Harry. Me consideraba simplemente como un personaje de la obra. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer pálida y cansada que interpretaba a Lady Capuleto con una especie de funda color magenta la primera noche, y que luce como si hubiera conocido mejores días.

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-Conozco ese estilo. Me deprime -murmuró Lord Henry, examinando sus anillos. -El judío quería contarme la historia de ella, pero le dije que no me interesaba. -Estabas completamente acertado. Siempre hay algo infinitamente indigno en la tragedia de los otros. -Sibyl es la única cosa que me importa. ¿Qué me importa de dónde viene? Desde su cabecita hasta sus piecitos ella es absoluta y enteramente divina. Cada noche de mi vida voy a ver su actuación, y cada noche es más maravillosa. -Ésa es la razón, supongo, por la cual nunca comes conmigo ahora. Pensé que debía haber un curioso romance detrás. Lo tienes; pero no es en absoluto lo que yo esperaba. -Mi querido Harry, nosotros almorzamos o cenamos juntos todos los días, y he ido contigo a la ópera varias veces -dijo Dorian abriendo asombrado sus ojos azules. -Siempre llegas tremendamente tarde. -Bueno, no puedo evitar ir a ver la obra de Sibyl -exclamó-, incluso si se trata de un único acto. Estoy hambriento de su presencia; y cuando pienso en el alma maravillosa que está oculta en ese pequeño cuerpecito de marfil, me lleno de pavor. -Ven a comer conmigo esta noche, Dorian. ¿Puedes? Meneó la cabeza. -Esta noche ella es Imogenia -contestó-, y mañana será Julieta. -¿Cuando es Sibyl Vane? -Nunca. -Te felicito.

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-¡Qué horrible eres! Ella es todas las grandes heroínas del mundo en una. Es más de un individuo. Te ríes, pero te dije que tiene genialidad. La amo, y debo hacer que ella me ame. ¡Tú, que sabes todos los secretos de la vida, dime cómo encantar a Sibyl Vane para que me ame! Quiero ser Romeo celoso. Quiero que los amantes muertos del mundo escuchen nuestra risa y se entristezcan. Quiero que un soplo de nuestra pasión agite su polvo y los haga conscientes, quiero despertar sus cenizas por el dolor. ¡Mi Dios, Harry, cómo la adoro! Iba a un lado y a otro de la habitación mientras hablaba. Manchas turbulentas de carmesí se encendieron en sus mejillas. Estaba terriblemente excitado. Lord Henry lo observaba con un sutil sentido de placer. ¡Qué diferente era ahora de aquel tímido chico amedrentado que había conocido en el estudio de Basil Hallward! Su naturaleza se había desarrollado como una flor, había dado a luz capullos de fuego escarlata. Había arrastrado su alma fuera de su escondite secreto, y el deseo lo había encontrado allí. -¿Y qué propones hacer? -dijo Lord Henry finalmente. -Quiero que tú y Basil vengan conmigo alguna noche a ver su actuación. No tengo el más leve temor sobre el resultado. Ustedes seguramente reconocerán su genialidad. Luego debemos sacarla de las garras del judío. Está ligada a él hace tres años -al menos dos años y ocho meses. Deberé pagarle algo, por supuesto. Cuando todo eso esté dispuesto, tomaré el teatro del West End y la revelaré apropiadamente. Ella enloquecerá al mundo como me ha enloquecido a mí. -Eso sería imposible, mi querido muchacho. -Sí, lo hará. Ella no tiene sólo arte, consumado

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instinto artístico, sino también personalidad; y a menudo me has dicho que son las personalidades, no los principios, las que conmueven a una época. -Bien, ¿qué noche iremos? -Déjame ver, hoy es martes. Arreglemos para mañana. Ella interpreta a Julieta mañana. -Correcto. En el Bristol a las ocho en punto; y yo buscaré a Basil. -No, a las ocho no, Harry, por favor. Seis y media. Debemos estar allí antes de que el telón se levante. Debes verla en el primer acto, cuando ella conoce a Romeo. -¡Seis y media! ¡Qué hora! Será como tomar el té o leer una novela inglesa. Debe ser a las siete. Ningún caballero cena antes de las siete. ¿Lo verás a Basil entre hoy y mañana? ¿O deberé enviarle un mensaje? -¡Querido Basil! No lo he visto por una semana. Es horrible de mi parte, cuando me ha enviado mi retrato en el marco más maravilloso, especialmente diseñado por él, y, aunque estoy un poco celoso de la pintura por ser un mes completo más joven que yo, debo admitir que me deleita. Quizás sería mejor que le escribieras. No quiero verlo solo. Dice cosas que me molestan. Me da buenos consejos. Lord Henry sonrió. -La gente es muy adicta a dar lo que más necesita ella misma. Es lo que llamo la profundidad de la generosidad. -Oh, Basil es el mejor de los amigos, pero me parece un poco filisteo. Desde que te conozco, Harry, he descubierto eso. -Basil, mi querido muchacho, pone todo el encanto de sí en su trabajo. La consecuencia es que no deja nada para la vida sino sus prejuicios, sus principios, y su

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sentido común. Los únicos artistas que he conocido que son deliciosos personalmente son malos artistas. Los buenos artistas existen simplemente en lo que hacen, y consecuentemente no suscitan ningún interés en lo que son. Un gran poeta, un gran poeta realmente, es la menos poética de todas las criaturas. Pero los poetas inferiores son absolutamente fascinantes. Peores son sus rimas, más pintorescos lucen. El mero hecho de tener publicado un libro de sonetos de segunda hace a un hombre irresistible. Él vive la poesía que no puede escribir. Los otros escriben la poesía que no se atreven a realizar. -Me pregunto si es realmente así, Harry -dijo Dorian Gray, perfumando su pañuelo con una gran botella con tapón dorado que había sobre la mesa-. Debe ser, si tú lo dices. Y ahora me voy. Imogenia me está esperando. No te olvides lo de mañana. Adiós. Cuando abandonó la habitación, los párpados de Lord Henry se cerraron y comenzó a pensar. Por cierto, pocas personas le habían alguna vez interesado tanto como Dorian Gray, y aun así la adoración alocada del jovencito por otro no le causaba la más leve angustia por molestia o celos. Estaba contento por eso. Lo convertía en un tema de estudio más interesante. Siempre había sido dominado por los métodos de las ciencias naturales, pero la materia ordinaria de esas ciencias le parecía trivial y sin importancia. Y como había comenzado por disecarse a sí mismo, había terminado por disecar a otros. La vida humana le parecía la única cosa que merecía ser investigada. Comparado con ella no había nada más de valor. Era verdad que cuando uno observaba la vida en su curioso crisol de placer y dolor, podía no usar sobre el rostro una máscara de vidrio, ni conservar los vapores sulfúricos que enturbian el cerebro y hacen túrbida la imaginación con fanta-

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sías monstruosas y sueños deformes. Había venenos tan sutiles que para conocer sus propiedades uno debía padecerlos. Había enfermedades tan extrañas que uno debía atravesarlas si buscaba conocer su naturaleza. Y, aun así, ¡qué recompensa se recibía! ¡Qué maravilloso se le aparecía a uno el mundo! Notar la curiosa y dura lógica de la pasión, y la emocional vida colorida del intelecto; observar dónde se encuentran y dónde se separan, en qué punto estuvieron al unísono, y en qué punto discordaron: ¡hay un deleite en eso! ¿Cuál era el costo? Uno nunca pagaría un precio muy elevado por una sensación. Estaba consciente -y el pensamiento le trajo un destello de placer a sus ojos color ágata- de que era por sus certeras palabras, palabras musicales dichas con pronunciación musical, que el alma de Dorian Gray se había inclinado hacia esta niña blanca y se postraba en adoración ante ella. Por un largo tiempo el jovencito fue su propia creación. Lo había hecho prematuro. Eso era algo. Las personas comunes esperaban hasta que la vida les descubriera sus secretos, pero para pocos, los elegidos, los misterios de la vida eran revelados antes de que el velo se corriera. A veces era un efecto del arte, y principalmente del arte de la literatura, el cual trata prontamente con las pasiones y con el intelecto. Pero de vez en cuando una personalidad compleja tomaba el lugar y asumía el oficio del arte; era verdaderamente, a su manera, una obra de arte real, pues la vida tenía sus elaboradas obras maestras, como la poesía, o la escultura, o la pintura. Sí, el jovencito era prematuro. Estaba recogiendo la cosecha cuando todavía era primavera. El latido y la pasión de la juventud estaban en él, pero estaba haciéndose consciente de sí mismo. Con su bello rostro y su alma bella, era una cosa para asombrarse. No importaba

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cuándo terminara todo, o que estuviera destinado a terminar. Era como una de esas graciosas figuras en una procesión o en una obra, cuyos gozos nos parecen remotos, pero cuyos dolores perturban nuestro sentido de la belleza, y cuyas heridas son como rosas rojas. Alma y cuerpo, cuerpo y alma -¡qué misteriosos eran! Había animalidad en el alma, y el cuerpo tenía sus momentos de espiritualidad. Los sentidos podían refinarse y el intelecto podía degradarse. ¿Quién podía decir dónde terminaba el instinto carnal, o comenzaba el instinto físico? ¡Qué superficiales eran las definiciones arbitrarias de los psicólogos ordinarios! Y aun así, ¡qué difícil decidir entre las pretensiones de las distintas escuelas! ¿El alma era una sombra ubicada en la casa del pecado? ¿O estaba el cuerpo realmente en el alma, como pensó Giordano Bruno? La separación entre espíritu y materia era un misterio, y la unión del espíritu con la materia era un misterio también. Comenzó a preguntarse si alguna vez haríamos de la psicología una ciencia tan absoluta que cada pequeño resorte de la vida nos estuviera revelado. Como fuera, siempre nos entendíamos mal a nosotros mismos y rara vez entendíamos a los otros. La experiencia no era un valor ético. Es simplemente el nombre que los hombres dan a sus errores. Por lo general, los moralistas la han considerado como un modo de prevención, la han proclamado como una verdadera eficacia ética en la formación del carácter, la han elogiado como algo que nos enseñó qué seguir y nos mostró qué evitar. Pero no había fuerza motriz en la experiencia. Era tan poco activa como la misma conciencia. Realmente todo eso demostraba que nuestro futuro sería lo mismo que nuestro pasado, y que el pecado que habíamos hecho una vez, y con repugnancia, lo

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haríamos muchas veces, y con gozo. Estaba claro para él que el método experimental era el único método por el cual llegar a algún análisis científico de las pasiones; y por cierto Dorian Gray era una materia hecha para sí, y parecía prometer resultados ricos y fructíferos. Su súbito amor alocado por Sibyl Vane era un fenómeno psicológico de no escaso interés. No había duda de que la curiosidad tenía mucho que ver con eso, la curiosidad y el deseo de nuevas experiencias, aunque no era una pasión simple, sino bastante compleja. Lo que había en ella de puro instinto sensual de la adolescencia había sido transformado por obra de la imaginación, cambiado en algo que le parecía al jovencito estar lejano de la sensatez, y por esa misma razón era todo más peligroso. Nuestros impulsos más débiles eran aquellos cuya naturaleza era consciente. A menudo sucedía que cuando pensábamos que estábamos experimentando con otros realmente estábamos experimentando con nosotros mismos. Mientras Lord Henry estaba sentado soñando estas cosas, se oyó un golpe en la puerta, y entró su criado para recordarle que era hora de vestirse para comer. Se levantó y miró hacia la calle. El atardecer había afligido de oro escarlata las ventanas superiores de las casas de enfrente. Los cristales fosforecían como discos de metal al rojo vivo. El cielo era como una rosa desfalleciente. Pensaba en la vida ferozmente colorida de su joven amigo y quiso saber cómo iba a terminar todo. Cuando volvió a casa, casi a las doce y media, vio un telegrama que yacía sobre la mesa del vestíbulo. Lo abrió y se encontró con que era de Dorian Gray. Era para decirle que estaba comprometido en matrimonio con Sibyl Vane.

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Capítulo 5

-¡Madre, madre, estoy tan feliz! -susurró la muchacha, sepultando su rostro en el regazo de la mujer pálida y fatigada que, con la espalda vuelta hacia la chillona luz intrusa, estaba sentada en uno de los sillones que contenía su deslucido salón de estar-. ¡Estoy tan feliz! -repitió-, y tú debes estar feliz, también. La Sra. Vane dio un respingo y puso sus delgadas manos blancas como el bismuto sobre la cabeza de su hija. -¡Feliz! -repitió-. Sólo soy feliz cuando te veo en escena. No deberías pensar en nada excepto en la actuación. El Sr. Isaacs ha sido muy bueno con nosotras y le debemos dinero. La muchacha la miró y puso mala cara. -¿Dinero, Madre? -exclamó-, ¿qué importa el dinero? El amor es más que el dinero. -El Sr. Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para cancelar nuestras deudas y comprar un traje apropiado para James. No debes olvidar eso, Sibyl. Cincuenta libras es una suma muy grande. El Sr. Isaacs ha sido de lo más considerado. -Él no es un caballero, madre, y detesto la forma en que me habla -dijo la muchacha, levantándose y acercándose a la ventana.

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-No sé cómo podríamos arreglarnos sin él -contestó la mujer mayor quejumbrosamente. Sibyl Vane inclinó su cabeza y rió. -No lo necesitamos más, madre. El Príncipe Encantador dirige nuestras vidas desde ahora. Luego hizo una pausa. Una rosa sacudió su sangre y ensombreció sus mejillas. Una respiración vertiginosa separó los pétalos de sus labios. Éstos se estremecieron. Algún viento sureño de pasión se deslizó sobre ella y agitó los delicados pliegues de su vestido. -Lo amo -dijo simplemente. -¡Niña tonta! ¡Niña tonta! -fue la frase lanzada por respuesta. El ondear de los dedos curvados, llenos de falsas alhajas daba carácter grotesco a las palabras. La muchacha se rió otra vez. El gozo de un pájaro enjaulado estaba en su voz. Sus ojos capturaron la melodía y la repitieron con esplendor, luego se cerraron por un momento, como para ocultar su secreto. Cuando se abrieron, la bruma de un sueño los había atravesado. La sabiduría de labios delgados le hablaba desde una silla gastada, induciéndola a la prudencia, inscripta en ese libro de cobardía cuyo autor imposta el nombre de sentido común. Ella no escuchaba. Era libre en su prisión de pasión. Su príncipe, el Príncipe Encantador, estaba con ella. Lo había llamado a su memoria para rehacerlo. Había enviado el alma en su búsqueda, y lo había traído de vuelta. Su beso le quemaba de nuevo sobre la boca. Sus párpados estaban ardientes por su aliento. Luego la sabiduría alteró su método y habló de espionaje y averiguaciones. Este hombre joven podía ser rico. Si era así, el matrimonio podía considerarse. Contra el caracol de su oído irrumpieron las ondas de la astucia mundana. Las flechas de este arte se dispararon a través

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de ella. Vio sus delgados labios moviéndose, y sonrió. De pronto sintió la necesidad de hablar. El silencio verbal la molestaba. -Madre, madre -exclamó- ¿por qué él me ama tanto? Sé por qué me ama. Me ama porque es como lo que el amor mismo debe ser. Pero, ¿qué vio en mí? No soy digna de él. Y aun así, ¿por qué -no puedo decirloaunque me siento por debajo de él, no me siento humillada? Me siento orgullosa, terriblemente orgullosa. Madre, ¿amaste a mi padre como yo amo a mi Príncipe Encantador? La mujer mayor empalideció debajo del polvo burdo que embadurnaba sus mejillas, y sus labios resecos se crisparon con un espasmo de pena. Sibyl se precipitó hacia ella, arrojó los brazos alrededor de su cuello, y la besó. -Perdóname, madre. Sé que te apena hablar sobre mi padre. Pero sólo te apena porque lo amaste mucho. No estés tan triste. Estoy tan feliz hoy como lo estuviste veinte años atrás. ¡Ah! ¡Déjame ser feliz siempre! -Mi niña, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además, ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera sabes su nombre. Todo el asunto es de lo más inconveniente, y justo cuando James se va a ir a Australia, y tengo tanto que pensar; debo decirte que deberías haber mostrado más consideración. Sin embargo, como dije antes, si él es rico... -¡Ah! ¡Madre, madre, déjame ser feliz! La Sra. Vane la contempló, y con uno de esos falsos gestos teatrales que tan a menudo se convierten en una suerte de segunda naturaleza para el actor, la ciñó entre sus brazos. En ese momento, la puerta se abrió y un jovencito con cabello castaño crespo entró en la habita-

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ción. Era de figura rechoncha, sus manos y pies eran grandes y algo chabacanos en sus movimientos. No era distinguido como su hermana. Uno difícilmente habría adivinado la estrecha relación que existía entre ellos. La Sra. Vane fijó sus ojos en él e intensificó su sonrisa. Mentalmente ella elevaba a su hijo a la dignidad de un auditorio. Estaba segura de que el tableau9 era interesante. -Deberías reservar alguno de tus besos para mí, Sibyl, creo -dijo el jovencito con un rezongo amable. -¡Ah! pero no te gusta ser besado, Jim -exclamó-. Eres un espantoso oso viejo. Y atravesó la habitación y lo abrazó. James Vane examinó el rostro de su hermana con ternura. -Quiero que vengas conmigo a caminar, Sibyl. Supongo que nunca más veré esta horrible Londres otra vez. Estoy seguro de que no lo deseo. -Hijo mío, no digas cosas tan espantosas -murmuró la Sra. Vane, tomando un traje teatral chillón, con un suspiro, y comenzando a remendarlo. Se sentía un poco desilusionada de que él no se hubiera unido al grupo. Eso hubiera hecho más pintorescamente teatral la situación. -¿Por qué no, madre? Lo pienso. -Me apenas, hijo mío. Confío en que volverás de Australia con una posición acaudalada. Creo que no hay sociedad de ninguna índole en las colonias -nada que pudiera llamar sociedad- de modo que cuando hayas hecho fortuna, debes regresar y establecerte en Londres. -¡Sociedad! -murmuró el jovencito-. No quiero saber nada de eso. Me gustaría hacer algo de dinero y sacarlas a Sibyl y a ti del teatro. Lo detesto. 9. Cuadro (francés).

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-¡Oh, Jim! -dijo Sybil, riendo- ¡Qué hiriente eres! Pero ¿realmente vas a dar un paseo conmigo? ¡Será agradable! Temía que fueras a despedirte de algunos de tus amigos -de Tom Hardy, que te dio esa ominosa pipa, o de Ned Langton, que se divierte cuando la fumas. Es muy dulce de tu parte dejarme compartir tu última tarde. ¿Dónde iremos? Vayamos al parque. -Estoy tan andrajoso -contestó, frunciendo el ceño-. Sólo la gente elegante va al parque. -¡Qué tontería, Jim! -susurró ella, golpeando la manga de su saco. Él dudo por un momento. -Muy bien -dijo al final-, pero no tardes mucho vistiéndote. Ella salió danzando de la habitación. Uno podía oír su canto mientras subía. Sus pequeños pies sonaban arriba. Él caminó a un lado y al otro de la habitación dos o tres veces. Luego se volvió hacia la quieta figura en la silla. -Madre, ¿mis cosas están listas? -preguntó. -Completamente listas, James -contestó ella, manteniendo los ojos en su labor. Desde algunos meses atrás no se había sentido a gusto cuando estaba sola con este austero y tosco hijo suyo. Su superficial naturaleza secreta la problematizaba cuando sus ojos se encontraban. Ella solía preguntarse si él sospechaba algo. El silencio, porque él no hizo otra observación, se le hizo intolerable. Comenzó a quejarse. Las mujeres se defienden atacando, al igual que atacan con súbitas y extrañas rendiciones. -Espero que estés satisfecho, con tu vida transcurriendo en el mar -dijo-. Debes recordar que es tu

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propia elección. Deberías haber entrado en la oficina de un abogado. Los abogados son una clase muy respetable, y en el campo a menudo comen con las mejores familias. -Odio las oficinas, y odio a los empleados de oficina -replicó-. Pero estás totalmente acertada. Yo he elegido mi propia vida. Todo lo que digo es, vigila a Sibyl. No dejes que sufra ningún daño. Madre, debes vigilarla. -James, realmente hablas de un modo muy extraño. Por supuesto que vigilo a Sibyl. -Escuché que un caballero viene todas las noches al teatro y va a los camarines a hablar con ella. ¿Es cierto? ¿Qué hay de cierto al respecto? -Estás hablando de cosas que no comprendes, James. En esta profesión estamos acostumbrados a recibir una gran cantidad de gratificaciones. Yo misma solía recibir muchos ramos de flores en una época. Eso sucedía cuando la actuación era comprendida realmente. Respecto a Sibyl, no sé en la actualidad si su vínculo es serio o no. Pero no hay duda de que el joven en cuestión es un perfecto caballero. Siempre es de lo más amable conmigo. Además, tiene la apariencia de ser rico, y las flores que envía son adorables. -No sabes su nombre, sin embargo -dijo el jovencito severamente. -No -contestó su madre con una plácida expresión en su cara-. Él aún no ha revelado su nombre verdadero. Pienso que es completamente romántico de su parte. Probablemente sea un miembro de la aristocracia. James Vane se mordió los labios. -Vigila a Sibyl, madre -exclamó-. Vigílala. -Hijo mío, me angustias mucho. Sibyl está siempre bajo mi especial cuidado. Por supuesto, si este caballero es adinerado, no hay razón por la cual no debería

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contraer una alianza con él. Confío en que es de la aristocracia. Tiene toda la apariencia de eso, debo decirlo. Puede ser el matrimonio más lucido para Sibyl. Harían una pareja encantadora. Sus rasgos bellos son realmente destacables; todos los notan. El jovencito rezongó algo hacia sí mismo y tamborileó en el cristal de la ventana con sus dedos toscos. Se había dado vuelta para decir algo cuando la puerta se abrió y entró corriendo Sibyl. -¡Qué serios están los dos! -exclamó-. ¿Cuál es el motivo? -Ninguno -contestó él-. Supongo que uno debe estar serio algunas veces. Adiós, madre; comeré a las cinco en punto. Todo está empacado, excepto mis camisas, de manera que no te preocupes. -Adiós, hijo mío -contestó con una reverencia de majestad forzada. Estaba extremadamente molesta por el tono que él había adoptado con ella, y había algo en su aspecto que la preocupaba. -Bésame, madre -dijo la muchacha. Sus labios cual flores tocaron la mejilla ajada y calentaron su escarcha. -¡Mi niña! ¡Mi niña! -exclamó la Sra. Vane, mirando hacia el techo y buscando una galería imaginaria. -Ven, Sibyl -dijo su hermano impacientemente. Detestaba las afectaciones de su madre. Salieron al crepúsculo vacilante y ventoso y vagaron por la monótona Euston Road. Los paseantes observaban asombrados al joven hosco y pesado que, vestido con ropas vulgares e inadecuadas, estaba acompañado de tan refinada y graciosa muchacha. Era como un jardinero tosco caminando con una rosa.

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Jim fruncía el ceño de tanto en tanto cuando captaba la mirada inquisitiva de algún extraño. Tenía el disgusto de ser observado que sienten los genios cuando son mayores y que nunca deja de ser un lugar común. Sibyl, sin embargo, era completamente inconsciente del efecto que estaba provocando. Su amor estaba estremeciéndose con forma de risa sobre sus labios. Estaba pensando en el Príncipe Encantador, y, aunque podía pensar mucho en él, no habló de él, pero charló sobre la nave en la cual iba a embarcar Jim, sobre el oro que seguramente encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida debía él salvar de los malvados bandidos vestidos de rojo. Porque él no iba a quedar marinero, o sobrecargo, o lo que fuera. ¡Oh, no! La vida de un marinero es espantosa. ¡Imaginen estar encarcelado en una nave horrible, con olas roncas y gibosas tratando de penetrarla, y un viento negro derrumbando los mástiles y despedazando las velas en largos y silbantes listones! Él debía abandonar el barco en Melbourne, ofrecer una amable despedida al capitán, y partir enseguida hacia los yacimientos del oro. Antes de que pasara una semana, encontraría una gran pepita de puro oro, la pepita más grande que se haya descubierto jamás, y la llevaría a la costa en un vagón custodiado por seis policías montados. Los bandidos los atacarían tres veces, y serían derrotados en una gran matanza. O no. Él no iría a los yacimientos del oro para nada. Eran sitios horribles, donde los hombres se emborrachan, y se disparan entre sí en los bares, usando un lenguaje soez. Sería un agradable criador de ovejas, y un atardecer, cabalgando de vuelta a casa, vería a la hermosa heredera mientras era secuestrada por un ladrón en un caballo negro, y lo perseguiría, y la rescataría. Por supuesto, ella se enamoraría de él, y él de ella, y se casarían, y volvería a casa, y

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vivirían en una inmensa mansión en Londres. Sí, había cosas deliciosas reservadas para él. Pero debía ser muy bueno, y no perder la paciencia, ni gastar dinero estúpidamente. Ella tenía sólo un año más que él, pero sabía mucho más de la vida. Debía, además, escribirle con cada correo, y decir sus oraciones cada noche antes de irse a dormir. Dios era muy bueno, y lo vigilaría. Ella le rezaría, también, y en pocos años regresaría totalmente rico y feliz. El jovencito la escuchaba malhumoradamente y no respondía. Estaba dolorido por irse. Pero no era eso solamente lo que lo ponía triste y hosco. Aunque era inexperto, tenía de todas maneras un fuerte sentido de los riesgos de la profesión de Sibyl. Este petimetre que la estaba cortejando podía no resultar bueno para ella. Era un caballero y lo odiaba por eso, lo odiaba por algún curioso instinto racial del cual no podía dar cuenta, y que por esa razón más lo dominaba en su interior. Era consciente además de la superficialidad y vanidad de la naturaleza de su madre, y en ella veía un peligro infinito para Sibyl y su felicidad. Los niños comenzaban amando a sus padres; cuando crecían los juzgaban; a veces los perdonaban. ¡Su madre! Tenía algo en su mente para preguntarle, algo que había madurado en muchos meses de silencio. Una frase casual que había escuchado en el teatro, un susurro burlón que había llegado a sus oídos una noche cuando esperaba en el umbral del escenario, había disparado un torrente de pensamientos horribles. Lo recordaba como si hubiera sido la fusta de un látigo atravesándole la cara. Sus cejas se juntaron formando un surco triangular, y con una sacudida de dolor se mordió el labio inferior.

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-No estás escuchando una palabra de lo que estoy diciendo, Jim -exclamó Sibyl-, y estoy haciendo los planes más deliciosos para tu futuro. Di algo. -¿Qué quieres que diga? -¡Oh! Que serás un buen chico y no nos olvidarás -contestó ella sonriéndole. Él se encogió de hombros. -Es más probable que tú me olvides a que te olvide yo, Sibyl. Ella se sonrojó. -¿Qué quieres decir, Jim? -preguntó. -Tienes un nuevo amigo, escuché. ¿Quién es? ¿Por qué no me has contado acerca de él? Él no es bueno para ti. -¡Detente, Jim! -exclamó ella-. No debes decir nada en contra de él. Lo amo. -¿Por qué? Ni siquiera sabes su nombre -contestó el jovencito-. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo. -Se llama el Príncipe Encantador. No te gusta el nombre. ¡Oh! ¡Chico tonto! Nunca debes olvidarlo. Si solamente lo vieras, pensarías que es la persona más maravillosa del mundo. Algún día lo conocerás -cuando vuelvas de Australia. Te agradará mucho. Le agrada a todo el mundo, y... lo amo. Quisiera que pudieras venir al teatro esta noche. Él estará allí, y yo interpretaré a Julieta. ¡Oh! ¡Cómo la interpretaré! ¡Imagina, Jim, estar enamorada e interpretar a Julieta! ¡Tenerlo a él sentado allí! ¡Interpretar para su deleite! Temo que puedo asustar a la compañía, asustarla o cautivarla. Estar enamorado es superarse uno mismo. Qué espantoso se verá el Sr. Isaacs gritando ‘genio’ a sus holgazanes del bar. Él me ha predicado como a un dogma; esta noche me anunciará como una revelación. Lo siento. Y es todo suyo, suyo solamente, del Prín-

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cipe Encantador, mi maravilloso amante, mi dios de gracias. Pero soy pobre al lado de él. ¿Pobre? ¿Qué importa? Cuando la pobreza entra deslizándose por la puerta, el amor sale volando por la ventana. Nuestros proverbios deben ser reescritos. Fueron hechos en invierno, y ahora es verano; primavera para mí, creo, una auténtica danza de capullos en el cielo azul. -Él es un caballero -dijo el jovencito en forma huraña. -¡Un príncipe! -gritó ella musicalmente-. ¿Qué más quieres? -Quiere esclavizarte. -Me estremezco con el solo pensamiento de ser libre. -Quiero que te cuides de él. -Verlo es adorarlo; conocerlo es confiar en él. -Sibyl, estás loca por él. Ella rió y lo tomó del brazo. -Querido y viejo Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día te enamorarás. Entonces sabrás qué es. No estés tan malhumorado. Seguramente deberías estar contento de saber que, aunque estés partiendo, me dejas más feliz de lo que nunca he estado antes. La vida ha sido dura para ambos, terriblemente dura y difícil. Pero será diferente ahora. Te vas a un mundo nuevo, y yo he encontrado uno. Aquí hay dos sillas; sentémonos y veamos a la gente elegante que pasa. Se sentaron entre una multitud de observadores. Los macizos de tulipanes que surcaban el camino llameaban como si palpitaran en anillos de fuego. Un polvo blanco -parecía una nube trémula de raíz de lirio- flotaba en el aire jadeante. Las sombrillas de brillantes colores danzaban y se zambullían como monstruosas mariposas.

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Ella hizo que su hermano hablara de sí mismo, de sus esperanzas, sus expectativas. Él habló lentamente y con esfuerzo. Se pasaban la palabra el uno al otro como los jugadores se pasan las fichas. Sibyl se sentía oprimida. No podía comunicar su júbilo. Una tenue sonrisa curvando su boca triste fue todo el eco que pudo provocar. Después de un tiempo se quedó callada. Súbitamente captó un resplandor de cabello dorado y labios riéndose, y en un carruaje abierto pasó Dorian Gray con dos damas. Ella se paró. -¡Allí está él! -gritó. -¿Quién? -dijo Jim Vane. -El Príncipe Encantador -contestó, mirando al victoria. Él dio un brinco y la sujetó rudamente del brazo. -Enséñamelo. ¿Cuál es? Señálalo. ¡Debo verlo! -exclamó; pero en ese momento el carruaje de cuatro caballos del Duque de Berwick se interpuso, y cuando dejó el espacio libre, el otro carruaje había salido del parque. -Se ha ido -murmuró Sibyl tristemente-. Quisiera que lo hubieras visto. -Quisiera haberlo hecho, porque te aseguro que, como que hay un Dios en el cielo, si alguna vez te hace algo inapropiado, lo mataré. Ella lo miró horrorizada. Él repitió sus palabras. Éstas rasgaban el aire como un puñal. La gente de alrededor comenzó a abrir la boca. Una dama parada al lado de ella rió entre dientes. -Ven, Jim; ven -susurró ella. Él la siguió tenazmente mientras ella atravesaba la multitud. Se sentía contento de lo que había dicho. Cuando llegaron a la estatua de Aquiles, ella se dio vuelta. Había pena en sus ojos que se transformaba en

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risa en sus labios. Sacudió la cabeza mirándolo. -Eres tonto, Jim, terminantemente tonto; un chico de mal carácter, eso es todo. ¿Cómo puedes decir cosas tan horribles? No sabes de qué estás hablando. Eres celoso y descortés simplemente. ¡Ah! Quisiera que te enamoraras. El amor hace buena a la gente, y lo que dijiste fue malvado. -Tengo dieciséis -contestó-, y sé lo que soy. Mamá no es una ayuda para ti. Ella no comprende cómo cuidarte. Quisiera no estar yéndome a Australia justo ahora. Tengo ganas de mandar todo el asunto al diablo. Lo haría, si no hubiera firmado mi contrato. -Oh, no estés tan serio, Jim. Eres como uno de los héroes de esos tontos melodramas que mamá solía interpretar. No voy a pelear contigo. Lo he visto, y, ¡oh!, verlo es la felicidad perfecta. No pelearemos. Sé que nunca lastimarías nada que yo ame, ¿no? -No mientras tú lo ames a él, supongo -fue su hosca respuesta. -¡Lo amaré siempre! -gritó ella. -¿Y él? -Siempre, también. -Le conviene. Ella se apartó de él. Luego rió y puso la mano sobre su brazo. Era simplemente un niño. En la Arcada de Mármol pararon un ómnibus, que los dejó cerca de su hogar andrajoso en Euston Road. Eran más de las cinco, y Sibyl debía descansar un par de horas antes de actuar. Jim insistió en que debía hacerlo. Dijo que prefería separarse de ella cuando su madre no estuviera presente. Seguramente haría una escena, y él detestaba las escenas de todo tipo.

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En la habitación de Sibyl se despidieron. Había celos en el corazón del jovencito, y un feroz odio asesino hacia el extraño que, como le parecía, se había interpuesto entre ellos. No obstante, cuando los brazos de ella se le arrojaron al cuello, y sus dedos se hundieron en su cabello, él se atemperó y la besó con afecto real. Hubo lágrimas en sus ojos mientras bajaba las escaleras. Su madre estaba esperándolo abajo. Se quejó de su impuntualidad, mientras él entraba. No dio respuesta, sino que se sentó frente a su magra comida. Las moscas zumbaban alrededor de la mesa y hormigueaban sobre su mantel manchado. Entre el estruendo de los ómnibus, y el rumor de los coches, podía escuchar la voz zumbadora devorando cada minuto que le quedaba. Después de un tiempo, retiró su plato y puso la cabeza entre las manos. Sentía que tenía derecho a saberlo. Se lo debían haber contado antes, si era como sospechaba. Abatida por el miedo, su madre lo observaba. Las palabras salían mecánicamente de sus labios. Un pañuelo de encaje andrajoso se retorcía entre sus dedos. Cuando el reloj dio las seis, él se levantó y fue hacia la puerta. Luego regresó y la miró. Sus ojos se encontraron. En los de ella vio un pedido desesperado de piedad. Eso lo encolerizó. -Madre, tengo algo que preguntarte -dijo. Los ojos de ella paseaban errabundos por la habitación. No dio respuesta. -Dime la verdad. Tengo derecho a saberla. ¿Estabas casada con mi padre? Ella exhaló un profundo suspiro. Fue un suspiro de alivio. El momento terrible, el momento que noche y día, durante semanas y meses, había temido, había llegado finalmente, y ya no sentía terror. En verdad, en alguna

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medida era una desilusión para ella. La vulgar sencillez de la pregunta reclamaba una respuesta directa. La situación no había conducido gradualmente a ello. Era crudo. Le recordaba a un mal ensayo. -No -contestó, sorprendiéndose de la simplicidad áspera de la vida. -¡Mi padre era un truhán entonces! -gritó el jovencito, apretando los puños. Ella sacudió la cabeza. -Yo sabía que no era libre. Nos amábamos mucho. Si hubiera vivido, se hubiera ocupado de nosotros. No hables en su contra, hijo mío. Él era tu padre, y un caballero. En verdad, él estaba muy bien relacionado. Un juramento irrumpió en sus labios. -No me importa por mí -exclamó-, pero no dejes que Sibyl... Es un caballero, ¿no?, el que está enamorado de ella, ¿o dice que lo es? Muy bien relacionado, también, supongo. Por un momento un ominoso sentido de humillación sobrevino en la mujer. Bajó la cabeza. Se frotó los ojos con las manos trémulas. -Sibyl tiene una madre -murmuró-; yo no tuve ninguna. El jovencito se sintió conmovido. Fue hacia ella, e inclinándose, la besó. -Lamento si te he apenado inquiriéndote sobre mi padre -dijo-, pero no pude evitarlo. Debo irme ahora. Adiós. No olvides que ahora tendrás solamente un hijo para cuidar, y créeme, si ese hombre ofende a mi hermana, sabré quién es, lograré descubrirlo, y lo mataré como a un perro. Lo juro.

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La insensatez exagerada de la amenaza, los gestos apasionados que la acompañaron, las alocadas palabras melodramáticas, hicieron que la vida le pareciera más vívida a ella. Ésa atmósfera le era familiar. Respiró con mayor libertad, y por primera vez en muchos meses realmente admiró a su hijo. Hubiera querido continuar la escena en la misma escala emocional, pero él la cortó. Debían bajar baúles y buscar bufandas. El peón del albergue no paraba de entrar y salir. Hubo un regateo con el cochero. El tiempo se perdía en detalles vulgares. Fue con un renovado sentimiento de desilusión que agitó el andrajoso pañuelo de encaje por la ventana; mientras su hijo se iba. Era consciente de que una gran oportunidad había sido desperdiciada. Se consolaba diciéndole a Sibyl lo desolada que se sentiría ahora que debía cuidar solamente a un hijo. Recordó la frase. Le había gustado. De la amenaza no dijo nada. Había sido expresada vívida y dramáticamente. Sentía que un día todos ellos se reirían de eso.

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Capítulo 6

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-Supongo que te has enterado de las noticias, Basil, ¿no? -dijo Lord Henry esa noche mientras Hallward entraba en una pequeña habitación privada del Bristol donde la cena había sido dispuesta para tres. -No, Harry -contestó el artista, entregando su sombrero y su abrigo al camarero que estaba inclinado-. ¿Qué es? ¡Nada de política, espero! Eso no me interesa. Apenas hay una sola persona en la Cámara de los Comunes digna de la pintura, aunque a muchos de ellos les hace falta un pequeño blanqueo. -Dorian Gray está comprometido para casarse -dijo Lord Henry, observándolo mientras lo decía. Hallward lo miró y luego frunció el ceño. -¡Dorian comprometido para casarse! -exclamó-. ¡Imposible! -Es perfectamente cierto. -¿Con quién? -Con cierta actriz menor o algo así. -No puedo creerlo. Dorian es demasiado sensible. -Dorian es demasiado sabio para no hacer cosas tontas de vez en cuando, mi querido Basil. -El matrimonio no es algo que uno pueda hacer de vez en cuando, Harry.

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-Excepto en América -replicó Lord Henry lánguidamente-. Pero no dije que estuviera casado. Dije que estaba comprometido para casarse. Hay una gran diferencia. Tengo remembranzas precisas de estar casado, pero no tengo recuerdos de estar comprometido para casarme en absoluto. Me inclino a pensar que nunca estuve comprometido. -Pero piensa en la cuna, posición y riqueza de Dorian. Sería absurdo para él desposar a alguien tan inferior. -Si quieres que se case con esa muchacha, dile eso, Basil. Estoy seguro de que lo hará entonces. Siempre que un hombre hace una cosa totalmente estúpida es por los motivos más nobles. -Espero que la muchacha sea buena, Harry. No quiero ver a Dorian atado a alguna vil criatura, que pudiera degradar su naturaleza y arruinar su inteligencia. -Oh, ella es más que buena: es preciosa -murmuró Lord Henry, sorbiendo un vaso de vermouth y naranjas amargas-. Dorian dice que es preciosa, y él pocas veces se equivoca en cuestiones de esa índole. El retrato que le hiciste ha aguzado su apreciación de la apariencia personal de las otras personas. Ha tenido ese excelente efecto, entre otros. La veremos hoy, si este chico no olvida su cita. -¿Hablas en serio? -Completamente en serio, Basil. Sería miserable si pensara que he sido alguna vez más serio de lo que soy en el momento presente. -Pero, ¿lo apruebas, Harry? -preguntó el pintor, caminando de un lado al otro de la habitación y mordiéndose los labios-. No puedes aprobarlo. Es un tonto apasionamiento.

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-Ahora nunca apruebo o desapruebo nada. Es tomar una actitud absurda hacia la vida. No fuimos enviados al mundo para ventilar nuestros prejuicios morales. Nunca tengo en cuenta lo que dice la gente común, y nunca interfiero con lo que hace la gente encantadora. Si una personalidad me fascina, cualquiera que sea el modo de expresión que esa personalidad elige es absolutamente delicioso para mí. Dorian Gray se enamora de una preciosa muchacha que interpreta a Julieta, y le propone matrimonio. ¿Por qué no? Si se casara con Mesalina, no sería menos interesante. Sabes que no soy un defensor del matrimonio. La desventaja real del matrimonio es que lo hace a uno generoso. Y las personas generosas son descoloridas. Carecen de individualidad. Aunque hay algunos temperamentos que el matrimonio hace más complejos. Retienen su egoísmo y le agregan otros egos. Se ven forzados a tener más de una vida. Se hacen mucho más organizados, y ser altamente organizado es, debo imaginar, el objetivo de la existencia del hombre. Además cada experiencia tiene valor, y lo que sea que uno pueda decir contra el matrimonio, es por cierto una experiencia. Espero que Dorian Gray haga a esta muchacha su esposa, la adore apasionadamente por seis meses, y luego súbitamente se fascine por alguna otra. Sería un tema de estudio maravilloso. -No piensas ni una sola palabra de todo eso, Harry; sabes que no. Si la vida de Dorian Gray se estropeara, nadie lo lamentaría más que tú. Eres mucho mejor de lo que pretendes ser. Lord Henry rió. -La razón por la cual todos pensamos tan bien de los otros es que todos estamos preocupados por nosotros mismos. La base del optimismo es un terror cabal.

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Pensamos que somos generosos porque le acreditamos a nuestro vecino la posesión de esas virtudes que probablemente serían beneficiosas para nosotros. Alabamos al banquero que puede girar en descubierto nuestra cuenta, y encontramos buenas cualidades en el bandido con la esperanza que pueda perdonar nuestros bolsillos. Pienso todo lo que he dicho. Tengo el desprecio más grande hacia el optimismo. Respecto de una vida estropeada, ninguna vida se estropea sino la de aquél cuyo crecimiento es abortado. Respecto del matrimonio, por supuesto que sería tonto, pues hay otros lazos más interesantes entre el hombre y la mujer. Por cierto, los alentaré. Tienen el encanto de estar de moda. Pero aquí está Dorian. Él te dirá más de lo que yo puedo decirte. -Mi querido Harry, mi querido Basil, ¡ambos deben felicitarme! -dijo el jovencito, sacándose su capa de noche con sus alas de raso y estrechando la mano de cada uno de sus amigos, cada uno a su turno-. Nunca he sido tan feliz. Por supuesto, es repentino -todas las cosas deliciosas lo son. E incluso me parece que es la única cosa que he estado buscando toda mi vida. Estaba sonrojado por la excitación y el placer y se veía extraordinariamente hermoso. -Espero que siempre seas muy feliz, Dorian -dijo Hallward-, pero nunca te perdonaré no haberme comunicado tu compromiso. Se lo dijiste a Harry. -Y yo no te perdonaré llegar tarde a la cena -interrumpió Lord Henry, poniendo la mano sobre el hombro del jovencito y sonriéndole mientras hablaba-. Ven, sentémonos y probemos cómo es el nuevo chef, y luego nos contarás cómo va la cosa. -Realmente no hay mucho que decir -exclamó Dorian cuando tomaron sus asientos en la pequeña mesa

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circular-. Lo que sucedió fue simplemente esto. Después de que te dejé ayer a la noche, Harry, me vestí, cené algo en aquel pequeño restaurante de la calle Rupert que me hiciste conocer, y me fui a las ocho en punto al teatro. Sibyl estaba interpretando a Rosalinda. Por supuesto, el escenario era espantoso y Orlando absurdo. ¡Pero Sibyl! ¡Deberías haberla visto! Cuando apareció con su traje de muchacho, estaba perfectamente maravillosa. Usaba una chaquetilla de terciopelo color musgo con mangas color canela, delgadas calzas marrones con jarreteras en cruz, un delicado gorro verde con una pluma de halcón engarzada con una joya, y una capa con capucha rayada en rojo mate. Nunca me había parecido más exquisita. Tenía la gracia delicada de aquel figurín de Tanagra que tienes en tu estudio, Basil. Su cabello se apiñaba alrededor del rostro como hojas negras alrededor de una pálida rosa. Respecto de su actuación... Bueno, ustedes la verán esta noche. Simplemente es una artista de cuna. Me senté en el palco deslucido absolutamente subyugado. Olvidé que estaba en Londres y en el siglo diecinueve. Estaba lejos con mi amor en un bosque que ningún hombre ha visto jamás. Después de que la obra finalizó fui detrás de escena y le hablé. Mientras estábamos sentados juntos, súbitamente vino a sus ojos una mirada que yo nunca había visto antes. Mis labios se inclinaron hacia ella. Nos besamos. No puedo describirles lo que sentí en ese momento. Me parecía que toda mi vida estaba confinada a un único punto de gozo color rosado. Temblaba todo su cuerpo y se sacudía como un narciso blanco. Luego se arrodilló y me besó las manos. Siento que no debería contarles todo esto, pero no puedo evitarlo. Por supuesto, nuestro compromiso es un secreto a muerte. Ella ni siquiera se lo ha dicho a su propia madre. No sé qué dirán mis tutores. Lord

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Radley seguramente se pondrá furioso. No me importa. Seré mayor de edad en menos de un año, y luego puedo hacer lo que quiera. Estuve acertado en extraer mi amor de la poesía, y de encontrar mi esposa entre las obras de Shakespeare, ¿no es verdad, Basil? Los labios a los que Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su secreto en mi oído. He tenido los brazos de Rosalinda alrededor de mí, y besé a Julieta en la boca. -Sí, Dorian, supongo que estuviste acertado -dijo Hallward lentamente. -¿La has visto hoy? -preguntó Lord Henry. Dorian Gray meneó la cabeza. -La dejé en el bosque de Arden; la encontraré en un huerto en Verona. Lord Henry sorbió su champagne de un modo meditativo. -¿En qué momento específico mencionaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué te respondió ella? Quizás olvidaste todo al respecto. -Mi querido Harry, no lo traté como un asunto comercial y no hice ninguna propuesta formal. Le dije que la amaba, y ella dijo que no era digna de ser mi esposa. ¡Que no era digna! ¿Por qué? Si todo el mundo no significa nada para mí comparado con ella. -Las mujeres son maravillosamente prácticas -murmuró Lord Henry-, mucho más prácticas que nosotros. En situaciones de este tipo a menudo olvidamos decir algo sobre el matrimonio, y ellas siempre nos lo recuerdan. Hallward apoyó la mano sobre su brazo. -No, Harry. Has molestado a Dorian. Él no es como otros hombres. Nunca acarrearía miseria sobre alguien. Su naturaleza es demasiado fina para eso.

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Lord Henry miró desde el otro lado de la mesa. -Dorian nunca se molesta conmigo -contestó-. Hice la pregunta por la mejor razón posible, por la única razón que, verdaderamente, le permite a uno hacer cualquier pregunta: simple curiosidad. Tengo la teoría de que son siempre las mujeres las que nos proponen a nosotros, y no nosotros los que les proponemos matrimonio a ellas. Excepto, por supuesto, en la vida de la clase media. Pero las clases medias no son modernas. Dorian Gray rió, y torció su cabeza. -Eres completamente incorregible, Harry; pero no me importa. Es imposible enojarse contigo. Cuando la veas a Sibyl Vane, sentirás que el hombre que pueda ofenderla sería una bestia, una bestia sin corazón. No puedo comprender cómo alguien puede querer deshonrar lo que ama. Yo amo a Sibyl Vane. Quiero ponerla en un pedestal de oro y ver al mundo adorar a la mujer que me pertenece. ¿Qué es el matrimonio? Un voto irrevocable. Te burlas de él por eso. ¡Ah! No te burles. Es un voto irrevocable que quiero tomar. Su confianza me hace fiel, su convencimiento me hace bueno. Cuando estoy con ella, lamento todo lo que me has enseñado. Me vuelvo diferente de como me has conocido. Estoy cambiado, y el mero roce de la mano de Sibyl Vane me hace olvidarte a ti y a tus equivocadas, fascinantes, venenosas y deliciosas teorías. -¿Y cuáles son? -preguntó Lord Henry, sirviéndose ensalada. -Oh, tus teorías sobre la vida, tus teorías sobre el amor, tus teorías sobre el placer. Todas tus teorías, de hecho, Harry. -Placer es la única cosa que merece tener una teoría -contestó en su lenta y melodiosa voz-. Pero me

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temo que no puedo reclamar mi teoría como propia. Le pertenece a la Naturaleza, no a mí. El placer es la prueba de la Naturaleza, su señal de aprobación. Cuando somos felices, siempre somos buenos, pero cuando somos buenos, no siempre somos felices. -¡Ah! ¿Pero qué quieres decir con bueno? -exclamó Basil Hallward. -Sí -repitió Dorian, inclinándose hacia atrás en su silla y mirando a Lord Henry por encima de los pesados racimos de lirios púrpuras que se erigían en el centro de la mesa-, ¿qué quieres decir con bueno, Harry? -Ser bueno es estar en armonía con uno mismo -replicó, tocando el pie de su copa con sus pálidos y finos dedos-. Y no verse forzado a estar en armonía con otros. La propia vida: eso es lo importante. Respecto de las vidas de los vecinos, si uno quiere ser un pedante o un puritano, puede ostentar las posturas morales de uno respecto de ellos, pero no son de nuestra incumbencia. Además, el individualismo tiene realmente el objetivo más alto. La moralidad moderna consiste en aceptar el estándar de la época de uno. Considero que para cualquier hombre de cultura aceptar el estándar de su época es una forma de la inmoralidad más grosera. -Pero, seguramente, si uno vive meramente para uno mismo, Harry, ¿no paga un precio terrible por hacerlo? -sugirió el pintor. -Sí, estamos sobrecargados por todo hoy en día. Imagino que la tragedia real de los pobres es que no pueden brindar nada sino su desinterés. Los pecados hermosos, como las cosas hermosas, son privilegio de los ricos. -Uno tiene que pagar de otras formas que no son dinero. -¿Qué tipo de formas, Basil?

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-Oh, imagino que con remordimientos, con sufrimiento, con... Bien, con la conciencia de la degradación. Lord Henry se encogió de hombros. -Mi querido compañero, el arte medieval es encantador, pero las emociones medievales están fuera de época. Uno puede usarlas en la ficción, por supuesto. Pero las únicas cosas que se pueden usar en la ficción son cosas que han dejado de usarse de hecho. Créeme, ningún hombre civilizado lamenta jamás un placer, y ningún hombre incivilizado conoce jamás lo que es un placer. -Sé lo que es el placer -gritó Dorian Gray-. Es adorar a alguien. -Que es ciertamente mejor que ser adorado -contestó jugando con algunas frutas-. Ser adorado es un fastidio. Las mujeres nos tratan como la humanidad trata a sus dioses. Ellas nos adoran, y están siempre molestándonos para hacer algo por ellas. -Debí haber dicho que lo que sea que pidan primero ellas nos lo han otorgado -murmuró el jovencito gravemente-. Ellas crean el amor en nuestras naturalezas. Tienen derecho a pedirlo de vuelta. -Eso es complemente cierto, Dorian -exclamó Hallward. -Nada es jamás completamente cierto -dijo Lord Henry. -Esto lo es -interrumpió Dorian-. Debes admitir, Harry, que las mujeres les dan a los hombres el verdadero oro de sus vidas. -Posiblemente -suspiró- pero ellas invariablemente lo quieren de vuelta en cambio muy chico. Eso es preocupante. Las mujeres, como dijo una vez cierto francés sarcástico, nos inspiran con el deseo de hacer obras de arte y siempre nos impiden llevarlas a cabo.

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-Harry, ¡eres espantoso! No sé por qué me agradas tanto. -Yo siempre te agradaré, Dorian -replicó-. ¿Quieren café, compañeros? Camarero, traiga café, champagne fino, y algunos cigarrillos. No, olvide los cigarrillos -yo tengo algunos. Basil, no puedo permitir que fumes cigarros. Debes fumar un cigarrillo. Un cigarrillo es el modelo perfecto del placer perfecto. Es exquisito, y lo deja a uno insatisfecho. ¿Qué más puede desear uno? Sí, Dorian, siempre estarás encariñado conmigo. Represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el coraje de cometer. -¡Qué insensateces hablas, Harry! -exclamó el jovencito, encendiendo una llama del dragón de plata que el camarero había puesto en la mesa-. Vayamos al teatro. Cuando Sibyl esté en escena tendrás un nuevo ideal de vida. Ella representará algo para ti que nunca has conocido. -Yo conozco todo -dijo Lord Henry con una mirada cansada en los ojos-, pero estoy siempre listo para una nueva emoción. Estoy preocupado, sin embargo, porque para mí de todas formas no existe tal cosa. No obstante, tu maravillosa muchacha puede conmoverme. Amo la actuación. Es mucho más real que la vida. Vayamos. Dorian, tú vendrás conmigo. Lo siento, Basil, pero hay solamente espacio para dos en la berlina. Debes seguirnos en un carruaje. Se levantaron y se pusieron sus abrigos, sorbiendo sus cafés parados. El pintor estaba silencioso y preocupado. Había melancolía en él. No podía soportar este matrimonio, y aun así le parecía mejor que muchas otras cosas que podrían haber sucedido. Después de unos pocos minutos, todos ellos bajaron. Fue por separado, como

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había sido dispuesto, y observaba las luces centelleantes de la pequeña berlina delante de él. Un extraño sentido de perdida lo asaltó. Sintió que Dorian Gray nunca sería para él todo lo que había sido en el pasado. La vida se había interpuesto entre ellos... Sus ojos se oscurecieron, y las multitudinarias calles fulgurantes se hicieron borrosas en sus ojos. Cuando el carruaje llegó al teatro, le pareció que había envejecido muchos años.

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Capítulo 7

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Por alguna u otra razón, el edificio estaba atestado esa noche, y el obeso gerente judío que se topó con ellos en la puerta estaba radiante con una sonrisa de oreja a oreja, oleosa y trémula. Los escoltó al palco con una suerte de humildad pomposa, agitando sus gordas manos con joyas y hablando a los gritos. Dorian Gray lo detestó más que nunca. Se sentía como si hubiera venido en busca de Miranda y se hubiera encontrado con Calibán. A Lord Henry, en cambio, le agradaba bastante. Al menos declaró que así era, insistió en estrechar su mano y le aseguró que estaba orgulloso de conocer un hombre que había descubierto a un genio real y había quebrado por un poeta. Hallward se divertía mirando los rostros en el patio de butacas. El calor era terriblemente opresivo, y la inmensa luz solar llameaba como una dalia monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes en la galería se habían sacado sus sacos y chalecos y los colgaban a un costado. Se hablaban entre sí de un lado al otro del teatro y compartían sus naranjas con muchachas chillonas que se sentaban a su lado. Algunas mujeres estaban riéndose en el patio de butacas. Sus voces eran horriblemente estridentes y discordantes. Venía del bar el sonido del maíz tostado.

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-¡Qué lugar para encontrar la divinidad de uno! -dijo Lord Henry. -¡Sí! -contestó Dorian Gray-. Es aquí donde la encontré, y ella es más divina que todos las cosas vivas. Cuando actúe, olvidarás todo. Esta gente común y ruda, con sus vulgares rostros y sus gestos brutales, se vuelve totalmente diferente cuando ella está en escena. Se sientan silenciosamente y la observan. Lloran y ríen mientras ella desea que lo hagan. Los vuelve tan obedientes como un violín. Ella los espiritualiza, y uno siente que son de la misma carne y la misma sangre que uno mismo. -¡La misma carne y la misma sangre que uno mismo! ¡Oh, espero que no! -exclamó Lord Henry, que estaba examinando a los ocupantes de la galería con sus lentes de ópera. -No le prestes atención a él, Dorian -dijo el pintor-. Comprendo lo que quieres decir, y creo en esta chica. Cualquier persona que tú ames debe ser maravillosa, y cualquier chica que tiene el efecto que describes debe ser fina y noble. Espiritualizar una época: es algo que vale la pena hacer. Si esta chica puede dar el alma a aquellos que han vivido sin tenerla, si puede crear el sentido de belleza en personas cuyas vidas han sido sórdidas y feas, si puede despojarlos de su egoísmo y prestarles lágrimas para dolores que no son propios, ella es digna de toda tu adoración, digna de la adoración del mundo. Este matrimonio es completamente acertado. No lo pensé así al principio, pero lo admito ahora. Los dioses hicieron a Sibyl para ti. Sin ella hubieras estado incompleto. -Gracias, Basil -contestó Dorian Gray, apretando su mano-. Sabía que me comprenderías. Harry es muy cínico, me aterroriza. Pero aquí está la orquesta. Es completamente espantosa, pero dura sólo cinco minutos. Luego

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el telón se levanta, y verás a la muchacha a quien voy a dar toda mi vida, a quien he dado todo lo bueno que hay en mí. Un cuarto de hora después, entre un extraordinario tumulto de aplausos, Sibyl Vane pisó el escenario. Sí, ella era ciertamente adorable para mirar, una de las criaturas más adorables, pensó Lord Henry, que había visto jamás. Había algo de cervatillo en su tímida gracia y sus ojos espantados. Un leve rubor, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, sobrevino en sus mejillas ante la multitud entusiasmada del teatro. Retrocedió unos pocos pasos y sus labios parecieron temblar. Basil Hallward dio un brinco y comenzó a aplaudir. Inmóvil, y como en un sueño, se sentó Dorian Gray, observándola. Lord Henry husmeó a través de sus lentes, murmurando: -¡Encantadora! ¡Encantadora! La escenografía representaba el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo con su traje de peregrino había entrado con Mercucio y sus otros amigos. La banda tocó unos pocos compases de música, y la danza comenzó. Entre la multitud de actores desgarbados y andrajosamente vestidos, Sibyl Vane se movía como una criatura de un mundo más fino. Su cuerpo se ladeaba, mientras bailaba, como una planta se ladea en el agua. Las curvas de su garganta eran las curvas de un lirio blanco. Su mano parecía hecha de marfil fresco. Sin embargo estaba curiosamente indiferente. No manifestó señal de júbilo cuando sus ojos descansaron sobre Romeo. Las pocas palabras que debió articular: Buen peregrino, ofendes mucho a tu mano, No mostraste sino emoción y cortesía; Las santas tienen manos que los peregrinos pueden tocar, Y es un beso sagrado ese contacto...

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y el breve diálogo que las seguía, fueron dichos de un modo cabalmente artificial. La voz era exquisita pero desde el punto de vista del tono era absolutamente falsa. Era equivocada en el matiz. Le quitaba toda la vida al verso. Hacía irreal la pasión. Dorian Gray empalideció mientras la observaba. Estaba confundido y ansioso. Ninguno de sus amigos se atrevía a decirle nada. Ella les parecía absolutamente incompetente. Estaban horriblemente desilusionados. Todavía sentían que la prueba verdadera de cualquier Julieta era la escena del balcón del segundo acto. Esperaban eso. Si fracasaba allí, era que no había nada en ella. Se veía encantadora cuando apareció a la luz de la luna. No podía negarse. Pero la teatralidad de su actuación era insoportable, y empeoró cuando continuó. Sus gestos se hicieron absurdamente artificiales. Sobreenfatizaba todo lo que debía decir. El bello pasaje: Tú sabes que la máscara de la noche está sobre mi rostro, Si no, verías el rubor en mi mejilla Por eso que me has oído decir esta noche... fue recitado con la penosa precisión de una escolar a quien le ha enseñado a recitar un profesor de elocución de segunda clase. Cuando se apoyó sobre el balcón y vinieron esas maravillosas líneas: Aunque me regocijo en ti No tengo regocijo por ese contrato nocturno: Es demasiado imprudente, demasiado inconveniente, demasiado súbito;

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Demasiado parecido al rayo, que ha cesado de ser Antes de que uno pueda decir ‘Brilla’ ¡Buenas noches, amado! Este pimpollo de amor madurado por el aliento del verano Puede ser una flor hermosa cuando nos veamos otra vez... articuló las palabras como si no transmitieran significado para ella. No era nerviosismo. Verdaderamente, lejos de estar nerviosa, estaba absolutamente dueña de sí misma. Era, simplemente, arte malo. Ella era un completo fracaso. Incluso el auditorio común y sin educación del patio de butacas y de la galería perdió su interés en la obra. Se pusieron inquietos, y comenzaron a hablar en voz alta y a silbar. El gerente judío, que estaba parado detrás del anfiteatro, pateó y maldijo con ira. La única persona inmóvil era la muchacha misma. Cuando el segundo acto finalizó, sobrevino una tormenta de silbidos, Lord Henry se levantó de su silla y se puso el saco. -Ella es completamente hermosa, Dorian -dijo-, pero no puede actuar. Vayámonos. -Voy a ver la obra hasta el final -contestó el jovencito, con una voz dura y amarga-. Lamento terriblemente haberte hecho malgastar la noche, Harry. Les pido perdón a ambos. -Mi querido Dorian, tal vez la Srta. Vane esté enferma -interrumpió Hallward-. Vendremos alguna otra noche. -Quisiera que estuviera enferma -replicó-. Pero me parece, simplemente, insensible y fría. Ha sido

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alterada íntegramente. La última noche ella era una gran artista. Esta noche es simplemente una común actriz mediocre. -No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es una cosa más maravillosa que el arte. -Ambos son simplemente formas de imitación -remarcó Lord Henry-. Pero vayámonos. Dorian, no debes quedarte aquí por más tiempo. No es bueno para la moral de uno ver la mala actuación. Además, supongo que no querrás que tu esposa actúe, así que ¿qué importa si interpreta a Julieta como una muñeca de madera? Ella es muy adorable, y si sabe tan poco sobre la vida como de la actuación, será una experiencia deliciosa. Hay solamente dos clases de personas que son realmente fascinantes: las personas que saben absolutamente todo, y las personas que no saben absolutamente nada. ¡Santo cielo, mi querido muchacho, no luzcas tan trágico! El secreto de permanecer siempre joven es no tener nunca una emoción inapropiada. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos cigarrillos y beberemos por la belleza de Sibyl Vane. Ella es hermosa. ¿Qué más puedes pedir? -Vete, Harry -gritó el jovencito-. Quiero estar solo. Basil, debes irte. ¡Ah! ¿No pueden ver que mi corazón está quebrándose? Lágrimas calientes inundaron sus ojos. Sus labios temblaban, y precipitándose hacia la parte trasera del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara entre las manos. -Vayámonos, Basil -dijo Lord Henry con una extraña ternura en su voz, y los dos hombres jóvenes salieron juntos. Unos pocos momentos después las luces se encendieron y el telón se levantó para el tercer acto. Dorian

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Gray volvió a su sitio. Se veía pálido y orgulloso, e indiferente. La obra se prolongó, pareció interminable. La mitad del auditorio se retiró, haciendo ruido con pesadas botas y riendo. Todo era un fiasco. El último acto fue interpretado ante las butacas casi vacías. El telón bajó con risas entre dientes y algunos gemidos. Tan pronto como finalizó, Dorian Gray se precipitó detrás de escena hacia la sala de espera de los actores. La muchacha estaba parada allí, sola, con una mirada de triunfo en su rostro. Sus ojos estaban encendidos con un fuego exquisito. Había un resplandor en ella. Sus labios separados estaban sonriendo por algún secreto propio. Cuando él entró, ella lo miró, y una expresión de gozo infinito vino a ella. -¡Qué mal actué esta noche, Dorian! -exclamó. -¡Horriblemente! -contestó, contemplándola con asombro-. ¡Horriblemente! Fue espantoso. ¿Estás enferma? No tienes idea de lo que fuiste. No tienes idea de lo que sufrí. La chica sonrió. -Dorian -contestó, demorándose sobre su nombre con un tono musical en su voz, casi más dulce que la miel de los pétalos rojos de su boca-. Dorian, deberías haber comprendido. Pero lo comprendes ahora, ¿no? -¿Comprender qué? -preguntó, con furia. -Por qué estuve tan mal esta noche. Por qué siempre seré mala. Por qué nunca actuaré bien otra vez. Él se encogió de hombros. -Estás enferma, supongo. Cuando estás enferma no deberías actuar. Te vuelves ridícula. Mis amigos se aburrieron. Yo me aburrí.

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Ella parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por el gozo. Un éxtasis de felicidad la dominaba. -Dorian, Dorian -exclamó-, antes de conocerte, la actuación era la única realidad de mi vida. Era sólo en el teatro que vivía. Pensaba que era todo verdadero. Era Rosalinda una noche y Porcia la otra. El gozo de Beatriz era mi gozo, y los dolores de Cordelia eran míos también. Creía en todo. La gente común que actuaba conmigo me parecía celestial. La escenografía pintada era mi mundo. No conocía nada sino sombras, y pensaba que eran reales. Viniste -¡oh, mi bello amor!- y liberaste mi alma de la prisión. Me enseñaste que la realidad verdaderamente existe. Esta noche, por primera vez en mi vida, vi a través del vacío, la impostura, la tontería del espectáculo vacío en el cual siempre había actuado. Esta noche, por primera vez, me volví consciente de que Romeo era ominoso, viejo y pintado, que la luz de la luna en el huerto era falsa, que el escenario era vulgar, y que las palabras que debía articular era irreales, no eran mis palabras, no eran lo que quería decir. Tú me has traído algo más excelso, algo de lo cual todo el arte no es sino un reflejo. Me has hecho comprender lo que el amor es realmente. ¡Mi amor! ¡Mi amor! ¡Príncipe Encantador! ¡Príncipe de la vida! He crecido enferma de sombras. Tú eres más para mí de lo que todo el arte puede ser. ¿Qué tengo que hacer con los monigotes de una obra? Cuando avanzaba esta noche, no podía comprender cómo era que todo se había ido de mí. Pensé que iba a ser maravillosa. Descubrí que no podía hacer nada. Súbitamente asomó en mi alma lo que significaba todo. El conocimiento era exquisito para mí. Los oí silbar, y sonreí. ¿Qué pueden saber de un amor como el nuestro? Llévame, Dorian; llévame contigo donde podamos estar completamente solos. Odio el escenario. Podría

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simular una pasión que no siento, pero no puedo simular una que me quema como el fuego. Oh, Dorian, Dorian, ¿entiendes ahora lo que significa? Aunque pudiera hacerlo, sería una profanación para mí interpretar que estoy enamorada. Me hiciste ver eso. Él se tiró en el sofá y dio vuelta la cara. -Has asesinado a mi amor -murmuró. Ella lo miró sorprendida y rió. Él no dio respuesta. Ella fue hacia él, y con sus pequeños dedos batió su cabello. Se arrodilló y apretó las manos de él contra sus labios. Él la apartó y un temblor lo atravesó. Luego se levantó y fue hacia la puerta. -Sí -gritó-, has asesinado a mi amor. Solías excitar mi imaginación. Ahora ni siquiera excitas mi curiosidad. Simplemente no produces efecto. Te amé porque eras maravillosa, porque tenías genialidad e intelecto, porque realizabas los sueños de los grandes poetas y dabas forma y sustancia a las sombras del arte. Lo has destruido todo. Eres superficial y estúpida. ¡Mi Dios! ¡Qué loco fui al amarte! ¡Qué tonto he sido! No eres nada para mí ahora. Nunca te veré de nuevo. Nunca pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No sabes lo que fuiste para mí, una vez. Una vez... ¡Oh, no puedo soportar pensarlo! ¡Quisiera no haber puesto jamás los ojos en ti! Has estropeado el romance de mi vida. ¡Qué poco debes saber del amor, si dices que echa a perder tu arte! Sin tu arte, no eres nada. Te hubiera hecho famosa, espléndida, magnífica. El mundo te hubiera adorado, y hubieras llevado mi nombre. ¿Qué eres ahora? Una actriz de tercera con un rostro bonito. La muchacha se puso blanca y se estremeció. Se apretó las manos y la voz pareció atrapada en su garganta. -¿No estás hablando en serio, Dorian? -murmuró-. Estás actuando.

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-¡Actuando! Eso te lo dejo a ti. Lo haces tan bien -contestó amargamente. Ella se levantó y, con una expresión lastimosa de pena en su rostro, atravesó la habitación en dirección a él. Puso la mano sobre su brazo y lo miró a los ojos. Él la apartó. -¡No me toques! -gritó. Un leve gemido salió de ella, se arrojó a sus pies y permaneció allí como una flor pisoteada. -¡Dorian, Dorian, no me dejes! -susurró-. Lamento no haber actuado bien. Estaba pensando en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, en verdad lo intentaré. Vino tan súbitamente a mí, mi amor hacia ti. Pienso que nunca lo habría conocido si no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado el uno al otro. Bésame de nuevo, mi amor. No te alejes de mí. No podría soportarlo. ¡Oh, no te alejes de mí! Mi hermano... No; no importa. No habló en serio. Estaba bromeando... Pero tú, ¡oh! ¿Puedes perdonarme sólo por esta noche? Trabajaré duro e intentaré mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada en el mundo. Después de todo, solamente una vez no te he agradado. Pero estás completamente acertado, Dorian. Debí haberme superado como artista. Fue tonto de mi parte, pero no pude evitarlo. Oh, no me dejes, no me dejes. Un ataque de llanto apasionado la sofocó. Se tiró sobre el piso como si estuviera herida, y Dorian Gray, con sus bellos ojos, la miró, y sus labios esculpidos se curvaron con exquisito desdén. Hay siempre algo ridículo en las emociones de las personas a las que hemos dejado de amar. Sibyl Vane le parecía absurdamente melodramática. Sus lágrimas y suspiros lo irritaban.

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-Me voy -dijo finalmente con su voz calma y clara-. No quisiera ser descortés, pero no puedo verte de nuevo. Me has desilusionado. Ella lloraba silenciosamente, y no dio respuesta, pero se acercó arrastrándose. Sus pequeñas manos se extendían ciegamente, y parecían buscarlo. Él giró sobre sus talones y dejó la habitación. En pocos minutos estaba fuera del teatro. Apenas supo adónde iba. Recordó un vagabundeo por calles lóbregamente iluminadas, muy estrechas, arcadas ensombrecidas y casas de aspecto nefasto. Mujeres con voces roncas y ásperas risas lo habían llamado. Borrachos se habían tambaleado por allí, maldiciéndose y parloteando como simios monstruosos. Había visto niños grotescos amontonándose en los escalones de las puertas, y había escuchado chillidos y juramentos de grupos tenebrosos. Cuando el alba comenzaba a rayar, se encontró cerca del Covent Garden. La oscuridad se disipó y se inundó de fuegos leves, el cielo se ahuecó como una perla perfecta. Inmensos carros llenos de lirios oscilantes avanzaban lentamente por la calle vacía y pulida. El aire estaba cargado del perfume de las flores, y su belleza parecía traerle un calmante para su pena. Siguió hasta la plaza y observó a los hombres descargando sus carros. Un carretero vestido de blanco le ofreció algunas cerezas. Él las agradeció, se sorprendió porque el hombre rechazó aceptar dinero por ellas, y comenzó a comerlas indiferentemente. Habían sido recogidas a la medianoche, y la frescura de la luna había penetrado en ellas. Una larga fila de muchachos trayendo canastas de tulipanes rayados, y de rosas amarillas y rojas, desfiló frente a él, colándose entre las inmensas pilas de vegetales color jade. Debajo del

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pórtico, con sus pilares grises blanqueados por el sol, holgazaneaba un grupo de muchachas sucias y sin sombrero, esperando que la subasta terminara. Otras se amontonaban alrededor de las puertas oscilantes del café de la plaza. Los pesados caballos de tiro se soltaban y pateaban las piedras rudas, agitando sus campanillas y arreos. Algunos de los conductores yacían dormidos sobre una pila de costales. Palomas de cuello blanco y patas rosadas correteaban recogiendo semillas. Después de un rato, él llamó a un carruaje y se fue a casa. Se demoró durante unos pocos momentos en el escalón de la puerta, mirando la manzana silenciosa, con sus ventanas vacías y cerradas y sus pantallas fijas. El cielo ahora era un ópalo puro, y los tejados de las casas resplandecían como plata contra él. De alguna chimenea opuesta un delgado hilo de humo estaba elevándose. Retorcía una cinta violeta sobre el aire nacarado. En el inmenso farol veneciano dorado, despojo de alguna góndola de Doge, que pendía del techo del gran vestíbulo de entrada, hecho de paneles de roble, las luces estaban todavía ardiendo en tres mecheros vacilantes: parecían delgados pétalos azules de llama con un contorno de fuego blanco. Las apagó, y después de arrojar su sombrero y su capa sobre la mesa, atravesó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una gran recámara octogonal en la planta baja que, debido a su recién nacido sentimiento de lujo, acaba de decorar para sí con ciertos curiosos tapices del Renacimiento que había descubierto guardados en un ático en desuso en Selby Royal. Cuando estaba tocando la manija de la puerta, su mirada cayó sobre el retrato que Basil Hallward había pintado de él. Retrocedió sorprendido. Luego avanzó dentro de su habitación, mirando desconcertado. Después de que se

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desabotonó el saco, pareció dudar. Finalmente, volvió hacia atrás, fue hasta la pintura y la examinó. Con la luz borrosa que forcejeaba por entrar a través de las pantallas de seda color crema, el rostro le pareció estar un poco modificado. La expresión se veía diferente. Cualquiera hubiera dicho que había un toque de crueldad en la boca. Ciertamente era extraño. Se dio vuelta y yendo hacia la ventana sacó la pantalla. El alba brillante inundó la habitación y barrió las sombras fantásticas de los rincones oscuros, donde yacían estremeciéndose. Pero la extraña expresión que había notado en el rostro del retrato parecía persistir, ser más intensa incluso. La trémula y ardiente luz solar le mostraba las líneas de crueldad alrededor de la boca tan claramente como si hubiera estado mirándose en un espejo después de haber hecho algo espantoso. Dio un respingo y tomando de la mesa un lente ovalado enmarcado en cupidos de marfil, uno de los muchos regalos de Lord Henry, apresuradamente miró a través de sus pulidas profundidades. Ninguna línea como ésa torcía sus labios rojos. ¿Qué significaba? Se refregó los ojos, se acercó a la pintura y la examinó de nuevo. No había signos de ningún cambio cuando miró en la pintura real, pero no había duda de que toda la expresión se había alterado. No era simplemente imaginación suya. La cosa era horriblemente visible. Se tiró en una silla y comenzó a pensar. Súbitamente atravesó su mente lo que había dicho en el estudio de Basil Hallward el día en que el retrato había sido finalizado. Sí, lo recordaba perfectamente. Había pronunciado un loco deseo de poder permanecer joven, y que el retrato envejeciera; que su propia belleza permaneciera sin mancha, y que el rostro en el lienzo soportara la carga de sus pasiones y sus pecados; que la imagen pintada pudiera ser

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marchitada con las líneas del sufrimiento y el pensamiento, y que él pudiera conservar toda la delicada lozanía y adorabilidad de su adolescencia consciente. ¿Este deseo no habría sido concedido? Tales cosas son imposibles. Parecía monstruoso incluso pensarlas. Y, aun así, tenía el retrato delante de él, con un toque de crueldad en la boca. ¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Era culpa de la muchacha, no suya. Él la había soñado como una gran artista, le había dado su amor porque había pensado que era grande. Luego ella lo había desilusionado. Había sido superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito remordimiento vino a él, cuando pensó en ella tirada a sus pies llorando como un niño pequeño. Recordaba con qué indiferencia la había mirado. ¿Por qué había hecho algo así? ¿Por qué un alma así le había sido otorgada? Pero él había sufrido también. Durante las tres horas terribles que había durado la obra, había vivido centurias de pena, siglos y siglos de tortura. Su vida era tan digna como la de ella. Si él la había herido durante un momento, ella lo había herido por una eternidad. Además, las mujeres estaban mejores dispuestas a soportar el dolor que los hombres. Vivían en sus propias emociones. Solamente pensaban en sus emociones. Cuando tenían amantes, sólo era para tener a alguien a quien hacerle escenas. Lord Henry le había dicho eso, y Lord Henry sabía lo que eran las mujeres. ¿Por qué debía preocuparse por Sibyl Vane? Ella no era nada para él ahora. ¿Pero el cuadro? ¿Qué podía decir al respecto? Cargaba el secreto de su vida, y contaba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría a detestar su propia alma? ¿La vería en él otra vez? No; simplemente era una ilusión forjada por los sentidos perturbados. La horrible noche que había pasado

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había dejado fantasmas tras ella. Súbitamente había caído en su mente esa pequeña pizca escarlata que vuelve locos a los hombres. El retrato no había cambiado. Era tonto pensar eso. Sin embargo, lo estaba observando con su bello rostro frustrado y su cruel sonrisa. Su cabello brillante fulguró con la temprana luz solar. Sus ojos azules se toparon con los suyos propios. Un sentido de infinita piedad, no por él mismo, sino por la imagen pintada de sí mismo, vino a él. Había sido alterada ya, y sería más alterada. Su dorado se marchitaría en gris. Sus rosas rojas y blancas morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vejaría y arruinaría su claridad. El retrato, cambiado o no, sería para él el emblema visible de su conciencia. Resistiría la tentación. No lo vería más a Lord Henry; al menos no escucharía esas sutilmente venenosas teorías que en el jardín de Basil Hallward lo habían entusiasmado por primera vez por las cosas imposibles. Volvería con Sibyl Vane, pediría perdón, se casaría con ella, intentaría amarla de nuevo. Sí, era su deber hacer eso. Ella debía haber sufrido más que él. ¡Pobre niña! Había sido egoísta y cruel con ella. La fascinación que había ejercido sobre él regresaría. Serían felices juntos. Su vida con ella sería bella y pura. Se levantó de la silla y puso un gran biombo frente al retrato, estremeciéndose todavía mientras lo miraba. -¡Qué horrible! -murmuró y atravesó la habitación en dirección a la ventana para abrirla. Cuando pisó el pasto, respiró profundamente. La mañana fresca parecía disipar todas sus pasiones sombrías. Pensó solamente en Sibyl. Un leve eco de su amor regresó a él. Repitió su nombre una y otra vez. Los pájaros que estaban cantando en el jardín mojado de rocío parecían hablarle a las flores sobre ella.

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Capítulo 8

Era mucho más del mediodía cuando se despertó. Su criado se había deslizado varias veces en puntas de pie para ver si estaba moviéndose, y se había preguntado qué provocaba que su joven amo durmiera hasta tan tarde. Finalmente cuando su campanilla sonó, Víctor ingresó lentamente con una taza de té, y una pila de cartas, sobre una pequeña bandeja de antigua porcelana Sèvres, y corrió las cortinas satinadas color oliva, con forro azul apenas luminoso, que colgaban frente a las tres altas ventanas. -Monsieur10 ha dormido bien esta mañana -dijo, sonriendo. -¿Qué hora es Víctor? -preguntó Dorian Gray soñolientamente. -La una y cuarto, Monsieur. ¡Qué tarde era! Se sentó, y después de tomar algo de té, abrió sus cartas. Una de ellas era de Lord Henry, y había sido traída en mano esa mañana. Dudó por un momento y la puso a un costado. Las otras las abrió indiferentemente. Contenían la colección usual de tarjetas, invitaciones a cenar, boletos para funciones privadas, programas de conciertos de caridad, y todo lo que cae en abundancia sobre los jóvenes de moda cada mañana 10. Señor (Francés). El criado lo llama de ese modo porque no es inglés.

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durante la temporada. Había una cuenta bastante voluminosa por un juego de tocador Luis XV de plata cincelada que todavía no había tenido el coraje de enviar a sus tutores, que eran personas extremadamente pasadas de moda y no se daban cuenta de que vivimos en una época donde las cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades; y había varias comunicaciones con palabras muy corteses de parte de los prestamistas de la calle Jermyn que le ofrecían girarle cualquier suma de dinero al contado y con los montos más razonables de interés. Cerca de diez minutos después de que se levantara, y echándose encima una elaborada bata de seda bordada y lana casimir, pasó al baño de ónix. El agua fría lo refrescó después de su largo sueño. Parecía haber olvidado todo lo que le había sucedido. Una oscura sensación de haber participado en alguna extraña tragedia vino a él una o dos veces, pero tenía la irrealidad de un sueño. Tan pronto como estuvo vestido fue a la biblioteca y se sentó frente a un ligero desayuno francés que había sido dispuesto para él en una pequeña mesa circular cerca de la ventana abierta. Era un día exquisito. El aire cálido parecía cargado de especias. Una abeja entró volando y zumbó alrededor del hueco del dragón azul que, lleno de rosas color amarillo azufre, se erguía ante él. Se sentía perfectamente feliz. De pronto su mirada recayó sobre el biombo que había colocado frente al retrato, y se paró. -¿Demasiado fresco para el Monsieur? -preguntó su criado, poniendo un omelette sobre la mesa-. ¿Cierro la ventana? Dorian meneó la cabeza. -No tengo frío -murmuró. ¿Era todo aquello verdadero? ¿El retrato había

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cambiado realmente? ¿O había sido simplemente su propia imaginación que lo había hecho ver un aspecto de maldad donde había un aspecto de gozo? ¿Podía alterarse un lienzo pintado? La cosa era absurda. Serviría como un cuento para relatar Basil algún día. Lo haría sonreír. Y, sin embargo, ¡qué vívido era su recuerdo de toda la cuestión! Primero en la lóbrega madrugada, y luego en el amanecer brillante, había visto un toque de crueldad alrededor de sus labios torcidos. Casi le espantaba que su criado dejase la habitación. Sabía que cuando estuviera solo tendría que examinar el retrato. Estaba preocupado por esa certidumbre. Cuando le trajeron el café y los cigarrillos y el hombre giró para irse, sintió el deseo salvaje de decirle que se quedara. Cuando la puerta se estaba cerrando detrás de él lo llamó. El hombre se paró esperando sus órdenes. Dorian lo miró por un momento. -No estoy en casa para nadie, Víctor -dijo con un suspiro. El hombre hizo una reverencia y se retiró. Luego se levantó de la mesa, encendió un cigarrillo, y se arrojó sobre un sofá con lujosos almohadones que estaba frente al biombo. El biombo era antiguo, de cuero español dorado, estampado y labrado con un patrón Luis XIV bastante florido. Lo hojeó con curiosidad, preguntándose si alguna vez antes había ocultado el secreto de la vida de un hombre. ¿Lo retiraría, después de todo? ¿Por qué no dejarlo allí? ¿Cuál era la utilidad de la certidumbre? Si la cosa era cierta, era terrible. Si no era cierto, ¿por qué hacerse problema? Pero ¿qué pasaría si, por alguna fatalidad o azar más letal, otros ojos aparte de los suyos espiaban detrás y veían el cambio horrible? ¿Qué haría si Basil Hallward venía y pedía mirar el retrato que había hecho? Basil seguramente lo haría. No; la cosa debía ser examinada, y ense-

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guida. Cualquier cosa sería mejor que esta duda espantosa. Se puso de pie y echó llave a ambas puertas. Al menos estaría solo cuando mirara la máscara de su vergüenza. Luego retiró el biombo y se vio cara a cara. Era perfectamente cierto. El retrato se había alterado. Como recordaría a menudo después, y siempre con no poca sorpresa, se encontró en la primer observación del retrato con un sentimiento de interés casi científico. Que tal cambio hubiera tenido lugar era increíble para él. Y sin embargo era un hecho. ¿Había alguna afinidad sutil entre los átomos químicos que se delineaban en forma y color en el lienzo y el alma que había dentro de él? ¿Podía ser que lo que el alma pensaba, ellos realizaban? Lo que ella soñaba, ¿ellos lo hacían realidad? ¿O había alguna otra razón más terrible? Tembló, se atemorizó, y volviendo al sofá, se quedó allí, mirando al retrato con horror enfermizo. Una cosa, sin embargo, sentía que el retrato había hecho por él. Lo había hecho consciente de qué injusto, qué cruel, había sido con Sibyl Vane. No era demasiado tarde para reparar eso. Ella todavía podía ser su esposa. Su amor irreal y egoísta redituaría en una influencia más excelsa, sería transformado en una pasión más noble, y el retrato que Basil Hallward había pintado de él sería una guía a través de su vida, sería para él lo que la santidad es para algunos, y la conciencia para otros, y el temor de Dios para todos. Había narcóticos para el remordimiento, drogas que podían arrullar el sentido moral para que se durmiera. Pero aquí había un símbolo visible de la degradación del pecado. Aquí había un signo omnipresente de la ruina que los hombres acarreaban sobre sus almas. Dieron las tres, y las cuatro, y la media hora hizo sonar su doble repique, pero Dorian Gray no se movió.

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Estaba tratando de reunir los hilos escarlatas de la vida y de tejerlos dentro de un patrón; de encontrar el rumbo en el laberinto sanguíneo de pasión a través del cual estaba errando. No sabía qué hacer ni qué pensar. Finalmente, fue hacia la mesa y escribió una carta apasionada a la muchacha que había amado, implorándole su perdón y acusándose de locura. Llenó página tras página con palabras salvajes de dolor y palabras más salvajes de pena. Existe un placer en el autorreproche. Cuando nos culpamos, sentimos que nadie más tiene derecho a culparnos. Es la confesión, no el sacerdote, quien nos da la absolución. Cuando Dorian hubo terminado la carta, sintió que había sido perdonado. De pronto se oyó un golpe en la puerta y oyó la voz de Lord Henry afuera. -Mi querido muchacho, debo verte. Déjame entrar enseguida. No puedo soportar que te encierres así. Él no contestó al principio, se quedó completamente quieto. Los golpes todavía continuaban y se hicieron más audibles. Sí, era mejor dejar que Lord Henry entrara, y explicarle la nueva vida que iba a llevar, pelearse con él si era necesario pelear, despedirse si la despedida era inevitable. Dio un salto, puso el biombo precipitadamente frente al retrato, y abrió la puerta. -Lamento todo, Dorian -dijo Lord Henry mientras entraba-. Pero no debes pensar demasiado al respecto. -¿Te refieres a Sibyl Vane? -preguntó el jovencito. -Sí, por supuesto -contestó Lord Henry, hundiéndose en una silla y sacándose lentamente sus guantes amarillos-. Es espantoso, desde un punto de vista, pero no es culpa tuya. Dime, ¿fuiste detrás de escena y la viste,

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después de que terminó la obra? -Sí. -Estaba seguro. ¿Tuviste una escena con ella? -Fue brutal, Harry; perfectamente brutal. Pero está todo bien ahora. No lamento nada de lo que ha pasado. Me ha enseñado a conocerme mejor. -Ah, Dorian, ¡estoy contento de que lo tomes de esa forma! Temía encontrarte sumergido en el remordimiento y tirándote de ese lindo cabello rizado tuyo. -He pasado todo eso -dijo Dorian, meneando la cabeza y sonriendo-. Soy perfectamente feliz ahora. Sé lo que es la conciencia, para empezar. No es lo que me dijiste que era. Es la cosa más divina en nosotros. No te mofes de ella, Harry, nunca más -al menos delante de mí. Quiero ser bueno. No puedo soportar la idea de que mi alma sea horrible. -¡Bases artísticas muy encantadoras para la ética, Dorian! Te felicito por ello. Pero ¿cómo vas a empezar? -Casándome con Sibyl Vane. -¡Casándote con Sibyl Vane! -exclamó Lord Henry, parándose y mirándolo con perplejidad-. Pero, mi querido Dorian... -Sí, Harry, sé lo que vas a decir. Algo espantoso sobre el matrimonio. No lo digas. Nunca me digas cosas de ese tipo otra vez. Hace dos días le pedí a Sibyl que se case conmigo. No voy a romper mi palabra. Ella será mi esposa. -¡Tu esposa! ¡Dorian!... ¿No recibiste mi carta? Te escribí esta mañana, y envié la nota por mi propio criado. -¿Tu carta? Oh, sí, recuerdo. No la he leído aún, Harry. Temía que podría haber algo en ella que no me

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agradaría. Despedazas la vida con tus epigramas. -¿No sabes nada entonces? -¿Qué quieres decir? Lord Henry atravesó la habitación, y sentándose junto a Dorian Gray, tomó sus dos manos entre las suyas y las sostuvo estrechamente. -Dorian -dijo-, mi carta, no te asustes, era para decirte que Sibyl Vane está muerta. Un llanto de dolor irrumpió de los labios del jovencito, que se levantó, sacando sus manos de las garras de Lord Henry. -¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es cierto! ¡Es una mentira horrible! ¿Cómo te atreves a decirlo? -Es completamente cierto, Dorian -dijo Lord Henry, gravemente-. Está en los diarios de la mañana. Te escribí para pedirte que no vieras a nadie hasta que yo viniera. Habrá una pesquisa, por supuesto y no debes estar mezclado en ella. Cosas como ésa ponen de moda a un hombre en París. Pero en Londres las personas son tan prejuiciosas. Aquí, uno nunca debe hacer su début con un escándalo. Se debe reservar eso para poner interés en uno en la vejez. Supongo que no saben tu nombre en el teatro, ¿no? Si no lo saben, está todo bien. ¿Alguien te vio yendo a su habitación? Ése es un punto muy importante. Dorian no dio respuesta por unos momentos. Estaba aturdido por el horror. Finalmente tartamudeó, con una voz ahogada: -Harry, ¿dijiste una pesquisa? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Sibyl...? ¡Oh, Harry, no puedo soportarlo! Pero sé rápido. Dime todo enseguida. -No tengo duda de que no fue un accidente, Dorian, aunque debe ser mostrado de ese modo ante el público. Parece que cuando estaba yéndose del teatro con

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su madre, cerca de las doce y media, dijo que había olvidado algo arriba. La esperaron cierto tiempo, pero ella no bajaba. Finalmente la encontraron muerta en el piso de su cuarto de vestir. Había tragado algo por error, algo espantoso que usan en los teatros. No sé qué era, pero tenía ácido prúsico o plomo blanco. Imagino que era ácido prúsico, porque parece que murió instantáneamente. -¡Harry, Harry, es terrible! -chilló el jovencito. -Sí; es muy trágico, por supuesto, pero no debes mezclarte en esto. Sé por el Standard que tenía diecisiete años. Creía que era más joven. Se veía como una niña, y parecía saber tan poco de la actuación. Dorian, no debes dejar que esto te altere los nervios. Debes venir y cenar conmigo, y después veremos algo en la ópera. Esta noche canta Patti, y todos estarán allí. Puedes venir al palco de mi hermana. Habrá algunas mujeres interesantes con ella. -Así que he asesinado a Sibyl Vane -dijo Dorian Gray, un poco para sí mismo-, la he asesinado tan certeramente como si le hubiera cortado su garganta pequeña con un cuchillo. Sin embargo, las rosas no son menos adorables por ello. Los pájaros cantan tan felizmente en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo e iré a la ópera, y tomaremos algo, supongo, después. ¡Qué extraordinariamente dramática es la vida! Si hubiera leído todo esto en un libro, Harry, pienso que habría llorado sobre él. De algún modo, ahora que ha sucedido realmente, y a mí, parece demasiado maravilloso para lágrimas. Aquí está la primera carta de amor apasionada que he escrito en mi vida. Es extraño que mi primera carta de amor apasionada haya sido dirigida a una muchacha muerta. ¿Pueden sentir, me pregunto, esas personas blancas y silenciosas que llamamos muertos? ¡Sibyl! ¿Puede ella sentir, saber, o escuchar? ¡Oh, Harry, cómo la amé una vez! Ahora me

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parece que hace años. Ella era todo para mí. Luego vino esa espantosa noche -¿realmente fue únicamente la noche pasada?- en que ella actuó tan mal, y mi corazón casi se rompió. Ella me explicó todo. Fue terriblemente patético. Pero no me conmoví ni un ápice. La creí superficial. Súbitamente algo sucedió que me preocupó. No puedo decirte qué fue, pero fue terrible. Dije que volvería con ella. Sentí que había actuado incorrectamente. Y ahora ella está muerta. ¡Mi Dios! ¡Mi Dios! Harry, ¿qué haré? No sabes en el peligro que estoy, y no hay nada que me mantenga firme. Ella lo hubiera hecho por mí. No tenía derecho a matarse. Fue egoísta de su parte. -Mi querido Dorian -contestó Lord Henry, tomando un cigarrillo de su estuche y sacando una caja de fósforos de metal dorado-, la única forma en que una mujer puede reformar a un hombre es aburriéndolo tanto que él pierde todo posible interés en la vida. Si te hubieras casado con esa chica, habrías sido desdichado. Por supuesto, la hubieras tratado cortésmente. Siempre se puede ser cortés con las personas que no nos importan nada. Pero pronto hubieras descubierto que te era absolutamente indiferente. Y cuando una mujer descubre eso de su marido, se vuelve espantosamente desaliñada, o usa sombreros muy ingeniosos que el marido de alguna otra mujer tiene que pagar. No digo nada acerca del error social, que hubiera sido abyecto -el cual, por supuesto, yo no hubiera permitido- pero te aseguro que de todas formas todo el asunto hubiera sido un completo fracaso. -Supongo que sí -murmuró el jovencito, caminando de un lado al otro de la habitación y viéndose horriblemente pálido-. Pero pienso que era mi deber. No es mi culpa que esta terrible tragedia haya evitado que hiciera lo que era correcto. Recuerdo que dijiste una vez que

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hay una fatalidad respecto de las buenas resoluciones: que siempre se hacen demasiado tarde. La mía ciertamente lo fue. -Las buenas resoluciones son intentos inútiles de interferir con las leyes científicas. Su origen es pura vanidad. Su resultado es absolutamente nihil11 . Nos dan, de vez en cuando, alguna de esas lujosas emociones estériles que tienen un cierto encanto para los débiles. Es todo lo que puede decirse de ellas. Son simplemente cheques que los hombres cobran en un banco donde no tienen cuenta. -Harry -exclamó Dorian Gray, acercándose y sentándose junto a él-, ¿por qué es que no puedo sentir tanto esta tragedia como quisiera? No creo que sea un descorazonado. ¿Lo crees tú? -Has hecho demasiadas tonterías durante las últimas dos semanas como para estar autorizado a darte ese calificativo, Dorian -contestó Lord Henry con su dulce y melancólica sonrisa. El jovencito frunció el ceño. -No me gusta esa explicación, Harry -replicó-, pero estoy contento de que no pienses que soy un descorazonado. No soy nada de esa índole. Sé que no lo soy. Y sin embargo debo admitir que esto que ha pasado no me afecta como debería. Me parece simplemente como un final maravilloso para una obra maravillosa. Tiene toda la belleza terrible de la tragedia griega, una tragedia en la cual tomé gran parte, pero por la cual no he sido herido. -Es una cuestión interesante -dijo Lord Henry, que encontraba un exquisito placer en jugar con el egoísmo inconsciente del jovencito-, una cuestión extremadamente interesante. Imagino que la verdadera explicación es ésta: a menudo sucede que las tragedias reales de la 11. Nada (latín).

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vida ocurren de manera tan poco artística que nos lastimamos con su cruda violencia, su absoluta incoherencia, su absurdo deseo de significado, su entera falta de estilo. Nos afectan como la vulgaridad nos afecta. Nos dan la impresión de una cabal fuerza bruta, y nos rebelamos contra eso. Sin embargo, a veces, una tragedia que posee elementos artísticos de belleza cruza nuestras vidas. Si esos elementos de belleza son reales, todo el asunto simplemente incita nuestro sentimiento de efecto dramático. Súbitamente descubrimos que ya no somos los actores, sino los espectadores de la obra. O incluso somos ambos. Nos observamos, y la mera maravilla del espectáculo nos domina. En el caso presente, ¿qué es lo que realmente sucedió? Alguien se ha suicidado por amor a ti. Quisiera haber tenido alguna vez una experiencia así. Me hubiera enamorado del amor por el resto de mi vida. Las personas que me han adorado -no han sido muchas, pero han sido algunas- siempre han insistido en seguir viviendo, hasta que me hubieran dejado de importar, o yo les dejara de importar a ellas. Se han vuelto obesas y tediosas, y cuando nos encontramos enseguida nos volcamos a las reminiscencias. ¡La terrible memoria de la mujer! ¡Qué cosa atemorizante es! ¡Y qué cabal estancamiento intelectual revela! Se debe absorber el color de la vida, pero nunca recordar sus detalles. Los detalles son siempre vulgares. -Debo sembrar amapolas en mi jardín -suspiró Dorian. -No hay necesidad -replicó su compañero-. La vida tiene siempre amapolas en sus manos. Por supuesto, de vez en cuando las cosas se demoran. Cierta vez no usé sino violetas en toda una estación, como una forma de duelo artístico por un romance que no moriría. Recientemente, sin embargo, murió. Olvidé qué cosa lo mató. Pien-

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so que fue su propósito de sacrificar a todo el mundo por mí. Ése es siempre un momento espantoso. Lo llena a uno con el terror a la eternidad. Bien, ¿qué crees? Hace una semana, en casa de Lady Hampshire, me encontré sentado en la cena junto a la dama en cuestión, y ella insistió en repasar todo el asunto otra vez, excavar el pasado, y escudriñar el futuro. Yo había sepultado mi romance en un lecho de asfódelos. Ella lo desenterró otra vez y me aseguró que yo había estropeado su vida. Estoy obligado a aclarar que ella había comido muchísimo, así que no sentí ninguna angustia. ¡Pero qué falta de tacto demostró eso! El único encanto del pasado es que es pasado. Pero las mujeres nunca saben cuando el telón ha caído. Siempre quieren un sexto acto, y tan pronto como el interés en la obra ha concluido, proponen continuarlo. Si se las dejara hacer, cada comedia tendría un final trágico, y cada tragedia culminaría en una farsa. Son encantadoramente artificiales, pero no tienen sentido del arte. Eres más afortunado que yo. Te aseguro, Dorian, que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera hecho por mí lo que Sibyl Vane hizo por ti. Las mujeres comunes siempre se consuelan. Algunas de ellas se consagran a los colores sentimentales. Nunca confíes en una mujer que usa color malva, cualquiera sea su edad, o en una mujer de más de treinta y cinco que es proclive a las cintas rosas. Siempre significa que tienen una historia. Otras encuentran un gran consuelo en el súbito descubrimiento de las buenas cualidades de sus maridos. Ostentan su felicidad conyugal en la cara de uno, como si fuera el más fascinante de los pecados. La religión consuela a algunas. Sus misterios tienen todo el encanto del galanteo, me dijo una vez una mujer, y puedo comprenderla completamente. Además, nada envanece tanto como que nos digan que somos pe-

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cadores. La conciencia nos hace egoístas a todos. Sí; no hay realmente fin para los consuelos que las mujeres encuentran en la vida moderna. En verdad, no he mencionado el más importante. -¿Cuál es, Harry? -dijo el jovencito indiferentemente. -Oh, el consuelo obvio. Tomar algún otro admirador cuando uno pierde el propio. En la buena sociedad, esto siempre rejuvenece a la mujer. Pero realmente, Dorian, ¡qué diferente ha sido Sibyl Vane de todas las mujeres que se encuentran! Hay algo completamente bello para mí en su muerte. Estoy contento de vivir en un siglo donde tales maravillas sucedan. Hacen que uno crea la realidad de las cosas con las que todos jugamos, como el romance, la pasión, y el amor. -Fui terriblemente cruel con ella. Lo olvidas. -Me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad categórica, más que cualquier otra cosa. Tienen maravillosos instintos primitivos. Nosotros nos hemos emancipado, pero ellas continúan siendo esclavas que buscan a sus amos, siempre igual. Aman ser dominadas. Estoy seguro de que estuviste espléndido. Nunca te he visto real y absolutamente enojado, pero puedo imaginar qué delicioso luciste. Y, después de todo, me dijiste algo anteayer que parecía ser meramente imaginario, pero que ahora veo que era absolutamente cierto, y es la clave de todo. -¿Qué fue, Harry? -Me dijiste que Sibyl Vane representaba para ti a todas las heroínas del romance: que ella era Desdémona una noche, y Ofelia la otra; que si moría como Julieta, resucitaba como Imogenia. -Nunca resucitará de nuevo ahora -murmuró el jovencito, sepultando la cara entre las manos.

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-No, ella nunca resucitará. Ella ha interpretado su último papel. Pero debes pensar en la solitaria muerte en el chillón cuarto de vestir como un fragmento extraño y espeluznante de alguna tragedia jacobina, como una escena maravillosa de Webster, o Ford, o Cyril Tourneur. La muchacha nunca vivió realmente, y de ese modo, ella nunca murió realmente. Para ti al menos ella fue siempre un sueño, un fantasma que revoloteaba por las obras de Shakespeare y las hacía más adorables con su presencia, una flauta a través de la cual la música de Shakespeare sonaba más rica y más llena de gozo. En el momento en que tocó la vida real, ella la malogró, y la vida la malogró a ella, y así desapareció. Haz duelo por Ofelia, si quieres. Pon cenizas en tu cabeza porque Cordelia fue estrangulada. Grita contra el Cielo porque la hija de Brabancio murió. Pero no malgastes tus lágrimas sobre Sibyl Vane. Era menos real que todas ellas. Hubo un silencio. El crepúsculo oscurecía la habitación. Calladamente, y con pies de plata, las sombras penetraron en el jardín. Los colores languidecían fatigosamente en las cosas. Después de un tiempo Dorian Gray miró hacia arriba. -Me has explicado a mí mismo, Harry -murmuró con cierto suspiro de alivio-. Sentía todo lo que has dicho, pero de alguna manera me asustaba, y no podía expresármelo a mí mismo. ¡Qué bien me conoces! Pero no hablaremos otra vez de lo que ha pasado. Ha sido una maravillosa experiencia. Eso es todo. Me pregunto si la vida todavía me reserva algo tan maravilloso. -La vida tiene reservado todo para ti, Dorian. No hay nada que tú, con tus extraordinarios rasgos, no seas capaz de hacer.

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-Pero supón, Harry, que me vuelva ojeroso, viejo, y arrugado. ¿Qué pasará entonces? -Ah, entonces -dijo Lord Henry, levantándose para irse-, entonces, mi querido Dorian, tendrás que pelear por tus victorias. Ahora, ellas vienen a ti. No, tú debes conservar tus rasgos bellos. Vivimos en una edad que lee demasiado para ser sabia, y que piensa demasiado para ser bella. No podemos prescindir de ti. Y ahora es mejor que te vistas, y vayamos al club. Estamos muy atrasados. -Creo que me uniré contigo en la ópera, Harry. Me siento demasiado cansado para comer. ¿Cuál es el número del palco de tu hermana? -Veintisiete, creo. Es en la fila mayor de palcos. Verás su nombre en la puerta. Pero lamento que no vengas a cenar. -No me siento bien para eso -dijo Dorian indiferentemente-. Pero te estoy tremendamente agradecido por todo lo que me dijiste. Eres por cierto mi mejor amigo. Nadie me ha entendido jamás como tú. -Estamos sólo en el comienzo de nuestra amistad, Dorian -contestó Lord Henry, estrechando su mano. Adiós. Te veré antes de las nueve y media, espero. Recuerda, Patti cantará. Cuando cerró la puerta detrás de él, Dorian Gray tocó la campanilla, y en pocos minutos Víctor apareció con las lámparas y colocó las pantallas. Esperaba impacientemente que se fuera. El hombre parecía tomarse un tiempo interminable en cada cosa. Tan pronto como se hubo ido, se precipitó hacia el biombo y lo sacó. No; no había un nuevo cambio en el retrato. Había recibido las noticias de la muerte de Sibyl Vane antes de haberlas sabido él mismo. Era consciente de los eventos de la vida en el momento en que ocurrían.

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La viciosa crueldad que malograba las líneas finas de la boca habían aparecido, sin duda, en el preciso momento en que la muchacha había bebido el veneno, fuera lo que fuera. ¿O era indiferente a los resultados? ¿Simplemente tomaba conocimiento de lo que pasaba dentro de su alma? Él quería saberlo, esperaba algún día poder ver el cambio teniendo lugar delante de sus propios ojos, y se estremecía mientras lo esperaba. ¡Pobre Sibyl! ¡Qué romance había sido todo! A menudo ella había fingido la muerte en escena. Luego la muerte misma la había tocado y llevado con ella. ¿Cómo habría interpretado esa espantosa escena final? ¿Lo había maldecido mientras moría? No; ella había muerto por amor a él, y ahora el amor sería siempre un sacramento para él. No pensaría más en lo que ella lo había hecho atravesar, en esa horrible noche en el teatro. Cuando pensara en ella, sería como en una maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo a mostrar la realidad suprema del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Las lágrimas inundaron sus ojos cuando recordó su aspecto aniñado, sus atractivos modales caprichosos, y su gracia trémula y tímida. Se las secó apresuradamente y miró el retrato. Sentía que el tiempo realmente había pasado para hacer un cambio. ¿O el cambio ya había sido hecho? Sí, la vida había decidido eso para él -la vida, y su propia curiosidad infinita sobre la vida. Eterna juventud, pasión infinita, placeres sutiles y secretos. El retrato debería cargar el peso de su vergüenza: eso era todo. Un sentimiento de pena lo aquejó cuando pensó en el deterioro que estaba reservado para el claro rostro en el lienzo. Una vez, en una infantil burla a Narciso, él había besado, o pretendido besar, esos labios pintados que

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ahora le sonreían tan cruelmente. Mañana tras mañana se había sentado ante el retrato maravillándose de su belleza, casi enamorado de él, como le parecía a veces. ¿Se alteraría ahora con cada humor al cual se rindiera? ¿Se convertiría en una cosa monstruosa y aborrecible, para ocultar en un cuarto con llave, para privar de la luz solar que tan a menudo hacía más brillante la maravilla ondeada de su cabello? ¡Qué calamidad! ¡Qué calamidad! Por un momento pensó en suplicar que el horrible símbolo que existía entre él y el retrato pudiera cesar. Había cambiado en respuesta a un suplicante; quizás en respuesta a un suplicante pudiera permanecer inalterable. Y, sin embargo, ¿quién, que conociera algo de la vida, desecharía la oportunidad de permanecer siempre joven, aunque esa oportunidad fuera fantasiosa, o estuviera preñada de fatales consecuencias? Además, ¿estaba realmente bajo su control? ¿Había sido realmente la súplica la que había producido la sustitución? ¿No podría haber una razón científica para todo eso? Si el pensamiento podía ejercer influencia sobre los organismos vivos, ¿no podía el pensamiento ejercer influencia sobre las cosas muertas e inorgánicas? ¿No podían, sin pensamiento ni deseo consciente, las cosas externas a nosotros mismos vibrar al unísono con nuestros humores y pasiones, átomo tras átomo en amor secreto o extraña afinidad? Pero la razón no tenía importancia. Nunca invocaría de nuevo con una súplica ningún poder terrible. Si el retrato se alteraba, se alteraría. Eso era todo. ¿Por qué indagar tan íntimamente en eso? Porque habría un placer real en observarlo. Podría seguir su mente hasta en los lugares más secretos. El retrato sería para él el más mágico de los espejos. Como le había revelado su propio cuerpo, le revelaría su propia alma. Y cuando el invierno viniera sobre él, él todavía

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estaría erguido donde la primavera tiembla en el filo del verano. Cuando la sangre se fuera de su rostro, para dejar detrás una pálida máscara de tiza con ojos plomizos, él conservaría el brillo de la adolescencia. Ningún capullo de su adorabilidad languidecería jamás. Ningún latido de su vida se debilitaría jamás. Como los dioses de los griegos, sería fuerte, veloz y gozoso. ¿Qué importaba lo que sucediera con la imagen colorida en el lienzo? Él estaría a salvo. Eso era todo. Puso el biombo otra vez en su primitivo lugar frente al retrato, sonriendo mientras lo hacía, y pasó a su habitación, donde su criado ya lo estaba esperando. Una hora después estaba en la ópera, y Lord Henry se inclinaba sobre su silla.

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Capítulo 9

Mientras estaba sentado para desayunar a la mañana siguiente, Basil Hallward se presentó en la habitación. -Estoy tan contento de encontrarte, Dorian -dijo gravemente-. Vine anoche y me dijeron que estabas en la ópera. Sabía que era imposible. Pero quisiera que me hubieras dejado unas palabras diciéndome dónde habías ido realmente. Pasé una noche espantosa, preocupado porque una tragedia pudiera ser seguida de otra. Pienso que pudiste haberme telegrafiado apenas lo supiste. Lo leí totalmente por azar en la última edición del Globe que encontré en el club. Vine aquí enseguida y fue terrible no encontrarte. No puedo decirte qué destrozado estoy por todo esto. Sé lo que debes sufrir. Pero, ¿dónde estabas? ¿Saliste para ver a la madre de la muchacha? Por un momento pensé en buscarte allí. Daban la dirección en el diario. Algún sitio en Euston Road, ¿no es verdad? Pero temía entrometerme en un dolor que no podía aligerar. ¡Pobre mujer! ¡En qué estado debe estar! Y además, ¡su única hija! ¿Qué dijo acerca de todo esto? -Mi querido Basil, ¿cómo saberlo? -murmuró Dorian Gray, sorbiendo cierto vino amarillo pálido de una delicada copa de Venecia, adornada de burbujas doradas, y viéndose tremendamente aburrido-. Estaba en la ópera.

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Deberías haber ido. Conocí a Lady Gwendolen, la hermana de Harry. Estuvimos en su palco. Ella es perfectamente encantadora; y Patti cantó divinamente. No hables de temas horribles. Si uno no habla de una cosa, eso jamás ha sucedido. Es simplemente la expresión, como dice Harry, lo que le da realidad a las cosas. Puedo mencionar que no era la única hija de la mujer. Había un hijo, un muchacho encantador, creo. Pero no es del teatro. Es marinero, o algo así. Y ahora, cuéntame algo de ti y de lo que estás pintando. -¿Fuiste a la ópera? -dijo Hallward, hablando muy lentamente y con un extremado toque de pesar en su voz. ¿Fuiste a la ópera mientras Sibyl Vane yacía muerta en una sórdida posada? ¿Puedes hablarme de otras mujeres que son encantadoras y de Patti cantando divinamente, antes de que la muchacha que amabas tenga siquiera la quietud de una tumba donde reposar? Porque, ¡hombre, hay horrores reservados para ese cuerpecito blanco! -¡Detente, Basil! ¡No quiero escuchar eso! -exclamó Dorian, poniéndose de pie-. No debes hablarme de esas cosas. Lo que está hecho está hecho. Lo que es pasado es pasado. -¿Le llamas pasado a ayer? -¿Qué tiene que ver el momento actual con eso? Sólo la gente superficial requiere años para liberarse de una emoción. Un hombre que es dueño de sí mismo puede acabar con un dolor tan fácilmente como puede inventar un placer. No quiero estar a merced de mis emociones. Quiero usarlas, disfrutarlas y dominarlas. -Dorian, ¡esto es horrible! Algo te ha cambiado por completo. Tu aspecto es exactamente el mismo de aquel maravilloso muchacho que, día tras día, solía venir a mi estudio a posar para su retrato. Pero eras simple,

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natural, y afectivo entonces. Eras la criatura más incontaminada del mundo. Ahora, no sé lo que te ha sucedido. Hablas como si no tuvieras corazón, ni piedad. Todo es influencia de Harry, lo sé. El jovencito se sonrojó, y yendo hacia la ventana, miró por unos momentos el jardín verde, brillante y fustigado por el sol. -Le debo mucho a Harry, Basil -dijo finalmente-, más de lo que te debo a ti. Tú sólo me enseñaste a ser vanidoso. -Bien, estoy castigado por eso, Dorian -o lo estaré algún día. -No sé a qué te refieres, Basil -exclamó dándose vuelta-. No sé qué quieres. ¿Qué es lo que quieres? -Quiero al Dorian Gray que solía retratar -dijo el artista tristemente. -Basil -dijo el jovencito, yendo hacia él y poniéndole la mano en el hombro-, has llegado demasiado tarde. Ayer, cuando escuché que Sibyl Vane se había suicidado... -¡Suicidado! ¡Santo cielo! ¿No hay duda al respecto? -exclamó Hallward, mirándolo con una expresión de horror. -Mi querido Basil, ¿seguramente no creerás que fue un vulgar accidente? Por supuesto que se suicidó. El hombre mayor sepultó el rostro entre las manos. -¡Qué horrendo! -murmuró y un estremecimiento lo recorrió. -No -dijo Dorian Gray-, no hay nada de horrendo en ello. Es una de más grandes tragedias románticas de nuestra época. Por lo general, las personas que actúan llevan las vidas más comunes. Son buenos maridos, o

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esposas fieles, o algo tedioso. Sabes a lo que me refiero: la virtud de la clase media y todo este tipo de cosas. ¡Qué diferente era Sibyl! Vivió su tragedia más fina. Siempre fue una heroína. La última noche que actuó -la noche en que la viste- actuó mal porque había conocido la realidad del amor. Cuando conoció su irrealidad, murió, como Julieta pudo haber muerto. Pasó nuevamente a la esfera del arte. Hay algo de mártir en ella. Su muerte tiene toda la inutilidad patética del martirio, toda su belleza malgastada. Pero, como estaba diciendo, no debes pensar que no he sufrido. Si hubieras venido ayer en cierto momento -a las cinco y media, quizás, o a las seis menos cuarto- me hubieras encontrado llorando. Incluso Harry, que estaba aquí, y que, de hecho, me trajo las noticias, no tenía idea de lo que estaba atravesando. Sufrí inmensamente. Luego, eso pasó. No puedo repetir una emoción. Nadie puede, excepto los sentimentalistas. Y eres terriblemente injusto, Basil. Vienes aquí a consolarme. Eso es encantador de tu parte. Me encuentras consolado, y te pones furioso. ¡Qué simpática persona! Me recuerda una historia que Harry me contó sobre cierto filántropo que gastó veinte años de su vida tratando de reparar una ofensa, o alterar alguna ley injusta -olvidé qué era exactamente. Finalmente lo logró, y nada pudo exceder a su desilusión. No tenía absolutamente nada que hacer, casi murió de ennui12 y se convirtió en un misántropo categórico. Y además, mi querido y buen Basil, si realmente quieres consolarme, mejor enséñame a olvidar lo que ha pasado, o a verlo desde el punto de vista artístico apropiado. ¿No era Gautier quien solía escribir sobre le consolation des arts13 ? Recuerdo un día haber encontrado al azar en tu estudio en un librito recubierto de vitela esa frase deliciosa. Bien, ¿no soy como el joven que me contaste cuando estuvimos jun-

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tos en Marlow, el joven que solía decir que el satén amarillo podía consolarnos por todas las miserias de la vida? Amo las cosas bellas que uno puede tocar y manejar. Los viejos brocados, los bronces verdes, los trabajos laqueados, los marfiles esculpidos, los diseños exquisitos, lujosos, pomposos: hay mucho para aprender en todas esas cosas. Pero el temperamento artístico que crean, o que de algún modo revelan, para mí es mayor todavía. Convertirse en el espectador de la propia vida, como dice Harry, es escapar al sufrimiento de la vida. Sé que estás sorprendido de que te hable así. No te has dado cuenta de cómo me he desarrollado. Yo era un escolar cuando me conociste. Soy un hombre ahora. Tengo nuevas pasiones, nuevos pensamientos, nuevas ideas. Soy diferente, pero no debo agradarte menos. Estoy cambiado, pero siempre debes ser mi amigo. Por supuesto, estoy muy encariñado con Harry. Pero sé que eres mejor que él. No eres más fuerte -estás demasiado temeroso de la vida- pero eres mejor. Y ¡qué felices solíamos ser juntos! No me abandones, Basil, y no te pelees conmigo. Soy lo que soy. No hay nada más que decir. El pintor se sintió extrañamente conmovido. El jovencito era infinitamente querido para él, y su personalidad había sido el punto de cambio en su arte. No podía soportar la idea de seguir reprochándole. Después de todo, su indiferencia probablemente fuera un humor que pasaría. Había demasiada bondad en él, demasiada nobleza. -Bien, Dorian -dijo finalmente con una triste sonrisa-, no te hablaré otra vez sobre este asunto horrible, después de hoy. Sólo espero que tu nombre no sea mencionado con relación a esto. La pesquisa tendrá lugar esta tarde. ¿Te han citado? Dorian Gray meneó la cabeza, y un aspecto de molestia atravesó su rostro con la mención de la palabra

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“pesquisa”. Había algo brutal y vulgar en todo lo relativo a eso. -No saben mi nombre -contestó. -Pero ella seguramente lo sabía. -Sólo mi nombre de pila, y estoy completamente seguro de que jamás se lo mencionó a nadie. Me dijo una vez que todos tenían mucha curiosidad por saber quién era yo, y que ella invariablemente les decía que mi nombre era Príncipe Encantador. Fue bonito de su parte. Debes hacerme un dibujo de Sibyl, Basil. Quisiera tener algo más de ella que la memoria de unos pocos besos y algunos pedazos de palabras patéticas. -Trataré de hacer algo, Dorian, si eso te complace. Pero debes venir a posar para mí otra vez. No puedo avanzar sin ti. -Nunca posaré para ti otra vez, Basil. ¡Eso es imposible! -exclamó retrocediendo. El pintor lo miró con sorpresa. -Mi querido muchacho, ¡qué insensatez! -exclamó-. ¿Quieres decir que no te gusta lo que hice de ti? ¿Dónde está? ¿Por qué has puesto un biombo frente a él? Déjame verlo. Es lo mejor que he hecho jamás. Quita el biombo, Dorian. Es simplemente vergonzoso de parte de tu criado ocultar mi trabajo de esa manera. Sentía que la habitación se veía diferente cuando entré. -Mi sirviente no tiene nada que ver con esto, Basil. ¿No pensarás que lo dejo arreglar mi habitación? A veces coloca flores: eso es todo. No; lo hice yo mismo. La luz daba con mucha fuerza sobre el retrato. -¡Con mucha fuerza! Seguramente que no, mi querido amigo. Es un lugar admirable para él. Déjame verlo. Y Hallward caminó hacia el ángulo de la habitación.

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Un grito de terror brotó de los labios de Dorian Gray, y se precipitó a interponerse entre el pintor y el biombo. -Basil -dijo, luciendo muy pálido-, no debes verlo. No quiero. -¡No ver mi propio trabajo! No hablas en serio. ¿Por qué no debería verlo? -exclamó Hallward riendo. -Si tratas de verlo, Basil, bajo mi palabra de honor, nunca te hablaré de nuevo mientras viva. Hablo muy en serio. No te doy ninguna explicación, y no me la pidas. Pero, recuerda, si tocas el biombo, todo se acabó entre nosotros. Hallward estaba estupefacto. Lo miraba a Dorian Gray con sorpresa absoluta. Nunca lo había visto así antes. El jovencito estaba realmente pálido de cólera. Se apretaba las manos y las pupilas de sus ojos eran como discos de fuego azul. Estaba todo tembloroso. -¡Dorian! -¡No hables! -Pero ¿qué sucede? Por supuesto que no lo veré si no quieres que lo haga -dijo, con bastante frialdad, girando sobre sus talones y yendo hacia la ventana-. Pero, realmente, me parece muy absurdo que no pueda ver mi propio trabajo, especialmente cuando voy a exhibirlo en París en otoño. Probablemente le dé otra capa de barniz antes de eso, así que debo verlo algún día, y ¿por qué no hoy? -¡Exhibirlo! ¿Quieres exhibirlo? -exclamó Dorian Gray, con una extraña sensación de terror deslizándose sobre él. ¿Su secreto iba a ser mostrado al mundo? ¿Iba a bostezar la gente ante el misterio de su vida? Eso era im-

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posible. Algo -no sabía qué- debía hacerse al instante. -Sí; supuse que no tendrías objeción. George Petit va a reunir todos mis mejores cuadros para una exposición especial en la Rue de Sèze, que abrirá la primera semana de octubre. El retrato sólo estará fuera un mes. Pienso que puedes fácilmente prescindir de él por ese período. De hecho, seguramente estarás fuera de la ciudad. Y si lo dejas detrás de un biombo, no te importará mucho. Dorian Gray se pasó la mano por la frente. Había gotas de sudor allí. Sentía que estaba en el borde de un horrible peligro. -Me dijiste hace un mes que nunca lo exhibirías -exclamó-. ¿Por qué has cambiado de opinión? Ustedes los que dicen ser consistentes tienen tanto humores como los demás. La única diferencia es que sus humores son más inesperados. No pudiste haber olvidado que me aseguraste muy solemnemente que nada en el mundo te induciría a enviarlo a una exposición. Le dijiste a Harry exactamente lo mismo. Se detuvo un instante, y un brillo de luz pasó por sus ojos. Recordó que Lord Henry le había dicho una vez, medio en serio y medio en broma: “Si quieres tener un extraño cuarto de hora, pídele a Basil que te diga por qué no exhibirá tu retrato. Me dijo por qué no lo haría y fue una revelación para mí.” Sí, quizás Basil, también, sabía su secreto. Le preguntaría y probaría. -Basil -dijo, acercándose mucho y mirándolo cara a cara-, cada uno de nosotros tiene un secreto. Déjame conocer el tuyo, y yo te diré el mío. ¿Cuál era tu razón para negarte a exponer mi retrato? El pintor se estremeció a pesar de sí mismo. -Dorian, si te lo digo, te agradaré menos, y por cierto te reirías de mí. No puedo soportar ninguna de esas

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dos cosas de tu parte. Si quieres que nunca vuelva a mirar tu retrato, estoy conforme. Te tendré siempre a ti para mirarte. Si quieres que el mejor trabajo que he hecho jamás sea ocultado al mundo, estoy satisfecho. Mi amistad es más querida para mí que cualquier fama o reputación. -No, Basil, debes contarme -insistió Dorian Gray. Pienso que tengo derecho a saberlo-. Su sentimiento de terror se había ido, y la curiosidad había tomado su lugar. Estaba decidido a descubrir el misterio de Basil Hallward. -Sentémonos, Dorian -dijo el pintor, mostrándose perturbado-. Sentémonos. Y sólo respóndeme una pregunta. ¿Has notado algo curioso en la pintura -algo que probablemente al principio no te llamó la atención, sino que se reveló repentinamente? -¡Basil! -exclamó el jovencito, apretando los brazos de la silla con manos trémulas y observándolo con ojos salvajes y azorados. -Veo que sí. No hables. Espera hasta escuchar lo que tengo que decir. Dorian, desde el momento en que te conocí, tu personalidad tuvo la influencia más extraordinaria sobre mí. Fui dominado en alma, cuerpo y potencia por ti. Te convertiste para mí en la encarnación visible de ese ideal invisible, cuya memoria nos asedia a los artistas como un sueño exquisito. Te adoré. Me puse celoso de cada persona con la que hablabas. Quería tenerte todo para mí. Sólo era feliz cuando estaba contigo. Cuando estabas lejos de mí, estabas todavía presente en mi arte... Por supuesto, nunca permití que supieras nada de esto. Hubiera sido imposible. No lo hubieras comprendido. Apenas lo comprendo yo mismo. Sólo sabía que había visto a la perfección cara a cara, y que el mundo se había vuelto maravilloso ante mis ojos -demasiado maravilloso quizás, porque en tales locas adoraciones hay riesgo, el ries-

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go de perderlas, no menor que el riesgo de conservarlas... Pasaron semanas y semanas, y me sentía más absorbido por ti. Luego sobrevino una nueva evolución. Yo te había dibujado como Paris con refinada armadura, y como Adonis con capa de cazador y una jabalina pulida. Coronado con pesados capullos de loto te habías sentado en la proa de la barca de Adriano, mirando el verde y turbio Nilo. Te habías inclinado sobre el estanque quieto de ciertos bosques griegos y habías visto en la plata silenciosa del agua la maravilla de tu propio rostro. Y todo esto había sido lo que puede ser el arte: inconsciente, ideal y remoto. Un día, a veces pienso que fue un día fatal, resolví pintar un maravilloso retrato de ti como realmente eras, no con el disfraz de edades muertas, sino con tu propia vestimenta y en tu propia época. Si fue realismo en la técnica, o la simple maravilla de tu propia personalidad, presentándose directamente ante mí, sin bruma ni velo, no puedo decirlo. Pero sé que mientras trabajaba en eso, cada pedacito y cada membrana de color parecía revelarme mi secreto. Temí que otros conocieran mi idolatría. Sentí, Dorian, que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en él. Entonces fue que resolví no permitir nunca que el retrato fuera expuesto. Estabas un poco molesto; pero entonces no te dabas cuenta de todo lo que significaba para mí. Harry, a quien le hablé del tema, se rió de mí. Pero no me importó eso. Cuando el retrato estuvo terminado, y estuve a solas con él, sentí que tenía razón... Bien, pocos días después de que el objeto dejó mi estudio, y tan pronto como me liberé de la intolerable fascinación de su presencia, me pareció que había sido tonto imaginarme que había visto algo en él, más que el hecho de que eras extremadamente bello y de lo que podía yo pintar. Incluso ahora no puedo evitar sentir que es un error pensar que

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la pasión que uno siente por la creación alguna vez se muestra en el trabajo que uno crea. El arte es siempre más abstracto de lo que imaginamos. La forma y el color nos hablan de la forma y el color: eso es todo. A menudo me parece que el arte oculta al artista más de lo que lo revela. De manera que cuando tuve esta oferta de París, resolví hacer de tu retrato el principal objeto de mi exposición. Nunca se me ocurrió que te negarías. Veo ahora que tenías razón. El retrato no puede mostrarse. No debes enojarte conmigo, Dorian, por lo que te he contado. Como le dije a Harry una vez, tú estás hecho para ser adorado. Dorian respiró profundamente. El color volvió a sus mejillas, y una sonrisa se dibujó en sus labios. El riesgo había pasado. Estaba a salvo por ahora. Sin embargo, no podía evitar sentir infinita piedad por el pintor que le acababa de hacer esta extraña confesión, y se preguntó si alguna vez él estaría tan subyugado por la personalidad de un amigo. Lord Henry tenía el encanto de ser muy peligroso. Pero eso era todo. Era demasiado inteligente y demasiado cínico para encariñarse uno con él. ¿Habría alguna vez alguien que lo colmara de una extraña idolatría? ¿Ésa era una de las cosas que la vida le tenía reservada? -Es extraordinario para mí, Dorian -dijo Hallward-, que hayas visto esto en el retrato. ¿Realmente lo viste? -Vi algo en él -contestó-, algo que me pareció muy curioso. -Bien, ¿no te importa si lo miro ahora? Dorian meneó la cabeza. -No debes pedirme eso, Basil. No podría permitirte que te pongas frente al retrato.

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-Podré algún día, seguramente. -Nunca. -Bien, quizás tengas razón. Y ahora adiós, Dorian. Has sido la única persona en mi vida que realmente ha influido en mi arte. Todo lo bueno que he hecho, te lo debo. ¡Ah! No sabes lo que me cuesta decirte todo lo que te he dicho. -Mi querido Basil -dijo Dorian-, ¿qué me has dicho? Simplemente que sentías que me admirabas demasiado. No es ni siquiera un cumplido. -No tenía la intención de serlo. Era una confesión. Ahora que la he hecho, algo parece haberse desgajado de mí. Quizás uno no debería poner jamás la devoción que siente en palabras. -Fue una confesión muy desilusionadora. -¿Por qué? ¿Qué esperabas, Dorian? ¿Viste alguna otra cosa en el retrato? ¿Hay algo más para ver? -No; no hay nada más que ver. ¿Por qué lo preguntas? Pero no debes hablar de devoción. Es una tontería. Tú y yo somos amigos, Basil, y debemos permanecer siempre así. -Tienes a Harry -dijo tristemente el pintor. -¡Oh, Harry! -exclamó el jovencito, con una risotada-. Harry gasta sus días diciendo lo que es increíble y sus noches haciendo lo que es improbable. Justo el tipo de vida que yo quisiera llevar. Pero, a pesar de eso, no creo que iría con Harry si estuviera en problemas. Antes iría contigo, Basil. -¿Posarás para mí otra vez? -¡Imposible! -Echas a perder mi vida como artista negándote, Dorian. Ningún hombre encuentra dos cosas ideales. Pocos encuentran una.

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-No puedo explicártelo, Basil, pero nunca debo posar para ti otra vez. Hay algo fatal acerca de tu retrato. Tiene vida propia. Iré a tomar el té contigo. Será igualmente placentero. -Más placentero para ti, me temo -murmuró Hallward lastimosamente-. Y ahora adiós. Lamento que no me permitas ver otra vez el retrato. Pero eso no puede evitarse. Comprendo completamente lo que sientes por él. Cuando dejó la habitación, Dorian Gray sonrió. ¡Pobre Basil! ¡Qué poco conocía la verdadera razón! ¡Y qué extraño era que, en vez de haberse visto forzado a revelar su propio secreto, hubiera logrado, casi por azar, arrancar un secreto a su amigo! ¡Cuánto le explicaba esta extraña confesión! Los absurdos accesos de celos del pintor, su devoción salvaje, sus extravagantes panegíricos, sus curiosas reticencias: ahora los comprendía y se lamentaba. Le parecía que había algo trágico en una amistad tan teñida de romance. Suspiró y tocó la campanilla. El retrato debía ser ocultado a toda costa. No podía correr el riesgo de que lo descubrieran otra vez. Había sido loco de su parte dejar el objeto, aunque fuera por una hora, en una habitación a la cual cualquiera de sus amigos tenía acceso.

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Capítulo 10

Cuando entró su criado, lo miró constantemente y se preguntó si habría pensado en fisgar detrás del biombo. El hombre estaba completamente impasible y esperaba sus órdenes. Dorian encendió un cigarrillo y caminó hacia el espejo para verlo a través de él. Podía ver el reflejo de la cara de Víctor perfectamente. Era como una máscara plácida de servilismo. No había nada que temer allí. Sin embargo, pensó que sería mejor estar en guardia. Hablando muy lentamente, le indicó que le dijera al ama de llaves que deseaba verla, y que luego fuera a casa del marquista para pedirle que le enviara dos de sus hombres enseguida. Le pareció que cuando el hombre abandonaba la habitación sus ojos estaban deslizándose en dirección al biombo. ¿O simplemente era su propia imaginación? Pocos minutos después, con su vestido de seda negra y con sus mitones de hilo pasados de moda sobre las manos arrugadas, la Sra. Leaf entró inquieta en la biblioteca. Él le pidió la llave del salón de estudios. -¿El viejo salón de estudios, Sr. Dorian? -exclamó-. Está lleno de polvo. Debo arreglarlo y ponerlo en orden antes de que entre. No está listo para que lo vea, señor. No lo está verdaderamente. -No quiero que lo ponga en orden, Leaf. Sólo quiero la llave.

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-Bien, señor, se cubrirá de telarañas si entra ahí. Porque no ha sido abierto por casi cinco años, desde que su excelencia murió. Él dio un respingo ante la mención de su abuelo. Tenía recuerdos odiosos de él. -No importa -contestó-. Simplemente quiero ver el lugar; eso es todo. Déme la llave. -Aquí está la llave, señor -dijo la vieja dama, hurgando en los contenidos de su manojo con manos trémulas e inciertas-. Aquí está la llave. La sacaré del manojo en un instante. Pero no pensará en vivir allí arriba, señor, ¿no está muy cómodo aquí? -No, no -exclamó pedantemente-. Gracias, Leaf. Eso quería. Ella se demoró por unos momentos y fue locuaz respecto de algunos detalles caseros. Él suspiró y le dijo que manejara las cosas como mejor le pareciera. Ella dejó la habitación, con muchas sonrisas. Cuando la puerta se cerró, Dorian puso la llave en su bolsillo y miró a su alrededor. Su mirada recayó sobre el gran cobertor de raso púrpura densamente bordado en dorado, una pieza espléndida del arte veneciano del siglo XVII que su abuelo había hallado en un convento cerca de Bolonia. Sí, eso serviría para envolver la terrible cosa. Quizás había servido a menudo como paño para los muertos. Ahora escondería algo que tenía corrupción propia, peor que la corrupción de la muerte -algo que generaría horrores y sin embargo nunca moriría. Lo que el gusano es para el cadáver, sus pecados serían para la imagen pintada en el lienzo. Ellos malograrían su belleza y corroerían su gracia. Lo mancharían y lo llenarían de vergüenza. Y sin embargo la cosa permanecería viva. Estaría siempre viva.

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Se estremeció, y por un momento se lamentó de no haberle dicho a Basil la verdadera razón por la cual quería esconder el cuadro. Basil lo hubiera ayudado a resistir la influencia de Lord Henry, y las influencias todavía más venenosas que venían de su propio temperamento. El amor que le tenía -porque realmente era amor- no contenía nada que no fuera noble e intelectual. No era simple admiración física que nace de los sentidos y que muere cuando los sentidos se fatigan. Era un amor como el que Miguel Angel había conocido, y Montaigne, Winckelmann, y Shakespeare mismo. Sí, Basil podía haberlo salvado. Pero era demasiado tarde ahora. El pasado siempre podía aniquilarse. Remordimiento, rechazo, u olvido podían hacerlo. Pero el futuro era inevitable. Había pasiones en él que hallarían su terrible desembocadura, sueños que proyectarían la sombra de su realidad malvada. Sacó del lecho la gran textura de oro y púrpura que lo cubría, y, cargándola en sus manos, pasó detrás del biombo. ¿El rostro en el lienzo era más vil que antes? Le parecía que estaba inalterado, y sin embargo, su asco hacia él se había intensificado. Cabello dorado, ojos azules, y labios rojos como las rosas: todos estaban allí. Era simplemente la expresión la que se había alterado. Era horrible en su crueldad. Comparados con lo que veía en él de censura y reprobación, ¡qué superficiales habían sido los reproches de Basil sobre Sibyl Vane! ¡Qué superficiales y qué pocos! Su propia alma lo estaba mirando desde el lienzo y lo juzgaba. Una mueca de dolor lo aquejó y arrojó el delicado paño sobre el retrato. Cuando lo hacía se escuchó un golpe en la puerta. Salía de atrás del biombo cuando su criado entró. -Las personas están aquí, Monsieur. Pensó que debía liberarse de este hombre ense-

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guida. No debía saber adónde iba a llevarse el retrato. Había algo taimado en él, y tenía ojos pensativos, traicioneros. Sentándose en su escritorio, redactó una nota para Lord Henry, pidiéndole que le enviara algo para leer, y recordándole que se verían a las ocho y cuarto esa noche. -Espera la respuesta -dijo entregándosela- y haz entrar a esos hombres. Dos o tres minutos después se oyó otro golpe, y el Sr. Hubbard en persona, el celebrado marquista de la calle South Audley, entró con su joven asistente algo rudo. El Sr. Hubbard era un florido hombrecito de patillas rojas, cuya admiración por el arte era atemperada considerablemente por la inveterada pobreza de la mayoría de los artistas que trataban con él. Por lo general, nunca dejaba su negocio. Esperaba que la gente fuera a buscarlo. Pero siempre hacía una excepción en el caso de Dorian Gray. Había algo en Dorian que encantaba a todos. Era un placer incluso mirarlo. -¿Qué puedo hacer por usted, Sr. Gray? -dijo frotándose las manos gordas y pecosas-. Pensé que sería un honor venir en persona. Justamente tengo un marco bellísimo, señor. Conseguido en una subasta. Florentino antiguo. Vino de Fonthill, creo. Admirablemente adecuado para un tema religioso, Sr. Gray. -Lamento haberle causado la molestia de venir, Sr. Hubbard. Ciertamente iré a ver el marco -aunque ahora no me importa mucho el arte religioso- pero hoy sólo quiero transportar un retrato al piso superior de la casa. Es muy pesado, de modo que pensé en pedirle que me preste un par de sus hombres. -No hay problema en absoluto, Sr. Gray. Estoy encantado de prestarle cualquier servicio. ¿Cuál es la obra de arte, señor?

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-Ésta -replicó Dorian, quitando el biombo-. ¿Puede transportarla, con el cobertor, como está? No quiero que se dañe al subir la escalera. -No habrá dificultad, señor -dijo el genial marquista, comenzando, con la ayuda de su asistente, a desenganchar el retrato de las largas cadenas de bronce de donde colgaba-. Y ahora, ¿A dónde lo llevamos, Sr. Gray? -Le mostraré el camino, Sr. Hubbard, si es tan amable de seguirme. Lo mejor es que vaya adelante. Me temo que es justo en la parte más alta de la casa. Iremos por la escalera del frente, porque es más ancha. Sostuvo la puerta abierta para ellos, pasaron al vestíbulo y comenzaron el ascenso. El elaborado contorno del marco hacía extremadamente voluminoso al retrato, y de vez en cuando, a pesar de las protestas galantes del Sr. Hubbard, que tenía el verdadero disgusto espiritual de los vendedores cuando ven a un caballero hacer algo útil, Dorian ponía sus manos para ayudarlos. -Algo pesado para transportar, señor -dijo el hombrecito jadeando cuando llegaron al descanso de la cima. Y se secó la frente brillante. -Temo que es demasiado pesado -murmuró Dorian mientras abría el cerrojo de la puerta de la habitación donde iba a guardar el curioso secreto de su vida y ocultar su alma de los ojos de los hombres. No había entrado en el lugar desde hacía más de cuatro años -no, por cierto, desde que lo usaba primero como salón de juegos cuando era un niño, y luego para estudiar cuando creció un poco. Era una habitación grande, de considerables proporciones, que había sido especialmente construida por el último Lord Kelso para el uso de su nietecito a quien, por su extraño parecido con su madre, y también por otras razones, siempre había odiado y deseado mantener

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a distancia. A Dorian le pareció que había cambiado poco. Allí estaba el inmenso cassone14 italiano, con sus paneles fantásticamente pintados y sus molduras doradas opacas, en el cual se había escondido tan a menudo cuando era un niño. Allí, los anaqueles de madera satinada llenos de libros escolares con hojas abarquilladas. En la pared, detrás de ellos, estaba colgando el mismo tapiz flamenco rasgado donde un rey y una reina descoloridos estaban jugando ajedrez en un jardín, mientras una compañía de halconeros cabalgaba, llevando aves encapuchadas sobre sus puños enguantados. ¡Qué bien recordaba todo eso! Cada momento de su niñez solitaria volvía a él mientras miraba a su alrededor. Recordó la pureza inmaculada de su vida adolescente, y le pareció horrible que allí tuviera que ocultar el retrato fatal. ¡Qué poco había pensado, durante aquellos años muertos, todo lo que estaba reservado para él! Pero no había otro lugar tan seguro en la casa como éste para los ojos entrometidos. Tenía la llave y nadie más podía entrar. Detrás de su paño púrpura, el rostro pintado en el lienzo podía volverse bestial, hinchado, repugnante. ¿Qué importaba? Nadie podía verlo. Ni siquiera él lo vería. ¿Por qué debía observar la horrible corrupción de su alma? Conservaba su juventud, era suficiente. Y, además, ¿no podía su naturaleza mejorar, después de todo? No había razón para que el futuro estuviera lleno de vergüenza. Algún amor podía atravesar su vida, purificarlo, y ampararlo de aquellos pecados que parecían ya agitarse en su espíritu y en su carne, aquellos curiosos pecados no retratados cuyo mismo misterio les daba su sutileza y su encanto. Quizás, algún día, la mueca cruel se alejara de la sensible boca escarlata, y el pudiera mostrarle al mundo la obra maestra de Basil Hallward. 14. Arcón (italiano).

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No; era imposible. Hora tras hora, y semana tras semana, el ser del lienzo estaría envejeciendo. Podría escapar de la espantosidad del pecado, pero la espantosidad de la edad estaba reservaba para él. La mejillas se volverían hundidas o fláccidas. Patas de gallo amarillas rodearían sus ojos lánguidos y los harían horribles. El cabello perdería su brillo, la boca se abriría o caería, sería tonta o grosera como la boca de los viejos. Tendría el cuello arrugado, las manos frías y llenas de venas azules, el cuerpo torcido, que le recordarían a su abuelo, que había sido tan severo con él en su adolescencia. El retrato debía ocultarse. No podía evitarse. -Tráigalo aquí, Sr. Hubbard por favor -dijo fatigadamente, dándose vuelta-. Lamento haberlo hecho esperar tanto. Estaba pensando en otra cosa. -Estoy contento siempre de tener un descanso, Sr. Gray -contestó el marquista que todavía estaba jadeando-. ¿Dónde lo ponemos, señor? -Oh, en cualquier parte. Aquí está bien. No quiero tenerlo colgado. Sólo apóyenlo contra la pared. Gracias. -¿Podemos mirar la obra de arte, señor? Dorian se estremeció. -No le interesaría, Sr. Hubbard -dijo fijando su mirada en el hombre. Estaba listo para saltar sobre él y arrojarlo al piso si se atrevía a levantar el magnífico paño que ocultaba el secreto de su vida-. No quiero molestarlo más ahora. Estoy muy agradecido por su gentileza de venir. -No es nada, no es nada, Sr. Gray. Siempre estoy listo para hacer algo por usted, señor. Y el Sr. Hubbard bajó velozmente la escalera, seguido por su ayudante, que miraba hacia atrás a Dorian

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con un aspecto de tímida sorpresa en su rostro rudo y desagradable. Nunca había visto a alguien tan maravilloso. Cuando el sonido de sus pisadas se hubo disipado, Dorian cerró la puerta con llave y puso la llave en su bolsillo. Se sentía seguro ahora. Nadie miraría jamás el horrible objeto. Ningún ojo vería jamás su vergüenza. Cuando volvió a la biblioteca, supo que ya eran las cinco y que el té ya había sido servido. Sobre una mesita de madera oscura perfumada, con gruesas incrustaciones de nácar -un regalo de Lady Radley, la esposa de su tutor, una bonita enferma profesional que había pasado el invierno anterior en El Cairo-, había una nota de Lord Henry, y a su lado un libro con encuadernación amarilla, la cubierta levemente rasgada y los bordes sucios. Una copia de la tercera edición de la St. James’s Gazette había sido colocada en la bandeja de té. Era evidente que Víctor había regresado. Se preguntaba si se habría encontrado con los hombres en el vestíbulo cuando se estaban retirando y si les habría sonsacado qué habían estado haciendo. Seguramente echaría de menos el retrato -sin duda ya lo habría echado de menos cuando había dejado el té. El biombo no había sido colocado nuevamente, y había un espacio blanco visible en la pared. Tal vez alguna noche lo encontrara deslizándose por la escalera y tratando de forzar la puerta de la habitación. Era horrible tener un espía en la propia casa. Había escuchado historias de hombres ricos que habían sido extorsionados durante toda la vida por algún sirviente que había leído una carta, escuchado una conversación, encontrado una tarjeta con una dirección o hallado debajo de una almohada una flor marchita o un trozo de encaje ajado.

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Suspiró, y después de tomar unos sorbos de café, abrió la carta de Lord Henry. Era simplemente para decirle que le enviaba el diario de la noche, y un libro que podría interesarle, y que estaría en el club a las ocho y cuarto. Abrió lánguidamente la gaceta St. James’s y le echó una ojeada. Una marca de lápiz rojo en la quinta página capturó su mirada. Prestó atención al siguiente párrafo: PESQUISA POR UNA ACTRIZ. Una pesquisa fue llevada a cabo esta mañana en el Bell Tavern, Hoxton Road, por el Sr. Danby, forense del distrito, sobre el cuerpo de Sibyl Vane, una joven actriz vinculada últimamente con el teatro Royal de Holborn. El veredicto dictaminó muerte por accidente. Una considerable simpatía fue expresada hacia la madre de la difunta, que se mostró inmensamente conmovida durante su declaración, y la del Dr. Birrell, quien hizo la autopsia de la difunta. Frunció el ceño, y rompiendo el papel en dos, paseó por la habitación arrojando los pedazos. ¡Qué desagradable era todo aquello! ¡Y qué horrible y real fealdad daban las cosas! Se sentía un poco molesto con Lord Henry por enviarle el informe. Y ciertamente había sido estúpido de su parte haberlo marcado con lápiz rojo. Víctor podría haberlo leído. El hombre sabía suficiente inglés para eso. Quizás lo había leído y había comenzado a sospechar algo. Y, sin embargo, ¿qué importaba? ¿Qué tenía que ver Dorian Gray con la muerte de Sibyl Vane? No

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había nada que temer. Dorian Gray no la había asesinado. Su mirada recayó sobre el libro amarillo que Lord Henry le había enviado. Se preguntaba qué sería. Fue hacia el pequeño velador octogonal color perla que siempre le había parecido el trabajo de ciertas extrañas abejas egipcias que labraban la plata, y tomando el volumen, se hundió en un sillón y comenzó a hojear las páginas. Después de pocos minutos se sintió absorbido. Era el libro más extraño que jamás había leído. Le pareció que, con exquisitos trajes, y con el delicado sonido de flautas, los pecados del mundo se paseaban en una muda procesión delante de él. Cosas con las cuales nunca había soñado se iban revelando gradualmente. Era una novela sin argumento y con un solo personaje, verdaderamente, un simple estudio psicológico de cierto joven parisino que pasaba su vida tratando de realizar en el siglo diecinueve todas las pasiones e ideologías que pertenecieron a otros siglos, y no al suyo, y resumir en él, los variados humores por los que el espíritu del mundo había pasado, amando por su mera artificiosidad esos renunciamientos que los hombres insensatamente han llamado virtud, tanto como aquellas rebeliones naturales que los hombres sabios todavía llaman pecado. El estilo en el cual estaba escrito era curiosamente adornado, vívido y oscuro a la vez, lleno de jergas y arcaísmos, de expresiones técnicas y frases elaboradas, que caracteriza la obra de algunos de los más finos artistas de la escuela francesa de los simbolistas. Había metáforas tan monstruosas como las orquídeas, y tan sutiles como su color. La vida de los sentidos era descripta en términos de filosofía mística. Uno no podía distinguir si estaba leyendo el éxtasis espiritual de algún santo medieval o las mórbidas confesiones de un pecador moderno. Era un libro vene-

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noso. El denso aroma del incienso parecía asirse a sus páginas y enturbiar el cerebro. La simple cadencia de las oraciones, la sutil monotonía de su música, tan llena de complejos estribillos y movimientos elaboradamente repetidos, produjo en la mente del jovencito, mientras avanzaba capítulo a capítulo, una forma de embelesamiento, una dolencia de soñar, que lo hizo inconsciente del crepúsculo y las sombras que se deslizaban. Sin nubes, y agujereado por una estrella solitaria, un cielo verde cobre, brillaba a través de las ventanas. Siguió leyendo con su pálida luz hasta que no pudo hacerlo más. Luego, después de que su criado le recordara varias veces lo tarde que era, se levantó, y yendo hacia la habitación contigua, ubicó el libro en la mesita florentina que siempre estaba al lado de su cama y comenzó a vestirse para la cena. Eran casi las nueve cuando llegó al club donde encontró a Lord Henry sentado solo, en el salón de visitas, con un aspecto muy aburrido. -Lo lamento tanto, Harry -exclamó- pero realmente es culpa tuya. El libro que me enviaste me fascinó tanto que olvidé cómo pasaba el tiempo. -Sí, pensé que te agradaría -replicó su anfitrión, levantándose de la silla. -No dije que me agradaba, Harry. Dije que me fascinó. Hay una gran diferencia. -Ah, ¿has descubierto eso? -murmuró Lord Henry. Y ambos pasaron al salón comedor.

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Capítulo 11

Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de este libro. O quizás sería más exacto decir que nunca buscó librarse de ella. Consiguió de París nada menos que nueve ejemplares grandes de la primera edición, y los encuadernó con diferentes colores, de manera tal que pudieran adecuarse a sus variados humores y a las fantasías volubles de una naturaleza sobre la cual parecía, a veces, perder totalmente el control. El héroe, el maravilloso joven parisino en quien los temperamentos románticos y científicos estaban tan extrañamente ensamblados, se convirtió para él en una suerte de modelo que lo prefiguraba. Y, verdaderamente, todo el libro le parecía contener la historia de su propia vida, escrita antes de que él la hubiera vivido. En un punto él era más afortunado que el héroe fantástico de la novela. El nunca conocería -nunca, de verdad, tendría razón para conocer- el de algún modo grotesco pavor a los espejos, y a las superficies metálicas pulidas, e incluso al agua, que había asaltado al joven parisino tan temprano en su vida, y que era ocasionado por la súbita decadencia de su belleza que una vez había sido, aparentemente, tan destacable. Casi con un júbilo cruel -y tal vez en casi todo júbilo, tanto como en cada

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placer, la crueldad tenía un espacio- solía leer la última parte del libro, con su relato realmente trágico, tal vez exagerado, del dolor y la desesperación de quien había perdido lo que en los otros y en el mundo había valorado más. Porque la maravillosa belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward, y a muchos otros además de él, parecía no abandonarlo jamás. Incluso aquellos que habían oído las cosas más malvadas contra él -y de tanto en tanto extraños rumores sobre su estilo de vida recorrían Londres y se convertían en la comidilla de los clubes- no podían creer nada acerca de su deshonor cuando lo veían. Siempre tenía el aspecto de quien se ha conservado incontaminado del mundo. Los hombres que hablaban groseramente se quedaban callados cuando Dorian Gray entraba en una habitación. Había algo en la pureza de su rostro que los increpaba. Su mera presencia parecía traerles la memoria de la inocencia que habían empañado. Se preguntaban cómo alguien tan encantador y lleno de gracia como él podía haber escapado de la mancha de una época que era simultáneamente sórdida y sensual. A menudo, cuando regresaba a casa de una de aquellas misteriosas y prolongadas ausencias que dieron lugar a tan extrañas conjeturas entre quienes eran sus amigos, o pensaban que lo eran, se deslizaba por la escalera hacia la habitación cerrada, abría la puerta con la llave que nunca dejaba ahora, y se paraba con un espejo, enfrente del retrato que Basil Hallward había pintado de él, observando ora el rostro malvado y envejecido sobre el lienzo, ora el rostro joven y claro que reía en el espejo. La agudeza del contraste solía excitar su sentido del placer. Se enamoraba más y más de su propia belleza, se interesaba más y más por la corrupción de su propia alma. Examinaría con minucioso cuidado, y a veces

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con un deleite monstruoso y terrible, las horribles líneas que marchitaban la frente arrugada u hormigueaban alrededor de la gruesa boca sensual, preguntándose a veces cuáles eran más horribles, los signos del pecado o los signos de la edad. Ubicaría sus blancas manos junto a las manos vulgares e hinchadas del retrato, y sonreiría. Se burlaba del cuerpo deforme y los miembros caídos. Había momentos, verdaderamente, durante la noche, en los cuales, reposando despierto en su propia recámara delicadamente perfumada, o en la sórdida habitación de la pequeña taberna de mala fama cercana a los diques que, bajo un nombre falso y disfrazado, frecuentaba, pensaría en la ruina que había acarreado sobre su alma con una compasión que era la más conmovedora de todas porque era puramente egoísta. Pero momentos como éstos eran raros. Aquella curiosidad sobre la vida que Lord Henry había agitado por primera vez en él, cuando se sentaron juntos en el jardín del amigo de ambos, parecía crecer con satisfacción. Más sabía, más deseaba saber. Tenía locos apetitos que se hacían más voraces cuanto más los alimentaba. Sin embargo, realmente no era descuidado en sus relaciones sociales. Una o dos veces por mes en invierno, y cada noche de miércoles mientras duraba la temporada, abriría al mundo su bella casa y tendría a los músicos más celebrados del momento para encantar a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas para íntimos, en cuya organización siempre lo ayudaba Lord Henry, eran notables tanto por la cuidadosa selección y ubicación de los invitados, como por el exquisito gusto que mostraba la decoración de la mesa, con sus sutiles arreglos sinfónicos de flores exóticas, manteles bordados, y antigua vajilla de oro y plata. En verdad, había muchos, especialmente

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entre los jóvenes, que veían, o imaginaban ver, en Dorian Gray la verdadera realización de un modelo con el cual a menudo habían soñado en sus días de Oxford o Eton, un modelo que combinaba algo de la cultura real de un escolar con toda la gracia, distinción y modales perfectos de un ciudadano del mundo. Para ellos parecía ser uno de aquellos compañeros a quien Dante describe como “perfectos para la adoración de la belleza.” Como Gautier, era uno de aquellos para quien “el mundo visible existía.” Y, por cierto, para él la vida misma era la primera y la más grande de todas las artes, y por eso todas las otras artes le parecían sólo una preparación. La moda, por la cual lo que realmente es fantástico se vuelve por un momento universal, y el dandismo, que, a su manera, es un intento de aseverar la absoluta modernidad de la belleza, ejercían, por supuesto, fascinación sobre él. Su forma de vestir, y los estilos particulares que de tanto en tanto adoptaba, tenían una marcada influencia en los jóvenes exquisitos de los bailes de Mayfair y de las ventanas del club Pall Mall, que lo copiaban en todo lo que hacía, y trataban de reproducir el encanto accidental de su gracia, aunque para él fueran afectaciones poco serias. Porque, mientras estaba muy presto a aceptar la posición que se le ofrecía casi al comienzo de su vida, y encontraba, en realidad, un sutil placer en pensar que podía convertirse para el Londres de su época en lo que en la Roma imperial de Nerón había sido el autor del Satiricón una vez, sin embargo, en lo recóndito de su corazón deseaba ser algo más que un mero arbiter elegantiarum15 , para ser consultado por el uso de una joya, el nudo de una corbata, o el modo de llevar un bastón. Buscaba elaborar algún nuevo esquema de vida que tuviera su filosofía 15. Juez de las elegancias (latín).

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razonada y sus principios ordenados, y descubrir en la espiritualización de los sentidos la más excelsa realización. La adoración de los sentidos a menudo había sido vituperada, y con mucha justicia, porque los hombres sienten un instinto natural de terror hacia las pasiones y las sensaciones que parecen más fuertes que ellos mismos, y que son conscientes de compartir con formas de existencia no tan altamente organizadas. Pero a Dorian Gray le parecía que la verdadera naturaleza de los sentidos nunca había sido comprendida, y que ellos habían permanecido salvajes y animalizados simplemente porque el mundo había buscado condenarlos a la sumisión o matarlos por el dolor, en vez de apuntar a hacerlos elementos de una nueva espiritualidad, de la cual un fino instinto de la belleza iba a ser la característica dominante. Cuando miraba hacia atrás al hombre atravesando la Historia, se sentía acosado por un sentimiento de pérdida. ¡Cuántos habían sido sometidos! ¡Y por propósitos tan pequeños! Había habido exclusiones locas y premeditadas, formas monstruosas de autotortura y autorrechazo, cuyo origen era el miedo y cuyo resultado era una degradación infinitamente más terrible que esa degradación imaginaria por la cual, en su ignorancia, ellos habían buscado escapar; la Naturaleza, con su maravillosa ironía, lleva al anacoreta a alimentarse con animales salvajes del desierto y da al eremita las bestias del campo como compañeros. Sí: iba a existir, como Lord Henry había profetizado, un nuevo Hedonismo que iba a recrear la vida y a salvarla del desagradable y riguroso puritanismo que estaba teniendo, en nuestros días, una curiosa resurrección. Provendría, ciertamente, del intelecto, aunque nunca aceptara una teoría o sistema que involucrara el sacrificio de

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cualquier modo de experiencia apasionada. Su objetivo, en realidad, era la experiencia misma, y no los frutos de la experiencia, fueran dulces o amargos. Sobre el ascetismo, que desvirtúa los sentidos, como del vulgar libertinaje que los opaca, no se sabría nada. Pero se iba a enseñar al hombre a concentrarse sobre los momentos de una vida que es ella misma sólo un momento. Hay pocos de nosotros que no hayan despertado a veces antes del alba, después de una de esas noches sin sueños que nos vuelven casi enamorados de la muerte, o una de esas noches de horror y júbilo impreciso, en que a través de las recámaras del cerebro se pasean fantasmas más terribles que la realidad misma, impulsados por esa vida intensa que acecha en todo lo grotesco y que presta al arte gótico su resistente vitalidad, porque este arte es, uno puede imaginarlo, especialmente el arte de aquellos cuyas mentes han sido perturbadas con la enfermedad del ensueño. Gradualmente dedos blancos se deslizan por las cortinas, y éstas parecen temblar. Con negras siluetas fantásticas, sombras mudas hormiguean por los rincones de la habitación y se agazapan allí. Afuera, está el alboroto de los pájaros entre las hojas, el sonido de los hombres yendo a trabajar o el suspiro o sollozo del viento bajando de las colinas y rondando la casa silenciosa como si temiera despertar a los durmientes, y sin embargo debe llamar al sueño de su cueva púrpura. Velo tras velo de fina gasa oscura se levantan, y poco a poco las formas y colores de las cosas se restablecen, y observamos al alba rehaciendo al mundo en su antigua matriz. Los pálidos espejos recobran su vida mimética. Las velas apagadas están donde las habíamos dejado, y junto a ellas yace el libro a medio cortar que habíamos estado estudiando, o la flor alambrada que usamos en el baile, la carta que habíamos

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temido leer, o que habíamos leído tanto. Nada parece haber cambiado para nosotros. Fuera de las sombras irreales de la noche vuelve la vida real que hemos conocido. Debemos reasumirla donde la dejamos, y entonces se escabulle en nuestro interior un terrible sentimiento de necesidad de continuación de la energía en el mismo círculo fatigoso de hábitos estereotipados, o un salvaje deseo, puede ser, de que nuestros párpados se abran alguna mañana a un mundo que haya sido remodelado a nuevo en la oscuridad para nuestro placer, un mundo en el cual las cosas tuvieran colores y formas nuevas, que estuviera cambiado o tuviera otros secretos, un mundo en el cual el pasado tuviera poco o ningún lugar, o no sobreviviera al menos en una forma consciente de obligación o remordimiento, porque la remembranza del júbilo incluso tiene su amargura y las memorias del placer su pena. Era la creación de mundos como éstos lo que le parecía a Dorian Gray el verdadero objeto de la vida o uno de los verdaderos objetos de la vida; y en su búsqueda de sensaciones que fueran al mismo tiempo nuevas y deliciosas, y poseyeran el elemento de extrañeza tan esencial para el romance, a menudo adoptaría ciertos modos de pensamiento que sabía que realmente alienaban su naturaleza, abandonándose a sus influencias sutiles, y luego, de captarlas y satisfacer su curiosidad intelectual, dejarlas con esa curiosa indiferencia que no es incompatible con el ardor real del temperamento que, en verdad, de acuerdo con algunos psicólogos modernos, a menudo es condición de él. Una vez se levantaron rumores acerca de que estaba por convertirse a la religión católica apostólica romana, y ciertamente el ritual romano siempre había ejercido gran atracción en él. El sacrificio diario, más tre-

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mendo realmente que todos los sacrificios del mundo antiguo, lo perturbaba tanto por su rechazo soberbio a la evidencia de los sentidos como por la simplicidad primitiva de sus elementos y el eterno rasgo conmovedor de la tragedia humana que buscaba simbolizar. Él amaba arrodillarse sobre el suelo de mármol frío y observar al sacerdote, con su tiesa dalmática florida, quitando lentamente y con manos blancas el velo del tabernáculo, o elevando el viril adornado con joyas y con forma de farol con esa pálida hostia que a veces se pensaba que era verdaderamente el “panis coelestis”16 , el pan de los ángeles, o, revestido con las prendas de la Pasión de Cristo, partiendo la hostia en el cáliz y golpeándose el pecho por sus pecados. Los incensarios humeantes que los niños solemnes, vestidos de encaje y escarlata, sacudían en el aire como grandes flores doradas tenían una sutil fascinación para él. Cuando se iba, solía mirar con sorpresa los negros confesionarios y por largo rato sentarse en la sombra lóbrega de uno de ellos y escuchar a hombres y mujeres susurrar a través de reja desgastada la verdadera historia de sus vidas. Pero nunca cayó en el error de capturar su desarrollo intelectual con ninguna aceptación formal de un credo o sistema, ni confundió como casa para morar, una posada que no es sino apropiada para pasar una noche, o pocas horas de una noche en la que no hay estrellas y la luna está oculta. El misticismo, con su maravilloso poder de hacernos extrañas las cosas comunes, y la sutil antinomia que siempre parece acompañarlo, lo inquietaron una temporada; y por una temporada se inclinó a las doctrinas materialistas del movimiento darwinista de Alemania, y encontró un curioso placer en rastrear los pensamientos y pasiones del hombre en alguna célula perlada del 16. Pan del cielo (latín).

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cerebro, o algún nervio blanco del cuerpo, deleitándose con la dependencia absoluta del espíritu a ciertas condiciones físicas, mórbidas o saludables, normales o enfermas. Sin embargo, como se ha dicho antes sobre él, ninguna teoría de la vida le parecía importante en comparación con la vida misma. Se sentía profundamente consciente de qué infructuosa es toda especulación intelectual cuando es separada de la acción y la experimentación. Sabía que los sentidos, como el alma, tenían misterios espirituales a ser revelados. Y así ahora estudiaría los perfumes y los secretos de su fabricación, destilando aceites fuertemente perfumadas y quemando olorosas gomas del Oriente. Vio que no había humor de la mente que no tuviera su contrapartida en la vida sensorial, y se dispuso a descubrir las verdaderas relaciones, preguntándose qué había en el incienso que nos volvía místicos, y en el ámbar gris que agitaba las pasiones, y en las violetas que despertaban la memoria de los romances muertos, y en el almizcle que perturbaba la mente, y en el champagne que tiñe la imaginación; y buscó a menudo elaborar una verdadera psicología de los perfumes, y estimar las variadas influencias de las raíces de olores dulces y de las flores perfumadas, cargadas de polen; o de los bálsamos aromáticos y de las maderas oscuras y fragantes; del nardo, que enferma; del hovenia, que enloquece a los hombres; y del aloe, del cual se dice que es capaz de sacar la melancolía del alma. En otra época se hizo íntegramente devoto de la música, y en una gran habitación enrejada, con techo dorado y bermellón y paredes de laca verde oliva, solía dar curiosos conciertos en los cuales gitanos locos arrancaban música salvaje de pequeñas cítaras, o solemnes tunecinos con mantones amarillos punteaban las cuerdas

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tirantes de laúdes monstruosos, mientras que negros burlones golpeaban monótonamente sobre tambores de cobre y, agazapados sobre esteras color escarlata, delgados hindúes con turbantes soplaban a través de largas pipas de caña o bronce y encantaban -o fingían encantargrandes serpientes encapotadas y horribles víboras con corcovas. Los toscos intervalos y las disonancias estridentes de la música bárbara lo sacudían a veces, mientras que la gracia de Schubert, y el bello dolor de Chopin, y las poderosas armonías del mismo Beethoven, caían desatendidas en su oído. Reunió de todas partes del mundo los más extraños instrumentos que podían encontrarse, en las tumbas de las naciones muertas o entre las pocas tribus salvajes que han sobrevivido al contacto con la civilización occidental, y amaba tocarlos y probarlos. Tenía el misterioso juruparis de los indios de Río Negro, que no se les permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes no pueden ver hasta haber sido sometidos al ayuno y la flagelación, y los jarros de tierra de los peruanos que emiten chillidos estridentes como de pájaros y flautas hechas de huesos humanos como la que Alfonso de Ovalle escuchó en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca del Cuzco y producen una nota de singular dulzura. Tenía calabazas pintadas llenas de guijarros que sonaban cuando se las sacudía; el largo clarín de los mexicanos, en el cual el ejecutante no sopla, sino que inhala aire a través de él; el áspero ture de las tribus del Amazonas, que es tocado por los centinelas que pasan todo el día entre los árboles inmensos, y puede escucharse, según se dice, a una distancia de tres leguas; el teponaztli que tiene dos lenguas vibrantes de madera y se toca con palillos que son untados con goma elástica obtenida del jugo lechoso de las plantas; los yolt-campanas de los aztecas,

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que se cuelgan en racimos como uvas; y un inmenso tambor cilíndrico, cubierto con pieles de grandes serpientes, como el que Bernal Díaz vio cuando entraba con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido doloroso nos ha dejado una descripción tan vívida. El carácter fantástico de estos instrumentos lo fascinaba, y sentía un curioso deleite en pensar que el arte, como la Naturaleza, tenía sus monstruos, cosas de forma bestial y con voces horribles. Sin embargo, después de un tiempo, se aburrió de ellos, y se sentaría en su palco en la ópera, solo o con Lord Henry, a escuchar embelesado de placer a “Tannhäuser”, viendo en el preludio de esa gran obra de arte una presentación de la tragedia de su propia alma. En una ocasión se abocó al estudio de las joyas, y apareció en un baile como Anne de Joyeuse, Almirante de Francia, con un traje cubierto con quinientas sesenta perlas. Este gusto lo subyugó durante años, y verdaderamente, puede decirse que nunca lo dejó. A menudo pasaría todo el día ubicando y reubicando en sus estuches las variadas piedras que había juntado, tales como el crisoberilo verde oliva que se vuelve rojo con la luz de las lámparas, la cimofana con sus alambres de plata, el peridoto color pistacho, los topacios rosados y amarillos como el vino, los carbúnculos de escarlata furioso con trémulas estrellas de cuatro rayos, las piedras de cinamomo rojas como el fuego, las espínelas naranjas y violetas, y las amatistas con sus alternativos estratos de rubí y zafiro. Amaba el oro rojo de la piedra solar y la blancura perlada de la piedra lunar, y el arco iris quebrado del ópalo lechoso. Consiguió de Amsterdam tres esmeraldas de tamaño extraordinario y riqueza de color, y tuvo una turquesa de la vieille roche17 que fue la envidia de todos los expertos. 17. De la vieja roca (francés).

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También descubrió historias maravillosas sobre joyas. En la Clericalis Disciplina de Alfonso se menciona una serpiente con ojos de jacinto auténtico, y en la romántica historia de Alejandro, el conquistador de Emacia se dice haber encontrado en el valle del Jordán víboras “con collares de esmeraldas auténticas sobre sus espaldas.” Había una gema en el cerebro del dragón, cuenta Filostrato, y “por la exhibición de letras doradas y de un traje escarlata” el monstruo podía ser inducido a un sueño mágico y ser matado. De acuerdo con el gran alquimista, Pierre de Boniface, el diamante volvía invisible al hombre y el ágata de la India lo hacía elocuente. La cornalina apaciguaba la ira, y el jacinto provocaba el sueño, y la amatista apartaba los efluvios del vino. El granate ahuyentaba demonios, y el hidropicus privaba a la luna de su color. La selenita crecía y menguaba con la luna, y el meloceus, que descubría a los ladrones, podía ser afectado únicamente con la sangre de los cabritos. Leonardus Camillus había visto una piedra blanca sacada del cerebro de un sapo recién muerto, que era un certero antídoto contra el veneno. El bezoar, que fue hallado en el corazón de un ciervo árabe, tenía un sortilegio que podía curar la peste. En los nidos de las aves arábigas estaban las aspilates, que, de acuerdo con Demócrito, protegían a quienes las usaban de cualquier peligro de fuego. El rey de Ceilán cabalgó por la ciudad con un gran rubí en su mano, en la ceremonia de su coronación. Los portones del palacio de Juan el Prelado estaban “hechos de sardónices, con el cuerno de la víbora cornuda labrado, para que ningún hombre pudiera ingresar allí con veneno.” Sobre la pared lateral había “dos manzanas de oro, en las cuales había dos carbúnculos”, de esta manera el oro podía brillar de día y los carbúnculos de noche. En la extraña

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novela de Lodge Una margarita de América se cuenta que en la recámara de la reina uno podía contemplar a “todas las damas virtuosas del mundo, cinceladas en plata, mirando a través de claros espejos de crisólitos, carbúnculos, zafiros y esmeraldas verdes.” Marco Polo había visto a los habitantes de Zipangu poner perlas rosadas en las bocas de los muertos. Un monstruo marino se había enamorado de una perla que un buceador regaló al rey Perozes, y había matado al ladrón, y hecho duelo por su pérdida durante siete lunas. Cuando los hunos atrajeron al rey al gran hoyo, él se arrojo -Procopio cuenta la historia- y nunca fue encontrado nuevamente, aunque el emperador Anastasio ofreció quinientas toneladas de oro por eso. El rey de Malabar había mostrado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios que había adorado. Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo estaba cargado con hojas de oro, de acuerdo con Brantôme, y su bonete tenía una doble hilera de rubíes que arrojaban una gran luminosidad. Carlos de Inglaterra había cabalgado con estribos de los que pendían cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un saco, valuado en treinta mil marcos, que estaba cubierto de rubíes morados. Hall describió a Enrique VIII, rumbo a la Torre, previamente a su coronación, usaba “una chaqueta de oro encaramado, el peto bordado con diamantes y otras piedras preciosas, y un gran tahalí sobre el cuello con largos balajes.” Los favoritos de Jacobo I usaban aros de esmeraldas engarzados en filigranas de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston una armadura de oro rojizo, tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro engarzadas con turquesas y un casquete parsemé18 de perlas. Enrique II usaba guantes con 18. Sembrado, esparcido (francés).

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piedras que le llegaban hasta el codo, y tenía un guante de halconero cosido con doce rubíes y cincuenta y dos perlas grandes. El sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su raza, estaba hecho con perlas con forma de peras y tachonado con zafiros. ¡Qué exquisita había sido la vida una vez! ¡Qué magnífica en su pompa y en su decoración! Incluso leer sobre el lujo de los muertos era maravilloso. Luego volvió su atención a los bordados y tapices que cumplían la función de frescos en las heladas habitaciones de las naciones del norte de Europa. Cuando investigó la materia -y siempre tenía una extraordinaria facultad de absorberse por completo durante un tiempo en lo que fuera que emprendiera- casi se afligió reflexionado sobre la ruina que el tiempo traía sobre las cosas bellas y maravillosas. Él, de algún modo, había escapado de eso. Un verano seguía a otro, y los junquillos amarillos florecían y morían muchas veces, y las noches de horror repetían la historia de su vergüenza, pero él permanecía inalterado. Ningún invierno estropeó su rostro o tiñó su lozanía de flor. ¡Qué diferencia con los objetos materiales! ¿Adónde habían ido? ¿Dónde estaba la gran vestidura color azafrán, por la cual los dioses peleaban contra los gigantes, que había sido confeccionada por muchachas morenas para el placer de Atenea? ¿Dónde, el inmenso velo que Nerón había extendido sobre el Coliseo en Roma, esa vela titánica de púrpura donde estaba representado el cielo estrellado, y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles con riendas de oro? Ansiaba ver las curiosas servilletas hechas por el Sacerdote del Sol, en las cuales se desplegaban todas las golosinas y viandas necesarias para un festín; el paño mortuorio del rey Chilperico, con sus trescientas abejas de oro; las fantásticas vestidu-

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ras que provocaron la indignación del Obispo de Pontus en las que se veían “leones, panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores -todo, de hecho, lo que un pintor puede copiar de la naturaleza”; y el saco que Carlos de Orleáns usó una vez, en cuyas mangas estaban bordados los versos de una canción que comenzaba “Madame, je suis tout joyeux”19 , cuyo acompañamiento musical estaba escrito en hilos de oro, y cada nota -de forma cuadrada en aquellos días- hecha con cuatro perlas. Leyó sobre la habitación que había sido preparada en el palacio de Reims para uso de la reina Juana de Borgoña y que fue decorada con “mil trescientos veintiún loros bordados y blasonados con las armas del rey, y quinientas sesenta y un mariposas, cuyas alas estaban similarmente ornamentadas con las armas de la reina, todo trabajado en oro.” Catalina de Médicis tuvo un lecho de muerte hecho especialmente para ella con terciopelo negro con lunas crecientes y soles esparcidos. Sus cortinas eran de damasco, con frondosas coronas y guirnaldas, hechas sobre una base de oro y plata, y orladas en los bordes con bordados de perlas, y se erguía en una habitación donde pendían hileras de las divisas de la reina en trozos de terciopelo negro sobre paños de plata. Luis XIV tenía cariátidas bordadas en oro de quince pies de altura en sus recámaras. El lecho estatal de Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro de Esmirnia con los versos de El Corán bordados con turquesas. Sus soportes eran de plata dorada, bellamente cincelados, y profusamente adornados con medallones esmaltados y con piedras. Había sido recogido del campamento turco ante Viena, y el estandarte de Mahoma se había erguido bajo el oro trémulo de su dosel. 19. Señora, estoy muy alegre (francés).

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Y así, por un año entero, buscó acumular los más exquisitos especímenes que pudo hallar de trabajos textiles y bordados, consiguiendo las delicadas muselinas de Delhi, finamente labradas con palmas de hilo de oro y cosidas sobre las alas iridiscentes de los escarabajos; las gasas de Dacca, que por su transparencia son conocidas en el Oriente como “aire tramado”, “agua corriente” y “rocío nocturno”; extrañas telas con figuras de Java; elaborados tapices amarillos de China; libros encuadernados con rasos tostados y sedas azules brillantes y labrados con flores de lis, pájaros e imágenes; velos de lacis20 hechos en punto húngaro; brocados sicilianos y terciopelos españoles rígidos; trabajos georgianos, con sus cantos dorados, y las Foukousas japonesas, con sus tonos dorados verdosos y sus pájaros maravillosamente emplumados. Tuvo una pasión especial, también, por las vestimentas eclesiásticas; en realidad por todo lo vinculado con el servicio de la Iglesia. En los grandes arcones de cedro que se alineaban en la galería oriental de su casa, tenía guardados muchos raros y bellos especímenes de lo que es realmente el traje de la Novia de Cristo, que debe usar púrpura y joyas y un fino paño para ocultar el pálido cuerpo macerado que está agotado por el sufrimiento que se buscó y herido por el dolor que se autoinfligió. Tenía una magnífica copa de seda carmesí y damasco de hilos de oro, adornada con una matriz repetida de granadas de oro, insertas en formales capullos de seis pétalos, en cuyo reverso había una divisa de piñas labradas con rostrillos. Los bordes estaban divididos en paneles que representaban escenas de la vida de la virgen, y la coronación de la virgen estaba representada con sedas coloridas sobre la capucha. Era un obra italiana del siglo XV. Otra copa era 20. Tipo de encaje más grueso que el común.

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de terciopelo verde bordada con grupos formando corazones de hojas de acanto, de las cuales se desplegaban capullos blancos de largos tallos, detalles que estaban hechos con hilo de plata y coloridos cristales. En el capillo cargaba la cabeza de un serafín en relieve de hilo de oro. Los bordes estaban tejidos con un arabesco de seda roja y dorada, y estaban estrellados con medallones de muchos santos y mártires, entre quienes estaba San Sebastián. Tenía casullas, también, de seda color ámbar, y de seda azul y brocado dorado, y de damasco de seda amarilla y paño de oro, adornados con representaciones de la Pasión y Crucifixión de Cristo, y bordadas con leones, pavos reales y otros emblemas; dalmáticas de raso blanco y damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines, y flores de lis; lienzos de altar de terciopelo carmesí y paño azul; y muchos corporales, velos de cáliz y manípulos. En las salas místicas donde se ponían tales cosas, había algo que excitaba su imaginación. Porque estos tesoros, y todo lo que juntaba en su casa encantadora, eran para él medios de olvidar, modos por los cuales podía escapar, por una temporada, del miedo que le parecía a veces demasiado grande para soportar. Sobre las paredes de la solitaria habitación cerrada donde había pasado gran parte de su infancia, había colgado con sus propias manos el retrato terrible cuyas facciones cambiantes le mostraban la degradación real de su vida, y lo había envuelto con el paño púrpura y dorado como con una cortina. Durante semanas no iría allí, olvidaría el horrible objeto pintado, y recobraría su corazón ligero, su maravilloso júbilo, su absorción apasionada en la mera existencia. Luego, súbitamente, una noche saldría a hurtadillas de la casa, iría a esos espantosos lugares cercanos a los Blue Gate Fields, y se quedaría allí, día tras día, hasta que lo echaran.

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Cuando volviera, se sentaría frente al retrato, a veces odiándolo a él y a sí mismo, pero lleno, otras veces, de ese orgullo individualista que constituye la mitad de la fascinación del pecado, y sonriendo con secreto placer a la sombra deforme que debía soportar la carga que debía haber sido suya. Pocos años después no pudo soportar estar mucho tiempo fuera de Inglaterra, y abandonó la villa que compartía con Lord Henry, así como la casita de paredes blancas de Argel donde habían pasado el invierno más de una vez. Odiaba separarse del retrato que era parte de su vida, y también estaba preocupado porque durante su ausencia alguien pudiera ingresar a la habitación, a pesar de las barras elaboradas que había hecho poner sobre la puerta. Era totalmente consciente de que eso no diría nada. Era cierto que el retrato todavía conservaba, debajo de toda la suciedad y la fealdad del rostro, un marcado parecido con él; pero ¿qué se podía deducir de eso? Se reiría de alguien que tratara de vituperarlo. Él no lo había pintado. ¿Qué le importaba lo feo y vergonzoso que se viera? Y aunque lo contase, ¿le creerían? Sin embargo, estaba temeroso. A veces cuando estaba en su gran casa de Nottinghamshire, entreteniendo a los jóvenes modernos de su clase que eran sus principales compañías, y sorprendiendo al condado por el lujo desenfrenado y el esplendor magnífico de su modo de vida, súbitamente dejaría a sus invitados y volvería precipitadamente a la ciudad para ver si la puerta no había sido forzada y el retrato continuaba allí. ¿Qué sucedería si se lo robaban? El mero pensamiento lo hacía helarse de horror. Seguramente el mundo conocería su secreto entonces. Quizás el mundo ya lo sospechaba. Porque, mientras él fascinaba a muchos, no eran

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pocos los que desconfiaban de él. Casi fue rechazado en el club West End, lugar al que su cuna y posición social lo autorizaban plenamente a ser miembro, y se decía que en una ocasión, cuando fue llevado por un amigo al salón de fumar de Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se levantaron de manera ostensible y se retiraron. Historias curiosas sobre él se hicieron corrientes después de que pasó los veinticinco años. Se rumoreaba que se lo había visto alborotando con marineros extranjeros en una pocilga ruin en las zonas distantes de Whitechapel, y que se juntaba con ladrones y estafadores y conocía los misterios de sus oficios. Sus extraordinarias ausencias se hicieron notorias, y, cuando solía reaparecer otra vez en sociedad, los hombres susurrarían entre ellos en los rincones, pasarían a su lado con desdén, o lo mirarían con fríos ojos escrutadores, como si estuvieran decididos a descubrir su secreto. A tales insolencias y desaires, él, por supuesto, no prestó atención, y según la opinión de la mayoría de la gente sus modales francos y corteses, su sonrisa encantadora de niño, y la gracia infinita de esa maravillosa juventud que parecía no abandonarlo jamás, eran en sí mismos una respuesta suficiente a las calumnias, porque así las denominaban, que circulaban sobre él. Era notable, sin embargo, que algunos de los que habían sido su más íntimos amigos, parecieran huir de él después de un tiempo. A las mujeres que lo habían adorado salvajemente, y que por sus favores habían desafiados todas las censuras sociales y convenciones establecidas, se las veía palidecer de vergüenza u horror si Dorian Gray entraba en un salón. Sin embargo, estos escándalos susurrados sólo incrementaban a los ojos de muchos su encanto extraño y

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peligroso. Su gran fortuna fue un certero elemento de seguridad. La sociedad -la sociedad civilizada al menosnunca está presta a creer algo en detrimento de quienes son ricos y fascinantes a la vez. Siente instintivamente que los modales son de mayor importancia que la moral, y en su opinión, la más alta respetabilidad es de mucho menor valor que la posesión de un buen chef. Y, después de todo, es un consuelo pobre decir que un hombre que ha tenido una mala cena, o un vino pobre, es irreprochable en su vida privada. Incluso las virtudes cardinales no pueden reparar entrées21 medio frías, como señaló una vez Lord Henry, en una discusión sobre el tema, y posiblemente hay mucho que decir sobre este punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. Debería tener la dignidad de una ceremonia, tanto como su irrealidad, y debería combinar el carácter ficticio de una obra romántica con la agudeza y la belleza que hacen deliciosas a esas obras para nosotros. ¿Es la falta de sinceridad una cosa tan terrible? Pienso que no. Simplemente es un método por el cual podemos multiplicar nuestras personalidades. Ésa era, de algún modo, la opinión de Dorian Gray. Solía maravillarse por la psicología superficial de aquellos que conciben el yo en el hombre como una cosa simple, permanente, confiable, y de una única esencia. Para él, el hombre era un ser con miríadas de vidas y miríadas de sensaciones, una compleja criatura multiforme que cargaba dentro de sí extrañas herencias de pasión y pensamiento, y cuya misma carne estaba corrompida con las monstruosas enfermedades de los muertos. Amaba pasearse por la delgada y fría galería de cuadros de su 21. Entradas, primeros platos (francés).

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casa de campo y mirar los variados retratos de aquellos cuya sangre corría por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, descripto por Francis Osborne, en sus Memorias de los reinados de la reina Isabel y el rey Jacobo, como alguien que era “querido por la corte por su hermoso rostro, el cual no lo acompañó mucho tiempo.” ¿Era la vida del joven Herbert la que a veces llevaba? ¿Algún extraño germen ponzoñoso había reptado entre los cuerpos hasta alcanzar el suyo? ¿Era algún oscuro sentido de aquella gracia arruinada lo que había hecho que tan súbitamente, y casi sin motivo, pronunciara en el estudio de Basil Hallward la súplica loca que había cambiado tanto su vida? Allí, con su jubón rojo bordado en oro, su gabán con joyas, y su gorguera y puños de bordes dorados, se erguía Sir Anthony Sherard, con la armadura negra y plateada a sus pies. ¿Cuál había sido la herencia de este hombre? ¿Le había legado el amante de Giovanna de Nápoles una herencia de pecado y vergüenza? ¿Sus propias acciones eran simplemente los sueños que el muerto no se había atrevido a realizar? Allí, desde el lienzo descolorido, sonreía Lady Elizabeth Devereux, con su capucha de gasa, su corset de perlas y mangas recortadas color rosa. Había una flor en su mano derecha y en la izquierda ceñía un collar esmaltado de rosas blancas y de damasco. A su lado, sobre una mesa yacían una mandolina y una manzana. Había grandes escarapelas verdes sobre sus pequeños zapatos en punta. Él conocía su vida y las extrañas historias que se contaban sobre sus amantes. ¿Había algo del temperamento de ella en él? Esos ojos ovalados de párpados pesados parecían mirarlo curiosamente. ¿Y qué de George Willoughby, con su cabello empolvado y sus parches fantásticos? ¡Qué malvado se veía! El rostro era melancólico y trigueño, y sus labios sensuales parecían arquearse con

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desdén. Delicados encajes en forma de rizos caían sobre las manos amarillas y flacas que estaban sobrecargadas de anillos. Había sido un pisaverde del siglo dieciocho, y amigo, en su juventud, de Lord Ferrars. ¿Y qué del segundo Lord Beckenham, el compañero del príncipe regente en sus días más desenfrenados, y uno de los testigos en su matrimonio secreto con la señorita Fitzherbert? ¡Qué pedante y hermoso estaba, con sus rizos castaños y su pose insolente! ¿Qué pasiones le había heredado? El mundo lo había tildado de infame. Había dirigido las orgías en Carlton House. La estrella de la Jarretera brillaba sobre su pecho. Junto a él estaba colgado el retrato de su esposa, un mujer pálida, de labios delgados y vestida de negro. La sangre de ella también se agitaba en sus venas. ¡Qué curioso parecía todo! Y su madre con su rostro de Lady Hamilton y sus labios húmedos, como mojados de vino -sabía lo que había heredado de ella. Había heredado de ella su belleza, y su pasión por la belleza de los otros. Ella se reía de él con su holgado vestido de bacante. Había hojas de vid en su cabello. El púrpura se derramaba de la copa que ella sostenía. Las encarnaciones de la pintura habían languidecido, pero los ojos todavía eran maravillosos en su profundidad y en la brillantez de su color. Parecían seguirlo adondequiera que fuera. Sin embargo, tenemos ancestros en la literatura tanto como en nuestra propia estirpe, muchos de ellos más cercanos quizás en tipo y temperamento, y ciertamente con una influencia de la cual somos más conscientes. Había veces que le parecía a Dorian Gray que toda la Historia era simplemente la narración de su propia vida, no como la había vivido en acto y circunstancia, sino como su imaginación la había creado para él, como había sido en su cerebro y en sus pasiones. Sentía que había conocido to-

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das esas extrañas y terribles figuras que habían pasado por el escenario del mundo e hicieron el pecado tan maravilloso y la maldad tan llena de sutileza. Le parecía que por algún modo misterioso sus vidas habían sido la suya. El héroe de la maravillosa novela que tanto había influenciado en su vida había conocido esta curiosa fantasía. En el séptimo capítulo se cuenta cómo, coronado con laurel, por miedo a que el rayo lo fulminara, se había sentado, como Tiberio, en un jardín de Capri, leyendo los vergonzosos libros de Elefantina, mientras enanos y pavos reales se retorcían a su alrededor y el flautista se burlaba del que agitaba el incensario; y como Calígula, se había embriagado con los jinetes de camisas verdes en sus establos y había cenado en un pesebre de marfil con un caballo de frontales llenos de joyas; y, como Domiciano, había vagado por un corredor con espejos de mármol, mirando a su alrededor con ojos desfigurados por reflexionar en la daga que iba a terminar con sus días, enfermo por ese fastidio, ese terrible taedium vitae22 , que aqueja a aquellos a los que la vida no les niega nada; y había examinado, a través de un clara esmeralda el rojo matadero del circo y luego, en una litera de perlas y púrpura tirada por mulas herradas con plata, había sido llevado por la Calle de las Granadas hasta una Casa de Oro y escuchado a hombres gritar a su paso “Nerón César”; y como Heliogábalo, había pintado su rostro con colores, tejido en la rueca entre mujeres, traído la Luna desde Cartago y entregado en místico enlace al Sol. Una y otra vez Dorian solía leer este fantástico capítulo, y los dos capítulos subsiguientes, en los cuales, como en ciertos tapices curiosos o esmaltes astutamente 22. Tedio de la vida (latín). 23. Hermoso (latín).

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labrados, estaban retratadas las terribles y bellas formas de aquellos a quienes el vicio, la sangre y la fatiga habían vuelto monstruosos o locos: Filippo, duque de Milán, que mató a su mujer y pintó sus labios con un veneno escarlata para que su amante pudiera sorber la muerte del objeto muerto que acariciaba; Pietro Barbi, el veneciano, conocido como Pablo II, que en su vanidad buscó asumir el título de Formosus23 , y cuya tiara, valuada en doscientos mil florines, fue comprada al precio de un terrible pecado; Gian María Visconti, que utilizaba un sabueso para cazar hombres vivos y cuyo cuerpo asesinado fue cubierto con rosas por una meretriz que lo había amado; Borgia sobre su caballo blanco, con el Fraticida cabalgando a su lado y su capa manchada con la sangre de Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal y arzobispo de Florencia, hijo y esbirro de Sixto IV, cuya belleza sólo era equiparable a su libertinaje, y quien recibió a Leonor de Aragón en un pabellón de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas y centauros, y pintó de oro a un adolescente que le servía en el festín como Ganímedes o Hylas; Ezzelin, cuya melancolía podía sanarse únicamente con el espectáculo de la muerte, y quien tenía una pasión por la sangre roja, como otros hombres la tienen por el vino tinto -el hijo del Demonio, como se contó, que había estafado a su padre en los dados cuando apostaba con él su propia alma-; Giambatista Cibo, que por burla asumió el nombre de Inocente y en cuyas venas aletargadas la sangre de tres jovencitos fue inoculada por un doctor judío; Sigismondo Malatesta, el amante de Isotta y señor de Rímini, cuya efigie fue quemada en Roma como la de un enemigo de Dios y del hombre, quien estranguló a Polissena con una servilleta, y envenenó a Ginevra d’Este con una copa de esmeralda, y en honor a una pasión vergonzosa construyó

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un templo pagano para la adoración de Cristo; Carlos VI, que había amado con tanta locura a la esposa de su hermano que un leproso le advirtió la demencia que lo estaba dominando, y quien, cuando su cerebro se hizo enfermo y extraño, sólo pudo ser aliviado con los naipes sarracenos pintados con las imágenes del amor, la muerte y la locura; y, con su jubón adornado, su bonete con joyas y rizos como acantos, Grifonetto Baglioni, que mató a Astorre con su novia, y a Simonetto con su paje, y cuya gracia era tal que, cuando estuvo moribundo en la plaza amarilla de Perusa, aquellos que lo odiaban no pudieron sino llorar, y Atalanta, que lo había maldecido, lo bendijo. Había una horrible fascinación en todos ellos. Los vio de noche, y perturbaron su imaginación de día. El Renacimiento conoció extrañas maneras de envenenamientos -envenenamientos por un yelmo y una antorcha encendida, por un guante bordado y un abanico con piedras preciosas, por una bola perfumada o una cadena ámbar. Dorian Gray había sido envenenado por un libro. Había momentos en que veía la maldad simplemente como una forma por la cual se podía realizar su concepción de la belleza.

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Capítulo 12

Era nueve de noviembre, víspera de su cumpleaños trigésimo octavo, como a menudo recordaría después. Estaba volviendo de la casa de Lord Henry, cerca de las once, donde había estado cenando, y estaba envuelto en pesadas pieles, porque la noche era fría y brumosa. En la esquina de la plaza Grosvenor y la calle South Audley, un hombre pasó a su lado en la niebla, caminando muy rápido y con el cuello de su sobretodo levantado. Tenía una valija en su mano. Dorian lo reconoció. Era Basil Hallward. Una extraña sensación de miedo, que no pudo explicar, lo aquejó. No dio señales de haberlo reconocido y siguió caminando rápidamente en dirección a su casa. Pero Hallward lo había visto. Dorian lo escuchó detenerse primero en la acera y luego precipitarse detrás suyo. Un momento después, le tocaba el brazo con la mano. -¡Dorian! ¡Qué extraordinaria casualidad! He estado esperándote en tu biblioteca desde las nueve. Finalmente tuve piedad de tu criado cansado y le dije que se fuera a dormir, cuando me despidió. Me voy a París en el tren de la medianoche, y quería verte especialmente antes de irme. Pensé que eras tú, o al menos, tu abrigo de piel, cuando pasaste a mi lado. Pero no estaba totalmente seguro. ¿No me reconociste?

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-¿Entre esta niebla, mi querido Basil? Casi no puedo reconocer la plaza Grosvenor. Creo que mi casa está cerca de aquí, pero no estoy completamente seguro de eso. Lamento que estés partiendo, porque no te visto desde hace mucho tiempo. Pero, supongo que volverás pronto, ¿no? -No, estaré fuera de Inglaterra durante seis meses. Tengo la intención de tomar un estudio en París y encerrarme hasta haber finalizado una gran pintura que tengo en la cabeza. Sin embargo, no es de mí de quién quería hablar. Estamos frente a tu puerta. Déjame entrar un momento. Tengo algo que decirte. -Estaré encantado. Pero, ¿no perderás el tren? -dijo Dorian Gray lánguidamente mientras subía los peldaños y abría la puerta con su llave. La luz de la lámpara embestía la bruma, y Hallward miró su reloj. -Tengo muchísimo tiempo -contestó-. El tren no sale hasta las doce y cuarto, y son sólo las once. De hecho, iba al club a buscarte cuando te encontré. Verás que no me puedo demorar con el equipaje porque lo he enviado con los bultos pesados. Todo lo que llevo conmigo es mi valija, y puedo llegar fácilmente a Victoria en veinte minutos. Dorian lo miró y sonrió. -¡Qué forma de viajar para un pintor de moda! ¡Una valija Gladstone y un sobretodo! Entra o la bruma ingresará en la casa. Y recuerda que no debes hablar de nada serio. Nada es serio hoy en día. Al menos nada debe serlo. Hallward meneó la cabeza, mientras entraba y seguía a Dorian rumbo a la biblioteca. Había un brillante fuego de leña ardiendo en la gran chimenea. Las lámparas

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estaban encendidas y una licorera holandesa de plata abierta se erguía, con algunos sifones de soda y largos cubiletes de cristal tallado, sobre una mesita de marquetería. -Verás que tu criado me hizo sentir completamente como en casa, Dorian. Me dio todo lo que quería, incluyendo tus mejores cigarrillos de boquilla dorada. Es la criatura más hospitalaria. Me gusta mucho más que el francés que solías tener. ¿Qué fue del francés, a propósito? Dorian se encogió de hombros. -Creo que se casó con la doncella de Lady Radley y la ha establecido en París como modista inglesa. La Anglomanie24 está muy de moda allí ahora, según escuché. Parece tonto por parte del francés, ¿no? Pero -¿sabes?- él no era un mal sirviente. Nunca me gustó, pero no tenía nada de que quejarme. Uno a veces imagina cosas que son completamente absurdas. Realmente era muy fiel a mí y parecía muy dolorido cuando se fue. ¿Tomas otro brandy con soda? ¿O prefieres vino del Rin y agua? Yo siempre lo tomo. Seguramente hay un poco en la habitación contigua. -Gracias, no tomaré nada más -dijo el pintor sacándose el sombrero y el abrigo y arrojándolos sobre la valija que había puesto en un rincón-. Y ahora, mi querido amigo, quiero hablarte seriamente. No frunzas el ceño así. Me lo haces mucho más difícil. -¿De qué se trata? -exclamó Dorian con sus modos impacientes, arrojándose sobre el sofá-. Espero que no se trate de mí. Estoy cansado de mí esta noche. Me gustaría que fuese otra cosa. -Es sobre ti -contestó Hallward con voz profunda y grave- y debo decírtelo. Sólo te voy a entretener media hora. 24. La fiebre por lo anglosajón (francés).

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Dorian suspiró y encendió un cigarrillo. -¡Media hora! -murmuró. -No es mucho pedir, Dorian, y es enteramente por tu propio bien que estoy hablando. Creo correcto que sepas que las cosas más tremendas se dicen contra ti en Londres. -No quiero saber nada de ellas. Amo los escándalos de las demás personas, pero los escándalos sobre mí no me interesan. No tienen el encanto de la novedad. -Deben interesarte, Dorian. Todo caballero está interesado en su buen nombre. No querrás que la gente hable de ti como de algo vil y degradado. Por supuesto, tienes una posición y riqueza, y todo ese tipo de cosas. Pero la posición y la riqueza no son todo. Ten en cuenta que yo no creo esos rumores en absoluto. Al menos, no puedo creerlos cuando te veo. El pecado es algo que se inscribe por sí mismo en el rostro del hombre. No puede ocultarse. La gente habla a veces de vicios secretos. No existen tales cosas. Si un hombre miserable tiene un vicio, éste se manifiesta en las líneas de su boca, en la caída de sus párpados, incluso en la moldura de sus manos. Alguien -no mencionaré su nombre, pero lo conoces- me vino a ver el año pasado para que lo retratara. Yo nunca lo había visto antes, y nunca había escuchado nada sobre él en esa época, aunque sí escuché muchas cosas desde entonces. Me ofreció una suma extravagante. La rechacé. Había algo en el contorno de sus dedos que yo odiaba. Ahora sé que era completamente acertado lo que imaginé de él. Su vida es espantosa. Pero tú, Dorian, con tu rostro puro, brillante, inocente, y tu maravillosa juventud imperturbable -no puedo creer nada en contra de ti. Y, sin embargo, te veo muy esporádicamente, nunca vienes a mi estudio ahora, y cuando estoy lejos de ti y escucho todas

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esas cosas horribles que la gente está murmurando sobre ti, no sé qué decir. ¿Por qué, Dorian, un hombre como el duque de Berwick abandona el salón del club cuando tú entras? ¿Por qué tantos caballeros en Londres nunca van a tu casa o nunca te invitan a la de ellos? Solías ser amigo de Lord Staveley. Lo encontré en una cena la semana pasada. Tu nombre surgió en la conversación, en relación con las miniaturas que has prestado para exhibir en Dudley. Staveley arqueó sus labios y dijo que podías tener los mejores gustos artísticos, pero que eras un hombre que ninguna muchacha pura debía conocer, y con quien ninguna mujer casta podía estar en la misma habitación. Le recordé que eras amigo mío, y le pregunté qué quería decir. Me lo dijo. Me lo dijo ante todos. ¡Fue horrible! ¿Por qué tu amistad es tan fatal para los jóvenes? Ese desdichado joven que se suicidó. Tú eras su gran amigo. Sir Henry Ashton debió abandonar Inglaterra con un nombre mancillado. Tú y él eran inseparables. ¿Qué pasó con Adrian Singleton y su trágico fin? ¿Qué pasó con el único hijo de Lord Kent y su carrera? Ayer encontré a su padre en la calle de St. James. Parecía destrozado por la vergüenza y el dolor. ¿Qué pasó con el joven duque de Perth? ¿Qué clase de vida lleva ahora? ¿Qué caballero se juntaría con él? -Detente, Basil. Estás hablando de cosas de las que no sé nada -dijo Dorian Gray, mordiéndose los labios, y con una nota de infinito desprecio en su voz-. Me preguntas por qué Berwick abandona el salón cuando yo entro. Es porque sé todo sobre su vida, no porque él sepa algo sobre la mía. Con la clase de sangre que tiene en las venas, ¿cómo podría estar limpia su historia? Me preguntas sobre Henry Ashton y el joven Perth. ¿Les enseñé a uno sus vicios y al otro su libertinaje? Si el tonto hijo de

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Kent elige a su esposa en la calle, ¿qué tengo que ver? Si Adrian Singleton firma cuentas con el nombre de su amigo, ¿soy su instigador? Conozco cómo la gente chismorrotea en Inglaterra. Las clases medias ventilan sus prejuicios morales sobre sus obscenas mesas, y susurran acerca de lo que llaman los desenfrenos de los mejores para intentar simular que están en la sociedad elegante y en íntimos términos con las personas que calumnian. En este país, es suficiente para un hombre tener distinción y cerebro para que toda lengua vulgar se sacuda en su contra. ¿Y qué clase de vidas llevan esas personas que presumen ser morales? Mi querido amigo, olvidas que estamos en la tierra natal del hipócrita. -Dorian -exclamó Hallward-, ésa no es la cuestión. Sé que Inglaterra es muy malvada, y la sociedad inglesa está totalmente equivocada. Ésa es la razón por la cual quiero que seas excelente. No has sido excelente. Uno tiene el derecho a juzgar a un hombre por el efecto que ha producido sobre sus amigos. Los tuyos parecen perder todo sentido del honor, de bondad, de pureza. Los has llenado de una locura por el placer. Se han hundido en las profundidades. Tú los llevaste hasta allí. Sí, tú los llevaste hasta allí, y sin embargo puedes sonreír, como estás sonriendo ahora. Y está lo peor todavía. Sé que tú y Harry son inseparables. Seguramente por esa razón, si no por otra, no deberías haber hecho del nombre de su hermana un objeto de burla. -Ten cuidado, Basil. Vas demasiado lejos. -Debo hablar, y tú debes escucharme. Me escucharás. Cuando conociste a Lady Gwendolen, ni un soplo de escándalo la había rozado. ¿Existe una sola mujer decente en Londres que se mostraría con ella en el parque? Incluso a sus hijos no se les permite vivir con ella. Luego

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hay otras historias -historias sobre que se te ha visto saliendo a hurtadillas al alba de casas espantosas y escurriéndote disfrazado en las guaridas más fétidas de Londres. ¿Son ciertas? ¿Pueden ser ciertas? Cuando las escuché por primera vez, reí. Las escucho ahora, y me hacen estremecer. ¿Qué pasa con tu casa de campo y la vida que llevas allí? Dorian, no sabes lo que se dice de ti. No te diré que no quiero darte un sermón. Recuerdo que Harry dijo una vez que todo hombre que se convertía en cura aficionado por un momento comenzaba siempre diciendo eso, y luego procedía a romper su palabra. Quiero darte un sermón. Quiero que lleves una vida que haga que el mundo te respete. Quiero que tengas un nombre limpio y una historia clara. Quiero que te alejes de las personas espantosas con las que te juntas. No encojas los hombros así. No seas indiferente. Tienes una influencia maravillosa. Úsala para el bien, no para el mal. Dicen que corrompes a todo el que intima contigo, y que es suficiente que entres en una casa para que la vergüenza de algún modo la persiga. No sé si es así o no. ¿Cómo lo sabría? Pero se dice eso de ti. Me han contado cosas por las que parece imposible dudar. Lord Gloucester fue uno de mis más grandes amigos en Oxford. Me mostró una carta que su esposa escribió cuando estaba moribunda y sola en su villa de Mentone. Tu nombre estaba implicado en la más terrible confesión que jamás leí. Le dije que era absurdo, que te conocía completamente bien y que eras incapaz de algo así. ¿Conocerte? Me pregunto si te conozco. Antes de responder eso, debería haber visto tu alma. -¡Ver mi alma! -murmuró Dorian Gray, levantándose del sofá y volviéndose casi blanco de pánico. -Sí -contestó Hallward gravemente, y con un tono de profundo dolor en la voz-, ver tu alma. Pero sólo Dios puede hacer eso.

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Una amarga risa de burla irrumpió de los labios del hombre joven. -¡Tú verás mi alma esta noche! -exclamó, tomando una lámpara de la mesa-. Ven, es tu propio trabajo. ¿Por qué no podrías verla? Puedes contárselo a todo al mundo después, si lo prefieres. Nadie te creería. Si te creyeran, yo les agradaría más por eso. Conozco esta época mejor que tú, de modo que no me hables sobre ella tan tediosamente. Ven, te digo. Has hablado demasiado de la corrupción. Ahora la verás cara a cara. Había locura orgullosa en cada palabra que pronunciaba. Golpeó los pies contra el suelo con su insolente modo infantil. Sentía un gozo terrible al pensar que alguien más iba a compartir su secreto y que el hombre que había pintado el retrato que era el origen de toda su vergüenza estuviera cargado por el resto de su vida con el horrible recuerdo de lo que había hecho. -Sí -continuó, acercándose a él y mirándolo resueltamente a los ojos-, te mostraré mi alma. Verás lo que imaginas que sólo Dios puede ver. Hallward dio un paso atrás. -¡Eso es una blasfemia, Dorian! -exclamó-. No debes decir cosas como ésa. Son horribles y no significan nada. -¿Piensas eso? -y rió nuevamente. -Lo sé. Respecto de lo que he dicho esta noche, lo dije por tu bien. Sabes que siempre he sido un fiel amigo tuyo. -No me toques. Termina lo que tienes que decir. Una mueca súbita de pena se disparó en el rostro del pintor. Se detuvo por un momento y un salvaje sentimiento de piedad lo aquejó. Después de todo, ¿qué derecho tenía de espiar la vida de Dorian Gray? Si había he-

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cho una décima parte de lo que se rumoreaba sobre él, ¡cuánto habría sufrido! Luego se paró, y caminó hacia la chimenea, y se quedó parado allí, mirando los leños ardientes con sus cenizas como escarchas y sus núcleos latentes de llamas. -Estoy esperando, Basil -dijo el joven con un voz dura y clara. Se dio vuelta. -Lo que debo decirte es esto -exclamó-. Debes darme una respuesta sobre esos horribles cargos que se hacen en tu contra. Si me dices que son totalmente falsos de cabo a rabo, te creeré. ¡Niégalos, Dorian, niégalos! ¿No te das cuenta por lo que estoy pasando? ¡Dios mío! No me digas que eres malvado, corrupto y vergonzante. Dorian Gray sonrió. Había un mueca de desprecio en sus labios. -Subamos, Basil -dijo calmadamente-. Llevo un diario de mi vida, y nunca lo saco de la habitación donde lo escribo. Te lo mostraré si vienes conmigo. -Iré contigo, Dorian, si quieres. Veo que he perdido el tren. Eso no importa. Puedo viajar mañana. Pero no me pidas que lea nada esta noche. Todo lo que quiero es una simple respuesta a mi pregunta. -La tendrás arriba. No puedo dártela aquí. No tendrás que leer mucho.

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Capítulo 13

Salió de la habitación y comenzó el ascenso, Basil Hallward lo seguía de cerca. Caminaban suavemente, como los hombres lo hacen instintivamente por la noche. La lámpara arrojaba sombras fantásticas sobre el muro y la escalera. Se estaba levantando viento y sacudía a algunas de las ventanas. Cuando llegaron a la cima de la escalera, Dorian puso la lámpara en el piso, sacó la llave y la puso en la cerradura. -¿Insistes en saber, Basil? -preguntó en voz baja. -Sí. -Estoy encantado -contestó sonriendo. Luego agregó, con cierta aspereza: -Eres el único hombre en el mundo autorizado a saber todo sobre mí. Has tenido que ver en mi vida más de lo que piensas -y levantando la lámpara, abrió la puerta y entró. Una fría corriente de aire los atravesó, y la luz se agitó por un momento con una llama naranja oscuro. Se estremeció-. Cierra la puerta detrás de ti -susurró cuando ponía la lámpara sobre la mesa. Hallward miró a su alrededor con una expresión desconcertada. La habitación se veía como si no hubiese sido habitada por años. Un deslucido tapiz flamenco, un retrato tapado con una cortina, un viejo cassone italiano y

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unos anaqueles casi vacíos: era todo lo que parecía haber allí, además de una mesa y una silla. Cuando Dorian Gray encendió una vela consumida a medias que estaba sobre la chimenea, vio que todo el lugar estaba cubierto de polvo y que la alfombra tenía agujeros. Un ratón hizo una huida forzosa hacia el zócalo. Había un húmedo olor a moho. -¿Así que piensas que sólo Dios es quien ve el alma, Basil? Descorre la cortina y verás la mía. La voz que habló fue cruel y fría. -Estás loco, Dorian, o estás actuando -murmuró Hallward frunciendo el ceño. -¿No quieres? Entonces debo hacerlo yo dijo el joven, y arrancó la cortina de su barra y la arrojó al suelo. Una exclamación de horror irrumpió de los labios del pintor cuando vio en la luz lóbrega el rostro ominoso sobre el lienzo burlándose de él. Había algo en su expresión que lo llenaba de desagrado y odio. ¡Santo cielo! ¡Era el propio rostro de Dorian lo que estaba mirando! El horror, o lo que sea que fuera, no había destruido totalmente su maravillosa belleza. Había todavía algo de oro en los cabellos esparcidos y cierto escarlata en la boca sensual. Los pesados ojos habían conservado algo del encanto de su azul, las curvas nobles no habían huido por completo de sus narinas cinceladas y su cuello plástico. Sí, era Dorian. Pero, ¿quién había hecho eso? Le parecía reconocer sus propias pinceladas, y el marco era de su propio diseño. La idea era monstruosa, sin embargo, lo aterrorizó. Tomó la vela encendida, y la acercó al retrato. En el ángulo izquierdo estaba su propio nombre, trazado con grandes letras de claro bermellón. Era alguna inmunda parodia, alguna infame sátira innoble. Él nunca había hecho eso. Sin embargo, era

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su propio cuadro. Lo sabía, y sintió que la sangre había oscilado en un instante del fuego al hielo inactivo. ¡Su propio cuadro! ¿Qué quería decir? ¿Por qué se había alterado? Se dio vuelta y miró a Dorian Gray con los ojos de un insano. Su boca se crispó, y su lengua reseca pareció incapaz de articular. Se pasó la mano por la frente. Estaba húmeda de un sudor viscoso. El joven estaba apoyado sobre la chimenea, observándolo con esa extraña expresión que se ve en los rostros de quienes están absorbidos en una obra cuando algún gran artista está actuando. No había en ella ni dolor verdadero ni gozo verdadero. Era simplemente la pasión del espectador, quizás con un destello de triunfo en sus ojos. Se había sacado la flor del saco y la estaba oliendo, o simulaba hacerlo. -¿Qué significa esto? -exclamó Hallward, finalmente. Su propia voz le sonó chillona y curiosa en sus oídos. -Años atrás, cuando era un muchacho -dijo Dorian Gray, aplastando la flor entre sus manos- me conociste, me adulaste, y me enseñaste a ser vanidoso de mis bellos rasgos. Un día me presentaste a un amigo tuyo, que me explicó la maravilla de la juventud y terminaste un retrato mío que me reveló la maravilla de la belleza. En un momento de locura, que ahora no sé si lamentar o no, pedí un deseo, quizá tú lo llamarías súplica... -¡Lo recuerdo! ¡Oh, qué bien lo recuerdo! ¡No! Es imposible. La habitación es húmeda. El moho ha invadido el lienzo. Las pinturas que usé contenían un desdichado veneno mineral. Te digo que es imposible. -¿Qué es imposible? -murmuró el joven, yendo hacia la ventana y apoyando su frente contra el vidrio frío y empañado por la niebla.

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-Me dijiste que lo habías destruido. -Estaba equivocado. Él me destruyó a mí. -No creo que sea mi cuadro. -¿No puedes ver tu ideal en él? -dijo Dorian amargamente. -Mi ideal como lo llamas... -Como tú lo llamabas. -No había nada malvado en él, nada vergonzante. Fuiste para mí un ideal como nunca encontraré de nuevo. Éste es el rostro de un sátiro. -Es el rostro de mi alma. -¡Cristo! ¡Qué cosa he adorado! Tiene los ojos del diablo. -Todos tenemos el cielo y el infierno dentro de nosotros, Basil -exclamó Dorian con un salvaje gesto de desesperación. Hallward se volvió nuevamente hacia el retrato y lo observó. -¡Dios mío! Si es cierto -exclamó- y esto es lo que has hecho de tu vida, ¡debes ser peor incluso de lo que aquellos que hablan en tu contra creen que eres! Acercó la lámpara al lienzo nuevamente y lo examinó. La superficie parecía estar totalmente inalterada y tal cual como él la había dejado. Era de adentro, aparentemente, de donde venían la inmundicia y el horror. Por alguna extraña agitación de vida interior la lepra del pecado estaba carcomiéndolo lentamente. La carroña de un cadáver en una sepultura enmohecida no era tan pavorosa. Su mano se estremeció y la vela cayó de su candelabro al piso y se quedó allí chisporroteando. Le puso el pie encima y la apagó. Luego se arrojó en la silla desvencijada que estaba junto a la mesa y sepultó la cara entre las manos.

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-¡Santo Dios, Dorian, qué lección! ¡Qué tremenda lección! -No hubo respuesta, pero pudo escuchar al joven sollozando en la ventana-. Reza, Dorian, reza -murmuró-. ¿Qué es lo que nos enseñan en la infancia? “No nos dejes caer en la tentación. Perdona nuestros pecados. Líbranos del mal.” Digámoslo juntos. La súplica de tu orgullo ha tenido respuesta. La súplica de tu arrepentimiento tendrá una respuesta también. Te adoré demasiado. Ambos estamos castigados. Dorian se dio vuelta lentamente y lo miró con los ojos llenos de lágrimas. -Es demasiado tarde, Basil -balbuceó. -Nunca es demasiado tarde, Dorian. Arrodillémonos y probemos recordar una oración. ¿No existe en algún lugar un versículo que dice: “Aunque tus pecados sean como escarlata, los haré blancos como la nieve”? -Esas palabras no significan nada para mí ahora. -¡Chist! No digas eso. Has hecho demasiada maldad en tu vida. ¡Dios mío! ¿No ves esa cosa maldita mirándonos de reojo? Dorian Gray miró el retrato, y súbitamente un incontrolable sentimiento de odio hacia Basil Hallward lo poseyó, como si la imagen en el lienzo se lo hubiera sugerido, susurrado en su oído con aquellos labios burlones. Las pasiones locas de un animal perseguido se agitaron dentro de él, y detestó al hombre que estaba sentado a la mesa, más de lo que en toda su vida había detestado nada. Dio una mirada salvaje a su contorno. Algo fulguró sobre el cofre pintado que estaba frente a él. Su mirada recayó en eso. Sabía lo que era. Era un cuchillo que había traído, unos días antes, para cortar un trozo de cuerda, y que había olvidado llevar. Se movió lentamente hacia él, pasando cerca de Hallward cuando lo hacía. Tan pronto

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como estuvo detrás de él, lo tomó y se dio vuelta. Hallward se movió en la silla como si fuera a levantarse. Se precipitó hacia él y le clavó el cuchillo en la gran vena que está detrás de la oreja, aplastando la cabeza del hombre en la mesa y apuñalándolo una y otra vez. Hubo un quejido sofocado y el sonido horrible de alguien ahogado en sangre. Tres veces los brazos extendidos se agitaron convulsivamente, ondeando grotescamente las manos de dedos rígidos en el aire. Lo apuñaló dos veces más, aunque el hombre ya no se movía. Algo comenzó a gotear en el piso. Esperó un momento, todavía presionando la cabeza. Luego tiró el cuchillo sobre la mesa, y escuchó. No pudo escuchar nada, excepto el goteo, el goteo sobre la alfombra raída. Abrió la puerta y fue hasta el rellano. La casa estaba absolutamente calmada. No había nadie por ahí. Durante algunos pocos segundos se quedó encorvado sobre la baranda y examinó el negro pozo hirviente de la oscuridad. Luego sacó la llave y regresó a la habitación, encerrándose en ella. La cosa todavía estaba sentada en la silla, tirada sobre la mesa con la cabeza caída, la espalda encorvada, y sus fantásticos brazos largos. Si no hubiera sido por la roja rasgadura dentada en el cuello y el charco negro coagulado que estaba extendiéndose lentamente sobre la mesa, cualquiera hubiera dicho que el hombre estaba dormido simplemente. ¡Qué rápido se había producido todo! Se sentía extrañamente tranquilo y caminando hacia la ventana, la abrió y salió al balcón. El viento había barrido la bruma, y el cielo era como la cola monstruosa de un pavo real, estrellado con miríadas de ojos dorados. Miró hacia abajo y vio a un policía haciendo su ronda y proyectando los largos

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rayos de su linterna sobre las puertas de las casas silenciosas. Una luz carmesí de un cabriolé que vagaba brilló en una esquina y luego se desvaneció. Una mujer con un mantón bamboleante estaba deslizándose lentamente por las cercas, tambaleándose al caminar. De tanto en tanto se detenía y miraba hacia atrás. Enseguida, comenzó a cantar con una voz ronca. El policía se precipitó hacia ella y le dijo algo. Ella se marchó entre tropiezos y riendo. Un viento áspero atravesó la plaza. Las lámparas de gas titilaron y se hicieron azules, y los árboles sin hojas sacudieron sus ramas de hierro negro a un lado y al otro. Se estremeció y volvió a entrar, cerrando la ventana detrás de sí. Una vez que alcanzó la puerta, puso la llave y la abrió. Ni siquiera miró al hombre asesinado. Sentía que el secreto de todo el asunto era no reconocer la situación. El amigo que había pintado el retrato fatal al cual había debido toda su miseria estaba fuera de su vida. Eso era suficiente. Luego se acordó de la lámpara. Era un trabajo morisco bastante curioso, hecho de plata opaca incrustada con arabescos de acero pulido, y tachonado con burdas turquesas. Quizá sería echado de menos por su sirviente, y habría preguntas al respecto. Dudó por un momento, luego volvió y la retiró de la mesa. No pudo evitar ver el cuerpo muerto. ¡Qué quieto estaba! ¡Qué horriblemente blancas se veían las largas manos! Era como una ominosa imagen de cera. Después de cerrar la puerta detrás de sí, se deslizó silenciosamente hacia abajo. La madera crujía, parecía gritar de pena. Se detuvo muchas veces y espero. No, todo estaba quieto. Era simplemente el sonido de sus propios pasos.

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Cuando llegó a la biblioteca, vio la valija y el abrigo en un rincón. Debían esconderse en algún sitio. Abrió un armario secreto que estaba en el zócalo y los puso allí. Fácilmente podría quemarlos después. Luego miró su reloj. Faltaban veinte minutos para las dos. Se sentó y comenzó a pensar. Cada año -cada mes casi- eran ahorcados hombres en Inglaterra por lo que él había hecho. Había habido una locura asesina en el aire. Alguna estrella roja se había acercado a la Tierra... Y, sin embargo, ¿qué evidencias había en su contra? Basil Hallward había dejado su casa a las once. Nadie lo había visto venir de nuevo. La mayoría de sus criados estaban en Selby Royal. Su mayordomo se había ido a dormir... ¡París! Sí. Era a París al lugar donde Basil había ido, y en el tren de la medianoche, como tenía intención de hacerlo. Con sus curiosos y discretos hábitos, pasarían meses antes de que se despertara alguna sospecha. ¡Meses! Todo podía ser destruido mucho antes de eso. Una idea súbita lo sacudió. Se puso su abrigo de piel y su sombrero y salió al vestíbulo. Luego se detuvo, escuchando el lento y pesado rodeo del policía afuera en la acera, y viendo la luz de su linterna proyectarse en la ventana. Esperó y contuvo la respiración. Pocos momentos después descorrió el cerrojo y se deslizó hacia afuera, cerrando la puerta muy despacio detrás de sí. Luego comenzó a tocar la campanilla. En aproximadamente cinco minutos apareció su mayordomo, a medio vestir y luciendo muy soñoliento. -Lamento haberte despertado, Francis -dijo, entrando-, pero olvidé mi llave. ¿Qué hora es? -Las dos y diez, señor -contestó el hombre, mirando el reloj y pestañeando. -¿Las dos y diez? ¡Qué espantosamente tarde!

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Debes despertarme a las nueve mañana. Tengo algo que hacer. -Correcto, señor. -¿Vino alguien esta noche? -El Sr. Hallward. Estuvo aquí hasta las once, y luego se fue a tomar el tren. -¡Oh! Lamento no haberlo visto. ¿Me dejó algún mensaje? -No, señor, excepto que le escribiría desde París, si no lo encontraba en el club. -Así será, Francis. No olvides llamarme a las nueve mañana. -No, señor. El hombre se alejó por el pasillo con sus pantuflas. Dorian Gray tiró su sombrero y su abrigo sobre la mesa y entró en la biblioteca. Por un cuarto de hora caminó de un lado al otro de la habitación, mordiéndose los labios y pensando. Luego tomó el Libro Azul de una de las repisas y comenzó a voltear las hojas. -Alan Campbell, 152, calle Hertford, Mayfair. Sí; ése era el hombre que necesitaba.

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Capítulo 14

A las nueve en punto de la mañana siguiente su criado entró con una taza de chocolate en una bandeja y abrió las persianas. Dorian estaba durmiendo completamente apacible, sobre el lado derecho con una mano debajo de su mejilla. Se veía como un niño cansado del juego o el estudio. El hombre debió tocarlo dos veces en el hombro antes de que despertara, y cuando abrió los ojos una tenue sonrisa atravesó sus labios, como si hubiera estado extraviado en algún sueño delicioso. Sin embargo no había soñado en absoluto. Su noche no había sido perturbada por ninguna imagen de placer o de pena. Pero la juventud sonríe sin razón. Es uno de sus principales encantos. Se dio vuelta y apoyándose sobre el codo, comenzó a tomar el chocolate. El tierno sol de noviembre inundaba la habitación. El cielo estaba claro, y había una calidez agradable en el aire. Casi era como una mañana de mayo. Gradualmente los eventos de la noche previa se deslizaron con pies silenciosos y ensangrentados dentro de su cerebro y se reconstruyeron con una terrible nitidez. Tembló al recordar todo lo que había sufrido, y por un momento el mismo sentimiento de odio hacia Basil Hallward que hizo que lo asesinara mientras estaba senta-

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do en la silla regresó a él, y se le heló la sangre de furia. El muerto todavía estaba sentado allí, y a la luz del sol ahora. ¡Qué terrible era! Esas cosas ominosas eran para la oscuridad, no para el día. Sintió que si seguía lucubrando lo que había padecido se enfermaría o enloquecería. Había pecados cuya fascinación estaba más en el recuerdo que en el acto de cometerlos, extraños triunfos que gratificaban el orgullo más que las pasiones, y le daban al intelecto un vívido sentido de júbilo, más grande del que dieron o pudieron dar a los sentidos. Pero el suyo no era de ésos. Era una cosa para arrancarse de la mente, para drogar con opio, para asfixiar antes de que ella pueda asfixiarnos. Cuando sonó la media hora, se pasó la mano por la frente, y luego se levantó precipitadamente y se vistió con más cuidado que el usual, prestando gran atención a la elección de su corbata y su alfiler, y cambiándose los anillos más de una vez. Pasó mucho tiempo también desayunando, probando los diferentes platos, conversando con su mayordomo sobre nuevos uniformes que pensaba hacer para sus criados en Selby, y abriendo su correspondencia. Sonrió ante algunas de las cartas. Tres de ellas lo aburrieron. Una la leyó muchas veces y luego la arrojó al fuego con un leve gesto de molestia en el rostro. “¡Qué cosa tremenda, la memoria de una mujer!”, como Lord Henry había dicho una vez. Después de tomar su taza de café negro, se limpió lentamente los labios con una servilleta, hizo un ademán a su criado para que esperase, y fue hacia la mesa donde escribió dos cartas. Una la puso en su bolsillo, la otra la entregó al mayordomo. -Lleva esto al 152 de la calle Hertford, Francis, y si el Sr. Campbell no está en la ciudad, consigue su dirección.

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Tan pronto como estuvo solo encendió un cigarrillo y comenzó a bosquejar en un trozo de papel, dibujando primero flores y toques arquitectónicos, y luego rostros humanos. De pronto notó que todas los rostros que dibujaba parecían tener un fantástico parecido con Basil Hallward. Frunció el ceño, y levantándose, fue hacia los anaqueles y tomó un volumen al azar. Estaba decidido a no pensar en lo que había pasado hasta que fuera absolutamente necesario hacerlo. Cuando se hubo extendido en el sofá, miró la primera página del libro. Era Emaux et Camées25 de Gautier, la edición de Charpentier de papel japonés, con aguafuerte Jacquemart. El encuadernado era de cuero verde cítrico, con un diseño de enrejado dorado sembrado de granadas. Se lo había dado Adrian Singleton. Mientras volteaba las páginas su mirada recayó en el poema sobre la mano de Lacenaire, la fría mano amarilla “du supplice encore mal lavée”26 , con su vello rojo y sus “doigts de faune”27 . Miró sus propios dedos blancos y delgados, estremeciéndose levemente a pesar de sí mismo, y continuó hasta llegar a esas adorables estrofas sobre Venecia: Sur une gamme chromatique, Le sein de perles ruisselant, Le Vénus de l’Adriatique Sort de l’eauson corps rose et blanc. Les dômes, sur l’azur des ondes Suivant la phrase au pur contour, S’enflent comme des gorges rondes Que soulève un soupir d’amour. 25. Esmaltes y camafeos (francés). 26. Del suplicio todavía mal lavada (francés). 27. Dedos de fauno (francés).

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L’esquif aborde et me dépose, Jetant son amarre au pilier, Devant una façade rose Sur le marbre d’un escalier.28 ¡Qué exquisitas eran! Cuando se leían, parecía uno estar flotando sobre los canales verdes de la ciudad rosada y perlada, sentado en una góndola negra con proa de plata y cortinas colgantes. Aquellas simples líneas le parecían aquellas líneas rectas de azul turquesa que lo siguen a uno cuando va hacia el Lido. Los súbitos reflejos de color le recordaron el brillo de las aves de pechos de ópalo e iris que revolotean en torno al alto Campanile apanalado, o andan majestuosamente, con una gracia sublime, por las arcadas oscuras y llenas de polvo. Recostándose con los ojos semicerrados, continuó diciéndose una y otra vez a sí mismo: Devant une façade rose, Sur le marbre d’un escalier. Venecia entera estaba en aquellas dos líneas. Recordó el otoño que había pasado allí, y el amor maravilloso que lo había impulsado a locas y deliciosas tonterías. Había romance en todas partes. Pero Venecia, como Oxford, había conservado el fondo para el romance, y para el verdadero romántico, el fondo era todo, o casi todo. Basil había estado con él un período, y había enloquecido por Tintoretto. ¡Pobre Basil! ¡Qué horrible forma de morir para un hombre! 28. Sobre una gama gromática, /Del seno fluyendo perlas, /La Venus del Adriático /Saca del agua su cuerpo rosa y blanco. /Las cúpulas sobre el azul de las ondas / Según la frase de puro contorno, /Se inflan como pecho redondo /Que elevan un suspiro de amor. /La esquife arriba y me deja, /Echando la amarra al pilar, /Delante de una fachada rosa /Sobre el mármol de una escalera.

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Suspiró y levantó el volumen nuevamente, y trató de olvidar. Leyó sobre las golondrinas que vuelan dentro y fuera del pequeño café de Esmirna donde los hadjis se sientan a contar sus abalorios de ámbar y los mercaderes con turbantes fuman en sus largas pipas adornadas con borlas y se hablan gravemente el uno al otro; leyó sobre el Obelisco en la Plaza de la Concordia que llora lágrimas de granito en su exilio solitario sin sol y anhela regresar al Nilo caliente y cubierto de lotos, donde hay esfinges, e ibis rosadas, y buitres blancos con garras de oro, y cocodrilos con pequeños ojos de berilo se arrastran por el cieno verde y vaporoso; comenzó a lucubrar a partir de aquellos versos que, haciendo música de un mármol manchado de besos, cuentan sobre la curiosa estatua que Gautier compara con una voz de contralto, el “monstre charmant”29 que se agazapa en la sala de pórfido del Louvre. Pero poco después el libro se le cayó de las manos. Se puso nervioso, y tuvo un horrible ataque de terror. ¿Qué sucedería si Alan Campbell estaba fuera de Inglaterra? Pasarían días antes de que regresara. Quizás se rehusara a venir. ¿Qué haría entonces? Cada momento era de vital importancia. Habían sido grandes amigos una vez, cinco años atrás -casi inseparables, por cierto. Luego la intimidad había terminado súbitamente. Cuando se encontraban en sociedad ahora, únicamente Dorian sonreía: Alan Campbell nunca lo hacía. Él era un joven extremadamente inteligente, aunque no podía apreciar realmente las artes plásticas, y el poco sentido de la belleza de la poesía que tenía lo había obtenido íntegramente de Dorian. Su pasión intelectual dominante era la ciencia. En Cambridge había pasado gran cantidad 29. Monstruo encantador (francés)

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de su tiempo trabajando en el laboratorio, y había tenido un buen promedio en Ciencias Naturales. En verdad, todavía era devoto del estudio de la Química y tenía un laboratorio propio en el cual acostumbraba encerrarse todo el día, con gran molestia para su madre, que tenía el corazón puesto en una banca en el Parlamento para él, y tenía la vaga idea de que un químico es una persona que hace recetas. Era un músico excelente también, y tocaba el piano y el violín mejor que la mayoría de los aficionados. De hecho, fue la música lo que primero los acercó -la música y esa indefinible atracción que Dorian parecía poder ejercer cuando quería, y, ciertamente, que a veces ejercía sin ser consciente de ello. Se habían conocido en casa de Lady Berkshire la noche en que Rubinstein tocó allí, y después solían ser vistos juntos en la ópera y dondequiera que hubiera buena música. Su intimidad duró dieciocho meses. Campbell estaba siempre en Selby Royal o en la casa de la plaza Grosvenor. Para él, como para muchos otros, Dorian Gray era el modelo de todo lo que era maravilloso y fascinante en la vida. Si hubo o no una pelea entre ellos nadie lo supo jamás. Pero de pronto la gente notó que apenas se hablaban cuando se veían y que Campbell parecía siempre irse temprano de toda reunión en la cual Dorian Gray estaba presente. Había cambiado también: estaba extrañamente melancólico a veces, casi parecía que le disgustaba escuchar música, y nunca tocaba, dando como excusa cuando se lo pedían que estaba tan absorbido por la ciencia que no tenía tiempo para practicar. Y esto era verdaderamente cierto. Cada día parecía estar más interesado en la biología, y su nombre apareció una o dos veces en algunas reseñas científicas vinculadas a ciertos experimentos curiosos. Ése era el hombre que Dorian Gray estaba esperando. Cada segundo miraba el reloj. Mientras los

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minutos pasaban se agitaba horriblemente. Finalmente se levantó y comenzó a caminar a un lado y al otro de la habitación, como un bello ser enjaulado. Daba cautelosas y largas zancadas. Sus manos estaban curiosamente frías. La incertidumbre se hacía insoportable. El tiempo le parecía estar arrastrándose con pies de plomo, mientras él estaba siendo empujado por vientos monstruosos hacia el borde mellado de la fisura negra de un precipicio. Sabía lo que le esperaba allí; lo vio, realmente, y estremeciéndose aplastó con manos sudorosas sus párpados ardientes como si robara la misma médula de la vista y devolviera los ojos a sus cuencas. Era inútil. El cerebro tenía su propio alimento con el cual nutrirse, y la imaginación, grotesca por el terror, giraba y se contorsionaba como un ser vivo por el dolor, bailaba como un títere inmundo sobre una tarima, y se burlaba con máscaras conmovedoras. Luego, súbitamente, el tiempo se detuvo para él. Sí, aquella cosa ciega, de lenta respiración no se arrastró más y los pensamientos horribles, estando el tiempo muerto, corrieron ágilmente ante él, desenterraron un futuro ominoso de su tumba y se lo mostraron. Lo observó. Su propio horror lo petrificó. Finalmente la puerta se abrió y su criado entró. Volvió hacia él los ojos vidriados. -El Sr. Campbell, señor -dijo el hombre. Un suspiro de alivio brotó de sus labios resecos, y el color volvió a sus mejillas. -Dile que entre enseguida, Francis. Sentía que era él nuevamente. Su ataque de cobardía había pasado. El hombre hizo una reverencia y se retiró. Pocos momentos después, Alan Campbell entraba, luciendo muy severo y más pálido todavía, con la palidez acrecentada

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por su cabello negro como el carbón y sus cejas oscuras. -¡Alan! Es muy amable de su parte. Gracias por venir. -Tenía la intención de no volver a entrar nunca en esta casa, Gray. Pero usted decía que era un caso de vida o muerte. Su voz era dura y fría. Hablaba con lentitud y deliberación. Había una mueca de desdén en la firme mirada escrutadora sobre Dorian. Todavía tenía las manos en los bolsillos de su abrigo de astracán, y parecía no haber notado los gestos con los que había sido recibido. -Sí, es un asunto de vida o muerte, Alan, y para más de una persona. Siéntese. Campbell tomó una silla junto a la mesa y Dorian se sentó frente a él. Los ojos de los dos hombres se encontraron. En los de Dorian había piedad infinita. Sabía que lo que iba a hacer era espantoso. Después de un tenso momento de silencio, se inclinó y dijo, con mucha calma, pero observando el efecto de cada palabra sobre el rostro de quien había mandado a buscar: -Alan, en una habitación cerrada en el piso superior de la casa, una habitación a la cual nadie excepto yo tiene acceso, un hombre muerto está sentado a la mesa. Ha muerto hace diez horas. No se inquiete ni me mire así. Quién es el hombre, por qué murió, cómo murió, son cuestiones que no le conciernen. Lo que debe hacer es esto... -Deténgase, Gray. No quiero saber nada más. Si lo que me ha dicho es cierto o no, no me concierne. Me niego terminantemente a estar mezclado en su vida. Guárdese sus horribles secretos. Ya no me interesan. -Alan, deben interesarles. Éste debe interesarle. Lo siento terriblemente por usted, Alan. Pero no puedo

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evitarlo. Usted es el único hombre que puede salvarme. Estoy obligado a involucrarlo en el asunto. No tengo opción. Alan, usted es un científico. Sabe química y cosas por el estilo. Ha hecho experimentos. Lo que debe hacer es destruir la cosa que está arriba -destruirla de modo que no quede un solo vestigio. Nadie vio a esta persona entrar en la casa. Por cierto, ahora se supone que está en París. No será echado de menos durante meses. Cuando se note su ausencia, no debe encontrarse ningún rastro de él aquí. Usted, Alan, debe transformarlo a él, y a todo lo que le pertenece, en un manojo de cenizas que yo pueda esparcir en el aire. -Usted está loco, Dorian. -¡Ah! Estaba esperando que me llamara Dorian. -Usted está loco, le digo. Loco al imaginar que yo movería un dedo para ayudarlo, loco al hacer esa monstruosa confesión. No tendré nada que ver con el asunto, sea lo que sea. ¿Piensa que voy a arriesgar mi reputación por usted? ¿Qué me importa ese trabajo diabólico que está haciendo? -Fue un suicidio, Alan. -Pero, ¿quién lo indujo a hacer eso? Usted, debo imaginar. -¿Se niega todavía a hacer esto por mí? -Por supuesto que me niego. No tendré absolutamente nada que ver con eso. No me importa que la vergüenza recaiga sobre usted. La merece. No lamentaría verlo deshonrado, públicamente deshonrado. ¿Cómo se atreve a pedirme a mí, entre todos los hombres del mundo, que me involucre en este horror? Hubiera creído que usted conocía los temperamentos de las personas. Su amigo Lord Henry Wotton no pudo enseñarle mucha psicología, entre todo lo demás que le ha enseñado. Nada me induci-

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rá a dar un paso para ayudarlo. Ha dado con el hombre equivocado. Acuda a alguno de sus amigos. No a mí. -Alan, fue un asesinato. Lo maté. No sabe lo que me hizo sufrir. Sea lo que sea mi vida, él tuvo más que ver con su perdición que el pobre Harry. Él pudo no haber tenido intención de hacerlo, pero el resultado fue el mismo. -¡Asesinato! Santo Dios, Dorian, ¿a eso ha llegado? No lo delataré. No es de mi incumbencia. Además, sin mi intervención en el asunto, seguramente será arrestado. Nunca nadie comete un crimen sin hacer algo estúpido. Pero no tendré nada que ver con eso. -Tendrá algo que ver en esto. Espere, espere un momento, escúcheme. Sólo escúcheme, Alan. Todo lo que le pido es que ejecute un experimento científico. Usted va a los hospitales y las morgues, y los horrores que realiza allí no lo afectan. Si en alguna espantosa sala de disección o laboratorio fétido encontrara a este hombre tirado sobre una mesa de plomo con cunetas rojas que escurren en ellas la sangre que fluye, lo miraría simplemente como una materia admirable. No se le movería un pelo. No creería estar haciendo algo incorrecto. Por el contrario, sentiría probablemente que está beneficiando a la raza humana, o acrecentando la cantidad de conocimiento del mundo, o gratificando su curiosidad intelectual, o algo por el estilo. Lo que quiero que haga es simplemente lo que ha hecho antes con frecuencia. Verdaderamente, destruir un cuerpo debe ser mucho menos horrible que el tipo de trabajo que está acostumbrado a hacer. Y, recuerde, es la única evidencia en mi contra. Si se descubre, estoy perdido; y seguramente se descubrirá si no me ayuda. -No tengo ganas de ayudarlo. Olvida eso. Simplemente me es indiferente todo el asunto. No tiene nada que ver conmigo.

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-Alan, se lo suplico. Piense en la posición en la que estoy. Apenas antes de que viniera, casi desfallecía de terror. Usted puede conocer el terror algún día. ¡No! No piense en eso. Mire el asunto puramente desde el punto de vista científico. Usted no pregunta de dónde vienen los muertos con los cuales experimenta. No pregunte ahora. Le he dicho demasiado al respecto. Pero le ruego que haga esto. Fuimos amigos una vez, Alan. -No hable de aquellos días, Dorian. Están muertos. -Los muertos subsisten a veces. El hombre que está arriba no se irá. Está sentado a la mesa con la cabeza inclinada y los brazos extendidos. ¡Alan! ¡Alan! Si no me ayuda, estoy arruinado. ¡Porque me colgarán, Alan! ¿No lo comprende? Me colgarán por lo que he hecho. -No es bueno prolongar esta escena. Me niego absolutamente a hacer nada en este asunto. Es una locura de su parte pedírmelo. -¿Se niega? -Sí. -Se lo suplico, Alan. -Es inútil. La misma mirada de piedad apareció en los ojos de Dorian Gray. Luego estiró la mano, tomó un trozo de papel y escribió algo en él. Lo leyó dos veces, lo dobló cuidadosamente, y lo empujó hacia el otro lado de la mesa. Después de hacer esto, se levantó y fue a la ventana. Campbell lo miró sorprendido, y luego levantó el papel, y lo abrió. Mientras lo leía, su rostro se iba poniendo lívidamente pálido y se echó hacia atrás en la silla. Un horrible sentimiento de enfermedad lo aquejó. Sintió como si su corazón estuviera latiendo hasta morir en alguna cavidad vacía.

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Después de dos o tres minutos de terrible silencio, Dorian se dio vuelta, se acercó y se paró detrás de él, poniéndole la mano en el hombro. -Lo lamento por usted, Alan -murmuró-, pero no me dejó otra alternativa. Tengo escrita una carta ya. Aquí está. Ve usted la dirección. Si no me ayuda, deberé enviarla. Pero usted me va a ayudar. Es imposible para usted negarse ahora. Intenté ahorrarle esto. Me hará la justicia de admitir eso. Usted estuvo severo, desagradable, ofensivo. Me trató como ningún hombre se atrevió jamás a tratarme -ningún hombre vivo, al menos. Lo soporté todo. Ahora es mi turno de dictar condiciones. Campbell sepultó su rostro entre las manos, y un estremecimiento lo atravesó. -Sí, es mi turno de dictar condiciones, Alan. Usted sabe cuáles son. La cosa es simple. Venga, no se enfervorice. La cosa debe hacerse. Enfréntela y hágala. Un quejido brotó de los labios de Campbell y todo su cuerpo tembló. El tic-tac del reloj de la chimenea le parecía estar dividiendo el tiempo en átomos separados de agonía, cada uno de los cuales era demasiado terrible para ser soportado. Sentía como si le estuvieran apretando un anillo de hierro alrededor de la frente, como si la desgracia con la cual estaba amenazado ya lo hubiera alcanzado. La mano sobre el hombro le pesaba como una mano de plomo. Era intolerable. Parecía aplastarlo. -Vamos, Alan, debe decidir enseguida. -No puedo hacerlo -dijo mecánicamente, como si las palabras pudieran alterar las cosas. -Debe hacerlo. No tiene elección. No lo dilate. Dudó un momento. -¿Hay fuego en la habitación de arriba? -Sí, hay una estufa de gas con amianto.

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-Debo ir a casa y traer algunas cosas del laboratorio. -No, Alan, usted no abandonará esta casa. Escriba en una hoja lo que quiere y mi criado tomará un carruaje y le traerá las cosas. Campbell garabateó algunas líneas, les pasó papel secante, y puso en el sobre el nombre de su ayudante. Dorian tomó la nota y la leyó atentamente. Luego tocó la campanilla y se la dio a su mayordomo, con órdenes de regresar lo más pronto posible y de traerle las cosas a él. Cuando la puerta se cerró, Campbell se levantó nerviosamente de la silla y fue hacia la chimenea. Estuvo temblando como si padeciera fiebre. Durante casi veinte minutos, ninguno de los dos habló. Una mosca zumbaba ruidosamente en la habitación, y el tic-tac del reloj era como el golpe de un martillo. Cuando las campanadas sonaron una vez, Campbell se dio vuelta y mirando a Dorian Gray, vio que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Había algo en la pureza y refinamiento de ese rostro triste que parecía encolerizarlo. -¡Es usted infame, absolutamente infame! -murmuró. -Chist, Alan. Usted ha salvado mi vida -dijo Dorian. -¿Su vida? ¡Santo cielo! ¡Qué clase de vida! Usted ha ido de corrupción en corrupción, y ahora ha culminado en el crimen. Haciendo lo que voy a hacer -lo que me obliga a hacer- no es en su vida en lo que estoy pensando. -Ah, Alan -murmuró Dorian con un suspiro-, quisiera que tuviera hacia mí una milésima porción de la piedad que tengo yo por usted.

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Se dio vuelta mientras hablaba y se quedó mirando hacia el jardín. Campbell no respondió. Aproximadamente diez minutos después un golpe sonó en la puerta, y el criado entró, trayendo un gran cofre de caoba con productos químicos, un gran rollo de alambre de acero y platino y dos grampas de hierro de forma bastante curiosa. -¿Dejo las cosas aquí, señor? -preguntó a Campbell. -Sí -dijo Dorian-. Y me temo, Francis, que tengo otro recado para ti. ¿Cuál es el nombre del hombre de Richmond que provee de orquídeas a Selby? -Harden, señor. -Sí, Harden. Debes ir a Richmond enseguida, ver a Harden personalmente, y decirle que envíe el doble de orquídeas de las que pedí, y con la menor cantidad de blancas posible. De hecho, no quiero ninguna blanca. Es un día encantador, Francis, y Richmond es un sitio muy bonito; de otro modo, no te hubiera molestado con esto. -No hay problema, señor. ¿A qué hora debo volver? Dorian miró a Campbell. -¿Cuánto tiempo llevará tu experimento, Alan? dijo con voz calmada e indiferente. La presencia de una tercer persona en la habitación parecía darle un coraje extraordinario. Campbell frunció el ceño y se mordió los labios. -Llevará cerca de cinco horas -contestó. -Será suficiente entonces si estás de vuelta a las siete y media, Francis. O quédate, sólo prepara mi vestuario. Puedes tener la noche para ti. No cenaré en casa, así que no te necesitaré. -Gracias, señor -dijo el hombre abandonando la habitación.

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-Ahora, Alan, no hay tiempo que perder. ¡Qué pesado es este cofre! Usted traiga las demás cosas. Hablaba rápido y de un modo autoritario. Campbell se sentía dominado por él. Juntos salieron de la habitación. Cuando llegaron al rellano superior, Dorian sacó la llave y la puso en la cerradura. Luego se detuvo, y una mirada perturbada apareció en sus ojos. Se estremeció. -Creo que no puedo entrar, Alan -murmuró. -No me importa. No lo necesito -dijo Campbell fríamente. Dorian abrió la puerta a medias. Mientras lo hacía, vio el rostro de su retrato mirándolo de soslayo a la luz del sol. Sobre el piso frente a él estaba tendida la cortina rota. Recordó que la noche anterior había olvidado, por primera vez en su vida, ocultar el lienzo fatal, y se precipitaba hacia él, cuando volvió hacia atrás estremecido. ¿Qué era aquella detestable mancha roja que brillaba, húmeda y centelleante, en una de las manos, como si el lienzo hubiera sudado sangre? ¡Qué horrible era! Le parecía más horrible en ese momento que la cosa silenciosa que sabía que estaba extendida sobre la mesa, la cosa cuya sombra deforme y grotesca sobre la alfombra manchada le mostraba que no se había movido, sino que seguía allí, como él la había dejado. Exhaló un profundo suspiro, abrió la pequeña ventana, y con los ojos semicerrados y la cabeza desviada, entró rápidamente, resuelto a no mirar ni una vez más al hombre muerto. Luego, se inclinó y levantó el tapiz de oro y púrpura, y lo arrojó sobre el retrato. Allí se detuvo, temiendo darse vuelta, y sus ojos se fijaron en los arabescos del modelo que estaba ante él.

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Escuchó que Campbell traía el pesado cofre, los objetos de hierro, y las otras cosas que había requerido para su espantosa tarea. Empezó a preguntarse si él y Basil Hallward se habrían conocido alguna vez, y si así era, qué habrían pensado el uno del otro. -Déjeme ahora -dijo una voz severa detrás de él. Se dio vuelta y se apuró, consciente solamente de que el muerto había estado volcado en la silla y de que Campbell estaba contemplando su resplandeciente rostro amarillo. Mientras estaba bajando, escuchó la llave girando en la cerradura. Fue mucho después de las siete que Campbell volvió a la biblioteca. Estaba pálido, pero absolutamente tranquilo. -He hecho lo que me pidió -murmuró-. Y ahora, adiós. Nunca nos veremos otra vez. -Usted me ha salvado de la ruina, Alan. No puedo olvidar eso -dijo Dorian simplemente. Tan pronto como Campbell se fue, subió. Había un horrible olor a ácido nítrico en la habitación. Pero el objeto que había estado sentado junto a la mesa había desaparecido.

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Capítulo 15

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Esa noche, a las ocho y media, exquisitamente vestido y usando un manojo de violetas de Parma en el ojal, Dorian Gray era anunciado en el salón de Lady Narborough por criados reverenciantes. Su frente estaba latiendo con alocado nerviosismo, y se sentía salvajemente excitado, pero su modo de inclinarse sobre la mano de su anfitriona fue tan natural y lleno de gracia como siempre. Quizás uno no parezca nunca tan desahogado como cuando debe interpretar un papel. Ciertamente nadie que mirara a Dorian Gray esa noche podría haber sospechado que había atravesado una tragedia más horrible que cualquier tragedia de nuestra época. Aquellos dedos de finos contornos nunca podrían haber empuñado un cuchillo para pecar, ni aquellos labios sonrientes haber increpado a Dios y a su bondad. Él mismo no podía evitar sorprenderse de la calma de su conducta y por un momento sintió profundamente el terrible placer de la doble vida. Era una pequeña reunión, organizada rápidamente por Lady Narborough, que era una mujer muy inteligente a la que Lord Henry solía describir como los vestigios de una fealdad realmente notable. Había probado ser la esposa excelente de uno de nuestros más tediosos embajadores, y después de sepultar a su marido apropiadamente en un mausoleo de mármol, que había diseñado ella misma, y

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casado a sus hijas con hombres ricos y bastante mayores, se dedicaba ahora a los placeres de la literatura francesa, la cocina francesa y el esprit francés cuando lo conseguía. Dorian era uno de sus particulares favoritos, y siempre le decía que estaba extremadamente contenta de no haberlo conocido cuando era más joven. -Sé, querido mío, que me hubiera enamorado locamente de usted -solía decir-, y hubiera tirado el sombrero a los molinos por su cariño. Es de lo más afortunado que no se pensara en usted en esa época. Como haya sido, nuestros sombreros fueron tan indecorosos, y los molinos estuvieron tan ocupados en tratar de levantar viento, que nunca he tenido ni siquiera un amorío con alguien. No obstante, fue totalmente culpa de Narborough. Era espantosamente corto de vista, y no hay placer en tener un esposo que nunca ve nada. Sus invitados esa noche era bastante tediosos. El hecho era, como le explicó a Dorian, detrás de un abanico muy gastado, que una de sus hijas casadas había venido de forma totalmente sorpresiva a quedarse con ella, y para empeorar el asunto, había traído a su marido con ella. -Por supuesto que yo voy a quedarme con ellos cada verano después de que vengo de Hamburgo, pero es que una mujer anciana como yo debe tomar aire fresco a veces, y además, realmente los desperezo. No sabe el tipo de vida que llevan allí. Es pura vida de campo incontaminada. Se levantan temprano, porque tienen mucho que hacer, y se acuestan temprano, porque tienen tan poco que pensar. No ha habido un escándalo en el vecindario desde la época de la reina Isabel, y en consecuencia todos ellos se duermen después de la cena. No debe sentarse cerca de ninguno de ellos. Se sentará a mi lado y me divertirá.

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Dorian murmuró un agradable cumplido y dio un vistazo a la habitación. Sí, ciertamente era una reunión tediosa. A dos personas no las había visto jamás, y las otras eran Ernest Harrowden, una de esas mediocridades de mediana edad, tan comunes en los clubes de Londres, que no tenían enemigos, pero que eran desagradables absolutamente para sus amigos; Lady Ruxton, una mujer de cuarenta y siete adornada en exceso, con una nariz ganchuda, que siempre estaba tratando de estar comprometida, pero que era tan peculiarmente simple que para su gran desilusión nadie creería nada en su contra; la Sra. Erlynne, una dama agresiva e insignificante, con una tartamudez deliciosa y cabellos de un rojo veneciano; Lady Alice Chapman, la hija de su anfitriona, una muchacha desaliñada y opaca, con uno de esos característicos rostros británicos que, una vez vistos, nunca se recuerdan; y su marido, una criatura de mejillas sonrosadas y patillas blancas que, como muchos de su clase, tenía la impresión de que la jovialidad extraordinaria puede compensar la total carencia de ideas. Lamentaba bastante haber venido, hasta que Lady Narborough, mirando el gran reloj de bronce dorado que se desparramaba con curvas brillantes sobre la chimenea, tapizada en malva, exclamó: -¡Qué horrible de Henry Wotton llegar tan tarde! Lo invité esta mañana y me prometió fehacientemente no defraudarme. Fue cierto consuelo que Harry fuera a venir, y cuando la puerta se abrió y escuchó su lenta voz musical dándole encanto a alguna falsa excusa, dejó de sentirse aburrido. Pero en la cena no pudo comer nada. Plato tras plato pasaban si ser probados. Lady Narborough estuvo

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reprochándole por lo que ella llamaba “un insulto para el pobre Adolfo, que preparó el menú especialmente para usted”, y de tanto en tanto Lord Henry lo miraba, sorprendiéndose de su silencio y su aire abstraído. A cada rato el mayordomo le llenaba la copa de champagne. Él bebía ansiosamente y su sed parecía incrementarse. -Dorian -dijo finalmente Lord Henry cuando se estaba sirviendo el chaud froid-, ¿qué te sucede esta noche? Estás totalmente malhumorado. -Creo que está enamorado -exclamó Lady Narborough- y teme contármelo por miedo a que me ponga celosa. Está totalmente acertado. Ciertamente lo estaría. -Querida Lady Narborough -murmuró Dorian, sonriendo-, no he estado enamorado desde hace una semana entera -no, de hecho, desde que Madame de Ferrol dejó la ciudad. -¡Cómo pueden los hombres enamorarse de esa mujer! -exclamó la anciana dama-. Realmente no puedo comprenderlo. -Simplemente porque ella le recuerda el tiempo en que usted era una muchacha, Lady Narborough -dijo Lord Henry-. Ella es el único eslabón entre nosotros y sus vestidos cortos. -Ella no me recuerda mis vestidos cortos en absoluto, Lord Henry. Pero yo la recuerdo muy bien a ella en Viena hace treinta años, y que décolletée30 estaba entonces. -Todavía está décolletée -contestó, tomando una aceituna con sus dedos largos -; y cuando viste un traje muy elegante se ve como una édition de luxe31 de una mala 30. Escotada (francés). 31. Edición de lujo (francés).

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novela francesa. Realmente es maravillosa y está llena de sorpresas. Su capacidad afectiva familiar es extraordinaria. Cuando murió su tercer marido, su cabello se volvió totalmente dorado por la pesadumbre. -¡Cómo puedes, Harry! -exclamó Dorian. -Es la explicación más romántica -rió la anfitriona-. ¡Pero su tercer marido, Lord Henry! ¿No querrá decir que Ferrol es el cuarto? -Por cierto, Lady Narborough. -No le creo una palabra al respecto. -Bueno, pregúntele al Sr. Gray. Es uno de sus más íntimos amigos. -¿Es verdad, Sr. Gray? -Así me asegura ella, Lady Narborough -dijo Dorian-. Le pregunté si, como Margarita de Navarra, tenía sus corazones embalsamados y colgados en el cinturón. Me dijo que no, porque ninguno de ellos tenía corazón. -¡Cuatro maridos! Bajo mi palabra que eso es trop de zêle32 . -Trop d’audace33 , como le dije a ella -dijo Dorian. -¡Oh! Ella es bastante audaz para cualquier cosa, querido mío. Y, ¿cómo es Ferrol? No lo conozco. -Los maridos de las mujeres muy bellas pertenecen a las clases criminales -dijo Lord Henry, tomando sorbos de su vino. Lady Narborough lo golpeó con el abanico. -Lord Henry, no me sorprende en absoluto que el mundo diga que usted es extraordinariamente perverso. -Pero, ¿qué mundo dice eso? -preguntó Lord Henry, levantando las cejas-. Solamente puede ser el próximo mundo. Este mundo y yo estamos en excelentes términos. 32. Demasiado celo (francés). 33. Demasiada audacia (francés).

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-Todos mis conocidos dicen que usted es muy perverso exclamó la anciana dama, sacudiendo la cabeza. Lord Henry se puso serio por algunos minutos. -Es perfectamente monstruosa -dijo, por últimola forma en que la gente va por ahí hoy en día diciendo cosas en contra de uno a sus espaldas que son completamente ciertas. -¿No es incorregible? -exclamó Dorian, inclinándose hacia adelante en la silla. -Así lo creo -dijo la anfitriona, riendo-. Pero si realmente todos ustedes adoran a Madame de Ferrol de esa forma ridícula, deberé casarme otra vez para estar a la moda. -Usted nunca se casará otra vez, Lady Narborough -interrumpió Lord Henry-. Usted fue demasiado feliz. Cuando una mujer se casa otra vez, es porque detestaba a su primer marido. Cuando un hombre se casa otra vez, es porque adoraba a su primera esposa. Las mujeres prueban suerte; los hombres arriesgan la suya. -Narborough no era perfecto -exclamó la anciana dama. -Si lo hubiera sido, usted no lo habría amado, mi querida dama -fue la respuesta-. Las mujeres nos aman por nuestros defectos. Si tenemos demasiados, nos perdonarán todo, incluso nuestra inteligencia. Nunca me invitará de nuevo a cenar después de haber dicho esto, pero me temo, Lady Narborough, que es completamente cierto. -Por supuesto que es cierto, Lord Henry. Si las mujeres no los amaran por sus defectos, ¿dónde estarían todos ustedes? Ninguno se hubiera casado jamás. Serían una banda de solteros desafortunados. No obstante, esto no los alteraría mucho. Hoy en día todos los hombres ca-

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sados viven como solteros, y todos los solteros viven como casados. -Fin de siècle34 -murmuró Lord Henry. -Fin du globe35 -contestó su anfitriona. -Quisiera que fuera el fin du globe -dijo Dorian con un suspiro-. La vida es una gran desilusión. -Ah, querido mío -exclamó Lady Narborough, poniéndose los guantes-, no me diga que ha agotado la vida. Cuando un hombre dice eso uno sabe que la vida lo agotó. Lord Henry es muy perverso, y a veces, yo quisiera haberlo sido. Pero usted está hecho para ser bueno -usted se ve tan bueno. Debo hallarle una esposa agradable. Lord Henry, ¿no piensa que el Sr. Gray debe casarse? -Siempre se lo digo, Lady Narborough -dijo Lord Henry con una inclinación. -Bueno, debemos buscar un partido apropiado para él. Recorreré minuciosamente Debrett esta noche y haré una lista las damas jóvenes posibles. -¿Con sus respectivas edades, Lady Narborough? -preguntó Dorian. -Por supuesto, con sus respectivas edades, apenas legibles. Pero no se debe hacer nada precipitadamente. Quiero conseguir lo que The Morning Post llama un enlace apropiado, y quiero que ambos sean felices. -¡Qué insensateces habla la gente sobre los matrimonios felices! -exclamó Lord Henry-. Un hombre puede ser feliz con cualquier mujer mientras no la ame. -¡Ah! ¡Qué cínico es usted! -exclamó la anciana dama, empujando hacia atrás la silla y haciendo una señal con la cabeza a Lady Ruxton-. Debe venir a cenar conmigo pronto nuevamente. Realmente usted es un tónico 34. Fin de siglo (francés). 35. Fin del mundo (francés).

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admirable, mucho mejor que el que me recomienda Sir Andrew. Debe decirme con qué gente le gustaría encontrarse, porque quiero hacer una reunión deliciosa. -Me gustan los hombres que tienen un futuro y las mujeres que tienen un pasado -contestó-. ¿O piensa que sería una reunión muy femenina? -Temo que sí -dijo riendo mientras se paraba-. Mil disculpas, mi querida Lady Ruxton -agregó-, no vi que no había terminado su cigarrillo. -No importa, Lady Narborough. Fumo demasiado. Voy a limitarme en el futuro. -Le ruego que no lo haga, Lady Ruxton -dijo Lord Henry-. La moderación es algo fatal. Bastante es tan malo como una comida. Más que bastante es tan bueno como un festín. Lady Ruxton lo observó con curiosidad. -Debe venir a explicarme eso alguna tarde, Lord Henry. Parece una teoría fascinante -murmuró mientras salía de la habitación. -Ahora no hablen demasiado de política y escándalos -chilló Lady Narborough desde la puerta-. Si lo hacen, seguramente reñiremos arriba. Los hombres rieron y el Sr. Chapman se levantó solemnemente de la mesa y fue hacia la cabecera. Dorian Gray cambió de lugar y se sentó al lado de Lord Henry. El Sr. Chapman comenzó a hablar en voz alta sobre la situación en la Cámara de los Comunes. Se reía de sus adversarios. La palabra doctrinario -palabra llena de terror para la mente británica- reaparecía de vez en cuando entre sus explosiones. Un prefijo aliterado servía como ornamento de la oratoria. Izaba el Union Jack36 en el pináculo del pensamiento. La estupidez hereditaria de la raza -santo 36. Pabellón militar de Gran Bretaña.

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sentido común inglés, como él jovialmente la denominabamostraba ser el baluarte apropiado para la sociedad. Una sonrisa arqueó los labios de Lord Henry, se dio vuelta y miró a Dorian. -¿Estás mejor, mi querido amigo? -preguntó-. Parecías bastante malhumorado en la cena. -Estoy completamente bien, Harry. Estoy cansado. Eso es todo. -Estuviste encantador anoche. La duquesita está totalmente entregada a ti. Me dijo que va a ir a Selby. -Me ha prometido venir el veinte. -¿Monmouth estará allí también? -Oh, sí, Harry. -Me aburre espantosamente, casi tanto como él la aburre a ella. Ella es muy inteligente, demasiado inteligente para ser mujer. Carece de ese indefinible encanto de la debilidad. Son los pies de barro los que hacen precioso el oro de la imagen. Sus pies son muy bonitos, pero no son pies de barro. Pies de porcelana blanca, si prefieres. Han atravesado el fuego, y lo que el fuego no destruye, lo endurece. Ella ha tenido experiencias. -¿Cuánto hace que está casada? -preguntó Dorian. -Una eternidad, me dijo. Creo, de acuerdo con la nobleza, que diez años, pero diez años con Monmouth deben haber sido como una eternidad, y más aun. ¿Quién más va a venir? -Oh, los Willoughbys, Lord Rugby y su esposa, nuestra anfitriona, Geoffrey Clouston, el grupo usual. He invitado a Lord Grotrian. -Me agrada -dijo Lord Henry-. A mucha gente no le agrada, pero yo lo encuentro encantador. Compensa su vestimenta a menudo demasiado adornada con ser siempre demasiado educado. Es un tipo muy moderno.

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-No sé si podrá venir, Harry. Quizá deba ir con su padre a Montecarlo. -¡Ah! ¡Qué fastidiosas son las personas! Intenta que venga. A propósito, Dorian, te fuiste muy temprano anoche. Te fuiste antes de las once. ¿Qué hiciste después? ¿Fuiste derecho a tu casa? Dorian lo miró precipitadamente y frunció el ceño. -No, Harry -dijo por último-. No estuve en casa sino a eso de las tres. -¿Fuiste al club? -Sí -contestó. Luego se mordió los labios-. No, no quiero decir eso. No fui al club. Caminé sin rumbo. Olvidé lo que hice... ¡Qué inquisitivo estás, Harry! Siempre quieres saber lo que uno estuvo haciendo. Yo siempre quiero olvidar lo que estuve haciendo. Llegué a las dos y media, si quieres saber la hora exacta. Había olvidado mi llave en casa, y mi criado debió abrirme. Si quieres alguna prueba que lo corrobore, pregúntale a él. Lord Henry se encogió de hombros. -Mi querido amigo, ¡cómo si me importara! Vayamos al salón de arriba. No quiero jerez; gracias, Sr. Chapman. Algo te ha sucedido, Dorian. Dime qué es. No eres tú mismo esta noche. -No te intereses por mí, Harry. Estoy irritable, y de mal humor. Iré a verte mañana o pasado. Dale mis excusas a Lady Narborough. No subiré. Me iré a casa. Debo irme a casa. -Correcto, Dorian. Apuesto a que te veré mañana a la hora del té. Vendrá la duquesa. -Intentaré estar allí, Harry -dijo, abandonando la habitación.

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Cuando estuvo de vuelta en su casa, fue consciente de que el sentimiento de terror que pensó que había aniquilado había vuelto. Las preguntas casuales de Lord Henry lo habían hecho perder la calma por un momento, y quería estar calmado. Los objetos peligrosos debían ser destruidos. Tembló. Odiaba la idea de tocarlos siquiera. Sin embargo, debía hacerse. Se dio cuenta de eso, y después de cerrar la puerta de su biblioteca, abrió el armario secreto en el cual había tirado el abrigo y la valija de Basil Hallward. Un inmenso fuego estaba ardiendo. Tiró otro leño allí. El olor a ropa chamuscada y a cuero quemado fue horrible. Le tomó tres cuartos de hora consumir todo. Finalmente se sintió débil y enfermo, y después de quemar algunas pastillas argelinas en un bracero de cobre calado, se lavó las manos y la frente con un fresco vinagre de almizcle. De pronto se paró. Sus ojos brillaban extrañamente, y se mordía nerviosamente el labio inferior. Entre dos ventanas estaba el gran escritorio florentino, hecho de ébano con incrustaciones de marfil y lapislázuli. Lo contempló como si fuera un objeto que podía fascinar y atemorizar, como si contuviera algo que deseaba y, sin embargo, detestaba. Su respiración se aceleró. Un loco deseo lo poseyó. Encendió un cigarrillo y luego lo tiró. Sus párpados cayeron hasta que las largas franjas de pestañas tocaron sus mejillas. Pero todavía observaba al escritorio. Finalmente se levantó del sofá en el cual estaba tendido, fue hacia él, y después de abrirlo, tocó algún resorte oculto. Un cajón triangular salió lentamente. Sus dedos se movieron instintivamente hacia él, se hudieron allí, y se cerraron sobre algo. Era una cajita china de laca negra y polvo de oro, delicadamente labrada, de costados modelados con ondas curadas, y cordones de seda de don-

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de pendían esferas de cristal y borlas de hilos metálicos. La abrió. Adentro había una pasta verde, de cera brillante, de aroma curiosamente denso y persistente. Titubeó por algunos momentos, con una sonrisa extrañamente inmóvil en los labios. Luego temblando, aunque la atmósfera de la habitación era terriblemente cálida, se estiró y miró el reloj. Faltaban veinte minutos para las doce. Guardó la caja, cerró el escritorio y fue a su habitación. Cuando la medianoche estaba sonando con golpes de bronce en el aire oscuro, Dorian Gray, vestido vulgarmente y con una bufanda envolviéndole el cuello, se deslizó silenciosamente fuera de la casa. En la calle Bond encontró un coche con un buen caballo. Lo llamó y en voz baja le dio la dirección al conductor. El hombre meneó la cabeza. -Es demasiado lejos para mí -murmuró. -Aquí hay una libra para usted -dijo Dorian-. Le daré otra si va rápido. -Correcto, señor -contestó el hombre-. Estará allí en una hora. Y después de guardarse la tarifa hizo girar al caballo y condujo velozmente en dirección al río.

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Capítulo 16

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Una lluvia fría comenzaba a caer, y los faroles empañados lucían lívidos en la bruma húmeda. Las fondas estaban cerrando, y hombres y mujeres lóbregos se agrupaban en grupos dispersos alrededor de las puertas. De algunos de los bares venía el sonido de risotadas horribles. En otros, los ebrios alborotaban y gritaban. Tirado en el coche, con el sombrero echado sobre la frente, Dorian Gray observaba con ojos indiferentes la sórdida vergüenza de la gran ciudad, y de tanto en tanto se repetía a sí mismo las palabras que Lord Henry le había dicho el primer día que se vieron “Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del alma”. Sí, ése era el secreto. A menudo lo había probado y lo probaría otra vez ahora. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido, guaridas de horror donde la memoria de los viejos pecados podía destruirse con la locura de pecados nuevos. La luna colgaba baja en el cielo como una calavera amarilla. De tanto en tanto una inmensa nube deforme extendía un largo brazo y la ocultaba. Los faroles de gas fueron disminuyendo y las calles se hicieron más estrechas y tenebrosas. Una vez el hombre se perdió y debió volver atrás media milla. Un vapor se levantaba del caballo cuando trotaba sobre los charcos. Las ventanas laterales del coche estaban cargadas de un tejido de bruma gris.

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“¡Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma!” ¡Cómo resonaban esas palabras en sus oídos! Su alma, por cierto, estaba enferma de muerte. ¿Era verdad que los sentidos podían curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Qué podía redimir eso? ¡Ah! Para eso no había redención; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido todavía era posible, y él estaba decidido a olvidar, a extirpar el asunto, a aplastarlo como uno aplasta la víbora que nos ha picado. Verdaderamente, ¿qué derecho tenía Basil de hablarle como le había hablado? ¿Quién era para juzgar a los otros? Dijo cosas que fueron espantosas, horribles, imposibles de resistir. Avanzaba el coche trabajosamente, yendo más despacio a cada paso, según le parecía. Levantó la ventana y le pidió al hombre que fuera más rápido. Esa ominosa avidez por el opio comenzó a carcomerlo. Su garganta ardía y sus manos delicadas se retorcían nerviosamente unidas. Golpeó al caballo enloquecidamente con su bastón. El conductor se rió y lo azotó para que avanzara. Él rió como respuesta y el hombre se quedó en silencio. El camino parecía interminable, y las calles eran como el tejido negro de alguna araña que lo estiraba. La monotonía se hizo interminable, y como la bruma se espesaba, tuvo miedo. Luego pasaron cerca de unas fábricas solitarias. La niebla era más ligera allí, y pudo ver hornos extraños con forma de botella y lenguas naranjas de fuego en forma de abanico. Un perro ladró mientras pasaban, y lejos, en la oscuridad, una gaviota errante chilló. El caballo tropezó en un hoyo, luego se desvió a un costado y partió al galope.

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Después de un rato dejaron el camino de barro y volvieron a hacer estrépito sobre las calles de pavimento vulgar. La mayoría de las ventanas estaban a oscuras, pero de vez en cuando sombras fantásticas se recortaban sobre las persianas iluminadas. Las observaba con curiosidad. Se movían como marionetas monstruosas y hacían gestos de seres vivos. Las detestó. Una furia opaca le comía el corazón. Cuando giraron en una esquina una mujer les gritó algo desde la puerta y dos hombres persiguieron el coche casi cien yardas. El conductor los golpeó con el látigo. Se dice que la pasión nos hace pensar en círculo. Por cierto, con una espantosa repetición los labios mordidos de Dorian Gray dibujaban y volvían a dibujar esas palabras sutiles que se vinculaban con el alma y los sentidos, hasta que encontró en ellas la expresión plena de su humor y justificaron, por aprobación intelectual, pasiones que sin tal justificación todavía hubieran dominado su temperamento. De una célula a otra de su cerebro se deslizaba un único pensamiento; y el salvaje deseo de vivir, el más terrible de los apetitos del hombre, excitaba con fuerza cada nervio y fibra trémulos. La fealdad que una vez había sido odiosa para él porque hacía reales a las cosas, se le hizo querida ahora por la misma razón. La fealdad era la única realidad. El alboroto ordinario, la guarida detestable, la cruda violencia de la vida desordenada, la misma vileza del ladrón y el proscripto, eran más vívidos, con su intensidad de impresión, que todas las graciosas formas del arte, y las sombras soñadoras de la canción. Esas cosas eran las que necesitaba para el olvido. En tres días sería libre. De pronto el hombre detuvo el coche con un tirón en la cima de un oscuro callejón. Encima de los teja-

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dos bajos y de las dentadas chimeneas de las casas, se elevaban los negros mástiles de los barcos. Guirnaldas de bruma blanca se colgaban como velas fantasmales a las vergas. -¿No es cerca de aquí? -preguntó secamente por la ventanilla. Dorian se enderezó y examinó los alrededores. -Así es -contestó y después de salir bruscamente y darle al conductor la propina que le había prometido, caminó rápidamente en dirección al muelle. Aquí y allá brillaba una linterna en la popa de algún inmenso buque mercante. La luz se sacudía y se astillaba en los charcos. Un fulgor rojo venía de un buque de vapor de gran altura que estaba quemando carbón. El pavimento viscoso lucía como un impermeable mojado. Se apresuró hacia la izquierda, dándose vuelta de vez en cuando para ver si alguien lo estaba siguiendo. En aproximadamente siete u ocho minutos llegó a la casita andrajosa que estaba empotrada entre dos fábricas pobres. En una de las ventanas superiores había una lámpara. Se detuvo y golpeó de un modo peculiar. Poco después escuchó pasos en el corredor y la cadena que se desenganchaba. La puerta se abrió calladamente, y entró sin decir una palabra a la figura deforme que se allanó en las sombras mientras él ingresaba. Al final del vestíbulo colgaba una cortina verde rasgada que se meció con el viento borrascoso que entró de la calle detrás de él. La corrió y pasó a una gran habitación baja que se veía como si una vez hubiera sido un salón de baile de tercera clase. Mecheros de gas de llamas estridentes se opacaban y distorsionaban en los espejos sucios de moscas que estaban enfrente, alineados sobre las paredes. Reflectores de estaño llenos de grasa detrás de ellos ha-

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cían temblorosos discos de luz. El piso estaba cubierto de serrín ocre, pisoteado por todas partes con barro y manchado con oscuros círculos de licor volcado. Algunos malayos estaban agachados junto al hornillo de carbón, jugando con dados de hueso y mostrando sus dientes blancos cuando conversaban. En un rincón, con la cabeza sepultada entre los brazos, un marinero tirado sobre la mesa, y cerca del bar chillonamente pintado que atravesaba un lado completo se paraban dos mujeres, burlándose de un anciano que se peinaba las mangas de su abrigo con expresión de disgusto. -Creo que tiene hormigas coloradas encima -rió una de ellas cuando Dorian pasaba. El hombre la miró aterrorizado y comenzó a llorar. Al final de la habitación había una escalerita que conducía a una oscura recámara. Mientras Dorian se precipitaba sobre los tres peldaños desvencijados, el denso aroma a opio lo alcanzó. Dio una profunda inhalación, y sus narinas se estremecieron de placer. Cuando entraba, un hombre joven de cabellos rubios lacios que estaba inclinado sobre una lámpara encendiendo una pipa larga y delgada, lo miró y le hizo un gesto con la cabeza, dudando. -¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian. -¿Dónde más podría estar? -contestó indiferentemente-. Ninguno de los chicos me habla ahora. -Pensé que te habías ido de Inglaterra. -Darlington no va hacer nada. Mi hermano pagó finalmente la cuenta. George tampoco me habla... No me importa -agregó con un suspiro-. Mientras uno tiene este material, no quiere amigos. Creo que he tenido demasiados amigos.

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Dorian se estremeció y miró a su alrededor los seres grotescos que estaban tendidos en posturas fantásticas sobre colchones andrajosos. Los miembros encorvados, las bocas abiertas, los ojos perplejos y opacos, lo fascinaron. Sabía en qué extraños paraísos estaban sufriendo, y en qué oscuros infiernos les estaban enseñando el secreto de algún goce nuevo. Estaban mejor que él. Él estaba encarcelado por el pensamiento. La memoria, como una horrible enfermedad, estaba devorando su alma. De vez en cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward mirándolo. Sintió que no podía quedarse. La presencia de Adrian Singleton lo perturbaba. Quería estar donde nadie supiera quién era. Quería escapar de sí mismo. -Voy a otro lugar -dijo después de una pausa. -¿Al muelle? -Sí. -Esa gata loca seguramente estará allí. Ya no la quieren en este lugar. Dorian se encogió de hombros. -Me enferman las mujeres que lo aman a uno. Las mujeres que nos odian son mucho más interesantes. Además, el material es mejor allí. -Es más de lo mismo. -Me gusta más. Ven a tomar algo. Debo tomar algo. -No quiero nada -murmuró el joven. -No importa. Adrian Singleton se levantó perezosamente y siguió a Dorian hasta el bar. Un mulato con un turbante raído y un abrigo andrajoso sonrió sarcásticamente dándoles un espantoso saludo, mientras les tendía una botella de brandy y dos copas delante de ellos. Las mujeres se

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acercaron y comenzaron a charlar. Dorian les dio la espalda y le dijo algo a Adrian Singleton en voz baja. Una sonrisa curvada, como un pliegue malayo, se retorció en la cara de una de las mujeres. -Estamos muy orgullosos esta noche -dijo con desdén. -Por el amor de Dios, no me hable -exclamó Dorian, golpeando los pies contra el piso-. ¿Qué quiere? ¿Dinero? Aquí está. No me hable nunca más. Dos chispas rojas centellearon por un momento en los ojos hinchados de la mujer, luego se desvanecieron y los dejaron opacos y vidriosos. Torció la cabeza y sacó las monedas del mostrador con dedos ávidos. Su compañera la observaba con envidia. -Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No me importa regresar. Soy completamente feliz aquí. -Escríbeme si quieres algo, ¿lo harás? -dijo Dorian, después de un rato. -Quizás. -Buenas noches, entonces. -Buenas noches -contestó el joven, subiendo los peldaños y limpiándose la boca reseca con un pañuelo. Dorian caminó hacia la puerta con un aspecto de pesadumbre en el rostro. Cuando corrió la cortina, una espantosa risa brotó de los labios pintados de la mujer que había tomado su dinero. -¡Ahí va el del pacto con el diablo! -hipó con voz ronca. -¡Maldita sea! -respondió él-. No me llame así. Ella chasqueó los dedos. -Príncipe Encantador es como le gusta que lo llamen, ¿verdad? -le gritó por detrás.

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El marinero soñoliento se levantó mientras ella hablaba, y miró salvajemente a su alrededor. El sonido de la puerta del vestíbulo cerrándose recayó en sus oídos. Salió corriendo, como si estuviera en una persecución. Dorian Gray se apuraba camino al muelle entre la llovizna. Su encuentro con Adrian Singleton lo había conmovido extrañamente, y se preguntaba si la ruina de aquella vida joven era realmente por su influencia, como Basil Hallward le había dicho con tanta infamia y como un insulto. Se mordió los labios, y por unos segundos sus ojos se entristecieron. Después de todo, ¿qué le importaba? Los días de la vida eran demasiado breves para cargar con los errores de otro sobre los hombros. Cada hombre vivía su propia vida y pagaba su precio por vivirla. La única desgracia era que se tuviera que pagar tantas veces por una sola falta. Uno debía pagar una y otra vez, verdaderamente. En sus tratos con el hombre, el destino nunca cerraba las cuentas. Hay momentos, según nos cuentan los psicólogos, en que la pasión por el pecado, o por lo que el mundo llama pecado, domina tanto la naturaleza, que cada fibra del cuerpo, como cada célula del cerebro, parecen tener instintos con impulsos amedrentadores. Los hombres y las mujeres pierden en tales momentos la libertad de elegir. Se dirigen a un fin terrible como lo hacen los autómatas. Se les quita elección y la conciencia también está muerta, o, si vive aún, vive sólo para dar fascinación a su rebelión y encanto a la desobediencia. Porque todos los pecados, como los teólogos no se cansan de recordarnos, son pecados de desobediencia. Cuando aquel espíritu excelso, aquella estrella del alba malvada, cayó del cielo, fue por su rebeldía.

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Indolente, concentrado en el mal, con la mente sucia, y el alma ávida de rebelión, Dorian Gray seguía acelerando sus pasos mientras caminaba, pero cuando se lanzaba dentro de una lóbrega arcada, que le había servido a menudo de atajo hacia el lugar de mala reputación al que estaba yendo, sintió de pronto que lo tomaban por detrás, y antes de que tuviera tiempo de defenderse estaba aprisionado contra la pared, con una mano brutal alrededor del cuello. Luchó enloquecidamente por su vida, con un terrible esfuerzo arrebató los dedos que lo atenazaban. En un segundo oyó el resorte de un revólver, vio el brillo de un cañón pulido apuntándole justo a la cabeza, y la forma morena de un hombre petiso y gordito que lo enfrentaba. -¿Qué quiere? -balbuceó. -Quédese quieto -dijo el hombre-. Si se mueve, le disparo. -Usted está loco. ¿Qué le he hecho? -Usted desbarató la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta-, y Sibyl Vane era mi hermana. Ella se suicidó. Lo sé. Su muerte fue por su culpa. Juré que lo mataría por eso. Durante años lo he buscado. No tenía pista, ni rastro. Las dos personas que podían describirlo estaban muertas. No sabía nada de usted excepto el apodo con el que ella solía llamarlo. Lo escuché esta noche por casualidad. Haga las paces con Dios porque esta noche va a morir. Dorian enfermó de pavor. -Nunca la conocí -tartamudeó-. Nunca la conocí. Usted está loco. -Es mejor que confiese su pecado, porque tan cierto como que me llamo James Vane, usted va a morir. Fue un momento horrible. Dorian no sabía qué decir ni qué hacer.

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-¡Arrodíllese! -gruñó el hombre-. Le doy un minuto para ponerse en paz, nada más. Parto esta noche hacia la India y debo cumplir mi deber primero. Un minuto. Eso es todo. Los brazos de Dorian cayeron abatidos. Paralizado de terror, no sabía qué hacer. De pronto una esperanza salvaje centelleó en su cerebro. -Deténgase -gritó-. ¿Cuánto hace que su hermana murió? ¡Rápido, dígamelo! -Dieciocho años -dijo el hombre-. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué importan los años? -Dieciocho años -se rió Dorian Gray, con un toque de triunfo en su voz-. ¡Dieciocho años! ¡Lléveme debajo de la lámpara y míreme a la cara! James Vane dudó un momento, sin comprender qué significa aquello. Luego tomó a Dorian Gray y lo apartó de la arcada. Lóbrega y ondeante porque estaba sacudida por el viento, la luz sirvió sin embargo para mostrarle el ominoso error, según parecía, en el cual había caído, porque el rostro del hombre que había buscado para matar tenía todo el fulgor de la adolescencia, toda la pureza sin mácula de la juventud. Parecía ser un jovencito de poco más de veinte veranos, apenas mayor, si lo era realmente, de lo que su hermana había sido cuando había partido tantos años atrás. Era obvio que no se trataba del hombre que había destrozado su vida. Aligeró la presión y caminó hacia atrás trémulo. -¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó. ¡Y yo lo hubiera asesinado! Dorian Gray dio un largo respiro. -Ha estado a punto de cometer un crimen terrible -dijo mirándolo severamente-. Piense que esto es un

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aviso para que usted no tome venganza por mano propia. -Perdóneme, señor -murmuró James Vane-. Fui engañado. Una palabra casual que escuché en esa condenada guarida me llevó a una pista falsa. -Será mejor que vuelva a casa y tire esa pistola, o puede meterse en problemas -dijo Dorian, girando sobre sus talones y yendo lentamente hacia la calle. James Vane se detuvo en el pavimento, horrorizado. Estaba temblando de pies a cabeza. Después de un rato, una sombra negra que había estado deslizándose por la pared húmeda se mostró bajo la luz y se acercó a él con pasos furtivos. Sintió que una mano se posaba en su brazo y se dio vuelta sorprendido. Era una de las mujeres que había estado bebiendo en el bar. -¿Por qué no lo mataste? -chilló, acercándole el rostro malicento-. Supe que lo estabas persiguiendo cuando saliste corriendo de la casa de Daly. ¡Eres un tonto! Deberías haberlo matado. Tiene mucho dinero y es muy malo. -No es el hombre que estoy buscando -contestó-, y no quiero el dinero de ningún hombre. Quiero la vida de un hombre. El hombre cuya vida quiero debe tener cerca de cuarenta años ahora. Éste es casi un adolescente. Gracias a Dios, no tengo su sangre en mis manos. La mujer se rió amargamente. -¡Casi un adolescente! -dijo con desdén-. ¡Hombre! Hace casi dieciocho años el Príncipe Encantador me convirtió en lo que soy. -¡Mientes! -gritó James Vane. Ella levantó las manos al cielo. -Ante Dios te estoy diciendo la verdad -exclamó. -¿Ante Dios?

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-Que me quede muda si no es así. Él es la peor persona que viene aquí. Dicen que se vendió al diablo por un rostro bello. Hace casi dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho desde entonces. Yo sí, sin embargo -agregó con una mirada enfermiza. -¿Lo juras? -Lo juro -dijo un ronco eco de su boca plana-. Pero no me lleves delante de él -gimió-. Le temo. Dame algo de dinero para el hotel de esta noche. Se apartó de ella con un juramento y se precipitó hacia la esquina de la calle, pero Dorian Gray había desaparecido. Cuando se dio vuelta, la mujer se había esfumado también.

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Capítulo 17

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Una semana más tarde Dorian Gray estaba sentado en el invernadero de Selby Royal, hablando con la bonita duquesa de Monmouth, que con su marido, un hombre de sesenta años, de aspecto rendido, estaba entre sus invitados. Era la hora del té, y la tierna luz de la inmensa lámpara recubierta de encaje que estaba sobre la mesa encendía la delicada porcelana y la plata forjada del servicio que la duquesa presidía. Sus manos blancas se movían exquisitamente entre las tazas, y sus anchos labios rojos estaban sonriendo por algo que Dorian le había susurrado. Lord Henry estaba tirado hacia atrás sobre una silla de mimbre, forrada en seda, mirándolos. En un diván color durazno se sentaba Lady Narborough, simulando escuchar la descripción del duque del último escarabajo brasileño que había sumado a su colección. Tres hombres jóvenes vestidos con elegantes smokings estaban ofreciendo tortas a algunas mujeres. La reunión se componía de doce personas, y se esperaba que llegaran más al día siguiente. -¿De qué están hablando ustedes dos? -dijo Lord Henry, yendo hacia la mesa y apoyando la taza-. Espero que Dorian te haya contado sobre mi plan de rebautizar todas las cosas, Gladys. Es una idea deliciosa.

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-Pero yo no quiero ser rebautizada, Harry -replicó la duquesa, mirándolo con sus ojos maravillosos-. Estoy completamente satisfecha con mi nombre, y estoy segura de que el Sr. Gray debe estarlo con el suyo. -Mi querida Gladys, no cambiaría ninguno de sus nombres por nada del mundo. Los dos son perfectos. Estaba pensando principalmente en las flores. Ayer corté una orquídea para mi ojal. Era un maravilloso objeto moteado, tan impresionante como los siete pecados capitales. En un momento de irreflexión le pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo que era un fino espécimen de Robinsoniana, o algo espantoso por el estilo. Es una triste verdad, pero hemos perdido la facultad de darles nombres adorables a las cosas. Los nombres lo son todo. Nunca me peleo con las acciones. Mi única pelea es con las palabras. Ésa es la razón por la cual odio el realismo vulgar en la literatura. El hombre que llama pala a la pala debería estar obligado a usarla. Es lo único para lo que serviría. -Entonces, ¿cómo deberíamos llamarte, Harry? -preguntó ella. -Su nombre es Príncipe Paradoja -dijo Dorian. -Lo reconozco enseguida -exclamó la duquesa. -No quiero escuchar nada -rió Lord Henry, hundiéndose en la silla-. ¡De una etiqueta no hay escapatoria! Rechazo el título. -Las realezas no pueden abdicar -cayó de los bonitos labios de ella como una advertencia. -¿Quieres que defienda mi trono entonces? -Sí. -Doy las verdades de mañana. -Prefiero los errores de hoy -contestó ella. -Me desarmas, Gladys -gritó él, entendiendo la obstinación de ella.

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-De tu escudo, Harry, no de tu lanza. -Nunca ataco la belleza -dijo él, ondeando la mano. -Ése es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la belleza. -¿Cómo puedes decir eso? Admito que creo que es mejor ser bello que bueno. Pero, por otro lado, nadie está más presto que yo a reconocer que es mejor ser bueno que feo. -¿La fealdad es uno de los siete pecados capitales entonces? -exclamó la duquesa-. ¿Qué pasó con tu símil referente a la orquídea? -La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys. Tú, como buena tory, no debes desestimarlas. La cerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales han hecho de Inglaterra lo que es. -¿No te agrada tu país entonces? -preguntó ella. -Vivo en él. -Tal vez estés censurando al mejor. -¿Querrías que tomase el veredicto de Europa sobre él? -inquirió. -¿Qué dicen de nosotros? -Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha abierto un negocio. -¿Eso es tuyo, Harry? -Te lo doy. -No puedo utilizarlo. Es demasiado cierto. -No necesitas preocuparte. Nuestros compatriotas nunca reconocen una descripción. -Son prácticos. -Son más astutos que prácticos. Cuando hacen el libro mayor, nivelan la estupidez con la riqueza y el vicio con la hipocresía.

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-Aun así, hemos hecho grandes cosas. -Las grandes cosas nos han sido impuestas, Gladys. -Hemos soportado su carga. -Sólo hasta el Stock Exchange. Ella meneó la cabeza. -Creo en la raza -exclamó. -Representa la supervivencia del impulso. -Tiene su desarrollo. -La decadencia me fascina más. -¿Qué pasa con el arte? -preguntó ella. -Es una enfermedad. -¿El amor? -Una ilusión. -¿La religión? -El sustituto de moda de la fe. -Eres un escéptico. -¡Nunca! El escepticismo es el comienzo de la fe. -¿Qué eres? -Definir es limitar. -Dame una pista. -Los hilos se rompieron. Perderías tu rumbo en el laberinto. -Me embarullas. Hablemos de otra cosa. -Nuestro anfitrión es un tema delicioso. Hace años fue bautizado como el Príncipe Encantador. -¡Ah! No me recuerdes eso -exclamó Dorian Gray. -Nuestro anfitrión está bastante ofensivo esta noche -contestó la duquesa, sonrojándose-. Creo que piensa que Monmouth se casó conmigo por puros principios científicos como si fuera el mejor espécimen que pudo hallar de una mariposa moderna.

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-Bien, espero que no le clave alfileres, duquesa rió Dorian. -¡Oh! Mi doncella ya lo ha hecho, Sr. Gray, cuando está molesta conmigo. -¿Y por qué se molesta con usted, duquesa? -Por las cosas más triviales, Sr. Gray, se lo aseguro. Habitualmente porque llego a las nueve menos diez y le digo que debo estar vestida para las ocho y media. -¡Qué poco razonable de su parte! Debería darle un escarmiento. -No me atrevo, Sr. Gray. Porque ella inventa sombreros para mí. ¿Recuerda el que usé en la reunión al aire libre de Lady Hilstone? No lo recuerda, pero es agradable de su parte simular que sí. Bien, ella me lo hizo con nada. Todos los buenos sombreros están hechos con nada. -Como todas las buenas reputaciones, Gladys -interrumpió Lord Henry-. Cada efecto que uno produce nos da un enemigo. Para ser popular uno debe ser un mediocre. -No con las mujeres -dijo la duquesa, meneando la cabeza-; y las mujeres rigen el mundo. Nosotras las mujeres, como se dice, amamos con nuestros oídos, como ustedes los hombres aman con sus ojos, si alguna vez aman. -Me parece que nunca hacemos otra cosa -murmuró Dorian. -¡Ah! Entonces, nunca aman realmente, Sr. Gray -contestó la duquesa con tristeza socarrona. -¡Mi querida Gladys! -exclamó Lord Henry-. ¿Cómo puedes decir eso? El romance vive en la repetición, y la repetición convierte en arte un apetito. Además, cada vez que uno ama es la única vez que ha amado jamás. La diferencia del objeto no altera la individualidad

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de la pasión. Simplemente la intensifica. En la vida no podemos tener sino una gran experiencia a lo sumo, y el secreto de la vida es reproducir esa experiencia la mayor cantidad de veces posible. -¿Incluso cuando uno ha sido herido por eso, Harry? -preguntó la duquesa después de una pausa. -Especialmente cuando uno ha sido herido por eso -contestó Lord Henry. La duquesa se dio vuelta y miró a Dorian con una expresión curiosa en los ojos. -¿Qué dice usted al respecto, Sr. Gray? -inquirió. Dorian dudó por un momento. Luego echó la cabeza hacia atrás y rió. -Siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa. -¿Incluso cuando está equivocado? -Harry nunca está equivocado, duquesa. -¿Y su filosofía lo hace feliz? -Nunca he buscado la felicidad. ¿Quién quiere la felicidad? He buscado el placer. -¿Y lo encontró, Sr. Gray? -A menudo. Muy a menudo. La duquesa suspiró. -Yo estoy buscando la paz -dijo-, y si no voy a vestirme, no la tendré esta noche. -Permítame darle algunas orquídeas, duquesa exclamó Dorian, parándose y yendo hacia el invernadero. -Estás coqueteando vergonzosamente con él -dijo Lord Henry a su prima-. Es mejor que tengas cuidado. Él es muy fascinante. -Si no lo fuera, no habría batalla. -¿Los griegos combaten a los griegos entonces? -Estoy del lado de los troyanos. Ellos peleaban por una mujer.

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-Fueron derrotados. -Hay cosas peores que la captura -contestó ella. -Galopas a rienda suelta. -La marcha da vida -fue la riposte37 . -Lo escribiré en mi diario esta noche. -¿Qué? -Que un niño quemado ama el fuego. -No estoy ni siquiera chamuscada. Mis alas están intactas. -Las usas para todo, excepto para el vuelo. -El coraje ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una nueva experiencia para nosotras. -Tienes un rival. -¿Quién? Él rió. -Lady Narborough -susurró-. Ella lo adora perdidamente. -Me llenas de aprensión. La atracción por la antigüedad es fatal entre nosotras las románticas. -¡Románticas! Tienes todos los métodos de la ciencia. -Los hombres nos han educado. -Pero no les explicaron. -Descríbenos como sexo -lo estimuló ella. -Esfinges sin secretos. Lo miró sonriendo. -¡Cuánto tarda el Sr. Gray! -dijo-. Vayamos a ayudarle. No le he dicho aún el color de mi vestido. -¡Ah! Debes adecuar el vestido a las flores, Gladys. -Sería una rendición prematura. -El arte romántico comienza con el desenlace. 37. Réplica, respuesta (francés).

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-Debo conservar una oportunidad para la retirada. -¿A la manera de los partos? -Ellos se pusieron a salvo en el desierto. Yo no puedo hacer eso. -A las mujeres no siempre se les permite elegir -contestó él, pero apenas había terminado la oración cuando del fondo lejano del invernadero vino un gemido ahogado, seguido del sonido sordo de una pesada caída. Todos se levantaron. La duquesa se quedó quieta, horrorizada. Y con pánico en los ojos, Lord Henry se precipitó entre las palmeras oscilantes para hallar a Dorian Gray tendido de cara al piso de losa, desmayado, con aspecto de muerto. Fue llevado enseguida al salón azul y recostado sobre uno de los sofás. Después de un tiempo breve, volvió en sí y miró a su alrededor con expresión aturdida. -¿Qué ha sucedido? -preguntó-. ¡Oh! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí, Harry? Comenzaba a temblar. -Mi querido Dorian -contestó Lord Henry-, simplemente te desmayaste. Eso fue todo. Debes estar muy cansado. Mejor no bajes a cenar. Tomaré tu lugar. -No, bajaré -dijo luchando por levantarse-. Prefiero bajar. No debo quedarme solo. Fue a su habitación y se vistió. Había una salvaje temeridad en la alegría de su humor cuando se sentó a la mesa, pero de vez en cuando un escalofrío de terror lo atravesaba cuando recordaba que, apretada contra la ventana del invernadero, como un pañuelo blanco, había visto la cara de James Vane observándolo.

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Capítulo 18

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Al día siguiente él no abandonó la casa, y, verdaderamente, pasó la mayor parte del tiempo en su dormitorio, enfermo por un temor salvaje a morir, y, sin embargo, indiferente a la vida. La conciencia de ser perseguido, acechado, rastreado, había comenzado a dominarlo. Si el tapiz apenas se movía por el viento, se estremecía. Las hojas muertas barridas contra los cristales emplomados le parecían sus resoluciones perdidas y sus remordimientos salvajes. Cuando cerraba los ojos, veía la cara del marinero escrutándolo entre el cristal semiempañado por la bruma, y parecía que una vez más el horror depositaba la mano en su corazón. Pero quizás había sido solamente su imaginación que llamaba a la venganza de la noche y ponía ominosas formas de castigo ante él. La vida real era un caos, pero había algo terriblemente lógico en la imaginación. Es la imaginación la que pone al remordimiento a rastrear las huellas del pecado. Es la imaginación la que hace que cada crimen tenga su descendencia deforme. En el mundo común de los hechos los malvados no eran castigados, ni los buenos recompensados. El éxito lo obtenían los fuertes, el fracaso recaía sobre los débiles. Eso era todo. Además, si algún extraño estuviera rondando la casa, habría sido visto por los criados o los guardianes. Si alguna huella se hubiera hallado sobre los macizos, los jardineros lo

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habrían informado. Sí, había sido simplemente una fantasía. El hermano de Sibyl Vane no había venido a matarlo. Había embarcado en su nave para naufragar en algún mar invernal. De él, al menos, estaba a salvo. Porque el hombre no sabía quién era, no podía saber quién era. La máscara de la juventud lo había salvado. Y, sin embargo, si simplemente había sido una ilusión, ¡qué terrible era pensar que la conciencia puede erigir fantasmas tan pavorosos, darles formas visibles, y hacer que se muevan! ¡Qué clase de vida sería la suya si, día y noche, sombras de su crimen iban a vigilarlo desde rincones silenciosos, a burlarse de él desde lugares secretos, a susurrarle en el oído cuando estuviese en festines, a despertarlo con dedos helados cuando estuviera dormido! Cuando ese pensamiento se deslizaba dentro de su cerebro, empalidecía de terror, y el aire le parecía haberse helado de pronto. ¡Oh! ¡En qué salvaje hora de locura había matado a su amigo! ¡Qué lívido era el simple recuerdo de la escena! Lo vio todo de nuevo. Cada detalle horrible volvió a él con horror incrementado. Fuera de la negra caverna del tiempo, terrible y envuelta en escarlata, se elevaba la imagen del pecado. Cuando Lord Henry vino a las seis en punto, lo encontró llorando como quien tiene el corazón a punto de quebrarse. No fue hasta el tercer día que se aventuró a salir. Había algo en el aire limpio y con aroma a pino de aquella mañana de invierno que parecía devolverle su jovialidad y su pasión por la vida. Pero no eran simplemente las condiciones físicas del ambiente las que había producido el cambio. Su propia naturaleza se había sublevado contra el exceso de angustia que había buscado mutilar y echar a perder la perfección de su calma. Siempre era así con los temperamentos sutiles y finamente forjados. Sus

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poderosas pasiones deben pulverizarse o doblegarse. O matan al hombre, o mueren ellas. Los dolores superficiales o los amores superficiales sobreviven. Los grandes amores y los grandes dolores se destruyen por su propia plenitud. Además, estaba convencido de que había sido víctima de una alucinación provocada por el terror, y ahora miraba sus miedos con cierta piedad y no poco desprecio. Después del desayuno, caminó con la duquesa durante una hora en el jardín y luego atravesó el parque para reunirse con el grupo de cazadores. La escarcha frágil yacía como sal sobre el césped. El cielo era una taza invertida de metal azul. Una delgada película de hielo bordeaba el lago llano, minado de juncos. En un rincón del bosque de pinos vio a Sir Geoffrey Clouston, el hermano de la duquesa, sacando dos cartuchos gastados de su escopeta. Saltó del coche, y después de decirle al palafrenero que llevara la yegua a casa, fue rumbo a su invitado atravesando los helechos marchitos y la maleza escabrosa. -¿Has tenido una buena caza, Geoffrey? -preguntó. -No muy buena, Dorian. Creo que la mayoría de las aves se han ido al llano. Me atrevo a decir que será mejor después del almuerzo, cuando vayamos a los sembrados. Dorian se deslizó a su lado. El aromático aire penetrante, las luces marrones y rojas que brillaban en el bosque, los ásperos gritos de los batidores que sonaban de vez en cuando, y los punzantes estallidos de las escopetas que les seguían lo fascinaban y lo llenaban de un sentimiento de deliciosa libertad. Estaba dominado por la indolencia de la felicidad, por la excelsa indiferencia del gozo.

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Súbitamente, desde un penacho aterronado de hierbas viejas, a unas veinte yardas de ellos, con orejas de punta negra erectas y largas patas traseras extendidas, apareció una liebre. Se lanzó hacia un matorral de alisos. Sir Geoffrey se puso la escopeta en el hombro, pero hubo algo en la gracia del movimiento del animal que encantó extrañamente a Dorian Gray, y exclamó enseguida: -No le dispares, Geoffrey. Déjala vivir. -¡Qué insensatez, Dorian! -rió su compañero, y cuando la liebre saltó en la maleza, hizo fuego. Se escucharon dos gritos, el grito de la liebre herida, que es espantoso, y el grito de un hombre agonizando, que es peor. -¡Santo cielo! ¡Le he disparado a un batidor! exclamó Sir Geoffrey-. ¡Qué asno era el hombre para ponerse enfrente de las escopetas! ¡Dejen de disparar allí! -gritó con toda su fuerza-. Un hombre está herido. El jefe de guardias vino corriendo con un bastón en la mano. -¿Dónde, señor? ¿Dónde está? -gritó. Al mismo tiempo el fuego cesó en toda la línea. -Aquí -contestó Sir Geoffrey con ira, precipitándose hacia la maleza-. ¿Por qué razón no pone a sus hombres atrás? Está estropeado mi día de caza. Dorian los observaba mientras se metían entre los alisos, apartando las ramas flexibles. En pocos minutos salieron, sacando un cuerpo a la luz del sol. Él se dio vuelta horrorizado. Le parecía que la desgracia lo seguía adondequiera que fuera. Escuchó a Sir Geoffrey preguntar si el hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa del guardia. El bosque le parecía haber cobrado vida de pronto, poblándose de rostros. Había pisadas de una miríada de pies y un leve zumbido de voces. Un gran faisán de pecho color cobre pasó volando sobre sus

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cabezas con rumbo a las ramas. Pocos minutos después -que fueron para él, en su estado perturbado, como horas infinitas de dolor- sintió una mano apoyarse sobre su hombro. Se estremeció y se dio vuelta. -Dorian -dijo Lord Henry-, sería mejor decirles que la cacería se detenga por hoy. No se vería bien continuarla. -Quisiera que se detuviera para siempre -contestó amargamente-. Todo esto es espantoso y cruel. ¿El hombre está...? No pudo terminar la oración. -Me temo que sí -replicó Lord Henry-. Recibió toda la descarga del disparo sobre el pecho. Debe haber muerto casi instantáneamente. Ven; vayamos a casa. Caminaron juntos en dirección a la avenida durante casi cincuenta yardas sin hablar. Luego Dorian miró a Lord Henry y dijo, con un profundo suspiro: -Es un mal agüero, Harry, un muy mal agüero. -¿Qué cosa? -preguntó Lord Henry-. ¡Oh! El accidente, supongo. Mi querido amigo, no pudo evitarse. Fue culpa del mismo hombre. ¿Por qué se puso enfrente de las escopetas? Además, no significa nada para nosotros. Es bastante delicado para Geoffrey, por supuesto. No se acribilla a los batidores. Hace que la gente piense que uno es un tirador salvaje. Y Geoffrey no lo es; él tira muy bien. Pero no tiene caso hablar del asunto. Dorian meneó la cabeza. -Es un mal agüero, Harry. Siento como si algo horrible fuera a sucederle a alguno de nosotros. A mí, quizás -agregó, pasándose la mano por los ojos con un gesto de pena. El otro rió.

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-La única cosa horrible en el mundo es el ennui, Dorian. Es el único pecado para el cual no hay perdón. Pero probablemente nosotros no lo suframos, a menos que nuestros compañeros sigan hablando de esto en la cena. Debo decirles que el tema está prohibido. Respecto de los vaticinios, no existen tales cosas. El destino no nos envía a sus heraldos. Es demasiado sabio o cruel para eso. Además, ¿qué podría pasarte a ti, Dorian? Tú tienes todo lo que un hombre quiere tener en el mundo. No existe nadie que no estuviera deleitado con cambiar de roles contigo. -No existe nadie con quien yo no cambiaría mi lugar, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo la verdad. El miserable labriego que acaba de morir es mucho mejor que yo. No tengo terror a la muerte. Es la llegada de la muerte lo que me aterra. Sus monstruosas alas parecen dar vueltas en el aire plomizo que me circunda. ¡Santo Dios! ¿No ves a un hombre moviéndose detrás de los árboles, vigilándome, esperándome? Lord Henry miró en la dirección en la cual la trémula mano enguantada estaba señalando. -Sí -dijo sonriendo-. Veo al jardinero esperándote. Supongo que quiere preguntarte qué flores deseas sobre la mesa esta noche. ¡Qué absurdamente nervioso estás, mi querido amigo! Debes ir a ver al médico, cuando vuelvas a la ciudad. Dorian dio un suspiro de alivio cuando vio al jardinero acercándose. El hombre tocó su sombrero, mirando durante un momento a Lord Henry con actitud de duda, y luego sacó una carta que entregó a su patrón. -Su gracia me ha dicho que espere una respuesta -murmuró. Dorian puso la carta en su bolsillo. -Dígale a su gracia que voy -dijo fríamente.

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El hombre se dio vuelta y se fue rápidamente en dirección a la casa. -¡Qué adictas son las mujeres a hacer cosas peligrosas! -rió Lord Henry-. Es una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer coqueteará con cualquiera en el mundo mientras otras personas la estén mirando. -¡Qué adicto eres a decir cosas peligrosas, Harry! En la instancia presente, estás completamente equivocado. Me agrada mucho la duquesa, pero no la amo. -Y la duquesa te ama mucho, pero le agradas menos, así que ustedes son una excelente pareja. -Estás diciendo cosas escandalosas, Harry, y no hay nunca fundamentos para el escándalo. -La base de todo escándalo es una certeza inmoral -dijo Lord Henry, encendiendo un cigarrillo. -Sacrificarías a cualquiera por amor a un epigrama. -El mundo va hacia el altar por propia voluntad -fue la respuesta. -Quisiera poder amar -exclamó Dorian Gray con un profundo tono de compasión en su voz-. Pero parece que he perdido la pasión y olvidado el deseo. Estoy demasiado concentrado en mí mismo. Mi propia personalidad se ha vuelto una carga para mí. Quiero escaparme, irme, olvidar. Fue absolutamente tonto de mi parte haber venido aquí. Creo que enviaré un telegrama a Harvey para que tengan el yate listo. En un yate uno está a salvo. -¿A salvo de qué Dorian? Tienes un problema. ¿Por qué no me cuentas qué es? Sabes que te ayudaría. -No puedo decírtelo, Harry -contestó tristemente-. Y me atrevo a decir que es sólo una fantasía mía. Este accidente desafortunado me ha trastornado. Tengo el horrible presentimiento de que algo de ese estilo puede sucederme.

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-¡Qué insensatez! -Espero que lo sea, pero no puedo evitar sentirlo. ¡Ah! Aquí está la duquesa, luciendo como Artemisa con un traje sastre. Como verá, hemos vuelto, duquesa. -Escuché todo sobre el asunto, Sr. Gray -contestó ella-. El pobre Geoffrey está terriblemente trastornado. Y parece que usted le pidió que no le disparara a la liebre. ¡Qué curioso! -Sí, fue muy curioso. No sé lo que me llevó a decir eso. Algún capricho, supongo. Se veía como el más adorable de los seres vivos pequeños. Pero lamento que le hayan contado sobre el hombre. Es un tema ominoso. -Es un tema aburrido -interrumpió Lord Henry-. No tiene ningún valor psicológico. Ahora, si Geoffrey lo hubiera hecho a propósito, ¡qué interesante sería! Me gustaría conocer a alguien que hubiera cometido un verdadero asesinato. -¡Qué ofensivo de tu parte, Harry! -exclamó la duquesa-. ¿No es así, Sr. Gray? Harry, el Sr. Gray está enfermo otra vez. Se va a desmayar. Dorian se sostuvo en pie con un esfuerzo y sonrió. -No es nada, duquesa -murmuró-; mis nervios están espantosamente alterados. Eso es todo. Caminé demasiado esta mañana. No escuché lo que Harry dijo. ¿Fue muy malo? Debe decírmelo en otro momento. Creo que debo ir a acostarme. Me disculpan, ¿no? Habían llegado al gran tramo de peldaños que conducía del invernadero a la terraza. Cuando la puerta de vidrio se cerró detrás de Dorian, Lord Henry se dio vuelta y miró a la duquesa con sus ojos soñolientos. -¿Estás muy enamorada de él? -preguntó. Ella no respondió durante un rato, pero se quedó contemplando el paisaje.

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-Quisiera saberlo -dijo por último. Él meneó la cabeza. -La certeza sería fatal. Es la incerteza lo que nos encanta. La bruma hace maravillosas a las cosas. -Uno puede perder el rumbo. -Todos los rumbos terminan siempre en el mismo punto, mi querida Gladys. -¿Cuál es? -La desilusión. -Fue mi début en la vida -dijo ella suspirando. -Vino a ti coronado. -Estoy cansada de las hojas de frutilla38 . -Te convienen. -Sólo en público. -Las extrañarías -dijo Lord Henry. -No me apartaría de un pétalo. -Monmouth tiene oídos. -La vejez es dura para escuchar. -¿Nunca ha estado celoso? -Quisiera que lo hubiese estado. Él miró a su alrededor como si buscase algo. -¿Qué estás buscando? -inquirió ella. -El botón de tu florete -contestó él-. Lo has dejado caer. Ella rió. -Tengo todavía la máscara. -Hace más adorables tus ojos -fue la réplica. Ella rió nuevamente. Sus dientes se mostraron como semillas en una fruta escarlata. Arriba, en su habitación, Dorian Gray estaba tendido en un sofá, con cada fibra hormigueante de su cuerpo llena de terror. La vida de pronto se había vuelto una 38. En Inglaterra, las hojas de frutilla integran el emblema de las coronas ducales.

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carga demasiado ominosa para que la pudiera llevar. La espantosa muerte del desafortunado batidor, baleado en la maleza como un animal salvaje, le parecía prefigurar su propia muerte también. Casi se había desvanecido con lo que Lord Henry había dicho de un modo casual como burlándose cínicamente. A las cinco tocó la campanilla para llamar a su criado y le dio órdenes de empacar sus cosas para el expreso de la noche hacia la ciudad, y de tener el coche en la puerta a las ocho y media. Estaba decidido a no dormir en Selby Royal. Era un lugar de mal agüero. La muerte caminaba allí a la luz del sol. La hierba del bosque había sido manchada con sangre. Luego escribió una nota a Lord Henry, diciéndole que se iba a la ciudad a consultar a su médico y pidiéndole que entretuviera a sus invitados durante su ausencia. Cuando estaba poniéndola dentro del sobre, un golpe sonó en la puerta, y su mayordomo le informó que el jefe de los guardias quería verlo. Él frunció el ceño y se mordió los labios. -Dile que pase -murmuró, después de unos minutos de duda. Tan pronto como el hombre entró, Dorian sacó su chequera de un cajón y la abrió delante de él. -Supongo que has venido por el desafortunado accidente de la mañana, ¿verdad, Thorton? -dijo tomando una pluma. -Sí, señor -contestó el guardabosque. -¿Estaba casado el pobre sujeto? ¿Tenía personas a su cargo? -preguntó Dorian, luciendo aburrido-. Si es así, no me gustaría dejarlos desamparados, y les enviaré la suma que creas necesaria.

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-No sabemos quién es, señor. Es por eso que me tomé la libertad de venir a verlo. -¿No saben quién es? -dijo Dorian, indiferente-. ¿Qué quieres decir? ¿No era uno de tus hombres? -No, señor. Nunca había sido visto antes. Parece un marinero, señor. La pluma cayó de la mano de Dorian y sintió como si su corazón dejara súbitamente de latir. -¿Un marinero? -gritó-. ¿Dijo un marinero? -Sí, señor. Parece como si hubiera sido una especie de marinero; tatuado en ambos brazos y ese tipo de cosas. -¿Se le encontró algo encima? -dijo Dorian, inclinándose hacia adelante y mirando al hombre con ojos desorbitados-. ¿Algo que pueda decirnos su nombre? -Algo de dinero, señor, no mucho, y un revólver de seis balas No había identificación de ninguna clase. Un hombre de aspecto decente, señor, pero rudo. Una especie de marinero, creímos. Dorian se puso de pie. Una esperanza salvaje lo sacudió. Se agarró a ella con locura. -¿Dónde está el cuerpo? -exclamó-. ¡Rápido! Debo verlo enseguida. -Está en un establo vacío en la Casa de la Granja, señor. A la gente no le gusta tener ese tipo de cosas en sus casas. Dicen que un cadáver trae mala suerte. -¡La Casa de la Granja! Ve allí enseguida y espérame. Dile a uno de los palafreneros que traiga mi caballo. No. No importa. Iré yo mismo a los establos. Ahorraré tiempo. En menos de un cuarto de hora, Dorian Gray estaba galopando por la larga avenida tan rápido como podía. Los árboles le parecían deslizarse a su paso en una

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procesión espectral, y sombras salvajes atravesarse en su camino. Una vez la yegua se desvió hacia un poste blando y casi lo tiró. Le pegó en el cuello con la fusta. Ella horadó el aire oscuro como una flecha. Las piedras volaban bajo sus cascos. Finalmente llegó a la Casa de la Granja. Dos hombres holgazaneaban en el corral. Saltó de la silla y le tiró las riendas a uno de ellos. En el establo más alejado había una luz brillando. Algo pareció decirle que el cuerpo estaba allí, se apresuró hacia la puerta y puso su mano sobre el picaporte. Luego se detuvo por un momento, sintiendo que estaba a punto de descubrir lo que podría arreglar o estropear su vida. Luego abrió la puerta y entró. Sobre una pila de sacos en un rincón apartado yacía el cuerpo muerto de un hombre vestido con una rústica camisa y unos pantalones azules. Un pañuelo manchado se había colocado sobre el rostro. Una vela vulgar, metida en una botella, chisporroteaba a su lado. Dorian Gray tembló. Sentía que su mano no podía ser la que retirase el pañuelo, y llamó a uno de los peones de la granja. -Sácale eso de la cara. Quiero verlo -dijo, aferrándose al marco de la puerta para sostenerse. Después de que el granjero lo hizo, avanzó. Un grito de júbilo brotó de sus labios. El hombre al cual le habían disparado en la maleza era James Vane. Estuvo parado allí por algunos minutos mirando el cuerpo muerto. Cuando cabalgaba de regreso a casa, sus ojos se llenaron de lágrimas, porque sabía que estaba a salvo.

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Capítulo 19

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-Es inútil decirme que vas a ser bueno -exclamó Lord Henry, hundiendo sus dedos blancos dentro de un recipiente de cobre rojizo lleno de agua de rosas-. Eres completamente perfecto. Te suplico que no cambies. Dorian Gray meneó la cabeza. -No, Harry, he hecho demasiadas cosas espantosas en mi vida. No voy a hacer ninguna más. Comencé mis buenas acciones ayer. -¿Dónde estabas ayer? -En el campo, Harry. Estuve residiendo en una pequeña posada mía. -Mi querido muchacho -dijo Lord Henry sonriendo-, cualquiera puede ser bueno en el campo. No hay tentaciones allí. Ésa es la razón por la cual la gente que vive fuera de la ciudad es tan incivilizada. La civilización no es, de ninguna manera, una cosa fácil de obtener. Hay sólo dos formas en que el hombre puede lograrla. Una es ser culto; la otra, ser corrupto. La gente de campo no tiene oportunidad de ser ninguna de las dos, por eso se estancaron. -Cultura y corrupción -repitió Dorian-. He conocido algo de ambas. Me parece terrible ahora que puedan ir juntas. Porque tengo un nuevo ideal, Harry. Voy a cambiar. Creo que he cambiado. -No obstante todavía no me has dicho cuál fue tu

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buena acción. ¿O dijiste que has hecho más de una? preguntó su compañero mientras vertía en su plato una pirámide carmesí de frutillas desgranadas y, con una cuchara perforada con forma de concha, las espolvoreaba con azúcar. -Puedo contártelo, Harry. No es una historia que podría contársela a cualquier otro. Prescindí de alguien. Suena vano, pero comprenderás lo que quiero decir. Ella era completamente hermosa y maravillosa, como Sibyl Vane. Pienso que eso fue lo que primero me atrajo de ella. Recuerdas a Sibyl Vane, ¿no? ¡Qué lejano parece! Bien, Hetty no era de nuestra clase, por supuesto. Era simplemente una muchacha de pueblo. Pero yo la amaba realmente. Estoy completamente seguro de que la amaba. Mientras duró este mayo maravilloso que hemos tenido, yo solía ir a verla dos o tres veces por semana. Ayer la encontré en un pequeño huerto. Los capullos de un manzano caían sobre su cabello y ella estaba riendo. Debíamos huir juntos esta mañana al alba. Súbitamente decidí dejarla como una flor, como la había encontrado. -Creo que la novedad de la emoción debe haberte dado un estremecimiento verdadero de placer, Dorian -interrumpió Lord Henry-. Pero puedo finalizar el idilio por ti. Le diste buen consejo y le rompiste el corazón. Ése fue el comienzo de tu reforma. -¡Harry, eres horrible! No debes decir esas cosas espantosas. El corazón de Hetty no está roto. Por supuesto que lloró y todo lo demás. Pero no está desgraciada. Puede vivir como Perdita en su jardín de menta y caléndula. -Y llorar por un Florizel infiel -dijo Lord Henry riendo, mientras se tiraba hacia atrás en la silla-. Mi querido Dorian, tienes los humores más infantiles. ¿Crees que

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esa muchacha alguna vez se sentirá contenta con alguien de su rango? Supongo que algún día se casará con un carretero grosero o un campesino burlón. Bien, el hecho de haberte conocido, y haberte amado, le enseñará a despreciar a su marido y será desdichada. Desde un punto de vista moral, no puedo decir que creo mucho en tu gran renunciamiento. Incluso como comienzo, es pobre. Además, ¿cómo sabes que Hetty no está flotando en este momento en alguna alberca de molino, con adorables lilas alrededor de ella, como Ofelia? -¡No puedo soportar esto, Harry! Te burlas de todo, y luego sugieres las tragedias más serias. Lamento ahora habértelo contado. No me importa lo que me digas. Sé que estuve bien al actuar como lo hice. ¡Pobre Hetty! Cuando pasé cabalgando por la granja esta mañana, vi su rostro blanco en la ventana, como un rocío de jazmín. No hablemos más sobre esto, y no trates de persuadirme de que la primera buena acción que he hecho en años, la primera pizca de autosacrificio que he conocido, es realmente una especie de pecado. Quiero ser mejor. Voy a ser mejor. Cuéntame algo sobre ti. ¿Qué está pasando en la ciudad? No he estado en el club durante días. -La gente todavía está discutiendo sobre la desaparición del pobre Basil. -Había pensado que estarían hartos de ese tema para estos días -dijo Dorian, sirviéndose algo de vino y frunciendo el ceño levemente. -Mi querido muchacho, sólo han estado hablando de eso durante seis semanas, y el público británico realmente no tiene equivalente en el esfuerzo mental de tener un único tema cada tres meses. Sin embargo, han sido muy afortunados últimamente. Tuvieron el caso de mi divorcio y el suicidio de Alan Campbell. Ahora tienen la

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misteriosa desaparición de un artista. Scotland Yard todavía insiste en que el hombre de abrigo gris que viajó a París en el tren de la medianoche del nueve de noviembre era el pobre Basil, y la policía francesa declara que Basil nunca llegó a París. Supongo que en dos semanas nos dirán que fue visto en San Francisco. Es algo singular, pero de cada persona que desaparece se dice que fue vista en San Francisco. Debe ser una ciudad deliciosa, y posee todos los atractivos del próximo mundo. -¿Qué crees que le ha sucedido a Basil? -preguntó Dorian, levantando su borgoña hacia la luz y maravillándose de que pudiera discutir el asunto de un modo tan calmado. -No tengo la más mínima idea. Si Basil elige esconderse, no es asunto mío. Si está muerto, no quiero pensar en él. La muerte es la única cosa que siempre me aterroriza. La odio. -¿Por qué? -preguntó el hombre más joven perezosamente. -Porque -dijo Lord Henry pasando debajo de sus narinas el enrejado dorado de una caja de sales aromáticasuno puede sobrevivir a todo hoy en día excepto a eso. La muerte y la vulgaridad son los únicos dos hechos del siglo diecinueve que no se pueden explicar. Tomemos un café en el salón de música, Dorian. Debes tocar Chopin para mí. El hombre con quien huyó mi esposa tocaba Chopin en forma exquisita. ¡Pobre Victoria! Yo estaba muy encariñado con ella. La casa está bastante solitaria sin ella. Por supuesto, la vida de casado es simplemente una costumbre, una mala costumbre. Pero uno lamenta incluso la pérdida de una de sus peores costumbres. Quizás son las que se lamentan más. Son una parte esencial de la personalidad. Dorian no dijo nada, pero se levantó de la mesa,

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y pasando a la habitación contigua, se sentó en el piano y dejó que sus dedos se extraviaran entre las teclas de marfil negro. Después de que fue traído el café, mirando a Lord Henry dijo: -Harry, ¿alguna vez se te ocurrió que Basil ha sido asesinado? Lord Henry bostezó. -Basil fue muy popular, y siempre usó un reloj Waterbury. ¿Por qué razón habría sido asesinado? No era lo suficientemente inteligente para tener enemigos. Por supuesto, tenía un talento maravilloso para la pintura. Pero un hombre puede pintar como Velázquez y aun así ser de lo más insípido. Basil era realmente bastante insípido. Solamente me interesó una vez, y fue cuando me contó, hace años, que tenía una adoración salvaje hacia ti y que tú eras el motivo dominante de su arte. -Yo estaba muy encariñado con Basil -dijo Dorian con un toque de tristeza en su voz-. Pero, ¿la gente no dice que fue asesinado? -Oh, algunos diarios lo dicen. No me parece nada probable. Sé que hay lugares espantosos en París, pero Basil no era el tipo de hombre que va a ellos. Él no tenía curiosidad. Era su defecto principal. -¿Qué dirías, Harry, si te dijera que he asesinado a Basil? -dijo el hombre más joven. Observó atentamente al otro después de hablar. -Diría, mi querido amigo, que estás interpretando un personaje que no te sienta bien. Todo crimen es vulgar, como toda vulgaridad es un crimen. No está en ti, Dorian, cometer un asesinato. Lamento si hiero tu vanidad diciéndote esto, pero te aseguro que es cierto. El crimen pertenece exclusivamente a las clases inferiores. No las culpo en lo más mínimo. Imagino que el crimen es

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para ellos lo que el arte es para nosotros, simplemente un método para procurarse sensaciones extraordinarias. -¿Un método para procurarse sensaciones? ¿Crees entonces que cuando uno ha cometido un asesinato es posible que pueda volver a cometerlo? No me digas eso. -¡Oh! Cualquier cosa que se vuelva placentera se hace con frecuencia -exclamó Lord Henry riendo-. Ése es uno de los secretos más importantes de la vida. Imagino, sin embargo, que el asesinato siempre es un error. Nunca se debería hacer algo de lo que no se puede hablar después de la cena. Pero dejemos de hablar del pobre Basil. Quisiera poder creer que ha tenido un fin realmente romántico como el que sugieres, pero no puedo. Me atrevo a decir que cayó en el Sena desde un ómnibus y el conductor tapó el escándalo. Sí; imagino que ése fue su fin. Lo veo ahora tendido hacia arriba bajo esas aguas verdes opacas, con pesadas barcazas flotando encima de él y largas hierbas enredadas en su cabello. ¿Sabes? No creo que hubiera hecho muchos más buenos trabajos. Durante los últimos diez años su pintura había decaído mucho. Dorian lanzó un suspiro, Lord Henry vagó por la habitación y comenzó a golpear la cabeza de un curioso loro de Java, un ave grande, de plumas grises y cresta y cola rosadas que se estaba balanceando sobre una percha de bambú. Mientras sus dedos puntiagudos lo tocaban, dejó caer la costra blanca de los párpados arrugados sobre los ojos negros como el cristal y comenzó a ladearse hacia adelante y hacia atrás. -Sí -continuó, dándose vuelta y sacando un pañuelo de su bolsillo-, su pintura había decaído completamente. Me parece que había perdido algo. Había perdido un ideal. Cuando tú y él dejaron de ser grandes amigos, él

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dejó de ser un gran artista. ¿Qué fue lo que los separó? Supongo que él te aburría. Si fue así, él nunca te olvidó. Es una costumbre que los aburridos tienen. A propósito, ¿qué pasó con el maravilloso retrato que te hizo? Creo que no lo volví a ver desde que él lo terminó. ¡Oh! Recuerdo que me dijiste hace años que lo habías enviado a Selby y se había perdido o había sido robado en el camino. ¿Nunca lo recuperaste? ¡Qué calamidad! Era realmente una obra de arte. Recuerdo que quise comprarlo. Pertenece a la mejor época de Basil. Desde entonces, sus trabajos tenían esa mezcla curiosa de mala pintura con buenas intenciones que siempre permite que un hombre sea llamado un artista británico representativo. ¿Pusiste avisos por él? Deberías haberlo hecho. -Lo olvidé -dijo Dorian-. Supongo que lo hice. Pero nunca me agradó realmente. Lamento haber posado para él. El recuerdo de ese objeto me es odioso. ¿Por qué hablas de él? Solía recordarme aquellas curiosas líneas de una obra -Hamlet, creo-, ¿cómo es que dicen? Como la pintura de un dolor, Un rostro sin corazón. Sí; así eran. Lord Henry rió. -Si un hombre trata la vida artísticamente, su cerebro es su corazón -contestó hundiéndose en un sillón. Dorian Gray meneó la cabeza y tocó unos suaves acordes en el piano. -“Como la pintura de un dolor -repitió- un rostro sin corazón”. El hombre mayor se tendió de espaldas y lo miró

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con ojos semicerrados. -A propósito, Dorian -dijo después de un rato“¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde -¿cómo es la cita?- su propia alma?” La música chirrió y Dorian Gray miró exaltado a su amigo. -¿Por qué me preguntas eso, Harry? -Mi querido amigo -dijo Lord Henry, levantando las cejas sorprendido-, te lo pregunté porque pensé que serías capaz de darme la respuesta. Eso es todo. Estaba atravesando el parque el domingo pasado, y cerca del Arco de Mármol había una pequeña multitud de gente de aspecto ruin escuchando a un vulgar predicador callejero. Mientras pasaba escuché al hombre gritando esta pregunta a su auditorio. Me conmovió como algo dramático. Londres es muy rica en efectos curiosos como éste. Un domingo lluvioso, un rústico cristiano con un impermeable, un círculo de blancos rostros enfermizos debajo de un techo quebrado de paraguas chorreantes, y una maravillosa frase lanzada al aire por un grito de labios histéricos -era realmente bueno en su género, totalmente sugestivo. Pensé decirle al profeta que el arte tenía alma pero que el hombre no. Me temo, no obstante, que no me hubiera comprendido. -No, Harry. El alma es una realidad terrible. Puede ser comprada, vendida y cambiada. Puede ser envenenada o volverse perfecta. Existe un alma en cada uno de nosotros. Lo sé. -¿Estás totalmente seguro de eso, Dorian? -Completamente. -¡Ah! Entonces debe ser una ilusión. Las cosas que uno siente absolutamente ciertas nunca son verdaderas. Ésa es la fatalidad de la fe, y la lección del romance.

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¡Qué serio estás! No estés tan serio. ¿Qué tenemos que ver tú y yo con las supersticiones de nuestra época? No; hemos abandonado nuestra creencia en el alma. Toca algo para mí. Toca un nocturno, Dorian, y mientras tocas, dime, en voz baja, cómo has conservado tu juventud. Debes tener algún secreto. Yo tengo sólo diez años más que tú, y estoy arrugado, gastado y amarillo. Tú eres realmente maravilloso, Dorian. Nunca luciste tan encantador como esta noche. Me recuerda el día en que te vi por primera vez. Eras bastante mofletudo, muy tímido, y absolutamente extraordinario. Has cambiado, por supuesto, pero no en apariencia... Quisiera que me dijeras tu secreto. Para recuperar mi juventud haría cualquier cosa en el mundo, excepto practicar ejercicios, levantarme temprano, o ser respetable. ¡La juventud! No hay nada igual. Es absurdo hablar de la ignorancia de la juventud. Las únicas personas cuyas opiniones escucho con cierto respeto ahora son más jóvenes que yo. Parecen que están delante de mí. La vida les ha revelado sus últimas maravillas. Respecto de los mayores, siempre los contradigo. Lo hago por principio. Si les preguntas su opinión sobre algo que sucedió ayer, solemnemente te darán la opinión corriente de 1820, cuando la gente usaba corbatines altos, creía en todo, y no sabía absolutamente nada. ¡Qué adorable lo que estás tocando! Me pregunto, ¿Chopin lo compuso en Mallorca, con el mar llorando alrededor de su villa y la espuma salada salpicando contra los cristales? Es maravillosamente romántico. ¡Qué bendición que exista un arte para nosotros que no sea imitativo! No te detengas. Quiero música esta noche. Me parece que eres el joven Apolo y que yo soy Marsias escuchándote. Tengo dolores, Dorian, que ni siquiera conoces. La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que otro es joven. Me sorprendo a veces de

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mi sinceridad. Ah, Dorian, ¡qué dichoso eres! ¡Qué vida tan exquisita has tenido! Te has embriagado profundamente de todas las cosas. Has aplastado las uvas contra tu paladar. Nada estuvo oculto para ti. Y todo eso ha sido para ti como el sonido de la música. No te ha estropeado. Eres todavía el mismo. -No soy el mismo, Harry. -Sí, eres el mismo. Me pregunto cómo será el resto de tu vida. No lo estropees con renunciamientos. En el presente eres un modelo perfecto. No te vuelvas incompleto. Ahora eres completamente intachable. No tienes que menear la cabeza; sabes que lo eres. Además, Dorian, no te engañes a ti mismo. La vida no está gobernada por la voluntad o la intención. La vida es una cuestión de nervios y fibras, y células lentamente construidas en las cuales se esconde el pensamiento y la pasión tiene sus sueños. Puedes imaginarte a salvo y pensarte fuerte. Pero un tono de color casual en una habitación o en el cielo matutino, un perfume particular que una vez has amado y que te trae recuerdos sutiles, un verso de un poema olvidado que vuelve a ti, una cadencia de una pieza musical que has dejado de tocar -te digo, Dorian, que de cosas como ésas, depende tu vida. Browning escribió sobre ellas en algún lugar; pero nuestros sentidos pueden imaginarlas para nosotros. Hay momentos en que el aroma de lilas blanc39 súbitamente se me atraviesa, y revivo el mes más extraño de mi vida otra vez. Quisiera poder cambiar de rol contigo, Dorian. El mundo ha clamado contra ambos, pero siempre te ha adorado a ti. Siempre te adorará. Eres el modelo que está buscando nuestra época, y que teme haber encontrado. Estoy tan contento de que no hayas hecho nada, nunca esculpiste una estatua ni pin 39. Lilas blancas (francés).

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taste un cuadro, ¡ni produjiste nada fuera de ti mismo! La vida ha sido tu arte. Te has dispuesto tú mismo para la música. Tus días son tus sonetos. Dorian se levantó del piano y se pasó las manos por el cabello. -Sí, la vida ha sido exquisita -murmuró- pero no voy a llevar la misma vida, Harry. Y no debes decirme esas cosas extravagantes. No sabes todo acerca de mí. Pienso que si lo supieras, incluso tú te apartarías de mi lado. Ríes. No rías. -¿Por qué has dejado de tocar, Dorian? Vuelve y bríndame el nocturno otra vez. Mira la magnífica luna color miel que cuelga del aire oscuro. Ella está esperando que la encantes, y si tocas se acercará más a la tierra. ¿Lo harás? Vayamos al club, entonces. Ha sido una noche encantadora, y debemos terminarla encantadoramente. Hay una persona en el White que desea conocerte inmensamente, el joven Lord Poole, el hijo mayor de Bournemouth. Ya ha copiado tus corbatas y me ha rogado que yo los presente. Es completamente delicioso y me recuerda bastante a ti. -Espero que no -dijo Dorian con una triste mirada en los ojos-. Pero estoy cansado esta noche, Harry. No iré al club. Son casi las once, y quiero irme a acostar temprano. -Quédate. Nunca has tocado tan bien como esta noche. Había algo en tu forma de tocar que era maravilloso. Tenía más sentimiento que las veces en que te había escuchado. -Es porque voy a ser bueno -contestó sonriendo. Estoy ya un poco cambiado. -No puedes cambiar para mí, Dorian dijo Lord Henry-. Tú y yo seremos siempre amigos. -Sin embargo, tú me envenenaste con un libro

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una vez. No debo olvidar eso. Harry, prométeme que nunca le prestarás ese libro a nadie. Hace daño. -Mi querido muchacho, estás realmente comenzando a moralizar. Pronto estarás como los conversos y los protestantes advirtiéndole a la gente sobre los pecados de los cuales te has cansado. Eres demasiado delicioso para hacer eso. Además, no es útil. Tú y yo somos lo que somos, y seremos lo que seremos. Respecto de ser envenenado por un libro, no existe tal cosa. El arte no tiene influencia sobre la acción. Aniquila el deseo de actuar. Es soberbiamente estéril. Los libros que el mundo llama inmorales son libros que le muestran su propia vergüenza. Eso es todo. Pero no discutiremos sobre literatura. Ven mañana. Voy a cabalgar a las once. Podemos ir juntos, y luego te llevaré a almorzar con Lady Branksome. Es una mujer encantadora, y quiere consultarte algo sobre unos tapices que piensa comprar. No dejes de venir. ¿O almorzaremos con nuestra duquesita? Dice que nunca te ve ahora. Quizás estás cansado de Gladys. Pensé que lo estarías. Su lengua sagaz te altera. Bien, en todo caso, ven a las once. -¿Debo venir realmente, Harry? -Por cierto. El parque está completamente adorable ahora. No creo que haya habido lilas como éstas desde el año en que te conocí. -Muy bien, estaré aquí a las once -dijo Dorian-. Buenas noches, Harry. Cuando llegó a la puerta, dudó por un momento, como si tuviera algo más qué decir. Luego suspiró y salió.

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Capítulo 20

Era una noche encantadora, tan cálida que llevó su abrigo en el brazo y ni siquiera se puso la bufanda de seda alrededor del cuello. Mientras vagaba rumbo a su casa, fumando un cigarrillo, dos hombres jóvenes vestidos de etiqueta pasaron a su lado. Escuchó que uno de ellos le susurraba al otro: “Ése es Dorian Gray”. Recordó qué complacido solía estar cuando era señalado, contemplado o comentado. Ahora estaba cansado de escuchar su nombre. La mitad del encanto del pueblito en el que había estado tan a menudo recientemente era que nadie lo conocía. Le había dicho a la muchacha a la que indujo a que lo amase que era pobre, y ella le había creído. Una vez le había dicho que era malvado, y se rió de él contestándole que las personas malvadas eran siempre viejas y muy feas. ¡Qué risa tenía ella! ¡Exactamente como la del canto de un tordo! ¡Y qué hermosa estaba con sus vestidos de algodón y sus grandes sombreros! Ella no sabía nada, pero tenía todo lo que él había perdido. Cuando llegó a casa, encontró a su criado esperándolo. Lo envió a dormir, se arrojó en el sofá de la biblioteca, y comenzó a pensar en algunas cosas que había dicho Lord Henry. ¿Era realmente cierto que uno nunca podía cambiar? Sentía una añoranza salvaje por la pureza inmaculada

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de su adolescencia -su rosada adolescencia, como Lord Henry la había llamado una vez. Sabía que se había empañado él mismo, llenando su mente de corrupción y dándole horror a su fantasía; que había sido una influencia nefasta para otros, y había experimentado un gozo terrible en serlo; y que de las vidas que se cruzaron por la suya, había sido la más clara y llena de promesas la que había arrastrado a la vergüenza. Pero, ¿todo era irrecuperable? ¿No había esperanza para él? ¡Ah! ¡En qué momento monstruoso de orgullo y pasión había suplicado que el retrato soportara la carga de sus días y él conservara el esplendor inmaculado de la eterna juventud! Todo su fracaso se debía a eso. Mejor hubiera sido para él que cada pecado de su vida le hubiera traído su certera y veloz sanción. Había purificación en el castigo. No debería ser “Perdónanos nuestros pecados” sino “Castíganos por nuestras iniquidades” la prédica de un hombre hacia el dios más justo. El espejo curiosamente cincelado que Lord Henry le había dado, hacía tantos años ahora, estaba encima de la mesa y los cupidos de miembros blancos reían alrededor como si fuera viejo. Lo levantó, como había hecho la noche de horror en que por primera vez había notado el cambio en el retrato fatal, y con los ojos desesperados y llenos de lágrimas se miró en el escudo pulido. Una vez, alguien que lo había amado terriblemente le había escrito una carta demencial que finalizaba con estas palabras de idolatría: “El mundo ha cambiado porque tú estás hecho de marfil y oro. Las curvas de tus labios reescriben la Historia.” Estas frases volvían a su memoria y él las repitió una y otra vez. Luego odió su propia belleza que lo había arruinado, su belleza y la juventud por la que había suplicado. Pero a pesar de aquellas dos cosas su vida podría

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haber estado libre de mancha. Su belleza había sido para él sólo una máscara; su juventud sólo una burla. ¿Qué es la juventud en última instancia? Un tiempo verde, inmaduro, un tiempo de humores superficiales y pensamientos enfermizos. ¿Por qué había usado su uniforme? La juventud lo había estropeado. Era mejor no pensar en el pasado. Nada podía alterar eso. Era sobre sí mismo, y su propio futuro, sobre lo que debía pensar. James Vane estaba oculto en una sepultura sin nombre en el cementerio parroquial de Selby. Alan Campbell se había disparado una noche en su laboratorio, pero no había revelado el secreto que él lo había obligado a saber. El alboroto por la desaparición de Basil Hallward pasaría pronto. Ya estaba disminuyendo. Estaba perfectamente a salvo entonces. No era, realmente, la muerte de Basil Hallward lo que más le pesaba en la mente. Era la muerte en vida de su propia alma lo que lo perturbaba. Basil había pintado el retrato que había provocado todo. Basil le había dicho cosas que eran intolerables, y que, aun así, había soportado con paciencia. El asesinato era simplemente la locura de un momento. Respecto de Alan Campbell, su suicidio había sido un acto voluntario. Él había elegido hacerlo. No tenía nada que ver con él. ¡Una nueva vida! Eso era lo que quería. Eso era lo que estaba esperando. Seguramente ya había comenzado. Había prescindido de una inocente, al menos. Nunca más tentaría a la inocencia. Sería bueno. Cuando pensó en Hetty Merton, comenzó a preguntarse si el retrato en la habitación cerrada habría cambiado. ¡Seguramente no sería tan horrible como había sido! Quizás si su vida se purificaba, sería capaz de extirpar cada señal de pasión perversa del rostro. Quizás las señales de perversidad se habían ido ya. Iría a ver.

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Tomó una lámpara de la mesa y se deslizó por las escaleras. Cuando desatrancó la puerta, una sonrisa de júbilo atravesó su rostro extrañamente joven y se demoró unos momentos en sus labios. Sí, sería bueno, y la cosa espantosa que había escondido no sería un terror para él. Sentía ya como si la carga hubiera sido disuelta. Entró calladamente, cerrando la puerta detrás de sí, como era su costumbre y tiró la cortina púrpura del retrato. Un gemido de pena e indignación brotó de él. No podía ver ningún cambio, excepto que en los ojos había una mirada de astucia y en la boca, la arruga curvada del hipócrita. La cosa era todavía detestable -más detestable, si era posible, que antes- y el rocío escarlata que manchaba la mano parecía más brillante, y más se parecía a sangre recién derramada. Entonces tembló. ¿Simplemente había sido la vanidad la que lo había hecho realizar un acto bueno? ¿O el deseo de una nueva sensación, como Lord Henry había dicho con su risa burlona? ¿O la pasión por representar un papel que a veces nos hace realizar cosas mejores de lo que nosotros somos? ¿O quizás todo eso? ¿Y por qué la mancha roja era más grande? Parecía haberse expandido como una enfermedad horrible sobre los dedos arrugados. Había sangre en los pies pintados, como si la cosa hubiese goteado -sangre incluso en la mano con la que no había empuñado el cuchillo. ¿Confesar? ¿Significaba que debía confesar? ¿Entregarse y ser llevado a la muerte? Sintió que la idea era monstruosa. Además, incluso si confesase, ¿quién le creería? No había rastro del hombre asesinado en ninguna parte. Todo lo que le pertenecía había sido destruido. Él mismo había quemado lo que había abajo. El mundo simplemente diría que estaba loco. Lo encerrarían si persistía con su historia... Sin embargo, era su deber confesar, sufrir el oprobio

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público, y hacer una reparación pública. Había un dios que pedía a los hombres que dijeran sus pecados tanto a la tierra como al cielo. Nada de lo que pudiera hacer lo limpiaría hasta que hubiera dicho su pecado. ¿Su pecado? Se encogió de hombros. La muerte de Basil Hallward le parecía muy insignificante. Estaba pensando en Hetty Merton. Porque éste era un espejo injusto, este espejo de su alma que estaba mirando. ¿Vanidad? ¿Curiosidad? ¿Hipocresía? ¿No había habido nada más en su renunciamiento que eso? Había habido algo más. Al menos así lo creía. Pero, ¿quién podía decirlo?... No. No había habido nada más. Por vanidad había prescindido de ella. Con hipocresía había usado la máscara de la bondad. Por amor a la curiosidad había probado el rechazo de sí mismo. Lo reconocía ahora. Pero ese asesinato, ¿lo perseguiría toda la vida? ¿Siempre estaría cargando con su pasado? ¿Debía realmente confesar? Nunca. Había sólo una pequeña evidencia en su contra. El retrato mismo era la evidencia. Lo destruiría. ¿Por qué lo había guardado tanto tiempo? Una vez le había dado placer observar su cambio y su envejecimiento. Últimamente no había sentido tal placer. Lo tenía despierto por la noche. Cuando salía, se aterrorizaba de que otros ojos pudieran mirarlo. Había atravesado de melancolía sus pasiones. Su mero recuerdo había malogrado momentos de gozo. Había sido como la conciencia para él. Sí, había sido la conciencia. Lo destruiría. Miró a su alrededor y vio el cuchillo con que había matado a Basil Hallward. Lo había limpiado muchas veces, hasta que no había quedado mancha en él. Estaba brillante y relucía. Como había asesinado al pintor, ahora asesinaría el trabajo del pintor, y todo lo que significaba. Mataría el pasado, y cuando estuviera

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muerto, él sería libre. Asesinaría esa monstruosa alma viva, y sin sus ominosas advertencias, estaría en paz. Tomó el cuchillo y apuñaló al retrato con él. Se escuchó un grito, y una caída. El grito fue tan horrible en su agonía que despertó a los criados temerosos y los sacó de sus habitaciones. Dos caballeros, que pasaban por la plaza, se detuvieron y miraron hacia la magnífica casa. Caminaron hasta dar con un policía y lo llevaron hasta allí. El hombre tocó la campanilla varias veces, pero no tuvo respuesta. Excepto por una luz en una de las ventanas superiores, la casa estaba toda a oscuras. Después de un rato se fue, pero se quedó parado en una puerta adyacente y vigiló. -¿De quién es esta casa, alguacil? -preguntó el mayor de los dos caballeros. -Del Sr. Dorian Gray, señor -contestó el policía. Se miraron el uno al otro, y se fueron caminando, con una mueca de desdén. Uno de ellos era el tío de Sir Henry Ashton. Adentro, en las dependencias de servicio de la casa, los domésticos a medio vestir estaban hablándose entre susurros unos a otros. La vieja Sra. Leaf estaba llorando y retorciéndose las manos. Francis estaba pálido como un muerto. Después de aproximadamente un cuarto de hora, se reunió con el cochero y uno de los lacayos y se deslizaron por la escalera. Golpearon, pero no hubo respuesta. Gritaron. Todo estaba quieto. Finalmente, después de vanos intentos de forzar la puerta, subieron al tejado y se dejaron caer por el balcón. Las ventanas cedieron con facilidad: sus pestillos eran viejos. Cuando entraron encontraron colgado sobre la pared un espléndido retrato de su amo tal como lo habían

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visto últimamente, con toda la maravilla de su juventud exquisita y su belleza. Tendido en el piso había un hombre muerto, vestido de etiqueta, con un cuchillo en el corazón. Estaba mustio, arrugado y su rostro era detestable. Hasta que no examinaron los anillos no reconocieron quién era.

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