La saga de Cugel

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Jack Vance LA SAGA DE CUGEL

Titulo Original: Cugel's Saga Traducción: Domingo Santos Portada: Antoni Garcés ©1983 by Jack Vance ©1987 Ultramar Editores SA 1º Edición: Abril, 1987 ISBN: 84-7386-419-0 Depósito Legal:NA-534-87

SOBRE EL AUTOR - JACK VANCE Jack Vance nació en 1916 en San Francisco, y trabajó como ingeniero de minas y periodista antes de dedicarse plenamente a la literatura a partir de 1945. Considerado como el maestro de la ciencia ficción fantástica, su obra está siendo reeditada constantemente en todo el mundo. Entre sus novelas más famosas se cuentan El Ciclo de Tschai, El planeta de la aventura, publicado en esta misma colección, y la Saga de la Tierra Moribunda, de la que esta novela forma el tercer volumen. La Saga De Cugel - (Comentario de la contraportada) Aunque escrita más de diez años después de su antecesora, Los Ojos De Sobremundo, La Saga De Cugel retoma a su héroe, Cugel el Astuto, en el mismo momento y lugar donde lo dejó al final del libro anterior: varado por segunda vez en una lejana playa septentrional, odiando más que nunca a Iucounu, el Mago Reidor, y deseoso de emprender de nuevo, y más que nunca, su venganza. Para ello tendrá que iniciar de nuevo el periplo que lo lleve de vuelta a Almery. Pero eso no arredra a un hombre del ingenio y la astucia de Cugel. Cruzando tierras desconocidas; actuando según se presente como ladrón de escamas mágicas, sanador de gusanos gigantes, capitán de una tripulación de coléricas mujeres; avanzando etapa a etapa, intenta, una vez más, el regreso a sus orígenes. Y, por el camino, encontrará a otros cuatro magos, víctimas también del Mago Reidor, y ansiosos como él de vengarse de Iucounu...

Donde prosiguen las aventuras de Cugel el Astuto, iniciadas en «Los ojos del sobremundo»

Libro Primero DE LA COSTA DE SHANGLESTON A SASKERVOY

1 Flutic Iucounu (conocido en toda Almery como «el Mago Reidor») había gastado a Cugel una de sus más hirientes bromas. Por segunda vez, Cugel había sido llevado por los aires, arrastrado hacia el norte a través del Océano de los Suspiros, y dejado caer sobre aquella melancólica playa conocida como la costa de Shanglestone. Cugel se puso en pie, se sacudió la arena de su capa v se ajustó el sombrero. Estaba a menos de veinte metros del lugar donde había sido dejado caer la primera vez, también a instancias de Iucounu. No llevaba espada, y su bolsa no contenía ningún terce. La soledad era absoluta. No podía oírse ningún sonido excepto el suspirar del viento entre las dunas. Muy hacia el este un impreciso promontorio penetraba en el agua, al igual que otro, muy remoto también, hacia el oeste. Al sur se abría el mar, vacío a no ser por el reflejo del viejo sol rojo. Las heladas facultades de Cugel empezaron a descongelarse, y toda una sucesión de emociones, una tras otra, se dejaron sentir en su interior, con la furia dominando a todas las demás. Iucounu debía estar gozando ahora plenamente de su jugarreta. Cugel alzó el puño derecho y lo agitó hacia el sur. — ¡Iucounu, esta vez te has pasado! ¡Esta vez pagarás por lo que has hecho! ¡Cugel promete venganza! Durante un tiempo caminó arriba y abajo, gritando y maldiciendo: una persona de largos brazos y piernas con lacio pelo negro, mejillas hundidas y una fruncida boca de gran flexibilidad. Era media tarde, y el sol, a mitad de camino ya hacia el oeste, se arrastraba por el cielo como un animal enfermo. Cugel, cuya principal virtud era ser práctico, decidió posponer el resto de sus maldiciones; lo más urgente ahora era hallar un abrigo para la noche. Apeló a una última maldición que arrojó brasas encendidas sobre la cabeza de Iucounu, luego echó a andar sobre los guijarros y trepó a la cresta de una duna para mirar en todas direcciones. Al norte, una sucesión de marismas y bosquecillos de alerces negros se perdía en la oscuridad. Cugel se limitó a lanzar una fugaz mirada hacia el este. Allí estaban los poblados e Smolod y Grodz, y la gente tenía buena memoria en la región de Cutz.

Al sur, inmóvil y lánguido, el océano se extendía hasta el horizonte y más allá. Al oeste, la orilla se dilataba hasta lo lejos para unirse con una línea de bajas colinas que penetraban en el mar, formando una especie de promontorio. Un destello rojizo parpadeó en la distancia, y Cugel sintió inmediatamente atraída su atención. ¡Un destello como aquel solamente podía significar la luz del sol reflejada en un cristal! Cugel marcó la posición del destello, que desapareció de su vista cuando el sol varió de posición. Bajó la cara de la duna y echó a andar a buen paso a lo largo de la playa. El sol se ocultó tras el promontorio; una penumbra gris lavanda se extendió sobre la playa. Un brazo de aquel enorme bosque conocido como el Gran Erm descendía desde el norte, sugiriendo un cierto número de siniestras posibilidades, y Cugel aceleró el paso a largas y rápidas zancadas. Las colinas se recortaban negras contra el cielo, pero no se veía ninguna señal de presencia humana. El desánimo se apoderó de Cugel. Siguió avanzando más lentamente ahora, escrutando con cuidado el paisaje, y al fin, con gran satisfacción, llegó a un amplio y elaborado edificio de diseño arcaico, escudado tras los árboles de un descuidado jardín. Las ventanas inferiores resplandecían con una luz ámbar: una visión alegre para un vagabundo sorprendido por la noche. Cugel giró rápidamente y se acercó al edificio, echando a un lado todas sus habituales precauciones de vigilancia y de echar primero un vistazo por las ventanas tras divisar dos formas blancas al borde del bosque, que retrocedieron rápidamente a las sombras cuando se volvió para mirar. Avanzó directamente hacia la puerta y tiró con energía de la cadena de la campanilla. Desde dentro llegó el sonido de un distante gong. Transcurrió un momento. Cugel miró nervioso por encima del hombro y tiró de nuevo de la cadena. Finalmente oyó acercarse unos lentos pasos desde el interior. La puerta se abrió ligeramente, y un hombre de rostro crispado, delgado, pálido y de hombros caídos miró por la rendija. Cugel usó los tonos más suaves de la gentileza. — ¡Buenas tardes! ¿Puedo preguntar cómo se llama este antiguo y agradable lugar? El viejo respondió sin la menor cordialidad: — Señor, esto es Flutic, donde reside el Maestro Twango. ¿Qué se te ofrece? — Nada fuera de lo normal -dijo Cugel alegremente-. Soy un viajero que parece que ha perdido su camino. En consecuencia, solicito la hospitalidad del Maestro Twango para esta noche, si es posible. — Completamente imposible. ¿De qué dirección vienes?

— Del este. — Entonces sigue el camino y cruza el bosque y la colina hasta Saskervoy. Encontrarás alojamiento acorde a tus necesidades en la Hospedería de las Lámparas Azules. — Esto está demasiado lejos, y de todos modos los ladrones me han robado todo mi dinero. — Encontrarás pocas comodidades aquí; el Maestro Twango dedica poca atención a los indigentes. -El viejo empezó a cerrar la puerta, pero Cugel puso el pie en la abertura. — ¡Espera! He visto dos formas blancas en el lindero del bosque, y no me atrevo a ir más lejos esta noche. — Sobre esto puedo aconsejarte -dijo el viejo-. Esas criaturas son probablemente remerodeadores, o calípedes hiperbóreos, si prefieres ese término. Vuelve a la playa y métete tres metros en el agua; estarás a salvo de su avidez. Luego, mañana, podrás seguir tu camino a Saskervoy. La puerta se cerró. Cugel miró ansiosamente por encima del hombro. A la entrada del jardín, donde una serie de grandes tejos flanqueaban el camino, entrevió un par de inmóviles figuras blancas. Se volvió hacia la puerta y tiró fuertemente de la cadena de la campanilla. Los lentos pasos volvieron a sonar sobre el suelo, y la puerta se abrió de nuevo. El viejo miró al exterior. — ¿Señor? — ¡Los ghouls están ahora en el jardín! ¡Bloquean el camino a la playa! El viejo abrió la boca para hablar, luego parpadeó cuando una nueva idea penetró en su mente. Inclinó la cabeza hacia un lado y dijo con astucia. — ¿No tienes fondos? — Ni siquiera una moneda. — Bien, entonces, ¿estás dispuesto a trabajar? — ¡Por supuesto, si sobrevivo a esta noche! — En ese caso, estás de suerte. El Maestro Twango puede ofrecer empleo a un trabajador voluntarioso. -El viejo acabó de abrir la puerta, y Cugel entró agradecido en el edificio. Con un floreo casi exuberante, el viejo cerró la puerta. — Ven, te llevaré al Maestro Twango para que discutas con él los términos de tu empleo. ¿Cómo quieres ser anunciado?

— Me llamo Cugel. — Así, pues. Te gustarán las oportunidades. ¿Vienes? ¡Aquí en Flutic somos activos! Pese a todo, Cugel retuvo el paso. — Dime algo acerca del empleo. Al fin y al cabo, soy una persona de calidad, y no meto la mano sobre cualquier cosa. — ¡No temas! El Maestro Twango te concederá todas las distinciones que quieras. ¡Ah, Cugel, serás un hombre feliz! ¡Oh, si yo fuera joven de nuevo! Por aquí, por favor. Cugel siguió en su sitio. — Primero lo primero. Estoy cansado y mi aspecto no es demasiado bueno a causa del viaje. Antes de conferenciar con el Maestro Twango me gustaría beber algo y quizá dar un par o tres bocados. De hecho, podríamos esperar hasta mañana por la mañana: así le haré mucha mejor impresión. El viejo meditó. — En Flutic todo es exacto, y cada cosa se equilibra con otra. ¿A qué cuenta cargar lo que comas y bebas? ¿A la de Gark? ¿A la de Gookin? ¿A la del propio Maestro Twango? Absurdo. Inevitablemente, la consumición deberá ser cargada a la cuenta de Weamish, es decir, yo. ¡Nunca! Mi cuenta está limpia, y tengo intención de que siga estándolo porque pronto voy a retirarme. — No comprendo nada de esto -gruñó Cugel. — ¡Oh, lo entenderás! Ahora vamos a ver a Twango. Cugel siguió de mala gana a Weamish hasta una estancia llena de estanterías y alacenas: un almacén de curiosidades, a juzgar por los artículos a la vista. — ¡Espera aquí un momentito! -dijo Weamish, y salió de la habitación cojeando sobre sus largas piernas. Cugel miró aquí y allá, inspeccionando las curiosidades y estimando su valor. Era extraño hallar tales objetos en un lugar tan remoto. Se inclinó para examinar un par de grotescas formas cuasi humanas talladas con extremado detalle. Un gran despliegue de habilidad artesana, pensó. Weamish regresó. — Twango te verá dentro de un momento. Mientras tanto, te ofrece para tu personal regalo esta copa de té de verbena, junto con estas dos galletas nutritivas, sin ningún cargo. Cugel bebió el té y devoró las galletas. — Este acto de hospitalidad de Twango, aunque simbólico, habla mucho en su favor. Señaló las alacenas-. ¿Todo esto es la colección personal de Twango?

— Así es. Antes de su actual ocupación, trataba ampliamente con estos artículos. — Sus gustos son extraños, me atrevería a decir incluso peculiares. Weamish alzó sus blancas cejas. — Al respecto no puedo decir nada. Todo esto me parece completamente normal. — En absoluto -dijo Cugel. Señaló el par de grotescas figuras-. Por ejemplo, raras veces he visto objetos tan estudiadamente repulsivos como este par de bibelots. ¡Están muy bien hechos, de acuerdo! ¡Observa el detalle con que están modeladas estas horribles orejitas! Los hocicos, las garras: ¡su malignidad es casi real! Pero pese a todos, son el trabajo innegable de una imaginación enferma. Los objetos retrocedieron y se irguieron. Uno de ellos dijo con voz rasposa: — Sin duda Cugel tiene buenas razones para pronunciar esas poco amables palabras; sin embargo, ni Gark ni yo podemos tomarlas a la ligera. El otro dijo: — ¡Tales observaciones merecen una reparación! Cugel tiene una lengua irresponsable. -Ambos salieron a saltos de la habitación. Weamish dijo con tono de reproche: — Has ofendido a Gark y a Gookin, que vinieron únicamente para custodiar las cosas de valor de Twango del pillaje. Pero lo que está hecho está hecho. Vamos a ver al Maestro Twango. Weamish llevó a Cugel a una amplia sala de trabajo; amueblada con una docena de mesas donde se apilaban libros, cajas y utensilios diversos. Gark y Gookin, con elegantes gorros de pico, rojo y azul respectivamente, miraron a Cugel con ojos irritados desde un banco. Twango estaba sentado ante un enorme escritorio; era bajo y corpulento, con barbilla pequeña, boca fina y cabeza medio calva, rodeada por una coronilla de relucientes rizos negros. De su mentón colgaba una excéntrica perilla. A la entrada de Cugel y Weamish, Twango hizo girar su silla. — ¡Ajá, Weamish! Este caballero, me han dicho, es Cugel. ¡Bienvenido a Flutic, Cugel! Cugel se sacó el sombrero e hizo una reverencia. — Señor, me siento agradecido por vuestra hospitalidad en esta oscura noche. Twango arregló los papeles de su escritorio y examinó a Cugel con el rabillo del ojo. Señaló una silla. — Siéntate, si quieres. Weamish me dice que te sientes inclinado a aceptar un empleo, bajo ciertas condiciones.

Cugel asintió cortésmente. — Me sentiré complacido de tomar en consideración cualquier puesto para el que me sienta cualificado, y que ofrezca una compensación apropiada. — ¡Así es! -dijo Weamish desde un lado-. En.Flutic las condiciones son siempre óptimas, y en el peor de los casos meticulosas. Twango tosió y dejó escapar una risita. — ¡Mi viejo y querido Weamish! ¡La nuestra ha sido una larga asociación! Pero ahora nuestras cuentas están saldadas y quiere retirarse. ¿Estoy en lo cierto en esto; Weamish? — ¡Lo estáis, hasta la última sílaba! Cugel hizo una delicada sugerencia: — Quizá deseéis describir los distintos niveles de empleo disponibles y sus requisitos correspondientes. Así, tras su análisis, podré indicaros de la manera que creo poder serviros mejor. — ¡Una petición juiciosa! -exclamó Weamish-. ¡Bien pensado, Cugel! O estoy muy engañado, o medrarás en Flutic. Twango ordenó de nuevo los papeles de su escritorio. — Mi negocio, en base, es simple. Exhumo y restauro tesoros del pasado. Luego los perito, los embalo y los vendo a un agente en Saskervoy, el cual los envía a su último consignatario, que según tengo entendido es un prominente mago en Almery. Si llevo a cabo cada una de las fases de la operación con mi mejor eficiencia (Weamish, con su espíritu burlón, ha utilizado la palabra «meticuloso»), a veces consigo extraer un pequeño beneficio — Conozco Almery -dijo Cugel-. ¿Quién es el mago? Twango rió suavemente. — Soldinck, el agente, se niega a librar esa información, a fin de que yo no le venda directamente mis productos con el doble de beneficio. Pero a través de otras fuentes he sabido que el consignatario es un tal Iucounu de Pergolo... ¿Decías algo, Cugel? Cugel se palpó sonriente el estómago. — Sólo un eructo. Normalmente, a esta hora, suelo cenar. ¿Vos no lo hacéis? Podríamos proseguir nuestra conversación sobre algunos platos de comida. — Todo a su tiempo -dijo Twango-. Ahora sigamos. Weamish ha supervisado durante mucho tiempo mis operaciones arqueológicas, y su puesto queda ahora vacante ¿Te dice algo el nombre de «Sadlark»?

— Sinceramente, no. — Entonces debo hacer una breve disgresión. Durante las guerras de Cutz, en el Eón Dieciocho, el demonio Underherd interfirió con el sobremundo, de modo que Sadlark descendió para arreglar las cosas. Por oscuras razones, yo sospecho que fue por simple vértigo, Sadlark cayó al cenagal, creando un pozo que he descubierto en mi propio patio trasero. Las escamas de Sadlark se han conservado hasta hoy, y ésos son los tesoros que recupero del lodo. — Sois afortunado de que el pozo esté tan cerca de vuestra residencia -dijo Cugel-. La eficiencia resulta así aumentada. Twango intentó seguir el razonamiento de Cugel, luego abandonó el esfuerzo. — Cierto. -Señaló a una mesa cercana-. Aquí hay una reconstrucción de Sadlark en miniatura. Cugel fue a inspeccionar el modelo, que había sido formado pegando gran número de escamillas plateadas a una matriz de alambre también plateado. El liso tronco se apoyaba sobre un par de piernas cortas terminadas en membranas circulares. Sadlark carecía de cabeza; el torso se erguía liso hasta una especie de torreta en forma de proa, en medio de cuya parte central había una escama particularmente compleja con un nódulo rojo. Cuatro brazos colgaban de la parte superior del torso; no eran evidentes ni órganos de los sentidos ni aparato digestivo, y Cugel le señaló a Twango este hecho como algo curioso — Sí, sin duda lo es -dijo Twango-. Las cosas son diferentes en el sobremundo. Como el modelo, Sadlark estaba constituido por escamas sobre una matriz no de hilo de plata sino de trama de fuerza. Cuando Sadlark se sumergió en el lodo, la humedad anuló esa trama de fuerza; las escamas se dispersaron y Sadlark quedó desorganizado, lo cual es el equivalente a la muerte en el sobremundo. — Una lástima -dijo Cugel, regresando a su asiento-. Su comportamiento parece que fue quijotesco desde un principio. — Probablemente cierto -dijo Twango-. Sus motivos son difíciles de dilucidar. Ahora volvamos a nuestros propios asuntos: Weamish va a abandonar nuestro pequeño grupo, y su puesto como «supervisor de operaciones» queda libre. ¿Se halla este puesto dentro de tus capacidades? — Creo que sí -dijo Cugel-. Las cosas valiosas que están enterradas siempre han despertado mi interés. — Entonces el puesto te viene como un guante. — ¿Y mi estipendio? — Será exactamente el de Weamish, pese a que Weamish ha sido un hábil y listo asociado durante muchos años. En tales casos, no hago favoritismos. — En números redondos, entonces, ¿cuántos terces gana Weamish?

— Prefiero mantener estos asuntos en un plano confidencial -dijo Twango-, pero Weamish, o así creo al menos, me permitirá revelar que la última semana ganó casi trescientos terces, y la anterior más o menos lo mismo. — ¡Cierto, de la primera a la última palabra! -dijo Weamish. Cugel se frotó la barbilla. — Parece que este estipendio es adecuado a mis necesidades. — Creo que si -dijo Twango-. ¿Cuándo puedes asumir tus obligaciones? Cugel se lo pensó sólo un momento. — Inmediatamente, en lo que a cómputo de salario se refiere. De todos modos, desearía disponer de unos días para estudiar vuestra forma de trabajar. Supongo que podréis proporcionarme alojamiento y comida adecuados durante ese período. — Todo ello es proporcionado a un coste nominal. -Twango se puso en pie-. Pero te tengo aquí hablando cuando seguramente estarás cansado y tendrás hambre. Weamish, como última tarea oficial, te llevará al refectorio, donde podrás cenar lo que quieras. Luego podrás descansar en cualquier tipo de acomodo que creas adecuado para ti. Cugel, te doy la bienvenida en tu nuevo empleo. Por la mañana podremos dejar sentados los detalles de tu compensación. — ¡Ven! -exclamó Weamish-. Al refectorio. -Corrió cojeando hacia la puerta, donde se detuvo y miró hacia atrás-. ¡Vamos, ven, Cugel! ¡En Flutic no se remolonea nunca! Cugel miró a Twango. — ¿Por qué está Weamish tan animado? ¿Y por qué no se remolonea nunca? Twango agitó la cabeza con afectuoso regocijo. — ¡Weamish no tiene igual! No intentes emularlo; no espero hallar nunca a nadie como él. — ¡Vamos, Cugel! -llamó de nuevo Weamish-. ¿Debemos quedarnos aquí hasta que el sol se apague? — Ahora voy, pero me niego a correr ciegamente por este corredor tan largo y oscuro. — ¡Entonces sígueme! Cugel siguió a Weamish hasta el refectorio: un salón con mesas a un lado y un bufete lleno de viandas al otro. Había dos hombres sentados, cenando. El primero, una persona de complexión robusta y cuello de toro, con una gran masa de rizado pelo rubio y expresión taciturna, comía grandes habas con pan. El segundo, tan flaco como un lagarto, consumía una comida no menos austera, de legumbres estofadas con un trozo de cebolla cruda para darle sabor.

La atención de Cugel, sin embargo, se centró en el bufete. Se volvió maravillado a Weamish. — ¿Siempre proporciona Twango tal cantidad de exquisiteces? — Sí, éste es normalmente el caso -respondió Weamish de forma desinteresada. — Esos dos hombres de allí, ¿quiénes son? — A la izquierda se sienta Yelleg; el otro es Malser. Forman el equipo de trabajo que tendrás que supervisar. — ¿Sólo dos? Esperaba un equipo más grande. — Descubrirás que esos dos son suficientes. — Para ser obreros manuales, su apetito es notablemente moderado. Weamish miró indiferente al otro lado de la estancia. — Así parece. En cuanto a ti, ¿qué quieres cenar? Cugel fue a inspeccionar desde más cerca el bufete. — Empezaré con un plato de este pescado ahumado, y una ensalada variada. Luego este pollo asado parece notablemente comestible: probaré una de sus patas, me hace gracia la extraña forma en que se articula..., y la guarnición parece estar en su punto. Finalmente, unas cuantas de estas pastas y una botella de este vino violeta de Mendolence; creo que esto bastará. ¡No hay duda de que Twango trata bien a sus empleados! Cugel llenó una bandeja con viandas de calidad, mientras Weamish tomaba solamente un plato pequeño de hojas de bardana hervidas. Maravillado, Cugel preguntó: — ¿Es adecuada esta mezquina comida para tu apetito? Weamish frunció el ceño y miró su plato. — Admito que es un tanto escasa. Pero considero que una dieta demasiado abundante reduce mi celo. Cugel rió confiadamente. — Pretendo innovar un programa de operaciones racionales, de modo que este frenético y atolondrado celo tuyo, con gran revuelo de ropas, sea innecesario. Weamish frunció los labios. — Descubrirás que, a veces, tendrás que trabajar tan duro como los que están bajo tu mando. Esa es la naturaleza de la posición de supervisor.

— ¡Nunca! -declaró expansivamente Cugel-. Insisto en una rígida separación de funciones. Un trabajador manual no debe supervisar, y un supervisor no debe efectuar trabajos manuales. Pero en cuanto a tu comida de esta noche, puesto que ya te has retirado del trabajo; ¡puedes comer y beber tanto como desees! — Mi cuenta está cerrada -dijo Weamish-. No tengo intención de volver a abrir los libros. — Oh, esto no tiene importancia -dijo Cugel-. De todos modos, si eso te preocupa, ¡come y bebe todo lo que quieras, a mi cuenta! — ¡Esto es muy generoso de tu parte! -Weamish saltó en pie y cojeó a toda velocidad hacia el bufete. Regresó con una selección escogida de carnes, frutas en conserva, dulces, un queso grande y una botella de vino, y pasó al ataque con sorprendente deleite. Un sonido procedente de arriba atrajo la atención de Cugel. Alzó la vista y descubrió a Gark y Gookin acuclillados en un estante. Gark sostenía una tablilla, en la que Gookin iba haciendo anotaciones, utilizando un estilo absurdamente largo. Gark inspeccionó la bandeja de Cugel. — Artículo: pescado ahumado, servido con ajo y un puerro, cuatro terces. Articulo: un pollo, calidad extra, tamaño grande, servido con un bol de salsa y siete tipos de guarnición, once terces. Articulo: tres pastas de fruta con hierbas, a tres terces la unidad, total nueve terces. Una ensalada de verduras surtidas, seis terces. Artículo: tres panecillos, a dos terces, total seis terces. Artículo: una tajada grande de conserva de membrillo, valor tres terces. Vino, nueve terces. Un servicio de mantel y cubiertos, un terce. — Anotado y calculado -dijo Gookin-. Cugel, pon tu marca en este sitio. — ¡No tan aprisa! -dijo Weamish secamente-. Mi cena de esta noche es a expensas de Cugel. Inclúyela en su cuenta. — Cugel, ¿es correcto esto? -preguntó Gark. — De hecho, hice esta invitación -admitió Cugel-. De todos modos, ceno aquí en mi calidad de supervisor. En consecuencia, ordeno que los siete cargos por mantenimiento sean borrados. En cuanto a Weamish, en su calidad de honorable ex empleado, cena también sin cargo. Gark y Gookin emitieron secas y agudas risitas, e incluso Weamish exhibió una dolorosa sonrisa. — En Flutic -dijo Weamish-, nada es dejado al azar. Twango distingue claramente sentimiento de negocio. Si Twango fuera propietario del aire, pagaríamos con monedas cada inhalación. Cugel habló con dignidad:

— Estas prácticas deben ser revisadas, e inmediatamente. De otro modo renunciaré a mi puesto. También tengo que señalar que el pollo estaba poco hecho y que al ajo le faltaba sabor. Gark y Gookin no le prestaron atención. Gookin anotó la comida de Weamish. — Muy bien, Cugel; una vez más requerimos que pongas tu marca. Cugel inspeccionó la tablilla. — Esos arañazos de pata de ave no significan nada para mí. — ¿De veras? -preguntó suavemente Gookin. Tomó la tablilla-. Ajá, observo algo que se nos había pasado. Añade tres terces por las pastillas digestivas de Weamish. — ¡Alto ahí! -rugió Cugel-. ¿A cuánto asciende la cuenta en este momento? — Ciento dieciséis terces. A menudo se nos da propina por nuestros servicios. — ¡Este no es el caso! -Cugel arrancó la tablilla de manos del otro y garabateó su marca-. ¡Ahora largaos! No puedo cenar dignamente con un par de pequeños cojitrancos de los pantanos mirando por encima de mi hombro. Gark y Gookin se alejaron dando furiosos saltos. Weamish dijo: — Esta última observación pareció más bien una patada en las partes nobles. Recuerda: Gark y Gookin son quienes preparan la comida, y cualquiera que les irrite se expone a encontrar sustancias nocivas en su comida. — ¡Será mejor que se guarden ellos de mí! -dijo Cugel firmemente-. Como supervisor, soy persona de importancia. ¡Si Twango no respalda mis órdenes, renunciaré a mi puesto! — Esa opción, por supuesto, está siempre a tu disposición..., tan pronto como liquides tu cuenta. — No veo un gran problema en ello. Si el supervisor gana trescientos terces en una semana, puedo liquidar con rapidez mi cuenta. Weamish dio un profundo sorbo de su vaso. El vino parecía desatar su lengua. Se inclinó hacia Cugel y habló en un ronco susurro. — Trescientos terces a la semana, ¿eh? ¡Para mi, eso fue pura suerte! Yelleg y Malser son buceafango, como los llamamos. Ganan de tres a veinte terces por cada escama que encuentran, según la calidad. Las «Hoja de Trébol Femoral» representan diez terces, como las «Doble Lumínica Dorsal». Una «Sequalion Entrecruzada», ya sea de la torreta o del pectoral, significa veinte terces. Las raras «Parpadeante Lateral» valen también veinte terces. Quien encuentre la «Estallido Pectoral de Luz» ganará cien terces. Cugel sirvió más vino en el vaso de Weamish.

— Te escucho atentamente. Weamish bebió el vino, pero excepto eso apenas parecía darse cuenta de la presencia de Cugel. — Yelleg y Malser trabajan desde antes del amanecer hasta que ya se ha hecho oscuro. Ganan entre diez y quince terces al día por término medio, de lo cual hay que deducir los costes de alojamiento, comida y demás. Como supervisor tú debes cuidar de su seguridad y comodidad, con un salario de diez terces al día. Adicionalmente, ganas una bonificación de un terce por cada escama exhumada por Yelleg y Malser, independientemente del tipo. Mientras Yelleg y Malser se calientan al fuego o toman su té, se supone que tú debes bucear en busca de escamas. — ¿Bucear? -preguntó perplejo Cugel. — Exacto: en el pozo creado por el impacto de Sadlark en el lodo. El trabajo es tedioso, y hay que bucear profundo. Recientemente -aquí Weamish se bebió todo el vaso de vino de un trago- di con todo un nido de escamas de buena calidad, con varias «especiales» entre ellas, y a la semana siguiente, por una afortunada casualidad, hice lo mismo. Así pude amortizar mi cuenta, y he decidido retirarme al instante. La comida de Cugel se había vuelto de pronto insípida. — ¿Y tus ganancias anteriores? — En los días buenos puedo ganar tanto como Yelleg y Malser. Cugel alzó los ojos al techo. — Con unos ingresos de doce terces al día y unos gastos diez veces superiores, ¿cómo le saca uno provecho a su trabajo? — Tu pregunta pone el dedo en la llaga. Antes que nada, uno aprende a comer sin hacer referencia a sutiles distinciones. Del mismo modo, cuando uno duerme el sueño del agotamiento, ignora la decoración de su cuarto. — ¡Como supervisor, haré cambios al respecto! -Pero Cugel hablaba con poca convicción. Weamish, ahora algo perplejo, alzó un largo y blanco dedo. — ¡De todos modos, no ignores las oportunidades! Existen, te lo aseguro, ¡y en los lugares más inesperados! — Se inclinó hacia adelante, haciéndole a Cugel un guiño de críptico significado. — ¡Habla! -dijo Cugel-. ¡Estoy atento! Tras eructar, tragar otro vaso de vino y mirar por encima del hombro, Weamish dijo:

— Sólo puedo señalar que, para vencer las tretas de alguien como Twango, se necesitan las más extraordinarias habilidades. — Tus observaciones son interesantes -dijo Cugel-. ¿Puedo volver a llenarte el vaso? — Con placer. -Weamish bebió satisfecho, luego se inclinó de nuevo hacia Cugel-. ¿Te importaría oír un gran chiste? — Me encantaría. Weamish habló con tono confidencial. — ¡Twango me considera ya en mí chochez! -Echándose hacia atrás en su silla, Weamish exhibió a Cugel una sonrisa llena de huecos de dientes. Cugel aguardó, pero el chiste de Weamish ya había sido dicho. Rió educadamente. — ¡Qué absurdo! — ¿No lo crees así? ¿Cuando, mediante el método más ingenioso, he conseguido liquidar mis cuentas? Mañana abandonaré Flutic y pasaré varios años viajando por entre los lugares de recreo más de moda. Luego dejaré que Twango se pregunte quién se halla en su chochez, si él o yo. — No tengo la menor duda sobre su veredicto. De hecho, todo está claro, excepto los detalles de tu «ingenioso método». Weamish hizo una mueca y un nuevo guiño y se humedeció los labios, mientras la vanidad y la jactancia luchaban contra los últimos elementos supervivientes de su cautela. Abrió la boca para hablar... Sonó un gong cuando alguien en la puerta tiró con fuerza de la cadena de llamada. Weamish empezó a ponerse en pie, luego, con una risa descuidada, volvió a dejarse caer en su silla. — Cugel, ahora es tarea tuya atender a los visitantes de última hora, y a los de antes también. — Soy «supervisor de operaciones», no lacayo general -dijo Cugel. — Una noble esperanza -dijo Weamish con añoranza-. Primero tendrás que entendértelas con Gark y Gookin, que se encargan de que todas las regulaciones sean cumplidas al pie de la letra. — ¡Aprenderán a caminar sin hacer ruido en mi presencia! La sombra de una deforme cabeza y un gorro puntiagudo cayó sobre la mesa. Una voz dijo: — ¿Quién aprenderá a caminar sin hacer ruido?

El gong sonó de nuevo. Gookin exclamó: — ¡Cugel, en pie! ¡Responde a la puerta! Weamish te dará instrucciones acerca de la rutina. — Como supervisor -dijo Cugel-, te asigno a partir de ahora a ti esta tarea. ¡Rápido! Como respuesta, Gookin hizo un floreo con un pequeño knut de tres colas, cada una de las cuales estaba rematada por una púa amarilla. Cugel dio un golpe al estante con tanta fuerza que Gookin voló cabeza abajo por los aires y fue a aterrizar sobre una bandeja de quesos surtidos colocada sobre el bufete. Cugel recogió el knut y lo sujetó por el mango, listo para usarlo. — Ahora, ¿vas a cumplir con tus obligaciones? ¿O debo darte una buena lección, y luego arrojarte a ti y a tu sombrero en ese perol de callos? Twango apareció a la carrera en el refectorio, con Gark sentado en su hombro, mirando con ojos desorbitados. — ¿Qué es toda esta conmoción? Gookin, ¿qué haces tendido entre los quesos? — Puesto que yo soy el supervisor -dijo Cugel-, creo que deberíais dirigiros a mí. El caso es el siguiente: ordené a Gookin que respondiera a la puerta. Intentó una flagrante insolencia, y estaba a punto de castigarle como corresponde. El rostro de Twango se volvió rosa por la ira. — ¡Cugel, ésta no es la rutina habitual! Hasta ahora el supervisor ha respondido siempre a la puerta. — ¡Acabamos de hacer un cambio en este mismo momento! El supervisor queda relevado de toda tarea menor. Ganará tres veces su anterior salario, con comida y alojamiento incluidos sin ningún cargo extra. El gong sonó una vez más. Twango murmuró una maldición. — ¡Weamish! ¡Responde a la puerta! ¿Weamish? ¿Dónde estás? Weamish había desaparecido del refectorio. Cugel dio una seca orden: — ¡Gark! ¡Responde al gong! Gark respondió con un hosco silbido. Cugel señaló la puerta. — ¡Gark, quedas despedido inmediatamente por insubordinación! Lo mismo se aplica a Gookin. Los dos abandonaréis de inmediato el lugar y regresaréis a vuestro pantano nativo.

Gark, al que ahora se le unió Gookin, respondió simplemente con desafiantes silbidos. Cugel se volvió hacia Twango. — Me temo que, a menos que mi autoridad sea respaldada, voy a verme obligado a dimitir. Twango alzó irritadamente los brazos. — ¡Ya basta de estas estupideces! ¡Mientras estamos aquí, el gong no deja de sonar! Se dirigió a largas zancadas al pasillo, hacia la puerta, con Gark y Gookin dando saltos a sus espaldas. Cugel les siguió a un paso mucho más moderado. Twango abrió la puerta de par en par, para dejar pasar a un hombre recio de mediana edad embozado en una capa marrón con capucha. Tras él entraron otros dos individuos vestidos del mismo modo. Twango dio la bienvenida al visitante con respetuosa familiaridad. — ¡Maestro Soldinck! ¡Es ya muy tarde! ¿Cómo os aventuráis tan lejos a estas horas? — Traigo noticias serias y urgentes, que no pueden aguardar ni un instante -dijo Soldinck con voz grave. Twango retrocedió, asombrado. — ¿Ha muerto Mercantides? — ¡La tragedia es de engaño y robo! — ¿Qué ha sido robado? -preguntó impacientemente Twango-. ¿Quién ha sido engañado? — Relataré los hechos. Hace cuatro días, exactamente al mediodía, vine aquí con el vehículo de seguridad. Lo hice en compañía de Rincz y Jornulk, ambos, como sabéis muy bien, ancianos y personas de reconocida probidad. — Su reputación nunca ha sido cuestionada, que yo sepa. ¿Por qué los traéis ahora con vos? — ¡Paciencia, y escuchad! — ¡Seguid! Cugel, tú eres un hombre de experiencia; quédate aquí y ejercita tu buen juicio. Éste es el Maestro Soldinck, de la Firma Soldinck y Mercantides, Agentes Comerciales. Cugel avanzo un paso, y Soldinck siguió con su declaración. — Entré con Rincz y Jornulk a vuestra estancia de trabajo. Allí, en nuestra presencia, contasteis y embalamos seiscientas ochenta escamas en cuatro cajas.

— Correcto. Eran cuatrocientas «ordinarias», doscientas «especiales» y ochenta «especiales de primera», de carácter único. — Exacto. Juntos, y en presencia de Weamish, cerramos las cajas, las sellamos, fijamos flejes y placas. Sugiero que sea llamado Weamish, a fin de que pueda colaborar con su sabiduría a la solución de nuestro misterio. — ¡Gark! ¡Gookin! Tened la bondad de avisar a Weamish. De todos modos, Maestro Soldinck, aún no habéis definido el misterio en si. — Lo haré ahora mismo. Entre vos, Weamish, Rincz, Jornulk y yo mismo, las escamas fueron embaladas como siempre en vuestra sala de trabajo. Luego Weamish, para nuestra supervisión, colocó las cajas sobre la carretilla, y todos le felicitamos tanto por la belleza con que había decorado la carretilla como por su cuidado en asegurarse de que las cajas no pudieran caer al suelo. Luego, con Rincz y yo a la cabeza, vos y Jornulk detrás, Weamish llevó cuidadosamente la carretilla pasillo abajo, deteniéndose, recuerdo, tan sólo para ajustarse un zapato y comentar conmigo el poco común frío que hacía. — Exacto. Continuad. — Weamish llevó la carretilla hasta el carro de seguridad, y las cajas fueron transferidas a la caja fuerte, que fue cerrada de inmediato. Extendí un recibo para vos, contrafirmado por Rincz y Jornulk, y en el que Weamish puso su marca como testigo. Finalmente os pagué vuestro dinero, y vos me disteis a cambio el recibo correspondiente. »Llevamos el carro directamente a Saskervoy, donde, con toda formalidad, las cajas fueron transferidas a una bóveda de seguridad, para ser enviadas a su debido momento a Almery. — ¿Y bien? — Hoy, Mercantides pensó en verificar la calidad de las escamas. Abrí una de las cajas, tan cuidadosamente certificada, para descubrir tan sólo fango y piedras. En consecuencia, fueron investigadas todas las cajas. Cada una no contenía más que tierra sin valor, y aquí tenéis el misterio. Esperamos que vos o Weamish podáis ayudarnos a resolver este sorprendente asunto o, si eso no es posible, nos devolváis nuestro dinero. — Esta última posibilidad queda fuera de cuestión., No puedo añadir nada a vuestras afirmaciones. Todo se produjo tal como habéis descrito. Es posible que Weamish observara algún incidente peculiar, pero estoy seguro de que me lo hubiera notificado. — De todos modos, su testimonio puede sugerir algún tipo de investigación, cuando se presente. Gark entró dando grandes saltos en la habitación, con los ojos excitadamente desorbitados. Exclamó con voz jadeante: — Weamish está en el tejado. ¡Se comporta de la forma más inhabitual!

Twango agitó desmayadamente los brazos. — Senil, sí, pero ¿estúpido tan pronto? ¡Apenas acaba de retirarse! — ¿Qué? -exclamó Soldinck-. ¿Weamish retirado? ¡Esto es una gran sorpresa! — ¡Para todos nosotros! Liquidó sus cuentas hasta el último terce, luego declaró que se retiraba. — Esto es de lo más extraño -dijo inmediatamente a Weamish del tejado!

Soldinck-.

¡Tenemos

que

hacer

bajar

Con Gark dando saltos al frente, Twango corrió al jardín, con Soldinck, Rincz, Jornulk y Cugel detrás. La noche era oscura, iluminada tan sólo por unas pocas constelaciones enfermizas. La luz de dentro del edificio, que brotaba de las ventanas que daban al tejado, mostró a Weamish siguiendo un precario camino a lo largo de la cresta del tejado. — Weamish -llamó Twango-, ¿qué haces ahí arriba? ¡Baja inmediatamente! Weamish miró a uno y otro lado hasta descubrir la fuente de la llamada. Al ver a Twango y Soldinck, lanzó un grito salvaje en el que el desafío parecía mezclarse con la hilaridad. — Esto es un respuesta más bien ambigua -dijo Soldinck. Twango llamó de nuevo: — Weamish, faltan un cierto número de escamas, y queremos hacerte una o dos preguntas. — Preguntad en otra parte, donde queráis y durante toda la noche si os place..., en cualquier lugar excepto aquí. Estoy caminando por el tejado, y no quiero ser molestado. — ¡Oh, vamos, Weamish, es a ti a quien queremos hacer las preguntas! ¡Tienes que bajar ahora mismo! — ¡Mi cuenta ha sido liquidada! ¡Camino por donde quiero! Twango apretó los puños. — ¡El maestro Soldinck está preocupado y desconcertado! ¡Las escamas desaparecidas son irreemplazables! — ¡No menos que yo, como vais a saber muy pronto! — Weamish emitió de nuevo su extraño grito.

— Weamish se ha vuelto loco -dijo tristemente Soldinck. — El trabajo daba significado a su vida -explicó Twango-. Buscó muy al fondo y encontró todo un nido de escamas, así que liquidó su cuenta. Desde entonces ha estado actuando de una forma extraña. — ¿Cuándo encontró las escamas? -preguntó Soldinck. — Apenas hace dos días. -Twango volvió a alzar la voz-. ¡Weamish! ¡Baja inmediatamente! ¡Necesitamos tu ayuda! — ¿Weamish encontró sus escamas después de que nosotros aceptáramos el último embarque? -preguntó Soldinck. — Exacto. De hecho, un día después. — Una curiosa coincidencia. Twango le miró inexpresivamente. — ¡Supongo que no sospecharéis de Weamish! — Los hechos señalan en esa dirección. Twango se volvió secamente. — ¡Gark, Gookin, Cugel! ¡Arriba, al tejado! ¡Ayudad a bajar a Weamish! — Gark y Gookin son mis subordinados -dijo Cugel altivamente-. Informadme de cuáles son vuestros deseos, y daré las órdenes necesarias. — ¡Cugel, tu actitud se ha vuelto intolerable! ¡Quedas destituido inmediatamente! ¡Ahora, arriba al tejado! ¡Quiero que Weamish sea bajado ahora mismo! — Mi cabeza no soporta las alturas -dijo Cugel-. Renuncio a mi puesto. — No hasta que tu cuenta haya sido saldada. E incluye los quesos finos sobre los cuales arrojaste a Gookin. Cugel protestó, pero Twango dirigió de nuevo su atención al tejado y se negó a escuchar. Weamish caminaba de un lado para otro por entre las dos vertientes del tejado. Gark y Gookin aparecieron tras él. Twango llamó: — ¡Weamish, ve con cuidado! ¡Gark y Gookin te conducirán! Weamish lanzó un último y alocado grito y, corriendo a lo largo del tejado, se arrojó al aire, para aterrizar de cabeza en el pavimento de abajo. Gark y Gookin se arrastraron hasta el borde del tejado para mirar con ojos muy abiertos a la desmadejada figura.

Tras una breve inspección, Twango se volvió a Soldinck. — Me temo que Weamish está muerto. — ¿Qué hay entonces de las escamas que faltan? — Deberéis buscar en otro lado -dijo Twango-. El robo no puede haberse producido en Flutic. — No estoy tan seguro -dijo Soldinck-. Si he de decir la verdad, sospecho lo contrario. — Estáis engañado por las coincidencias -dijo Twango-. La noche es fría; volvamos dentro. Cugel, lleva el cadáver al cobertizo del jardinero en la parte de atrás. La tumba de Weamish está preparada; puedes enterrarlo por la mañana. — Si recordáis -señaló Cugel-, he renunciado a mi puesto. Ya no me considero empleado en Flutic, a menos que vuestras condiciones mejoren notablemente. Twango dio una patada contra el suelo. — Oh, vamos, en estos momentos de tribulación ¿quieres irritarme con tonterías? ¡Carezco de paciencia para tratar contigo! ¡Gark! ¡Gookin! ¡Cugel piensa eludir sus obligaciones! Gark y Gookin avanzaron. Gookin lanzó un lazo corredizo en torno a los tobillos de Cugel, mientras Gark arrojaba una red sobre su cabeza. Cugel cayó pesadamente a suelo, donde Gark y Gookin le golpearon con estaca cortas. Tras un cierto tiempo, Twango acudió a la puerta. — ¡Ya basta! -exclamó-. ¡El clamor ofende nuestros oídos! Si Cugel ha cambiado de opinión, dejad que haga su trabajo. Cugel decidió obedecer las órdenes de Twango. Maldiciendo para sí, arrastró el cadáver al cobertizo en la parte de atrás del jardín. Luego cojeó hasta la choza que Weamish había dejado libre, y allí pasó la noche en vela a causa de las luxaciones, los arañazos y las contusiones. A primera hora Gark y Gookin golpearon a la puerta — ¡Sal a hacer tu trabajo! -exclamó Gookin-. Twango quiere inspeccionar el interior de esta choza. Cugel, pese a sus dolores, ya lo había hecho, sin resultado. Se alisó las ropas, ajustó su sombrero, salió de la choza, y se apartó a un lado mientras Gark y Gookin, bajo la dirección de Twango, inspeccionaban meticulosamente el lugar. Soldinck, que al parecer había pasado la noche en Flutic, observaba vigilante desde el umbral. Twango finalizó su búsqueda.

— Aquí no hay nada -le dijo a Soldinck-. ¡Weamish queda libre de toda sospecha! — ¡Pudo esconder las escamas en algún otro lugar! — ¡Improbable! Las escamas fueron embaladas mientras vos mirabais. Fueron llevadas al carro bajo una atenta guardia. Vos mismo, con Rincz y Jornulk, trasladasteis las cajas a vuestro carro. ¡Weamish no tuvo más oportunidades de robar las escamas que yo. — Entonces, ¿cómo explicáis la repentina riqueza de Weamish? — Encontró un nido de escamas. ¿Es eso tan extraño? Soldinck no tenía nada más que decir. Abandonó Flutic, de vuelta a Saskervoy al otro lado de la colina. Twango convocó a una reunión del personal en el refectorio. El grupo incluía a Yelleg, Malser, Cugel y Bilberd, el jardinero débil mental. Gark y Gookin permanecían acuclillados sobre un alto estante, observando la conducta de todos. Twango habló sombríamente. — ¡Hoy debemos sentirnos tristes! El pobre Weamish, mientras caminaba en medio de la oscuridad, sufrió un accidente y ya no está entre nosotros. Es una pena que no haya vivido para gozar de su retiro. ¡Esto debería hacernos reflexionar a todos! »Hay otras noticias, no menos inquietantes. Cuatro cajas de escamas, que representan un gran valor, han sido robadas de algún modo, alguien se ha apropiado de ellas. ¿Tiene alguno de vosotros alguna información, no importa lo trivial que parezca, relativa a este odioso caso? -Twango escrutó rostro tras rostro-. ¿No? En ese caso, no tengo más que decir. Todos a su trabajo, ¡y dejemos que la suerte de Weamish sea una inspiración para todos! »¡Una última palabra! Puesto que Cugel todavía no está familiarizado con las rutinas de este trabajo, pido que todos extendamos hacia él la mano de la buena amistad y le enseñemos todo lo que necesite conocer. A trabajar, con rapidez y eficiencia! Twango llamó a Cugel aparte. — Parece que esta noche hubo un malentendido respecto al significado de la palabra «supervisor». En Flutic, esta palabra señala a una persona que supervisa el confort y la conveniencia de sus compañeros trabajadores, incluido yo, pero que no controla en absoluto su conducta. — Esta distinción ha quedado ya muy clara -dijo secamente Cugel. — Exacto. Ahora, como tu primera obligación, enterrarás a Weamish. Su tumba está más allá, tras el macizo de arándanos. Puedes seleccionar también un lugar y excavar ya una tumba para ti mismo, en previsión del desgraciado caso de que murieras durante tu estancia en Flutic. — No hay que pensar en eso -dijo Cugel-. Pienso ir hasta muy lejos antes de morir.

— Weamish hablaba del mismo modo -indicó Twango-. ¡Pero está muerto! Y sus camaradas se han visto libres de una melancólica tarea, puesto que él mismo cavó, cuidó y decoró una espléndida sepultura. -Twango dejó escapar una triste risita-. ¡Weamish debió sentir el aletear de las alas del pájaro negro! ¡Apenas hace dos días lo descubrí limpiando y ordenando su tumba, y dejándolo todo bien dispuesto! — ¿Hace dos días? -consideró Cugel-. Eso fue después de que encontrara sus escamas. — ¡Cierto! ¡Era un hombre dedicado! ¡Confío en que tú, Cugel, mientras vivas y trabajes en Flutic, te sientas guiado por su conducta! — Espero hacer exactamente eso -dijo Cugel. — Ahora puedes enterrar a Weamish. Su carretilla está allá en el cobertizo. El mismo la construyó, y es de lo más acertado que la utilices para llevar su cuerpo a la tumba. — Ese es un pensamiento considerado. -Sin más palabras, Cugel fue al cobertizo y sacó la carretilla: una tabla sustentada por cuatro ruedas. Impelido, al parecer, por el deseo de adornar su trabajo, Weamish le había unido una especie de faldellín de tela azul oscuro que colgaba por los cuatro lados. Cugel cargó el cuerpo de Weamish en la carretilla y lo llevó a la parte de atrás del jardín. La carretilla funcionaba bien, aunque la superficie de carga parecía sujeta al marco de una forma un tanto insegura. Extraño, pensó Cugel, cuando aquel vehículo debía cargar con valiosas cajas de escamas. Tras una inspección, Cugel descubrió que un pasador aseguraba la superficie al marco. Cuando quitó el pasador, la superficie pivotó, y hubiera arrojado a un lado el cadáver si Cugel no hubiera estado alerta. Inspeccionó la carretilla con cierto detalle, luego llevó el cuerpo a aquella zona discreta en la parte norte de la propiedad que Weamish había seleccionado para su eterno descanso. Cugel examinó los alrededores. Una hilera de miradiones colgaba sus largos festones de flores púrpura sobre la tumba. Algunos huecos en el follaje permitían ver a lo largo de la playa y la enorme extensión del mar. A la izquierda, una pendiente cubierta de hierbaamarga y sirinx descendía hasta una charca de negro lodo. Yelleg y Malser estaban ya trabajando. Encogidos y estremecidos de frío, se sumergían desde una plataforma al lodo. Descendiendo tanto como podían con ayuda de pesos y cuerdas, tanteaban en busca de escamas, y finalmente emergían jadeando y resollando y chorreando negros goterones. Cugel agitó la cabeza con desagrado, luego lanzó una seca exclamación cuando algo pinchó su nalga derecha. Dio un salto y miró, y descubrió a Gark observándole desde debajo de la amplia hoja de una planta color carmesí. Llevaba un pequeño dispositivo mediante el cual podía arrojar piedras, y que evidentemente había utilizado contra Cugel. Gark ajustó su puntiagudo gorro rojo sobre su cabeza y avanzó dando saltos, — ¡Trabaja rápido, Cugel! ¡Hay mucho que hacer! Cugel no se dignó responder. Descargó solemnemente el cuerpo, y Gark se fue.

Realmente, Weamish había cuidado con orgullo su tumba. El agujero, de metro y medio de profundidad, había sido cavado cuadrado y limpio, aunque al fondo y a un lado la tierra parecía algo suelta. Cugel asintió con tranquila satisfacción — Muy probable -se dijo a si mismo-. Y en absoluto improbable. Pala en mano, saltó a la tumba y cavó en la tierra. Con el rabillo del ojo observó la pequeña figura con gorro rojo que se aproximaba. Gark había vuelto, con la esperanza de sorprender a Cugel y lanzarle otra piedra cuidadosamente apuntada. Cugel cargó la pala de tierra, dio una violenta palada hacia arriba, y oyó un satisfactorio chillido de sorpresa. Salió de la tumba. A una cierta distancia, Gark se sacudía la tierra de su gorro. — ¡Eres descuidado cuando arrojas la tierra! Cugel, apoyado en la pala, rió. — Si te deslizas por entre los arbustos, ¿cómo quieres que te vea? — La responsabilidad es tuya. Mi deber es inspeccionar tu trabajo. — ¡Salta dentro de la tumba, donde puedas inspeccionarle de cerca! Gark desorbitó los ojos, ultrajado, y se frotó la parte quitinosa de su boca. — ¿Me tomas por imbécil? ¡Sigue con tu trabajo! ¡Twango no paga buenos terces para que te pases las horas soñando. Gark, eres insistente. Está bien, si debo hacerlo, debo hacerlo. -Sin más ceremonias, hizo rodar a Weamish hasta la tumba, lo cubrió, y pateó la tierra. Así pasó la mañana. Al mediodía Cugel hizo una excelente comida de anguila braseada con nabos, una macedonia de frutas exóticas en conserva y una botella de vino blanco. Yelleg y Malser, inclinados sobre pan duro y bellotas encurtidas, le miraban de soslayo con sorpresa y envidia entremezcladas. A última hora de la tarde, Cugel fue a la charca para ayudar a los buceadores mientras terminaban el trabajo del día. El primero en emerger fue Malser, con las manos como garras, luego Yelleg. Cugel lavó el lodo con agua bombeada de un arroyo, luego Yelleg y Malser fueron a un cobertizo a cambiarse de ropas, con la piel arrugada y enrojecida por el frío. Cugel había olvidado encender el fuego, de modo que sus quejas se vieron interrumpidas solamente por el castañetear de sus dientes. Cugel se apresuró a reparar el olvido, mientras los buceadores hablaban del trabajo del día. Yelleg había extraído tres escamas «ordinarias» de debajo de una roca, mientras que Malser, explorando una grieta, había descubierto cuatro de la misma calidad. Yelleg le dijo a Cugel:

— Ahora puedes bucear si quieres, aunque la luz se va muy rápido. — Esta es la hora a la que buceaba Weamish -dijo Malser-. A menudo lo hacía también a primera hora de la mañana. Pero no importaba lo que hiciera, nunca olvidaba el fuego para calentarnos. — Fue un descuido por mi parte -dijo Cugel-. Todavía no estoy acostumbrado a la rutina. Yelleg y Malser gruñeron algo más, luego fueron al refectorio, donde cenaron algas hervidas. Para su propia cena, Cugel eligió primero una sopera de gulash de caza, con hierba mora y albóndigas de pasta. Para segundo plato seleccionó una espléndida loncha de cordero asado, con salsa picante y guarnición variada, y un denso vino tinto; luego, como postre, devoró un abundante plato de bayas de mung. Yelleg y Malser, al salir del refectorio, se detuvieron para aconsejar a Cugel. — Estás consumiendo alimentos de excelente calidad, pero los precios son desorbitados. Tu cuenta con Twango va a ocupar tus esfuerzos durante todo el resto de tu vida. Cugel se limitó a reír e hizo gesto de que no le importaba. — Sentaos, y permitidme reparar mis deficiencias de esta tarde. ¡Gark! Dos vasos más, otra botella de vino, ¡y rápido! Yelleg y Malser se sentaron de buen grado. Cugel fue generoso al llenar los vasos, v volvió a llenar también el suyo. Se reclinó cómodamente en su asiento. — Naturalmente -dijo-, la posibilidad de precios exorbitantes ya se me ha ocurrido. Pero puesto que no tengo intención de pagar, me importan un higo esos precios. Yelleg y Malser murmuraron sorprendidos: — Esa es una actitud notablemente osada. — En absoluto. En cualquier instante el sol puede sumirse en el olvido. En ese momento, aunque le deba a Twango diez mil terces por una larga serie de excelentes comidas, mis últimos pensamientos serán felices. Tanto Yelleg como Malser se mostraron impresionados por la lógica del concepto, que no se les había ocurrido previamente. Meditabundo, Yelleg dijo: — Tu idea parece ser que, si la deuda de uno con Twango se mantiene siempre entre los treinta y los cuarenta terces, ¡lo mismo da que sean diez mil! — Veinte mil, o incluso treinta mil, parecen incluso una deuda más digna -admitió Malser, también pensativo.

— Esta es realmente una ambición de gran alcance -declaró Yelleg-. ¡En este mismo momento, creo que voy a probar una buena loncha de ese cordero asado! — ¡Y yo también! -dijo Malser-. ¡Dejemos que Twango se preocupe por el precio! ¡Cugel, bebo a tu salud! Twango saltó de un reservado cercano, donde había permanecido sentado sin ser visto. — ¡He oído toda esta vil conversación! ¡Cugel, tus conceptos no te acreditan! ¡Gark! ¡Gookin! En el futuro, a Cugel se le servirá únicamente cocina Grado Cinco, similar a la que disfrutaba hasta ahora Weamish. Cugel se limitó a encogerse de hombros. — Si es necesario, pagaré mi cuenta. — ¡Eso son buenas noticias! -dijo Twango-. ¿Y qué piensas usar como terces? — Tengo mis pequeños secretos -dijo Cugel-. Te diré esto: pretendo introducir notables innovaciones en el proceso de recuperación de las escamas. Twango se echó a reír, incrédulo. — Por favor, realiza esos milagros en tu tiempo libre. Hoy olvidaste quitarles el polvo a las reliquias; tampoco enceraste ni puliste el parquet. Olvidaste cavar tu tumba, y no sacaste la basura de la cocina. — Gark y Gookin son los encargados de la basura -dijo Cugel-. Mientras aún era supervisor, reordené los esquemas de trabajo. Gark y Gookin, en el estante superior, emitieron una protesta. — Los esquemas siguen siendo los mismos de antes -dijo Twango-. Cugel, debes observar la rutina habitual. -Se fue de la habitación, dejando que Cugel, Yelleg y Malser terminaran su vino.

Antes de la salida del sol Cugel estaba despierto y en el jardín de atrás, donde el aire era húmedo y frío y lleno de un pesado silencio. Las siluetas de los tejos y los alerces formaban como irregulares dientes en la línea del cielo gris morado; la bruma se enroscaba en bajos jirones en el paisaje. Cugel fue al cobertizo del jardinero, donde se procuró una recia azada. A un lado, bajo un macizo de lujuriantes plantas, observó una tina de hierro, o una artesa, de unos tres metros de largo por uno de ancho, cuya finalidad no parecía evidente. Cugel examinó la artesa con cuidado, luego fue a la parte de atrás del jardín. Empezó a cavar bajo los miradiones la tumba que Twango le había ordenado.

Pese a la naturaleza melancólica de la tarea, Cugel cavó con celo. El trabajo fue interrumpido por el propio Twango, que cruzó cuidadosamente el jardín, vestido con sus ropajes negros y un sombrero bicornio de pelo negro para resguardar su cabeza contra la mordedura del frío matutino. Twango hizo una pausa junto a la tumba. — Veo que haces caso de mis reprimendas. Has trabajado bien, pero ¿por qué, puedo preguntar, has cavado tan cerca del pobre Weamish? Vais a yacer uno al lado del otro. — Exactamente. Tengo la sensación de que Weamish, si se le permitiera un último atisbo de percepción, hallaría consuelo en este hecho. Twango frunció los labios. — Es un loable sentimiento, aunque quizás un tanto florido. -Alzó la vista hacia el sol-. ¡El tiempo pasa aprisa! En tu atención a esta tarea en particular, estás olvidando la rutina. ¡En este momento tendrías que estar vaciando la basura de la cocina! — Esas tareas son más propias de Gark y Gookin. — ¡En absoluto! Las asas son demasiado altas. — ¡Entonces usemos cubos más pequeños! Tengo un trabajo más urgente que hacer, como la recuperación más rápida y eficiente de las escamas de Sadlark. Twango miró rápidamente a uno y otro lado. — ¿Qué sabes tú acerca de estos asuntos? — Como Weamish, tengo mi propio punto de vista al respecto. Como sabéis, Weamish consiguió un notable éxito. — Cierto... Sí, notable. Sin embargo, no podemos alterar las rutinas de Flutic en aras de una posibilidad especulativa impracticable. — Como queráis -dijo Cugel. Salió de la tumba y, durante el resto de la mañana, se dedicó a tareas serviles, riendo y cantando con tanto entusiasmo que Gark y Gookin no dudaron en informar de ello a Twango. A última hora de la tarde Cugel dispuso de una hora para dedicarse a sus propios asuntos. Colocó una hilera de lilas sobre la tumba de Weamish, luego siguió cavando su propia tumba. Al cabo de un rato observó el gorro azul de Gookin, allá donde aquel grotesco pastiche de homúnculo y rana estaba agazapado tras unas hojas de malvas. Cugel fingió no haberse dado cuenta de su presencia y siguió cavando con energía. Al cabo de poco encontró las cajas que Weamish había ocultado a un lado de su propia tumba.

Fingiendo descansar, Cugel examinó el paisaje. Gookin seguía acuclillado tras las malvas, como antes. Cugel volvió al trabajo. Una de las cajas había sido abierta, presumiblemente por Weamish, y todo su contenido extraído excepto un paquete de veinte «especiales» de bajo valor, dejadas allí quizá por omisión. Cugel se metió el paquete en el bolsillo, luego volvió a tapar la caja, justo en el momento en que Gookin se acercaba con su característico andar a saltos. — ¡Cugel, has excedido tu tiempo! ¡Tienes que aprender precisión! — Observaréis que estoy cavando mi tumba -respondió Cugel con dignidad. — ¡No importa! Yelleg y Malser necesitan su té. — Todo a su tiempo -dijo Cugel. Salió de la tumba y fue al cobertizo del jardinero, donde encontró a Yelleg y Malser de pie, encogidos y temblando. Yelleg exclamó: — ¡El té es una de las pocas cosas que Twango ofrece gratuitamente! ¡Todo el día tanteamos por entre el helado lodo, anticipando el momento en que podamos beber un poco de té y calentar nuestra aterida piel ante un fuego! — ¡Y no hay ni té ni fuego! -apuntilló Malser-. ¡Weamish era más competente! — ¡Tranquilos! -dijo Cugel-. Aún no domino la rutina. Cugel encendió el fuego y puso a hacer el té; Yelleg y Malser siguieron gruñendo un poco, pero Cugel les prometió mejor servicio en el futuro, y los buceadores se calmaron un tanto. Se calentaron y bebieron té, luego volvieron a la charca y se sumergieron en el lodo. Poco antes del anochecer Gookin llamó a Cugel a la despensa. Señaló una bandeja sobre la que descansaba una copa de plata. — Este es el tónico de Twango, que deberás servirle cada día a esta hora. — ¿Qué? -exclamó Cugel-. ¿Acaso mis obligaciones no tienen fin? Gookin se limitó a responder con un croar de indiferencia. Cugel tomó la bandeja y la llevó a la sala de trabajo. Halló a Twango seleccionando escamas: inspeccionándolas una a una con lupa, luego colocándolas en una y otra de las distintas cajas que tenía abiertas ante sí, con las manos enfundadas en suaves guantes de piel. Cugel dejó la bandeja. — Twango, necesito deciros unas palabras. Twango, con la lupa aplicada a su ojo, dijo: — En estos momentos, Cugel, estoy ocupado, como puedes ver.

— ¡Sirvo este tónico con una protesta! Cito una vez mas los términos de nuestro acuerdo, por el que pasaba a ser «supervisor de operaciones» en Flutic. Este puesto no incluye el oficio de mayordomo, pinche de cocina, portero y simple peón para todo. Si hubiera sabido todo esto... Twango hizo un gesto de impaciencia. — ¡Silencio, Cugel! Tu terquedad me irrita los nervios — De todos modos, ¿qué hay de nuestro acuerdo? — Tu posición ha sido reclasificada. La paga sigue siendo la misma, así que no tienes motivos de queja. -Twango bebió el tónico-. No quiero oír más sobre el tema. También podría mencionar que normalmente Weamish se ponía un chaquetilla blanca antes de servir el tónico. Considero que era un toque de agradecer. Twango volvió a su trabajo, consultando ocasionalmente las paginas de un gran libro encuadernado en piel con bisagras de latón y reforzado con filigrana de latón. Cugel le observó hoscamente desde un lado. Al fin dijo: — ¿Qué haréis cuando se terminen las escamas? — No necesito preocuparme por ello durante un tiempo -dijo Twango con tranquilidad. — ¿Qué es ese libro? — Es una obra erudita y mi material de referencia básico la «Anatomía íntima de diversos personajes del sobremundo» de Haruviot. La utilizo para identificar las escamas; en este aspecto es inapreciable. — Interesante -exclamó Cugel-. ¿Cuántos tipos de escamas habéis hallado? — No puedo especificarlo exactamente. -Twango señaló a un grupo de escamas aún por clasificar-. Esas «ordinarias» color gris verdoso son típicas de las zonas dorsales; las rosadas y bermellón son de debajo del torso. Cada una tiene su sonido característico. -Twango llevó una «ordinaria» gris verdosa a su oído y la golpeó suavemente con una varilla de metal. Escuchó con ojos entrecerrados-. El tono es perfecto! Es un placer manejar escamas como éstas. — Entonces, ¿por qué lleváis guantes? — ¡Ajá! Mucho de lo que hacemos confunde al lego. ¡Recuerda, tratamos con material del sobremundo! Cuando está mojado es suave, pero cuando está seco, a menudo irrita la piel. Twango miró a su diagrama y seleccionó una de las «especiales». — Extiende la mano... ¡Vamos, no tengas miedo! ¡No vas a convertirte de repente en un trasgo del sobremundo, te lo aseguro!

Cugel extendió reluctante una mano. Twango tocó su palma con la «especial». Cugel sintió un hormigueo en la piel y una pequeña sacudida, como la picadura de una lamprea. Retiró la mano con rapidez. Twango rió suavemente y devolvió la escama a su lugar. — Por esta razón llevo guantes cuando manejo escamas secas. Cugel frunció el ceño a la mesa. — ¿Todas son tan ásperas? — Entraste en contacto con una «Lapidativa Frontal de la Torreta», que es muy activa. Esas «Puntas de Articulación» son algo más suaves. La «Estallido Pectoral de Luz», sospecho, resultará la más activa de todas, puesto que controlaba toda la red de fuerzas de Sadlark. Las «ordinarias» son muy poco activas, excepto tras un contacto largo. — ¡Es sorprendente que estas fuerzas persistan tras tantos eones! — ¿Qué es el «tiempo» para el sobremundo? Es posible que esa palabra ni siquiera exista en su idioma. Y hablando del tiempo, Weamish dedicaba habitualmente este período a bucear en busca de escamas; a menudo trabajaba incluso durante horas por la noche. ¡Su ejemplo es realmente inspirador! ¡Así consiguió pagar su cuenta, con fortaleza, persistencia y tesón! — Mis métodos son distintos -dijo Cugel-. Pero los resultados puede que sean los mismos. Quizá llegue un tiempo en que mencionéis el nombre «Cugel» para inspirar a vuestro personal. — Supongo que no es imposible. Cugel salió al jardín de atrás. El sol se había puesto; en el ocaso, la charca era negra y opaca. Cugel se puso a trabajar con un fervor que hubiera impresionado incluso a Weamish. Arrastró la vieja artesa de hierro hasta el borde de la charca, luego bajó varios rollos de cuerda. La luz diurna se había desvanecido, excepto una franja color berenjena a lo largo del horizonte oceánico. Cugel estudió la charca, en la que a aquella hora se sumergía Weamish, guiado por el parpadeante resplandor de una única vela en su borde. Cugel agitó sardónicamente la cabeza y regresó con paso mesurado a la casa.

A primera hora de la mañana Cugel volvió a la charca. Unió varios rollos de cuerda para crear una sola línea, que ató de un recio junípero a un lado de la charca a un arbusto espinoso al otro, de modo que la cuerda quedara tendida por encima del centro de la charca.

Luego trajo un cubo y una ancha tina de madera al borde. Empujó la artesa a la charca, cargó tina y cubo a la improvisada chalana, subió a bordo, y luego, agarrándose a la cuerda, se empujó hasta el centro. Yelleg y Malser, llegados al lugar, se detuvieron asombrados a mirar. Cugel observó también los gorros rojo y azul de Gark y Gookin allá donde estaban agazapados tras un macizo de heliotropos. Cugel hundió profundamente el cubo en la charca, tiró de él, y vertió su contenido en la tina. Seis veces llenó y vació el cubo, luego empujó la artesa de vuelta al borde de la charca. Trasladó un cubo lleno de lodo al arroyo y, utilizando un cedazo grande, vació el contenido. Ante su sorpresa, cuando el agua hubo eliminado todo el lodo, quedaron dos escamas en el cedazo: una «ordinaria» y una segunda escama de notable tamaño, con elaborados esquemas radiales y un nódulo rojo mate en el centro. Un aleteo de movimiento, un pequeño brazo inquisitivo. Cugel fue a coger la nueva y fina escama, ¡pero demasiado tarde! Gookin se alejaba a grandes saltos. Cugel saltó como un gran felino y derribó a Gookin al suelo. Agarró la escama, pateó a Gookin en las magras posaderas y lo proyectó tres metros por los aires. Gookin cayó, saltó en pie, agitó su puño, charloteó una retahíla de aullantes maldiciones. Cugel respondió lanzándole un pesado terrón. Gookin se agachó, luego se dio la vuelta y corrió a toda velocidad hacia la casa. Cugel reflexionó un momento, luego cavó un hueco en el suelo junto a un arbusto de hojas azul oscuro y enterró su nueva escama especial. Se metió la «ordinaria» en su bolsa, luego fue a buscar otro cubo de lodo de la tina. Cinco minutos más tarde, con paso firme, Twango cruzó el jardín. Se detuvo para observar mientras Cugel lavaba en el cedazo un cubo de lodo. — Una idea ingeniosa -dijo Twango-. Muy ingeniosa..., aunque tenías que haber pedido permiso antes de tomar mis propiedades para tu uso particular. — Mi primera preocupación es conseguir escamas para nuestro mutuo beneficio -dijo Cugel fríamente. — Hummm... Gookin me ha dicho que has conseguido recuperar una notable «especial». — ¿una «especial»? No es más que una «ordinaria». — Cugel sacó la escama de su bolsa. Twango inspeccionó la escama con labios fruncidos, — Gookin, fue más bien específico en su informe.

— Gookin es el individuo para el que fue acuñada la palabra «mendacidad». No puede confiarse en él. Ahora discúlpame, por favor, pues quiero volver al trabajo. Mi tiempo es valioso. Twango se apartó dubitativo a un lado mientras Cugel echaba en el cedazo un tercer cubo de lodo. — Es muy extraño por parte de Gookin. ¿Cómo puedo haber descrito una «Estallido Pectoral» con unos detalles tan precisos? — ¡Bah! -dijo Cugel-. No puedo perder tiempo pensando en las fantasías de Gookin. — ¡Ya basta, Cugel! No me interesan tus opiniones. Dentro de exactamente siete minutos tienes que hacerte cargo de la lavandería.

Mediada la tarde el Maestro Soldinck, de la firma Soldinck y Mercantides, llegó a Flutic. Cugel lo condujo a la sala de trabajo de Twango, luego se atareó por las inmediaciones mientras Soldinck y Twango hablaban de las escamas desaparecidas. Como antes, Soldinck afirmó que las escamas nunca habían llegado realmente a su custodia, y basándose en ello exigió una devolución completa de su pago. Twango rechazó indignado la proposición. — Es un asunto que conduce a la perplejidad -admitió-. En el futuro deberemos usar formalidades más estrictas. — Todo esto está muy bien, pero en estos momentos estoy preocupado no por el futuro sino por el pasado. ¿Dónde están las escamas que me faltan? — Tan sólo puedo reiterar que firmasteis el recibo, hicisteis el pago, y os llevasteis la mercancía en vuestro carro. ¡Todo esto es indiscutible! ¡Weamish lo hubiera atestiguado, de estar vivo! — Weamish está muerto, y su testimonio no vale absolutamente nada. — Pero el hecho permanece. Si deseáis resarciros de vuestra pérdida, entonces utilizad el recurso clásico: elevad el precio a vuestro cliente. Él podrá soportar el alza. — Ésta, al menos, es una sugerencia constructiva -dijo Soldinck-. Lo consultaré con Mercantides. Mientras tanto, pronto vamos a embarcar una carga variada a bordo del Galante, y esperamos incluir un envío de escamas. ¿Podéis preparar otro pedido de cuatro cajas para dentro de un día o así? Twango se rascó la barbilla con un gordezuelo dedo índice.

— Tendré que trabajar horas extras seleccionando e indexando; de todos modos, si utilizo todas mis reservas, creo que puedo preparar un pedido de cuatro cajas en un día o dos. — Eso será satisfactorio; así lo informaré a Mercantides. Dos días más tarde Cugel colocó ciento diez escamas, en su mayor parte «ordinarias», delante de Twango, sobre su escritorio. Twango las contempló con absoluta sorpresa. — ¿Dónde las encontraste? — Parece que he localizado la bolsa de la que Weamish extrajo tantas escamas. No dudo que todas éstas liquidan mi cuenta. Twango frunció el ceño a las escamas. — Un momento mientras compruebo los registros... Cugel, debes todavía cincuenta y tres terces. Gastaste demasiado en el refectorio, y veo algunos cargos extra que quizá no hayas tenido en cuenta. — Dejadme ver esas entradas... No puedo imaginar a qué corresponden esos registros. — Algunos fueron anotados por Gark y Gookin. Quizá sean un tanto inconcretos. Cugel arrojó disgustado el libro de entradas. — ¡Insisto en una cuenta detallada, exacta y legible! Twango habló apretando mucho los labios. — Tu actitud, Cugel, es a la vez impertinente y cínica. No me siento favorablemente impresionado. — Cambiemos de tema -dijo Cugel-. ¿Cuándo esperáis al Maestro Soldinck? — De un momento a otro. ¿Por qué lo preguntas? — Siento curiosidad hacia sus métodos comerciales. Por ejemplo, ¿qué le puede cobrar a Iucounu por una «especial» realmente notable, como el «Estallido Pectoral de Luz»? — Dudo que el Maestro Soldinck revele alguna vez esa información -dijo Twango con voz densa-. ¿Puedo preguntar cuál es la base de tu interés? — No tiene gran importancia. Durante una de nuestras conversaciones, Weamish teorizó que Soldinck quizá prefiriera comprar las «especiales» más caras directamente del buceador, aliviándoos así a vos de un considerable trabajo de pormenorización.

Por un momento Twango agitó los labios sin ser capaz de pronunciar ninguna palabra. Finalmente dijo: — La idea es absurda, en todas sus fases. El Maestro Soldinck rechazaría cualquier escama con unos antecedentes tan dudosos. El único vendedor autorizado soy yo, y se necesita mi sello para garantizar su autenticidad. Cada escama tiene que ser cuidadosamente identificada y correctamente indexada. — Y los cargos que hacéis a vuestro personal, ¿también son exactos y se hallan correctamente indexados? Oh, sólo por curiosidad, permitidme hacerle esa pregunta al Maestro Soldinck. Twango cogió furioso la cuenta de Cugel. — Naturalmente, puede que se produzcan pequeños errores, en una u otra dirección. Al final siempre tienden a equilibrarse... Si, aquí veo un error, donde Gark se equivocó al situar una coma decimal. Deberé advertirle que tenga más cuidado. Ya es hora de que vayas a servir el té a Yelleg y Malser. ¡Tienes que enmendarte de esta conducta indolente! ¡En Flutic somos activos! Cugel regresó a la charca. Era mediada la tarde de un día extremadamente frío, con una serie de nubes negro-purpúreas de forma peculiar velando el hinchado sol rojo. Un viento del norte encrespaba la superficie del lodo; Cugel se estremeció y se apretó la capa en torno al cuello. La superficie de la charca se hendió; Yelleg emergió y se izó a la orilla con engarfiados brazos, y se puso en pie encogido, chorreando lodo. Examinó lo que había cogido pero sólo encontró guijarros, que echó con disgusto a un lado. Malser, a gatas, trepó a la orilla y se unió a Yelleg; los dos corrieron a la choza de descanso, para volver a salir un momento más tarde, furiosos. — ¡Cugel! ¿Dónde está nuestro té? El fuego no es ni siquiera cenizas! ¿Acaso no tienes piedad? Cugel se dirigió hacia la choza, donde Yelleg y Malser avanzaron hacia él con aire amenazador. Yelleg agitó un enorme puño ante su rostro. — ¡Has cometido tu última negligencia! ¡Hoy tenemos intención de darte una paliza y arrojarte a la charca! — Un momento -dijo Cugel-. Permitidme encender el fuego, puesto que yo también tengo frío. Malser, prepara el té, por favor. Incapaces de hablar por la rabia, los dos buceadores retrocedieron mientras Cugel encendía el fuego. — Ahora -dijo Cugel-, supongo que os satisfará saber que he descubierto una rica bolsa de escamas. He pagado mi deuda, de modo que a partir de ahora Bilberd el jardinero será el encargado de serviros el té y encender el fuego. Yelleg preguntó, entre apretados dientes:

— ¿Has renunciado a tu puesto? — Todavía no. Seguiré, al menos durante un breve período, en calidad de consejero. — Estoy desconcertado -dijo Masler-. ¿Cómo has podido descubrir tantas escamas con tan poco esfuerzo? Cugel sonrió y se encogió de hombros. — Habilidad, y un poco de suerte. — Pero sobre todo suerte, ¿eh? ¿Del mismo tipo que la que tuvo Weamish? — ¡Oh, Weamish, pobre tipo! ¡Trabajó duro y durante mucho tiempo para conseguir su suerte! La mía ha llegado mucho más rápido. ¡He sido afortunado! Yelleg dijo pensativamente: — Una curiosa sucesión de acontecimientos. Desaparecen cuatro cajas de escamas. Luego Weamish líquida su cuenta. Luego Gark y Gookin vienen con sus garras. Weamish salta del tejado. A continuación, el honesto trabajador Cugel paga su cuenta, pese a que solamente busca escamas una hora al día. — Curioso, realmente -dijo Malser-. Me pregunto dónde pueden estar las escamas que faltan. — ¡Yo también! -dijo Yelleg. — Quizá vosotros podáis perder tiempo desenredando madejas -dijo Cugel con suave censura-; yo debo seguir buscando escamas. Cugel fue a su artesa y cargó varios cubos de lodo. Yelleg y Malser decidieron no trabajar más, puesto que cada uno había recogido tres escamas. Tras vestirse, permanecieron en el borde de la charca observando a Cugel y murmurando entre sí en voz baja. Durante la cena Yelleg y Malser prosiguieron su conversación, lanzando de tanto en tanto miradas a Cugel. Finalmente Yelleg golpeó con el puño la palma de su otra mano, como si se le hubiera ocurrido un nuevo pensamiento, que comunicó de inmediato a Malser. Luego los dos asintieron juiciosamente y miraron de nuevo hacia Cugel. A la mañana siguiente, mientras Cugel trabajaba en su cedazo, Yelleg y Malser salieron al jardín de atrás. Cada uno llevaba un lirio, que depositaron sobre la tumba de Weamish. Cugel les observó atentamente con el rabillo del ojo. Ni Malser ni Yelleg dirigieron a su tumba más que una atención circunstancial; de hecho, tan poca, que mientras retrocedían Malser cayó en la excavación. Yelleg le ayudó a salir de ella, y los dos fueron a su trabajo.

Cugel corrió hacia la tumba y miró al fondo. La tierra había cedido de la pared lateral, y la esquina de una caja podía haberse puesto en evidencia a una atenta mirada. Cugel se frotó pensativo la barbilla. La caja no era llamativa. Con toda posibilidad, Malser, mortificado por su torpe caída, ni siquiera la habría visto. Esta, al menos, era la teoría más razonable. De todos modos, seria juicioso trasladar las escamas; lo haría a la primera oportunidad. Llevó la artesa al centro de la charca y llenó la tina; luego regresó a la orilla, tamizó el lodo, y descubrió un par de «ordinarias» en el cedazo. Twango llamó a Cugel a la sala de trabajo. — Cugel, mañana enviaremos cuatro cajas de escamas escogidas, exactamente al mediodía. Ve a la carpintería y que construyan cuatro cajas resistentes según las especificaciones. Luego limpia la carretilla, engrasa las ruedas y déjalo todo en perfecto estado; no quiero que haya problemas esta vez. — No temáis -dijo Cugel-. Haremos el trabajo como corresponde.

Al mediodía, Soldinck, con sus compañeros Rincz y Jornulk, detuvieron su carro delante de Flutic. Cugel les saludó educadamente y les condujo hasta la sala de trabajo. Twango, algo molesto por el escrutinio que Soldinck hizo del suelo, paredes y techo, dijo secamente: — Caballeros, sobre la mesa observaréis escamas en número de seiscientas veinte, «ordinarias» y «especiales», tal como está especificado en esta factura. Primero inspeccionaremos, verificaremos y empaquetaremos las «especiales». Soldinck señaló a Gark y Gookin. — No mientras ese par de monstruos subhumanos estén aquí. Creo que de alguna forma arrojaron un conjuro que no solamente confundió al pobre Weamish sino a todo el resto de nosotros. Luego se apoderaron de las escamas. — Las palabras de Soldinck parecen sensatas -afirmó Cugel-. Gark, Gookin: ¡fuera! ¡Id a cazar ranas al jardín! Twango protestó: — ¡Esto es una estupidez totalmente innecesaria! Sin embargo, si vos lo queréis así, tengo que aceptar que Gark y Gookin se marchen. Lanzando furiosas miradas con sus rojizos ojos a Cugel, Gark y Gookin salieron irritados de la estancia.

Twango contó entonces las escamas «especiales», mientras Soldinck las comprobaba con la factura y Cugel las empaquetaba una a una y las metía en la caja bajo el vigilante escrutinio de Rincz y Jornulk. Luego, las «ordinarias» fueron empaquetadas de la misma forma. Cugel, observado de cerca por todos, clavó las tapas a las cajas, las aseguró bien, y las colocó sobre la carretilla. — Ahora -dijo Cugel-, puesto que desde este punto hasta el carro yo soy el principal custodio de las cajas, insisto en que, con todos ustedes como testigos, las cajas sean lacradas, y yo inscribiré mi marca en los lacres. De este modo todos nos aseguraremos de que las cajas que hemos llenado y cargado aquí sean las mismas que llegan con toda seguridad al carro. — Una sabia precaución -dijo Twango-. Todos seremos testigos de la operación. Cugel selló las cajas con lacre, puso su marca en la cera que se endurecía, luego ató las cajas sobre la plataforma de la carretilla. Explicó: — Debemos tener cuidado de que las vibraciones o alguna sacudida inesperada no muevan alguna de las cajas, con posible daño de su contenido. — Correcto, Cugel. ¿Estamos listos? — Listos. Rincz y Jornulk, vos iréis primero, cuidando de que el camino esté despejado. Soldinck, vos precederéis la carreta cinco pasos. Yo la empujaré, y Twango seguirá cinco pasos más atrás. Así, llevaremos con absoluta seguridad las escamas hasta el carro. — Muy bien -dijo Soldinck-. Que así sea. ¡Rincz, Jornulk! ¡Vosotros iréis primero, y estad atentos! La procesión partió de la sala de trabajo y cruzó un oscuro pasillo de quince metros de largo, haciendo sólo una pausa, el tiempo suficiente para que Cugel preguntara a Soldinck, que iba delante de él: — ¿Todo despejado? — Todo despejado -le tranquilizó Soldinck-. ¡Puedes seguir! Cugel empujó la carretilla sin más demora, y la llevó hasta el carro. — ¡Observad todos! Las cajas son entregadas junto al carro en número de cuatro, cada una lacrada con mi marca. Soldinck, a partir de aquí os transfiero a vos la custodia de estos valiosos artículos. Ahora aplicaré más lacre, sobre el cual estamparéis vuestra propia marca... Muy bien: mi parte en el asunto ha terminado. Twango felicitó a Cugel. — ¡Y muy bien hecho, Cugel! Todo ha sido correcto y eficiente. La carretilla lucía espléndida con esa nueva capa de barniz que le has aplicado y esos hermosos faldones que le puso Weamish. Ahora, Soldinck, si me entregáis el recibo y mi pago, la transacción habrá quedado completada.

Soldinck, aún con aire hosco, entregó el recibo y contó la cantidad de terces estipulada; luego, con Rincz y Jornulk, subió al carro y emprendió la marcha hacia Saskervoy. Mientras tanto, Cugel llevó la carreta al cobertizo. Allí, invirtió su superficie, haciéndola girar sobre sus goznes ocultos, para dejar a la vista las cuatro cajas. Levantó las tapas, extrajo los paquetes de las escamas, echó las cajas rotas al fuego y metió las escamas en un saco. Un atisbo de movimiento llamó su atención. Miró de soslayo y percibió un gorro rojo y puntiagudo desaparecer de su vista en la ventana. Cugel se mantuvo inmóvil durante diez segundos, luego actuó aprisa. Corrió fuera, pero no vio ni a Gark ni Gookin, ni tampoco a Yelleg ni a Malser, que presumiblemente estaban buceando en la charca. Regresó al cobertizo, tomó el saco de escamas y corrió con pies ligeros a la choza ocupada por Bilberd el jardinero tonto. Ocultó el saco bajo un montón de basura en un rincón, luego regresó corriendo al cobertizo. Metió en otro saco un surtido de clavos, tachas, tuercas, tornillos y otra chatarra, y volvió a colocar el saco en un estante. Luego, tras agitar el fuego en torno a las cajas quemadas, se apresuró a barnizar la superficie superior de la carretilla. Tres minutos más tarde llegó Twango, con Gark y Gookin a sus talones, estos últimos llevando garfios de mango largo. Cugel alzó una mano. — ¡Cuidado, Twango! ¡El barniz está mojado! — ¡Cugel, no tienes escapatoria! -exclamó Twango con voz nasal-. ¿Dónde están las escamas? — ¿Las escamas? ¿Por qué las queréis ahora? — ¡Cugel, las escamas, por favor! Cugel se encogió de hombros. — Como queráis. -Bajó una bandeja de un estante-. La mañana ha sido más que decente. Seis «ordinarias» y una espléndida «especial». ¡Observad este extraordinario espécimen, por favor! — Sí, es una «Astrágalo Malar», que encaja en la parte del codo del tercer brazo. Es un espécimen excelente, sin duda. ¿Dónde están las otras que, según tengo entendido, son varios cientos? Cugel le miró desconcertado.

— ¿Dónde habéis oído una fantasía tan extraordinaria? — ¡Eso no importa! ¡Muéstrame las escamas, o tendré que pedirles a Gark y Gookin que las encuentren! — Oh, bien, adelante -dijo Cugel con dignidad-. Pero primero dejadme proteger mi propiedad. -Colocó las seis «ordinarias» y la «Astrágalo Malar» en su bolsa. En aquel momento, Gark saltó sobre el banco y lanzó un raspante croar de triunfo mientras bajaba el saco que Cugel acababa de poner en el estante. — ¡Este es el saco! ¡Noto el peso de las escamas! Twango vació el contenido del saco. — Hace un momento -dijo Cugel- abrí este saco para buscar un clavo para la carretilla. Tal vez Gark confundió esos objetos con escamas. -Cugel se dirigió a la puerta-. Os dejo para que podáis proseguir vuestra búsqueda. Se acercaba la hora en que Yelleg y Malser salían normalmente a tomar su té. Cugel miró en el interior de la choza, pero el fuego estaba apagado y no se veía a los buceadores por ninguna parte. Estupendo, pensó Cugel. Ahora era el momento de retirar de su tumba las escamas que había cogido Weamish. Fue a la parte de atrás del jardín, donde, a la sombra del miradiano, había enterrado a Weamish y cavado su propia tumba. No había observadores indeseados por ninguna parte. Cugel fue a saltar al interior de su tumba, pero se detuvo en seco, inmovilizado por la visión de cuatro cajas violentadas y vacías en el fondo del agujero. Cugel regresó a la casa y se dirigió al refectorio, donde encontró a Bilberd, el jardinero. — Estoy buscando a Yelleg y Malser -dijo-. ¿Los has visto recientemente? Bilberd sonrió tontamente y parpadeó. — Claro que los he visto, hará unas dos horas, cuando se fueron a Saskervoy. Dijeron que estaban cansados de bucear en busca de escamas. — Eso es una sorpresa -dijo Cugel, con la garganta seca. — Cierto -dijo Bilberd-. De todos modos, uno necesita un cambio de tanto en tanto, o si no se anquilosa. Yo llevo veintitrés años ocupándome de la jardinería de Flutic y empiezo a perder interés en el trabajo. Ya es tiempo de que piense también en un nuevo trabajo, quizá en el diseño de moda, pese a los riesgos financieros.

— Una excelente idea -dijo Cugel-. Cuando sea rico, prometo adelantarte todo el capital que necesites. — Agradezco la oferta -dijo cálidamente Bilberd-. ¡Eres un hombre generoso, Cugel! Sonó el gong, indicando visitantes. Cugel fue a abrir, pero volvió a sentarse en su silla: dejemos que Gark o Gookin o Twango respondan a la puerta, pensó. El gong sonó de nuevo, una y otra vez, y finalmente Cugel, por puro aburrimiento, fue a abrir. En la puerta estaba Soldinck, con Rincz y Jornulk. El rostro de Soldinck era sombrío. — ¿Dónde está Twango? Quiero verle inmediatamente. — Será mejor que volváis mañana -dijo Cugel-. Twango está durmiendo su siesta. — ¡No importa! ¡Levántale, de inmediato, ya! ¡El asunto es urgente! — Dudo que quiera veros hoy. Me ha dicho que su fatiga era extrema. — ¿Qué? -rugió Soldinck-. ¡Debería estar bailando de alegría! ¡Después de todo, tomó buenos terces de mi bolsillo y me dio a cambio cajas de lodo seco! — Imposible -dijo Cugel-. Las precauciones fueron exactas. — Tus teorías no inmediatamente!

me

interesan

-declaró

Soldinck-.

¡Llévame

ante

Twango

— No está disponible para nada que no sea importante. Os deseo buenos días. -Cugel empezó a cerrar la puerta, pero Soldinck lanzó un grito de furia, y en aquel momento Twango apareció en escena. — ¿Cuál es la razón de este salvaje grito? -quiso saber-. ¡Cugel, sabes lo sensible que soy al ruido! — Lo sé -dijo Cugel-, pero el Maestro Soldinck parece empeñado en hacer una demostración. Twango se volvió a Soldinck. — ¿Cuál es la dificultad? Ya hemos terminado nuestros asuntos por hoy. Cugel no aguardó a la respuesta de Soldinck. Como había observado Bilberd, había llegado el momento de cambiar. Había perdido un buen número de buenas escamas a causa de la deshonestidad de Yelleg y Malser, pero un número superior aún le aguardaba en la choza de Bilberd, y podía contentarse con ellas. Cugel se apresuró hacia el otro lado del edificio. Echó una ojeada al refectorio, donde Gark y Gookin trabajaban en la preparación de la cena.

Muy bien, pensó Cugel; ¡de hecho, excelente! Ahora sólo necesitaba evitar a Bilberd, tomar el saco de escamas y marcharse... Salió al jardín, pero Bilberd no estaba trabajando. Cugel fue a la choza de Bilberd y asomó la cabeza por la puerta. — ¿Bilberd? No hubo respuesta. El rojizo resplandor que penetraba sesgado por la puerta iluminaba con todo detalle el camastro de Bilberd. A la difusa luz, Cugel vio que la choza estaba vacía. Echó una ojeada por encima del hombro, entró en la choza y se dirigió a la esquina donde había ocultado el saco. La basura estaba removida. El saco había desaparecido. De la casa llegaba el sonido de voces. Twango estaba gritando: — ¡Cugel! ¿Dónde estás? ¡Ven! Rápido y silencioso como un fantasma, Cugel se deslizó fuera de la choza de Bilberd y se ocultó en un cercano matorral de juníperos. Deslizándose de sombra en sombra, rodeó la casa y salió a la carretera. Miró a derecha e izquierda; luego, al no descubrir ninguna amenaza, echó a andar a largas zancadas hacia el oeste. A través del bosque y cruzando la colina, hasta llegar finalmente a Saskervoy.

Dos días más tarde, mientras recorría la explanada, Cugel observó la antigua taberna conocida como «El basilisco de hierro». Mientras se acercaba, la puerta se abrió y dos hombres salieron tambaleándose a la calle: uno enorme, con rizos rubios y una pesada mandíbula; el otro delgado, con mejillas hundidas, pelo negro y nariz de halcón. Ambos llevaban ropas caras, sombreros de altura desmesurada, cinturones de satén rojo y botas de piel fina. Cugel miró una vez, luego otra, y reconoció a Yelleg y Malser. Cada uno llevaba al coleto una botella de vino, y posiblemente dos. Yelleg cantaba una balada marinera y Malser coreaba: «¡Tira la lira, nos hemos marchado de las tierras donde crecen las margaritas!». Preocupados con el ritmo exacto de su música, ambos pasaron junto a Cugel sin mirar a derecha ni izquierda, y siguieron por la explanada en dirección a otra taberna, «La estrella del norte». Cugel empezó a seguirles, luego retrocedió ante el sonido de ruedas que se acercaban. Un espléndido carruaje, tirado por un par de briosos percherones, pasó frente a él y siguió su camino por la explanada. El conductor llevaba un traje de terciopelo negro con hombreras plateadas y un amplio sombrero con una cimbreante pluma negra; a su lado se sentaba una opulenta dama con un traje naranja. Con dificultad pudo identificar Cugel al conductor como Bilberd, el antiguo jardinero de Flutic.

Cugel murmuró para sí mismo: — La nueva carrera de Bilberd, que me ofrecí generosamente a financiar, me ha costado más de lo que esperaba.

A primera hora de la mañana siguiente, Cugel abandonó Saskervoy por la carretera del este. Cruzó las colinas y llegó a la costa de Shanglestone. Cerca, las excéntricas torres de Flutic se alzaban a la luz del sol matutino, nítidas contra la oscuridad septentrional. Cugel se acercó a la propiedad por un camino retorcido, manteniéndose oculto en matorrales y arbustos, deteniéndose a menudo para escuchar. No oyó nada; el aire tenía una apariencia lúgubre y desolada. Cugel rodeó cautelosamente el lugar. Llegó a la vista de la charca. En mitad de ella, Twango estaba sentado en la artesa, los hombros hundidos y el cuello abatido. Mientras Cugel observaba, Twango tiró de una cuerda; de las profundidades surgió Gark con un pequeño cubo de lodo, que Twango vació en la tina. Twango devolvió el cubo vacío a Gark, que lanzó un sonido charloteante y se sumergió de nuevo en las profundidades. Twango tiró de una segunda cuerda y extrajo a Gookin con otro cubo. Cugel retrocedió hasta el arbusto de hojas azul oscuro. Cavó y, utilizando un doblez de su ropa para proteger su mano, recuperó la «Estallido Pectoral de Luz». Cugel fue a echar una última mirada a la charca. La tina estaba llena. Gark y Gookin, dos pequeñas figuras embadurnadas de lodo, estaban sentadas a los dos extremos de la artesa, mientras Twango tiraba de la cuerda encima de su cabeza. Cugel observó unos instantes, luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso a Saskervoy.

2 La hostería de las lámparas azules. Cuando el Maestro Soldinck regresó a Flutic en busca de las escamas que le faltaban, Cugel decidió no tomar parte en la investigación. Partió inmediatamente de Flutic por un camino tortuoso y se encaminó hacia el oeste a la ciudad de Saskervoy. Tras un tiempo, Cugel se detuvo para recuperar el aliento. Se sentía amargado. Por culpa del doblez de sus subalternos, ahora no tenía una valiosa colección de escamas, sino tan sólo un puñado de ordinarias y una única «especial» digna de atención: la «Astrágalo Malar». La más preciosa de todas las escamas, la «Estallido Pectoral de Luz», estaba escondida en el jardín de atrás de Flutic, pero Cugel esperaba recuperarla, aunque tan sólo fuera porque Iucounu, el Mago Reidor, la deseaba. Cugel siguió de nuevo su camino: a través de un húmedo bosque de robles, tejos, mernaches y goblins. La débil y rojiza luz del sol penetraba por entre el follaje y las sombras, por algún truco de la percepción, parecían manchadas de azul oscuro. Cugel mantuvo una cautelosa vigilancia a ambos lados, como era prudente en aquellos tiempos crepusculares. Vio muchas cosas extrañas y a veces hermosas: blancas florescencias se alzaban a respetable altura sobre delgados y cimbreantes tallos por encima de densas acumulaciones de bajas y planas hojas; castillos encantados de hongos crecían en los terraplenes, terrazas y oteros de los semipodridos tocones; los helechos se alternaban negros y naranjas. En una ocasión, indistinto a una distancia de un centenar de metros, Cugel creyó ver una forma parecida a un hombre alto vestido con un justillo lavanda. Cugel no llevaba ningún arma, y respiró con más tranquilidad cuando el camino, ascendiendo una colina, surgió a la vespertina luz. En aquel momento oyó el sonido del carro de Soldinck que regresaba de Flutic. Se apartó del camino y aguardó a la sombra de una roca. El carro pasó por su lado, y la hosca expresión de Soldinck era un signo convincente de que su charla con Twango no había dado el resultado que esperaba. El sonido del carro se perdió en la distancia, y Cugel reanudó su marcha. El camino cruzaba una ventosa cresta, descendía una ladera en sinuosas curvas, y finalmente, bordeando un peñasco, le permitió a Cugel tener una visión de Saskervoy. Cugel había esperado hallar apenas algo más que un poblado; Saskervoy superó sus expectativas, tanto en tamaño como en su aura de antigua respetabilidad. Las altas y estrechas casas se alineaban una junto a otra a lo largo de las calles, con las piedras de su estructura corroída por siglos de líquenes, humo y nieblas marinas. Las ventanas relucían y los adornos de cobre parecían parpadear a la rojiza luz del sol; así era el camino hasta Saskervoy. Cugel siguió camino abajo hasta la ciudad y se encaminó al puerto. Evidentemente, los extranjeros eran una novedad para la gente de Saskervoy. Al acercarse Cugel, todos se paraban para mirarle, y no pocos cruzaban apresuradamente la calle. A los ojos de Cugel parecían gente de costumbres tradicionales, y quizá conservadoras. Los hombres llevaban chaquetas de frac con pantalones voluminosos y zapatos negros de retorcida

punta, mientras que las mujeres, con sus ropas informes bajo sus sombreros redondos hundidos hasta los ojos, parecían bolas de masa de pan. Cugel llegó a una plaza junto al puerto. En el muelle había anclados varios barcos de buenas proporciones, y uno de ellos podía estar preparándose para zarpar hacia el sur, quizá hasta Almery. Cugel fue a sentarse en un banco. Examinó el contenido de su bolsa, descubrió dieciséis «ordinarias», dos «especiales» de escaso valor y la «Astrágalo Malar». Según los estándares de pago de Soldinck, las escamas podían o no podían cubrir el coste de un viaje marítimo. Casi directamente al otro lado de la plaza, Cugel observó un cartel clavado a la parte frontal de un imponente edificio de piedra. SOLDINCK Y MERCANTIDES Exportadores e importadores de productos de calidad CONSIGNATARIOS Cugel consideró toda una serie de estrategias, cada una de ellas más sutil que la anterior. Todas tropezaban con una cruda y básica realidad: si quería alojarse en algún sitio, tenía que vender algunas escamas para pagar la cuenta. La tarde declinaba. Cugel se puso en pie. Cruzó la plaza y entró en las oficinas de Soldinck y Mercantides. El lugar respiraba dignidad y tradición; junto con el olor a barniz y madera noble, el olor agridulce del decoro flotaba en el aire. Cruzó el silencio de una sala de alto techo y se acercó a un mostrador de pulido mármol marrón. Al otro lado se sentaba un viejo empleado con el ceño fruncido sobre un enorme libro e ignorando la presencia de Cugel. Cugel tabaleó perentoriamente en el mostrador. — ¡Un momento! ¡Paciencia, por favor! -dijo el empleado, y siguió con su trabajo, pese al segundo e irritado tabaleo de Cugel. Finalmente, forzado a doblegarse a las circunstancias, Cugel decidió aguardar a la conveniencia del empleado. La puerta exterior se abrió; entró un hombre de aproximadamente la misma edad de Cugel, con un sombrero de alta copa de fieltro marrón y un arrugado traje de terciopelo azul. Su rostro era redondo y plácido; mechones de pajizo pelo asomaban como gavillas por debajo del sombrero. Su barriga hacía presión contra la parte frontal de su chaqueta, y las amplias posaderas eran sostenidas por un par de delgadas y arqueadas piernas. El recién llegado avanzó hacia el mostrador; el empleado saltó rápidamente en pie. — ¿En qué puedo serviros, señor? Cugel avanzó un paso, irritado, y alzó un dedo.

— ¡Un momento! ¡Aún no te has ocupado de mi asunto! Los otros dos hombres no le prestaron atención. El recién llegado dijo: — Me llamo Bunderwal, y deseo ver a Soldinck. — ¡Por aquí, señor! Me alegra decir que Soldinck no está ocupado en este momento. Los dos salieron de la habitación, mientras Cugel hervía de impaciencia. El empleado regresó. Se encaminó a su escritorio, entonces pareció darse cuenta de la presencia de Cugel. — ¿Deseáis algo? — Yo también necesito hablar algunas palabras con Soldinck -dijo Cugel altaneramente-. Tus métodos son incorrectos, amigo. Puesto que yo entré aquí antes, hubieras debido ocuparte primero de mis asuntos. El empleado parpadeó. — Debo decir que vuestras palabras no carecen de una cierta simplicidad inocente. ¿Qué deseáis hablar con Soldinck? — Quiero concertar un pasaje a Almery, por el medio más rápido y confortable. El empleado fue a estudiar un mapa en la pared. — No veo mención alguna de ese lugar. — Almery se halla un poco más abajo del borde inferior del mapa. El empleado lanzó a Cugel una mirada interrogadora. — Es una distancia considerable. Bien, venid; quizá Soldinck quiera veros. — Sólo tienes que decirle que mi nombre es «Cugel». El empleado le guió hasta el final de un pasillo y asomó la cabeza por unas cortinas. — Un tal «Cugel» desea veros. Hubo un momento de tenso silencio, luego llego la respuesta de Soldinck: — Bien, Diffin: ¿qué quiere? — Transporte a algún país imaginario, por lo que he podido deducir. — Hummm... Déjale entrar.

Diffin apartó las cortinas a un lado para Cugel, luego se retiró por donde había venido. Cugel entró en una estancia octogonal amueblada con austero lujo. Soldinck, pelo gris y rostro severo, estaba de pie al lado de una mesa también octogonal, mientras Bunderwal permanecía sentado en un sillón de respaldo alto de peluche marrón. La luz carmesí que entraba por las altas ventanas iluminaba un par de tapices bárbaros colgados de la pared, tejidos en las remotas tierras del lejano Cutz. Un pesado candelabro negro de hierro colgaba de una cadena también de hierro del techo. Cugel dirigió un saludo formal a Soldinck, que éste devolvió sin entusiasmo. — ¿Qué asunto os trae, Cugel? Estoy en consulta con Bunderwal sobre cuestiones de importancia y sólo puedo dedicaros un momento. — Seré breve -dijo fríamente Cugel-. ¿Estoy en lo cierto al suponer que enviáis escamas a Almery bajo pedido de Iucounu el Mago? — No enteramente -dijo Soldinck-. Enviamos las escamas a nuestro representante en Port Perdusz, el cual se encarga de hacer que prosigan su camino. — ¿Puedo preguntar por qué no las enviáis directamente a Almery? — No resulta práctico aventurarse tan al sur. Cugel frunció el ceño, irritado. — ¿Cuándo zarpa su próximo barco para Port Perdusz? — El Galatea zarpará antes de que termine la semana. — ¿Y cuánto cuesta un pasaje hasta Port Perdusz? — Sólo llevamos pasajeros seleccionados. El precio, según creo, es de trescientos terces: una suma -y aquí la voz de Soldinck se hizo un tanto desdeñosa- que quizá se halle más allá de vuestras posibilidades. — En absoluto. Tengo conmigo un cierto número de escamas que me proporcionarán considerablemente más que esa cantidad. Soldinck evidenció un parpadeo de interés. — Bien, les echaremos un vistazo. Cugel desplegó sus escamas. — Observad en especial esa espléndida «Astrágalo Malar». — Es un espécimen decente, pese al tinte verdoso del marathaxo. -Soldinck examinó las escamas con ojo experto-. Siendo generoso, valoro el lote en aproximadamente ciento ochenta y tres terces.

La suma era veinte terces más de lo que Cugel se había atrevido a esperar. Inició una protesta automática, luego se lo pensó mejor. — Muy bien: las escamas son vuestras. — Llevadlas a Diffin; él os entregará vuestro dinero. -Soldinck hizo un gesto hacia las cortinas. — Otro asunto. Sólo por curiosidad: ¿qué pagaríais por una «Estallido Pectoral de Luz»? Soldinck alzó bruscamente la vista. — ¿Tenéis en custodia esa escama? — Por el momento, digamos que se trata de un caso hipotético. Soldinck dirigió los ojos al techo. — Si estuviera en buenas condiciones, me atrevería a arriesgar tanto como doscientos terces. Cugel asintió. — ¿Y por qué no deberíais hacerlo, puesto que Iucounu os pagará dos mil terces o incluso más? — Entonces sugiero que toméis esa hipotética escama y se la llevéis directamente a Iucounu. Incluso puedo sugeriros una ruta conveniente. Si regresáis hacia el este a lo largo de la costa de Shanglestone, llegaréis a la Cabeza de la Bruja y al castillo de Cil. Girad entonces al sur para evitar el Gran Herm, que encontraréis infestado de erbs y leucomorfos. Las montañas de Magnatz se alzarán ante vos; son extremadamente peligrosas, pero si intentáis evitarlas deberéis enfrentaros al desierto de los Obeliscos. De las tierras que se extienden más allá sé poco. — Tengo un cierto conocimiento de esas tierras -dijo Cugel-. Prefiero el pasaje a bordo del Galante. — Mercantides insiste en que transportemos solamente a nuestros propios empleados. Desconfiamos de los pasajeros bien hablados que, a una señal dada, se convierten en despiadados piratas. — Me sentiré complacido en aceptar un puesto en vuestra firma -dijo Cugel-. Poseo habilidades en muchos asuntos; creo que descubriréis que puedo seros útil. Soldinck exhibió una breve y fría sonrisa. — Desgraciadamente, en estos momentos sólo hay un puesto vacante, el de sobrecargo a bordo del Galante, para el que tengo ya a un candidato cualificado, Bunderwal.

Cugel dedicó a Bunderwal una atenta inspección: — Parece tratarse de una persona modesta, decente y sin pretensiones, pero definitivamente no una buena elección para el puesto de sobrecargo. — ¿Por qué decís esto? — Si os fijáis -señaló Cugel-, observaréis que Bunderwal muestra las aletas de la nariz caídas, signo que indica infaliblemente una tendencia al mareo. — ¡Cugel es un hombre de discernimiento! -declaró Bunderwal-. Lo considero un candidato de mucha mejor calidad, y os ruego que ignoréis sus largos dedos espatulados que observé por última vez en Larkin, el ladrón de niños. Hay una diferencia significativa entre los dos: Larkin fue ahorcado, y Cugel no ha sido ahorcado. — Estamos planteándole problemas al pobre Soldinck, que ya tiene bastantes preocupaciones -dijo Cugel-. Seamos considerados. Sugiero que confiemos nuestra fortuna a Mandingo, la Diosa de los Tres Ojos de la Fortuna. -Extrajo una baraja de cartas de su bolsa. — La idea tiene su mérito -admitió Bunderwal-. Pero mejor utilicemos mis cartas, que son más nuevas y mejores para los ojos de Soldinck. Cugel frunció el ceño. Agitó decisivamente la cabeza y devolvió las cartas a su bolsa. — Tal como analizo la situación, veo que pese a vuestras inclinaciones, y lamento realmente decir esto, Bunderwal, no es correcto tratar los importantes asuntos de Soldinck de una manera tan frívola. Lo sugerí tan sólo como prueba. ¡Una persona con las cualidades adecuadas hubiera rechazado de plano la idea! Soldinck se mostró favorablemente impresionado. — ¡Ha sido un buen golpe, Cugel! — Permitidme sugeriros un programa global -dijo Cugel-. En razón de mi amplia experiencia y mis muchas capacidades, aceptaré el puesto de sobrecargo. En cuanto a Bunderwal, tengo la impresión que será un buen ayudante para Diffin, el empleado. Soldinck se volvió a Bunderwal. — ¿Qué decís a esto? — Las cualificaciones de Cugel son impresionantes -admitió Bunderwal-. A ellas sólo puedo oponer honestidad, habilidad, dedicación y celo infatigable. Además, soy un digno ciudadano de la zona, no un vagabundo con cara de zorro y un fantasioso sombrero. Cugel se volvió a Soldinck.

— Por último, y somos afortunados en esto, el estilo de Bunderwal, que consiste en la calumnia y el vituperio, puede ser contrastado con mi dignidad y contención. Hubiera podido señalar su aceitosa piel y sus excesivas posaderas; indican una evidente inclinación hacia la vida de muelle e incluso una tendencia hacia la malversación. Si llegamos a contratar a Bunderwal como subempleado, sugiero que sean reforzadas todas las cerraduras, para la mejor protección de vuestros objetos de valor. Bunderwal carraspeó para hablar, pero Soldinck alzó las manos. — ¡Caballeros, ya he oído suficiente! Discutiré vuestras cualificaciones con Mercantides, que tal vez desee interrogaros a los dos. Mañana al mediodía tendré mas noticias que comunicaros. Cugel inclinó la cabeza. — Gracias, señor. -Se volvió a Bunderwal y señalo las cortinas-. Podéis iros, Bunderwal. Yo deseo hablar en privado con Soldinck. Bunderwal empezó a protestar, pero Cugel dijo: — Tengo que discutir con él la venta de valiosas escamas. Bunderwal se marchó, reluctante. Cugel se volvió a Soldinck. — Durante nuestra conversación se mencionó la «Estallido Pectoral de Luz». — Cierto. Nunca definisteis el alcance real de vuestro control sobre esa escama. — Ni voy a hacerlo ahora, excepto para señalar que la escama está oculta a buen recaudo. Si fuera atacado por salteadores, sus esfuerzos serían en vano. Lo menciono solamente para ahorrarnos a ambos molestias. Soldinck exhibió una hosca sonrisa. — Vuestra afirmación de «amplia experiencia» parece bien fundada.

Cugel recogió la suma de ciento ochenta y tres terces de Diffin, que contó tres veces las monedas antes de depositarlas reluctante sobre el mostrador de mármol marrón. Cugel barrió los terces al interior de su bolsa, luego se marchó del lugar. Recordando el consejo de Weamish, Cugel se alojó en La Hostería de las Lámparas Azules. Para cenar tomó un plato de pez-bola asado, con acompañamiento de carbades, ñames y puré de boniatos. Inclinado sobre el vino y el queso que remataban la comida, estudió los alrededores.

Al otro lado de la estancia, en una mesa junto a la chimenea, dos hombres se habían puesto a jugar a las cartas. El primero era alto y delgado, de complexión cadavérica, mala dentadura en una larga mandíbula, liso pelo negro y párpados caídos. El segundo exhibía un físico poderoso, con grandes nariz y mandíbula y una mata de pelo rojo tan densa como su brillante barba del mismo color. Para dar más interés al juego, buscaron otros jugadores a su alrededor. El hombre alto exclamó: — ¡Hey, Fursk! ¿Te animas a una partida de skax? ¿No? El pelirrojo de la barba llamó: — ¡Ahí está el buen Sabtile, que nunca rechaza una partida! ¡Sabtile, ven aquí, con tu bolsa llena y tu mala suerte! Excelente. — ¿Quién más? ¿Qué dices tú, el de la larga nariz y el curioso sombrero? Cugel se aproximó desconfiado a la mesa. — ¿A qué jugáis? Os advierto, con las cartas soy un auténtico desastre. — Jugamos al skax, y no nos importa como juegues, siempre que cubras tus apuestas. Cugel sonrió educadamente. — Aunque sólo sea por mostrarme sociable, me arriesgaré a una o dos manos, pero tenéis que enseñarme las particularidades del juego. El pelirrojo se atragantó con la risa. — ¡No temas! ¡Aprenderás tan rápido como repartamos las cartas! Soy Wagmund; éste es Sabtile, y ese degollador de aspecto saturnino es Koyman, embalsamador de la ciudad de Saskervoy y estimado ciudadano. ¡Bien, adelante! Las reglas del skax son así. -Y se puso a explicar la forma del juego, remarcando cada punto con golpes sobre la mesa con un recio índice-. Bien, ¿está todo claro, Cugel? ¿Crees que puedes unirte al juego? Recuerda, todas las apuestas deben hacerse en sólidos terces. Nadie está autorizado a guardar sus cartas debajo de la mesa ni a moverlas de aquí para allá de una manera sospechosa. — Soy a la vez cauto y falto de experiencia -dijo Cugel-. De todos modos, creo comprender el juego y estoy dispuesto a arriesgar dos, no, tres terces, de modo que apuesto un discreto, sólido y entero terce en la primera mano. — ¡Así se habla, Cugel! -dijo Wagmund aprobadoramente-. Koyman, distribuye las cartas, por favor. — Primero-señaló Sabtile-, debes hacer tu propia apuesta. — Cierto -admitió Wagmund-. Veamos si tú haces lo mismo.

— No temas; soy conocido por mi forma rápida e inteligente de jugar. — ¡Menos alardes y más dinero! -exclamó Koyman-. ¡Aguardo tus terces! — ¿Y qué hay de tu apuesta, mi buen ladrón de cierraesfínteres de oro ornamental1de los cadáveres: que son entregados a tu custodia? — Pura inadvertencia, nada más. Empezó el juego. Cugel perdió once terces y bebió dos jarras de la cerveza local: un liquido fuerte fermentado de bellotas, musgo amargo y salchichas negras. Finalmente Cugel consiguió introducir sus propias cartas en el juego, a partir de cuyo momento su suerte cambió, y ganó rápidamente treinta y ocho terces, con Wagmund, Koyman y Sabtile quejándose y golpeándose incrédulos la frente ante las desfavorables consecuencias de la partida. Bunderwal entró en el salón. Pidió cerveza y durante un tiempo estuvo observando el juego, balanceándose sobre sus talones y fumando hierbas secas en una pipa de arcilla de boquilla larga. Parecía un avezado analista del juego, y de tanto en tanto expresaba su aprobación ante una buena jugada, mientras se burlaba de los perdedores por su torpeza. — Oh, vamos, Koyman, ¿por qué no has jugado tu doble rojo y barrido el campo antes de que Cugel te ganara con su lacayo verde? — Porque la última vez que lo hice -restalló Koyman-, Cugel sacó la reina de demonios y destruyó mis esperanzas. -Se puso en pie-. Me rindo. Cugel, al menos invítame a una cerveza con tus ganancias. — Encantado. -Cugel llamó al camarero-. ¡Cerveza para Koyman, y también para Bunderwal! — Gracias. -Koyman señaló a Bunderwal su lugar-. Puedes probar tu suerte contra Cugel, que juega con una evidente habilidad. — Probaré uno o dos terces. ¡Hey, muchacho! ¡Trae cartas nuevas, y arroja a la basura esos viejos harapos! Algunas son cortas, otras son largas; algunas están manchadas; otras muestran extraños dibujos. — Cartas nuevas, por supuesto -dijo alegremente Cugel-. De todos modos, me quedaré esas cartas viejas para practicar con ellas. Bunderwal, ¿dónde está tu apuesta? Bunderwal depositó un terce en la mesa y distribuyó las nuevas cartas con una aleteante agilidad de dedos que hizo parpadear a Cugel. Se jugaron varias manos, pero la suerte había abandonado a Cugel. Cedió su silla a otro y fue a situarse detrás de Bunderwal, a fin de estudiar la forma en que éste llevaba su juego.

Tras ganar diez terces, Bunderwal declaró que no deseaba jugar más aquella noche. Se volvió a Cugel. — Permíteme invertir parte de mis ganancias en una noble finalidad: la ingestión de buena cerveza. Por aquí; veo un par de sillas vacías junto a la pared. ¡Muchacho! ¡Dos jarras de la mejor Tatterblass! — ¡Inmediatamente, señor! -El muchacho saludó y corrió a la despensa. Bunderwal retiró su pipa de la boca. — Bien, Cugel: ¿qué opinas de Saskervoy? — Parece una agradable comunidad, con perspectivas para quien desee trabajar. — Exacto, y de hecho ésta es también mi finalidad. Primero beberemos para que prosiga para ti la prosperidad. — Beberemos para la prosperidad en una forma abstracta -dijo Cugel cautelosamente-. Tengo poca experiencia con ella. — Oh, vamos. ¿Con tu habilidad en el skax? Me volví bizco intentando seguir tus excelentes floreos. — Una costumbre estúpida -dijo Cugel-. Tengo que aprender a jugar con menos exhibicionismo. — Eso no importa demasiado -admitió Bunderwal-. Lo que sí es importante es ese empleo ofrecido por Soldinck, que ha provocado ya varios intercambios verbales lamentables. — Cierto -dijo Cugel-. Déjame hacer una sugerencia. — Siempre estoy abierto a nuevas ideas. — El sobrecargo controla posiblemente otros puestos a bordo del Galante. Si quisieras... Bunderwal alzó una mano. — Seamos realistas. Me doy cuenta de que eres un hombre decidido. Pongamos nuestro caso a prueba aquí y ahora, y dejemos que Mandingo decida quién se queda con el puesto y quién renuncia a él. Cugel sacó sus cartas. — ¿Quieres jugar al skax o al rampolio? — A ninguno de los dos-dijo Bunderwal-. Nos someteremos a una prueba donde el resultado no esté establecido de antemano... ¿Ves el recipiente de cristal que hay allá,

donde Krasnark, el propietario, guarda sus sphigales? -Bunderwal señaló una caja de paredes de cristal. Dentro descansaban un cierto número de crustáceos que, una vez asados a la parrilla, eran considerados como un bocado exquisito. La sphigale típica medía veinte centímetros de largo, con un par de recias pinzas y un aguijón caudal en forma de látigo. — -Esas criaturas tienen un temperamento muy variable de unas a otras -dijo Bunderwal-. Algunas son rápidas, otras lentas. Elige una, y yo elegiré otra. Las colocaremos en el suelo, y la primera que alcance la pared opuesta decidirá quién es el ganador de la prueba. Cugel estudió las spighales. — Parecen más bien fogosas, de eso no hay ninguna duda. -Una de las sphigales, una criatura a franjas rojas, amarillas y de un azul tiza desagradable, llamó su atención-. Muy bien; ya he seleccionado a mi corredora. — Entonces sácala con las tenazas, ¡pero ve con cuidado! Utilizan de una forma condenadamente rápida tanto sus pinzas como su aguijón. Moviéndose discretamente para no llamar la atención, Cugel tomó su corredora con las tenazas y la depositó en la línea de salida; Bunderwal hizo lo mismo con la suya. Bunderwal se dirigió a su animal: — Mi buena sphigale, corre todo lo rápido que puedas; ¡mi futuro depende de tu velocidad! ¡Listos! ¡A sus puestos! ¡Ya! Ambos hombres alzaron sus tenazas inmediaciones de la caja de cristal.

y

se

apartaron

discretamente

de

las

Las spighales echaron a correr por el suelo. La de Bunderwal, viendo la puerta abierta, se volvió hacia allí y desapareció en la noche. La sphigale de Cugel fue a refugiarse en una de las botas que Wagmund se había quitado para calentarse los pies en el fuego. — Declaro descalificadas a ambas contendientes -dijo Bunderwal-. Tendremos que probar nuestro destino por otro medio. Cugel y Bunderwal volvieron a su sitio. Al cabo de un momento a Bunderwal se le ocurrió otra idea. — La despensa está al otro lado de esta pared y medio nivel más baja que esta sala. Para evitar colisiones, los camareros descienden por la escalera de la derecha y vuelven a subir con sus bandejas por la escalera de la izquierda. Cada pasadizo está cerrado fuera de las horas de servicio por esos pesados paneles deslizantes. Como puedes observar, los paneles están sujetos por una cadena. Observa bien. Esta cadena que hay al alcance de la mano controla el panel que cierra la escalera de la izquierda, por la que suben los camareros con sus cervezas y demás encargos. Cada uno de los camareros lleva además un gorro redondo para evitar que sus pelos caigan a la comida. El juego al que jugaremos será éste. Cada uno, por turno, soltará un eslabón

de la cadena, lo que irá bajando poco a poco el panel. Llegará un momento en que uno de los camareros rozará con la parte superior de su gorro la barra inferior del panel. Cuando ocurra esto, el último que haya tocado la cadena pierde y debe renunciar al puesto de sobrecargo. Cugel estudió la cadena, el panel que se deslizaba arriba y abajo para cerrar el paso, y luego los camareros que entraban y salían. — Los camareros varían en altura de unos a otros -señaló Bunderwal-, con quizás ocho centímetros de diferencia entre el más bajo y el más alto. Por otra parte, creo que el camarero más alto tiene la costumbre de agachar la cabeza cada vez que pasa. Eso hace que la estrategia sea más bien complicada. — Hay que estipular que ninguno de los dos hará ninguna señal, llamará o distraerá a los camareros con el fin de alterar la lógica pura del juego -advirtió Cugel. — Aceptado-dijo Bunderwal-. Jugaremos como caballeros. Además, para evitar prácticas dilatorias, estipulemos que el movimiento será efectuado antes de que aparezca el segundo camarero. Por ejemplo, tú has bajado la cadena y yo he calculado que el siguiente en salir será el camarero más alto. Puedo o no, a mi elección, aguardar a que éste aparezca, pero entonces debo bajar la cadena antes de que aparezca el segundo. — Una sabia regla, con la que estoy de acuerdo. ¿Te importa empezar tú? Bunderwal rechazó el privilegio. — En un cierto sentido, tú eres nuestro huésped aquí en Saskervoy, de modo que te corresponde el honor de iniciar el juego. — Gracias. -Cugel soltó la cadena del gancho que la sujetaba e hizo descender el panel dos eslabones-. Ahora es tu turno, Bunderwal. Puedes esperar a que haya aparecido el primer camarero si quieres, y por supuesto aceleraré el proceso pidiendo más cerveza. — Estupendo. Ahora debo dedicar todas mis facultades al juego. Me doy cuenta que hay que desarrollar un sentido exquisito de la sincronización. En consecuencia, voy a bajar la cadena dos eslabones. Cugel aguardó, y el camarero alto emergió llevando una bandeja cargada con cuatro jarras de cerveza. Según estimó Cugel, evitó el panel por un espacio equivalente a trece eslabones de la cadena. Cugel bajó inmediatamente el panel cuatro eslabones. — ¡Ajá! -dijo Bunderwal-. ¡Juegas fuerte! ¡Te demostraré que no soy menos atrevido que tú! ¡Otros cuatro eslabones! Cugel examinó el panel con los ojos entrecerrados. Un deslizamiento de otros seis eslabones derribaría el gorro del camarero alto con donaire y autoridad. Si los camareros servían regularmente por turno, el alto sería el tercero en volver a salir. Cugel aguardó hasta que el siguiente camarero, de mediana estatura, cruzó el paso, entonces bajó la cadena cinco eslabones de golpe. Bunderwal contuvo el aliento, luego lanzó un siseo de triunfo.

— ¡Bien pensado, Cugel! Pero ahora rápido, bajo la cadena otros dos eslabones. Así evitaré al camarero bajito, que en estos momentos está subiendo las escaleras. El camarero bajo cruzó con uno o dos eslabones de margen, y Cugel tenía que mover ahora o renunciar al juego. Dejó bajar hoscamente otro eslabón de la cadena, y ahí estaba subiendo desde la despensa el camarero alto. Por fortuna, mientras ascendía los escalones, inclinó la cabeza para secarse la nariz con la manga, y así pasó bajo el panel con el gorro aún en su sitio, y fue el turno de Cugel de sisear su triunfo. — Mueve, Bunderwal, si quieres, a menos que prefieras renunciar. Desconsolado, Bunderwal soltó otro eslabón de la cadena. — Ahora sólo me queda rezar para que ocurra un milagro. Krasnark, el dueño, llegó subiendo la escalera: era un hombre robusto, más alto que el camarero alto, con enormes brazos y gruesas cejas negras. Llevaba una bandeja cargada con un cuenco de sopa, una ración de pollo asado y un gran hemisferio de bamboleante pudín. Su cabeza golpeó la barra; cayó hacia atrás y desapareció de la vista. De la despensa llegó el estrépito de loza rota y casi inmediatamente un gran grito. Bunderwal y Cugel subieron con rapidez el panel hasta su posición original y se dirigieron a nuevos asientos. Cugel dijo: — Tengo la impresión de que debo ser declarado ganador del juego, puesto que la tuya fue la última mano que tocó la cadena. — ¡En absoluto! -protestó Bunderwal-. La finalidad del juego, tal como quedó establecida, era tirar el gorro de la cabeza de una de tres personas. Esto no ha ocurrido, puesto que Krasnark interrumpió el juego. — Ahí está ahora -dijo Cugel-. Está examinando el panel con aire perplejo. — No veo ninguna razón para llevar el asunto más allá -dijo Bunderwal-. En lo que a mí respecta, el juego ha terminado. — Excepto por la adjudicación -dijo Cugel-. Soy claramente el vencedor, desde cualquier punto de vista. Bunderwal no se dejó convencer. — Krasnark no llevaba gorro, y así es como deben quedar las cosas. Déjame sugerirte otra prueba, en la que la suerte juega un papel más decisivo. — Aquí está por fin el camarero con nuestra cerveza. ¡Muchacho, eres notablemente lento! — Lo siento, señor. Krasnark se cayó en la despensa y organizó un terrible tumulto.

— Muy bien; no hace falta decir nada más. Bunderwal, explica tu juego. — Es tan simple que llega a ser embarazoso. La puerta que hay más allá conduce a los urinarios. Mira por toda la sala; selecciona a tu campeón. Yo haré lo mismo. El de los dos campeones que sea el último en utilizar los urinarios gana el juego para su patrocinador. — La justa parece honrada -dijo Cugel-. ¿Has seleccionado ya tu campeón? — Sí. ¿Y tú? — Acabo de escoger a mi hombre. Creo que es invencible en una confrontación de este tipo. Es ése un poco viejo con la nariz delgada y la boca fruncida, sentado directamente a mi izquierda. No tiene un aspecto muy saludable, pero me siento confiado por la forma casi abstemia con que sujeta su jarra. — Es una buena elección -admitió Bunderwal-. Por coincidencia yo he seleccionado a su compañero, el caballero de gris que bebe su cerveza como si no le gustase. Cugel llamó al camarero y le dijo algo en voz baja, sin que Bunderwal pudiera oírlo. — Los dos caballeros de mi izquierda..., ¿por qué beben tan lentamente? El camarero se encogió de hombros. — Si queréis saber la verdad, odian gastar su dinero, aunque ambos tienen más del necesario. Por eso se sientan así durante horas, sorbiendo lentamente una jarra pequeña de nuestra cerveza más ácida. — En ese caso -dijo Cugel-, llévale al caballero de la capa gris un vaso doble de vuestra mejor ale, por mi cuenta, pero sin identificarme. — Muy bien, señor. El camarero se volvió a una señal de Bunderwal, que también inició una breve conversación en murmullos. El camarero asintió y fue a la despensa. Al cabo de poco regresó para servir a los dos campeones grandes vasos de ale, que, tras su explicación, fueron aceptados con lúgubre complacencia, puesto que se sentían claramente mortificados por el obsequio. Cugel no se sintió demasiado satisfecho de la forma ferviente en que su campeón bebía ahora su cerveza. — Me temo que hice una mala elección -se lamentó-. Bebe como si acabara de regresar de un día en el desierto. Bunderwal también se sentía crítico respecto a su campeón.

— No saca la nariz de su jarra. Debo decir, Cugel, que ese truco tuyo fue absolutamente deshonesto. Me vi obligado a proteger mis intereses, con notable gasto. Cugel intentó distraer a su campeón de la cerveza a través de la conversación. Se inclinó hacia él y dijo: — Señor, ¿sois residente en Saskervoy? — Lo soy -dijo el caballero-. Somos notables por nuestra reluctancia a hablar con desconocidos de costumbres extrañas. — También sois notables por vuestra sobriedad -sugirió Cugel. — ¡Eso es una tontería! -declaró el campeón-. Observad a la gente de este local: todos beben cerveza en cantidad. Disculpadme, deseo seguir su ejemplo. — Debo advertiros que esta cerveza local es congestiva -dijo Cugel-. Con cada sorbo corréis el riesgo de un desorden de tipo espasmódico. — ¡Tonterías! ¡La cerveza purifica la sangre! Dejad a un lado vuestro vaso si os sentís alarmado, pero dejadme en paz con el mío. -Alzó su jarra y dio un sorbo impresionante. Irritado por la maniobra de Cugel, Bunderwal buscó distraer a su propio campeón dándole un pisotón e iniciando con él un altercado, que hubiera podido durar largo rato si Cugel no hubiera intervenido y devuelto a Bunderwal a su sitio. — ¡Juega deportivamente o me retiro de la confrontación! — Tus tácticas tampoco son demasiado honradas -murmuró Bunderwal. — ¡Muy bien! -dijo Cugel-. ¡No interfiramos más, de ninguna manera! — Acepto, pero parece que las cosas van a resolverse muy pronto, puesto que tu campeón muestra signos de intranquilidad. Está a punto de ponerse en pie, en cuyo caso yo gano. — ¡No tan aprisa! El primero en utilizar los urinarios pierde el juego. ¡Observa! Tu campeón también se está poniendo en pie; van a ir juntos. — ¡Entonces el primero en abandonar los urinarios será declarado perdedor, puesto que evidentemente habrá sido el primero en utilizarlos! — ¿Con mi campeón en cabeza? ¡En absoluto! El primero que realmente los utilice es el perdedor. — Entonces vamos; no podemos emitir un juicio exacto desde esta distancia.

Cugel y Bunderwal se apresuraron a seguir a los dos campeones: cruzando el patio y hasta un cobertizo iluminado donde un agujero fijado a una pared de ladrillos servía a las necesidades de los clientes de la hostería. Los dos campeones no parecían apresurarse; hicieron una pausa para comentar la suavidad de la noche, luego, casi en sincronía, entraron. Cugel y Bunderwal los siguieron, uno a cada lado, dispuestos a emitir juicio. Los dos campeones se prepararon a aliviar sus vejigas. El campeón de Cugel miró hacia un lado y observó la atención a que era sometido por parte de éste, y se indignó. — ¿Qué estáis mirando? ¡Patrón! ¡Sal inmediatamente! ¡Llama a los guardias nocturnos! Cugel intentó explicarse. — Señor, la situación no es lo que pensáis. ¡Bunderwal verificará el asunto! ¿Bunderwal? Bunderwal, sin embargo, había regresado a la sala común. Apareció Krasnark, el patrón, con un vendaje cubriendo su frente. — ¡Por favor, señores, un momento de tranquilidad! ¡Maestro Chernitz, comportaos! ¿Cuál es la dificultad? — ¡Ninguna dificultad! -Espumeó Chernitz-. ¡Más bien un ultraje! Salí aquí fuera para aliviar mi vejiga, a raíz de lo cual esta persona se alineó a mi lado y actuó del modo más ofensivo. ¡Di la alarma al momento! Su amigo, el ex campeón de Bunderwal, dijo a través de sus apretados labios: — ¡Yo confirmo la acusación! ¡Este hombre debe ser echado del local y advertido de que abandone inmediatamente la ciudad! Krasnark se volvió a Cugel. — ¡Esa es una acusación muy seria! ¿Qué tenéis que decir? — ¡El Maestro Chernitz está en un error! Yo también salí para aliviar mi vejiga. Al mirar junto a la pared advertí la presencia de mi amigo Bunderwal y le hice señas, ¡tras lo cual el Maestro Chernitz lanzó un embarazoso grito y formuló infames acusaciones! ¡Mejor que eches a estas dos comadrejas de los árboles! — ¿Qué?-exclamó Chernitz con pasión-. ¡Soy un hombre respetable! Krasnark alzó los brazos. — ¡Caballeros, sed razonables! El asunto es en esencia trivial. Admitido: Cugel no hubiera debido hacer señales y saludar a sus amigos en el urinario. Pero el Maestro Chernitz podría ser un poco más generoso en sus suposiciones. Sugiero que el Maestro Chernitz se retracte del término «leproso moral» y Cugel del de «comadrejas de los árboles», y así dejar el asunto zanjado.

— No estoy acostumbrado a tales degradaciones -dijo Cugel-. Hasta que el Maestro Chernitz se disculpe, el término sigue ahí. Cugel regresó a la sala común y volvió a sentarse junto a Bunderwal. — Abandonaste los urinarios de una forma un tanto precipitada -dijo-. Yo aguardé a verificar el resultado de la confrontación. Tu campeón fue derrotado por varios segundos. — Sólo después de que tú distrajeras a tu campeón. La confrontación es nula. El Maestro Chernitz y su amigo regresaron a sus asientos. Tras una gélida mirada a Cugel, se volvieron de espaldas y se pusieron a hablar en voz baja. A una señal de Cugel el camarero trajo nuevas jarras llenas de Tatterblass, y él y Bunderwal bebieron. Al cabo de unos momentos Bunderwal dijo: — Pese a nuestros mejores esfuerzos, seguimos sin haber solucionado nuestro pequeño problema. — ¿Y por qué? ¡Porque las confrontaciones de este tipo lo dejan todo al azar! Por ello son incompatibles con mi temperamento personal. No soy de las personas que se agachan pasivamente con la grupa alzada, esperando la patada o la caricia del Destino. ¡Soy Cugel! Indomable y sin miedo. ¡Me enfrento a cualquier adversidad! Con la sola fuerza de mi voluntad, yo... Bunderwal hizo un gesto de impaciencia. — ¡Silencio, Cugel! Ya he oído bastantes de tus bravatas. Has bebido demasiada cerveza, y creo que estás borracho. Cugel miró incrédulo a Bunderwal. — ¿Borracho? ¿Con tres tragos de esta pálida Tatterblass? He bebido agua de lluvia con más fuerza que eso. ¡Muchacho! ¡Trae más cerveza! Bunderwal, ¿y tú? — Te acompañaré con placer. Puesto que rechazas otra prueba, ¿estás dispuesto a admitir tu derrota? — ¡Nunca! Bebamos cerveza, jarra a jarra, mientras danzamos la doble coppola. El primero que caiga es el perdedor. Bunderwal negó con la cabeza. — Nuestras capacidades son nobles, con la nobleza de la que están hechos los mitos. Podríamos danzar toda la noche hasta agotamos, y el único que se enriquecería sería Krasnark. — Bien, entonces, ¿tienes una idea mejor?

— ¡La tengo, por supuesto! Si miras a tu izquierda, verás que tanto Chernitz como su amigo están dormitando. ¡Observa cómo se asoman sus barbas! Aquí hay unas tijeras de cortar algas. Corta la barba de uno o de otro, y te concedo la victoria. Cugel miró de soslayo a los dos hombres. — No están lo bastante dormidos. Desafío al Destino, sí, pero no salto de los acantilados. — Muy bien -dijo Bunderwal-. Dame las tijeras. Si yo corto la barba de uno, entonces debes concederme la victoria a mí. El camarero trajo cerveza fresca. Cugel dio un largo y pensativo sorbo. Dijo con voz baja: — La hazaña no es tan fácil como puede parecer. Supongamos que me decido por Chernitz. Sólo necesita abrir los ojos y decir: «Cugel, ¿por qué estáis cortando mi barba?» A raíz de lo cual me vería obligado a sufrir la penalización que la ley de Saskervoy prescriba para este tipo de ofensa. — Lo mismo puede aplicarse a mí-dijo Bunderwal-. Pero yo he llevado mi pensamiento un paso más allá. Considera esto: ¿podría ver Chernitz o el otro tu rostro, o el mío, si las luces estuvieran apagadas? — Si las luces estuvieran apagadas, el proyecto se vuelve realizable -dijo Cugel-. Tres pasos adelante, agarrar la barba, un golpe de tijeras, tres pasos atrás, y ya está hecho. Y allá al fondo veo la válvula que controla el lucífero. — Eso es lo que pienso yo también -dijo Bunderwal-. Muy bien entonces, ¿quién lo intenta, tú o yo? La elección es tuya. Para mejor ordenar sus facultades, Cugel dio un largo sorbo a su cerveza. — Déjame sentir las tijeras... Son adecuadamente afiladas. Bien, un trabajo de este tipo debe hacerse mientras uno se siente de humor. — Yo controlaré la válvula del lucífero -dijo Bunderwal-. Tan pronto como se apaguen las luces, salta al asunto. — Espera -dijo Cugel-. Tengo que seleccionar una barba. La de Chernitz es tentadora, pero la otra se proyecta en un ángulo mejor. Oh... Muy bien; estoy listo. Bunderwal se puso en pie y se dirigió hacia la válvula. Miró hacia Cugel y asintió. Cugel se preparó. Las luces se apagaron. La habitación quedó a oscuras excepto el débil resplandor de la chimenea. Cugel dio tres largas zancadas, agarró la barba elegida y manejó diestramente las tijeras... Por un instante la válvula se deslizó de entre los dedos de Bunderwal, o quizás una burbuja de lucífero hubiera quedado aún en los tubos.

En cualquier caso, por una fracción de segundo las luces llamearon brillantes, y el ahora desbarbado caballero, alzando la sorprendida mirada, se enfrentó por un congelado instante a los ojos de Cugel. Luego las luces volvieron a apagarse, y el caballero se quedó con la imagen de un rostro oscuro de larga nariz con lacio pelo negro que brotaba por debajo de un excéntrico sombrero. El caballero exclamó, confuso: — ¡Jo! ¡Krasnark! ¡Los ladrones y rufianes nos atacan! ¿Dónde está mi barba? Uno de los camareros, tanteando en la oscuridad, abrió de nuevo la válvula, y la luz emanó otra vez de las lámparas. Krasnark, con el vendaje ladeado, corrió a investigar la confusión. El desbarbado caballero señaló a Cugel, ahora reclinado en su silla, con la jarra en la mano y aspecto soñoliento. — ¡Ahí se sienta el bribón! ¡Le vi mientras cortaba mi barba, sonriendo como un lobo! Cugel exclamó: — Desvaría, no le hagas caso. Estaba sentado aquí, firme como una roca, mientras le cortaban la barba. Este hombre no soporta la bebida. — ¡No es cierto! ¡Lo vi con mis propios ojos! — ¿Por qué debería cortaros la barba? -dijo Cugel con tono paciente-. ¿Qué valor tiene? ¡Registradme si queréis! ¡No hallaréis ni un pelo! — La observación de Cugel es lógica -dijo Krasnark con voz desconcertada-. ¿Por qué, después de todo, debería cortaros vuestra barba? El caballero, ahora púrpura de rabia, exclamó: — ¿Por qué debería alguien cortarme la barba? Alguien lo hizo, ¡mira por ti mismo! Krasnark agitó la cabeza y se alejó. — Es algo que escapa a mi imaginación. Muchacho, tráele al Maestro Mercantides una jarra de buena Tatterblass por cuenta de la casa para que aplaque sus nervios. Cugel se volvió a Bunderwal. — Ya está hecho. — Ya está hecho, sí -dijo generosamente Bunderwal-. ¡La victoria es tuya! Mañana por la mañana iremos juntos a las oficinas de Soldinck y Mercantides, donde te recomendaré personalmente para el puesto de sobrecargo.

— Mercantides -meditó Cugel-. ¿No es ése el nombre por el que Krasnark se ha dirigido al caballero cuya barba acabo de cortar? — Ahora que lo mencionas, creo que sí lo hizo -dijo Bunderwal. Al otro lado de la estancia, Wagmund lanzó un gran bostezo. — Creo que ya he tenido bastante excitación para una noche. Me siento cansado y torpe. Mis pies están calientes y mis botas secas; ya es hora de que me vaya. Primero mis botas.

Al mediodía Cugel se encontró con Bunderwal en la plaza. Se dirigieron a las oficinas de Soldinck y Mercantides, y entraron en la oficina exterior. Diffin, el empleado, los llevó a presencia de Soldinck, que señaló un sofá de peluche marrón. — Por favor, sentaos. Mercantides estará pronto con nosotros, y nos ocuparemos de nuestro asunto. Cinco minutos más tarde Mercantides entraba en la habitación. Sin mirar a derecha e izquierda, se unió a Soldinck en la mesa octogonal. Luego alzó la vista y vio a Cugel y Bunderwal. Habló secamente: — ¿Qué hacen esos dos aquí? Cugel dijo con voz cautelosa: — Ayer, Bunderwal y yo nos presentamos para el puesto de sobrecargo del Galante. Bunderwal ha decidido retirar su petición; en consecuencia... Mercantides echó hacia delante su cabeza. — Cugel, vuestra petición es rechazada, por varias razones. Bunderwal, ¿podéis reconsiderar vuestra decisión? — Por supuesto, si Cugel ya no es tenido en cuenta. — No lo es. Quedáis nombrado para el puesto. Soldinck, ¿respaldas mi decisión? — Me siento complacido con las credenciales de Bunderwal. — Entonces el asunto queda zanjado -dijo Mercantides-. Soldinck, tengo dolor de cabeza. Si me necesitas, estaré en casa.

Mercantides abandonó la habitación, casi en el mismo momento en que entraba Wagmund, apoyando todo el peso de su pie derecho en una muleta. Soldinck lo miró de pies a cabeza. — ¿Qué ocurre, Wagmund? ¿Qué te ha pasado? — Señor, sufrí un accidente ayer por la noche. Lo lamento, pero no voy a poder tomar parte en el próximo viaje del Galante. Soldinck se echó hacia atrás en su silla. — Eso son malas noticias para todos. Los gusaneadores son difíciles de encontrar, ¡especialmente los gusaneadores de calidad! Bunderwal se puso en pie. — Como sobrecargo recién nombrado del Galante, permitidme hacer recomendación. Propongo que Cugel sea empleado para cubrir el puesto vacante.

una

Soldinck miró a Cugel sin entusiasmo. — ¿Tenéis experiencia en este tipo de trabajo? — No en los últimos años -dijo Cugel-. Pero consultaré con Wagmund respecto a las modernas tendencias. — Muy bien. No podemos elegir mucho, puesto que el Galante zarpa dentro de tres días. Bunderwal, os presentaréis inmediatamente al barco. Carga y provisiones deben ser estibadas inmediatamente y con cuidado. Wagmund, quizá puedas mostrarle a Cugel tus gusanos y explicarle sus pequeños retorcimientos. ¿Hay alguna pregunta? Si no, ¡todos a su trabajo! ¡El Galante parte dentro de tres días!.

Libro Segundo DE SASKERVOY A TUSTVOLD

1 A bordo del Galante La primera impresión de Cugel del Galante fue, en general, favorable. El casco era generosamente proporcionado y flotaba alegre y orgulloso. La cuidada ebanistería y el lujoso uso de detalles ornamentales daban a entender una preocupación tanto por el lujo como por la comodidad de cubierta hacia abajo. Un sólo mástil sostenía una verga con una vela de seda azul oscuro. Del puntal candelero en forma de cuello de cisne de proa colgaba una gran linterna de hierro; otra linterna aún mayor colgaba de un pedestal en el alcázar de popa. Cugel dio su aprobación a esas previsiones; contribuían al movimiento de avance del barco y servían a la tripulación. Por otra parte, no podía refrendar automáticamente un par de feas pasarelas, o plataformas, fuera de la borda, que recorrían toda la longitud del casco, tanto a babor como a estribor, a unos pocos centímetros por encima de la línea de flotación. ¿Para qué podían servir? Cugel dio algunos pasos por cubierta para ver mejor las extrañas construcciones. ¿Eran cubiertas de paseo para ejercicio de los pasajeros? Parecían demasiado estrechas y precarias, y demasiado expuestas a las olas y las salpicaduras. ¿Eran plataformas desde las cuales los pasajeros y la tripulación pudieran bañarse sin problemas y lavar su ropa mientras el barco navegaba por aguas tranquilas? ¿O apoyos desde los cuales la tripulación pudiera reparar el casco? Cugel echó a un lado el problema. Mientras el Galante le transportara confortablemente a Port Perdusz, ¿por qué preocuparse por los detalles? Una preocupación más inmediata era su tarea como «gusaneador»: una ocupación de la que no sabía nada en absoluto. Wagmund, el anterior gusaneador, sufría de tremendos dolores en la pierna y se había negado a ayudar a Cugel. Había dicho con voz hosca: — Primero lo primero. Sube a bordo, comprueba tu alojamiento y dispón tu equipaje. El capitán Baunt es un ordenancista y no tolera el desorden. Cuando estés adecuadamente instalado, busca a Drofo, el Jefe Gusaneador; deja que él te dé instrucciones. Por fortuna para ti, los gusanos están en excelentes condiciones. Cugel sólo tenía las ropas que llevaba encima; aquél era todo su «equipaje». Aunque en su bolsa llevaba un artículo de gran valor: la «Estallido Pectoral de Luz» de la torreta del demiurgo Sadlark. Ahora, mientras permanecía de pie en la cubierta, Cugel ideó un tortuoso esquema para proteger la «Estallido» de cualquier pillaje. En un rincón discreto tras una pila de cajas, Cugel se quitó su espléndido sombrero tricornio. Extrajo el más bien llamativo adorno que sujetaba hacia arriba uno de los

lados del ala, y luego, con gran cuidado para evitar el ávido mordisco de la «Estallido», cosió la escama a su sombrero, donde ahora sólo parecía una pinza de sujeción. Metió el antiguo adorno en la bolsa. Cugel siguió caminando por la cubierta del Galante. Trepó por la pasarela hasta la cubierta central. A su derecha se alzaba el castillete de popa, con una pasarela que conducía a la cubierta de popa. Al otro lado, bajo la cubierta de proa, se hallaba la bodega de proa, con la cocina y los comedores de la tripulación; bajo sus pies estaban los alojamientos de la tripulación. Había tres personas al alcance de la vista de Cugel. La primera era el cocinero, que había salido a cubierta para escupir por encima de la borda. La segunda era una persona alta y delgada, con el rostro chupado de un poeta trágico, de pie junto a la barandilla, meditando sobre el mar. Una barba raía del color de la caoba oscura intentaba poblar su barbilla; su pelo, del mismo color ruano oscuro, estaba sujeto por un pañuelo negro. Aferraba la barandilla con unas nudosas manos blanquecinas, y apenas dirigió una mirada de soslayo a Cugel. El tercer hombre llevaba un cubo cuyo contenido arrojó por la borda. Su pelo era denso, blanco y muy corto; su boca un delgado corte en un rubicundo rostro de cuadrada mandíbula. Debía ser el camarero de las cabinas, pensó Cugel, un puesto para el que los modales secos e incluso truculentos del hombre parecían de lo más inadecuado. De los tres, sólo el hombre con el cubo pareció darse cuenta realmente de la presencia de Cugel. Gritó con voz seca: — ¡Hey, el vagabundo del rostro sesgado! ¡Sal de ahí! No necesitamos amuletos ni talismanes ni plegarias ni accesorios eróticos! Cugel respondió fríamente: — Será mejor que moderes tu tono. Soy Cugel, y estoy aquí por solicitud expresa de Soldinck. Así que mejor muéstrame mis aposentos, y con educación. El otro lanzó un profundo suspiro, como de infinita paciencia puesta a prueba. Llamó al otro lado de una pasarela que descendía hasta las profundidades: — ¡Bork! ¡Sube a cubierta! Un hombre bajo y gordo con un rostro redondo apareció de abajo. — Sí, señor. ¿Qué hay que hacer? — Muéstrale a ese tipo sus aposentos; dice que es huésped de Soldinck. He olvidado su nombre: Fugle o Kungle o algo así. Bork se rascó desconcertado la nariz.

— No tengo noticia de él. Con el Maestro Soldinck y toda su familia a bordo, ¿dónde voy a encontrar acomodo? No a menos que este caballero utilice vuestra propia cabina, mientras vos compartís la de Drofo. — ¡Esa idea no es de mi agrado! — ¿Tenéis alguna sugerencia mejor? -dijo Bork, quejoso. El otro echó los brazos al aire y se alejó por cubierta Cugel se lo quedó mirando. — ¿Quién es este tipo tan poco amistoso? — Es el capitán Baunt. Está irritado porque vos vais a ocupar su cabina. Cugel se rascó la barbilla. — A decir verdad, preferiría utilizar una cabina asignada normalmente a los pasajeros comunes. — No es posible en este viaje, señor. El Maestro Soldinck va acompañado por la señora Soldinck y sus tres hijas, y el espacio está más bien apretado. — Dudo en molestar al capitán Baunt -dijo Cugel- Quizá debiera... — ¡No digáis más, señor! Los ronquidos de Drofo no molestan al capitán Baunt, y me atrevería a decir que todos estaremos mejor así. Por aquí, señor; os mostrar vuestra cabina. El hombre condujo a Cugel a la cómoda estancia ocupada hasta entonces por el capitán Baunt. Cugel la examinó aprobadoramente. — La encuentro ideal. Me gusta particularmente la vista que hay desde estas lucernas. El capitán Baunt apareció en el umbral. — Espero que todo esté a vuestra satisfacción. — Completamente. Me sentiré muy cómodo aquí. -dirigiéndose a Bork-: ¿Puedes servirme una colación ligera? Desayuné muy temprano hoy. — Por supuesto, señor; inmediatamente. El capitán Baunt dijo con voz hosca: — Lo único que os pido es que no desordenéis la. estanterías. Mi colección de conchas marinas es irreemplazable, y no deseo que mis libros antiguos sean molestados. — ¡No tengáis miedo! Vuestras pertenencias están tan seguras como si fuesen mías. Y ahora, si me disculpáis, desearía descansar algunas horas antes de dedicarme a mi trabajo.

— ¿Trabajo? -El capitán Baunt frunció desconcertado el ceño. ¿Qué trabajo? Cugel habló con dignidad. — Soldinck me ha pedido que realice algunas tareas simples durante el viaje. — Extraño. No me dijo nada al respecto. Bunderwal es el nuevo sobrecargo, y tengo entendido que un extranjero de miembros flacos va a servir como subgusaneador. — Yo he aceptado el puesto de gusaneador -dijo Cugel con tono austero. El capitán Baunt miró a Cugel, con la mandíbula caída. — ¿Tú eres el subgusaneador? — Eso es lo que tengo entendido -dijo Cugel.

El nuevo alojamiento de Cugel estaba situado en la parte delantera de la sentina, donde la roda se encuentra con la quilla. El mobiliario era sencillo: un camastro estrecho con un colchón de cañas secas y una especie de armario donde estaban colgadas algunas ropas rancias abandonadas por Wagmund. A la luz de una vela, Cugel examinó sus contusiones. Ninguna parecía de naturaleza peligrosa o desfiguradora, pese a que la conducta del capitán Baunt había excedido de toda contención. Una voz nasal alcanzó sus oídos: — Cugel, ¿dónde estás? ¡A cubierta, aprisa! Cugel gruñó y cojeó hacia cubierta. Allí le aguardaba un hombre alto y grueso con una densa mata de rizos negros en la cabeza y unos ojillos pequeños, también negros. Inspeccionó a Cugel con franca curiosidad. — Soy Lankwiler, gusaneador de primera, y en consecuencia tu superior, aunque ambos servimos a las órdenes del Jefe Gusaneador Drofo. Quiere tener una charla instructiva contigo. Así que escucha atentamente, si sabes lo que es bueno para ti. Ven por aquí. Junto al mástil estaba Drofo: el hombre enjuto con k barba color caoba oscuro que Cugel había observado su llegada a bordo. Drofo señaló el escotillón. — Sentaos. Cugel y Lankwiler se sentaron y aguardaron, educadamente atentos.

Con la cabeza inclinada hacia delante y las manos unidas a su espalda, Drofo examinó a sus subordinados. Al cabo de un momento dijo con voz profunda y desapasionada: — ¡Puedo deciros mucho! ¡Escuchad, y conseguiréis una sabiduría superior a la de los eruditos del Instituto con sus concordancias y paradigmas! ¡Pero no me interpretéis mal! ¡El peso de mis palabras no es superior a peso de una simple gota de lluvia! ¡Para saber, tenéis que actuar! Tras un centenar de gusanos y diez mil leguas entonces quizá podáis decir con justicia: «¡Soy sabio!», lo que es lo mismo: «¡Soy un gusaneador!». Y entonces, puesto que seréis sabios y puesto que seréis gusaneadores, no desearéis vanagloriaros de nada de ello. Elegiréis la reticencia, ¡puesto que vuestra valía será la que hablará por vosotros! -Drofo miró los dos rostros que tenía ante sí-. ¿Está claro? — No del todo -dijo desconcertado Lankwiler-. Los eruditos del Instituto calculan de rutina del peso de una gota de lluvia. ¿Hay que considerar eso bueno o malo? — No estamos juzgando las investigaciones de los eruditos en el Instituto-respondió Drofo educadamente-. Estamos examinando más bien el trabajo del gusaneador. — ¡Oh! Ahora está claro. — Exacto -dijo Cugel-. Prosigue con tus interesantes observaciones, Drofo. Con las manos a la espalda, Drofo dio un paso hacia babor, luego un paso hacia estribor. — ¡Nuestra vocación es absolutamente noble! El diletante, el apocado, el estúpido: todos se revelan con sus auténticos colores. Cuando el viaje va bien, todos los tontos se sienten felices y contentos; bailan la jiga y tocan la concertina, y todo el mundo piensa: «¡Oh, por la vida del gusaneador!». ¡Pero luego ataca la adversidad! La negrura arroja su ira sin remordimientos; los impactos resuenan como los gongs del Destino; el gusano retrocede y se sumerge: ¡luego el petimetre es revelado, o más probablemente es descubierto oculto en el rincón más oscuro de la caía! Cugel y Lankwiler meditaron sobre aquellas observaciones, mientras Drofo caminaba primero a babor, luego a estribor. Señaló con un largo y pálido dedo hacia el mar. — Allá al fondo vamos, a medio camino entre el cielo y el suelo del océano, donde los secretos de todas las eras se ocultan en la oscuridad que se volverá absoluta cuando el sol se apague. Como para enfatizar las observaciones de Drofo, el rostro del sol se oscureció momentáneamente con una especie de velo oscuro, parecido a una fluxión en el ojo de un viejo. Tras un parpadeo, la luz del día volvió, con evidente alivio de Lankwiler, aunque Drofo ignoró el incidente. Alzó un dedo en el aire. — ¡El gusano es un familiar del mar! Es sabio, aunque solamente usa seis conceptos: sol, ola, viento, horizonte, profundidad oscura, dirección fiel, hambre y saciedad... ¿Si, Lankwiler? ¿Por qué cuentas con los dedos? — Señor, no importa.

— Los gusanos no son listos -dijo Drofo-. No realizan trucos y no gastan bromas. El buen gusaneador, como sus gusanos, es un hombre de extrema simplicidad. Le preocupa poco lo que come y es indiferente a si duerme mojado o seco, o incluso si duerme. Cuando sus gusanos se comportan como corresponde, cuando la estela es correcta, cuando la ingestión es simple y el vaciado correcto: entonces el gusaneador está sereno. No anhelo más del mundo, ni riqueza ni comodidad ni las sensuales caricias de lánguidas mujeres ni adornos como ese torpe abalorio que lleva Cugel en su sombrero. ¡Así es el vaci acuoso! — ¡Muy inspirador! -exclamó Lankwiler-. ¡Me siento orgulloso de ser un gusaneador! ¿Y tú, Cugel? — ¡Tanto como tú! -declaró Cugel-. Ha sido un buen discurso, pero permíteme decirte que este adorno del sombrero, aunque no tiene ningún valor intrínseco, es un recuerdo de familia. Drofo asintió indiferente. — Ahora divulgaré el primer axioma de nuestro comercio, que por supuesto puede ser ampliado a una aplicación universal. Es éste: Un hombre puede presentarse ante ti y decir: «¡Soy un Maestro Gusaneador!». O un Maestro Gusaneador puede pararse a tu lado y no decir una palabra. ¿Cómo se sabe la verdad? Es dicha por los gusanos. »Seré más preciso. Si veis a una amarillenta criatura biliosa, con los fausiclos hinchados, las branquias incrutadas de cal y un dote obstruido, ¿de quién es la culpa ¿Del gusano, que solamente conoce agua y espacio? ¿o de aquél que lo cuida? ¿Podemos llamarle un gusaneador? Formaos vuestra propia opinión. Pero aquí tenemos otro gusano, fuerte, firme en su rumbo, rosado como un amanecer. ¡Este gusano testimonia la fe de su gusaneador, que pule incansablemente sus lincturas, desobstruye su dote, cepilla y peina sus branquias hasta que brilla como plata! ¡Se halla en comunión mística con la marejada y el mar, y conoce la serenidad que sólo el gusaneador puede conocer! »Diré algo más. Cugel, tú sabes poco del asunto todavía, pero tomo como una buena señal el que hayas venido a mi para que te instruya, puesto que mis métodos no son suaves. Aprenderás, o te ahogarás, o sufrirás un golpe de aleta, o peor aún, incurrirás en mi desagrado. Per has empezado bien y voy a enseñarte bien. Nunca pienses que soy duro o autoritario; ¡estarás en un error que puede llevarte a la derrota! Soy estricto, sí, incluso severo, pero al final, cuando reconozca en ti a un gusaneador, me darás las gracias. — Es realmente una buena noticia -murmuró Cugel. Drofo no le prestó atención. — Lankwiler, a ti tal vez te falte algo de la intensidad de Cugel, pero tienes la ventaja de un viaje junto a Wagmund, que ahora sufre dolor en una pierna. Ya te he indicado algunos errores y dejadeces, y seguro que mis observaciones están aún frescas en tu mente, ¿correcto? — ¡Absolutamente! -dijo Lankwiler con una blanda sonrisa.

— Bien. Le mostrarás a Cugel los arcones y los sacos, y le dotarás con una buena alegra y pinctas. Cugel, ¿incluye tu equipo un par de horcajaderas fuertes? Cugel hizo un gesto negativo. — Las olvidé con las prisas. — Una lástima... Bien, quizá puedas usar el excelente equipo de Wagmund, pero tienes que cuidar de él. — Lo haré, sin duda. — Entonces preparad vuestras cosas. Ya casi es hora de ir a buscar los gusanos; el Galante zarpa a las órdenes de Soldinck en persona. Lankwiler llevó a Cugel hasta el armario de herramientas en la bodega de proa, donde rebuscó entre los instrumentos, dejando a un lado los mejores para usarlos él y tomando para Cugel una casual selección de lo que quedaba. Lankwiler aconsejó a Cugel: — No prestes demasiada atención al viejo Drofo. Ha inhalado demasiados vapores de sal, y sospecho que utiliza el tónico auricular de los gusanos para alegrarse un poco, pues a menudo está borracho. Animado por la afabilidad de Lankwiler, Cugel hizo una cautelosa pregunta: — Si sólo tenemos que tratar con gusanos, ¿para qué necesitamos estos instrumentos tan grandes y pesados? Lankwiler alzó la vista sorprendido, y Cugel se apresuró a añadir: — Supongo que trabajamos con nuestros gusanos sobre una mesa, o quizá sobre un banco; en consecuencia, me pregunto por qué Drofo glorifica las privaciones y la exposición a los elementos. ¿Se nos requiere que enjuaguemos los gusanos en agua salada, o extraerlos del lodo en plena noche? Lankwiler dejó escapar una risita. — ¿Tú nunca has sido gusaneador? — Muy poco tiempo, realmente. — Pronto lo verás todo claro; no sigamos charlando y teorizando y perdiendo el tiempo en verbalizaciones ociosas; como Drofo, soy un hombre de acción, no de retórica. — Yo también -dijo fríamente Cugel. Con un fruncimiento de burla en los labios, Lankwiler dijo:

— Por el peculiar estilo de tu sombrero deduzco que derivas de una región lejana y exótica. — Cierto -dijo Cugel. — ¿Y qué piensas de la región de Cutz? — Posee aspectos interesantes; de todos modos, me siento ansioso por regresar a la civilización. Lankwiler resopló. — Yo soy de Tugersbir, a noventa kilómetros al norte, donde también reina la civilización. Bien, aquí están las horcajaderas de Wagmund. Creo que tomaré prestado este juego con las conchas de plata; tú puedes elegir entre las otras. Ve con cuidado; Wagmund, como un calvo con un sombrero de piel, es orgulloso y vano, e infantilmente meticuloso con su equipo. Aprisa ahora, a menos que quieras recibir otra retahíla de dogmas por parte de Drofo. Llevaron ambos su equipo a cubierta. Con Drofo a la cabeza, desembarcaron del Galante y se encaminaron hacia el norte a lo largo del muelle hasta un largo corral donde flotaban plácidamente un cierto número de enormes criaturas tubulares, de dos a tres metros de grosor y casi tan largas como el propio Galante. Drofo señaló. — Aquellas de allá con las protuberancias amarillas, Lankwiler, son las criaturas que fueron asignadas a tu cuidado. Como puedes ver, necesitan atención. Cugel, las dos criaturas del extremo de la izquierda, con las protuberancias azules, son los espléndidos gusanos de Wagmund, que ahora quedan bajo tu supervisión. Lankwiler hizo una pensativa sugerencia. — ¿Por qué no dejar que Cugel supervise los gusanos con las protuberancias amarillas, mientras yo me encargo de los que las tienen azules? Esto tiene la ventaja de permitirle a Cugel un valioso entrenamiento en los procedimientos básicos como una parte formativa de su carrera. Drofo rumió un momento. — Es posible, es posible. Pero carecemos de tiempo para analizar el asunto en todos sus aspectos; en consecuencia, volvamos al plan original. — Esto es pensar correctamente -dijo Cugel-. Se ajusta al Segundo Axioma de nuestro oficio: «Si el Gusaneador A descuida sus animales, entonces es el Gusaneador A quien tiene que devolverlos a una buena salud, no el Gusaneador B, que trabaja de forma irreprochable. Lankwiler pareció decepcionado.

— Puede que Cugel haya aprendido treinta axiomas diferentes de un libro, pero, como el propio Drofo ha señalado, no son un sustituto de la experiencia. — Seguiremos el plan original -afirmó Drofo-. Ahora llevad vuestros animales al barco y aseguradlos en sus arneses; Cugel a babor, Lankwiler a estribor. Lankwiler recobró rápidamente su compostura. — A las órdenes, señor -exclamó de buen grado-. Vamos, Cugel; ¡muévete! ¡Tendremos esos gusanos atados en un parpadeo, al estilo de Tugersbir! Siempre que no hagas ninguno de tus peculiares nudos de Tugersbir -dijo Drofo-. El último viaje el capitán Baunt y yo estuvimos ponderando las complicaciones de tus lazadas rápidas durante más de media hora. Lankwiler y Cugel descendieron a los corrales, donde una docena de gusanos haraganeaban en la superficie del agua, o se movían lentamente al empuje de sus aleta caudales. Algunos eran rosados o incluso escarlatas; otros eran marfil pálido o de un desagradable amarillo sulfuroso. La parte de la cabeza era complicada: una corta gruesa probóscide, una protuberancia óptica con un sol ojo pequeño, e inmediatamente detrás, un par de protuberancias más al extremo de cortos pedúnculos. Esa protuberancias, pintadas de distintos colores, indicaba sus propietarios, y funcionaban como aparatos direccionales. — ¡Con cuidado ahora, Cugel! -exclamó Lankwiler-¡Usa todos tus teoremas! Al viejo Drofo le gusta ver la colas de nuestras chaquetas flotando al viento! ¡Coloca tus horcajaderas y monta uno de tus gusanos! — Con toda sinceridad -dijo Cugel nerviosamente-he olvidado muchas de mis habilidades. — Se necesita muy poca habilidad -dijo Lankwiler-¡Obsérvame a mí! Salto sobre el animal, echo el lazo sobre su ojo. Agarro sus protuberancias, y el gusano me conduce allá donde quiero. ¡Observa; verás! Lankwiler saltó sobre uno de los gusanos, corrió todo lo largo de la criatura, saltó a otro, y luego a otro y finalmente montó a horcajadas sobre un gusano con protuberancias amarillas. Echó un lazo sobre su ojo y agarró las protuberancias. El gusano agitó sus aletas, avanzó hacia la puerta del corral, que Drofo había abierto, y siguió su camino hacia el Galante. Cugel intentó torpemente conseguir el mismo resultado, pero su gusano, cuando al fin consiguió montar a horcajadas sobre él y agarrar sus protuberancias, se sumergió inmediatamente. Cugel, desesperado, tiró de las protuberancias hacia atrás, y el gusano emergió a la superficie, saltó cinco metros en el aire, y arrojó volando a Cugel al otro lado del corral. Cugel braceó hasta la orilla. Junto a la puerta estaba Drofo, mirándole directamente, ceñudo.

Los gusanos flotaban tan plácidos como antes. Cugel lanzó un profundo suspiro, saltó de nuevo sobre el gusano y lo montó otra vez. Lazó el ojo y, con cautelosos dedos, agarró las protuberancias azules. La criatura no se movió. Cugel retorció delicadamente el órgano, y eso sobresaltó al gusano, que avanzó. Cugel siguió experimentando, y mediante espasmos y tirones el gusano se acercó al extremo del corral, donde aguardaba Drofo. Por casualidad o pura perversidad, el gusano nadó hacia la puerta; Drofo la abrió de par en par, y el gusano la cruzó deslizándose suavemente sobre el agua, mientras Cugel mantenía la cabeza bien alzada, fingiendo un fácil y confiado control. — ¡Y ahora -exclamó-, al Galante! El gusano, pese a los deseos de Cugel, giró hacia mar abierto. De pie junto a la puerta, Drofo agitó tristemente la cabeza, como si acabara de verificar una íntima convicción. Sacó de su chaleco un silbato de plata y lanzó tres agudas notas. El gusano trazó un círculo y se dirigió hacia la puerta del corral. Drofo saltó sobre el rosado lomo y pateó negligentemente las protuberancias. — ¡Observa! Hay que manejar las protuberancias así y así. Derecha, izquierda. Arriba, abajo. Alto, adelante. ¿Está claro? — Otra vez, por favor -dijo Cugel-. Me siento ansioso por aprender tu técnica. Drofo repitió el proceso, luego, conduciendo el gusano hacia el Galante, se sumió en melancólica reflexión mientras el animal avanzaba por el agua y se alineaba al lado de la nave, y finalmente comprendió Cugel la finalidad de las pasarelas que tanto le habían desconcertado: permitían un acceso rápido y fácil a los gusanos. — Observa -dijo Drofo-. Te demostraré cómo se coloca el arnés al animal. Así, y así, y así. Se aplica ungüento aquí y aquí, para impedir la formación de rozaduras. ¿Queda claro esto? — ¡Absolutamente! — Entonces trae el segundo gusano. Aprovechando bien las instrucciones, Cugel guió el segundo gusano a su lugar y sujetó adecuadamente a su arnés. Luego, tal como Drofo había indicado, aplicó ungüento. Unos minutos más tarde, con gran satisfacción oyó a Drofo regañar Lankwiler por haber olvidado el ungüento. La explicación de Lankwiler, de que desagradaba el olor de la sustancia, no complació a Drofo.

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Unos minutos más tarde, Drofo hizo ponerse de nuevo firmes a Lankwiler y Cugel mientras hacia saber a los dos subgusaneadores lo que esperaba de ellos. — En el último viaje los gusaneadores fueron Wagmund y Lankwiler. Yo no estaba a bordo; Gieselman era el Jefe Gusaneador. Veo que era demasiado blando. Mientras que Wagmund cuidó muy profesionalmente de sus gusanos, Lankwiler, por pereza e ignorancia, permitió que sus gusanos se deteriorasen. Examinad esas bestias. Están tan amarillas como el membrillo. Sus branquias están negras de incrustaciones. Podéis estar seguros de que en el futuro Lankwiler tratará con más cuidado a sus gusanos. En

cuanto a Cugel, su entrenamiento está muy por debajo de los estándares. A bordo del Galante esta deficiencia va a verse casi milagrosamente corregida, del mismo modo que la torpeza de Lankwiler. »¡Ahora prestad atención! Partimos de Saskervoy hacia alta mar dentro de dos horas. Alimentaréis a vuestros animales con media ración y prepararéis vuestros cebos. Cugel, tú cepillarás luego a tus animales y los inspeccionarás en busca de timpes. Lankwiler, tú empezarás inmediatamente a arrancarles las incrustaciones a los tuyos. También mirarás que no tengan timpes, pustes y garrapatas de las aletas. Uno de ellos muestra señales de oclusión; deberás administrarle una purga. »¡Gusaneadores, a vuestros animales! Con cepillo, raspador, gubia y escariador, con botes de ungüento, bálsamo y loción tónica, Cugel cepilló sus gusanos siguiendo las instrucciones de Drofo. De tanto en tanto una ola pasaba por encima de los gusanos, anegando la pasarela. Drofo, inclinado sobre la barandilla, advirtió a Cugel desde arriba: — ¡Ignora el agua! Es una sensación artificial y ficticia. Estás constantemente mojado por dentro con todo tipo de fluidos, muchos de ellos de naturaleza vulgar; ¿por qué rechazar la buena humedad salada del exterior? Ignora las mojaduras de todo tipo; éste es el estado natural del gusaneador.

A media tarde, el Maestro Soldinck y su grupo llegaron al muelle. El capitán Baunt reunió a todos los hombres en la cubierta central para darles la bienvenida a bordo del barco. El primero en subir por la pasarela fue Soldinck, con la señora Soldinck del brazo, seguido por sus hijas Meadhre, Salasser y Tabazinth Soldinck. El capitán Baunt, tieso e inmaculado en su uniforme de gala, hizo un corto discurso. — Soldinck, la tripulación del Galante os damos la bienvenida a bordo a vos y a vuestra admirable familia. Puesto que viviremos en proximidad durante varias semanas, incluso meses, permitidme que haga las presentaciones. »Soy el capitán Baunt; éste es nuestro sobrecargo, Bunderwal. A su lado está Sparvin, nuestro temible contramaestre, a cuyas órdenes están Tilitz, ése de la barba rubia que veis a su lado, y Parmele. Nuestro cocinero es Angshott, y el carpintero Kinnolde.

»Aqui están los camareros. Son el fiel Bork, que es un erudito en la identificación de aves marinas y polillas de agua. Le ayudan Claudio y Vilip, y ocasionalmente, cuando puede ser hallado y se encuentra de humor, por Coldniks, el grumete. »¡Junto a la borda, aparte de la sociedad de los mortales ordinarios, vemos a nuestros gusaneadores! Destacable en cualquier compañía podemos ver al Jefe Gusaneador Drofo, que trata las profundidades de la naturaleza de una forma tan casual como

Angshott el cocinero hace juegos malabares con sus habas gigantes y su ajo. A sus espaldas, ansiosos y preparados, están Lankwiler y Cugel. De acuerdo, parecen mustios y poco entusiastas, y huelen un tanto a gusano, pero así es como debe ser. Citando la frase favorita de Drofo: Un gusaneador seco y que huela bien es un mal gusaneador. Así que no os dejéis engañar nunca; ¡ésos son duros y auténticos hombres de mar, preparados para cualquier contingencia! »Y eso es todo: un espléndido barco, una tripulación fuerte, y ahora, por algún milagro, un conjunto de hermosas muchachas para realzar el panorama del mar. ¡Los presagios son buenos, aunque el viaje sea largo! Nuestro rumbo es sudeste, cruzando el océano de los Suspiros. A su debido tiempo veremos el estuario del gran río Chaing, que se hunde en la región del Muro Desmoronante, y allí, en Port Perdusz, llegaremos a nuestro destino. Así que ahora es el momento de la partida. ¿Qué decís, Maestro Soldinck? — Lo encuentro todo en orden. Dad las órdenes a discreción. — Muy bien, señor. ¡Tillitz, Parmele! ¡Fuera amarras, a proa y popa! ¡Drofo, preparado con tus gusanos! ¡Sparvin, giro de timón, más allá del acimut del viejo sol, hasta que pasemos los bajíos de Bracknock! El mar está en calma, el viento es flojo. ¡Esta noche cenaremos a la luz de las linternas en el castillo de popa, mientras nuestros grandes gusanos, cuidados por Cugel y Lankwiler, nos conducen por la oscuridad!

Transcurrieron tres días, durante los cuales Cugel adquirió unos sólidos fundamentos del oficio de gusaneador. Drofo, en sus comentarios, proporcionó un amplio número de valiosos datos teóricos. — Para el gusaneador -dijo Drofo-, día y noche, agua, aire y espuma no son más que aspectos ligeramente distintos de un entorno más amplio, cuyos parámetros son definidos por la grandeza del mar y el ritmo del gusano. — Permíteme esta pregunta -dijo Cugel-. ¿Cuándo duermo? — ¿Dormir? Cuando estés muerto, entonces dormirás larga y profundamente. Hasta ese triste momento, conserva cada ápice de consciencia; es el único tesoro que merece ese nombre. ¿Quién sabe cuándo el fuego abandonará el sol? Incluso los gusanos, que normalmente son fatalistas e inescrutables, lanzan señales inquietas. Esta misma mañana, al amanecer, vi al sol vacilar en el horizonte y hundirse de nuevo en el mar, como aquejado de debilidad. Tan sólo después de un gran impulso enfermizo consiguió elevarse en el cielo. Una mañana miraremos al este y aguardaremos, pero el sol no aparecerá. Entonces podrás dormir. Cugel aprendió el uso de dieciséis instrumentos y descubrió mucho acerca de la fisiología de los gusanos. Los timpes, las garrapatas de las aletas, la gangue y los pustes eran sus más odiados enemigos; la oclusión de la elote era un problema importante, que requería el uso subacuático del escariador, el desatascador y el purgador en una posición que, cuando la obstrucción era eliminada, lanzaba sobre ti toda la fuerza del flujo retenido.

Drofo pasaba mucho tiempo en la proa, meditando sobre el mar. Ocasionalmente, Soldinck o la señora Soldinck iban hasta allí para hablar con él; en otras ocasiones, Meadhre, Salasser y Tabazinth, en solitario o juntas las tres, se reunían con Drofo en la proa y escuchaban respetuosamente sus opiniones. A sugerencia del capitán Baunt, conseguían que Drofo tocara la flauta. — La falsa modestia no es una cualidad de los gusaneadores -decía Drofo. Tocaba la flauta y bailaba simultáneamente tres danzas folklóricas inglesas y una italiana. Drofo parecía despreocuparse de sus gusanos y gusaneadores, pero su negligencia era ilusoria. Una tarde, Lankwiler olvidó llenar por completo de cebo los cestos que colgaban a veinte centímetros delante de sus gusanos; como resultado de ello se relajaron en sus esfuerzos mientras que los gusanos de Cugel, adecuadamente cebados, nadaban con celo, de modo que el Galante empezó a derivar hacia el oeste en una gran curva, pese a las correcciones del timonel. Drofo, avisado de popa, diagnosticó inmediatamente la dificultad, y además descubrió a Lankwiler dormido en un confortable rincón junto a la cocina. Drofo sacudió a Lankwiler con la punta del pie. — Ten la bondad de alzarte. No has cebado tus gusanos; como resultado de ello, el barco está fuera de rumbo. Lankwiler se puso en pie, confuso, con los negro rizos pegados a su cabeza y los ojos mirando en distinta direcciones. — Oh, sí -murmuró-. ¡Los cebos! Lo olvidé, y me temo que me quedé dormido. — Me sorprende que puedas dormir tan profundamente mientras tus gusanos se vuelven perezosos -dijo Drofo-. Un buen gusaneador está siempre alerta. Aprende a captar cualquier irregularidad y a adivinar al instante la causa. — Sí, sí -murmuró Lankwiler-. Ahora me doy cuenta de mi error. «Captar la irregularidad», «adivinar la causa». Lo anotaré. — Además -dijo Drofo-, observo un virulento caso de timpe en tu gusano de cabeza, que te va a costa reducir. — ¡En absoluto, señor! ¡Voy a ponerme de inmediato al trabajo, antes que eso incluso! -Lankwiler se tambaleó ligeramente sobre sus pies, ocultó un cavernoso bostezo tras su mano mientras Drofo observaba impasible, luego se dirigió con paso vacilante hacia sus gusanos. Más tarde, aquel mismo día, Cugel oyó por casualidad una conversación entre Drofo y el capitán Baunt: — Mañana por la tarde -dijo Drofo-, tendremos un poco de viento. Será bueno para los gusanos. Todavía gozan de todo su vigor, y no veo la necesidad de forzarles demasiado.

— Cierto, cierto -dijo el capitán-. ¿Cómo van tus gusaneadores? — Hasta el momento, ninguno de los dos goza de la calificación de «excelente» -dijo Drofo-. Lankwiler es obtuso y un tanto perezoso. Cugel carece de experiencia y malgasta sus energías pavoneándose delante de las muchachas. Trabaja a un mínimo absoluto, y detesta el agua con el mismo fervor que un gato hidrófobo. — Sus gusanos parecen en excelente forma. Drofo agitó despectivo la cabeza. — Cugel hace lo correcto por razones erróneas. No los sobrealimenta y les pone exceso de cebo por pura holgazanería; así, sus gusanos nunca están torpes. Desprecia tanto el trabajo de luchar con el timpe y las incrustaciones que se los elimina a los primeros síntomas. — En ese caso, puede decirse que su trabajo es satisfactorio. — ¡Sólo para un lego! ¡Para un gusaneador, el estilo y la armonía de las finalidades lo son todo! — Tú tienes tus problemas; yo tengo los míos. — ¿Cómo es eso? Parece que todo va perfectamente. — Hasta cierto punto. Como puede que sepas, la señora Soldinck es una mujer de carácter fuerte y propósitos inmutables. — Adiviné algo así. — Hoy, durante la comida, mencioné que nuestra posición nos situaba a dos o tres días de navegación al nordeste de Lausicaa. — Esa es mi propia estimación, por el aspecto del mar -dijo Dorfo-. Es una isla interesante. Pulk el gusaneador vive en Pompodouros. — ¿Conoces los baños pafnisianos? — No por experiencia propia. Creo que las mujeres se bañan en esas fuentes con la esperanza de recuperar la belleza y la juventud. — Exacto. La señora Soldinck, como he dicho, es una mujer estimable. — En todos sus aspectos. Es firme en sus principios, inflexible en su rectitud, y nunca se someterá a la injusticia. — Si. Bork la llama dogmática, obstinada y pendenciera, pero no es lo mismo. — El lenguaje de Bork tiene al menos el mérito de la economía -dijo Drofo.

— En cualquier caso, la señora Soldinck no es ni joven ni hermosa. De hecho, es gorda y deforme. Su rostro es prognato y tiene un ligero bigote negro. Es absolutamente discreta y de carácter fuerte, de modo que Soldinck se deja guiar siempre por sus sugerencias. Así que ahora, puesto que la señora Soldinck desea bañarse en las fuentes pafnisianas, debemos recalar a la fuerza en Lausicaa. — Esto encaja perfectamente con mis intereses -dijo Drofo-. En Pompodouros contrataré al gusaneador Pulk y echaré a Cugel o a Lankwiler, que tendrán que arreglárselas por sí mismos para volver a tierra firme. — No es mala idea, si Pulk reside todavía en Pompodouros. — Así es, y volverá de buena gana al mar. — En ese caso, la mitad de tus problemas quedan resueltos. ¿A quién vas a poner en la orilla, a Cugel o a Lankwiler? — Todavía no lo he decidido. Dependerá de los gusanos. Los dos hombres se alejaron, y Cugel se quedó meditando sobre la conversación. Parecía que, al menos hasta que el Galante zarpara de Lausicaa, iba a tener que trabajar con celo y olvidar sus atenciones a las hijas de Soldinck. Cugel fue a buscar inmediatamente sus raspadores y eliminó toda huella de incrustaciones de sus gusanos, luego peinó sus branquias hasta que brillaron con un color rosa plateado. Mientras tanto, Lankwiler había inspeccionado la avanzada infestación de timpe de su gusano de cabeza. Durante la noche pintó las protuberancias de su gusano de azul y luego, mientras Cugel dormía, condujo su gusano al otro lado del barco y lo cambió por el excelente gusano de cabeza de Cugel, que colocó en el arnés de su lado. Pintó sus protuberancias de amarillo, y se felicitó por evitarse un tedioso trabajo. Por la mañana, Cugel se sintió alucinado al descubrir el deterioro de su gusano de cabeza. Drofo examinó la situación y llamó a Cugel. — Esta infestación de timpe es una abominación. Además, a menos que me equivoque mucho, esa hinchazón generalizada revela una severa oclusión que debe ser aliviada inmediatamente. Cugel, recordando la conversación oída subrepticiamente, se puso a trabajar con ahínco. Luchó bajo el agua con escariador, garfios y manguera, y al cabo de tres horas de duros esfuerzos consiguió desalojar la obstrucción. El gusano perdió de inmediato algo de su color bilioso y se tendió con renovado entusiasmo hacia su cebo. Cuando regresó por fin a cubierta, Cugel oyó a Drofo decirle a Lankwiler: — Tu gusano de cabeza ha mejorado notablemente. ¡Has hecho un buen trabajo, sigue así!

Cugel fue a mirar el gusano frontal de Lankwiler... Era extraño que de la noche a la mañana el amarillento animal de Lankwiler, con su insidiosa infestación de timpe, hubiera mejorado de una forma tan notable, mientras que, durante el mismo intervalo, su rosado y saludable gusano hubiera sufrido un desastre tan radical. Cugel meditó cuidadosamente las circunstancias. Bajó a la pasarela y rascó las protuberancias de su gusano de cabeza, y descubrió, bajo la pintura azul, el resplandor del amarillo. Cugel rumió más intensamente; luego cambió sus gusanos, trasladando el más saludable a la posición delantera. Mientras Cugel y Lankwiler cenaban, Cugel habló de sus esfuerzos. — Es sorprendente la forma en que se desarrolla un caso de timpe, o una obstrucción. Estuve todo el día trabajando con el animal, y esta noche lo he trasladado a la parte posterior, donde pueda cuidarlo más convenientemente. — Una excelente idea -dijo Lankwiler-. Al menos yo he curado a uno de los míos, y el otro muestra señales de mejoría. ¿Has oído la noticia? Nos encaminamos a Lausicaa, para que la señora Soldinck pueda sumergirse en las aguas pafnisianas y emerger virgen. — Te diré algo que es un absoluto secreto -dijo Cugel-. El grumete me contó que Drofo planea contratar a un gusaneador veterano, de nombre Pulk, en Pompodouros. Lankwiler se mordisqueó los labios. — ¿Por qué debería hacer eso? Ya tiene a dos gusaneadores expertos. — Me cuesta creer que piense deshacerse de ti o de mi -dijo Cugel-. De todos modos, ésa parece ser la única posibilidad. Lankwiler frunció el ceño y terminó de cenar en silencio. Cugel aguardó hasta que Lankwiler se fue a dormir, luego fue a la pasarela del gusano de atrás de estribor hizo profundos cortes en las protuberancias del animal enfermo de Lankwiler; después regresó a su propia pasarela, y se puso a trabajar con grandes aspavientos en la eliminación del timpe del gusano de atrás. Con el rabillo del ojo vio a Drofo acercarse a la barandilla, detenerse un momento, luego proseguir su camino. A medianoche fueron retirados los cebos para que los gusanos pudieran descansar. El Galante flotaba inmóvil en el tranquilo mar. El piloto calzó el timón; el grumete roncaba bajo la gran linterna de delante, donde se suponía que mantenía una atenta vigilancia. Sobre sus cabezas brillaban las estrellas supervivientes, que incluían Achernar, Algol, Canopus y Cansaspara.

Lankwiler se arrastró fuera de su rincón. Se deslizó por cubierta como una gran rata negra, y descendió a la pasarela de estribor. Soltó al gusano enfermo y le hizo salir de su lugar. El gusano flotó libre. Lankwiler se colocó sus horcajaderas y tiró de las protuberancias, pero los nervios habían sido cortados y la señal sólo causó dolor. El gusano agitó sus aletas y se lanzó a toda velocidad hacia el noroeste, con Lankwiler sentado a horcajadas en su lomo y tirando frenéticamente de sus protuberancias.

Por la mañana, la desaparición de Lankwiler dominó todas las conversaciones. El Jefe Gusaneador Drofo, el capitán Baunt y Soldinck se reunieron en el gran salón para discutir el asunto, y finalmente Cugel fue llamado ante el grupo. Soldinck, sentado en una silla de respaldo alto de madera tallada de skeel, carraspeó. — Cugel, como sabes, Lankwiler ha desaparecido con un valioso gusano. ¿Puedes arrojar alguna luz sobre el asunto? — Como todos los demás, sólo puedo teorizar. — Nos gustaría saber cuáles son tus ideas -dijo Soldinck. Cugel buscó su voz más juiciosa. — Creo que Lankwiler desesperó de convertirse en un gusaneador competente. Sus gusanos se pusieron enfermos, y Lankwiler se vio incapaz de enfrentarse al desafío de sanarlos de nuevo. Intenté ayudarle; le permití tomar uno de mis gusanos saludables para que así pudiera devolver la salud a su otro animal enfermo, como seguramente habrá observado Drofo, pese a que se mostró reticente al respecto, ante mi sorpresa. Soldinck se volvió hacia Drofo. — ¿Es eso cierto? De ser así, arroja gran crédito sobre Cugel. Drofo habló con voz velada. — Ayer por la mañana aconsejé a Cugel a este respecto. Soldinck se volvió de nuevo a Cugel. — Continúa, por favor. — Sólo puedo suponer que la impotencia animó a Lankwiler a realizar su último acto desesperado.

— ¡Esto es irrazonable! -exclamó el capitán Baunt-. Si se sentía tan impotente, ¿por qué no se limitó a arrojarse al mar? ¿Por qué llevarse uno de nuestros valiosos gusanos para su uso personal y privado? Cugel reflexionó unos instantes. — Supongo que deseaba convertir la ocasión en una ceremonia. Soldinck bufó. — Sea como sea, el acto de Lankwiler nos ha representado un gran trastorno. Drofo, ¿cómo nos las arreglaremos con sólo tres gusanos? — No tendremos demasiadas dificultades. Cugel puede cuidar fácilmente de ambas plataformas. Para facilitar la tarea al timonel utilizaremos doble cebo a estribor y medio cebo a babor, y así podremos llegar sin dificultad a Lausicaa y allí tomar las medidas necesarias. El capitán Baunt había alterado ya el rumbo hacia Lausicaa, a fin de que la señora Soldinck pudiera bañarse en las fuentes pafnisianas. Baunt, que había confiado en un trayecto corto, no se sentía feliz con el retraso, y observó de cerca a Cugel, para asegurarse de que los gusanos fueran utilizados al máximo de su eficacia. — ¡Cugel! -advirtió en una ocasión-. ¡Ajusta el arnés de ese gusano delantero; nos está empujando de costado! — A la orden, señor. Y más tarde: — ¡Cugel! ¡Tu gusano de estribor apenas se mueve, se limita a palmear el agua! ¡Pónle cebo fresco! — Lo tengo ya a doble cebo -gruñó Cugel-. Era fresco hace una hora. — ¡Entonces utiliza un octavo de pinta de Señuelo de Heidinger, y rápido! ¡Quiero llegar a Pompodouros antes del atardecer de mañana! Durante la noche, el gusano de estribor se mostró inquieto y empezó a palmear el agua con sus aletas. Drofo, despertado por el chapoteo, salió de su cabina. Inclinado sobre la barandilla, contempló mientras Cugel corría arriba y abajo por la plataforma intentando pasar una cuerda de control sobre las agitadas aletas del animal. Al cabo de unos instantes de observación, Drofo diagnosticó el problema. Dijo con voz nasal: — Alza siempre el cebo antes de arrojar una cuerda de control... Ahora, ¿qué es lo que ocurre? — El gusano desea nadar para arriba, para abajo y en todas direcciones -dijo lúgubremente Cugel.

— ¿Qué le diste de comer? — Lo de siempre: mitad de Chalcorex y mitad de Illem Primera. — Deberás usar un poco menos de Chalcorex durante los próximos días. Ese bulto de tejido detrás de la torreta es normalmente un claro síntoma. ¿Cómo lo cebaste? — Doble cebo, como me ordenaron. El capitán ordenó otro octavo de pinta de Señuelo de Heidinger. — Ese es tu problema. Lo has cebado excesivamente, lo cual es una estupidez. — ¡El capitán Baunt lo ordenó! — Esa excusa es peor que ninguna excusa. ¿Quién es el gusaneador, tú o el capitán Baunt? Tú conoces a tus gusanos; debes trabajarlos según el dictado de tu experiencia y buen juicio. Si Baunt interfiere, pídele que baje y te aconseje respecto a una infestación. ¡Así es como actúa un gusaneador! Cambia inmediatamente el cebo y baña el gusano con una loción de Mulcent de Blagin. — Muy bien, señor -dijo Cugel, con los dientes apretados. Drofo examinó brevemente el cielo y el horizonte, luego regresó a su cabina, y Cugel se atareó con el baño. El capitán Baunt había ordenado que fuese desplegada la vela, con la esperanza de captar algún soplo de viento favorable. Dos horas después de medianoche se alzó viento de costado, haciendo que la vela golpeara contra el mástil y creando un deprimente sonido que despertó al capitán Baunt de su sueño. Se arrastró hasta cubierta. — ¿Quién está de guardia? ¡Hey! ¡Gusaneador! ¡Tú! ¿No hay nadie por ahí? Cugel subió a cubierta desde la plataforma y respondió: — Sólo el vigía, que está dormido bajo la linterna. — Bien, ¿y tú? ¿Por qué no has silenciado esa vela? ¿Estás sordo? — No, señor. Estaba debajo del agua, con el Mulcent de Blagin. — ¡Bien, entonces baja la vela y acaba con ese maldito ruido! Cugel se apresuró a obedecer, mientras el capitán Baunt iba a la barandilla de estribor. Allí descubrió una nueva causa de insatisfacción. — ¡Gusaneador! ¿Dónde está el cebo? ¡Ordené doble cebo, con aroma de Señuelo! — Señor, no puede lavarse a un gusano mientras se esfuerza tras el cebo.

— ¿Entonces por qué lo bañas? ¡Yo no ordené Mulcent! Cugel se irguió en toda su estatura. — Señor, yo baño este gusano de acuerdo con los dictados de mi mejor juicio y experiencia. El capitán Baunt se lo quedó mirando alucinado, luego echó los brazos al aire y regresó a su cama.

2 Lausicaa El sol, en su descenso por la bóveda celeste, se ocultó tras una cordillera de nubes bajas, y el ocaso llegó pronto. El aire estaba inmóvil, el océano completamente plano, con una superficie como de satén planchado, reflejando exactamente la imagen del cielo, de modo que el Galante parecía flotar en un vacío de una maravillosa luminosidad lavanda. Sólo las ondulaciones de la estela del barco, que se extendían formando una V negra y lavanda desde el punto mismo donde la proa hendía el agua, definían la superficie del mar. Una hora antes del anochecer Lausicaa apareció en el horizonte: una sombra casi perdida en la oscuridad color ciruela. A medida que la oscuridad iba adueñándose del horizonte, una docena de luces empezaron a parpadear en la ciudad de Pompodouros, reflejándose en la abertura del puerto y facilitando la aproximación al capitán Baunt. El muelle que formaba el frente de la ciudad se mostraba como una masa oscura, más negra que el negror, al otro lado de los reflejos. En aguas poco familiares y en la oscuridad, el capitán Baunt decidió prudentemente echar el ancla antes que intentar amarrar en el muelle de noche. Desde el castillo de popa, el capitán llamó a proa: — ¡Drofo! ¡Sube los cebos! — ¡Arriba los cebos! -llegó el asentimiento de Drofo; luego, con una voz distinta-: ¡Cugel! ¡Desceba los gusanos! Cugel retiró los cebos de los dos gusanos de babor, cruzó la cubierta, saltó a la plataforma de estribor y descebó el gusano de aquel lado. El Galante apenas se movía en el agua, al impulso de los perezosos impulsos de las aletas de los animales. — ¡Drofo, inmoviliza a tus gusanos! -llamó de nuevo el capitán Baunt. — ¡Inmovilizar los gusanos! -llegó la respuesta de Drofo; y luego-: ¡Cugel, inmoviliza los gusanos! ¡Rápido!

Cugel inmovilizó el gusano de estribor, pero cayó al agua y se retrasó con los de babor, suscitando una queja del capitán Baunt: — ¡Drofo, aprisa con las inmovilizaciones! ¿Estás conduciendo un rito funerario? ¡Contramaestre, lista el ancla! — ¿Cómo va la inmovilización? -canturreó Drofo-. ¡Apresúrate, Cugel! — Ancla preparada, señor. Los gusanos fueron al fin inmovilizados, y el Galante se detuvo casi completamente en el agua. — ¡Suelta el ancla! -indicó el capitán Baunt. — ¡Ancla en el agua, señor! Profundidad seis brazas. El Galante quedó plácidamente anclado. Cugel aflojó los arneses de los gusanos, aplicó ungüento y dio a cada uno una ración de alimento. Tras la cena, el capitán Baunt reunió a la tripulación del barco en la cubierta central. De pie en medio de la escalerilla que conducía a las cabinas, dirigió unas palabras relativas a Lausicaa y a la ciudad de Pompodouros. — Aquellos de vosotros que hayáis visitado antes este lugar, dudo que seáis muchos, comprenderéis por qué hago estas advertencias. En su aislamiento, descubriréis que algunas de las costumbres que guían a la gente de esta isla son una variante de las nuestras. Puede que os impresionen como extrañas, grotescas, risibles, torpes, pintorescas o recomendables, según vuestro punto de vista. Sea cual sea el caso, debemos tomar nota de estas costumbres y actuar según ellas, puesto que los de Lausicaa no van a alterarlas en absoluto en favor de las nuestras. El capitán Baunt hizo una sonriente inclinación de cabeza ante la presencia de la señora Soldinck y sus tres hijas. — Mis observaciones se aplican de forma casi exclusiva a los caballeros de a bordo, y si menciono detalles que pueden parecer carentes de gusto apelo únicamente a la necesidad; así que solicito vuestra indulgencia. — ¡Ya basta de malgastar el aliento, Baunt! ¡Decid lo que tengáis que decir! ¡Todos a bordo somos gente razonable, incluida la señora Soldinck! El capitán Baunt aguardó a que cesaran las risas. — Muy bien, pues. Mirad al muelle de allá; observaréis a tres personas bajo una farola. Todas son hombres. Sus rostros están ocultos por capuchas y velos. Existe un motivo para esta precaución: el entusiasmo de las mujeres del lugar. Son tan viciosas por naturaleza que los hombres no se atreven a exhibir sus rostros por miedo a provocar impulsos ingobernables. Las mujeres voyeurs van tan lejos como hasta espiar a través de las ventanas de los clubs donde se reúnen los hombres a beber cerveza, a veces con sus rostros parcialmente expuestos.

La señora Soldinck y sus hijas rieron nerviosamente ante aquella información. — ¡Extraordinario! -dijo la señora Soldinck-. ¿Y actúan así las mujeres de todas las clases sociales? — ¡Absolutamente! Meadhre preguntó, desconfiada: — Los hombres, ¿hacen sus proposiciones de matrimonio con el rostro oculto? El capitán Baunt reflexionó. — Por lo que sé, la idea nunca ha entrado en la cabeza de nadie. — No parece una atmósfera saludable donde criar a los niños -dijo la señora Soldinck. — Al parecer, los niños no resultan seriamente afectados -dijo el capitán Baunt-. Hasta los diez años se ven algunos niños con el rostro descubierto, pero incluso durante esos tiernos años se hallan protegidos de las osadas jóvenes. A la edad de diez años se «velan», por usar la expresión local. — ¡Qué irritante para las chicas! -suspiró Salasser. — ¡Y también indigno! -dijo Tabazinth con énfasis- Supongamos que observo lo que parece ser un apuesto joven, y corro tras él, y finalmente lo consigo, y entonces cuando aparto su capucha, descubro unos deformes dientes amarillos, una nariz grande y una frente estrecha y aplastada. ¿Qué entonces? Me sentiré una estúpida sonriendo tontamente, levantándome y marchándome. — Podrías decirle al caballero que simplemente deseabas que te orientara del camino de vuelta al barco-sugirió Meadhre. — Sea cual sea el caso -prosiguió el capitán Baunt-las mujeres de Lausicaa han desarrollado técnicas para restablecer el equilibrio. De este modo: »Los hombres sienten auténtica debilidad hacia los spralings, que son pequeños y deliciosos crustáceos bidechtils. Suelen nadar por la superficie del mar a primera hora de la mañana. En consecuencia, las mujeres se levantan antes del amanecer, se meten en el mar, y capturan tantos spralings como pueden, luego regresan a sus chozas. »Las mujeres que han conseguido una buena captura encienden sus fuegos y cuelgan carteles que dicen más o menos: HOY, ESPLÉNDIDOS SPRALINGS, o SABROSOS SPRALINGS A PETICIÓN. »Los hombres se levantan a su hora y recorren la ciudad. Cuando finalmente se les despierta el apetito, se detienen junto a una de las chozas cuyo cartel les ofrece un bocado a su gusto. A menudo, si el spraling es fresco y la compañía agradable, se quedan incluso a comer.

La señora Soldinck bufó y murmuró algo a sus hijas, que se limitaron a encogerse de hombros y agitar las cabezas. Soldinck dio un par de pasos por la escalerilla de las cabinas. — ¡Las observaciones del capitán Baunt no deben ser tomadas a la ligera! Cuando vayáis a tierra, llevad ropas o una túnica sueltas y cubrid vuestro rostro de alguna manera, para evitar cualquier incidente desagradable. ¿Me explico? El capitán Baunt dijo: — Por la mañana atracaremos en el muelle y atenderemos a nuestros diversos asuntos. Drofo, sugiero que tú aproveches este intervalo. Unta bien tus animales y cura todas sus incrustaciones, garrapatas y demás. Ejercítalos diariamente en el puerto, puesto que la ociosidad crea las obstrucciones. Ocúpate de posibles infestaciones, tanto en aletas como en branquias. Esas horas en el puerto son preciosas; deben aprovecharse al máximo, sin consideración de día ni de noche. — Eso es un eco de mis propios pensamientos -dijo Drofo-. Daré inmediatamente las órdenes necesarias a Cugel. — ¡Una última palabra! -exclamó Soldinck-. La partida de Lankwiler con el gusano delantero de estribor hubiera podido traernos enormes problemas de no ser por la sagaz táctica de nuestro Jefe Gusaneador. ¡Propongo un hurra por el estimable Drofo! Drofo aceptó la aclamación con una breve sacudida de cabeza, luego se volvió para dar instrucciones a Cugel, tras lo cual fue a proa para inclinarse sobre la barandilla y meditar sobre las aguas del puerto. Cugel trabajó hasta medianoche con sus herramientas, puliendo hierros y escariadores, luego trató rozaduras, llagas y timpe. Drofo había abandonado hacía rato su lugar a proa y el capitán Baunt se había retirado temprano. Cugel abandonó su trabajo y se dirigió a su camastro. Casi inmediatamente, o así le pareció, fue despertado por Codnicks, el grumete. Parpadeando y bostezando, Cugel subió a cubierta, para descubrir el sol saliendo por el horizonte y al capitán Baunt paseando impaciente de uno a otro lado. Al ver a Cugel, el capitán Baunt se detuvo en seco. — ¡Estupendo! ¡Por fin has decidido honrarnos con tu presencia! Naturalmente, nuestros asuntos importantes en tierra pueden esperar hasta que tú hayas dormido roncado a satisfacción. ¿Estás ya en condiciones de afrontar un nuevo día? — Sí, señor. — Gracias, Cugel. ¡Drofo, por fin tienes aquí a tu gusaneador! — Muy bien, capitán. Cugel, tienes que aprender a estar a mano siempre que seas necesario. Ahora vuelve tus gusanos a sus arneses. Estamos preparados para dirigirnos al muelle. Mantén los inmovilizadores a mano. No utilices cebo.

Con el capitán a popa, Drofo alerta en la proa y Cugel atendiendo a los gusanos de babor y estribor, el Galante cruzó el puerto hasta el muelle. Los estibadores, vestidos con largas túnicas negras, altos sombreros y velos cubriendo sus rostros, tomaron las amarras y sujetaron el barco a los norays. Cugel inmovilizó los gusanos, aflojó los arneses y les dio de comer. El capitán Baunt asignó a Cugel y al grumete la guardia de la pasarela; todos los demás, convenientemente vestidos y velados, bajaron a tierra. Cugel se apresuró a ocultar sus rasgos tras un velo improvisado, se envolvió en una capa y bajó también a tierra, seguido a pocos pasos por Codnicks, el grumete.

Muchos años antes, Cugel había cruzado la antigua ciudad de Kaiin en Ascolais, al norte de Almery. En la degradada grandeza de Pompodouros descubrió atormentadores recuerdos de Kaiin, centrados principalmente en los caídos y ruinosos palacios a lo largo de la colina, ahora cubiertos de hierbas zorrunas y sarmientos espinosos y unos cuantos cipreses lápiz. Pompodouros ocupaba una árida depresión rodeada por bajas colinas. Sus actuales habitantes habían utilizado las desmoronantes piedras de las ruinas para sus propias finalidades: chozas, el club de los hombres, el domo del mercado, un hospital para hombres y otro para mujeres, un matadero, dos escuelas, cuatro tabernas, seis templos, un cierto número de pequeños talleres y la fábrica de cerveza. En la plaza, una docena de estatuas de dolomita blanca, ahora más o menos desgastadas, arrojaban nítidas sombras negras por entre la rojiza luz del sol. No parecía haber calles en Pompodouros, solamente zonas abiertas y espacios despejados por entre los cascotes que servían como avenidas. A lo largo de ellas iban a sus asuntos los hombres y mujeres de la ciudad. Los hombres, en virtud de sus largas túnicas y negros velos que colgaban por debajo de sus sombreros, parecían altos y magros. Las mujeres llevaban faldas de áspera tela teñida de azul oscuro, rojo oscuro, gris o gris violeta, chales adornados con borlas y sombreros con abalorios, a los que las más coquetas añadían plumas de aves marinas. Un cierto número de pequeños carruajes, tirados por esas achaparradas criaturas de recias patas conocidas como «droggers», recorrían los lugares de Pompodouros; algunos individuos, aguardando empleo, hacían cola ante el club de hombres. Bunderwal había sido delegado para escoltar a la señora Soldinck y a sus hijas en un recorrido por los lugares de interés; alquilaron un carruaje y partieron a su visita. El capitán Baunt y Soldinck fueron recibidos por varios dignatarios locales y conducidos al club de hombres. Con el rostro culto tras el velo, Cugel entró también en el club de hombres. Pidió en la barra una jarra de peltre de cerveza, y la llevó a un reservado cercano al que ocupaban el capitán Baunt, Soldinck y los demás, bebiendo cerveza y discutiendo los asuntos del viaje.

Presionando el oído contra la parte trasera del reservado y cuidadosamente, Cugel consiguió captar la esencia de la conversación.

escuchando

— ... el sabor más extraordinario a esta cerveza -estaba diciendo Soldinck-. Sabe a brea. — Creo que es elaborada a base de algas y otros constituyentes parecidos -respondió el capitán Baunt-. Se dice que es nutritiva, pero se desliza por el gaznate como si tuviera garras... ¡Ajá! Aquí está Drofo. Soldinck alzó su velo para mirar. — ¿Cómo puedes decirlo con seguridad, con su rostro oculto? — Es fácil: lleva las botas amarillas de gusaneador. — Eso es evidente. ¿Quién es la otra persona? — Sospecho que el caballero debe ser su amigo Pulk. ¡Hey, Drofo! ¡Por aquí! Los recién llegados se reunieron con el capitán Baunt y Soldinck. Drofo dijo: — Permitidme presentaros al gusaneador Pulk, del que ya me habréis oído hablar. Le he hablado de nuestras necesidades, y Pulk ha sido tan amable de dedicarle toda su atención al asunto. — ¡Bien! -dijo el capitán Baunt-. Espero que le mencionaras también que necesitamos un gusano, preferiblemente un «Motilator» o un «aleta-Magna». — Bien, Pulk -preguntó Drofo-, ¿qué hay de eso? Pulk habló con voz mesurada. — Creo que podré conseguir un gusano de la calidad requerida de mi sobrino Fuscule, especialmente si él es contratado a bordo del Galante como gusaneador. Soldinck miró de uno a otro. — Entonces tendremos tres gusaneadores a bordo, además de Drofo. Eso es poco práctico. — En absoluto -dijo Drofo-. Alineados en orden de indispensabilidad, los gusaneadores serían primero yo, luego Pulk, luego Fuscule, y finalmente... -Drofo hizo una pausa. — ¿Cugel? — Exacto. — ¿Estás sugiriendo que dejemos a Cugel sobre esta melancólica y miserable isla?

— Es una de nuestras opciones. — ¿Pero cómo regresará Cugel al continente? — Sin duda hallará algún medio. — Lausicaa, después de todo, no es el peor lugar del mundo -dijo Pulk-. El spraling es excelente. — ¡Oh, sí, el spraling! -Había calor en la voz de Soldinck-. ¿Cómo hace uno para probar tal delicadeza? — Nada es más simple -dijo Pulk-. Basta con caminar por las calles del barrio de las mujeres hasta ver un cartel que encaje con lo que desea. Entonces descuelga el cartel y entra en la casa. — ¿No llama? -inquirió cautelosamente Soldinck. — A veces. Llamar antes es considerado como un signo de gentileza. — Otro asunto. ¿Cómo descubre uno los atributos de su anfitriona antes de, digamos, comprometerse? — Existen varias tácticas. El visitante casual, como vos mismo, conviene que se informe antes por la gente del lugar, puesto que una vez el visitante ha abierto la puerta y entrado en la casa hallará difícil, si no imposible, hacer una salida airosa. Si lo deseáis, pediré a Fuscule que os aconseje. — Discretamente, por supuesto. La señora Soldinck no tiene por qué saber mi interés hacia la cocina local. — Encontraréis a Fuscule ideal en todos los aspectos. — Otro asunto: la señora Soldinck desea visitar los baños pafnisianos, de los que ha oído muy notables informes. Pulk hizo un gesto cortés. — Yo mismo me sentiría muy honrado de escoltar a la señora Soldinck; desgraciadamente, estos días voy a estar muy ocupado. Sugiero que asignemos también a Fuscule esa tarea. — La señora Soldinck se sentirá feliz con este plan. Bien, Drofo, ¿nos atrevemos a otro vaso de este brebaje fenólico? Al menos, no le falta fuerza. — Señor, mis gustos son austeros. — Capitán, ¿qué decís vos? El capitán Baunt hizo un gesto negativo.

— Ahora debo regresar al barco y liberar a Cugel de las obligaciones de su puesto, ya que ésta ha sido vuestra decisión al respecto. -Se puso en pie y salió del club seguido por Drofo. Soldinck dio un sorbo a su jarra de peltre e hizo una mueca. — Creo que podríamos utilizar este brebaje para pintar los fondos del barco; desanimaría la proliferación de todas esas pestes marinas. De todos modos, debemos se valientes. -Alzó la jarra, engullendo el resto de un golpe-. Pulk, quizá ahora sea un buen momento para ir probar ese spraling local. ¿Está libre Fuscule? — Puede que esté descansando, o quizá limpiando su gusano, pero en cualquier caso se sentirá feliz de ayudaros. ¡Muchacho! Corre a casa de Fuscule y pídele que se reúna inmediatamente aquí con el Maestro Soldinck. Explícale que yo, Pulk, he enviado el mensaje y dicho que era urgente. Y ahora, señor -Pulk se puso en pie-, os dejo al cuidado de Fuscule, que estará aquí dentro de muy poco. Cugel se levantó precipitadamente de su reservado se apresuró a salir del club, y aguardó en las sombras junto a la entrada. Pulk y el muchacho al que había enviado salieron también y partieron en distintas direcciones. Cugel corrió tras el muchacho y le llamó. — ¡Un momento! Soldinck ha alterado sus planes Aquí tienes un florín por tus servicios. — Gracias, señor. -El muchacho se volvió al club. Cugel llamó de nuevo su atención. — No dudo que estarás familiarizado con las mujeres de Pompodouros. — Sólo de vista. Nunca me servirán spraling; de hecho, son completamente vulgares en sus burlas. — ¡Una lástima! Pero seguro que ya llegará tu momento. Dime: de todas las mujeres, ¿cuál puede ser considerada la más asombrosamente formidable? El muchacho reflexionó. — Es difícil hacer una elección. ¿Krislen? ¿Ottleia? ¿Terlulia? En justicia, debería seleccionar a Terlulia. Hay un chiste al respecto que dice que cuando sale a capturar spralings, los pájaros marinos vuelan hasta el otro lado de la isla. Es alta y robusta, con enormes pecas en los brazos y dientes largos. Sus modales son autoritarios y se dice que insiste en recibir un buen pago por sus spralings. — ¿Y dónde tiene su casa esa persona? El muchacho señaló. — ¿Veis más allá de la choza con las dos ventanas? Ése es el lugar.

— ¿Y dónde hallaré a Fuscule? — Más allá siguiendo esta misma avenida, en el corral de gusanos. — Muy bien. Aquí tienes otro florín. Cuando regreses al club, dile solamente al Maestro Soldinck que Fuscule vendrá enseguida. — Como digáis, señor. Cugel siguió el camino a toda velocidad, y al poco tiempo llegó a la casa de Fuscule, adosada al corral de gusanos y edificada con piedras levantadas directamente desde el fondo del mar. En un banco de trabajo, reparando un cepillo de púas metálicas, estaba Fuscule: un hombre alto, muy delgado, todo codos, rodillas y piernas. Cugel adoptó una actitud altanera y se aproximó. — Supongo que tú, buen compañero, debes ser Fuscule. — ¿Y qué hay con ello? -preguntó Fuscule con voz hosca, sin apenas alzar la vista de su trabajo-. ¿Quién eres tú? — Puedes llamarme Maestro Soldinck, del barco Galante. Tengo entendido que te consideras un buen gusaneador. Fuscule alzó brevemente la vista de su trabajo. — Puedes entender lo que quieras. — ¡Oh, vamos, compañero! ¡No emplees este tono conmigo! ¡Soy un hombre importante! He venido a comprar tu gusano, si estás dispuesto a vender barato. Fuscule dejó sus herramientas sobre el banco y dedicó a Cugel una impasible inspección desde debajo de su velo. — Por supuesto que venderé mi gusano. Sin duda estás tremendamente necesitado, o de otro modo no acudirías a Lausicaa a comprar un gusano. Mi precio, bajo las circunstancias y en vista de tu graciosa personalidad, es de cinco mil terces. Tómalo o déjalo. Cugel lanzó una raspante exclamación de ultraje. — ¡Sólo un villano puede hacer una demanda tan avariciosa! He viajado hasta muy lejos a través de este agonizante mundo; ¡nunca he hallado una rapacidad tan cruel! ¡Fuscule, eres un buitre carroñero, y además físicamente repulsivo! La pétrea sonrisa de Fuscule hizo estremecer la tela de su velo. — Este tipo de insultos no me persuadirá a rebajar mi precio.

— Es trágico, pero no tengo más elección que someterme -se lamentó Cugel-. ¡Fuscule, resulta duro tratar contigo! Fuscule se encogió de hombros. — No estoy interesado en tus opiniones. ¿Dónde está el dinero? Paga ahora, hasta el último terce, ¡y en buena moneda! Luego toma el gusano, y nuestra transacción habrá terminado. — ¡Paciencia! -dijo Cugel severamente-. ¿Piensas que llevo tales sumas sobre mi persona? Tengo que ir a buscar el dinero al barco. ¿Esperarás aquí? — ¡Pero ve rápido! Aunque con toda sinceridad -Fuscule dio voz a una seca carcajada-, por cinco mil terces aguardaría todo lo que fuese necesario. Cugel tomó una de las herramientas de Fuscule y, descuidadamente, la arrojó al corral de los gusanos. Con desconcertada sorpresa, Fuscule corrió tras la herramienta para ver dónde había caído. Cugel avanzó y le empujó al agua, luego se quedó contemplando mientras Fuscule chapoteaba en el corral. — Esto es un castigo por tu insolencia -dijo Cugel-. Recuerda, soy el Maestro Soldinck y una persona importante. Volveré a su debido tiempo con el dinero. Regresó a largas zancadas al club y se dirigió al reservado donde aguardaba Soldinck. — Soy Fuscule -dijo, disimulando su voz-. Tengo entendido que habéis desarrollado un cierto apetito hacia unos buenos spralings. — ¡Cierto! -Soldinck alzó la vista hacia el velo de Cugel y guiñó un ojo en franca camaradería-. ¡Pero debemos ser discretos! ¡Es esencial! — ¡Exacto! ¡Os comprendo perfectamente! Cugel y Soldinck salieron del club y se detuvieron en la plaza. Soldinck dijo: — Debo admitir que soy un tanto escrupuloso, quizá demasiado. Pulk os ha elogiado como un hombre de espléndida discriminación en estos asuntos. Cugel asintió juiciosamente. — Puede decirse con plena justicia que sé distinguir mi pie izquierdo de mi pie derecho. — Me gusta cenar en un ambiente agradable, a lo cual contribuye de forma importante los encantos de la anfitriona -dijo Soldinck con voz pensativa-. Debe ser una persona de apariencia excelente, incluso exquisita, ni demasiado gruesa ni demasiado flaca. Tiene que tener el vientre plano, las caderas redondas y las piernas esbeltas, como un buen animal de carreras. Debe ser razonablemente limpia y no oler a pescado, y si además posee un alma poética y una disposición al romanticismo no estará de más.

— Esto es una categoría selecta -dijo Cugel-. Incluye a Krislen, Ottleia, y por supuesto Terlulia. — ¿Para qué perder tiempo, entonces? Puedes llevarme a la choza de Terlulia, pero en un carruaje, por favor. Tengo la cara tan llena de la cerveza que he subido a bordo que mi estabilidad es más bien precaria. — Será como vos decís, o mi nombre no es Fuscule. Cugel hizo seña a un carruaje. Tras ayudar a Soldinck a subir al espacio reservado a los pasajeros, conferenció brevemente con el conductor-: ¿Conoces la casa de Terlulia? El conductor miró a su alrededor con evidente curiosidad, pero el velo ocultó su expresión. — Por supuesto, señor. — Entonces llévanos a un lugar cercano -Cugel subió al asiento contiguo al de Soldinck. El conductor presionó un pedal conectado a una palanca, que a su vez liberó una varilla flexible que azotó fuertemente la grupa del drogger. El animal echó a trotar cruzando la plaza, mientras el conductor manejaba una rueda que, a girar, tiraba de una serie de cuerdas conectadas a las largas y enhiestas orejas del drogger y lo dirigían. Mientras avanzaban, Soldinck habló del Galante y de los asuntos del viaje. — Los gusaneadores son una gente temperamental. Esto me resultó claro por Lankwiler, que saltó sobre un gusano y desapareció hacia el norte, y por Cugel, cuya conducta no es menos excéntrica. Cugel, por supuesto será dejado aquí en Pompodouros en tierra, y vos, o a menos eso espero, asumiréis sus deberes, en especial mi querido compañero, si estáis dispuesto a venderme vuestro buen gusano a un precio justo para ambos — No hay ninguna dificultad -dijo Cugel-. ¿Qué precio habíais pensado? Soldinck frunció pensativamente el ceño bajo su velo. — En Saskervoy, un gusano como el vuestro puede venderse bien por setecientos o incluso ochocientos terces. Aplicando los descuentos correspondientes, llegamos a una suma general pero generosa de seiscientos terces. — La cantidad parece un tanto baja-dijo Cugel, dubitativo-. Había esperado al menos cien terces mas. Soldinck rebuscó en su bolsa y contó seis monedas de oro de a cien. — Me temo que esto es todo lo que puedo pagar en este momento. Cugel aceptó el dinero. — El gusano es vuestro.

— Así es como me gusta hacer negocios -dijo Soldinck-. Rápido y con un mínimo de regateo. Fuscule, sois una persona lista y un buen negociante. Llegaréis lejos en este mundo. — Me siento feliz de oír esta opinión de vos -dijo Cugel-. Ahora mirad allí: ésa es la casa de Terlulia. ¡Conductor, para el carruaje! El conductor, tirando hacia atrás de una larga palanca, apretó unas argollas en torno a las piernas del drogger, forzando al animal a detenerse. Soldinck descendió y estudió la estructura que había señalado Cugel. — ¿Ésa es la casa de Terlulia? — Exacto. Observad su cartel. Soldinck estudió dudoso la placa que Terlulia había fijado a su puerta. — Con la pintura roja y las luces naranjas destellantes, no parece precisamente discreta. — Esta es la naturaleza básica del camuflaje -dijo Cugel-. Id a la puerta, descolgad el cartel y entrad en la choza. Soldinck dio un profundo suspiro. — ¡Bien, que así sea! ¡Ahora tened cuidado, ni un suspiro de esto a la señora Soldinck! De hecho, ahora sería una oportunidad excelente de mostrarle los baños pafnisianos, si Bunderwal la ha traído ya de vuelta al barco. Cugel inclinó educadamente la cabeza. — Lo averiguaré inmediatamente. Conductor, llévame al barco Galante. El carruaje dio la vuelta y regresó al puerto. Cugel miró por encima del hombro y vio a Soldinck aproximarse a la choza de Terlulia. La puerta se abrió mientras se aproximaba; Soldinck pareció helarse sobre sus pasos, y sus piernas empezaron a flaquear. Por un medio invisible a Cugel, fue arrastrado hacia delante y metido en la choza. Mientras el carruaje se aproximaba al puerto, Cugel dijo al conductor: — Cuéntame algo de los baños pafnisianos. ¿Confieren algún beneficio palpable? — He oído informes de lo más variado -dijo el conductor-. Se nos dice que Pafnis, entonces Diosa de la Belleza y Ginodina del Siglo, se detuvo en la cima del monte Dein para descansar. Cerca halló una fuente donde lavó sus pies, cargando así el agua con su virtud. Algún tiempo más tarde, el pandalect Cosmei fundó un ninfario en el lugar y edificó un espléndido balneario de cristal verde y nácar, y así proliferaron las leyendas.

— ¿Y ahora? — La fuente sigue manando como siempre. Algunas noches el fantasma de Cosmei vaga por entre las ruinas. En otras ocasiones puede oírse el débil sonido de cantos, apenas un suspiro, al parecer ecos de las canciones cantadas por las ninfas. — Si realmente hubiera eficacia en las aguas -murmuró Cugel-, uno pensaría que Krisler y Ottleia e incluso la temible Terlulia hubieran usado su magia. ¿Por qué no lo han hecho? — Afirman que desean que los hombres de Pompodouros las amen por sus cualidades espirituales. Puede que sea pura obstinación, o quizá todas ellas hayan probado las fuentes, sin efecto. Es uno de los grandes misterios femeninos. — ¿Qué hay de los spralings? — Todo el mundo tiene que comer. El carruaje entró en la plaza, y Cugel dijo al conductor que se detuviera. — ¿Cuál de estas avenidas conduce a los baños pafnisianos? El conductor señaló. — Hay que ir por aquí, subiendo ocho kilómetros la ladera de la montaña. — ¿Y qué cobras por el viaje? — Normalmente cobro tres terces, pero para personas de importancia la tarifa es a veces algo superior. — Bien. Soldinck me ha pedido que escolte a la señora Soldinck a los baños, y ella prefiere que vayamos solos, para minimizar su azaramiento. En consecuencia, alquilaré el uso de tu carruaje por diez terces, más cinco terces adicionales para pagar tu cerveza durante mi ausencia. Soldinck te entregará la suma cuando regrese de la choza de Terlulia. — Si aún tiene fuerzas para alzar su mano -gruñó el conductor-. Todas las tarifas se pagan por anticipado. — Aquí tienes tu dinero para la cerveza, al menos -dijo Cugel-. El resto deberás cobrárselo a Soldinck. — Esto es irregular, pero supongo que no importa. Observa bien. Este pedal acelera el vehículo. Esta palanca lo hace detenerse. Gira esta rueda para dirigir el vehículo hacia donde quieras ir. Si el drogger se para en medio del camino, esta palanca gobierna una púa que se clavará en sus ingles y le hará proseguir el camino con renovado vigor. — Todo muy claro -dijo Cugel-. Te devolveré el carruaje frente al club.

Cugel condujo el vehículo hasta el muelle y lo detuvo al lado del Galante. La señora Soldinck y sus hijas estaban sentadas en sendas hamacas en el castillo de popa, mirando hacia la plaza y comentando las curiosidades vistas en la ciudad. — Señora Soldinck -llamó Cugel-. Soy Fuscule, y he venido para escoltaros a los baños de Pafnis. ¿Estáis lista? Debemos apresurarnos, puesto que el día está avanzando. — Estoy completamente lista. ¿Hay sitio para todas nosotras? — Me temo que no. El animal no puede subirnos a todos por la montaña. Vuestras hijas deberán quedarse. La señora Soldinck descendió la plancha, y Cugel saltó al suelo. — ¿Fuscule? -murmuró la señora Soldinck-. He oído vuestro nombre, pero no puedo situaros. — Soy el sobrino de Pulk el gusaneador. He vendido un gusano al Maestro Soldinck, y espero convertirme en gusaneador a bordo de vuestro barco. — Entiendo. Sea cual sea el caso, es muy amable por vuestra parte llevarme en esta excursión. ¿Necesitaré ropas especiales para bañarme? — No es necesario. El lugar está lo suficientemente resguardado, y las ropas disminuyen el efecto de las aguas. — Sí, eso parece razonable. Cugel ayudó a la señora Soldinck a subir al carruaje, luego trepó al asiento del conductor. Pisó el pedal del acelerador, y el carruaje partió cruzando la plaza. Cugel siguió el camino que ascendía a la montaña. Pompodouros quedó abajo, luego desapareció entre las rocas. Densas juncias negras a ambos lados proporcionaban un intenso olor aromático, y Cugel tuvo claro de dónde derivaban los habitantes de la isla la materia prima para su cerveza. Finalmente el camino desembocó en una pequeña y lúgubre pradera. Cugel detuvo el carruaje para dejar descansar al drogger. La señora Soldinck dijo con voz aguda: — ¿Ya hemos llegado a la fuente? ¿Dónde está el templo que protege los baños? — Todavía queda un corto trecho de camino -dijo Cugel. — ¿De veras? Fuscule, tendríais que haberos agenciado un carruaje más confortable. Este vehículo salta y se balancea como si arrastráramos una plancha por encima de las rocas, y no hay ninguna protección contra el polvo. Cugel giró en su asiento y dijo severamente:

— Señora Soldinck, por favor dejad a un lado vuestras quejas; irritan mis nervios. De hecho hay algo más que decir, y lo haré utilizando toda la sinceridad de un gusaneador. Pese a todas vuestras estimables cualidades, os habéis estropeado y engordado a causa de un exceso de lujo y de comida. ¡Vivís un sueño decadente! Respecto al carruaje: gozad de las comodidades mientras aún se hallan a vuestra disposición, puesto que, cuando el camino se haga más empinado, os veréis obligada a andar. La señora Soldinck le miró sin saber qué decir. — Además, éste es el lugar donde normalmente cobro lo que me corresponde -dijo Cugel-. ¿Cuánto lleváis sobre vuestra persona? La señora Soldinck consiguió al fin hallar su lengua. Habló con voz gélida: — Seguro que podéis esperar hasta que regresemos a Pompodouros. El Maestro Soldinck os entregará lo que sea justo a su debido tiempo. — Prefiero buenos terces ahora que justicia más tarde. Aquí puedo maximizar mis beneficios. En Pompodouros voy a tener que llegar a un compromiso con la avaricia de Soldinck. — Esta es una forma muy egoísta de ver las cosas. — Es la voz de la lógica clásica, tal como nos es enseñada en la escuela de gusaneadores. Podéis pagar por encima de al menos cuarenta y cinco terces. — ¡Eso es absurdo! ¡No llevo tal suma sobre mi persona! — Entonces podéis entregarme ese fino ópalo que lleváis al hombro. — ¡Nunca! ¡Es una gema valiosa! Aquí hay dieciocho terces; es todo lo que llevo conmigo. Ahora conducidme inmediatamente a los baños, y sin más insolencias. — Estáis enfocando las cosas por el ángulo equivocado, señora Soldinck. Tengo intención de firmar como gusaneador en el Galante, no importan los problemas que esto le traiga a Cugel. Por lo que a mi respecta, puede quedarse anclado aquí para siempre. En cualquier caso vais a seguir viéndome a menudo, y la cordialidad será correspondida con más cordialidad, y podréis presentarme incluso a vuestras encantadoras hijas. De nuevo se halló la señora Soldinck falta de palabras. Finalmente dijo: — Llevadme a los baños. — Sí, es tiempo de proseguir -dijo Cugel-. Pero sospecho que el drogger, si fuera consultado, afirmaría que ha gastado ya dieciocho terces de esfuerzo. En Lausicaa no estamos tan gordos como los extranjeros. — Vuestras observaciones, Fuscule, son extraordinarias -dijo la señora Soldinck, con un intenso control.

— Ahorrad vuestro aliento, puesto que vais a necesitarlo cuando el drogger empiece a flaquear. La señora Soldinck guardó de nuevo silencio. La montaña empezaba a hacerse cada vez más empinada, y el camino giraba hacia uno y otro lado hasta que finalmente, coronando un pequeño risco, desembocó en un prado poblado de umbríos árboles de jengibre de un color verde amarillento, con un único y alto lancelade de lustroso tronco rojo oscuro y plumoso follaje negro, irguiéndose en medio de todos los demás como un rey. Cugel detuvo el carruaje junto a un arroyo que cruzaba rumorosamente el prado. — Ya hemos llegado, señora Soldinck. Podéis bañaros en el agua, y yo tomaré nota de los resultados. La señora Soldinck contempló el arroyo sin entusiasmo. — ¿Es posible que éste sea el lugar de los baños? ¿Dónde está el templo? ¿Y la estatua caída? ¿Dónde está el arco de Cosmei? — Los baños propiamente dichos están más arriba en la montaña -dijo Cugel con voz lánguida-. Esta es la misma agua, que en cualquier caso produce poco efecto sobre todo en casos exagerados. La señora Soldinck enrojeció violentamente. — Podéis conducirme ahora mismo de vuelta. El Maestro Soldinck hará otros arreglos para mi. — Como queráis. De todos modos, aceptaré mi gratificación ahora, si no os importa. — Podéis dirigiros al Maestro Soldinck para vuestra gratificación. Estoy segura de que él tendrá algo que deciros. Cugel hizo dar la vuelta al carruaje y emprendió el camino de regreso montaña abajo, diciendo: — Nunca comprenderé la forma en que piensan las mujeres. La señora Soldinck permaneció sentada en un helado silencio, y a su debido tiempo el carruaje llegó de vuelta a Pompodouros. Cugel condujo a la señora Soldinck al Galante; sin dirigir una mirada atrás, la mujer subió a buen paso la plancha. Cugel devolvió el carruaje frente al club, luego entró en el local y se sentó en un reservado discreto. Volvió a arreglar su velo, sujetándolo a la parte interior del ala de su sombrero, a fin de no poder ser confundido con Fuscule. Transcurrió una hora. El capitán Baunt y el Jefe Gusaneador Drofo, tras terminar sus gestiones, cruzaron la plaza y se quedaron conversando frente a la puerta del club, donde poco después se les unió Pulk.

— ¿Y dónde está Soldinck? -preguntó el capitán Baunt-. Seguro que a estas horas ya habrá terminado con todos los spralings puestos a su disposición. — Eso creo yo también -dijo el capitán Baunt-. Espero que no le haya ocurrido nada. — No estando en manos de Fuscule -dijo Pulk-. Sin duda están en los corrales, cerrando el trato del gusano. El capitán Baunt señaló colina arriba. — ¡Oh, ahí viene Soldinck! Parece en un estado lamentable, como si le costara poner un pie delante del otro. Con los hombros caídos y caminando con exagerado cuidado, Soldinck cruzó la plaza por un camino indirecto y finalmente se unió al grupo frente al club. El capitán Baunt avanzó unos pasos a su encuentro. — ¿Os encontráis bien? ¿Hay algo que haya ido mal? Soldinck habló con voz ronca y apenas audible. — He tenido una experiencia horrible. — ¿Qué ha ocurrido? ¡Al menos estáis vivo! — Sólo apenas. Estas últimas horas me atormentarán todo el resto de mi vida. Culpo de ello a Fuscule, en todos sus aspectos. ¡Lo califico como un demonio de perversidad! Compré su gusano; al menos tenemos eso. Drofo, ve a llevarlo al barco; abandonaremos inmediatamente este hediondo agujero. Pulk hizo una pregunta tentativa: — ¿Sigue siendo Fuscule nuestro gusaneador? — ¡Ja! -declaró Soldinck con voz salvaje-. ¡No cuidará de ningún gusano en mi barco! Cugel sigue en su puesto. La señora Soldinck había visto a su esposo cruzar la plaza, y no podía seguir reteniendo su rabia. Descendió al muelle y se acercó al club. Tan pronto como llegó a oídos de Soldinck exclamó: — ¡Así que ahí apareces al fin! ¿Dónde estabas mientras yo sufría las insolencias y el ridículo en manos de ese maldito Fuscule? ¡En el momento mismo en que ponga su pie en el barco, yo salgo de él! ¡Comparado con Fuscule, Cugel es un bendito ángel de la luz! ¡Cugel debe seguir siendo el gusaneador! — Esa, querida, es exactamente mi opinión. Pulk intentó intercalar unas palabras apaciguadoras.

— No puedo creer que Fuscule haya actuado de otro modo más que correctamente. Seguro que se ha producido algún error o una mala interpretación... — ¿Una mala interpretación, cuando me exigió cuarenta y cinco terces y me sacó dieciocho sólo porque yo no llevaba más, y deseaba mi precioso ópalo como parte del trato, y luego lanzó sobre mí una serie de ignominias en las que no quiero ni pensar? ¡Y alardeó, podéis creerlo, de que pretendía subir a bordo del Galante como gusaneador! ¡Eso no va a ocurrir nunca, aunque yo tenga que montar guardia día y noche en la plancha de acceso! — La decisión es definitiva a este respecto -dijo el Capitán Baunt-. ¡Fuscule tiene que ser un loco! — ¡Un loco o algo peor! ¡Es difícil describir el alcance de su maldad! Y sin embargo, durante todo el rato, percibí en él una cierta familiaridad, ¡como si de algún modo, en una existencia anterior, o en una pesadilla, lo hubiera conocido! — La mente juega extrañas pasadas -observó el capitán Baunt-. Me siento ansioso por conocer a este sorprendente individuo. — ¡Ahí viene ahora, con Drofo! -exclamó Pulk-. Por fin tendremos una explicación, y quizá una disculpa adecuada. — ¡No deseo ninguna de las dos cosas! -exclamó la señora Soldinck-. ¡ Sólo quiero marcharme de esta deprimente isla! -Giró sobre sus talones y se alejó a largos pasos, cruzando la plaza en dirección al Galante. Fuscule, avanzando a grandes zancadas, se acercó al grupo, con Drofo casi corriendo uno o dos pasos más atrás. Fuscule se detuvo y, alzando su velo, observó al grupo. — ¿Dónde está Soldinck? Dominando su irritación, Soldinck dijo fríamente: — ¡Sabéis muy bien quién soy! Yo también os conozco bien, avaricioso ladrón. No voy a hacer ningún comentario sobre el extraordinario mal gusto de vuestra hurí, ni de vuestra insufrible conducta con la señora Soldinck. Prefiero terminar nuestro negocio sobre la base de una absoluta formalidad. Drofo, ¿por qué no has llevado nuestro gusano al Galante? — Yo responderé a esta pregunta -dijo Fuscule-. Drofo podrá llevarse el gusano después de que me hayáis pagado mis cinco mil terces, más once terces por el espléndido rascador de doble púa que tan negligentemente arrojasteis al agua, junto con otros veinte terces por el ataque a mi persona. En consecuencia, vuestra cuenta asciende a un total de cinco mil treinta y un terces. Podéis pagarme en este mismo momento. Cugel, mezclado con un grupo, salió del club y se detuvo a observar el altercado desde una cierta distancia. Soldinck avanzó dos furiosos pasos hacia Fuscule.

— ¿Estáis loco? Compré vuestro gusano por una honesta suma y os pagué en efectivo en aquel mismo momento. ¡Dejémonos de rodeos y alusiones! ¡Entregad ahora mismo el gusano a Drofo, o tomaremos inmediatas y drásticas medidas! — Es innecesario decir que has perdido tu puesto como gusaneador a bordo del Galante -señaló el capitán Baunt-. De modo que entrega el gusano y permite que terminemos de una vez este desagradable asunto. — ¡Bah! -exclamó Fuscule apasionadamente-. No tendréis mi gusano, ¡ni por cinco mil terces, ni siquiera por diez mil! Y en cuanto a las otras partidas de la cuenta... -avanzó unos pasos y golpeó fuertemente a Soldinck a un lado de la cabeza- esto pagará por la herramienta, y esto... -dio a Soldinck otro golpe- arregla lo demás. Soldinck se lanzó hecho una furia para arreglar sus propias cuentas; el capitán Baunt intentó intervenir, pero su intento fue mal interpretado por Pulk, que lo arrojó al suelo de un tremendo empellón. La confusión fue controlada finalmente por Drofo, que se situó entre las partes contendientes y alzó los brazos para calmar las cosas. — ¡Paz, paz todo el mundo! Hay algunos aspectos peculiares en esta situación que habría que analizar. Fuscule, ¿afirmas que Soldinck te ofreció cinco mil terces por tu gusano, y que arrojó tu rascador al agua? — ¡Por supuesto que lo hizo! -exclamó furioso Fuscule. — ¿Crees que ésta es una forma lógica de actuar? ¡Soldinck es famoso por su parsimonia! ¡Nunca ofrecería cinco mil terces por un gusano que a lo sumo vale dos mil! ¿Cómo explicas esa paradoja? — Soy gusaneador, no estudioso de extraños misterios psicológicos -gruñó Fuscule-. De todos modos, ahora que pienso en ello, el hombre que se identificó como Soldinck era un poco más alto que este achaparrado renacuajo. También llevaba un extraño sombrero con varios dobleces, y caminaba con las piernas arqueadas. — ¡La descripción encaja perfectamente con el villano que me recomendó la choza de Terlulia! -exclamó excitado Soldinck-. Caminaba con un paso elástico, y dijo que era Fuscule. — ¡Ajá! -dijo Pulk-. El asunto empieza a aclararse. ¡Busquemos un reservado en el club y llevemos adecuadamente esta investigación, ante una jarra de buena cerveza negra! — La idea me parece excelente, pero en este caso es innecesaria -dijo Drofo-. Ya le he puesto nombre al individuo en cuestión. — Yo también tengo una cierta intuición al respecto -admitió el capitán Baunt. Soldinck miró resentidamente a los dos hombres. — ¿Me estáis llamando denso? ¿Quién es esa persona?

— ¿Puede haber alguna duda? -murmuró Drofo-. Su nombre es Cugel. Soldinck parpadeó, luego dio una palmada. — ¡Esa es una deducción razonable! — Ahora que el culpable ha sido identificado -recriminó suavemente Pulk-, creo que le debéis a Fuscule una disculpa. El recuerdo de los golpes de Fuscule resonaba todavía en la cabeza de Soldinck. — Me sentiré más generoso cuando me devuelva los seiscientos terces que pagué por su gusano. Y no hay que olvidar que fue él quien me acusó de haber arrojado al agua su rascador. Las disculpas deben ir en la otra dirección. — Seguís confundido -dijo Pulk-. Los seiscientos terces fueron pagados a Cugel. — Es posible. De todos modos, opino que hay que ahondar más en el asunto. El capitán Baunt se volvió para mirar a su alrededor. — Juraría que lo vi hace unos minutos... Parece haberse esfumado. Efectivamente, tan pronto como vio de qué lado soplaban los vientos, Cugel se había apresurado a regresar al Galante. La señora Soldinck estaba en la cabina, haciendo partícipes a sus hijas de los acontecimientos del día. No había nadie a mano para interferir cuando Cugel fue de un lado a otro del barco. Bajó a las plataformas, soltó las amarras, quitó los inmovilizadores de los gusanos y colocó triple cebo en los cestos, luego corrió a popa y destrabó el timón. En el club, Soldinck estaba diciendo: — ¡Desconfié de él desde un principio! De todos modos, ¿quién podía imaginar una tan perversa depravación? Bunderwal, el sobrecargo, se mostró de acuerdo. — Cugel es a todas luces un mal bicho, aunque cabía imaginarlo. — Debe ser llamado inmediatamente a rendir cuentas -dijo el capitán Baunt-. Aunque es una tarea desagradable. — En absoluto desagradable -murmuró pensativo Fuscule. — Debemos ofrecerle el beneficio de la imparcialidad, y cuanto antes mejor. Creo que este club servirá perfectamente para arreglar las cosas. — Primero debemos encontrarle -dijo Soldinck-. Me pregunto dónde se habrá escondido el maldito. Drofo, tú y Pulk id a mirar a bordo del Galante. Fuscule, tú registra el club. No hagáis ni digáis nada que pueda alarmarle; simplemente señalad

que quiero hacerle algunas preguntas de índole general... ¿Sí, Drofo? ¿Por qué no estás ya fuera cumpliendo con lo que he dicho? Drofo señaló hacia el mar. Habló con su habitual voz pensativa: — Señor, mejor vedlo por vos mismo.

3 El océano de los Suspiros El rojizo sol matutino se reflejaba como una réplica exacta en el oscuro mar. Los gusanos hacían avanzar lentamente al barco a medio cebo; el Galante derivaba en el agua tan suave como un bote avanzando en medio de un sueño. Cugel durmió hasta algo más tarde de lo habitual, en la cama que antes había pertenecido a Soldinck. La tripulación del Galante trabajaba tranquila y eficientemente en sus respectivas tareas. Una llamada en la puerta despertó a Cugel de su descanso. Tras desperezarse y bostezar, Cugel dijo con voz melodiosa: — ¡Adelante! La puerta se abrió; Tabazinth, la más joven y quizá la más seductora de las hijas de la señora Soldinck, aunque Cugel, si se le hubiera pedido su juicio, hubiera defendido con igual ahínco los méritos especiales de cada una de las tres, entró en la cabina. Tabazinth, agraciada con un busto generoso y unas robustas caderas, mientras retenía una cintura esbelta y flexible, mostraba al mundo un rostro redondo, una mata de negros rizos y una boca rosada fruncida de forma crónica como si estuviera conteniendo una sonrisa. Llevaba una bandeja, que depositó sobre una mesilla. Con una mirada de reojo por encima del hombro, se dirigió hacia la salida. Cugel la llamó. — ¡Tabazinth, querida! La mañana es espléndida; tomaré mi desayuno en la cubierta de popa. Puedes darle instrucciones a la señora Soldinck de que fije el timón y vaya a descansar. — Como digáis, señor. -Tabazinth tomó de nuevo la bandeja y abandonó la cabina. Cugel saltó de la cama, aplicó una loción perfumada a su rostro, se lavó la boca con uno de los bálsamos selectos de Soldinck, luego se echó encima una cómoda bata de seda azul pálido. Escuchó... De la escalerilla que conducía a las cabinas le llegaron los suaves sonidos de los pasos de la señora Soldinck. Observó por la lucerna de proa como se dirigía a la cabina anteriormente ocupada por el Jefe Gusaneador Drofo. Tan pronto como hubo desaparecido de la vista, Cugel salió a la cubierta central. Inhaló y exhaló profundas bocanadas del frío aire de la mañana, luego subió a la cubierta de popa.

Antes de sentarse ante su desayuno, Cugel fue a la barandilla de popa para examinar el estado del mar y comprobar los progresos del barco. El agua se extendía plana de horizonte a horizonte, sin nada que ver excepto la imagen del sol. La estela parecía adecuadamente recta, un testimonio de la calidad de la señora Soldinck como timonel..., mientras que la uña de la escalabra señalaba directamente al sur. Cugel asintió, aprobador; la señora Soldinck podía llegar a convertirse en una excelente timonel, mientras que el rendimiento de sus hijas era, en el mejor de los casos, más bien marginal. Cugel se sentó ante su desayuno. Alzó una tras otra las tapas de plata para examinar el contenido de las bandejas. Descubrió una compota de frutas en conserva, higadillos de ave marina escalfados, gachas de drist con pasas, una vinagreta de bulbos de lirio y pequeñas setas negras, con varios tipos de pastas: un desayuno más que adecuado en el que reconoció el trabajo de Meadhre, la mayor y más consciente de las hijas. La señora Soldinck, la última vez que había estado de servicio en la cocina, había preparado un menú tan poco apetitoso que Cugel se había guardado muy bien de asignarla de nuevo a aquel puesto. Cugel comió sin apresurarse. Una armonía absolutamente agradable se extendía entre él y el mundo: un interludio que había que prolongar, cuidar y saborear al máximo. Para brindar por su especial condición, Cugel alzó su exquisitamente delicada taza de té y sorbió el néctar preparado para Soldinck a base de una infusión de hierbas seleccionadas. — ¡Espléndido! -exclamó Cugel. El pasado había desaparecido; el futuro podía terminar mañana, si el sol se apagaba definitivamente. El ahora era el ahora, y había que enfrentarse a él en sus propios términos-. ¡Si, muy espléndido! Y sin embargo... Cugel miró inquieto por encima del hombro. Era correcto y adecuado explotar las excelencias del momento, pero cuando las condiciones alcanzaran su clímax, no quedaría nada que hacer excepto empezar a ir cuesta abajo. Incluso ahora, sin ninguna razón tangible, Cugel sintió una extraña tensión en la atmósfera, como si, justo más allá del borde de su consciencia, algo fuera mal. Cugel saltó en pie y miró por encima de la barandilla de babor. Los gusanos, a medio cebo, trabajaban relajados. Todo parecía en orden. Lo mismo podía decirse del gusano de estribor. Cugel regresó lentamente a su desayuno. Dedicó todas las energías de su intelecto al problema: ¿qué había suscitado su intranquilidad? La nave era sólida; había grandes cantidades de comida y bebida; la señora Soldinck y sus hijas se habían adaptado aparentemente a sus nuevos oficios; y Cugel se felicitaba a sí mismo por su juiciosa, amable pero firme administración. Durante un tiempo, inmediatamente después de la partida, la señora Soldinck había emitido un furioso torrente de invectivas, que finalmente Cugel decidió cortar, aunque sólo fuera en interés de la moral a bordo. — Señora -dijo-, sus protestas nos molestan a todos. Tienen que terminar.

— ¡Os acuso de opresor! ¡Un monstruo de maldad! Un laharq, o un keak1 Cugel respondió: — A menos que desistáis de vuestra actitud, me veré obligado a ordenar que seáis confinada en la cala. — ¡Bah! -dijo la señora Soldinck-. ¿Quién cumplirá vuestras órdenes? — ¡Si es necesario las ejecutaré yo personalmente! Hay que mantener la disciplina en el barco. Ahora soy el capitán de esta embarcación, y éstas son mis órdenes. Primero, refrenaréis vuestra lengua. Segundo, os reuniréis todas en la cubierta central para oír las instrucciones que debo daros. A regañadientes, la señora Soldinck y sus hijas se reunieron en el lugar señalado por Cugel. Cugel subió a la mitad de la escalerilla que conducía a las cabinas. — ¡Damas! ¡Agradeceré toda vuestra atención! -Cugel miró sonriente de uno a otro rostro-. Soy consciente de que el día de hoy no nos ofrece a ninguno la situación que esperábamos. Sin embargo, así son las cosas, y debemos adaptarnos a las circunstancias. A este respecto puedo ofreceros algunas palabras de consejo. »Nuestra primera preocupación se refiere a las reglas de la marina, que estipulan una rápida y exacta obediencia a las órdenes del capitán. El trabajo a bordo tiene que ser compartido. Yo ya he aceptado los deberes del mando. De vosotras, mi tripulación, espero buena voluntad, cooperación y celo, en cuyo caso hallaréis en mí un amigo benévolo, comprensivo e incluso afectuoso. — ¡No os necesitamos ni a vos ni a vuestra clemencia! -exclamó secamente la señora Soldinck-. ¡Devolvednos a Pompodouros! Meadhre, la hija mayor, dijo con voz melancólica; — ¡Calla, mamá! ¡Sé realista! Cugel no se atreve a volver a Pompodouros, así que sepamos dónde planea llevarnos. — Os facilitaré esa información -dijo Cugel-. Nuestro puerto de destino es Val Ombrio, en la costa de Almery, bastante lejos al sur. La señora Soldinck lanzó una exclamación de sorpresa. — ¡No podéis hablar en serio! ¡En medio hay aguas mortalmente peligrosas! ¡Todo el mundo lo sabe! — Sugiero, señora -dijo fríamente Cugel- que depositéis vuestra fe en alguien como yo, antes que en las habladurías de las amas de casa de vuestro círculo social.

— De todos modos, Cugel hará lo que quiera, así que, ¿para qué oponernos a sus deseos? -aconsejó Salasser a su madre-. Lo único que conseguiremos será ponerlo furioso. — ¡Bien pensado! -declaró Cugel-. Ahora, en cuanto al trabajo en el barco, cada una de vosotras deberá convertirse en un competente gusaneador, siguiendo mis instrucciones. Puesto que tenemos mucho tiempo, manejaremos los gusanos sólo a medio cebo, para que no se fatiguen demasiado. También carecemos de los servicios de Angshott, el cocinero; sin embargo, tenemos abundantes provisiones, y no veo razón para preocuparnos. Animo a todas para que hagáis una buena exhibición de vuestros talentos culinarios. »Hoy mismo prepararé un esquema provisional de trabajos. Durante el día yo personalmente mantendré la vigilancia y supervisaré las tareas del barco. Quizá deba mencionar aquí que la señora Soldinck, en virtud de sus años y su posición social, queda dispensada del servicio nocturno. Ahora, respecto a... La señora Soldinck dio un rápido paso adelante. — ¡Un momento! Ese servicio nocturno... ¿a qué se refiere, y por qué quedo descalificada de él? Cugel miró hacia mar abierto. — Los deberes implícitos en el servicio nocturno quedan explicados más o menos por su propio nombre. La persona de servicio es asignada a la cabina de popa, donde velará por la comodidad del capitán. Es un puesto de prestigio; es justo que sea compartido por Meadhre, Salasser y Tabazinth. La señora Soldinck se mostró de nuevo agitada. — ¡Es como temía! ¡Yo, Cugel, me encargaré del servicio nocturno! ¡No intentéis disuadirme! — Muy bien, señora; pero vuestros talentos serán necesarios al timón. — Vamos, mamá, no somos tan frágiles y delicadas como temes -dijo Meadhre. — Mamá, eres tú quien merece consideraciones especiales y no nosotras -dijo Tabazinth con una risa-. Podemos apañárnoslas muy bien con Cugel. — Debemos dejar que Cugel tome responsabilidad -apostilló Salasser.

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suya

es

la

— Sugiero que dejemos de momento el asunto -señaló Cugel-. Ahora debemos tratar, de una vez por todas, de un asunto más bien macabro. Supongamos que alguien a bordo de este barco, llamémosla Zita, según el nombre de la Diosa de las Cosas Inescrutables..., supongamos que Zita decide retirar a Cugel del reino de los vivos. Considera las posibilidades: veneno en su comida, un cuchillo en su garganta, un golpe y un empujón para que Cugel caiga al mar.

»Es evidente que las personas gentiles nunca pensarán en una conducta así. De todos modos, he desarrollado un plan para reducir esta posibilidad a la nada. En las profundidades de la cala de proa instalaré un dispositivo de destrucción, utilizando una cierta cantidad de explosivo, una vela y una mecha. Cada día abriré una impenetrable puerta de hierro y reemplazaré la vela. Si alguna vez no lo hago, la vela se consumirá hasta el final y encenderá la mecha. El explosivo hará un agujero en el casco, y el barco se hundirá como una piedra. Señora Soldinck, parecéis distraída; ¿habéis oído bien lo que he dicho? — Os he oído muy bien. — Entonces, esto completa mis observaciones por el momento. Señora Soldinck, podéis dirigiros al timón, donde os mostraré los principios básicos de pilotar un barco. Muchachas, primero prepararéis nuestra comida, luego velaréis por la comodidad de nuestras distintas cabinas. Al timón, la señora Soldinck siguió advirtiendo sobre los peligros de la ruta del sur. — ¡Los piratas son sanguinarios! Hay monstruos marinos: ¡los codorfinos azules, los thryfwyd, las sombras acuáticas de doce metros de largo! Las tormentas golpean desde todas direcciones: ¡sacuden las naves como si fueran corchos flotando sobre el agua! — ¿Cómo sobreviven los piratas en medio de tantos peligros? — ¿A quién le preocupa cómo sobreviven? Nuestra más ferviente esperanza es que perezcan. Cugel se echó a reír. — ¡Vuestras advertencias se funden como el hielo frente a los hechos! Llevamos una carga para Iucounu que debe ser entregada en Val Ombrio, en la costa de Almery. — ¡Sois vos el ignorante de los hechos! Esa carga es desembarcada en Port Perdusz, donde nuestros representantes hacen los arreglos necesarios para que llegue a su destino. Debemos ir a Port Perdusz. Cugel se echó a reír de nuevo. — ¿Me tomáis por estúpido? En el momento en que el barco tocara el muelle empezaríais a chillar en todas direcciones llamando a los atrapaladrones. Como antes: directo al sur. -Cugel fue a comer, dejando a la señora Soldinck bufando junto a la escalabra.

Por la mañana del día siguiente, Cugel tuvo la primera impresión de que algo iba mal en los confines de la realidad. Pero por mucho que lo intentó, la discrepancia exacta, lo que no encajaba, escapaba de su comprensión. El barco funcionaba correctamente,

aunque los gusanos, a medio cebo, parecían un tanto indolentes, como después de un duro esfuerzo, y Cugel tomó nota mental de darles una dosis de tónico. Un cúmulo de altas nubes en el cielo occidental presagiaba viento, que, si era favorable, permitiría descansar a los gusanos... Cugel frunció el ceño, perplejo. Drofo le había hecho ser consciente de las variaciones del color, textura y claridad del océano. Ahora parecía como si estuvieran en el mismo océano que habían cruzado el día antes. Ridículo, se dijo a sí mismo Cugel; debo refrenar mi imaginación. A última hora de la tarde, Cugel, mirando a proa, observó una pequeña embarcación que avanzaba a gran velocidad. Tomó su catalejo y estudió la nave, que era propulsada por cuatro chapoteantes e ineficientes gusanos llevados al máximo de sus fuerzas. En cubierta Cugel creyó reconocer a Soldinck, al capitán Baunt, a Pulk y a otros, mientras una alta figura pensativa, seguramente Drofo, se erguía a proa contemplando el mar. Cugel miró al cielo. Faltaban dos horas para el anochecer. Sin apresurarse, ordenó doble cebo para todos los gusanos, y un octavo de galón de tónico Rouse para cada uno. El Galante se alejó con facilidad de la nave perseguidora. La señora Soldinck había observado con interés toda la maniobra. Finalmente preguntó: — ¿Quién gobernaba esa nave? — Parecían comerciantes de la isla Sarpent -dijo Cugel-. Mala gente, por lo que se dice. En el futuro eludiremos todas esas naves. La señora Soldinck no hizo ningún comentario, y Cugel meditó en solitario sobre aquel nuevo misterio: ¿cómo había conseguido Soldinck alcanzarles tan rápido? Con la llegada de la oscuridad, Cugel cambió el rumbo, y la nave perseguidora se perdió en el horizonte, a popa. Cugel dijo a la señora Soldinck: — Por la mañana estarán a diez leguas fuera de rumbo. -Se volvió para ir abajo... El resplandor de una luz en la linterna de popa llamó su atención. Cugel lanzó un grito de rabia y apagó la luz. Se volvió furioso hacia la señora Soldinck. — ¿Por qué no me dijisteis que habíais encendido la luz? La señora Soldinck se encogió indiferente de hombros. — En primer lugar, nunca lo preguntasteis. — ¿Y en segundo lugar? — Es prudente tener una luz encendida cuando se está en el mar. Ésa es la regla de la precaución marinera. — A bordo del Galante es innecesario encender las luces a menos que yo lo ordene.

— Como digáis. Cugel palmeó la escalabra. — Mantened el rumbo actual durante una hora, luego girad al sur. — ¡Poco aconsejable! ¡Trágicamente poco aconsejable! Cugel descendió a la cubierta central y permaneció acodado en la barandilla hasta que el suave resonar de unas campanillas de plata le avisaron que la cena estaba preparada. Esta noche era servida en la cabina de popa, en una mesa con un mantel blanco de lino. La comida era adecuada a las expectativas de Cugel, y así lo informó a Tabazinth, que aquella noche estaba de servicio nocturno. — Quizá haya un poco de exceso de hinojo en la salsa del pescado -observó-. Y al segundo servicio de vino, me refiero al Montrachio blanco, le falta todavía un año para que esté en su punto. De todos modos, en conjunto, poco puede reprocharse, y espero que lo informes así a la cocina. — ¿Ahora? preguntó Tabazinth con modestia. — No necesariamente -dijo Cugel-. ¿Por qué no mañana? — Creo que seguirá siendo pronto. — Exacto. Tenemos nuestros propios asuntos que discutir. Pero primero -Cugel miró por la portilla de popa-, como había esperado, esa astuta y loca mujer ha encendido de nuevo la linterna. No puedo imaginar lo que tiene en mente. ¿De qué sirve tener encendido un gran faro en popa? No estamos yendo hacia atrás. — Probablemente quiere advertir a esa otra nave que nos está siguiendo tan de cerca. — Las posibilidades de colisión son pequeñas. Quiero evitar llamar la atención, no atraerla. Todo va bien, Cugel. No tenéis que preocuparos. Tabazinth se acercó a él y apoyó las manos sobre sus hombros-. ¿Os gusta la forma de mi peinado? Me he puesto un perfume especial; se llama «Tanjence», que es el nombre de una hermosa mujer de leyenda. Tu pelo es encantador hasta el punto de distraer; el perfume es sublime; pero tengo que subir y arreglar las cosas con tu madre. Tabazinth intentó retenerle con sonrisas y mohines. — Oh, Cugel, ¿cómo puedo creer en vuestros halagos si al primer pretexto salís huyendo? Quedaos conmigo; mostradme exactamente cuál es vuestro interés! Dejad que la pobre vieja se ocupe de su timón.

Cugel la apartó a un lado. — ¡Controla tus entusiasmos, hermosa muñequita! ¡Sólo estaré fuera un instante, y luego seguiremos! Cugel salió precipitadamente de la cabina, subió a la cubierta de popa. Como había temido, la linterna ardía con una luz deslumbrante. Sin pararse a censurar a la señora Soldinck, Cugel no sólo extinguió la luz, sino que quitó el cristal reflectante y los lumenex y lo arrojó todo al mar. Luego se dirigió a la señora Soldinck. — Habéis presenciado mi último acto de tolerancia. Si vuelve a aparecer una luz en este barco, no va a gustaros lo que ocurrirá a continuación. La señora Soldinck contuvo altaneramente su lengua, tras una inspección final de la escalabra, Cugel regresó a su cabina. Después de más vino y varias horas de escarceos con Tabazinth, se quedó profundamente dormido y no regresó a la cubierta de popa aquella noche. Por la mañana, al sentarse parpadeando a la luz del sol, sintió de nuevo aquella extraña sensación de desplazamiento que le había turbado en otras ocasiones anteriores. Salió a la cubierta de popa, donde Salasser estaba al timón. Cugel fue a mirar la escalabra; la uña apuntaba directamente al sur. Cugel regresó a la cubierta central e inspeccionó los gusanos; se movían lánguidos a medio cebo, aparentemente sanos salvo lo que parecía ser un poco de cansancio y un asomo de timpe en el animal trasero de babor. Hoy habría trabajo en las plataformas, del que solamente se libraría la encargada del servicio de noche.

Pasó un día, luego otro: para Cugel un tiempo de tranquilidad y disfrute del aire marino, la espléndida cocina y las atenciones del servicio nocturno. La única fuente de intranquilidad era aquellos extraños desplazamientos en el tiempo y el espacio que ahora creía que no eran más que episodios de «déja vu». La mañana que Tabazinth le sirvió el desayuno en la cubierta de popa, su ágape se vio interrumpido por el avistamiento de un pequeño barco de pesca. Más allá, al sudoeste, Cugel divisó la imprecisa línea costera de una isla, que estudió perplejo. ¿«Déja vu» de nuevo? Cugel se hizo cargo del timón y viró para pasar cerca del barco de pesca, tripulado por un hombre y dos muchachos. Mientras pasaban en ángulo recto junto a su quilla, Cugel fue a la barandilla y llamó a los pescadores. — ¡Hola! ¿Qué isla es ésa de ahí?

El pescador miró a Cugel como miraría a un tonto. — Lausicaa, como deberías saber muy bien. Si yo estuviera en tus zapatos, daría un amplio rodeo. Cugel miró hacia la isla con la boca muy abierta. ¿Lausicaa? ¿Cómo era posible, a menos que hubiera intervenido la magia? Cugel se dirigió confuso a la escalabra; todo parecía en orden. ¡Sorprendente! Habían partido hacia el sur; ahora habían regresado al norte, ¡y debían haber cambiado el rumbo o trazado un círculo en torno al lugar del que habían salido! Cugel hizo virar el barco hacia el este, y Lausicaa se desvaneció en el horizonte. Luego cambió el curso de nuevo, y enfiló otra vez al sur. La señora Soldinck, a su lado, frunció disgustada los labios. — ¿De nuevo al sur? ¿No os he advertido de los peligros del sur? — ¡Directos al sur! Ni un ápice al este, ni una fracción de un ápice al este. ¡El sur es nuestra dirección! ¡El norte a popa, y el sur a proa! — ¡Es una locura! -murmuró la señora Soldinck. — ¿Una locura? ¡En absoluto! ¡Estoy tan cuerdo como vos! Admito que este viaje me ha desconcertado en algunos momentos. Soy incapaz de explicar nuestra aproximación a Lausicaa desde el norte. ¡Es como si hubiéramos completado una circunnavegación! — Iucounu el Mago ha puesto un conjuro sobre el barco para salvaguardar su cargamento. Esta es la hipótesis más razonable, y otro motivo para poner rumbo a Port Perdusz. — Descartado -dijo Cugel-. Voy abajo a pensar. Informad de cualquier circunstancia extraordinaria. — Se está alzando viento -dijo la señora Soldinck-. Puede que tengamos tormenta. Cugel se dirigió a la borda, y era cierto: una ligera brisa procedente del noroeste rizaba la negra superficie del mar. — El viento permitirá que los gusanos descansen -dijo Cugel-. ¡No puedo imaginar por qué parecen tan faltos de energías! Drofo insistiría que se han esforzado demasiado, pero yo sé que no. Descendió a la cubierta central y dejó caer la vela y fijó las puntas. La vela de seda azul se hinchó con la brisa, y el agua burbujeó junto al casco. Cugel dispuso una confortable silla allá donde podía apoyar los pies en la barandilla y, con una botella de Rozpagnola blanco en el regazo, se dedicó a observar a Meadhre y Tabazinth mientras se ocupaban de un incipiente caso de gangue en el gusano de atrás de babor.

Transcurrió la tarde, y Cugel se adormeció al suave movimiento del barco. Despertó para descubrir que la ligera brisa se había hecho más intensa, de modo que el barco se movía más enérgicamente, alzándose y hundiéndose rítmicamente a proa y dejando una apreciable estela en la popa. Salasser, de servicio nocturno, le sirvió té en una taza de plata acompañado de una selección de pastas pequeñas, que Cugel consumió sintiéndose anormalmente abstraído. Por fin se levantó de su silla y se dirigió hacia la cubierta de popa. Halló a la señora Soldinck de un humor lúgubre. — El viento no es bueno -le dijo-. Será mejor que retiréis la vela. Cugel rechazó su consejo. — El viento sopla magníficamente en nuestro rumbo, y los gusanos pueden descansar. — Los gusanos no necesitan descansar -restalló la señora Soldinck-. Con la vela empujando el barco, no puedo mantener el rumbo como desearía. Cugel señaló la escalabra. — ¡Directos al sur! ¡Ese es el rumbo que debéis mantener! ¡La uña señala la dirección! La señora Soldinck no tenía nada más que decir, y Cugel abandonó la cubierta de popa. Atardecía. Cugel se dirigió a proa y se detuvo debajo de la linterna, como Drofo acostumbraba a hacer. Este anochecer el cielo occidental era espectacular, con una larga hilera de cirros cubriendo de jirones escarlatas el cielo azul oscuro. En el horizonte, el sol vacilaba y se demoraba, como reluctante de abandonar el mundo de la luz diurna. Una fea corona verdeazulada adornaba el borde del globo: un fenómeno que Cugel no había observado nunca antes. Una herida purpúrea en la superficie del sol parecía pulsar, como el orificio de un pólipo: ¿un portento?... Cugel empezó a darse la vuelta, luego, golpeado por un pensamiento repentino, miró a la linterna. El cristal reflector y los lumenex, que Cugel había retirado de la linterna de popa, no estaban tampoco allí, Parecía, pensó Cugel, como si fértiles mentes trabajaran duramente a bordo del Galante. De todos modos, se dijo a sí mismo, es conmigo con quien tienen que luchar, y no me conocen como Cugel el Astuto por nada. Siguió en la proa durante unos minutos más. En la cubierta de muchachas y la señora Soldinck bebían té y miraban a Cugel de reojo. brazo en el poste de la linterna, creando una galante silueta contra el Las altas nubes mostraban ahora el color de sangre seca, y eran precursoras del viento. Sería juicioso reducir un poco la vela.

popa, las tres Cugel apoyó un cielo del ocaso. claramente las

La luz del atardecer murió. Cugel meditó en los extraños acontecimientos del viaje. Navegar hacia el sur durante todo el día y despertar a la mañana siguiente en aguas mucho más al norte que el punto de inicio del día anterior: era una secuencia innatural... ¿Qué explicación plausible, aparte la magia, existía? ¿Un torbellino oceánico? ¿Una escalabra retrógrada? Una conjetura siguió a la otra en la mente de Cugel, cada una más improbable que la anterior. Ante una idea particularmente ridícula se detuvo para lanzar una sardónica risa antes de rechazarla con todas las demás teorías más plausibles... Se detuvo en seco y volvió a revisar la idea, puesto que, por extraña que pareciera, la teoría encajaba exactamente con todos los hechos. Excepto en un único aspecto crucial. La teoría descansaba sobre la premisa de que la capacidad mental de Cugel era de bajo grado. Cugel rió de nuevo, pero más incómodo esta vez, y finalmente dejó de reír. Los misterios y paradojas del viaje quedaban ahora iluminados. Parecía que la innata caballerosidad y el sentido de la decencia de Cugel habían sido explotadas desde un principio, volviendo contra él su fácil confianza en los demás. ¡Pero ahora el juego iba a cambiar! Un tintinear de campanillas de plata anunció el servicio de su cena. Cugel se demoró un momento para echar una última mirada al horizonte. La brisa estaba soplando con mayor fuerza y levantando pequeñas olas que lamían los costados del Galante. Cugel caminó lentamente a popa. Subió a la cubierta de popa, donde la señora Soldinck acababa de entrar de guardia. Cugel le dedicó una seca inclinación de cabeza, que ella ignoró. Miró a la escalabra; la uña señalaba «Sur». Cugel fue a la barandilla de popa y miró casualmente a la linterna. El cristal reflector no estaba en su sitio, lo cual no demostraba nada. Cugel dijo a la señora Soldinck: — Una buena brisa permitirá que los gusanos descansen. — Es posible. — El rumbo es sur, recto y seguro. La señora Soldinck no se dignó contestar. Cugel descendió a cenar. Los platos, servidos por la encargada del servicio nocturno Salasser, que Cugel hallaba no menos encantadora que sus hermanas, superaban en todos los aspectos sus estándares críticos. Esta noche la muchacha había peinado su pelo al estilo de los coribantes spansianos, y llevaba una sencilla túnica blanca atada a la cintura por una cuerda dorada..., un atuendo que resaltaba de forma magnífica su esbelta figura. De las tres muchachas, Salasser era la que probablemente poseía la inteligencia más refinada, y su conversación, aunque a veces desconcertante, impresionaba a Cugel por su frescura y sutileza. Salasser sirvió a Cugel el postre: una tarta de cinco sabores. Mientras Cugel consumía aquella delicadeza, Salasser empezó a quitarle los zapatos.

Cugel retiró los pies. — Por el momento seguiré calzado. Salasser alzó las cejas, sorprendida. Normalmente Cugel estaba ansioso por buscar las comodidades de la cama tan pronto como había terminado su postre. Esta noche Cugel apartó a un lado la tarta a medio terminar. Saltó en pie, salió a toda prisa de la cabina y trepó a la cubierta de popa, donde halló a la señora Soldinck en el acto de encender la linterna. — ¡Creo que me expresé muy claramente al respecto! -dijo Cugel con furia. Tendió la mano hacia la linterna y, pese al grito de protesta de la señora Soldinck, retiró las partes que le permitían funcionar y las arrojó lejos a la oscuridad. Descendió de nuevo a la cabina. — Ahora -le dijo a Salasser- puedes quitarme los zapatos. Una hora más tarde Cugel saltó de la cama y se envolvió en su bata. Salasser se alzó de rodillas. — ¿Adónde vais? Había pensado en algo innovador, — Volveré dentro de un momento. En la cubierta de proa Cugel descubrió de nuevo a la señora Soldinck mientras encendía varias velas que había colocado dentro de la linterna. Cugel extrajo las velas y las arrojó al mar. — ¿Qué estáis haciendo? -protestó la señora Soldinck-. ¡Necesito luz para poder pilotar! — ¡Podéis pilotar al resplandor de la escalabra! ¡Habéis oído mi última advertencia! La señora Soldinck, murmurando para sí misma, se inclinó sobre la rueda. Cugel regresó a la cabina. — Ahora -le dijo a Salasser-, adelante con tu innovación. Aunque sospecho que, después de veinte eones, pocas piedras quedan ya por girar. — Puede que así sea -dijo Salasser con una encantadora simplicidad-. Pero, ¿este pensamiento debe impedirnos hacer una nueva prueba? — Por supuesto que no -dijo Cugel. La innovación fue probada, y Cugel sugirió una variación que demostró tener también éxito. Luego Cugel saltó en pie y se dirigió de nuevo fuera de la cabina, pero Salasser lo agarró y lo devolvió a la cama.

— ¡Estáis tan inquieto como un tonquil! ¿Qué os preocupa? — ¡Se está alzando viento! ¡Escuchad como azota la vela! Debo efectuar una inspección. — ¿Por qué preocuparos vos? -reprobó Salasser-. Dejad que mamá se ocupe de esas cosas. — Si ata la vela, deberá abandonar el timón. ¿Y quién está cuidando a los gusanos? — Los gusanos descansan... ¡Cugel! ¿Adónde vais? Cugel ya había salido de la cabina y a la cubierta central. La vela estaba orientada de través con respecto al viento y se agitaba furiosamente. Subió a la cubierta de popa, donde descubrió que la señora Soldinck, desanimada, había abandonado su puesto y se había ido a sus aposentos. Cugel comprobó la escalabra. La uña señalaba dirección norte, con el barco cabeceando y bamboleándose y derivando de costado. Cugel hizo girar la rueda; la proa cayó; el viento hinchó la vela con un gran estallido sonoro, hasta el punto que Cugel temió por sus anclajes. Irritados por el brusco movimiento, los gusanos saltaron fuera del agua, volvieron a hundirse, rompieron sus arneses y nadaron alejándose. — ¡Todo el mundo a cubierta! -gritó Cugel, pero nadie respondió. Ató el timón y, trabajando en la oscuridad, cargó la vela, no sin recibir varios furiosos golpes de la agitante tela. El barco avanzaba ahora directamente con el viento, en dirección este. Cugel fue en busca de su tripulación, para descubrir que todas se habían encerrado en sus cabinas, desde donde ignoraron en silencio sus órdenes. Cugel pateó furioso las puertas, pero sólo consiguió hacerse daño en el pie. Cojeó de regreso al puente e intentó asegurarlo todo de la mejor manera posible. El viento aullaba entre las cuerdas, y el barco empezó a mostrar una tendencia a girar sobre sí mismo. Cugel corrió una vez más a proa y rugió órdenes a su tripulación. Sólo recibió una respuesta de la señora Soldinck: — ¡Marchaos y dejadnos morir en paz! Estamos todas mareadas. Cugel dio una última patada a la puerta y, cojeando, regresó al timón, donde, tras muchos esfuerzos, consiguió mantener al barco firme en la misma dirección que el viento. Cugel permaneció toda la noche al timón, mientras el viento soplaba y silbaba y las olas se elevaban cada vez más altas, para estrellarse a veces contra la popa en surtidores de blanca espuma. En una de tales ocasiones Cugel miró por encima del hombro, para descubrir un resplandor de luz reflejada. ¿Luz? ¿De dónde?

La fuente debía ser las ventanas de la cabina de popa. Cugel no había encendido ninguna lámpara..., lo cual implicaba que alguien lo había hecho sin su consentimiento, desafiando sus órdenes explícitas. Cugel no se atrevió a abandonar el timón para ir a apagar la luz... Tampoco importaba demasiado, se dijo a sí mismo; esta noche podía brillar todo un faro a través del océano, y no podría verse nada. Transcurrieron las horas, y el barco siguió precipitándose hacia el este delante de la tempestad, con Cugel convertido en un bulto apenas animado al timón. Tras un interminable período la noche llegó a su fin, y un apagado resplandor purpúreo brotó en el cielo. Finalmente se alzó el sol, para revelar un océano de agitadas olas negras rematadas con una orla de espuma blanca. El viento amainó. Cugel descubrió que el barco podía emprender de nuevo su rumbo. Enderezó dolorido el cuerpo, estiró los brazos y agitó sus entumecidos dedos. Descendió a la cabina de popa, y descubrió que alguien había dispuesto dos lámparas en la ventana trasera. Cugel apagó las luces y cambió la bata de seda azul pálido por sus ropas. Se puso en la cabeza el tricornio con la «Estallido Pectoral», ajustó su inclinación para conseguir el mejor efecto, y avanzó hacia proa. Encontró a la señora Soldinck y sus hijas en la cocina, sentadas a la mesa ante un desayuno de té y pastas. Ninguna mostraba huellas del mareo; de hecho, parecían descansadas y serenas. La señora Soldinck volvió la cabeza y miró a Cugel de arriba a abajo. — Bien, ¿qué deseáis aquí? Cugel habló con helada formalidad. — Señora, sabed que conozco todos vuestros planes. — ¿De veras? ¿Los conocéis todos? — Conozco todos aquellos que necesito conocer. No añaden lustre a vuestra reputación. — ¿De qué planes se trata? Informadme, por favor. — Como queráis -dijo Cugel-. Admitiré que vuestro plan, hasta cierto grado, era ingenioso. A petición vuestra navegábamos hacia el sur durante el día a medio cebo, lo cual mantenía descansados a los gusanos. Por la noche, cuando yo me había retirado a descansar, vos cambiabais el rumbo al norte. — Para ser más exactos, al nordeste. Cugel hizo un gesto para indicar que era lo mismo. — Entonces, administrando a los gusanos tónicos y doble cebo, intentabais mantener al barco en las inmediaciones de Lausicaa. Pero os descubrí.

La señora Soldinck lanzó una risita burlona. — No deseábamos más mareos; regresábamos a Saskervoy. Cugel fue tomado momentáneamente por sorpresa. El plan era insolente más allá de todas sus sospechas. Fingió que no importaba. — No significa una gran diferencia. Desde el principio sentí que no estábamos navegando por aguas nuevas, y por supuesto esto me causó un momento o dos de desconcierto..., hasta que descubrí el lamentable estado de los gusanos, y todo resultó claro. Sin embargo, toleré vuestro engaño; ¡esos melodramáticos esfuerzos me divertían tanto! Y mientras tanto gocé del descanso, del aire marino, de comidas de espléndida calidad... Meadhre incluyó un comentario: — Yo, Tabazinth, Salasser..., escupíamos en todos los platos. Mamá acudía a veces a la cocina. No sé lo que hacía ella. Cugel mantuvo su aplomo con un esfuerzo. — Por la noche era entretenido con juegos y diversiones de los que, hasta ahora al menos, no tengo ninguna queja. — No podemos decir lo mismo -indicó Salasser-. La torpeza de vuestras frías manos nos irritaba a todas. — Yo no soy arisca por naturaleza, pero debo decir la verdad -señaló Tabazinth-. Vuestras características naturales son realmente inadecuadas, y tendríais que corregir también vuestra costumbre de silbar entre dientes. Meadhre se puso a reír con suavidad. — Cugel se muestra inocentemente orgulloso de sus innovaciones, pero he oído a niños pequeños intercambiar teorías de mucho mayor interés. — Vuestras observaciones no añaden nada a la discusión -dijo Cugel con rigidez-. En futuras ocasiones podéis estar seguras de que... — ¿Qué ocasiones? -preguntó la señora Soldinck-. No habrá otras ocasiones. Vuestra estupidez ha llegado a su limite. — El viaje no ha terminado -señaló Cugel altaneramente-. Cuando se calmen los vientos, reanudaremos nuestro rumbo al sur. La señora Soldinck rió con estrépito. — Este viento no es simplemente viento. Es el monzón. Durará tres meses. Cuando decidí que Saskervoy era impracticable, puse rumbo al lugar donde el viento nos empujará hasta el estuario del gran río Chaing. He señalado al Maestro Soldinck y al

capitán Baunt que todo estaba en orden, y que se mantengan a la espera hasta que yo lleve el barco a Port Perdusz. Cugel rió fingiendo intrascendencia. — Es una lástima, señora, que un plan tan intrincado haya quedado reducido a la nada. -Hizo una envarada reverencia, y salió de la cocina. Cugel fue a la sala de mapas de popa y consultó el portafolio. El estuario del gran Chaing abría una enorme brecha es esa región conocida como la del Muro Desmoronante. Al norte, una península de forma irregular señalada como «Gador Porrada» penetraba en el océano, al parecer deshabitada excepto el poblado «Tustvold». Al sur del Chaing, otra península: «El Cuello del Dragón», más larga y estrecha que Gador Porrada, penetraba una distancia considerable en el océano, para terminar en una dispersión de rocas, arrecifes y pequeñas rocas: «Los Colmillos del Dragón». Cugel estudió el mapa en detalle, luego cerró el portafolio con un golpe fatídico. — ¡Que así sea! -exclamó-. ¿Durante cuánto tiempo, cuánto tiempo, debo mantener falsas esperanzas y sueños? Sin embargo, todo irá bien... Veamos cuál es el aspecto de estas tierras. Cugel subió a la cubierta de popa. Observó una nave en el horizonte, y el catalejo le demostró que era aquella pequeña embarcación que había eludido hacía varios días. ¡Aún sin gusanos, utilizando tácticas inteligentes, podía evadirse con facilidad de una embarcación de aspecto tan torpe! Plegó la vela hacia estribor, luego saltó de nuevo a la cubierta de popa e hizo girar el timón para hacer virar el barco a babor, enfilando el rumbo tan al norte como era posible. La tripulación de la otra nave, observando su táctica, viró también para cortarle el paso y obligarle a dirigirse al sur, al estuario, pero Cugel se negó a sentirse intimidado y mantuvo el rumbo. A la derecha, la baja costa de Gador Porrada era ahora visible; a la izquierda, la otra nave cortaba el agua con un aire tan importante como poco eficaz. Utilizando el catalejo, Cugel descubrió la delgada figura de Drofo a la proa, indicando triple cebo para los gusanos. La señora Soldinck y las tres muchachas salieron de la cocina para mirar a la otra embarcación, y la señora Soldinck gritó oficiosas instrucciones a Cugel que se perdieron en el viento. El Galante, con un casco mal adaptado para la navegación a vela, derivaba bastante. Para conseguir una mayor velocidad, Cugel se desvió varios puntos al este, acercándose así más a la baja costa, mientras la otra nave seguía empujándole incansable hacia el sur. Desesperado, Cugel hizo girar la rueda, esperando conseguir un notable cambio de rumbo a favor del viento, que derrotara completamente a las personas a bordo de la otra nave, sin mencionar a la señora Soldinck. Para una mayor

efectividad, saltó a la otra cubierta para doblar convenientemente la vela, pero antes de poder regresar al timón la nave dio un bandazo y se situó contra el viento. Cugel hizo girar con violencia la rueda, en la esperanza de devolver al barco a una buena posición. Mirando hacia la ahora ya cercana costa de Gador Porrada, Cugel vio un espectáculo curioso: un grupo de aves marinas caminando por lo que parecía ser la superficie del agua. Cugel miró, maravillado, mientras las aves caminaban de un lado para otro, bajando ocasionalmente sus cabezas para picotear la superficie. El Galante fue disminuyendo con lentitud su marcha hasta detenerse por completo. Cugel decidió que había encallado en las llanuras de lodo de Tustvold. Eso explicaba las aves caminando sobre el agua. A medio kilómetro mar adentro, la otra nave echó el ancla y empezó a bajar un bote. La señora Soldinck y sus hijas agitaron los brazos, excitadas. Cugel no perdió tiempo en despedidas. Descendió él también por el costado del barco, y empezó a chapotear hacia la orilla. El lodo era profundo, viscoso, y olía del modo más desagradable. Un pedúnculo fuertemente estriado, rematado por un ojo globular, se asomó chorreando limo para mirarle, y dos veces fue atacado por lagartos-pinza, que por fortuna pudo dejar rápidamente atrás. Finalmente llegó a la orilla. Se puso en pie, y vio que un contingente de la otra nave había llegado ya a bordo del Galante. Una de las formas era la de Soldinck, que señaló hacia Cugel y agitó el puño. En aquel mismo momento Cugel descubrió que había dejado la suma total de sus terces a bordo del Galante, incluidas las seis monedas de oro de a cien recibidas de Soldinck en la venta del gusano de Fuscule. Fue un amargo golpe. La señora Soldinck se reunió con su esposo en la barandilla, y le dedicó también una elaborada serie de signos insultantes. Desdeñando responder, Cugel se dio la vuelta y echó a andar chapoteando a lo largo de la orilla.

Libro Tercero DE TUSTVOLD A PORT PERDUSZ

1 Las columnas Cugel avanzó a lo largo de la orilla, estremeciéndose ante el soplo del viento. El paisaje era desierto y árido; a la izquierda las negras olas rompían contra las llanuras de lodo; a la derecha, una hilera de bajas colinas cortaba el camino a las regiones del interior. El humor de Cugel era sombrío. No llevaba encima ni un terce, ni siquiera un palo terminado en punta para protegerse contra los salteadores. El pegajoso limo de las llanuras de lodo se pegaba a sus botas, y sus empapadas ropas olían a descomposición marina. Cugel se lavó las botas en una charca formada por la marea, y a partir de ahí pudo andar más cómodamente, aunque el lodo seguía burlándose de su estilo y dignidad. Avanzando por la orilla, con los hombros hundidos, Cugel parecía una gran ave marina abatida. Cugel llegó a un viejo camino que seguía el curso de un perezoso río que desembocaba en el mar, y que posiblemente condujera al poblado de Tustvold, donde tal vez encontrara comida y abrigo. Se adentró en el paisaje, alejándose de la orilla. Empezó a correr y a dar saltos para mantenerse caliente, agitando altas las rodillas. Así recorrió dos o tres kilómetros, y las colinas dieron paso a un curioso paisaje de campos cultivados mezclados con zonas de páramos. En la distancia, a intervalos irregulares, se alzaban escarpados oteros, como islas en un mar de aire. No podía verse ningún signo de habitación humana, pero en los campos grupos de mujeres cuidaban de los cultivos de habas y mijo. Cuando Cugel pasó trotando por su lado, alzaron la cabeza de su trabajo y le miraron. Cugel consideró ofensiva su atención, y siguió corriendo orgullosamente, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, Las nubes que se deslizaban por encima de las colinas del Oeste enfriaban el aire y parecían presagiar lluvia. Cugel buscó al frente el poblado de Tustvold, sin éxito. Las nubes derivaban cruzando por delante del sol, oscureciendo la ya débil luz, y el paisaje adoptó un parecido a una antigua pintura color sepia, con perspectivas planas y los árboles pungko sobreimpuestos como pinceladas de tinta negra. Un rayo de luz solar atravesó las nubes y jugueteó con un grupo de columnas blancas, a una distancia de casi dos kilómetros. Cugel se detuvo en seco para contemplar la extraña disposición arquitectónica. ¿Un templo? ¿Un mausoleo? ¿Las ruinas de un enorme palacio? Cugel prosiguió a lo largo

de la carretera, y finalmente se detuvo de nuevo. Las columnas variaban en altura, desde casi nada hasta más de treinta metros, y parecían tener unos tres metros de ancho. Cugel siguió adelante. A medida que se acercaba vio que la parte superior de las columnas estaba ocupada por hombres, reclinados y bronceándose en lo que quedaba de la luz solar. La abertura entre las nubes se cerró, y la luz del sol se desvaneció con una sensación de finalidad. Los hombres se alzaron y se llamaron unos a otros, y finalmente descendieron de las columnas mediante escaleras de cuerda atadas a la piedra. Una vez en el suelo, echaron a andar en grupo hacia un poblado medio oculto bajo un bosquecillo de shracks. Cugel supuso que aquel poblado, a poco más de un kilómetro de las columnas, debía ser Tustvold. En la parte de atrás de las columnas había, en uno de los escarpados oteros, el profundo corte de una cantera que Cugel no había observado antes. De él emergió un hombre de pelo blanco y hombros hundidos, brazos nervudos y el lento andar de alguien que precisa controlar por anticipado cada uno de sus movimientos. Llevaba una túnica blanca, pantalones grises amplios, y unas botas muy gastadas de piel fuerte. Un amuleto de cinco facetas colgaba de una cuerda trenzada de cuero en su cuello. Al ver a Cugel, se detuvo y aguardó a que éste se aproximara. Cugel utilizó su más educada voz. — Señor, no saltéis a conclusiones precipitadas. No soy ni un vagabundo ni un mendigo, sino un marino que acaba de desembarcar en las llanuras de lodo. — Esta no es la ruta habitual -dijo el viejo-. Los hombres duchos en la mar utilizan casi siempre los muelles de Port Perdusz. — Completamente de acuerdo. ¿Ese poblado de ahí es Tustvold? — A decir verdad, Tustvold es este montón de ruinas que hay más allá y de donde yo extraigo la piedra blanca. La gente del lugar utiliza el mismo nombre para su poblado, y eso no perjudica a nadie. ¿Qué buscas en Tustvold? — Comida y abrigo para la noche. Sin embargo, no puedo pagar un céntimo, puesto que mis posesiones han quedado a bordo del barco. El viejo agitó desanimado la cabeza. — En Tustvold sólo hallarás aquello por lo que puedas pagar. Son gente avara, y emplean el dinero solamente para invertir. Si te contentas con un lecho de paja y un bol de sopa para cenar, puedo cubrir tus necesidades, y puedes olvidar el pago. — Es una generosa oferta -dijo Cugel-. Acepto con placer. ¿Puedo presentarme? Soy Cugel. El viejo hizo una inclinación de cabeza.

— Y yo Nisbet, hijo de Nisvangel, que trabajó en este mismo lugar antes que yo, y nieto de Rounce, que también era pedrero. ¡Pero ven! ¿Por qué permanecer aquí temblando, cuando un cálido fuego nos aguarda dentro? Los dos se dirigieron hacia la morada de Nisbet: un conjunto de destartaladas chozas apoyadas las unas contra las otras, hechas de planchas y piedra: la acumulación de muchos años, quizá siglos. Las condiciones del interior, aunque confortables, no eran menos caóticas. Cada habitación estaba atestada con curiosidades y objetos antiguos coleccionados por Nisbet y sus predecesores mientras prospectaban las ruinas de la antigua Tustvold y otros lugares. Nisbet preparó un baño para Cugel y le proporcionó una vieja y enmohecida túnica que Cugel podía llevar hasta que sus ropas estuvieran limpias de nuevo. — Esa es una tarea que será mejor dejar a las mujeres del poblado -dijo Nisbet. — Como recordarás, carezco de fondos -dijo Cugel-. Acepto con placer tu hospitalidad, pero me niego a imponerte una carga financiera. — No hay ninguna carga -dijo Nisbet-. Las mujeres se sienten ansiosas por hacerme favores, así que voy a tener que establecer prioridades para el trabajo. — En ese caso, acepto agradecido el favor. Cugel se bañó con gran placer y se envolvió en la vieja túnica, luego se sentó ante una apetitosa cena de sopa de pez candela, pan y rampo a la vinagreta, que Nisbet recomendó como una especialidad de la región. Comieron en platos antiguos de muy distinto tipo y con cubiertos de lo más disparejo, incluso en el material que los constituía: plata, glossold, hierro negro, oro, una aleación verde de cobre, arsénico y otras sustancias. Nisbet identificó aquellos objetos de forma desenvuelta. — Cada uno de los oteros que ves irguiéndose de la llanura representa una antigua ciudad, ahora en ruinas y cubierta por los residuos del tiempo. Cuando dispongo de una o dos horas libres, voy a menudo del mío a algún otro de los oteros, y muchas veces hallo objetos de interés. Esa bandeja, por ejemplo, fue tomada de la fase once de la ciudad de Chelopsik, y está hecha de corfume incrustado con luciérnagas petrificadas. Las letras que hay grabadas en ella se hallan más allá de mi capacidad de lectura, pero parecen una canción infantil. Este cuchillo es aún más antiguo; lo encontré en las criptas debajo de la ciudad que llamo Arad, aunque su auténtico nombre se desconoce. — ¡Interesante! -dijo Cugel-. ¿No encontraste nunca un tesoro de gemas valiosas? Nisbet se encogió de hombros. — Cada uno de estos artículos es inestimable: un recuerdo único. Pero ahora, con el sol a punto de oscurecerse definitivamente, ¿quién pagaría buenos terces para comprarlos? Es más útil una botella de buen vino. Hablando de eso, sugiero que, como los grandes personajes de otros tiempos, pasemos al salón, donde descorcharé una botella de vino de una edad adecuada, y calentaremos nuestras espinillas ante el fuego.

— ¡Una espléndida idea! -admitió Cugel. Siguió a Nisbet a una estancia amueblada con un número excesivo de sillas, sillones, mesas y almohadones de todo tipo, junto con un centenar de otras curiosidades. Nisbet sirvió vino de una botella de gres de gran antigüedad, a juzgar por los óxidos iridiscentes que incrustaban su superficie. Cugel probó el vino con precaución, para descubrir una sustancia densa y fuerte, con un regusto de extrañas fragancias. — Una noble cosecha -pronunció Cugel. — Tienes buen gusto -dijo Nisbet-. La tomé de la bodega de un comerciante de vinos en el cuarto nivel de Xei Cambael. Puedes beberlo tranquilamente; todavía hay un millar de botellas criando moho en la oscuridad. — ¡Mis felicitaciones! -Cugel apuró su vaso-. Tu trabajo no carece de alicientes; esto resulta claro. ¿No tienes hijos para proseguir la tradición? — Ninguno. Mi esposa murió hace muchos años a causa de la picadura de una fanticula azul, y no me quedaron deseos de buscarme otra nueva. -Con un gruñido, Nisbet se puso en pie y alimentó más leña al fuego. Se reclinó en su silla y miró a las llamas. — Sin embargo, a menudo me siento aquí por las noches, y pienso qué ocurrirá cuando yo ya no esté. — Quizá debieras tomar un aprendiz. Nisbet dejó escapar una corta risa hueca. — No es tan fácil como eso. Los muchachos del poblado piensan en las altas columnas antes incluso de saber escupir adecuadamente. Preferiría la compañía de un hombre que supiera algo del mundo. Por cierto, ¿a qué te dedicas tú? Cugel hizo un gesto inconcreto. — Aún no me he decidido por ninguna carrera en particular. He trabajado como gusaneador, y recientemente he capitaneado un barco. — ¡Ese es un puesto de mucho prestigio! — Cierto, pero la malicia de mis subordinados me obligó a renunciar al puesto. — ¿A través de las llanuras de lodo? — Exactamente. — Así es como ocurren las cosas en el mundo -dijo Nisbet-. De todos modos, te queda mucha vida por delante, con grandes cosas que hacer, mientras que yo debo limitarme a mirar hacia atrás, con la mayor parte de las cosas ya hechas, y ninguna de ellas con un gran significado.

— Cuando el sol se apague definitivamente, todas las acciones, significativas o no, serán olvidadas a la vez -dijo Cugel. Nisbet se puso en píe y abrió otra botella de vino. Llenó de nuevo los vasos, luego regresó a su silla. — Dos horas de ocioso filosofar nunca podrán equipararse al sonido de un buen eructo. Por el momento soy Nisbet el pedrero, con demasiadas columnas que erigir aún y demasiado trabajo que poner en orden. A veces siento tentaciones de subirme yo también a una columna y bañarme en sol durante horas. Los dos permanecieron sentados en silencio, mirando a las llamas. Finalmente, Nisbet dijo: — Veo que estás cansado. Sin duda has tenido un día agotador. -Se puso en pie y señaló hacia un lado-: Puedes dormir en aquel camastro.

Por la mañana, Nisbet y Cugel desayunaron tortas con fruta en conserva preparadas por las mujeres del poblado; luego Nisbet llevó a Cugel a la cantera. Señaló a su excavación, que había abierto una gran brecha en un lado del otero. — La antigua Tustvold era una ciudad de trece fases, como puedes ver con tus propios ojos. Los habitantes del cuarto nivel construyeron un templo a Niamatta, su Dios de Dioses definitivo. Esas ruinas proporcionan la piedra blanca para mis necesidades... El sol ya calienta. Pronto van a empezar a venir los hombres del poblado para usar sus columnas; de hecho, ahí vienen ya. Los hombres llegaron, de dos en dos y de tres en tres. Cugel los observó mientras trepaban a sus columnas y se tendían al sol. Se volvió asombrado a Nisbet. — ¿Por qué se tienden en lo alto de sus columnas? — Absorben un saludable flujo de la luz solar -dijo Nisbet-. Cuanto más alta es la columna, más puro e intenso es el flujo, como el prestigio del lugar. A las mujeres, especialmente, las consume la ambición por la altura de sus esposos. Cuando traen los terces para un nuevo segmento, lo quieren en seguida, y me atosigan despiadadamente hasta que termino el trabajo, y si para ello debo posponer el encargo de uno de sus rivales, mejor aún. — Es extraño que no tengas competidores en lo que parece ser un negocio rentable. — No es tan extraño cuando consideras el trabajo que representa. La piedra debe ser bajada del templo, tallada a la medida, pulida, limpiada de antiguas inscripciones, dado un nuevo número y alzada a la parte superior de la columna. Esto significa un enorme trabajo, que sería imposible sin esto -Nisbet tocó el amuleto de cinco caras

que llevaba colgado del cuello-. Un toque de este objeto niega la succión de la gravedad, y el objeto más pesado se alza en el aire. — ¡Sorprendente! -dijo Cugel-. El amuleto es un valioso utensilio para tu negocio. — «Indispensable» es la palabra... ¡Ja! Aquí viene Dama Croulsx para recriminarme mi falta de diligencia. Una corpulenta mujer de mediana edad, con el rostro redondeado y el pelo rojizo típicos de la gente del poblado, se les acercó. Nisbet la saludó con toda cortesía; ella desechó el saludo con un brusco gesto. — ¡Nisbet, tengo que protestar de nuevo! Desde que pagué mis terces, has levantado primero un segmento a Tobersc y otro a Cillincx. Ahora mi esposo se sienta a su sombra, y sus esposas se ríen de mi frustración. ¿Qué tiene de malo mi dinero? ¿Has olvidado los regalos de pan y queso que te envié con mi hija Turgola? ¿Qué respondes? — Dama Croulsx, concédeme un momento para hablar. Tu «Veinte» está preparado para ser alzado, y en estos momentos iba a informar de ello a tu esposo. — ¡Oh! ¡Eso es una buena noticia! Comprenderás mi preocupación. — Por supuesto, pero para evitar futuros malos entendidos, debo informarte que tanto Dama Tobersc como Dama Cillincx han encargado ya sus «Veintiuno». Dama Croulsx dejó colgar su mandíbula. — ¿Tan pronto, las muy zorras? En ese caso, yo también tendré mi «Veintiuno», y tienes que empezarlo primero. Nisbet lanzó un gemido lastimero y se mesó la blanca barba. — ¡Dama Croulsx, sé razonable! Sólo puedo trabajar al límite de estas viejas manos, y mis piernas ya no me llevan a la velocidad que desearía. Haré todo lo posible; no puedo prometer más. Dama Croulsx discutió otros cinco minutos, luego fue a marcharse irritadamente, pero Nisbet la llamó de vuelta. — Dama Croulsx, necesitaría que me hicieras un pequeño servicio. Mi amigo Cugel necesita que sus ropas sean lavadas expertamente, planchadas, remendadas y devueltas a su primitiva condición. ¿Puedo pedirte que realices por mi esa tarea? — ¡Por supuesto! ¡Sólo tienes que indicarlo! ¿Dónde están esas ropas? Cugel trajo sus lastimosas ropas, y Dama Croulsx regresó al poblado. — Así es como funcionan las cosas -dijo Nisbet con una triste sonrisa-. Se necesitan unas manos nuevas y fuertes para seguir con el negocio. ¿Qué opinas del asunto?

— El negocio tiene mucho a su favor -dijo Cugel-. Déjame preguntarte una cosa: Dama Croulsx mencionó a su hija Turgola; ¿es apreciablemente más hermosa que Dama Croulsx? Y también: ¿se muestran las hijas tan ansiosas de cumplimentar al pedrero como sus madres? — En cuanto a tu primera pregunta -respondió Nisbet con voz solemne-, los habitantes del poblado son keramianos, fugitivos del Rhab Faag, y ninguno es notable por su espléndida apariencia. Turgola, por ejemplo, es baja, regordeta, fofa, y tiene los dientes muy salidos. En cuanto a tu segunda pregunta, quizá hayas interpretado mal los signos. Dama Petishko se ha ofrecido a menudo a masajear mi espalda, aunque nunca me he quejado de sentir dolores en ella. Dama Gezx es a veces sorprendentemente demasiado familiar... Hummm. Bien, no importa. Si, como espero, decides convertirte en «pedrero asociado», deberás hacer tu propia interpretación de esas pequeñas cordialidades, aunque confío en que no traigas el escándalo a una empresa que, hasta ahora, se ha basado en la escrupulosidad. Cugel desechó riendo la posibilidad de un escándalo: — Me siento favorablemente inclinado a tu oferta; de hecho, carezco de medios para seguir viaje tierra adentro. En consecuencia, acepto al menos un compromiso temporal, con el salario que tú consideres adecuado. — ¡Excelente! -dijo Nisbet-. Arreglaremos esos detalles más tarde. ¡Ahora al trabajo! Tenemos que alzar el «Veinte» de Croulsx. Nisbet abrió camino hasta el taller al fondo de la cantera, donde el «Veinte» estaba ya preparado sobre una base de madera: un cilindro de dolomita de metro y medio de alto por tres de diámetro. Nisbet ató varias cuerdas largas al segmento. Tras mirar a un lado y a otro, Cugel hizo una perpleja pregunta: — No veo ni rodillos, ni palancas, ni grúas; ¿cómo te las arreglas, tú solo, para mover tan grandes masas de piedra? — ¿Has olvidado mi amuleto? ¡Observa! Toco la piedra con el amuleto, y la piedra se carga con energía repulsiva. Si la golpeo ligeramente con el pie..., así, apenas un golpecito..., la magia será fugaz y sólo durará el tiempo suficiente para llevar el segmento a su lugar. Si la golpeo con fuerza, la piedra puede seguir siendo repulsiva con respecto al suelo durante todo un mes, o incluso más tiempo. Cugel examinó con respeto el amuleto. — ¿Cómo conseguiste esta maravilla?' Nisbet llevó a Cugel fuera y señaló hacia un otero que dominaba toda la llanura. — ¿Ves los árboles que cuelgan al borde del precipicio? En aquel lugar, un gran mago llamado Makke el Malevolente construyó su morada y gobernó el lugar con su malévola magia. Dominó al norte y al sur, al este y al oeste; las personas podían alzar los ojos

para contemplar su rostro una vez, o con esfuerzo dos veces, pero nunca tres veces, tan fuerte era su poder. »Makke plantó un jardín cuadrado con árboles mágicos en las cuatro esquinas; el ossip sobrevive aún hoy, y no hay mejor protección para la piel de las botas que la cera extraída de sus bayas. Yo unto regularmente la piel de mis botas con cera de ossip, y son a prueba de las rocas de mi cantera; así me lo enseñó mi padre, quien a su vez lo aprendió del suyo, y así generación a generación hasta la época de un tal Nisvaunt, que fue el primero en acudir al jardín de Makke en busca de las bayas de ossip. Allí descubrió el amuleto y su fuerza. »Nisvaunt se estableció primero como transportista, y trasladaba todo tipo de cosas a grandes distancias con toda facilidad. Pero empezó a sentirse cansado del polvo y los peligros del viaje, y finalmente se estableció en este lugar para hacerse pedrero, y yo soy el último de la dinastía. Los dos hombres regresaron al cobertizo del taller. Bajo la dirección de Nisbet, Cugel tomó las cuerdas y tiró de la «Veinte», que se deslizó con lentitud por el aire en dirección a las columnas. Nisbet se detuvo al pie de una columna marcada con una placa que decía: EL ENCUMBRADO MONUMENTO DE LOS CROULSX EXULTAMOS SOLAMENTE EN LAS GRANDES ALTURAS. Nisbet alzó la cabeza y llamó: — ¡Croulsx! ¡Baja de tu columna! Tu segmento está listo para ser montado. La cabeza de Croulsx, cuando se asomó por el lado de la columna, se recortó contra el cielo. Tras comprobar que la llamada iba dirigida realmente a él, descendió al suelo. — Tu trabajo no ha sido demasiado rápido -le dijo hoscamente a Nisbet-. Me he visto obligado a usar demasiado tiempo un flujo inferior. Nisbet se tomó las quejas a la ligera. — «Ahora» es «ahora», y en ese instante conocido como «ahora» tu segmento está listo, y «ahora» puedes gozar de las radiaciones superiores. — ¡Ya basta con tus «ahora»! -gruñó Croulsx-. Ignoras el deterioro de mi salud. — No puedo trabajar más aprisa -dijo Nisbet-. Permíteme presentarte al respecto a mi nuevo asociado, Cugel. Espero que a partir de ahora el trabajo irá más aprisa, gracias a la experiencia y energía de Cugel. — Si ése es el caso, te encargaré ahora mismo cinco nuevos segmentos. Dama Croulsx confirmará el encargo con un depósito. — No puedo aceptar tu encargo en este momento -dijo Nisbet-. De todos modos, tomaré en consideración tus necesidades. Cugel, ¿estás preparado? Entonces sube, por

favor, a la parte superior de la columna de Xippin, y eleva suavemente el segmento. Croulsx y yo te guiaremos desde abajo. El segmento fue situado con eficiencia en su lugar, y Croulsx trepó inmediatamente a la cima y se dispuso a gozar de las ventajas de la rojiza luz. Nisbet y Cugel regresaron al taller, y Cugel fue instruido en las técnicas de tallado, redondeado y pulido de la piedra blanca. Cugel comprendió pronto por qué Nisbet iba siempre retrasado en sus entregas. En primer lugar, la edad había frenado sus movimientos hasta un punto en el que su eficiencia no compensaba su lentitud. En segundo lugar, Nisbet era casi constantemente interrumpido por las visitas: mujeres del poblado con encargos, peticiones, quejas, regalos y persuasiones.

Al tercer día de empleo de Cugel, un grupo de comerciantes se detuvo junto a la morada de Nisbet. Eran miembros de una raza de piel oscura notable por sus ojos ámbar, sus rasgos aquilinos y su postura orgullosamente erecta. Sus ropas no eran menos distintivas: pantalones sujetos con amplios cinturones, camisas con grandes cuellos, chalecos y tabardos, todo ello de color negro, ocre y ámbar. Llevaban sombreros negros de ala ancha y copa blanda, que Cugel encontró muy elegantes. Traían consigo un gran carro de enormes ruedas cargado con objetos ocultos bajo una lona embreada. Mientras el más viejo del grupo conferenciaba con Nisbet, los demás retiraron la lona, revelando lo que parecía ser un gran número de cadáveres apilados. Nisbet y el viejo comerciante llegaron a un acuerdo, y los cuatro maots -como los identificó Nisbet a Cugel-empezaron a descargar el carro. Nisbet llevó a Cugel a un lado y señaló hacia un lejano otero. — Aquello es el antiguo QaHr, que en su tiempo dominó todo el territorio desde el Muro Desmoronante hasta las Franjas de Silkal. Durante su época de esplendor la gente de QaHr practicó una religión única, que supongo no es más ridícula que cualquier otra. Creían que, al morir, los hombres y las mujeres entraban en otra vida en las condiciones corporales en que habían muerto, y transcurrían todo el resto de la eternidad entre fiestas, sueños y otros placeres que la decencia me impide nombrar. En consecuencia, su sabiduría se centraba en morir en la flor de la vida, puesto que, por ejemplo, un hombre viejo y raquítico, desdentado, sin resuello y dispéptico, nunca podría gozar de los banquetes, canciones y ninfas del paraíso. En consecuencia, los habitantes de QaHr arreglaban las cosas para morir a una edad temprana, y eran embalsamados con tanta habilidad que sus cadáveres parecen, aún hoy, llenos de vida. Los maots exploran el mausoleo de QaHr en busca de esos cadáveres y los conducen a través de las Extensiones Desoladas hasta el conservatorio thuniaco de Noval, donde, según tengo entendido, los utilizan en algún tipo de ritos ceremoniales. Mientras hablaba, los comerciantes maots habían descargado los cadáveres y los habían alineado en el suelo, atándolos entre sí con cuerdas. El más viejo hizo una seña a Nisbet, que caminó a lo largo de la línea de cuerpos, tocándolos uno a uno con su amuleto. Luego regresó siguiendo la misma línea y dio a cada cadáver el golpe activador. El maot más viejo pagó a Nisbet lo estipulado; hubo un intercambio de

charla educada, y luego los maots partieron hacia el nordeste, con los cadáveres flotando detrás a una altura de quince metros. Tales interludios, aunque distraídos e instructivos, tendían a retrasar los encargos cuya entrega era exigida cada vez con mayor urgencia, tanto por los hombres, que se sentían vigorizados por las radiaciones superiores, como por las mujeres, que consideraban la erección de una columna tanto una bendición para la salud de sus esposos como un aumento del prestigio de la familia. Para acelerar el trabajo, Cugel inició varias formas de simplificar las operaciones, que suscitaron la aprobación y la admiración de Nisbet. — ¡Cugel, vas a llegar lejos en este negocio! ¡Ésas son magníficas innovaciones! — Estoy pensando en otras aún mejores -dijo Cugel-. Debemos ponernos por delante de la demanda, aunque sólo sea para maximizar nuestros beneficios. — Sin duda, pero ¿cómo? — Dedicaré toda mi atención al asunto. — ¡Excelente! El problema deja de serlo cuando es resuelto. -Y dicho esto Nisbet fue a preparar una cena de gala, que incluía tres botellas de magnífico vino verde de los almacenes del comerciante en vinos de Xei Cambael. Nisbet bebió tanto que se quedó dormido en un diván del salón. Cugel aprovechó la oportunidad para realizar un experimento. Soltó de la cadena que lo sujetaba al cuello de Nisbet el amuleto de cinco caras, y lo frotó por los brazos de un pesado sillón. Luego, como había visto hacer a Nisbet, dio al mueble el golpecito activador. El sillón siguió tan pesado como antes. Cugel retrocedió unos pasos, perplejo. De algún modo, había aplicado mal el poder del amuleto. ¿O quizá la magia actuaba solamente con Nisbet y con nadie más? Improbable. Un amuleto era un amuleto. ¿De qué forma actuaba Nisbet que difiriera de la suya? Nisbet, para calentarse mejor los pies delante del fuego, se había quitado las botas. Cugel hizo lo propio con su calzado, gastado hasta ser apenas unos harapos, y se puso las botas de Nisbet. Frotó de nuevo el sillón con el amuleto de cinco caras y le dio un ligero golpe con el pie calzado con las botas de Nisbet. El sillón rechazó inmediatamente la gravedad y flotó en el aire. Sumamente interesante, pensó Cugel. Devolvió el amuleto al cuello de Nisbet y las botas al lugar de donde las había cogido. Por la mañana, Cugel le dijo a Nisbet:

— Me he dado cuenta de que necesito un calzado más fuerte, como el tuyo, a prueba contra las rocas de la cantera. ¿Dónde puedo obtener una botas como las tuyas? — Ese artículo está incluido en nuestro trato -dijo Nisbet-. Hoy enviaré un mensajero al poblado para que llame a Dama Tadouc, la zapatera. -Nisbet pasó un dedo a lo largo de su ganchuda nariz y lanzó a Cugel una maliciosa mirada-. He aprendido cómo controlar a las mujeres del poblado de Tustvold, o mejor dicho, a las mujeres en general. ¡Nunca les des todo lo que desean! ¡Ese es el secreto de mi éxito! En este caso, el esposo de Dama Tadouc ocupa una columna de sólo catorce segmentos, con lo que tiene que conformarse con sombras y un flujo de baja calidad, mientras Dama Tadouc soporta la condescendencia de las demás mujeres. Por esta razón, no hay mujer que trabaje con más intensidad en todo el poblado, excepto posiblemente Dama Kylas, que tala árboles y convierte la madera en tablones del tamaño que se le pida. Así pues, dentro de una hora tus botas estarán en marcha, y me atrevería a decir que podrás ponértelas mañana. Como Nisbet había predicho, Dama Tadouc acudió rápidamente desde el poblado y preguntó a Nisbet qué deseaba. — Y espero, señor Nisbet, que dedicarás toda tu atención a mi encargo de tres nuevos segmentos. El pobre Tadouc ha pillado un enfriamiento y necesita radiaciones más intensas para recobrar su salud. — Dama Tadouc, necesito unas botas para mi asociado Cugel, cuyo calzado actual está lleno de desgarrones y agujeros, de tal modo que rasca el suelo con los dedos de sus pies. — ¡Una lástima, una auténtica lástima! — Respecto a vuestros segmentos, creo que el primero de los tres está previsto para ser entregado dentro quizá de una semana, y los otros inmediatamente después. — ¡Esa es una buena noticia, sí! Ahora, señor Cugel, en cuanto a tus botas... — Desde siempre he admirado las que lleva Nisbet. Por favor, querría un duplicado exacto. Dama Tadouc le miró sorprendida. — ¡Pero los píes del señor Nisbet son cinco centímetros más grandes que los tuyos, y algo más estrechos, y tan planos como un halibut! Cugel hizo una pausa para pensar. El dilema era real. Si la magia residía en las botas de Nisbet, entonces sólo una réplica exacta parecería servir para sus propósitos. Nisbet eliminó el problema. — ¡Naturalmente, Dama Tadouc, las medidas han de corresponder a sus pies! ¿Para qué encargaría Cugel unas botas que no le fueran?

— Por un momento me sentí perpleja -dijo Dama Tadouc-. Ahora debo apresurarme a cortar la piel. Tengo un cuero extraído del lomo de un viejo toro bauk, y haré que las botas duren todo el resto de tu vida o hasta que el sol se apague..., lo que ocurra primero. En cualquier caso, no vas a necesitar nunca más otras botas. Bien, al trabajo. Al día siguiente fueron entregadas las botas y, en respuesta a las especificaciones de Cugel, eran una réplica exacta de las de Nisbet excepto en sus medidas. Nisbet examinó las botas con aprobación. — Dama Tadouk ha aplicado una cera que es excelente para la gente normal, pero tan pronto como se gaste y la piel empiece a mostrar sed, le aplicaremos cera de ossip y tus botas serán tan fuertes como las mías. Cugel aplaudió, entusiasta. — ¡Para celebrar la llegada de esas botas, sugiero otra cena de gala! — ¿Por qué no? ¡Un espléndido par de botas es algo que hay que celebrar! Cenaron habas con tocino, gallina de las marismas rellena con setas, hierbaamarga y olivas, y un buen trozo de queso. Con esos platos consumieron tres botellas de aquel vino de Xei Cambael conocido como «Hisopo de Plata». Esa fue al menos la información dada por Nisbet, que, como anticuario, había estudiado muchos documentos antiguos. Mientras bebían, brindaron no sólo por Dama Tadouc, sino también por aquel hacía tanto tiempo muerto comerciante de vinos de cuya bondad disfrutaban ahora, aunque el vino parecía haber pasado ya un poco su punto óptimo. Como la noche antes, Nisbet no tardó en dormirse en el diván. Cugel soltó el amuleto de cinco caras y volvió a sus experimentos. Sus nuevas botas, pese a su similitud con las de Nisbet, carecían de todo efecto, excepto aquel para el que habían sido diseñadas, mientras que las botas de Nisbet, solas o en conjunción con el amuleto, derrotaban fácilmente la gravedad. ¡Extremadamente peculiar!, pensó Cugel, mientras devolvía el amuleto a la cadena de Nisbet. La única diferencia entre los dos pares de botas era la cera de ossip..., de las bayas cogidas en el jardín de Makke el Malevolente. Rebuscar entre una acumulación de generaciones un bote de cera para el calzado no era una tarea que emprender a la ligera. Cugel fue a su propio camastro. Por la mañana, le dijo a Nisbet: — Hemos estado trabajando duro, y ya es tiempo de un poco de descanso. Sugiero que vayamos a aquel otero de allá v visitemos los jardines de Makke el Malevolente. Podemos aprovechar para recoger algunas bayas y hacer cera para las botas, y, ¿quién sabe?, igual descubrimos algún otro amuleto. — Una excelente idea -dijo Nisbet-. Hoy no me siento con ganas de trabajar.

Partieron ambos llanura adelante en dirección al otero: una distancia de poco menos de dos kilómetros. Cugel cargaba con un saco conteniendo todo lo necesario, que Nisbet había tocado con su amuleto y su bota, a fin de anular el peso. Subieron al otero por un camino practicable y se acercaron al jardín de Makke. — No queda nada -dijo con tristeza Nisbet-. Excepto el ossip, que parece seguir floreciendo pese a la falta de cuidados. Ese montón de ruinas es todo lo que queda de la mansión de Makke, que fue construida con cinco fachadas, como el amuleto. Cugel se aproximó al montón de escombros, y creyó notar un asomo de vapor filtrándose por entre las grietas. Se acercó más y, dejándose caer de rodillas, retiró varias piedras. A sus oídos llegó el sonido de una voz, y luego de otra, enzarzadas en lo que parecía ser un excitado diálogo. Tan débiles y elusivas eran las voces que no podían distinguirse las palabras, y Nisbet, cuando Cugel lo llamó junto a la grieta, no pudo oír ningún sonido. Cugel se apartó de los escombros. Retirar las rocas podía poner al descubierto algún mágico tesoro, o más probablemente alguna inimaginable maldición. Nisbet era del mismo parecer, y los dos hombres se alejaron de las ruinas de la mansión. Sentados en una losa de carcomida piedra, comieron pan, queso, salchichas picantes y cebollas, todo ello regado con jarras de cerveza elaborada en el poblado. A unos pocos metros, el ossip extendía sus grandes ramas sobre un retorcido tronco gris plateado de casi dos metros de diámetro. Las bayas, verdes y plata, colgaban en racimos del extremo de cada rama, unas esferas cerúleas de algo más de un centímetro de diámetro. Finalizada la comida, Cugel y Nisbet recogieron bayas suficientes para llenar cuatro sacos, que Nisbet hizo flotar en el aire. Arrastrando tras ellos su cosecha, los dos hombres regresaron a la cantera. Nisbet preparó un gran caldero y puso agua a hervir, luego añadió las bayas. Al poco rato empezó a formarse espuma en la superficie. — Ahí está la cera -dijo Nisbet, y la trasladó con una espumadera a un cuenco. Repitió el proceso cuatro veces, hasta que todas las bayas hubieron hervido y el cuenco estuvo lleno de cera. — Hemos hecho un buen trabajo hoy -anunció Nisbet-. No veo ninguna razón para que no podamos cenar en consecuencia. Hay un par de excelentes filetes en la despensa, proporcionados por Dama Petish, que es la carnicera del poblado. Si no te importa encender el fuego, voy a buscar un vino apropiado. De nuevo se sentaron Cugel y Nisbet para una espléndida cena, pero mientras Nisbet abría una segunda botella de vino llegó a sus oídos el sonido de puertas cerrándose y el golpear de unos pesados pies. Un instante más tarde una mujer alta y robusta, de enormes brazos y piernas, recia mandíbula, nariz rota y abundante pelo rojo, entró en la habitación.

Nisbet se puso trabajosamente en pie. — ¡Dama Sequorce! Me sorprende verte a esta hora de la noche. Dama Sequorce examinó desaprobadoramente la mesa. — ¿Por qué no estás tallando mis segmentos, que hace tiempo que debían haber sido entregados? Nisbet habló con fría altivez: — Hoy Cugel y yo atendimos importantes asuntos, y ahora, como es nuestra costumbre, cenamos. Puedes volver por la mañana. Dama Sequorce no prestó atención a sus palabras. — Comes demasiado tarde y cenas demasiado pronto, y bebes demasiado vino. Mientras tanto, mi esposo permanece muy por debajo de los esposos de Dama Petish, Dama Haxel, Dama Croulsx y otras. Puesto que la gentileza no surte efecto, he decidido probar una nueva táctica, para la que utilizo el término «miedo». En cuatro palabras: si no remedias mis necesidades en tiempo breve, traeré a mis hermanas aquí y vamos a causar serios daños. Nisbet empleó la suave voz de la pura razón. — Si accediera a tu petición..., no una petición, ¡una amenaza! las demás mujeres de la ciudad podrían intentar intimidarme también, con detrimento del buen orden de los asuntos. — ¡No me importan tus problemas! ¡Proporcióname mis segmentos, de inmediato! Cugel se puso en pie. — Dama Sequorce, tu conducta es singularmente ruda. De una vez por todas: ¡Nisbet no va a ser coaccionado! Te proporcionará tus segmentos a su debido tiempo. Ahora te pide que abandones el lugar, ¡y sin hacer ruido con tus pies! — Así que ahora Nisbet se ha vuelto exigente, ¿eh? — Dama Sequorce avanzó unos pasos y agarró a Nisbet por la barba-. ¡No he venido aquí a escuchar tus bravatas! -Dio un brusco tirón a la barba, luego volvió a retroceder los pasos que había dado-. Me voy, pero sólo porque ya he entregado mi mensaje, ¡que espero tomes en serio! Dama Sequorce se marchó, dejando tras ella un pesado silencio. Al fin, Nisbet dijo con tono falsamente alegre: — ¡Una incursión espectacular, sin lugar a dudas! Tendré que decirle a Dama Wyxsco que revise las cerraduras. ¡Vamos, Cugel! ¡Volvamos a nuestra cena!

Siguieron comiendo, pero la alegría anterior había desaparecido. Al cabo de un rato, Cugel dijo: — Lo que necesitamos es un stock, un almacenamiento, de segmentos listos para ser montados, de modo que podamos servir sobre demanda las exigencias de estas mujeres orgullosas. — Sin duda -dijo Nisbet-. ¿Pero cómo conseguirlo? Cugel inclinó cautelosamente la cabeza hacia un lado. — ¿Estáis dispuesto a seguir procedimientos poco ortodoxos? Con una fanfarronería provocada en parte por el vino y en parte por el brusco tirón que Dama Sequorce había dado a su barba, Nisbet declaró: — ¡Soy un hombre que no se detiene ante nada cuando las circunstancias lo exigen! — En ese caso, pongámonos a trabajar -dijo Cugel-. Tenemos toda la noche por delante! ¡Eliminaremos nuestros problemas de una vez por todas! Trae lámparas. Pese a sus osadas palabras, Nisbet siguió a Cugel con pasos vacilantes. — ¿Qué es exactamente lo que te ronda por la cabeza? Cugel se negó a discutir su plan hasta que hubieron alcanzado las columnas. Allí, indicó al vacilante Nisbet que se apresurara. — ¡El tiempo es esencial! Trae la lámpara junto a esta primera columna. — Esa es la columna de Fidix. — No importa. Deja la lámpara, luego toca la columna con tu amuleto y golpéala muy suavemente con el pie: apenas un roce. Primero, déjame asegurar la columna con esta cuerda.. - Bien. ¡Ahora, aplica el amuleto y golpea! Nisbet obedeció; la columna se volvió momentáneamente ingrávida, y en ese intervalo Cugel retiró el segmento «Uno» y lo depositó a un lado. Al cabo de pocos segundos la magia se disipó y la columna volvió a su posición original. — ¡Observa! -exclamó Cugel-. Un segmento que deberemos renumerar y vender a Dama Sequorce, ¡y un higo para sus recriminaciones! — ¡Fidix observará sin duda la reducción! -protestó Nisbet. Cugel agitó sonriente la cabeza. — Improbable. He observado a los hombres subir a sus columnas. Lo hacen parpadeando y medio dormidos. No se molestan en mirar nada excepto el estado del tiempo y los peldaños de su escalerilla.

Nisbet tiró dubitativo de su barba. — Mañana, cuando Fidix trepe a su columna, se encontrará un segmento más bajo que todos los de su alrededor. — Por eso debemos quitar el «Uno» de todas las columnas. ¡Así que al trabajo! Tenemos muchos segmentos que retirar. Cuando el amanecer iluminaba ya el cielo, Cugel y Nisbet retiraron el último de los segmentos a un lugar oculto tras un montón de rocas en el suelo del taller. Nisbet era presa de una trémula alegría. — Por primera vez dispongo de un número suficiente de segmentos a mano. Nuestras vidas van a ser apacibles a partir de ahora. ¡Cugel, posees una mente espléndida y llena de recursos! — Hoy tenemos que trabajar como de costumbre. Luego, en el caso improbable de que sean notadas las sustracciones, simplemente afirmaremos no saber nada del asunto, o echaremos la culpa a los maots. — O podemos afirmar que el peso de las columnas ha empujado a los «Unos» bajo tierra. — Cierto. ¡Nisbet, esta noche hemos hecho un buen trabajo! El sol ascendió en el cielo, y el primer contingente de hombres avanzó desde el poblado. Como había predicho Cugel, todos subieron a la cima de sus columnas y se dispusieron a tomar las bienhechoras radiaciones sin mostrar dudas ni perplejidad, y Nisbet lanzó una hueca risa de alivio. Durante las siguientes semanas Cugel y Nisbet satisficieron un gran número de encargos, aunque nunca con tal profusión que despertara comentarios. A Dama Sequorce se le adjudicaron dos segmentos, en vez de los tres que había exigido, pero no se mostró descontenta. — ¡Sabía que podía lograr lo que deseaba! Para conseguir que sean satisfechos tus deseos lo único que necesitas es plantear alternativas desagradables. Dentro de poco te encargaré otros dos segmentos, cuando pueda permitirme pagar tus exorbitantes precios; de hecho, puedes empezar a trabajar ya en ellos, así que no necesito esperar. ¿Eh, Nisbet? ¿Recuerdas cómo tiré de tu barba? — Tomaré nota de tu orden, y será cumplida en su secuencia correspondiente respondió Nisbet con formal educación. Dama Sequorce se limitó a emitir una ronca risa y se fue. Nisbet lanzó un abatido suspiro. — Había esperado que un flujo de segmentos frenara un poco la afluencia de nuestros clientes, pero parece haber estimulado más bien la demanda. Dama Petish, por ejemplo, se muestra irritada de que el esposo de Dama Gillincx se siente ahora al

mismo nivel que el propio Petish. Dama Viberí se cree la líder de la sociedad, e insiste en que dos segmentos separen siempre a Viberí de sus inferiores sociales. Cugel se encogió de hombros. — Sólo podemos hacer lo que es posible. En un tiempo inesperadamente corto los segmentos del montón fueron distribuidos, y las mujeres del poblado empezaron a importunar de nuevo. Cugel y Nisbet discutieron largo y tendido la situación, y decidieron enfrentarse a la excesiva demanda con absoluta inflexibilidad. Algunas de las mujeres, sin embargo, tomando buena nota del éxito de Dama Sequorce, empezaron a lanzar amenazas incluso más categóricas. Cugel y Nisbet aceptaron por fin lo inevitable y, una noche, fueron a las columnas y retiraron todos los «Dos». Como antes, los hombres no notaron nada. Cugel y Nisbet intentaron llenar el cupo de demandas atrasadas, y la antigua urna en que Nisbet guardaba sus terces estaba llena a rebosar. Un día, una mujer joven acudió a conferenciar con Nisbet. — Soy Dama Mupo; llevo casada solamente una semana, pero ya es tiempo de empezar una columna para Mupo, que está un tanto delicado y necesita del flujo de un nivel superior. He inspeccionado la zona y seleccionado un emplazamiento, pero mientras caminaba por entre las columnas he observado una extraña circunstancia, Los segmentos inferiores están todos numerados «Tres» en vez de «Uno», como parecería normal. ¿Cuál es la razón de eso? Nisbet empezó a tartamudear, y Cugel entró rápidamente en la conversación. — Es una innovación destinada a ayudar a las familias jóvenes como vosotros. Por ejemplo, Viberí goza de una pura y no diluida radiación en su «Veinticuatro», Empezando con «Tres» en vez de con «Uno», tu esposo sólo estará veintiún bloques más abajo que él, en vez de veintitrés. Dama Mupo asintió, indicando haber comprendido. — ¡Es una ayuda, ciertamente! Cugel prosiguió: — No hacemos publicidad del asunto, puesto que no podemos hacerlo con todo el mundo. Considerad simplemente este asunto como una amable ayuda de Nisbet a ti personalmente, y puesto que el pobre Mupo no goza de muy buen salud, le proporcionaremos no sólo su «Tres», sino también su «Cuatro». Pero no debes decir nada de esto a nadie, ni siquiera a Mupo, pues no podemos extender estos favores a todo el mundo. — ¡Comprendo, comprendo! ¡Nadie lo sabrá! Al día siguiente, Dama Petish apareció en el taller.

— Nisbet, mi sobrina acaba de casarse con Mupo y me ha venido con una inconexa y peculiar historia acerca de «Treses» y «Cuatros» que, francamente, no consigo entender. Afirma que tu ayudante Cugel le prometió un segmento gratis, como un servicio a las familias jóvenes. Estoy interesada en ello porque la semana próxima se casa otra de mis sobrinas, y si estás ofreciendo dos segmentos por el precio de uno es de justicia que trates de la misma manera a una antigua y valiosa clienta como yo. — Mi explicación confundió a Dama Mupo -dijo Cugel con suavidad-. Recientemente hemos observado vagabundos y merodeadores en torno a las columnas. Los echamos, y luego, para confundir a los posibles ladrones, alteramos nuestro sistema de numeración. En la práctica, no ha cambiado nada; no tienes por qué preocuparte. Dama Petish se fue, agitando dubitativa la cabeza. Se detuvo junto a las columnas y las miró de arriba a abajo durante varios minutos, luego regresó al poblado. Nisbet dijo nerviosamente: — Espero que no venga nadie más haciendo preguntas. Tus respuestas son notables y confusas incluso para mí, pero otros pueden ser más incisivos. — Imagino que hemos oído lo último sobre el asunto -dijo Cugel, y los dos regresaron al trabajo. A primera hora de la tarde, Dama Sequorce salió del poblado con varias otras de sus hermanas. Se detuvieron varios minutos junto a las columnas, luego prosiguieron hacia el taller. Nisbet dijo con voz temblorosa: — Cugel, te nombro mi portavoz en este asunto. Espero que seas lo suficientemente bueno como para ablandar a esas damas. — Haré todo lo que pueda -dijo Cugel. Salió a enfrentarse a Dama Sequorce-. Tus segmentos aún no están listos. Puedes volver dentro de una semana. Dama Sequorce pareció no oír. Registró con sus pálidos ojos azules el taller. — ¿Dónde está Nisbet? — Nisbet está indispuesto. Nuestro tiempo de entrega vuelve a ser de un mes o dos, puesto que debemos labrar más piedra blanca. Lo siento, pero no podemos complacerte antes. Dama Sequorce clavó fijamente su mirada en Cugel — ¿Dónde están los «Uno» y los «Dos»? ¿Por qué han desaparecido, de modo que son los «Tres» los que descansan ahora sobre el suelo? Cugel fingió sorpresa.

— ¿Es cierto eso? Muy extraño. De todos modos, nada es permanente, y los «Uno» y «Dos» pueden haberse visto reducidos a polvo. — No hay huellas de este polvo en torno a la base de las columnas. Cugel se encogió de hombros. — Puesto que las columnas permanecen en sus elevaciones relativas, no se ha producido un gran daño. Una de las hermanas de Dama Sequorce apareció corriendo desde la parte de atrás del taller. — ¡He encontrado un montón de segmentos ocultos debajo de unas rocas, y todos están marcados «Dos»! Dama Sequorce lanzó a Cugel una breve mirada de soslayo, luego se dio la vuelta y regresó a grandes zancadas al poblado, seguida por sus hermanas. Cugel se dirigió lúgubremente hacia la casa de Nisbet. Nisbet había estado escuchando desde detrás de la puerta. — Todo cambia -dijo Cugel-. Es tiempo de irnos Nisbet retrocedió, impresionado. — ¿Irnos? ¿Dejar mi hermosa casa? ¿Mis antigüedades y mis famosas colecciones? ¡Eso es impensable! — Me temo que Dama Sequorce no se detendrá en una simple crítica. ¿Recuerdas la forma como trató tu barba? — ¡Por supuesto que lo recuerdo, y esta vez pienso defenderme! -Nisbet se dirigió hacia un armario y seleccionó una espada-. ¡Éste es el acero más fino de la antigua Kharai! ¡Toma, Cugel! ¡Otra hoja de idéntico valor en una espléndida vaina! ¡Llévala con orgullo! Cugel sujetó la antigua espada a su cintura. — El desafío está muy bien, pero guardar la piel entera es mejor aún. Sugiero que nos preparemos para cualquier eventualidad. — ¡Nunca! -exclamó Nisbet con pasión-. ¡Me mantendré firme en la puerta de mi casa, y el primero en atacarla probará el filo de mi espada! — Se mantendrán lejos y arrojarán piedras -dijo Cugel. Nisbet no prestó atención y fue a la puerta. Cugel reflexionó unos instantes, luego llevó varios artículos al carro dejado por los comerciantes maot: comida, vino, mantas, ropas. Metió en su bolsa un bote de cera de ossip, tras untar abundantemente sus

botas, y dos puñados de terces de la urna de Nisbet. Tras pensárselo un poco metió en el carro un segundo bote de cera. Fue interrumpido en su trabajo por una excitada llamada de Nisbet. — ¡Cugel! ¡Vienen, a toda velocidad! ¡Son como un ejército de animales enfurecidos! Cugel fue a la puerta y observó a las mujeres que se acercaban. — Tú y tu valiente espada podéis frenar esta horda desde la puerta delantera, pero pueden entrar por la parte de atrás. Sugiero retirarnos. El carro está preparado Reluctante, Nisbet se dejó arrastrar hasta el carro. Observó los preparativos de Cugel. — ¿Dónde están mis terces? ¡Has cargado la cera de ossip, pero no los terces! ¿Es esto lógico? — La cera de ossip, y no tu amuleto, desafía la gravedad. La urna es demasiado pesada para llevárnosla. Pese a todo, Nisbet corrió al interior y volvió a salir tambaleante con su urna, derramando terces a su paso. Las mujeres estaban ya muy cerca. Al ver el carro, lanzaron un gran rugido de ira. — ¡Villanos, alto! -exclamó Dama Sequorce. Ni Cugel ni Nisbet hicieron caso de su orden. Nisbet metió su urna en el carro y lo cargó con los demás artículos, pero cuando intentó subir al asiento cayó, y Cugel tuvo que alzarlo hasta el pescante. Cugel dio una patada al carro y le lanzó un enorme empujón que lo envió flotando por los aires, pero cuando Cugel intentó subir a él perdió pie y cayó al suelo. No había tiempo para un segundo intento; las mujeres estaban sobre él. Sujetando espada y bolsa de modo que no impidieran su carrera, echó a correr, con las más rápidas de las mujeres tras sus talones. Tras casi un kilómetro las mujeres abandonaron su persecución, y Cugel se detuvo para recuperar el aliento. El humo empezaba a alzarse ya de la morada de Nisbet, y la multitud se ensañaba vengativamente con sus pertenencias. En la cima de sus columnas, los hombres se habían puesto en pie para ver mejor los acontecimientos, Muy arriba en el cielo, el carro derivaba hacia el este, arrastrado por el viento, con Nisbet mirando por el lado. Cugel lanzó un suspiro. Colgándose la bolsa al hombro, echó a andar hacia el sur, en dirección a Port Perdusz.

2 Faucelme. Orientando su rumbo por el hinchado sol rojo, Cugel viajó hacia el sur cruzando un árido páramo. Las pequeñas rocas arrojaban negras sombras; algún que otro matorral, con hojas como rosadas y carnosas orejas, tendían sus púas hacia él a su paso. El horizonte era impreciso tras una neblina de un color carmín aguado. No se veía ningún artefacto humano, ninguna criatura viva, excepto una sola ocasión en la que, muy lejos al sur, Cugel observó un pelgrane de impresionante envergadura de alas volando perezosamente de oeste a este. Cugel se dejó caer boca abajo en el suelo y aguardó inmóvil hasta que la criatura hubo desaparecido en la neblina oriental. Luego se levantó, sacudió el polvo de sus ropas y prosiguió al sur. El pálido suelo reflejaba el calor. Cugel hizo una pausa para abanicarse el rostro con el sombrero. Al hacer esto su muñeca rozó ligeramente la «Estallido Pectoral de Luz», que ahora usaba como adorno. El contacto causó un irritante dolor y una sensación de succión, como si la «Estallido» estuviera ansiosa por sorber todo el brazo de Cugel y quizá incluso más. Cugel miró hoscamente la escama: ¡su muñeca apenas había entrado en contacto con ella! La «Estallido» no era un objeto que se pudiera tratar de forma casual. Volvió a colocarse cuidadosamente el sombrero en la cabeza y prosiguió hacia el sur a buen paso, esperando hallar algún abrigo antes de la caída de la noche. Avanzaba a un ritmo tan rápido que casi estuvo a punto de caer a un enorme sumidero de cincuenta metros de ancho. Se detuvo en seco con una pierna colgando sobre el abismo, con un negro lago a unos treinta metros más abajo. Por unos interminables segundos, Cugel vaciló en un estado de desequilibrio, luego consiguió echarse atrás, hacia la seguridad. Tras recuperar el aliento, Cugel avanzó de nuevo, con más precaución. Pronto descubrió que el sumidero no era un caso aislado. A lo largo de los siguientes kilómetros se encontró con otros de mayores o menores dimensiones, y pocos advertían de su presencia; un margen repentino, y una caída a las oscuras aguas. Los sumideros más grandes tenían azulados sauces llorones colgando sobre su borde, medio ocultando hileras de peculiares habitáculos. Eran estrechos y altos, como cajas apiladas las unas sobre las otras. No parecían preocuparse en absoluto de la precisión, y partes de la estructura descansaban sobre las propias ramas de los sauces. Era difícil ver a quiénes habían construido aquellas torres arborícolas por entre las sombras del follaje; Cugel tuvo un atisbo de ellos mientras se asomaban y se ocultaban rápidamente en sus extrañas ventanitas, y varias veces creyó verlos deslizándose al fondo del sumidero por una especie de toboganes pulidos en la nativa piedra caliza. Su estatura era la de un ser humano pequeño o un muchacho, aunque su aspecto sugería una peculiar hibridación de reptil, coleóptero pedunculado y gid en miniatura. Para cubrir su pelaje verde grisáceo llevaban ondulantes faldellines de una fibra pálida, y gorros con orejeras negras, fabricados aparentemente a partir de cráneos humanos. El aspecto de aquellos seres proporcionó a Cugel pocas esperanzas de obtener hospitalidad, y de hecho le impulsó a alejarse rápidamente antes de que decidieran perseguirle.

A medida que el sol se hundía en el horizonte, Cugel empezó a ponerse más y más nervioso. Si intentaba seguir su camino de noche, lo más seguro era que cayera en uno de aquellos sumideros. Si decidía envolverse en su capa y dormir al cielo raso, sería presa fácil para los visps, que medían casi tres metros de alto y escrutaban la oscuridad con sus luminosos ojos rosados, y captaban el olor de la carne por medio de dos probóscides flexibles que crecían a cada lado de su cresta craneana. La parte inferior del sol tocó el horizonte. Desesperado, Cugel empezó a arrancar ramas de arbusto quebradizo, cuya madera hacía excelentes antorchas. Se acercó a un sumidero rodeado de sauces y seleccionó un árbol-torre algo aislado de los demás. Mientras se acercaba, vislumbró formas parecidas a comadrejas yendo de un lado para otro frente a las ventanas. Cugel extrajo su espada y golpeó la pared de planchas. ¡Soy yo, Cugel! -rugió-. ¡Soy el rey de esta desolada región! ¿Cómo es que ninguno de vosotros ha pagado su tributo? Del interior llegó un coro de agudas y aullantes invectivas, y por las ventanas brotaron todo tipo de inmundicias. Cugel retrocedió y prendió fuego a una de las ramas. De las ventanas brotaron penetrantes gritos de ultraje, y algunos residentes del árbol-torre salieron a las ramas del sauce y se deslizaron al agua del sumidero. Cugel mantuvo un ojo cauteloso a sus espaldas, vigilando que ninguno de los habitantes del árbol-torre saltara sobre él desde atrás. Golpeó de nuevo las planchas. — ¡Ya basta de vuestra porquería! ¡Pagad inmediatamente por encima de los mil terces, o abandonad el lugar! Desde dentro no se oyó nada excepto silbidos y siseos. Vigilando en todas direcciones, Cugel rodeó la estructura. Halló una puerta y metió por ella la antorcha; descubrió una especie de taller, con un banco de piedra caliza pulida adosado a una pared, sobre el que descansaban varias jarras, copas y tablas de trinchar de alabastro. No había horno ni estufa; evidentemente la gente del árbol-torre no usaba el fuego; tampoco había comunicación con los niveles superiores, ya fuera por medio de escaleras de cuerda, trampillas o peldaños. Cugel dejó sus ramas de arbusto quebradizo y su antorcha encendida en el polvoriento suelo y fue a buscar más combustible. Al débil resplandor ciruela del ocaso recogió cuatro buenas brazadas de ramas y las llevó al árbol-torre; durante el último viaje oyó estremecedoramente cerca la melancólica llamada de un visp. Regresó aprisa al árbol-torre. De nuevo oyó furiosas protestas de sus moradores, y los estridentes gritos resonaron por todas partes en el sumidero. — ¡Tranquilos, gusanos! -exclamó Cugel-. Quiero descansar. Sus órdenes no fueron oídas. Cugel sacó su antorcha del taller y la agitó en todas direcciones. El tumulto cesó de inmediato. Cugel regresó al interior de la estancia y bloqueó la puerta con la losa de piedra caliza, que sujetó en su lugar con un palo. Preparó el fuego de modo que ardiera lentamente, rama tras rama. Se envolvió en su manta, y se dispuso a dormir.

Se despertó a intervalos durante la noche para atender el fuego, para escuchar y para mirar por una rendija al sumidero, pero todo estaba tranquilo excepto las llamadas de los visps errantes. Por la mañana, Cugel se levantó con la salida del sol. Escrutó la zona en torno al árboltorre por las rendijas, pero no parecía haber nada anormal, y no se oía ningún sonido. Cugel frunció los labios en dubitativa reflexión. Se hubiera sentido más tranquilo ante una demostración de hostilidad más o menos abierta. Aquella quietud era demasiado inocente. — ¿Cómo, en un caso similar, castigaría yo a un intruso tan atrevido como yo mismo? -se preguntó Cugel. Y a continuación: — ¿Por qué arriesgar fuego o espada? Y luego: — Planearía una horrible sorpresa. Y finalmente: — La lógica conduce al concepto de trampa. Así pues: veamos lo que han preparado... Cugel quitó la losa de piedra caliza de la puerta. Todo estaba tranquilo: más tranquilo incluso que antes. Todo el sumidero parecía contener la respiración. Cugel estudió el terreno delante del árbol-torre. Miró a derecha e izquierda, para descubrir una serie de cuerdas colgando de las ramas del árbol. El suelo delante de la puerta había sido espolvoreado con una sospechosa cantidad de tierra, que no terminaba de ocultar completamente la silueta de una red. Cugel alzó la losa de piedra caliza y la arrojó contra la pared trasera de la estancia. Las planchas, sujetas con clavijas y juncos, cedieron fácilmente; Cugel saltó por el agujero y pronto estuvo lejos, mientras a sus espaldas sonaban gritos de ultraje y decepción.

Cugel siguió su camino al sur, hacia las lejanas colinas que se alzaban como sombras tras la neblina. Al mediodía llegó a una granja abandonada al lado de un pequeño río, donde sació agradecido su sed. En lo que había sido un huerto encontró un viejo manzano silvestre cargado de frutas. Comió hasta saciarse y llenó su bolsa. Cuando iba a reemprender su camino observó una tablilla de piedra con una medio borrada inscripción:

ACCIONES HORRIBLES FUERON COMETIDAS EN ESTE LUGAR. * ** QUE FAUCELME SUFRA DOLOR HASTA QUE EL SOL SE APAGUE * ** Y DESPUÉS. Un frío soplo de viento pareció rozar la nuca de Cugel, y miró intranquilo por encima del hombro. — Este es un lugar a evitar -dijo, y se alejó a grandes zancadas de sus largas piernas. Una hora más tarde pasó junto a un bosque donde descubrió una pequeña capilla octogonal cuyo techo se había hundido. Miró cautelosamente al interior, y notó que el aire era pesado con el hedor a visp. Mientras retrocedía, una placa de bronce, verde por la corrosión de siglos, llamó su atención. Sus caracteres decían: QUE LOS DIOSES DE GNIENNE Y LOS DEMONIOS DE GNARRE NOS PROTEJAN DE LA FURIA DE FAUCELME Cugel lanzó un tembloroso suspiro y se alejó de la capilla. Pasado y presente oprimían la región; ¡se sentiría aliviado cuando llegara a Port Perdusz! Cugel siguió su camino al sur a un paso más rápido aún que antes.

A medida que caía la tarde, el terreno empezó a hincharse en altozanos y pantanosos bajíos, precursores de la primera hilera de colinas que ahora se alzaban altas al sur. Empezaban a verse los primeros árboles dispersos que anunciaban los bosques de más arriba: mylax de negra corteza y anchas hojas rosadas; cipreses barril, densos e impenetrables; parmentos de color gris pálido, con colgantes racimos de esféricas nueces negras; robles de cementerio, gruesos y nudosos, con grandes y retorcidas ramas. Como la tarde anterior, Cugel contempló el ocaso con aprensión. Cuando el sol se hundía ya en las lejanas colinas, llegó a un camino que avanzaba paralelo a las colinas y que presumiblemente debía llevar, de alguna manera, a Port Perdusz. Cugel tomó el camino, miró a derecha e izquierda, y vio con gran interés el carro de un granjero parado a poco menos de un kilómetro al este, con tres hombres de pie en la parte de atrás. Para evitar proyectar una imagen de urgencia, Cugel compuso su paso a un despreocupado andar, como si fuera un viajero casual, pero nadie del carro pareció verle o preocuparse por su presencia.

Al acercarse, Cugel vio que el carro, tirado por cuatro mermelants, había sufrido la rotura de una de sus altas ruedas traseras. Los mermelants fingían desinteresarse del asunto y apartaban sus ojos de los tres granjeros, que a los mermelants gustaba considerar como sus servidores. El carro estaba cargado hasta los topes de gavillas del bosque, y en cada esquina se alzaba muy alto un arpón de tres púas, como elemento disuasorio al repentino ataque de un pelgrane. Cuando Cugel estuvo cerca, los granjeros, que parecían hermanos, le miraron por encima del hombro, luego siguieron contemplando sin sonreír la rueda rota. Cugel llegó junto al carro. Los granjeros le miraron de reojo, con tal desinterés que la afabilidad de Cugel se congeló en su rostro. Carraspeó. — Parece que tenéis problemas con vuestra rueda. El mayor de los hermanos respondió, con una serie de hoscos gruñidos: — No «parece» que tengamos problemas con la rueda. ¿Nos tomas por tontos? Simplemente está rota. Se ha perdido el anillo de fijación; los ejes se han salido. Es un asunto serio, así que sigue tu camino y no nos molestes mientras pensamos. Cugel alzó un dedo en suave reproche. — ¡Nunca hay que ser tan categórico! Quizá pueda ayudaros. — ¡Bah! ¿Qué sabes tú de estas cosas? El segundo hermano dijo: — ¿Dónde conseguiste ese extraño sombrero? El más joven de los tres intentó un arranque de burdo humor: Si puedes levantar la carga mientras arreglamos la rueda, quizá sí que puedas ayudarnos. De otro modo, será mejor que sigas tu camino. — Burlaos si queréis, pero quizá si que pueda hacer algo así -dijo Cugel. Estudió el carro, que pesaba mucho menos que una de las columnas de Nisbet. Sus botas habían sido untadas con cera de ossip y todo estaba en orden. Avanzó y dio un ligero puntapié al carro. — Descubriréis ahora que tanto la rueda como el carro carecen de peso. Alzadlos, y lo descubriréis por vosotros mismos. El más joven de los hermanos agarró la rueda y la alzó, ejerciendo tanta fuerza que la ingrávida rueda escapó de sus manos y se elevó muy arriba en el aire, donde fue atrapada por el viento y derivó hacia el este. El carro sostenido por un taco de madera, no había sufrido ningún efecto mágico y siguió como antes.

La rueda se alejó en el cielo. Surgido de la nada, o al menos así lo pareció, un pelgrane descendió en picado, se apoderó de la rueda y desapareció. Cugel y los tres granjeros observaron al pelgrane y a la rueda empequeñecerse por encima de las montañas. — Bien, ¿y ahora qué? -dijo el mayor de los tres. Cugel agitó la cabeza. — Dudo de hacer más sugerencias. — Díez terces es el valor de una nueva rueda -dijo el granjero mayor-. Paga inmediatamente esta suma. Puesto que nunca amenazo, no mencionaré las alternativas. Cugel se envaró. — ¡No me dejo impresionar por las fanfarronadas! — ¿Ni por las estacas ni las horcas? Cugel retrocedió un paso y llevó la mano a la espada. — ¡Si la sangre mancha el camino, será la vuestra, no la mía! Los granjeros se apartaron un poco para conferenciar. Cugel moderó su voz. — Una rueda como la vuestra, estropeada, rota y desgastada casi hasta los radios, puede ser valorada como máximo en dos terces. Pedir más es poco realista. El mayor de los hermanos declaró con tonos grandilocuentes: — ¡Lleguemos a un compromiso! Yo mencioné diez terces, tú hablas de dos. Restando dos de diez quedan ocho; en consecuencia, páganos ocho terces y todos quedaremos satisfechos. Cugel seguía dudando. — Capto falacia en alguna parte. ¡Ocho terces sigue siendo demasiado! ¡Recordad, actué por altruismo! ¿Debo pagar por mi buena voluntad? — ¿Es de buena voluntad enviar nuestra rueda girando por los aires? Si ésta es tu amabilidad, ahórranos todo lo demás. — Enfoquemos el asunto desde otra dirección -dijo Cugel-. Necesito alojamiento para la noche. ¿Está muy lejos vuestra granja? — Seis kilómetros, pero no vamos a poder dormir en nuestras camas esta noche; debemos montar guardia junto a nuestra propiedad.

— Hay otra forma -dijo Cugel-. Puedo hacer que todo el carro pierda su peso... — ¿Qué? -exclamó el primer hermano-. ¿Para que perdamos el carro además de la rueda? — ¡No somos los estúpidos por los que nos tomas! -exclamó el más joven-. Si necesitas alojamiento, acude a la propiedad de Faucelme, a poco más de un kilómetro camino adelante. — ¡Excelente idea! -declaró el primer hermano con una amplia sonrisa-. ¿Por qué no pensé en ella? Pero primero: nuestros diez terces. — ¿Diez terces? Tus chistes no dejan de tener gracia. Antes de soltar una sola moneda quiero saber dónde puedo pasar seguro la noche. — ¿No te lo hemos dicho? ¡Ve con Faucelme! Es un altruista como tú, y da la bienvenida a todos los vagabundos que pasan por su propiedad. — Lleven o no un sombrero notable como el tuyo -rió el más joven. — En los viejos tiempos, parece que un «Faucelme» despojó la región -dijo Cugel-. ¿Es el «Faucelme» de ahí delante uno de sus homónimos? ¿Sigue los pasos del original? — No sé nada de Faucelme ni de sus antepasados -dijo el mayor de los hermanos. — Su propiedad es grande -añadió el segundo hermano-. Nunca echa a nadie de su puerta. — Desde aquí puedes ver el humo de su chimenea -señaló el más joven-. Danos nuestro dinero y ve con él. Va a caer la noche y debemos prepararnos contra los visps. Cugel rebuscó entre las manzanas y extrajo cinco terces. — Os doy este dinero no para complaceros sino para castigarme a mí mismo por intentar ayudar a un grupo de campesinos primitivos. Hubo otro chorro de palabrotas, pero finalmente fueron aceptados los cinco terces, y Cugel partió. Tan pronto como se hubo alejado unos pasos del carro oyó a los hermanos carcajearse sonoramente. Los mermelants estaban echados en el suelo al lado del camino, probando con la lengua las plantas de la cuneta en busca de hierba dulce. Cuando pasó Cugel, el animal de cabeza habló con voz apenas comprensible, con la boca llena de forraje: — ¿Por qué se ríen los tontos? Cugel se encogió de hombros. — Les ayudé con mi magia, y su rueda salió volando, así que les di cinco terces para que dejaran de gritar.

— ¡Un truco, simple y llanamente! -dijo el mermelant-. Hace una hora enviaron al chico a la granja en busca de una rueda nueva. Pensaban arrojar la vieja al canal cuando te vieron. — Estoy por encima de tales mezquindades -dijo Cugel-. Me recomendaron que esta noche me alojara en la propiedad de Faucelme. Aquí también dudo de su buena fe. — ¡Ah, esos traidores caballerizos1! ¡Creen que pueden engañar a todo el mundo! Así, te enviaron a un brujo de dudosa reputación. Cugel examinó ansiosamente el paisaje que se abría ante él. — ¿No hay otro lugar cerca? — Nuestros caballerizos aceptaban antes viajeros y los asesinaban en sus camas, pero nadie deseaba enterrar los cadáveres, así que abandonaron el negocio. El alojamiento más cercano está a treinta kilómetros. — Esa es una mala noticia -dijo Cugel-. ¿Cómo hay que tratar a ese Faucelme? Los mermelants rumiaban hierba dulce. Uno dijo: — ¿Llevas cerveza? Tenemos reputación de grandes bebedores de cerveza y de mostrarle a todo el mundo nuestras barrigas. — Sólo tengo manzanas, pero son vuestras si queréis. — Sí, también son buenas -dijo el mermelant, y Cugel distribuyó las frutas que llevaba. — Si vas con Faucelme, ten cuidado con sus trucos. Un comerciante gordo sobrevivió cantando canciones licenciosas toda la noche y no volviéndole nunca la espalda a Faucelme. Uno de los granjeros rodeó el carro, y se detuvo irritado al ver a Cugel. — ¿Qué estás haciendo aquí? Lárgate y deja de molestar a los mermelants. Sin dignarse replicar, Cugel siguió camino adelante. Con el sol rozando la boscosa línea del horizonte, llegó a la propiedad de Faucelme: la casa era un edificio de madera de varios pisos, con profusión de ventanales, bajas torres cuadradas con ventanas a todo su alrededor, balcones, miradores, altos gabletes y una docena de altas y estrechas chimeneas. Ocultándose tras un árbol, Cugel estudió la casa. Varias de las ventanas estaban iluminadas, pero Cugel no observó ningún movimiento dentro. Se trataba, pensó, de una casa de aspecto agradable, donde nadie podía esperar encontrar un monstruo de engaños. Agachado, manteniéndose a cubierto de árboles y arbustos, Cugel se acercó al edificio. Se deslizó con el silencio de un gato hasta una ventana y miró dentro.

Sentado a una mesa, leyendo un libro de hojas amarillentas, había un hombre de edad indeterminada, hombros hundidos y calvo excepto una estrecha franja de pelo castaño grisáceo. Una larga nariz en forma de garfio sobresalía de su más bien redonda cabeza, con protuberantes ojos lechosos muy juntos a cada lado. Sus brazos y piernas eran largos y angulares; llevaba un traje de terciopelo negro y anillos en todos los dedos, excepto los índices, donde llevaba tres. En reposo, su rostro parecía relajado y tranquilo, y Cugel buscó en vano lo que consideraba señales de depravación. Cugel examinó la estancia y su contenido. En una alacena a un lado había una miscelánea de objetos extraños y curiosos: una pirámide de piedra negra, un rollo de cuerda, botellas de cristal, pequeñas máscaras colgadas de un tablero, libros apilados, una cítara, un instrumento de cobre con varios arcos y cuerdas, un ramo de flores talladas en piedra. Cugel se dirigió de puntillas a la puerta de entrada donde descubrió un pesado llamador de bronce con forma de lengua colgando de la boca de una gárgola. Dejó caer el llamador y gritó: — ¡Abrid! ¡Un honesto viajero necesita alojamiento y está dispuesto a pagar por él! Cugel corrió de vuelta a la ventana. Observó a Faucelme levantarse, aguardar un momento de pie, con la cabeza inclinada a un lado, luego salir de la habitación. Cugel se apresuró a abrir la ventana y saltar dentro. Cerró la ventana, tomó la cuerda de la alacena y fue a ocultarse entre las sombras. Faucelme regresó, agitando desconcertado la cabeza. Se sentó en su silla y reanudó su lectura. Cugel se situó tras él, pasó la cuerda en un arco en torno a su pecho una y otra vez, y pareció como si la cuerda no dejara de desenrollarse nunca. Faucelme no tardó en quedar aprisionado por un capullo de cuerda. Finalmente Cugel se dejó ver. Faucelme le miró de arriba a abajo, con curiosidad antes que con rencor, luego preguntó: — ¿Puedo inquirir la razón de esta visita? — Puro y simple miedo -dijo Cugel-. No me atrevo a pasar la noche fuera, así que he venido a tu casa en busca de abrigo. — ¿Y la cuerda? -Faucelme bajó la vista a la maraña de vueltas que lo inmovilizaban a la silla. — No quiero ofenderte con la explicación -dijo Cugel. — ¿Crees que la explicación me ofenderá más que la cuerda? Cugel frunció el ceño y se rascó la barbilla. — Tu pregunta es más profunda de lo que puede parecer, y roza los antiguos análisis de lo Ideal frente a lo Real. Faucelme suspiró.

— Esta noche no me siento con vena para la filosofía. Puedes responder a mi pregunta en términos que se aproximen a lo real. — Con toda sinceridad, he olvidado la pregunta -dijo Cugel. — La formularé de nuevo en palabras de estructura más simple. ¿Por qué me has atado a mi silla, en vez de entrar por la puerta? — Ya que insistes, te revelaré una desagradable verdad. Tu reputación es la de un taimado e impredecible villano con inclinación hacia los trucos morbosos. Faucelme exhibió una triste mueca. — En tal caso mi negativa a estas afirmaciones no tiene gran peso. ¿Quiénes son mis detractores? Cugel agitó sonriente la cabeza. — Como caballero de honor, debo reservarme esta información. — ¡Oh, por supuesto! -dijo Faucelme, y guardó un silencio reflexivo. Cugel, con un ojo fijo siempre en Faucelme, inspeccionó la estancia. Además de la alacena a un lado, el mobiliario incluía una alfombra tejida en tonos rojo oscuro azul y negro, una librería sin puertas y un taburete. Un pequeño insecto que había estado revoloteando por la estancia se posó sobre la frente de Faucelme. Faucelme alzó una mano a través de sus ligaduras y ahuyentó el insecto, luego devolvió su brazo al interior de la cuerda. Cugel se volvió para mirarle con la boca abierta. ¿Había atado mal la cuerda? Faucelme parecía atado tan apretadamente como una mosca en una tela de araña. La atención de Cugel fue atraída por un pájaro disecado, erguido a una altura de poco más de un metro, con un rostro de mujer bajo una recia pelambrera negra. Una cresta de cinco centímetros de película transparente se alzaba hacia atrás desde su frente. Una voz sonó tras su hombro. — Es una arpía del mar de Xardoon. Quedan muy pocas. Están formadas en parte por la carne de los marineros ahogados, y cuando una nave está condenada acuden a montar guardia en ella. Observa las orejas -el dedo de Faucelme se adelantó por encima del hombro de Cugel y apartó el pelo-, que son similares a las de las sirenas. ¡Cuidado con la cresta! -El dedo golpeó ligeramente la base de las púas-. Sus puntas tienen forma de anzuelo. Cugel miró estupefacto a su alrededor, para ver el dedo retirarse, hacer una pausa para rascar la nariz de Faucelme, luego desaparecer entre las cuerdas.

Cugel cruzó rápido la estancia y comprobó los nudos, que parecían adecuadamente tensos. Faucelme, desde cerca, observó el adorno del sombrero de Cugel y dejó escapar un suave sonido silbante entre los dientes. — Tu sombrero es una confección de lo más elaborado -dijo-. El estilo es sorprendente, aunque en regiones como ésta podrías llevar incluso un calcetín de piel en la cabeza. -Y diciendo esto, fijó los ojos en su libro. — Es posible -respondió Cugel-. Y cuando el sol se apague definitivamente, una simple bata bastará para cubrir nuestra modestia. — ¡Ja, ja! ¡Las modas carecerán entonces de significado! ¡Ésa sí que es una idea divertida! -Faucelme lanzó una ojeada a su libro-. Y esa preciosa chuchería que llevas en tu sombrero, ¿dónde conseguiste una pieza tan original? -De nuevo barrió su mirada por las páginas de su libro. — Es un objeto sin importancia que encontré por el camino -dijo Cugel descuidadamente-. ¿Qué estás leyendo con tanta avidez? -Alzó el libro-. Hummm, «Recetas escogidas de la señora Milgrim». — Ajá, y eso me recuerda que debo ir a remover el pudín de zanahorias. ¿Quizá quieras cenar conmigo? -Habló por encima de su hombro-: ¡Tzat! -Las cuerdas cayeron al suelo para formar un pequeño montón a sus pies, y Faucelme se levantó de su silla-. No esperaba invitados, así que esta noche cenaremos en la cocina. Pero tengo que apresurarme, antes de que se queme el pudín. Se dirigió con pasos rígidos hacia la cocina, y Cugel le siguió, desconfiado. Faucelme señaló una silla. — Siéntate, y buscaré algo de comer: nada fuerte ni pesado, nada de carne ni vino, porque inflaman la sangre y según la señora Milgrim dan origen a flactomías. Aquí hay un poco de espléndido jugo de bayas que te recomiendo de todo corazón. Luego tomaremos un poco de guiso de hierbas, y nuestro pudín de zanahoria. Cugel se sentó a la mesa y observó con atenta vigilancia mientras Faucelme iba de un lado para otro, reuniendo platitos de pastelillos, confituras, compotas y pasteles de legumbres. — ¡Tendremos un verdadero festín! Raras veces cometo tales excesos, pero esta noche, con un invitado tan distinguido, vamos a echar toda disciplina por la borda. — Hizo una pausa en su trabajo-. ¿Me has dicho tu nombre? A medida que pasan los años, descubro que cada vez voy perdiendo más la memoria. — Me llamo Cugel, y soy originario de Almery, lugar al que estoy regresando. — ¡Almery! Una región muy lejana, con lugares curiosos que ver a cada nuevo paso, y muchos peligros también. ¡Envidio tu confianza! ¿Cenamos?

Cugel comió solamente de los platos de los que comía el propio Faucelme, sin notar ningún efecto pernicioso. Faucelme habló de un modo ampulosamente discursivo mientras comía de este o aquel plato con pequeños bocados: — Mi nombre tiene desafortunados antecedentes en la región. Al parecer, el decimonoveno eón conoció a un «Faucelme» de costumbres realmente violentas, y puede que haya habido otro «Faucelme» un centenar de años más tarde, aunque a esa distancia en el tiempo las distintas vidas se mezclan. Me estremezco pensando en lo que hicieron... Nuestros villanos locales son ahora un clan de granjeros: ángeles de misericordia en comparación, pese a ciertas costumbres más bien perversas. Dan de beber cerveza a sus mermelants, y luego los envían a intimidar a los viajeros. Se atrevieron a presentarse aquí un día, pisoteándolo todo en el porche y mostrándome sus barrigas. «¡Cerveza!», gritaban. «¡Danos buena cerveza!» Naturalmente, yo no suelo tener nunca. Sentí piedad por ellos y les expliqué detalladamente las vulgares cualidades de la embriaguez, pero se negaron a escuchar, y utilizaron un lenguaje más bien ofensivo. ¿Puedes creerlo? «¡Viejo puritano falso e hipócrita, ya te hemos escuchado bastante, ahora queremos cerveza!» Esas fueron sus palabras. De modo que dije: «Muy bien; tendréis cerveza.» Preparé un té de mosto vómico y nuxium; lo enfrié e hice que espumeara, al estilo de la cerveza. Les dije: «¡Esta es la única cerveza que tengo!», y se la serví en jarras. Hundieron sus narices en ella y se la bebieron en un santiamén. Al momento se retorcieron como gusanos, y se quedaron tiesos como muertos durante un día y medio. Finalmente se recuperaron, se pusieron en pie, ensuciaron mi patio de la más horrible de las maneras, y se fueron tambaleándose. No han regresado nunca, y quizá mi pequeña homilía les haya devuelto a la sobriedad. Cugel inclinó la cabeza hacia un lado y frunció los labios. — Una historia interesante. — Gracias. -Faucelme asintió con la cabeza y sonrió como si recordara historias agradables-. Cugel, eres un buen oyente. Y no hundes la barbilla en el plato, para mirar luego hambrientamente a uno y otro lado en busca de más comida. Aprecio la delicadeza y el estilo. De hecho, Cugel, me has caído bien. Veamos lo que puedo hacer para ayudarte en la senda, de la vida. Tomaremos el té en el salón: ¡el más fino Ambar Ala de Mariposa para un honorable invitado! ¿Piensas proseguir tu camino? — Me quedaré un poco para hacerte compañía -dijo Cugel-. Sería desconsiderado hacer otra cosa. — Tus modales pertenecen a una generación pasada -dijo Faucelme de corazón-. No se encuentra gente así entre los jóvenes de hoy, que solamente piensan en su propio placer. Faucelme preparó, bajo la atenta mirada de Cugel, el té, y lo sirvió en tazas de porcelana fina. Hizo un gesto a Cugel con la cabeza. — Vayamos al salón. — Tú primero, por favor.

Faucelme puso cara de sorpresa, luego se encogió de hombros y precedió a Cugel al salón. — Siéntate, Cugel. El sillón de terciopelo verde es el más cómodo. — No estoy cansado -dijo Cugel-. Prefiero estar de pie. — Al menos entonces quítate el sombrero -dijo Faucelme con un rastro de irritación. — Por supuesto -dijo Cugel. Faucelme le contempló con la curiosidad propia de un pájaro. — ¿Qué estás haciendo? — Estoy quitando el adorno. -Protegiendo sus manos con un pañuelo doblado, Cugel se metió la escama en la bolsa-. Es duro y cortante, y temo que pueda dañar tu espléndido mobiliario. — Eres terriblemente considerado y mereces un pequeño regalo. Esta cuerda, por ejemplo: fue elaborada por Lazhnascenthe el lemuriano, y está impregnada con propiedades mágicas. Por ejemplo, responde a las órdenes; es extensible, y se estira indefinidamente sin perder nada de su fuerza. Veo que llevas una espléndida espada antigua. La filigrana de la empuñadura sugiere Kharay, del decimoctavo eón. El acero debe ser de excelente calidad, pero, ¿está afilado? — Por supuesto -dijo Cugel-. Podría afeitarme con ella, si quisiera. — Entonces corta un largo conveniente de cuerda: digamos tres metros. Cabrá perfectamente en tu bolsa, pero podrá extenderse hasta veinte kilómetros si se lo ordenas. — ¡Esto es auténticamente generoso! -declaró Cugel, y midió la longitud estipulada. Haciendo un floreo con la espada, intentó cortar la cuerda, sin conseguir nada-. Curioso -murmuró. — ¡Oh, y durante todo el tiempo pensaste que tu espada era afilada! -Faucelme sonrió maliciosamente-. Quizá podamos reparar esta deficiencia. -Extrajo de un armarito una caja larga que, al abrirla, reveló contener un resplandeciente polvo plateado-. Pon tu hoja en el rielador -dijo Faucelme-. No dejes que el polvo toque tus dedos, o se volverán rígidas barras de plata. Cugel siguió las instrucciones. Cuando retiró la espada, arrastró consigo un fino polvillo del rielador. — Sacúdela bien -dijo Faucelme-. Un exceso lo único que hará será estropear la funda. Cugel limpió la hoja agitándola fuertemente. El borde de la espada destellaba con pequeños reflejos de plata, y la hoja en sí parecía luminosa. — ¡Bien! -dijo Faucelme-. Corta la cuerda.

La espada cortó la cuerda como si fuese un tallo de alga. Cugel enrolló con cuidado la cuerda. — ¿Y cuáles son las órdenes? Faucelme recogió la cuerda que había quedado en el suelo. — Si quiero que sujete algo, la arrojo a lo alto y utilizo el conjuro ¡Tzip! de esta forma... — ¡Alto! -exclamó Cugel, alzando su espada-. ¡No quiero demostraciones! Faucelme se echó a reír. — Cugel, eres tan inquieto como un pajarillo. De todos modos, no por ello tengo peor opinión de ti. En este mundo agonizante, los imprudentes mueren jóvenes. No te asustes por la cuerda; no voy a hacer nada. ¡Observa, por favor! Para soltar la cuerda, grita la orden ¡Tzat!, y la cuerda volverá a tu mano. ¡Así que tranquilo! -Faucelme retrocedió unos pasos y alzó las manos para demostrar que no ocultaba nada-. ¿Es ésta la conducta de un taimado e impredecible villano? — Decididamente si, si el villano, para llevar adelante su farsa, intenta simular altruismo. — Entonces, ¿cómo distingues al villano del altruista? Cugel se encogió de hombros. — No es una distinción importante. Faucelme no pareció prestar atención; su ágil intelecto ya estaba explorando un nuevo tema. — ¡Fui entrenado en la antigua tradición! Hallamos nuestra fuerza en las verdades básicas, que tú, como patricio, seguro que suscribes. ¿Estoy en lo cierto en esto? — ¡Absolutamente, y en todos los aspectos! -declaró Cugel-. Reconociendo, por supuesto, que esas verdades fundamentales varían de región a región, e incluso de persona a persona. — De todos modos, algunas verdades son universales argumentó Faucelme-. Por ejemplo, el antiguo rito del intercambio de regalos entre anfitrión e invitado. Como altruista, te he proporcionado una espléndida y nutritiva comida, un largo de cuerda mágica y la mejora de tu espada. Seguro que te estarás preguntando ansiosamente qué puedes ofrecerme a cambio, y yo sólo pido tu amistad... Con generosa espontaneidad, Cugel dijo:

— Es tuya, libremente y sin límites, y las verdades básicas han quedado cumplidas. Ahora, Faucelme, me siento algo cansado, de modo que... — ¡Cugel, eres generoso! En ocasiones, mientras avanzamos penosamente por el solitario camino de la vida, encontramos alguien que al instante, o al menos así nos lo parece, se convierte en un querido amigo sobre el que puedes depositar toda tu confianza. ¡Lamentaré verte partir! Tienes que dejarme algún pequeño recuerdo, y de hecho me niego a aceptar cualquier cosa mayor que ese insignificante abalorio que llevabas en tu sombrero. Es una bagatela, lo sé, no vale nada, pero mantendrá fresco tu recuerdo hasta el día feliz de tu regreso. Puedes dármelo. — Encantado -dijo Cugel. Rebuscó con gran cuidado en su bolsa y extrajo el adorno que sujetaba originalmente su sombrero-. Con mi más cálido agradecimiento, te ofrezco esa bagatela, como tú mismo has dicho. Faucelme estudió unos instantes el adorno, luego alzó la vista y clavó la mirada de sus lechosos ojos dorados sobre Cugel. Rechazó el adorno. — ¡Cugel, me abrumas! Este es un artículo valioso... ¡no, no protestes y yo me conformo con ese otro objeto vulgar con la falsa gema roja en el centro que vi antes. ¡Vamos, insisto! ¡Lo colgaré siempre en un lugar de honor aquí en mi salón! Cugel exhibió una hosca sonrisa. — En Almery vive Iucounu, el Mago Reidor. Faucelme no pudo evitar una pequeña mueca involuntaria. Cugel prosiguió: — Cuando le vea me preguntará: «Cugel, ¿dónde está mi "Estallido Pectoral de Luz" que fue confiado a tu custodia?» ¿Qué le diré entonces? ¿Que la petición de un tal Faucelme, en la región del Muro Desmoronante, no pudo ser desoída? — Ese asunto tiene fácil solución -murmuró Faucelme-. Si, por ejemplo, decidieras no regresar a Almery, Iucounu no sabría jamás la noticia. O si, por ejemplo... — Faucelme guardó de pronto silencio. Transcurrió un momento. Por fin, Faucelme dijo con voz muy afable: — Debes estar cansado y con deseos de reposar un poco. Así pues: primero un bocado de mi digestivo aromático, que calma el estómago y revitaliza los nervios. Cugel intentó rechazar la oferta, pero Faucelme se negó a oír. Trajo una pequeña botella negra y dos copas de cristal. Vertió en la copa de Cugel un dedo de un líquido pálido. — Yo mismo lo he destilado -indicó-. Comprueba si es de tu agrado.

Una polilla pequeña aleteó cerca de la copa de Cugel, y cayó instantáneamente muerta sobre la mesa. Cugel se puso en pie. — No necesito ningún tónico esta noche -dijo-. ¿Dónde puedo dormir? — Ven conmigo. -Faucelme condujo a Cugel escaleras arriba, y abrió la puerta que conducía a una habitación-. He aquí una estancia ideal, donde podrás descansar sin que nadie te moleste. Cugel retrocedió unos pasos. — ¡No hay ventanas! Tendré la impresión de que me ahogo. — ¿Oh? Muy bien, busquemos entonces otro dormitorio... ¿Qué te parece éste? La cama es blanda y cómoda. — ¿Para qué sirve esa enorme reja de hierro que cuelga encima de la cama? -preguntó Cugel con el ceño fruncido-. ¿Y si cae durante la noche? — ¡Cugel, esto es puro pesimismo! ¡Tienes que contemplar siempre el lado alegre de la vida! ¿Has observado, por ejemplo, el jarrón de flores que hay al lado de la cama? — ¡Encantador! Veamos otra habitación. — ¡El sueño es el sueño! -dijo Faucelme irritadamente-. ¿Siempre eres tan susceptible? Bien, ¿qué te parece esta espléndida estancia? La cama es blanda, las ventanas son amplias. Sólo espero que la altura no te produzca vértigo. — Me encanta -dijo Cugel-. Faucelme, te deseo buenas noches. Faucelme regresó al salón de abajo. Cugel cerró la puerta y abrió la ventana de par en par. Recortados contra las estrellas podía ver las altas y delgadas chimeneas y un único ciprés alzándose por encima de la casa. Cugel ató un extremo de su cuerda a una de las patas de la cama, luego dio un ligero puntapié a la cama, que instantáneamente conoció la repulsión a la succión de la gravedad y se alzó en el aíre. Cugel la guió hasta la ventana y la empujó a través de ella hacia la noche. Apagó la lámpara, se subió a la cama y se impulsó alejándose del edificio y hacia el ciprés, al que ató el otro extremo de la cuerda. Dio una orden: — Cuerda, hazte larga. La cuerda se dilató, y Cugel flotó hacia arriba en medio de la noche. La casa de Faucelme se divisaba como una masa irregular allá abajo, más oscura que la oscuridad, con rectángulos amarillos señalando las habitaciones iluminadas. Cugel dejó que la cuerda se dilatara un centenar de metros.

— ¡Cuerda, no te alargues más! La cama se detuvo con una ligera sacudida. Cugel adoptó una posición cómoda y observó la mansión. Transcurrió media hora. La cama oscilaba a la suave brisa de la noche, y aquel ligero balanceo parecido al de una cuna adormeció a Cugel. Empezaron a pesarle los párpados... Un estallido de luz brilló repentinamente en la ventana de la habitación que le había sido asignada. Cugel parpadeó y se sentó erguido en la cama, y observó una burbuja de luminoso gas pálido brotar por la ventana. La habitación volvió a oscurecerse como antes. Un momento más tarde la ventana parpadeó a la luz de una lámpara, y la angulosa figura de Faucelme, las manos en las caderas, se recortó en negro contra el rectángulo amarillo. La cabeza se asomó por la ventana y escrutó la noche. Finalmente se retiró, y la ventana volvió a oscurecerse. Cugel empezó a sentirse intranquilo ante la proximidad de la casa. Sujetó la cuerda y dijo: — ¡Tzat! La cuerda colgó fláccida en su mano. — ¡Cuerda, encógete! La cuerda tuvo de nuevo tres metros de largo. Cugel miró de nuevo a la mansión. Faucelme, fueran cuales fuesen tus intenciones, te agradezco esta cuerda, y también tu cama, aunque me temo que voy a tener que dormir al aire libre. Miró por el otro lado de la cama y, a la luz de las estrellas, vio la cinta más clara del camino. La noche era completamente tranquila. Empezó a derivar con lentitud hacia el oeste. Cugel colgó su sombrero de uno de los postes de la cama. Se tendió de espaldas, se echó el edredón por encima de la cabeza, y se dispuso a dormir. Transcurrió la noche. Las estrellas recorrieron su camino por el cielo. Del páramo le llegó la melancólica llamada del visp: una vez, dos, luego silencio. Cugel despertó con la salida del sol, y por un apreciable intervalo de tiempo no pudo definir dónde estaba. Empezó a bajar de la cama, asomó una pierna, luego se echó bruscamente hacia atrás con un sobresaltado movimiento.

Una sombra negra aleteó cruzando el sol; un pesado objeto negro descendió en picado para posarse en los pies de la cama de Cugel: un pelgrane de mediana edad, a juzgar por el sedoso pelo gris de su abdomen globular. Su cabeza, de sesenta centímetros de largo, estaba esculpida en cuerna negra, como la de un ciervo volante, y unos blancos y encorvados colmillos asomaban de su hocico. Perchado en el barrote de los pies de la cama, contempló a Cugel con avidez y regocijo. — Hoy desayunaré en la cama -dijo el pelgrane-. No es algo que pueda permitirme a menudo. Se adelantó y agarró la pantorrilla de Cugel, pero éste dio un brusco tirón hacia atrás. Tanteó en busca de su espada, pero no consiguió sacarla de la funda. En su frenético esfuerzo enganchó su sombrero con la punta de la vaina; el pelgrane, atraído por el relumbre rojo, intentó coger el sombrero. Cugel le arrojó la «Estallido Pectoral de Luz» al rostro. La ancha ala del sombrero y el propio terror de Cugel confundieron el fluir de los acontecimientos. La cama se agitó hacia arriba como liberada de un peso; el pelgrane ya no estaba. Cugel miró asombrado hacia todos lados. El pelgrane había desaparecido. Cugel contempló la «Estallido Pectoral», que parecía resplandecer con un fulgor quizá un poco más vivo. Cugel volvió a colocarse con grandes precauciones el sombrero. Miró por encima del borde de la cama y observó que por el camino se aproximaba una pequeña carreta de dos ruedas tirada por un muchacho gordo de doce o trece años. Cugel dejó caer la cuerda, enlazó un tocón, y descendió al suelo. Cuando el muchacho pasó con la carreta, Cugel saltó al camino. — ¡Alto! ¿Qué llevas aquí? El muchacho retrocedió, asustado. — Es una nueva rueda para el carro y desayuno para mis hermanos: un perol de buen guiso, una hogaza de pan y una jarra de vino. Si eres un ladrón, aquí no hay nada para ti. — Yo seré el juez de eso -dijo Cugel. Dio un puntapié a la rueda para liberarla del peso, y la envió girando por el cielo mientras el muchacho le miraba con la boca abierta de asombro. Luego tomó el perol del guiso, el pan y el vino de la carreta. — Ahora puedes continuar -le dijo al muchacho-. Si tus hermanos preguntan por la rueda y el desayuno, puedes mencionarles el nombre «Cugel» y la suma «cinco terces» -El muchacho se marchó a toda prisa con la carreta. Cugel tomó el perol, el pan y el vino y, soltando la cuerda, derivó de nuevo en el aire.

Los tres granjeros llegaron a la carrera por el camino, seguidos por el muchacho. Se detuvieron y gritaron: — ¡Cugel! ¿Dónde estás? Queremos decirte una o dos palabras. -Y uno añadió ingeniosamente-: ¡Queremos devolverte tus cinco terces! Cugel no se dignó contestar. El muchacho, buscando la rueda en el cielo, divisó la cama y la señaló, y los granjeros, con el rostro enrojecido por la furia, agitaron sus puños y barbotaron maldiciones. Cugel escuchó con impasible regocijo durante unos minutos, hasta que la brisa, refrescando, lo barrió hacia las colinas y Port Perdusz. 1

. Los mermelants, por pura vanidad, se refieren a sus dueños como «caballerizos» y «sirvientes». Amistosos por naturaleza, son muy aficionados a la cerveza, y cuando están ebrios se alzan sobre sus patas traseras muy abiertas para mostrar sus vientres estriados de blanco. En esa circunstancia la más ligera provocación hace que caigan en paroxismos de rabia, y entonces emplean su gran fuerza en destruir todo lo que se les pone por delante.

Libro Cuarto DE PORT PERDUSZ A KASPARA VITATUS

1 En los muelles Un viento favorable empujó a Cugel y a su cama por encima de las colinas, confortable y convenientemente. Mientras derivaban sobre la última cresta, el paisaje se disolvió en la lejanía, y ante él, de este a oeste, se extendió el estuario del río Chaing, en un gran meandro de líquido metal negro. Hacia el oeste, a lo largo de la orilla, Cugel observó una dispersa extensión de desmoronantes estructuras grises: Port Perdusz. Había media docena de barcos amarrados en los muelles; a tanta distancia, Cugel no podía distinguir uno de otro. Hizo que la cama descendiera colgando su espada y sus botas a cada lado, de modo que sufrieran los efectos de las fuerzas de la gravedad. Empujada por caprichosas ráfagas de viento, la cama descendió en direcciones más allá del control de Cugel, y finalmente cayó en medio de un matorral de tulsíferos, a unos pocos metros de la desembocadura del río. Cugel abandonó reluctante la cama y echó a andar hacia el camino que bordeaba el río, cruzando una pantanosa llanura poblada por una docena de especies de plantas más o menos nocivas: bardana roja y negra, espinos vesicantes, hurses de flores marrones, enredaderas sensitivas que se apartaban con disgusto al acercarse él. Lagartos azules le silbaban furiosamente a su paso, y Cugel, ya de humor irritable por el contacto con los espinos vesicantes, les gritó en respuesta: — ¡Silbad hacia otro lado, sabandijas! ¡No espero nada mejor de bestias de tan poca calaña! Los lagartos, adivinando la naturaleza de la respuesta de Cugel, corrieron hacia él a pequeños saltos, silbando y escupiendo, hasta que Cugel agarró una rama muerta y, golpeando el suelo, los mantuvo a raya. Finalmente alcanzó el camino. Se sacudió las ropas, golpeó el sombrero contra su pierna, cuidando de evitar el contacto con la «Estallido Pectoral». Luego, girando la espada de modo que formara un ángulo más airoso, echó a andar hacia Port Perdusz. Era mediada la tarde. Una hilera de altos deodars bordeaba el camino; Cugel se veía alternativamente bañado por su negra sombra y la rojiza luz del sol. Observó la presencia de alguna choza ocasional en la ladera de la colina, y barcazas medio podridas a lo largo de la orilla del río. El camino pasaba junto a un antiguo cementerio al que daban sombra irregulares hileras de cipreses, luego se desvió hacia el río para evitar una escarpadura sobre la que se divisaba perchado un palacio en ruinas.

Entrando en la ciudad propiamente dicha, el camino formaba un recodo en torno a la parte de atrás de una plaza central, donde pasaba frente a un amplio edilicio semicircular, que en su tiempo debía haber sido un teatro o una sala de conciertos pero ahora era una posada. Luego el camino volvía junto al agua, y pasaba al lado de los barcos que Cugel había observado desde el aire. Una pregunta se formó en la mente de Cugel: ¿estaría el Galante todavía en el puerto? Era improbable, pero no imposible. Sería de lo más embarazoso si por casualidad se encontraba frente al capitán Baunt, o Drofo, o la señora Soldinck, o incluso el propio Soldinck Se detuvo en medio del camino y enumeró una serie de tortuosos argumentos que quizá pudiera usar para aliviar las tensiones. Al fin se admitió a sí mismo que, realísticamente, no cabía esperar que ninguno tuviera éxito, y que una formal inclinación de cabeza, o un simple gesto que no comprometiera a nada, serviría lo mismo. Vigilando atentamente en todas direcciones, Cugel vagabundeó por el viejo y ruinoso puerto. Descubrió tres barcos de altura y dos pequeñas embarcaciones costeras, junto con un transbordador que debía unir la orilla opuesta. Ninguno era el Galante, con gran alivio de Cugel. El primer barco, y el más alejado de la plaza, era una barcaza sin nombre visible, que se dedicaba evidentemente al comercio fluvial. El segundo, un gran galeón llamado Leucidion, había descargado ya lo que transportaba, y ahora se dedicaba a tareas de reparación. El tercero, y más cercano a la plaza, era el Avventura, un barco pequeño y de lineas graciosas, que estaba embarcando carga y provisiones para zarpar. El muelle estaba comparativamente animado; con el trasiego de los carretones, los gritos y maldiciones de los cargadores, y la alegre música de las concertinas a bordo de la barcaza. Un hombre bajo, grueso y rubicundo, con el uniforme de oficial subalterno, se detuvo para inspeccionar a Cugel con ojo calculador, luego se dio la vuelta y entró en uno de los almacenes cercanos. Un hombre corpulento, con una camisa a rayas azul índigo y blanco, un sombrero cónico con una cadena de oro colgando al lado de su oreja derecha, y una canilla de oro en su mejilla izquierda estaba reclinado en la borda del Leucidion. Su atuendo era el de los castilliones ribereños1. Cugel se acercó confiado al Leucidion y, asumiendo una expresión jovial, agitó una mano en amistoso saludo. El capitán de la embarcación le observó impasible, sin responder. Cugel exclamó: — ¡Un hermoso barco! Veo que ha sufrido algunas averías.

Finalmente, el capitán de la embarcación respondió: — Ya he sido notificado al respecto. — ¿Hacia dónde zarpáis cuando estén reparados los daños? — A nuestra ruta habitual. — ¿Que es? — A Latticut y Las Tres Hermanas, o a Woy si se presenta carga. — Estoy buscando pasaje a Almery -dijo Cugel. — No lo encontrarás aquí -respondió el capitán con una hosca sonrisa-. Soy valiente, pero no imprudente. Con voz ligeramente humilde, Cugel protestó: — ¡Pero seguro que hay alguien que parta hacia el sur desde Port Perdusz! ¡Es algo lógico! El capitán se encogió de hombros y miró hacia el cielo. — Si ésta es tu opinión razonada, entonces no dudo de ella. Cugel tiró impacientemente hacia abajo del pomo de su espada. — ¿Cómo sugerís que puedo viajar al sur? — ¿Por mar? -El capitán señaló con el pulgar hacia el Avventura-. Habla con Wiskich; es un dilck y un loco, con tanto talento marinero como una oveja de las montañas azules. Págale los terces suficientes, y te llevará hasta la propia Jehane. — Sé seguro -dijo Cugel- que algunos cargamentos de valor llegan a Port Perdusz procedentes de Saskervoy, y de aquí son embarcados a Almery. El capitán escuchó con escaso interés. Lo más probable es que lo hagan por caravana, como la de Yadcomo o la de Varmous. O, por lo que sé, Wiskich los embarque al sur en el Avventura. Todos los dilcks están locos. Creen que vivirán eternamente e ignoran el peligro. Sus barcos llevan lámparas en el mástil de proa para que, cuando el sol se apague definitivamente, puedan iluminar su camino de regreso a través del mar hasta Dildusa. Cugel empezó a hacer otra pregunta, pero el capitán se había retirado a su cabina. Durante la conversación, un hombre bajo y robusto vestido de uniforme había surgido del almacén. Escuchó un momento lo que se decía, luego se dirigió con paso enérgico al Avventura. Subió corriendo la pasarela y desapareció en la cabina. Casi

inmediatamente regresó pasarela abajo, se detuvo un momento, luego, ignorando a Cugel, volvió con paso tranquilo y digno al almacén.

Cugel se dirigió al Avventura, esperando al menos averiguar el itinerario propuesto por Wiskich para su barco. Al pie de la pasarela había un cartel, que Cugel leyó con gran interés:

PASAJEROS CON DESTINO AL SUR, TOMAD NOTA! LOS PUERTOS DE ATRAQUE SON YA DEFINITIVOS. SON: MARAZÉ Y LAS ISLAS DE LA BRUMA, LAVRRAKI REAL, OCTORUS, KAIIN, VARIOS PUERTOS DE ALMERY ¡NO SUBAIS AL BARCO SIN BILLETE! ASEGURAD EL BILLETE EN UN AGENTE EXPENDEDOR EN EL ALMACÉN GRIS JUNTO AL MUELLE

Cugel avanzó a largas zancadas cruzando el muelle y entró en el almacén. Una oficina a un lado estaba identificada con un viejo letrero:

OFICINA DEL AGENTE EXPENDEDOR DE BILLETES

Cugel entró en la oficina, donde, sentado tras un destartalado escritorio, descubrió al hombre bajo y robusto con el uniforme oscuro, efectuando anotaciones en un libro. El oficial alzó la mirada de su trabajo. — ¿Deseáis, señor? — Quiero un pasaje a bordo del Avventura para Almery. Puedes prepararme un billete. El agente volvió una página del libro y frunció pensativo los ojos mientras contemplaba una serie de anotaciones. — Lamento decir que el barco está completamente lleno. Una lástima... ¡Un momento! ¡Puede que se produzca una cancelación! Si es así, estáis de suerte, pues no habrá otro viaje este año... Dejadme ver. ¡Sí! El jerarca Hopple se ha puesto enfermo.

— ¡Excelente! ¿Cuál es el precio? — El billete disponible es de primera clase en alojamiento y vituallas, a doscientos terces. — ¿Qué? -exclamó angustiado Cugel-. ¡Ése es un precio escandaloso! ¡Sólo tengo cuarenta y cinco terces en mi bolsa, ni una moneda más! El agente asintió con placidez. — Volvéis a estar de suerte. El jerarca hizo un depósito de ciento cincuenta terces como reserva de su billete que no le serán devueltos. No veo ninguna razón por la que no debamos añadir vuestros cuarenta y cinco terces a la suma y, aunque el total asciende solamente a ciento cincuenta y cinco terces, tendréis vuestro billete, y yo haré algunos ajustes en mis libros para que cuadren las cuentas. — Es muy amable por vuestra parte -dijo Cugel, con en repentino respeto hacia el hombre. Sacó los terces de su bolsa y se los entregó al agente, que le devolvió un rozo de papel marcado con una serie de caracteres extraños a Cugel. — Y aquí está vuestro billete. Cugel dobló reverentemente el billete y lo metió en su bolsa. Dijo: — Espero que podré subir ahora mismo al barco, puesto que me he quedado sin fondos para comer o dormir en otro lugar. — Estoy seguro de que no habrá ningún problema -dijo el agente expendedor-. Pero si aguardáis aquí un momento, iré al barco y hablaré unas palabras con el capitán. — Es muy amable por vuestra parte -dijo Cugel, y se sentó en una silla. El agente abandonó la oficina.

Pasaron diez minutos, luego veinte, luego media hora. Cugel empezó a ponerse nervioso y, dirigiéndose a la puerta, miró a uno y otro lado del muelle, pero el agente expendedor no se veía por ninguna parte. — Extraño -murmuró Cugel. Observó que el cartel que colgaba antes junto a la pasarela del Avventura había desaparecido. — ¡Naturalmente! -se dijo a si mismo-. El pasaje está completo, así que no es necesario hacer más publicidad. Mientras Cugel observaba, un hombre alto y de pelo rojo con musculosos brazos y piernas apareció tambaleante en el muelle, tras haber tomado al parecer alguna copa de más en la posada. Subió con paso incierto la pasarela del Avventura y se metió en la cabina.

— ¡Ah! -dijo Cugel-. La explicación es clara. Ese es el capitán Wiskich, y el agente ha estado aguardando su regreso. En cualquier momento volverá a bajar por la pasarela.

Pasaron otros diez minutos. El sol estaba ahora poniéndose en el estuario, y una penumbra rosa oscuro había descendido sobre Port Perdusz. El capitán apareció en cubierta para supervisar la carga de una serie de artículos que había traído un carro, Cugel decidió no aguardar más. Se ajustó el sombrero en un ángulo adecuado, cruzó el muelle, subió la pasarela y se presentó al capitán Wiskich. — Señor, soy Cugel, uno de vuestros pasajeros de primera clase. — ¡Todos mis pasajeros son de primera clase! -declaró el capitán Wiskich-. ¡No encontraréis triquiñuelas a bordo del Avventura! Cugel fue a abrir la boca para estipular los términos de su billete, luego volvió a cerrarla; protestar podría parecer un argumento a favor de las triquiñuelas. Observó las provisiones que estaban siendo cargadas a bordo, que parecían de excelente calidad. Dijo aprobadoramente: — Las vituallas parecen más que adecuadas. ¡Apuesto a que vuestros pasajeros gozan de buena mesa! El capitán Wiskich lanzó un ladrido de ronca risa. — ¡Lo primero es lo primero a bordo del Avventura! Las viandas son selectas, por supuesto; son para mi mesa y la de la tripulación. Los pasajeros comen habas y sémola, a menos que paguen un sobreprecio, por el cual se les concede un suplemento de kangol. Cugel lanzó un profundo suspiro. — ¿Puedo preguntar la duración de la travesía entre aquí y Almery? El capitán Wiskich miró a Cugel con ebria sorpresa. — ¿Almery? ¿Y quién quiere ir a Almery? Primero metes tu nave en un amasijo de malolientes algas durante ciento cincuenta kilómetros. Las algas crecen por toda la nave y multitud de insectos trepan a bordo. Más allá está el golfo de los Remolinos, luego el mar Sereno, ahora infestado de piratas de la costa de Jahrdine. Luego, a menos que des un rodeo muy al oeste en torno a las islas de las Nubes, tienes que cruzar el Seleune y un auténtico carnaval de peligros. Cugel se irritó. — ¿Debo entender que no navegáis hacia el sur hasta Almery? El capitán Wiskich se palmeó el pecho con una enorme y rojiza mano.

— Soy un dilk y no conozco el miedo. Sin embargo, cuando la Muerte entra en mi cuarto por la puerta, me marcho por la ventana-Mi barco navegará en un plácido crucero hasta Latticut, luego hasta Al-Halambar, luego hasta la Nariz de las Brujas y Las Tres Hermanas, y después de vuelta a Port Perdusz. Si queréis un pasaje, pagadme su importe y encontrad una hamaca en la cala. — ¡Ya he pagado mi pasaje! -bramó Cugel-. ¡El pasaje al sur hasta Almery, por el camino de Mahaze! — ¿Ese agujero maloliente? Nunca. Dejadme ver vuestro billete. Cugel le enseñó el documento que le había entregado el supuesto agente expendedor. El capitán Wiskich lo miró primero por un lado, luego por el otro. — No sé nada de esto. Ni siquiera puedo leer lo que dice. ¿Vos podéis? — Eso carece de importancia. Debéis llevarme hasta Almery o devolverme mi dinero, cuarenta y cinco terces. El capitán Wiskich agitó asombrado la cabeza. — Port Perdusz está lleno de ladrones y timadores; sin embargo, el vuestro es el más imaginativo de todos los trucos! Pero no os vale de nada. Abandonad inmediatamente mi barco. — ¡No hasta que me paguéis mis cuarenta y cinco terces! -Y Cugel llevó inequívocamente su mano a la empuñadura de su espada. El capitán Wiskich agarró a Cugel por el cuello y por el fondillo de sus pantalones, lo hizo avanzar de cuatro patas por toda la cubierta, y lo lanzó pasarela abajo. — No volváis a bordo; soy un hombre ocupado. ¡Hey, maestro transportista! ¡Todavía me debéis otra carga'. ¡Tengo prisa por zarpar! — Todo a su tiempo. Debo despachar aún una carga a Varmous para su caravana. Ahora pagadme por esta entrega; así es como trabajo, cobrando al contado y en efectivo. — Entonces traed vuestra lista y comprobaremos los artículos. — No es necesario. Todo está a bordo. — Todo estará a bordo cuando yo haya dicho que está a bordo. No tendréis ni uno solo de mis terces hasta entonces. — Lo único que hacéis con esto es retrasar vuestra última entrega, y tengo aún la de Varmous antes. — Entonces efectuaré por mí mismo la comprobación y os pagaré por lo que resulte.

— ¡Nunca! -Gruñendo por el retraso, el transportista subió a bordo del Avventura Cugel cruzó el muelle y se acercó a un descargador. — Un momento de vuestro tiempo, por favor. Esta tarde he hecho un trato con un hombre gordo y bajo que llevaba un uniforme oscuro. ¿Dónde puedo encontrarlo en este momento? — Parece que os referís al pobre viejo Maestro Sabbas, cuyo caso es trágico. Hubo un tiempo que era el propietario del negocio de transportes y carga en este puerto. Pero se volvió senil y ahora se hace llamar «Sab el Timador» lo cual regocija a todo el mundo. Ese que hay a bordo del Avventura con el capitán Wiskich es el Maestro Yoder, su hijo. Si fuisteis lo suficientemente ingenuo como para confiarle vuestros terces, debéis saber que el vuestro fue un acto de caridad, porque con él habéis iluminado el día del pobre débil mental que es el viejo Maestro Sabbas. — Quizá sí, pero le di los terces para reír un poco, y ahora quiero recuperarlos. El descargador agitó la cabeza. — Han desaparecido con las lunas de la antigua Tierra. — ¡Pero seguro que el Maestro Yoder reembolsa a las víctimas de las ilusiones de su padre! El descargador se limitó a reír, y se marchó a su trabajo. En aquellos momentos Yoder descendía la pasarela. Cugel avanzó hacia él. — Señor, debo presentaros una queja acerca de las acciones de vuestro padre. Me vendió un pasaje para un viaje ficticio a bordo del Aveentura y ahora... — ¿A bordo del Avventura, decís? -preguntó Yoder. — Exacto, y en consecuencia... — ¡En ese caso, el capitán Wiskich es vuestro hombre! — Y diciendo eso, Yoder se marchó a sus asuntos. Cugel caminó sombríamente de vuelta a la plaza central. En un patio contiguo a la posada, Varmous preparaba su caravana para el viaje. Cugel observó tres carruajes, en cada uno de los cuales se sentaban una docena de pasajeros, y cuatro carromatos repletos de carga, equipo y provisiones. Varmous era distinguible de inmediato: un hombre voluminoso, ancho de hombros, brazos, piernas y caderas, con pelo rubio ensortijado, claros ojos azules y una expresión de firme determinación Cugel observó a Varmous durante unos momentos, luego avanzó hacia él y se presentó. — Señor, me llamo Cugel. Supongo que vos sois Varmous, director de la caravana.

— Correcto, señor. — ¿Puedo preguntar cuándo abandona Port Perdusz la caravana? — Mañana, siempre que reciba todo lo que aún me falta de ese indolente de maestro transportista. — ¿Puedo preguntar vuestro itinerario? — Por supuesto. Nuestro destino es Torqual, donde llegaremos a tiempo para el Festival del Ennoblecimiento. Viajaremos pasando por Kaspara Vitatus, que es un punto de enlace para viajar en distintas direcciones. De todos modos, me siento obligado a notificaros que la caravana está completa. No podemos aceptar más viajeros. — ¿Quizás os interese emplear a otro conductor, o ayudante, o guardia? — Estoy servido de personal -dijo Varmous-. De todos modos, os agradezco vuestro interés. Cugel entró desconsolado en la posada, que descubrió había sido reconvertida a partir de un teatro. El escenario servía ahora como comedor de primera clase para personas de gusto delicado, mientras que la platea senía de sala común. Los dormitorios habían sido construidos a lo largo dcl anfiteatro, y sus ocupantes podían asomarse y contemplar tanto el comedor de primera clase corno la sala común simplemente mirando desde sus puertas. Cugel se presentó en la oficina junto a la entrada, donde había una robusta mujer sentada tras una taquilla, — Acabo de llegar a la ciudad -dijo Cugel con voz tranquila-. Importantes asuntos me ocuparán durante casi toda una semana. Necesito comida y alojamiento de excelente calidad durante toda la duración de mi visita. — Muy bien, señor. Nos sentiremos encantados de serviros. ¿Vuestro nombre? — Cugel. — Podéis efectuar ahora un depósito de cincuenta terces a cuenta de vuestros gastos. Cugel habló rígidamente. — Prefiero pagar al final de mi visita, cuando pueda examinar con detalle la cuenta. — Señor, ésta es nuestra regla invariable. Os sorprendería saber la cantidad de escurridizos vagabundos que intentan con nosotros todo tipo de trucos concebibles. — Entonces debo ir en busca de mi sirviente, que es quien lleva el dinero.

Cugel salió de la posada. Con la esperanza de tropezarse por casualidad con el Maestro Sabbas, regresó al muelle. El sol se había puesto; Port Perdusz estaba bañado por una penumbra color vino. La actividad había disminuido un tanto, pero las carretillas seguían llevando cosas de un lado para otro entre los almacenes. Sab el Timador no era visible por ninguna parte, pero Cugel ya lo había dejado de lado en favor de un nuevo y más positivo concepto. Se dirigió al almacén donde Yonder almacenaba sus víveres y aguardó de pie en las sombras. Del almacén salió un carromato, conducido no por Yonder sino por un hombre con una mata de alborotado pelo color jengibre y largo bigote de engominadas puntas. Era una persona de estilo que llevaba un sombrero de ancha ala con una alta pluma verde, botas de doble puntera y una chaqueta malva que le llegaba hasta las rodillas con pájaros amarillos bordados. Cugel se quitó el sombrero, el elemento más notable de su atuendo, y se lo metió en el cinturón. Tan pronto como el carromato hubo avanzado unos pocos metros por el muelle, Cugel corrió hacia él y se situó a la altura del conductor. — ¿Es ésta la última carga para el Avventura? -dijo enérgicamente-. Si es así, al capitán Wiskich no le hace la menor gracia este retraso innecesario. El conductor habló con inesperada vivacidad. Esta carga es efectivamente para el Avventura. En cuanto al retraso, no sé nada. Llevo alimentos escogidos, y lo más importante en estos casos es la selección. — Completamente cierto; no necesitas insistir sobre este punto. ¿Llevas la relación? — ¡Por supuesto! El capitán Wiskich tiene que pagar hasta el último terce antes de que yo descargue ni una anchoa. Ésas son mis estrictas instrucciones. Cugel alzó una mano. — ¡Tranquilo! Todo va a ir bien. El capitán Wiskich está cerrando unos tratos aquí en el almacén. Ven conmigo; trae tu lista. Cugel abrió camino hacia el viejo almacén de color gris, ahora casi completamente a oscuras, y señaló al conductor la oficina con el cartel de Agente expendedor. El conductor se asomó a la oficina. — ¿Capitán Wiskich? ¿Por qué no encendéis una luz? Cugel echó su capa por encima de la cabeza del conductor y lo ató concienzudamente con la maravillosa cuerda extensible, luego lo amordazó con su propio pañuelo. Después tomó la lista de artículos entregados y el espléndido sombrero de ala ancha. — Volveré dentro de poco; mientras tanto, disfruta de tu descanso.

Condujo el carromato hasta el Avventura y lo detuvo al lado. Oyó al capitán Wiskich gritarle a alguien de proa. Cugel agitó tristemente la cabeza. Los riesgos eran desproporcionados a los beneficios; sería mejor dejar que el capitán Wiskich siguiera esperando. Continuó a lo largo del muelle, y cruzó la plaza hasta el lugar donde Varmous seguía trabajando por entre los carros de su caravana. Cugel se echó el sombrero de ala ancha del conductor sobre los ojos y ocultó la espada bajo su capa. Con la relación de la entrega en la mano, se dirigió a Varmous. — Señor, os traigo vuestro pedido de vituallas, y aquí está la relación para ser comprobada y pagada. Varmous tomó la lista y leyó el importe de la factura. — ¿Trescientos treinta terces? ¡Eso son viandas de alta calidad! ¡Mi encargo fue mucho más modesto, y se me indicó que valdría unos doscientos terces! Cugel hizo un gesto afable. — En ese caso, sólo tenéis que pagar doscientos terces -dijo generosamente-. Nuestro único interés es la satisfacción de nuestros clientes. Varmous miró de nuevo la relación. — Este es un trato más bien raro. ¿Pero por qué discutir contigo? -Tendió a Cugel una bolsa-. Cuéntalo si quieres, pero asegúrate de que contiene la cantidad estipulada. — Hay confianza -dijo Cugel-. Dejaré el carro aquí, así podréis descargarlo a vuestra conveniencia. -Hizo una inclinación de cabeza y se marchó. Regresó al almacén, donde halló al conductor tal como lo había dejado. Exclamó: ¡Tzat! para soltar la cuerda y colocó el sombrero de ancha ala sobre la cabeza del conductor. — ¡No te muevas durante cinco minutos! Estaré aguardando justo al lado de la puerta, en la parte de fuera, y si asomas la cabeza la rebanaré con mi espada. ¿Queda claro? — Completamente claro -murmuró el conductor. — En este caso, adiós. -Cugel se fue y regresó a la posada, donde entregó un depósito y le fue asignada una habitación en el anfiteatro. Cugel cenó pan y salchichas, luego salió a la puerta de la posada. Su atención fue atraída por un altercado cerca de la caravana de Varmous. Cugel se acercó, y vio a Varmous enfrascado en una furiosa discusión con el capitán Wiskich y Yoder. Varmous se negaba a entregar sus vituallas a menos que el capitán Wiskich le pagara doscientos terces, más cincuenta terces suplementarios por el trabajo de la descarga. El capitán Wiskich, espumeando de rabia, lanzó un golpe a Varmous, que se echó a un lado y luego golpeó al capitán Wiskich con tanta fuerza que lo tumbó de espaldas. La

tripulación del Avventura estaba también por allí y se lanzó hacia delante, sólo para enfrentarse al personal de la caravana de Varmous con estacas, y los marinos fueron violentamente rechazados. El capitán Wiskich, con su tripulación, se retiró a la posada para planear nuevas estrategias, pero en vez de ello bebieron grandes cantidades de vino y organizaron tal alboroto que fueron echados del lugar por la policía de la ciudad y llevados detenidos a una antigua fortaleza a medio camino colina arriba, donde fueron condenados a tres días de confinamiento. Cuando el capitán Wiskich y su tripulación fueron detenidos, Cugel meditó larga y cuidadosamente, luego fue a conferenciar de nuevo con Varmous. — Tal vez recordarás que hoy mismo he venido a pedirte un puesto en tu caravana dijo, ahora con la familiaridad de los colegas en un negocio. — Las condiciones no han cambiado -dijo secamente Varmous-. Todos los puestos están ocupados. — Supongamos -dijo Cugel- que incluyeras en tu caravana otro gran y lujoso carruaje, capaz de llevar cómodamente a doce personas más..., ¿podrías encontrar bastantes clientes para llenar esas nuevas plazas? — ¡Sin duda! Los que no han encontrado sitio tienen que esperar a la siguiente caravana, con lo que se perderán el Festival. Pero partimos esta misma mañana, y no habrá tiempo de conseguir las provisiones necesarias. — Eso también puede solucionarse, si conseguimos llegar a un acuerdo. — ¿Qué sugieres? — Yo proporciono el carruaje y las provisiones. Tú consigue otros doce viajeros y cóbrales precio especial. Yo no pagaré nada. Luego partiremos los beneficios. Varmous frunció los labios. — No veo nada malo en ello. ¿Dónde está tu carruaje? — Ven; vamos a buscarlo ahora mismo. Sin demasiado entusiasmo, Varmous siguió a Cugel a lo largo del muelle, donde finalmente todo estaba tranquilo. Cugel subió al Avventura y ató su cuerda a una anula en la proa, y arrojó el otro extremo a Varmous. Dio una fuerte patada al casco con sus botas embadurnadas con cera de ossip, e inmediatamente el barco se volvió repulsivo a la gravedad. Cugel desembarcó, soltó las amarras, y el barco derivó hacia arriba en el aire, ante la alucinada sorpresa de Varmous. — ¡Alárgate, cuerda, alárgate! -exclamó Cugel, y el Avventura ascendió hacia la oscuridad.

Varmous y Cugel llevaron el barco a lo largo de la orilla y un poco fuera de la ciudad, donde lo ocultaron tras los cipreses del cementerio; luego los dos hombres regresaron a la posada. Cugel dio a Varmous una palmada en el hombro. — Esta noche hemos hecho un buen trabajo, para nuestro mutuo beneficio. — No sé nada de magia -murmuró Varmous-. Esas cosas extrañas me ponen nervioso. Cugel desechó sus aprensiones con un gesto de la mano. — Ahora un vaso de vino final para sellar nuestro trato, luego una buena noche de sueño, y mañana, ¡en marcha!

2 La caravana Durante la quietud de antes del amanecer, Varmous terminó los preparativos de marcha de su caravana, ordenando carromatos y carruajes de pasajeros, conduciendo a los pasajeros a sus lugares reservados, aplacando quejas con suaves comentarios y una franca mirada. Parecía estar en todas partes a la vez: una imponente figura con botas negras, blusa campesina y pantalones bombachos, con sus rubios rizos confinados bajo un sombrero plano de ala ancha. Ocasionalmente, traía a uno de sus pasajeros a Cugel y le decía: — ¡Otra persona para «primera» clase! Uno a uno, esos pasajeros fueron acumulándose hasta ser seis, incluidas dos mujeres, Ermaulde y Nissifer, ambas de mediana edad, o al menos eso parecían, puesto que Nissifer se envolvía de pies a cabeza con una túnica de satén color castaño orín y llevaba un gran sombrero con un denso velo. Mientras que Nissifer era seca y taciturna, y parecía crujir a cada paso que daba, Ermaulde era regordeta y voluble, con grandes rasgos húmedos y un millar de aretes color cobre. Además de Nissifer y Ermaulde, cuatro hombres habían decidido gozar de los privilegios de la «primera» clase: un grupo variado que iba desde Gaulph Rabí, un pantólogo eclesiarca, pasando por Clissum y Perruquil hasta Ivanello, un joven agraciado que llevaba sus lujosas ropas con envidiable apostura y cuyos modales se situaban entre algo parecido a una suave condescendencia y un regocijado desdén. El último en unirse al grupo fue Clissum, un corpulento caballero de buena estatura y el aire inefable de un completo esteta. Cugel hizo las presentaciones, luego llevó aparte a Varmous. — Hemos asignado ya a seis pasajeros a la «primera» categoría -dijo Cugel-. Las cabinas 1, 2, 3 y 4 son las designadas para uso de pasajeros. Podemos ocupar también esa cabina doble compartida antes por el cocinero y el camarero, lo cual significa que

nuestros propios cocinero y camarero deberán ir al compartimiento de la tripulación a proa. Yo, como capitán del barco, utilizaré por supuesto la cabina de proa. En pocas palabras, hemos cubierto nuestra capacidad. Varmous se rascó la mejilla y mostró a Cugel un rostro de bovina incomprensión. — ¡Seguro que no! ¡El barco es más grande que tres carruajes juntos! — Es posible, pero la bodega de carga ocupa mucho espacio. Varmous lanzó un dudoso gruñido. — Debemos arreglar las cosas de otra manera mejor. — No veo ningún problema en la situación actual -dijo Cugel-. Si deseas ocupar un puesto a bordo, puedes colocar una litera en la bodega de proa. Varmous agitó la cabeza. — No es éste el problema. Debemos conseguir espacio para más pasajeros. De hecho, había previsto que la cabina de popa no la ocupáramos ni tú ni yo..., después de todo. somos veteranos del camino y no exigimos decadentes comodidades... Cugel alzó una mano. — ¡No tan aprisa! He conocido la vida dura, y es por eso por lo que ahora gozo todo lo que puedo de las comodidades. El Avventura está lleno. No puedo ofrecer más acomodos de «primera». Varmous se mostró tercamente obstinado. — En primer lugar, no puedo prescindir de un cocinero y un camarero para la comodidad de seis pasajeros y tu persona. Contaba contigo para cumplir esos menesteres. — ¿Qué? -exclamó Cugel-. ¡Revisa si quieres los términos de nuestro acuerdo! ¡Yo soy el capitán, y nada más! Varmous dejó escapar un suspiro. — Además, ya he vendido otros cuatro pasajes de «primera»... ¡Ajá! ¡Ahí están! El doctor Lalanke y su grupo. Cugel se volvió y observó a un caballero de alta estatura, delgado y de apariencia saturnina, con denso pelo negro, negras cejas inclinadas en perpetua interrogación y una puntiaguda barbita negra. Varmous hizo las presentaciones. — Cugel, éste es el doctor Lalanke, un sabio de renombre.

Tras él, caminando en hilera con largos y lentos pasos y con los brazos colgando fláccidamente de las estrechas caderas, como muñecas mecánicas o personas sonámbulas, aparecieron tres doncellas más pálidas aún que el propio doctor Lalanke, con el pelo corto, suelto e intensamente negro. Cugel paseó su vista de una a otra; eran muy parecidas entre sí, si no idénticas, con los mismos grandes ojos grises, altos pómulos y mejillas hundidas rematadas en pequeñas barbillas puntiagudas. Llevaban unos pantalones blancos muy ajustados que revelaban unas piernas y caderas apenas perceptiblemente femeninas, y chaquetas de un color verde pálido ceñidas a la cintura. Se detuvieron detrás del doctor Lalanke y aguardaron inmóviles mirando al río, sin hablar ni desplegar el menor interés hacia la gente que las rodeaba. Unas criaturas fascinantes, pensó Cugel. — Esos son los miembros componentes de mis pequeños cuadros: mimos, si lo preferís -dijo el doctor Lalanke a Varmous-. Son Sush, Skasja y Rlys, aunque ignoro qué nombre se aplica a cada una, y a ellas tampoco parece importarles. Las considero como mis sirvientas. Son tímidas y sensibles, y se sentirán felices en la intimidad de la gran cabina que me habéis mencionado. Cugel avanzó con rapidez un paso. — ¡Un momento! La cabina de popa del Avventura está ocupada por el capitán, es decir, yo. Hay acomodo para seis personas en la «primera» categoría. Hay presentes diez personas. ¡Varmous, tienes que solucionar inmediatamente este error! Varmous se frotó la mandíbula y miró al cielo. — El día ya está avanzando, y debemos llegar a la fuente de Fierlke antes del anochecer. Supongo que será mejor que inspeccionemos la «primera» categoría y veamos qué puede hacerse. El grupo se dirigió al bosquecillo de cipreses que ocultaba al Avventura. Por el camino, Varmous se dirigió persuasivo a Cugel: — En un negocio como el nuestro, hay que hacer en ocasiones pequeños sacrificios para conseguir ventajas más generales. En consecuencia... — ¡No intentes ablandarme! -dijo Cugel con énfasis-. ¡Soy inflexible! Varmous agitó tristemente la cabeza. — Cugel, me siento decepcionado contigo. ¡No olvides que te ayudé a adquirir el barco, con un cierto riesgo de mi reputación! — ¡Mi plan y mi magia fueron decisivos! Tú te limitaste a sujetar una cuerda. Además, recuerda que en Kaspara Vitatus nos separamos. Tú seguirás hacia Torqual, mientras que yo me encaminaré al sur en mi buque. Varmous se encogió de hombros.

— No espero dificultades excepto las de estos próximos minutos. Debemos descubrir quiénes, entre nuestros pasajeros de «primera», empezarán a chillar inmediatamente, y quiénes podrán ser inducidos a viajar en los carruajes. — Esto es más razonable -dijo Cugel-. Veo que en este comercio hay trucos que me va a costar aprender. — No tantos. Ahora, como táctica, debemos parecer siempre de acuerdo; de otro modo los pasajeros se atacarán unos a otros, y perderemos todo control. Puesto que no podemos conferenciar en cada caso, señalemos nuestras opiniones de esta forma: una tos para el barco, y un resoplido para el carruaje. — De acuerdo. Al llegar al barco, los pasajeros retrocedieron, escépticos. Perruquil, que era un hombre bajo, delgado y de ojos ardientes, y parecía estar construido sólo de nervios anudados en torno a los huesos, llegó hasta tan lejos como a sugerir un engaño. — Varmous, ¿qué pretendéis con esto? Tomáis nuestros terces, nos ponéis en las cabinas de esta ruina, y luego os marcháis tranquilamente con vuestra caravana: ¿es así cómo lo habéis pensado? íd con cuidado: ¡no nací ayer! — En general, los barcos no navegan por tierra firme murmuró el esteta Clissum. — Completamente cierto -dijo Varmous-. Gracias a la magia de Cugel, este buque volará seguro y suave por los aires. — Debido a un descuido lamentable -dijo Cugel con voz seria-, han sido aceptados demasiados pasajeros a bordo del Avventura, y será necesario que cuatro personas se trasladen a nuestro carruaje de «primera», a la cabeza de la columna, donde podrán gozar de uaa vista perfecta del paisaje circundante. Respecto a esto permitidme preguntar: ¿quienes de vosotros sufren vértigo o un miedo obsesivo a las alturas? Perruquil se agitó, presa de las fuerzas espasmódicas de su emoción. — ¡No cambiaré a un acomodo inferior! ¡Fui el primero en pagar mis terces, y Varmous me garantizó una prioridad absoluta! Si es necesario puedo traer al jefe de policía, que fue testigo de la transacción; él apoyará mis argumentos. Varmous tosió significativamente, y Cugel tosió también. Ermaulde llevó a Varmous aparte y habló unas breves y urgentes palabras en su oído, ante lo cual Varmous alzó las manos a la altura de sus sienes y se tiró de los dorados rizos. Miró a Cugel y tosió secamente. Clíssum dijo: — Para mí no hay elección, sólo pura necesidad. No puedo tolerar el polvo del camino; estornudaré y jadearé, y me ahogaré en convulsiones asmáticas.

Perruquil pareció hallar ofensivas la sonora dicción y los epicúreos manerismos de Clissum. Restalló: — Si de hecho sois tan asmático, ¿no resultáis demasiado atrevido aventurándoos tan lejos por los caminos de las caravanas? Clissum alzó los ojos al cielo y habló con sus tonos más sonoros. — Mientras paso los últimos segundos de mi vida en este mundo agonizante, no permito que la desgracia me entristezca o abata. ¡Hay demasiada gloria, demasiada maravilla! Soy un peregrino en una búsqueda que dura toda mi vida; busco aquí, allá, por todas partes, esperando encontrar esa elusiva cualidad... — ¿Y qué aporta eso a vuestro asma? -dijo impaciente Perruquil. — La conexión es a la vez implícita y explícita. Prometí que, ocurriera lo que ocurriese, cantaría mis odas en el Festival, aunque mi rostro estuviera contraído por un acceso asmático. Cuando supe que podría viajar en el claro aire superior, mi gloria no conoció limites. — Bah -murmuró Perruquil-. Quizá todos seamos asmáticos; Varmous nunca se ha molestado en preguntar. Durante la discusión, Varmous susurró al oído de Cugel: — Ermaulde me dice que está esperando un hijo. Teme que, sometida a los saltos y sacudidas del carruaje, pueda llegar a abortar. No hay alternativa al respecto: tiene que viajar cómodamente a bordo del Avventura. — Completamente de acuerdo -dijo Cugel. Su atención fue atraída por la alegre risa de Ivanello. — ¡Tengo una fe absoluta en Varmous! ¿Por qué? Porque pagué doble tarifa por el mejor acomodo posible, el cual, me aseguró, podría escoger yo mismo. En consecuencia, selecciono la cabina de popa. Cugel puede dormir abajo con los otros miembros de la tripulación, Cugel lanzó un inconfundible resoplido y dijo con voz seca: — En este caso, Varmous se refería únicamente a los carruajes. Un chico como tú se sentirá feliz saltando de un lado para otro y recogiendo bayas a lo largo del camino. El Avventura ha sido reservado para personas de gusto y cuna, como Clissum y Ermaulde. — ¿Y qué hay conmigo? -exclamó el eclesiarca Gaulph Rabi-. Soy erudito en cuatro infinidades y miembro pleno del Colegium. Estoy acostumbrado a un trato especial. Para realizar mis meditaciones necesito un lugar tranquilo, como la cabina. Nissifer, con fruncir de ropas y un olor agrio, avanzó dos pasos. Habló con voz curiosamente ronca:

— Yo iré en la nave. Cualquiera que interfiera será infectado. Ivanello echó hacia atrás la cabeza y miró a la mujer con ojos entrecerrados. — ¿«Infectado»? ¿Qué queréis decir con «infectado»? — ¿De veras queréis saberlo? -le llegó la ronca respuesta. Cugel, repentinamente alerta, miró al grupo que le rodeaba. ¿Dónde estaban el doctor Lalanke y sus sirvientas? Con una repentina aprensión, subió la pasarela y saltó a bordo. Sus temores se vieron confirmados. Las tres mimos se habían metido en la cabina de popa. El doctor Lalanke estaba de pie en el umbral, haciéndoles señales. Al ver a Cugel exclamó colérico: — ¡Irritantes criaturas! Una vez deciden por sí mismas, se hallan más allá de todo control. A veces me pongo fuera de mi por la frustración; ¡lo admito libremente! — Sea como sea, tienen que abandonar mi cabina. Lalanke exhibió una pálida sonrisa. — Yo no puedo hacer nada. Persuadidlas como queráis de que la abandonen. Cugel entró en la cabina. Las tres doncellas permanecían sentadas en la litera, contemplándole con grandes ojos grises. Cugel señaló la puerta. — ¡Fuera todas! Ésta es la cabina del capitán, y yo soy el capitán. De común acuerdo, las doncellas alzaron las piernas y cruzaron los brazos en torno a sus rodillas. — Sí, sí, encantador, de acuerdo -dijo Cugel-. No estoy seguro de sentir atracción hacia unas criaturas tan hermafroditas. En circunstancias apropiadas me sentiría dispuesto a experimentar, pero no en un grupo de tres, lo cual causaría distracciones. Ahora vamos, quitad vuestros pequeños y frágiles cuerpos de aquí, o me veré obligado a echaros. Las doncellas permanecieron sentadas, inmóviles como búhos. Cugel lanzó un suspiro. — Bien, así sea. -Echó a andar hacia la cama, pero fue interrumpido por la impaciente voz de Varmous. — ¿Cugel? ¿Dónde estás? Necesitamos tomar decisiones.

Cugel fue a cubierta, para encontrar a todos los pasajeros de «primera», que habían subido la pasarela y estaban disputándose la posesión de las cabinas. Varmous dijo a Cugel: — ¡No podemos retrasarnos más! Debo poner en marcha la caravana y atar el barco detrás del primer carruaje. — ¡Hay demasiados pasajeros a bordo! -exclamó furioso Cugel-. ¡Cuatro deben bajar a los carruajes! ¡Mientras tanto, el doctor Lalanke y su troupe se han apoderado de mi cabina! Varmous alzó sus enormes hombros. — Puesto que tú eres el capitán, lo único que necesitas hacer es dictar las órdenes apropiadas. Mientras tanto, suelta todas las amarras menos una y prepara tu magia. Varmous bajó al suelo. — ¡Espera! -exclamó Cugel-. ¿Dónde está el cocinero para preparar nuestras comidas y el camarero para servirlas? — Todo a su tiempo -dijo Varmous-. Tú prepararás la comida del mediodía, puesto que no tienes nada mejor que hacer. ¡Ahora sube la pasarela! ¡Prepárate para partir! Hirviendo de irritación, Cugel ató su cuerda de la anilla de proa al tronco de un ciprés, luego retiró todas las demás amarras. Con la ayuda del doctor Lalanke y Clissum, subió a bordo la pasarela. La caravana apareció por el camino. Varmous soltó la cuerda del ciprés y el barco flotó en el aire. Varmous ató la cuerda a la parte de atrás del primer carruaje, tirado por dos farlocks de la corpulenta raza Ganghorn Negra. Sin más, Varmous trepó al carruaje y la caravana emprendió la marcha siguiendo la orilla del río. Cugel echó un vistazo a cubierta. Los pasajeros estaban junto a las barandillas, contemplando el paisaje y felicitándose por su modo de transporte. Se había iniciado ya una especie de camaradería que afectaba a todos salvo a Nissifer, que permanecía sentada en una peculiar postura junto a la cala. El doctor Lalanke permanecía también algo apartado de los demás. Cugel se reunió con él junto a la borda. — ¿Habéis sacado a vuestras sirvientas de mi cabina? El doctor Lalanke agitó gravemente la cabeza. — Son criaturitas curiosas, inocentes y sin maldad, motivadas sólo por la fuerza de sus propias necesidades. — ¡Pero seguro que obedecen vuestras órdenes! Mediante alguna extraordinaria flexibilidad de sus rasgos, el doctor Lalanke consiguió a la vez parecer disculparse y sonreír divertido.

— Así cabría pensar. A menudo me pregunto cómo me consideran: seguro que no como su amo. — ¡Extraordinariamente singular! ¿Cómo llegaron a vuestra custodia? — Debo informaros que soy hombre de gran riqueza. Vivo junto al río Szonglei, no lejos de la antigua Romarth. Mi mansión está construida de maderas raras: tirrinch, difono brumoso, skeel, trank púrpura, camfer y una docena más. Puede que mi vida sea de ociosidad y esplendor, pero, para dar validez al hecho de mi existencia, registro las vidas y obras de los grandes magos. Mi colección de personalidades y magos importantes y curiosos es notable. -Mientras hablaba, sus ojos se fijaron en la «Estallido Pectoral» que Cugel utilizaba como adorno en su sombrero. Cugel preguntó cautelosamente: — ¿Y vos también sois mago? — ¡Ojalá! Carezco de la fuerza necesaria. Puedo usar un conjuro insignificante contra los insectos picadores, y otro para apaciguar a los perros que ladran, pero magia como la vuestra, que lanza todo un barco por los aires, está más allá de mi capacidad. Y puesto que hablamos del tema, ¿qué es ese objeto que lleváis en vuestro sombrero? ¡Exhala un flujo inconfundible! — El objeto posee una curiosa historia, que os contaré en un momento más adecuado -dijo Cugel-. En este momento... — ¡Por supuesto! Estáis más interesado en las «mimos», como yo las llamo, y puede que ésta sea la función para la que fueron creadas. — Estoy interesado sobre todo en sacarlas de mi cabina. — Seré breve, aunque debo retroceder hasta el Gran Motholam, del ya fenecido decimoctavo eón. El archimago Moel Leí Laio vivió en un palacio tallado de una sola piedra lunar. Incluso hoy, si recorréis la Llanura de las Sombras Grises, podéis encontrar uno o dos fragmentos. Cuando excavé las antiguas criptas descubrí una caja de cambent que contenía tres figurillas, de cuarteado y descolorido marfil, no mayores que mi dedo índice. Llevé esos objetos a mi mansión y me dediqué a lavarlos para quitarles toda la suciedad, pero absorbían el agua tan rápido como yo la aplicaba, y finalmente las puse en una piscina para que estuvieran en remojo toda la noche. Por la mañana descubrí a esas tres criaturas que ya habéis visto. Utilicé los nombres de Sush, Skasja y Rlys en honor a los nombres de las tres Gracias tracintianas, e intenté dotarlas del habla. Jamás han emitido un sonido, ni siquiera entre sí. »Son extrañas criaturas, sorprendentemente dulces, y podría estar hablando durante horas de su conducta. Las llamo «mimos» porque, cuando se sienten de humor, adoptan posturas y actitudes y simulan un centenar de situaciones distintas, ninguna de las cuales llego a comprender. He aprendido a dejarles hacer lo que quieran; a cambio, ellas me permiten que las cuide.

— Todo esto está muy bien -dijo Cugel-. Ahora las mimos del fenecido decimoctavo eón deben descubrir la realidad de hoy, encarnada en la persona de Cugel. Os advierto: ¡puede que me vea obligado a echarlas por la fuerza! El doctor Lalanke se encogió tristemente de hombros. — Estoy seguro de que seréis tan gentil como os sea posible. ¿Cuáles son vuestros planes? — ¡El tiempo de los planes ya ha terminado! -Cugel se dirigió a la puerta de la cabina y la abrió de par en par. Las tres muchachas permanecían sentadas como antes, mirando a Cugel con ojos interrogadores. Cugel se apartó a un lado y señaló la puerta. — ¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Salid de aquí! Quiero echarme en mi camastro para descansar un poco. Ninguna de las tres movió el menor músculo. Cugel avanzó unos pasos y tomó el brazo de la doncella que le miraba desde la derecha. Instantáneamente la habitación se llenó de un terrible movimiento, y antes de que Cugel comprendiera lo que ocurría se vio propulsado fuera de la cabina. Cugel volvió a entrar, furioso, e intentó aferrar a la más cercana de las mimos. Ella se deslizó de su presa sin variar en absoluto la actitud de su rostro, y de nuevo la habitación pareció llenarse de aleteantes figuras: arriba, abajo y a todo su alrededor, como gigantescas polillas. Al fin, Cugel consiguió agarrar a una de las muchachas por detrás y, arrastrándola hasta la puerta, logró empujarla a cubierta. Al mismo tiempo fue empujado hacia delante e, instantáneamente, la expulsada doncella regresó a la cabina. Los otros pasajeros habían acudido a mirar. Todos estaban riendo y haciendo comentarios burlones, excepto Nissifer, que no prestaba la menor atención a lo que ocurría. Finalmente, el doctor Lalanke dijo, como si quisiera justificarse: — ¿Veis cómo son las cosas? Cuanto más brusca vuestra conducta, más decidida es su respuesta. — Tendrán que salir a comer -dijo Cugel entre apretados dientes-. Entonces veremos. El doctor Lalanke agitó la cabeza. — No confiéis en eso. Sus apetitos son frugales; de tanto en tanto toman un mordisco de fruta, o un pastelito, o un sorbo de vino. — ¡Qué vergüenza, Cugel! -dijo Ermaulde-. ¿Pensáis dejar morir de hambre a tres pobres niñas ya tan pálidas y lánguidas? — ¡Si no les gusta morirse de hambre, pueden abandonar mi cabina!

El eclesiarca alzó muy enhiesto un dedo notablemente blanco y largo, de nudosas articulaciones y uña amarillenta. — Cugel, cultiváis vuestros sentidos como si fueran plantas de invernadero. ¿Por qué no, de una vez por todas, rompéis la tiranía de vuestros órganos internos? Os proporcionaré un tratado para que lo estudiéis. — En último análisis, la comodidad de vuestros pasajeros debe pasar por encima de la vuestra -dijo Cussum-. ¡Otro asunto! Varmous garantizó una espléndida cocina de cinco o seis platos. El sol ya está muy alto; es hora de que empecéis a hacer vuestros preparativos para la comida. Finalmente, Cugel consiguió decir: — Si Varmous os garantizó esto, dejemos que sea Varmous el que se encargue de la cocina. Perruquil lanzó un grito ultrajado, pero Cugel no estaba dispuesto a ceder. — ¡Ya tengo bastante con mis propios problemas! — Entonces, ¿qué podemos hacer? -quiso saber Perruquil. Cugel señaló hacia la borda. — ¡Descended por la escalerilla y quejáos a Varmous! En cualquier caso, no me molestéis a mi. Perruquil se dirigió decidido hacia la barandilla y lanzó un gran grito. Varmous alzó su amplio rostro hacia él. — ¿Qué ocurre? — Problemas con Cugel. Tenéis que atender de inmediato este asunto. Varmous detuvo pacientemente la caravana, hizo bajar el barco y subió a bordo. — Bien, ¿qué ocurre? Perruquil, Clissum y Cugel se pusieron a hablar a la vez, hasta que Varmous alzó las manos. — Uno tras otro, por favor. Perruquil, ¿cuál es vuestra queja? Perruquil señaló a Cugel con dedo tembloroso. — ¡Es como una piedra! ¡No hace caso a nuestras demandas de comida, y no quiere ceder el acomodo que les corresponde a aquellos que pagaron por él!

Varmous suspiró. — ¿Y bien, Cugel? ¿Cómo justificas tu conducta? — De ninguna manera. Echa inmediatamente a esas locas doncellas de mi cabina, o el Avventura dejará de seguir a la caravana y navegará más rápido a impulso del viento. Varmous se volvió hacia el doctor Lalanke. — No se puede hacer nada. Debemos someternos a la petición de Cugel. Dígales que salgan. — Pero entonces, ¿dónde dormiremos? — Hay tres literas en el dormitorio de la tripulación, a proa, para las doncellas. Hay otra litera en la carpintería, que es muy tranquila y encajará perfectamente con las necesidades de su reverencia Gaulph Rabi. Pondremos a Ermaulde y Nissifer en las cabinas de babor, Perruquil e Ivanello en las de estribor, mientras que vos y Clissum compartiréis la cabina doble. Así todos los problemas quedan resueltos, de modo que haced salir a las doncellas. El doctor Lalanke dijo dubitativo: — ¡Este es precisamente el problema! ¡No quieren salir! Cugel lo intentó dos veces, y dos veces fueron ellas quienes lo echaron a él fuera. Ivanello, reclinado a un lado, dijo: — Y fue un espectáculo de lo más divertido. Cugel salió volando como si intentara saltar al otro lado de un ancho canal. — Probablemente interpretaron mal las intenciones de Cugel -dijo el doctor Lalanke-. Sugiero que entremos los tres juntos. Varmous, vos podéis pasar primero, luego seguiré yo, y Cugel puede cerrar la marcha. Permitidme hacer los signos. Los tres entraron en la cabina, para encontrar a las doncellas sentadas como siempre en la litera. El doctor Lalanke hizo una serie de signos; con una absoluta docilidad, las tres muchachas salieron en fila de la cabina. Varmous agitó sorprendido la cabeza. — ¡No puedo comprender el furor! Cugel, ¿quedan solucionadas todas tus quejas? — Diré solamente esto: el Aveentura seguirá navegando con la caravana. Clissum tironeó de su gordezuela barbilla. — Puesto que Cugel se niega a cocinar, ¿dónde y cómo podremos disfrutar de la espléndida cocina que nos prometisteis?

— Cugel sugirió que os encargarais vos mismo de cocinar -dijo Perruquil con voz venenosa. — Tengo otras responsabilidades más serias, como Cugel sabe muy bien -dijo Varmous rígidamente-. Parece que tendré que asignar un camarero al barco. -Se asomó por la borda y llamó-: ¡Enviad a Porraig a bordo! Las tres doncellas iniciaron de repente un mareante girar, luego dieron un salto y se acuclillaron en posturas de ballet, que acentuaron con miradas burlonas y gestos indignos hacia Cugel. El doctor Lalanke interpretó los movimientos. — Están expresando una emoción o, mejor aún, una actitud. No me atrevo a intentar una interpretación. Cugel se alejó indignado, a tiempo para ver con el rabillo del ojo un aleteo de ajado satén marrón y el cerrarse de la puerta de su cabina. Furioso, Cugel apeló a Varmous: — ¡Ahora esa mujer, Nissifer, se ha apoderado de mi cabina! — ¡Esas tonterías deben terminar inmediatamente! -dijo Varmous. Llamó a la puerta-. ¡Señora Nissifer, debéis retiraros a vuestros propios aposentos! Desde el interior les llegó un ronco susurro, apenas audible: — Me quedaré aquí, puesto que necesito oscuridad. — ¡Eso es imposible! ¡Ya hemos asignado esta cabina a Cugel! — Cugel deberá irse a otra parte. — Señora, lamento que Cugel y yo debamos entrar en la cabina y conduciros a vuestro propio aposento. — Lanzaré una infección. Varmous miró a Cugel con desconcertados ojos azules. — ¿Qué quiere decir con eso? — No tengo la menor idea -dijo Cugel-. ¡Pero no importa! Las reglas de la caravana deben cumplirse. Ésta es nuestra primera preocupación. — ¡Completamente de acuerdo! De otro modo, estamos invitando al caos. — ¡En esto, al menos, concordamos! Entra en la cabina: yo cubriré resueltamente tu retaguardia.

Varmous dio un tirón a su blusa, ajustó su sombrero sobre sus dorados rizos, abrió la puerta de par en par y entró en la cabina, con Cugel a sus talones... Varmous lanzó un grito estrangulado y se tambaleó contra Cugel, pero no antes de que Cugel captara un hedor acre tan horrible e incisivo que sus dientes se estremecieron en sus encías. Varmous se dirigió tambaleante a la borda, se inclinó sobre la barandilla, apoyado sobre los codos, y miró hacia el suelo con lagrimeantes ojos. Luego, con aspecto de enorme cansancio, pasó por encima de la borda y descendió hasta tierra. Dijo algunas palabras a Porraig el camarero, que subió al barco. Varmous soltó la cuerda, y el Avventura flotó de nuevo hacia arriba. Cugel, tras unos instantes de reflexión, se acercó al doctor Lalanke. — Me siento impresionado por vuestra gentileza, y en recompensa seré generoso. Os asigno a vos y a vuestras sirvientas la cabina del capitán. El doctor Lalanke adoptó una expresión más taciturna que nunca. — Mis sirvientas se sentirían confusas ante algo así. Pese a su aparente frivolidad, son profundamente sensibles y se conturban fácilmente. El acomodo de la tripulación parece bastante confortable. — Como queráis. -Cugel se dirigió a proa, para descubrir que la cabina adjudicada originalmente a Nissifer había sido tomada por el eclesiarca Gaulph Rabí, mientras que Porraig el camarero se había aposentado en la carpintería. Cugel lanzó un sonido silbante entre los dientes. Encontró un viejo almohadón y una andrajosa manta impermeable, y construyó como pudo una tienda en la cubierta de proa, donde estableció su cuartel general.

El río Chaing serpenteaba por un amplio valle delimitado en campos por antiguos muros de piedra, con grupos de granjas de piedra ubicadas bajo negros árboles de plumas y robles índigo. A los lados, las colinas erosionadas por el tiempo, bañadas por la rojiza luz del sol, atrapaban lunas de negras sombras en sus oquedades. Durante todo el día la caravana siguió el curso del río, pasando junto a los poblados de Goulyard, Trunash y Sklieve. Al atardecer se estableció el campamento en una pradera junto al agua. Cuando el sol se ocultó tras las colinas, fue encendido un gran fuego, y los viajeros se reunieron en un círculo en torno a él para calentarse contra el frío nocturno. Los pasajeros de «primera» cenaron juntos una comida tosca pero abundante que incluso Clissum encontró aceptable..., todos excepto Nissifer, que se mantuvo en su cabina, y las mimos, que permanecieron sentadas con las piernas cruzadas al lado del casco del Avventura, mirando fascinadas las llamas. Ivanello apareció con un atuendo de excelente calidad: amplios pantalones de pana en oro, ámbar y negro, botas negras

a juego, una camisa marfil suelta bordada con flores doradas. De su oreja derecha, al extremo de una cadena de ocho centímetros, colgaba un ópalo esférico lechoso de más de dos centímetros de diámetro: una gema que fascinó a las tres mimos hasta el extremo de sumirlas en trance. Varmous sirvió generosamente vino, y la compañía se animó. Uno de los pasajeros ordinarios, un tal Ansk-Daveska, dijo: — ¡Aquí estamos, unos desconocidos obligados a aceptar, nos guste o no, la compañía de los demás! Sugiero que cada uno de nosotros se presente y cuente su historia, de dónde viene y algunos de sus logros. Varmous dio una palmada. — ¿Por qué no? Empezaré yo. Madiick, sirve más vino... Mi historia es esencialmente simple. Mi padre tenía un negocio de cría de aves en Waterwan, al otro lado del estuario, y proporcionaba excelentes gallináceas para las mesas de la localidad. Yo pensaba seguir sus pasos, hasta que tomó una nueva esposa que no podía soportar el olor de las plumas quemadas. Para complacer a aquella mujer, mi padre dejó el negocio de las aves y se dedicó a criar lirks en estanques poco profundos, que yo excavaba en el suelo. Pero los búhos empezaron a anidar en los árboles circundantes, y eso irritó tanto a su esposa que terminó marchándose con un comerciante de inciensos raros. Luego nos hicimos cargo de un servicio de transbordadores de Waterwan a Port Perdusz, hasta un día en que mi padre tomó demasiado vino y, perdiendo pie, cayó del transbordador al mar. Entonces me metí en el negocio de las caravanas, y ya conocéis el resto. Gaulph Rabí dijo: — Espero que mi vida, en contraste con la de Varmous, resulte inspiradora, especialmente a los más jóvenes, o incluso a personalidades tan marginales como Cugel e Ivanello. Ivanello se había ido a sentar con las mimos. Exclamó: — ¡Oh, vamos! ¡Insultadme todo lo que queráis, pero no me comparéis con Cugel! Cugel se negó a dignificar el comentario prestándole atención. Gaulph Ravi se limitó a sonreír ligeramente. — He vivido una vida de rígida disciplina, y los beneficios de mi régimen aparecen claros a todo el mundo. Cuando era aún catequista en la Normalidad de Obtrank, me distinguí por la pureza de mi lógica. Como Primer Miembro del Colegium, compuse un tratado demostrando que la glotonería enferma el espíritu del mismo modo que la podredumbre marchita la madera. Incluso ahora, cuando bebo vino, lo mezclo con tres gotas de aspergantium, que le proporciona un sabor amargo. Ahora ocupo un puesto en el Consejo, y soy Pantólogo de la Revelación Final.

— ¡Un logro envidiable! -admitió Varmous-. Bebo a la salud de vuestro continuado éxito, y aquí tenéis un vaso de vino sin aspergantium, para que podáis uniros a nosotros en el brindis sin la distracción de horribles sabores. — Gracias -dijo Gaulp Rabi-. Es una legítima ocasión Cugel se dirigió al grupo. — Yo soy grande de Almery, donde era el heredero de una antigua propiedad. Mientras luchaba contra la injusticia, caí en la trampa de un malvado mago que me envió al norte para que muriera. Poco se daba cuenta de que el sometimiento es algo extraño a mi naturaleza... -Cugel miró a su alrededor. Ivanello hacía cosquillas a las mimos con una varilla larga. Clissum y Gaulph Rabi discutían la Doctrina de la Isoptogénesis de Vodel en voz baja. El doctor Lalanke y Perruquil hablaban de las hostelerías de Torqual. Regresó a su asiento con aire mohíno. Varmous, que había estado marcando la ruta con Ansk-Daveska, se dio finalmente cuenta y exclamó: — ¡Bien hecho, Cugel! ¡De lo más interesante, de veras! Madiick, creo que se imponen dos jarras más de vino de baja graduación. ¡No celebramos a menudo tales festivales durante el camino! Lalanke, ¿pensáis mostrarnos uno de sus cuadros? El doctor Lalanke hizo algunos signos; las doncellas, ocupadas con las tonterías de Ivanello, se dieron finalmente cuenta de las gesticulaciones. Saltaron en pie y durante unos breves momentos realizaron una serie de mareantes saltos. Ivanello se acercó al doctor Lalanke y le hizo una pregunta al oído. El doctor Lalanke frunció el ceño. — La cuestión es indelicada, o al menos demasiado explícita, pero la respuesta es «si». Ivanello hizo otra discreta pregunta, a la que el doctor Lalanke respondió de forma definitivamente gélida. — Dudo que tales ideas hayan penetrado alguna vez en sus cabezas -observó. Se apartó a un lado y reanudó su conversación con Perruquil. Ansk-Daveska trajo su concertina y tocó una alegre melodía. Ermaulde, pese a las horrorizadas protestas de Varmous, saltó en pie y se puso a bailar agitadamente. Cuando terminó de bailar, llevó a Varmous a un lado: — Mis síntomas sólo eran gases; hubiera debido tranquilizaros, pero el asunto se me fue de la mente. — Me siento mucho más aliviado -dijo Varmous-. Cugel también se sentirá complacido, puesto que, como capitán del Avventura, hubiera tenido que actuar como tocólogo. Transcurrió la velada. Cada uno del grupo tenía una historia que contar o una moraleja que impartir, y todos siguieron sentados mientras el fuego se reducía lentamente a cenizas.

Clissum, o así dijo, había compuesto varias odas y, a petición de Ermaulde, recitó seis estancias de una extensa obra titulada: "Oh tiempo, ¿eres un lastimoso cobarde?" Lo hizo de una forma espectacular, con cadencias vocales entre cada estrofa. Cugel sacó su baraja y ofreció enseñar a Varmous y Ansk-Daveska el skax, que definió como un juego de puro azar. Ambos hombres prefirieron escuchar mientras Gaulph Rabi respondía a las indolentes preguntas de Ivanello: — ¡...ninguna confusión en absoluto! El Colegium es conocido a menudo como «La Convergencia», o incluso como «El Eje», en un sentido familiar, por supuesto. Pero la esencia es idéntica. — Me temo que me habéis ganado -dijo Ivanello-. Estoy perdido en una jungla de terminología. — ¡Ajá! ¡Aquí habla la voz del profano! ¡Simplificaré! — Sí, por favor; hacedlo. — Pensad en un juego de imaginarios radios de rueda, que representen entre veinte y treinta infinitos..., el número exacto sigue siendo incierto. Convergen en un foco de pura sensibilidad; se entremezclan, luego divergen en opuestas direcciones. La localización de este «Eje» se halla perfectamente definida; se halla dentro del recinto del Colegium. — ¿A qué se parece? -preguntó Varmous. Gaulph Rabi contempló durante un largo momento el muriente fuego. — Creo que no voy a responder a esa pregunta -dijo por fin-. Crearía tantas falsas imágenes como oídos que me escuchan. — La mitad -señaló delicadamente Clissum. Ivanello sonrió indolentemente mientras alzaba la vista al cielo nocturno, donde Alphard el Solitario estaba en su ascendente. — Parece que un sólo infinito bastaría para vuestros estudios. ¿No es presuntuoso querer englobar tantos? Gaulph Rabi avanzó su delgado y prominente rostro. — ¿Por qué no estudiáis durante uno o dos trimestres en el Colegio y lo descubrís por vos mismo? — Pensaré en el asunto.

El segundo día fue muy parecido al primero. Los farlocks avanzaban a buen ritmo por el camino, y una brisa del este empujaba al Avventura ligeramente por delante del carruaje de cabeza. Porraig el camarero preparó un abundante desayuno de ostras escalfadas, kumquats al caramelo y panecillos untados con la pasta escarlata de los cangrejos de tierra Nissifer permaneció encerrada en su cabina. Porraigb trajo una bandeja hasta la puerta y llamó. — Fuera -llegó un ronco susurro desde el interior-. No quiero desayunar. Porraig se encogió de hombros y se marchó con la bandeja tan rápido como le fue posible, puesto que el hedor de la «infección» de Nissifer aún no había abandonado el lugar. A la hora de la comida las cosas ocurrieron del mismo modo, y Cugel dio instrucciones a Porraig de no servir a Nissifer más comida hasta que ésta apareciera en el comedor. Durante la tarde Ivanello trajo un laúd de largo mástil atado con una cinta de color azul pálido, y cantó baladas sentimentales a los suaves acordes del instrumento. Las mimos acudieron a mirar maravilladas, y se convirtió en un tema de discusión general el si oían o no la música, o si captaban siquiera el significado de las actividades de Ivanello. En cualquier caso, permanecieron tendidas en el suelo boca abajo, con las barbillas apoyadas en sus dedos entrelazados, observando a Ivanello con graves ojos grises y, o al menos así parecía, amodorrada adoración. Ivanello se sintió envalentonado y acarició el corto pelo negro de Skasja. Instantáneamente Sush y Riys acudieron a él, e Ivanello tuvo que acariciarlas también. Sonriendo y complacido con el éxito, Ivanello tocó y cantó otra balada, mientras Cugel contemplaba hoscamente desde la cubierta de proa. Durante aquel día la caravana sólo cruzó un pueblo, Port Titus, y el paisaje parecía perceptiblemente más salvaje. Frente a ellos se alzaba una enorme escarpadura pétrea a través de la cual el río había excavado una estrecha garganta, que el camino atravesaba siguiendo muy de cerca el curso del agua. A media tarde la caravana pasó junto a un grupo de leñadores, que estaban cargando su madera a bordo de una barcaza. Varmous detuvo la caravana. Saltó al suelo y fue a hacerles unas preguntas, y recibió noticias inquietantes: una sección de la montaña se había desprendido sobre una garganta, haciendo que la carretera junto al río fuera impracticable. Los leñadores fueron a la carretera y señalaron al norte, hacia las colinas. — A poco menos de dos kilómetros llegarás a un camino secundario. Conduce hacia arriba a través del paso de Tuner y cruzando las tierras desoladas de Ildish. Al cabo de tres kilómetros el camino se bifurca, y deberás girar a la derecha, rodeando la garganta y siguiendo el camino descendente hasta el lago Zaol y Kaspara Vitatus. Varmous se volvió para mirar hacia el paso.

— Y el camino, ¿es seguro o peligroso? — No lo sabemos con exactitud, puesto que nadie ha pasado recientemente por el paso de Tuner -dijo el más viejo de los leñadores-. Puede que éste sea en si mismo un signo negativo. — En la posada de Barquero he oído rumores de una banda nómada procedente del Karst -indicó otro leñador-. Se dice que son furtivos y salvajes, pero como sea que temen la oscuridad no atacan de noche. Sois un grupo fuerte y deberíais estar seguros a menos que os sorprendan en una emboscada. Deberéis mantener una guardia de alerta. — ¿Qué hay de los trasgos de las rocas? -dijo el más joven de los leñadores-. ¿Acaso no son una amenaza seria? — ¡Bah! -dijo el viejo-. Esas cosas son tonterías, como los demonios palo al viento, con las que asustar a los niños traviesos. — ¡Pero existen! -declaró el leñador joven-. Eso al menos es lo que he oído. — ¡Bah! -dijo el viejo una segunda vez-. En la posada del Barquero beben la cerveza a litros, y en su camino de vuelta a casa ven trasgos y demonios detrás de cada matorral. El segundo leñador dijo pensativo: — Revelaré mi filosofía: es mejor estar en guardia contra los trasgos de las rocas y los demonios palo al viento y no verlos nunca, que no darles importancia y dejar que salten sobre ti mientras estás desprevenido. El viejo leñador hizo un gesto perentorio. — ¡Volved al trabajo! ¡Vuestra charla está retrasando esta importante caravana! -Y a Varmous-: Sigue por el paso de Tuner. En una semana y un día tienes que llegar a Kaspara Vitatus. Varmous regresó al carruaje. La caravana siguió adelante. Al cabo de casi dos kilómetros un camino secundario giraba hacia el paso de Tuner, y Varmous, reluctante, abandonó el camino junto al río. La ruta secundaria serpenteaba colina arriba hacia el paso de Tuner, luego desembocaba en una plana llanura. Ya casi anochecía. Varmous decidió detenerse para pasar la noche allá donde un arroyo brotaba de entre un bosquecillo de negros deodars. Dispuso con cuidado los carromatos y carruajes, y montó una barrera protectora de barras de metal que, activadas, lanzarían descargas de rayos púrpura contra cualquier intruso hostil, protegiendo así a la caravana contra vagabundos nocturnos, hoons, erbs y grues. De nuevo fue encendido un gran fuego, con madera tomada de los deodars. Los pasajeros de «primera» compartieron los tres platos preliminares servidos por Porraig

a bordo del Avventura, luego se unieron a los «ordinarios» para comer pan, guiso y verduras agridulces en torno al fuego. Varmous sirvió vino, pero de una forma menos liberal que la noche anterior. Después de cenar, Varmous se dirigió al grupo: — Como todo el mundo sabe, estamos dando un rodeo, el cual no va a causarnos problemas ni, espero, retraso. De todos modos, viajamos ahora por las tierras desoladas de Ildish, un territorio que me resulta desconocido. Me siento impulsado a tomar precauciones especiales. Habréis observado la cerca, prevista para desanimar a los intrusos. Ivanello, tendido perezosamente, no pudo evitar una jocosa observación: — ¿Y si los intrusos saltan la cerca? Varmous no le prestó atención. — ¡La cerca es peligrosa! No os acerquéis a ella. Doctor Lalanke, debéis dar instrucciones a vuestras sirvientas acerca de este peligro. — Lo haré. — Las tierras desoladas de Ildish son un territorio salvaje. Podemos encontrar nómadas del Karst o incluso del propio Gran Erm. Esa gente, ya sean hombres o semihombres, son impredecibles. En consecuencia, voy a establecer un sistema de vigilancia. Cugel, que conduce el Avventura y ha instalado su cuartel general en la proa, será nuestro jefe de vigilancia. Es activo, desconfiado, y tiene buenos ojos; además, no tiene nada mejor que hacer. Yo vigilaré desde mi lugar en el carruaje de delante, y Siavoy, que conduce el último carromato, se ocupará de la retaguardia. Pero es en Cugel, con su punto de mira ventajoso sobre todos los alrededores, en quien debemos confiar para nuestra protección. Esto es todo lo que tengo que decir. Sigamos con la fiesta. Clissum carraspeó y avanzó un paso, pero antes de que pudiera recitar una sola sílaba Ivanello sacó su laúd y, haciendo sonar las cuerdas, cantó una balada más bien vulgar. Clissum se detuvo con una apenada sonrisa congelada en su rostro, luego se retiró de nuevo a su asiento. Soplaba viento del norte, que hacía que las llamas se agitaran y el humo formara volutas. Ivanello lanzó una alegre imprecación. Dejó a un lado su laúd y se puso a jugar con las mimos, que, como antes, habían quedado hipnotizadas con su música. Esta noche sus caricias fueron más atrevidas, y no halló ninguna protesta mientras repartiera equitativamente sus atenciones. Cugel observó con desaprobación. Murmuró al doctor Lalanke: — Ivanello está persuadiendo a vuestras sirvientas a la negligencia. — Puede que ésa sea su intención -admitió el doctor Lalanke.

— ¿Y no os sentís preocupado? — En absoluto. Clissum avanzó de nuevo y, sujetando muy alto un rollo manuscrito, miró sonriente al grupo. Ivanello, reclinado en brazos de Sush, con Rlys apretada contra él a un lado y Skasja al otro, inclinó la cabeza sobre su laúd y desgranó una serie de sonoros acordes. Clissum parecía a punto de quejarse cuando el viento arrojó una nube de humo a su rostro y se retiró, tosiendo. Ivanello, con la cabeza inclinada de modo que sus rizos castaños resplandecían a la luz del fuego, sonrió y tocó algunos glissandos en su laúd. Ermaulde rodeó indignada el fuego hasta detenerse frente a Ivanello, mirándole con ojos furiosos. Dijo con voz quebradiza: — Clissum está a punto de cantar una de sus odas. Sugiero que dejéis a un lado vuestro laúd y escuchéis. — Lo haré encantado -dijo Ivanello. Ermaulde se dio la vuelta y regresó por el mismo camino por el que había venido. Las tres mimos saltaron en píe y corretearon tras ella, las mejillas hinchadas, los codos hacia afuera, el vientre hacia delante y alzando mucho las rodillas. Ermaulde, dándose cuenta de la actividad, se volvió, y las mimos se alejaron, danzando durante cinco segundos con furiosa energía, como ménadas, antes de dejarse caer de nuevo junto a Ivanello. Ermaulde, sonriendo con una sonrisa helada, fue a conversar con Clissum, y ambos lanzaron miradas irónicas a Ivanello que, dejando a un lado el laúd, se dedicaba ahora a dar rienda suelta a sus atenciones hacia las mimos. Lejos de rehuir su contacto, éstas se apretaban aún más contra él. Ivanello inclinó la cabeza y besó a Rlys en plena boca; instantáneamente Sush y Skasja adelantaron sus rostros reclamando el mismo tratamiento. Cugel lanzó un gruñido de disgusto. — ¡Ese hombre es insufrible! El doctor Lalanke agitó la cabeza. — Sinceramente, me soprende la complacencia de ellas. Nunca me han permitido que las tocara. Oh, bien, veo que Varmous se muestra inquieto; la velada toca a su fin. Varmous, que se había puesto en pie, escuchaba los sonidos de la noche. Fue a inspeccionar la guardia de la verja, luego se dirigió a los viajeros: — ¡No olvidéis mis advertencias! ¡No caminéis durante vuestro sueño! ¡No concertéis ninguna cita en el bosque! Yo me voy ahora mismo a la cama, y sugiero que todos

hagáis lo mismo, puesto que mañana el viaje será largo y cruzando las tierras desoladas de Ildish. Clissum no podía permitir aquello. Apelando a toda su dignidad, avanzó unos pasos. — He recibido algunas peticiones para que recite otra de mis piezas, a las que voy a complacer ahora. Ermaulde aplaudió, pero la mayoría de los demás se habían ido ya a sus camas. Clissum frunció la boca, irritado. — Voy a recitar mi Oda Decimotercera, subtitulada: "Lúgubres son las torres de mi mente". -Adoptó una postura conveniente, pero el viento sopló en aquel momento con gran fuerza, haciendo que el fuego creciera y llameara. Nubes de humo invadieron todo el lugar, y los que aún estaban por allí se apresuraron a retirarse. Clissum alzó desesperado las manos al cielo y se retiró de la escena.

Cugel pasó una noche inquieta. Varias veces oyó un grito lejano que parecía expresar decepción, y casi inmediatamente oyó un intercambio de risas y charloteos procedentes del bosque. Varmous alzó la caravana a primera hora, cuando el cielo de antes del amanecer resplandecía todavía con un color púrpura oscuro. Porraig el camarero sirvió un desayuno de té, panecillos y una sabrosa mezcla picada de almejas, cebada, kangol y ombligo de venus. Como siempre, Nissifer no se presentó, y aquella mañana Ivanello también estuvo ausente. Porraig llamó a Varmous, sugiriéndole que enviara a Ivanello a bordo para el desayuno, pero una revisión del campamento no lo halló por parte alguna. Las posesiones de Ivanello ocupaban su lugar habitual; nada parecía faltar excepto el propio Ivanello. Varmous, sentado ante una mesa, efectuó una enérgica investigación, pero nadie pudo proporcionar el menor dato al respecto. Varmous examinó el terreno en las inmediaciones de la cerca, pero no descubrió nada anormal. Finalmente hizo un anuncio: — Para todos los efectos, Ivanello se ha desvanecido en el aire. No se ha descubierto nada sospechoso; de todos modos, no puedo creer que haya desaparecido voluntariamente. La única explicación parece residir en la magia. A decir verdad, no puedo hallar nada mejor. Si alguien tiene alguna teoría, o incluso una sospecha, ruego que me la comunique. Mientras tanto, no sirve de nada seguir aquí. Debemos mantener nuestros horarios, y la caravana tiene que proseguir. ¡Conductores, a vuestros puestos! ¡Cugel, a tu lugar en la proa de tu barco! La caravana penetró en las tierras desoladas de Ildish, y el destino de Ivanello siguió siendo un misterio.

El camino, ahora apenas algo más que un sendero, los llevó hasta una bifurcación al norte, donde la caravana giró hacia el este y avanzó al lado de una serie de colinas que se extendían hasta tan lejos como el ojo podía alcanzar. El paisaje era lúgubre y desolado, salpicado solamente por unos pocos y retorcidos árboles gong, algún cactus ocasional, un dendrón aislado, blanco, púrpura o rojo. A media mañana Varmous llamó al barco: — ¡Cugel! ¿Mantienes una atenta vigilancia? Cugel miró por encima de la borda. — Podría vigilar mejor si supiera qué es lo que debo vigilar. — Estás buscando nómadas hostiles, especialmente preparando una emboscada. Cugel examinó el paisaje a su alrededor. — No veo nada que responda a esta descripción: sólo colinas y aridez, aunque muy lejos allá al frente observo la línea oscura de un bosque, o quizá solamente sea un río flanqueado por árboles. — Muy bien, Cugel. Mantén tu vigilancia. Transcurrió el día, y la línea de oscuros árboles pareció retroceder ante ellos, y al anochecer se estableció el campamento en una zona arenosa a cielo abierto. Como de costumbre, fue encendido un fuego, pero la desaparición de Ivanello pesaba fuertemente sobre todos ellos, y aunque Varmous sirvió vino con generosidad, nadie bebió con entusiasmo, y la conversación se mantuvo en tonos bajos. Como la noche anterior, Varmous dispuso la cerca defensiva. Se dirigió de nuevo a la compañía. — ¡El misterio sigue siendo profundo! Puesto que carecemos de todo indicio, recomiendo que extrememos todos nuestras precauciones. ¡Que nadie se acerque a la cerca defensiva! La noche transcurrió sin incidente. Por la mañana, la caravana reanudó su marcha a primera hora, con Cugel de nuevo como vigía. A medida que avanzaba el día, el paisaje se iba volviendo un poco menos árido. Ahora podía verse que la línea de árboles señalaba el curso de un río que ondulaba descendiendo de las colinas y cruzaba la desolación. Al llegar a la orilla, el camino giró bruscamente al sur y siguió el río hasta un puente de piedra de cinco arcos, donde Varmous ordenó un alto para permitir que los farlocks bebieran. Cugel ordenó a la cuerda que se acortara, y así posó el Avventura en el camino. Los pasajeros de «primera» descendieron y fueron de aquí para allá para estirar las piernas.

A la entrada del puente de alzaba un monumento de tres metros de alto, con una placa de bronce a la atención de aquellos que pasaran por su lado. Los caracteres eran ilegibles para Cugel. Gaulph Rabi acercó su larga nariz, luego se encogió de hombros y se dio la vuelta. El doctor Lalanke, sin embargo, declaró que las palabras escritas allí pertenecían a una variante del sarsouniano, un influyente dialecto del decimonono eón, de uso común durante más de cuatro mil años. — El texto es puramente ceremonial -explicó el doctor Lalanke-. Dice:

¡VIAJEROS! SI ATRAVESÁIS A PIE SECO EL TUMULTUOSO RÍO SYK, SABED QUE OS HA AYUDADO A HACERLO LA BENEFICENCIA DE KHAIVE, SEÑOR GOBERNADOR DE KHARAD Y GUARDIÁN DEL UNIVERSO

»Como podemos ver, el río Syk ya no es en absoluto tumultuoso, pero de todos modos podemos seguir reconociendo la generosidad del rey Khaive; de hecho, es prudente hacerlo. -Y el doctor Lalanke realizó una educada genuflexión ante el monumento. — ¡Superstición! -se burló Gaulph Rabi-. En el Colegium sólo nos inclinamos reverentemente ante la Innombrable Sincresis en el corazón del Eje. — Quizá-dijo indiferente el doctor Lalanke, y se alejó. Cugel miró de Gaulph Rabi al doctor Lalanke, luego efectuó una rápida genuflexión ante el monumento. — ¿Qué? -exclamó el flaco eclesiarca-. ¿Vos también, Cugel? ¡Os tenía por un hombre de juicio! — Por eso precisamente hago honor al monumento. Juzgo que el rito no puede causar ningún daño y cuesta muy poco. Varmous se frotó dubitativo la nariz, luego hizo un enérgico saludo, con patente disgusto de Gaulph Rabi. Los farlocks fueron uncidos de nuevo; Cugel hizo que el Avventura se alzara muy arriba en el aire, y la caravana cruzó el puente. A media tarde, Cugel sintió sueño y echó una cabezada apoyando la cabeza en los brazos... Pasó el tiempo, y Cugel empezó a sentirse incómodo. Parpadeó y bostezó, observó el paisaje a su alrededor, y su atención fue atraída por furtivos movimientos tras unos arbustos de bayas de humo que flanqueaban el camino. Cugel se inclinó hacia delante y percibió varias docenas de hombres bajos y morenos vestidos con pantalones sueltos, sucias chaquetillas de diversos colores y pañuelos negros atados en torno a sus cabezas. Llevaban lanzas y garfios de batalla, y parecían tener claras intenciones de atacar la caravana. — ¡Alto! -gritó Cugel a Varmous-. ¡Prepara las armas! ¡Bandidos emboscados en los próximos arbustos!

Varmous hizo detener la caravana y lanzó una señal con su cuerno. Los caravaneros tomaron las armas, y algunos pasajeros hicieron lo mismo, preparados para responder al asalto. Cugel hizo descender el barco para que los pasajeros de «primera» pudieran unirse también a la lucha. Varmous saltó al barco. — ¿Dónde es exactamente la emboscada? ¿Cuántos son? Cugel señaló hacia los arbustos. — Están ocultos detrás de esos arbustos de bayas de humo, y su número es de unos veintitrés. Llevan lanzas y garfios de hierro. — ¡Bien hecho, Cugel! ¡Has salvado la caravana! — Varmous estudió el terreno, luego, tomando a diez hombres armados con espadas, pistolas de dardos y cerbatanas que lanzaban proyectiles empozoñados, salió de reconocimiento. Transcurrió media hora. Varmous, acalorado, polvoriento e irritado, regresó con su pelotón. Se dirigió a Cugel. — De nuevo: ¿dónde creíste observar la emboscada? — Como te dije: tras el bosquecillo que hay más allá. — Hemos registrado la zona y no hemos encontrado ni bandidos ni el menor signo de su presencia. Cugel miró con el ceño fruncido hacia el bosquecillo. — Se alejaron cuando vieron que su presencia había sido detectada. — ¿Sin dejar huellas? ¿Estás seguro de lo que viste? ¿O sufriste alucinaciones? — ¡Naturalmente que estoy seguro de lo que vi! -declaró Cugel indignado-. ¿Me tomas por un estúpido? — Por supuesto que no -dijo Varmous con voz apaciguadora-. Sigue vigilando. Aunque tus salvajes fueran sólo fantasmas, es mejor asegurarse que lamentarlo luego. Pero la próxima vez mira dos veces y verifica lo que ves antes de dar la alarma. Cugel no tenía otra elección más que aceptar aquello, y regresó a bordo del Avventura. La caravana continuó su camino, más allá de los ahora tranquilos arbustos, y Cugel siguió manteniéndose alerta.

La noche transcurrió sin incidentes, pero por la mañana, cuando fue servido el desayuno, Ermaulde no apareció. Como la vez anterior, Varmous registró todo el barco y la zona delimitada por la cerca protectora, pero, como Ivanello, Ermaulde había desaparecido como si se hubiera desvanecido en el aire. Varmous llegó incluso hasta a llamar a la puerta de la cabina de Nissifer, para asegurarse de que aún seguía a bordo. — ¿Quién es? -le llegó el ronco susurro. — Soy Varmous. ¿Os halláis bien? — Estoy bien. No necesito nada. Varmous se volvió hacia Cugel, con el amplio rostro fruncido por la preocupación. — ¡Nunca he conocido unos sucesos tan terribles! ¿Qué está pasando? — Ni Ivanello ni Ermaulde se fueron por elección propia: esto resulta claro -dijo Cugel pensativo-. Ambos viajaban en el Avventura, lo cual parece indicar que la causa se halla también a bordo del barco. — ¿Qué? ¿En la «primera» clase? — Eso es lo que parece. Varmous apretó su enorme puño. — ¡Hay que descubrir y atajar lo que está ocurriendo! — Concedido. ¿Pero cómo? — ¡Con vigilancia y cuidado! Nadie debe aventurarse de noche fuera de sus aposentos, excepto para responder a las llamadas de la naturaleza. — ¿Para encontrar a lo que sea la causa de todo en los servicios? Esa no es la respuesta. — Pero no podemos retrasar la caravana -murmuró Varmous-. ¡Cugel, a tu puesto! Vigila con cuidado y discriminación.

La caravana emprendió de nuevo la marcha hacia el este. El camino rodeaba las colinas, que ahora mostraban agudas prominencias rocosas y ocasionales bosqueculos de retorcidas acacias. El doctor Lalanke se reunió con Cugel en la proa, y su conversación derivó hacia las extrañas desapariciones. El doctor Lalanke se declaró tan desconcertado como los demás.

— Hay infinidad de posibilidades, aunque ninguna convincente. Por ejemplo, puedo sugerir que el propio barco es en sí mismo una entidad dañina que abre sus bodegas durante la noche e ingiere a los pasajeros descuidados. — Hemos registrado la cala -dijo almacenados, equipajes y cucarachas.

Cugel-.

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— No pretendía que os tomaseis esta teoría en serio. De todos modos, si conseguimos imaginar diez mil de esas teorías, todas aparentemente absurdas, casi seguro que una de ellas será la correcta. Las tres mimos aparecieron en la cubierta de proa y se divirtieron yendo de un lado para otro a largos pasos, con las rodillas dobladas. Cugel las contempló irritado. — ¿A qué tontería se dedican ahora? Las tres mimos fruncieron la nariz, bizquearon los ojos y redondearon sus bocas en burlones círculos, como si se estuvieran riendo silenciosamente, y miraron de reojo a Cugel mientras iban de un lado para otro. El doctor Lalanke dejó escapar una risita. — Es su pequeño juego; creen estaros imitando a vos, o al menos eso me parece. Cugel se dio la vuelta fríamente, y las tres mimos se alejaron corriendo. El doctor Lalanke señaló hacia un cúmulo de nubes que colgaba sobre el horizonte al frente. — Brotan del lago Zaol, al lado de Kaspara Vitatus, donde el camino gira al norte hacia Torqual. — ¡No es mi camino! Yo me dirijo al sur, a Almery. — Es cierto. -El doctor Lalanke se alejó, y Cugel quedó solo en su labor de vigía. Miró a su alrededor buscando a las mimos, casi deseando que regresaran y aliviaran un poco su tedio, pero estaban dedicadas a un nuevo y divertido juego, lanzando pequeños objetos a los farlocks de abajo, que, al sentirse golpeados, alzaban muy enhiestas sus colas. Cugel reanudó su vigilancia. Al sur, las rocosas laderas de las colinas, cada vez más escarpadas. Al norte, las tierras desoladas de Ildish, una extensión estriada de sutiles colores: rosa oscuro, brumoso gris negruzco, marrón, salpicados aquí y allá con la más débil pincelada de azul y verde oscuros. Pasó el tiempo. Las mimos prosiguieron con su juego, que parecía divertir también a los pasajeros de abajo e incluso a los caravaneros; cuando las mimos arrojaban lo que fuera que estaban arrojando, los caravaneros y los pasajeros saltaban al suelo para recuperarlo. Extraño, pensó Cugel. ¿Por qué todo el mundo se mostraba tan entusiasmado con un juego tan trivial?... Uno de los objetos relució de forma metálica al caer. Era, pensó Cugel, más o menos del tamaño y la forma de un terce. Pero seguro que las mimos no

estaban arrojando terces a los caravaneros. ¿De dónde podrían haber obtenido tamaña riqueza? Las mimos terminaron su juego. Los hombres gritaron desde abajo: — ¡Más! ¡Seguid jugando! ¿Por qué os paráis? -Las mimos iniciaron una loca gesticulación y arrojaron abajo una bolsa vacía, luego fueron a descansar. Peculiar, pensó Cugel. En algunos aspectos, aquella bolsa se parecía a la suya, que por supuesto estaba a buen recaudo en su tienda. Miró casualmente en ella, luego volvió a mirar con mayor atención. La bolsa no se veía por ninguna parte. Cugel corrió furioso hacia el doctor Lalanke, que estaba sentado en la cala, conversando con Clissum. — ¡Vuestras criadas me han robado mi bolsa! -exclamó Cugel-. ¡Arrojaron mis terces a los caravaneros, y todas mis demás posesiones también, incluido un valioso tarro de cera para las botas, y finalmente la propia bolsa! El doctor Lalanke alzó sus negras cejas. — ¿De veras? ¡Las muy tunantas! Me estaba preguntando qué retenía tanto tiempo su atención. — ¡Por favor, tomaos el asunto en serio! ¡Os hago personalmente responsable! Debéis reembolsarme mis pérdidas. El doctor Lalanke agitó sonriente la cabeza. — Lamento vuestra desgracia, Cugel, pero yo no puedo reparar todos los errores del mundo. — ¿No son vuestras sirvientas? — Sólo en un sentido casual. Se hallan relacionadas en el manifiesto de la caravana con sus propios nombres, lo cual sitúa la responsabilidad de sus actos sobre Varmous. Podéis discutir el asunto con él, o incluso con las propias mimos. Si ellas tomaron la bolsa, haced que devuelvan los terces. — ¡Esas ideas no son prácticas! — He aquí otra más práctica: ¡volved a proa antes de que nos metamos de cabeza en el peligro! -El doctor Lalanke se dio la vuelta y prosiguió su conversación con Clissum. Cugel regresó a la cubierta de proa. Miró al frente, al deprimente paisaje, considerando la mejor forma de resarcirse de sus pérdidas... Un siniestro movimiento captó su atención. Cugel saltó hacia delante y enfocó su mirada hacia la colina, donde un cierto número de rechonchos seres grises estaban apilando enormes peñascos allá donde la colina gravitaba sobre el camino.

Cugel miró con atención durante varios segundos. Las criaturas estaban claras ante sus ojos: distorsionados armloides semihumanos con el cuero cabelludo en forma de pico y cabezas carentes de cuello, de modo que sus bocas se abrían directamente en la parte superior de sus torsos. Cugel efectuó una última inspección y se decidió a dar la alarma: — ¡Varmous! ¡Trasgos de las rocas en la colina! ¡Grave peligro! ¡Detén la caravana y haz sonar el cuerno! Varmous tiró de las riendas de su carruaje y dio el aviso. — ¿Qué es lo que ves? ¿Dónde está el peligro? Cugel agitó los brazos y señaló. — ¡En ese alto promontorio veo trasgos de las montañas! ¡Están apilando rocas para dejarlas caer sobre la caravana! Varmous estiró el cuello y miró hacia donde había señalado Cugel. — No puedo ver nada. — ¡Son grises, como las rocas! ¡Avanzan de lado y permanecen constantemente agachados! Varmous se puso en pie en su pescante y lanzó señales de emergencia a todos los caravaneros. Hizo descender el barco al camino. — Les daremos una gran sorpresa -dijo a Cugel, y llamó a los pasajeros-. ¡Bajad, por favor! Tengo intención de atacar a los trasgos desde el aire. Varmous llamó a diez hombres armados con pistolas de dardos y lanzaflechas incendiarias a bordo del Avventura. Ató la cuerda de amarre a un resistente farlock. — Ahora, Cugel, haz que la cuerda se extienda de modo que ascendamos más arriba de ese promontorio y podamos enviarles nuestros cumplidos desde arriba. Cugel obedeció la orden; el barco, con su complemento de hombres armados, ascendió muy arriba en el aire y derivó por encima del promontorio. Varmous estaba de pie en la proa. — Ahora: el lugar exacto de la emboscada. Cugel señaló. — Exactamente ahí, en ese montón de rocas. Varmous inspeccionó la colina. — Por el momento no veo ningún trasgo.

Cugel escrutó el promontorio con cuidado, pero los trasgos habían desaparecido. — ¡Mejor! Han visto nuestros preparativos y han abandonado sus planes. Varmous lanzó un hosco gruñido. — ¿Estás seguro de tus hechos? ¿Estás seguro de que viste trasgos de las rocas? — ¡Por supuesto! No me estoy volviendo histérico. — Quizá te engañaste con algunas sombras entre las rocas. — ¡Absolutamente no! ¡Los vi con tanta claridad como ahora te veo a ti! Varmous miró a Cugel con unos pensativos ojos azules. — No pienses que te estoy criticando. Creíste ver un peligro y, muy adecuadamente, diste la alarma, aunque al parecer se trató de un error. No voy a ahondar en el asunto, excepto para señalar que esta falta de discernimiento nos hace perder un tiempo valioso. Cugel no pudo hallar ninguna respuesta a las acusaciones. Varmous fue a la barandilla y llamó al conductor del carruaje de cabeza. — ¡Haz avanzar la caravana hasta más allá del promontorio! Montaremos guardia para garantizar una absoluta seguridad. La caravana pasó más allá del promontorio sin ningún percance, tras lo cual el Avventura fue bajado de modo que los pasajeros de «primera» pudieran volver a embarcar. Varmous llevó a Cugel a un lado. — Tu trabajo no merece ningún reproche; sin embargo, he decidido aumentar la guardia. Shilko, al que ves allá, es un hombre de razonado juicio. Él permanecerá a tu lado, y cada uno comprobará lo que vea el otro. Shilko, ven aquí, por favor. Tú y Cugel trabajaréis en equipo. — Encantado -dijo Shilko, un hombre robusto de cara redonda con el pelo color arena y un retorcido bigote-. Puede ser una buena asociación. Cugel lo admitió a regañadientes a bordo del barco, y mientras la caravana reanudaba su marcha ambos fueron a proa y ocuparon sus puestos. Shilko, un hombre de amable volubilidad, habló de todo lo imaginable con infinito detalle. Las respuestas de Cugel fueron secas, lo cual desconcertó a Shilko. Con voz agraviada explicó: — Cuando realizo este tipo de trabajo, me gusta un poco de conversación para matar el tiempo. De otro modo es un aburrimiento permanecer aquí sin mirar a nada en particular. Al cabo de un tiempo, uno empieza a observar retazos de su propia imaginación y a considerarlos como reales. -Hizo un guiño y sonrió-. ¿Eh, Cugel?

Cugel consideró que la broma de Shilko era de mal gusto y miró hacia otro lado. — Oh, bueno -dijo Shilko-. Así anda el mundo. Al mediodía, Shilko fue al comedor. Se atiborró de comida y vino, de modo que durante la tarde empezó a amodorrarse. Observó el paisaje y le dijo a Cugel: — No hay nada ahí fuera excepto uno o dos lagartos: Este es mi juicio considerado, y ahora propongo dar una cabezada. Si ves algo, despiértame. -Se arrastró a la tienda de Cugel y se puso cómodo, y Cugel se quedó pensando amargamente en sus terces perdidos y en la irrecuperable cera para las botas. Cuando la caravana se detuvo para pasar la noche, Cugel fue directamente a Varmous. Le citó la frívola conducta de las mimos y se quejó de las pérdidas que había sufrido. Varmous escuchó con suave pero desprendido interés. — Supongo que el doctor Lalanke te resarcirá. — ¡Esta es precisamente la cuestión! ¡Rechaza su responsabilidad en la acción y en la suma! Declara que tú, como jefe de la caravana, debes hacerte cargo de todos los daños. Varmous, cuya atención era un tanto errante, se puso inmediatamente alerta. — ¿Dijo que yo debía pagar las pérdidas? — Exacto. De modo que te presento la cuenta. Varmous cruzó los brazos y dio un rápido paso atrás. — La opinión del doctor Lalanke es impropia. Cugel agitó indignado la cuenta bajo la nariz de Varmous. — ¿Me estás diciendo que te niegas a cumplir con esta obligación? — ¡No tiene nada que ver conmigo! El hecho ocurrió a bordo del Avventura. Es tu barco, ¿no? Cugel volvió a mostrarle la cuenta a Varmous. — Entonces preséntale al menos la cuenta al doctor Lalanke y exígele el pago. Varmous se tironeó la barbilla. — Ese no es el procedimiento correcto. Tú eres el responsable del Avventura. En consecuencia, en tu capacidad oficial, eres tú quien debe someter al doctor Lalanke a un procedimiento y presentarle todas las acusaciones que consideres pertinentes.

Cugel miró dubitativo hacia el doctor Lalanke, allá donde estaba charlando con Clissum. — Sugiero que abordemos juntos al doctor Lalanke, y unamos nuestras autoridades para hacer mejor justicia. Varmous retrocedió otro paso. — ¡A mí no me impliques! Sólo soy Varmous el conductor de caravanas, que cumple inocentemente con su trabajo en el suelo. Cugel propuso más argumentos, pero Varmous adoptó una expresión de terca obstinación y no se dejó impresionar. Al fin Cugel fue a sentarse a una mesa, donde se puso a beber vino y a contemplar hoscamente el fuego. La velada transcurrió con lentitud. Un humor sombrío oprimía a todo el campamento; aquella noche nadie recitó, ni cantó, ni se contaron chistes, y la compañía permaneció sentada en torno al fuego, conversando en voz baja y apagada. Una pregunta no formulada llenaba todas las mentes: ¿Quién sería el próximo en desaparecer? El fuego ardía bajo, y los reunidos se fueron reluctantes a sus camas, con más de una mirada por encima del hombro y un intercambio de comentarios nerviosos. Así pasó la noche. La estrella Achernar ascendió por el cuadrante oriental y declinó por el oeste. Los farlocks gruñeron y resoplaron mientras dormían. Allá a lo lejos, en la desolación, una luz azul parpadeó y nació a la existencia por unos breves segundos, luego murió y no volvió a ser vista. El horizonte oriental brilló primero púrpura, luego con el rojo de la sangre coagulada. Al cabo de varios intentos en vano, el sol apareció por el horizonte y flotó en el cielo. Con la reactivación del fuego la caravana volvió a la vida. Se sirvió el desayuno; fueron enganchados los farlocks, y se ultimaron los preparativos para la marcha. Los pasajeros hicieron su aparición a bordo del Avventura. Uno a uno miraron de rostro en rostro como si medio esperaran otra desaparición. Porraig el camarero sirvió el desayuno a todos, y llevó una bandeja a la cabina de popa. Llamo. — Señora Nissifer, le traigo su desayuno. Estamos preocupados por su salud. — Estoy bien -llegó la susurrada respuesta-. No deseo nada. Fuera. Después del desayuno, Cugel llevó al doctor Lalanke aparte. — He tomado consejo con Varmous -dijo-. Me asegura que, como jefe del Avventura, puedo efectuaros una demanda por los daños sufridos como resultado de vuestra negligencia. Aquí está la cuenta total. Debéis pagar la suma inmediatamente. El doctor Lalanke dedicó una breve inspección a la cuenta. Sus negras cejas se alzaron más altas que nunca.

— Este artículo: ¡sorprendente! Cera para las botas, un bote. Valor: mil terces. ¿Lo decís en serio? — ¡Naturalmente! El bote contenía una valiosa y rara cera. El doctor Lalanke devolvió la cuenta. — Debéis presentar esta cuenta a las personas culpables de lo ocurrido, es decir, Sush, Skasja y Rlys. — ¿Qué conseguiré con eso? El doctor Lalanke se encogió de hombros. — No puedo aventurar una respuesta. Sea como sea, me inhibo de todo el asunto. Hizo una inclinación de cabeza y se alejó para reunirse con Clissum, en quien hallaba cualidades compatibles con las suyas. Cugel fue a proa, donde Shilko estaba ya en su puesto. Shilko mostró de nuevo su tendencia voluble; Cugel, como la otra vez, respondió tensamente, y Shilko terminó guardando silencio. Mientras tanto, la caravana se había dirigido a una región donde las colinas se alzaban a cada lado, con el camino siguiendo el curso del valle entre ellas. Shilko miró por entre aquella desolación. — No veo nada por esta zona que deba preocuparnos. ¿Qué dices tú, Cugel? — Por el momento, yo tampoco veo nada. Shilko echó una última mirada al paisaje. — Discúlpame un momento; tengo un mensaje para Porraig. -Se alejó, y al cabo de poco Cugel oyó sonidos joviales procedentes de la cocina. Un poco más tarde regresó Shilko, tambaleante por el vino que había consumido. Dijo con voz alegre: — ¡Hey, capitán Cugel! ¿Cómo van las alucinaciones? — No comprendo tu alusión -dijo Cugel heladamente. — ¡No importa! Son cosas que pueden ocurrirle a cualquiera. -Shilko escrutó las colinas-. ¿Tienes algo que informar? — Nada. — ¡Muy bien! ¡Ésa es la forma de manejar este trabajo! Una rápida mirada aquí y una aguda mirada allí, luego a la cocina a por un poco de vino.

Cugel no hizo ningún comentario y Shilko, por puro aburrimiento, se puso a hacer crujir sus nudillos. En la comida del mediodía, Shilko consumió de nuevo más de lo que quizás era aconsejable, y por la tarde volvió a mostrarse adormilado. — Voy a echar una cabezada para calmar los nervios -le dijo a Cugel-. Observa con atención los lagartos y llámame si aparece algo más importante. -Se arrastró hasta la tienda de Cugel e inmediatamente se puso a roncar. Cugel se reclinó en la barandilla, formulando planes para reparar su fortuna. Ninguno parecía realizable, especialmente si se tenía en cuenta que el doctor Lalanke conocía algunos conjuros de magia elemental... ¡Peculiares, aquellas formas oscuras a lo largo de la cresta! ¿Qué podía hacer que saltaran y se movieran de aquella forma? Era como si altas sombras se alzaran rápidamente para observar el paso de la caravana, y luego volvieran a ocultarse inmediatamente fuera de la vista. Cugel tiró de la pierna de Shilko. — ¡Levántate! Shilko emergió de la tienda parpadeando y rascándose la cabeza. — ¿Qué ocurre? ¿Ha traído ya Porraig el vino de la tarde? Cugel señaló la cresta. — ¿Qué ves? Shilko miró con ojos enrojecidos la línea del cielo, pero las sombras se habían ocultado ahora detrás de las colinas. Volvió una mirada interrogadora a Cugel. — ¿Qué ves tú? ¿Trasgos disfrazados de ratas rosas, o ciempiés bailando el kazatska? — Ninguna de las dos cosas -dijo Cugel friamente-. Sólo que creí era una banda de demonios palo al viento, ahora se ocultan en el lado más alejado de la colina. Shilko observó con cautela a Cugel y se retiró un paso. — Muy interesante. ¿Cuántos viste? — No los pude contar, pero será mejor que demos la alarma a Varmous. Shilko miró de nuevo a la línea del cielo. — Yo no veo nada. ¿Puede que los nervios te estén jugando otra pasada? — ¡Absolutamente no!

— Bien, entonces, por favor, asegúrate antes de llamarme de nuevo. -Shilko se dejó caer sobre manos y rodillas y se arrastró a la tienda. Cugel miró a Varmous, allá abajo, conduciendo plácidamente el carruaje de cabeza. Abrió la boca para dar la alarma, luego se lo pensó mejor y reanudó, sombrío, su vigilancia. Pasaron los minutos, y el propio Cugel empezó a dudar de lo que había visto. El camino pasaba junto a una larga y estrecha laguna de agua verde álcali que alimentaba varios bosquecillos de quebradizos arbustos de sal. Cugel se inclinó hacia delante y centró su mirada en los arbustos, pero sus delgados tallos no proporcionaban ninguna protección. ¿Y la laguna en si? Parecía demasiado poco profunda para ocultar ningún peligro importante. Cugel se enderezó con la sensación del trabajo bien hecho. Alzó la vista hacia la cresta, para descubrir que los demonios palo al viento habían reaparecido en número mayor que antes, alzándose mucho para mirar a la caravana, luego agachándose rápidamente fuera de la vista. Cugel tiró de la pierna de Shilko. — ¡Los demonios palo al viento han regresado con todas sus fuerzas! Shilko salió de la tienda y se puso en pie con un esfuerzo. — ¿Qué ocurre esta vez? Cugel señaló la cresta. — ¡Mira por ti mismo! Los demonios palo al viento, sin embargo, habían completado ya su vigilancia, y Shilko no vio nada. Esta vez se limitó a alzarse débilmente de hombros y se preparó para reanudar su descanso. Cugel, sin embargo, se asomó por la barandilla y gritó a Varmous: — ¡Demonios palo al viento, por docenas! ¡Están reunidos al otro lado de la cresta! Varmous detuvo su carruaje. — ¿Demonios palo al viento? ¿Dónde está Shilko? — Estoy aquí, naturalmente, manteniendo una atenta guardia. — ¿Qué hay de esos «demonios palo al viento»? ¿Los has observado? — Con toda franqueza, y con el debido respeto a Cugel, debo decir que no los he visto. Varmous eligió cuidadosamente sus palabras.

— Cugel, me siento obligado hacia ti por tu aviso de alerta, pero esta vez creo que seguiremos adelante. ¡Shilko, sigue con tu vigilancia! La caravana prosiguió avanzando. Shilko bostezó y se preparó para volver a su descanso. — ¡Espera! -exclamó Cugel, frustrado-. ¿Ves esa garganta entre las colinas allí delante? Si los demonios deciden seguirnos, tendrán que saltarla, y entonces seguro que los verás. Shilko se resignó a regañadientes a la espera. — Esas fantasías, Cugel, son preocupantes. ¡Considera hasta qué lamentables extremos pueden conducir! Para tu propia salud debes salirte de esto... ¡Bien, ahí está la garganta! Ya estamos llegando. Mira con gran atención y dime dónde ves demonios saltando por ella. La caravana pasó delante de la garganta. En una agitación de grandes formas humosas, los demonios palo al viento saltaron de la colina y se precipitaron sobre la caravana. — ¡Ahora! -dijo Cugel. Por una fracción de segundo Shilko permaneció inmóvil, con la mandíbula temblando, luego aulló a Varmous: — ¡Cuidado! ¡Demonios palo al viento al ataque! Varmous no consiguió oír lo que le decían y alzó la vista hacia el barco. Descubrió una agitación de formas oscuras que se le venían encima, pero la defensa era ya imposible. Los demonios saltaron de un lado a otro por entre los carros, mientras caravaneros y pasajeros huían hacia las heladas aguas de la laguna. Los demonios hicieron todo el daño que quisieron a la caravana, volcando carros y carruajes, rompiendo ruedas a patadas, desparramando carga y equipajes. Luego dirigieron su atención al Avventura, pero Cugel hizo que la cuerda se alargara y el barco flotó alto. Los demonios saltaron hacia arriba intentando aferrarse al casco, pero se quedaron quince metros cortos. Abandonando el ataque, se apoderaron de todos los farlocks, se metieron uno bajo cada brazo, luego saltaron hacia las colinas y desaparecieron. Cugel hizo descender el barco, mientras caravaneros y pasajeros emergían de la laguna. Varmous había quedado atrapado debajo de su carruaje volcado, y se necesitó la ayuda de todos para sacarlo de allí. Varmous se puso en pie con dificultad, sosteniéndose sobre sus lastimadas piernas. Observó los daños y lanzó un desanimado gruñido. — ¡Esto se halla más allá de toda comprensión! ¿Por qué somos tan maldecidos? -Miró a su alrededor, a los desmoralizados componentes de la caravana-. ¿Dónde están los vigías? ¿Cugel? ¿Shilko? ¡Tened la bondad de avanzar!

Cugel y Shilko se dejaron ver, reacios. Shilko se humedeció los labios y dijo ansiosamente: — Yo di la alarma; ¡todos pueden atestiguarlo! ¡De otro modo, el desastre hubiera podido ser mucho peor! — Tu alarma fue dilatoria; ¡los demonios estaban ya sobre nosotros! ¿Cuál es tu explicación? Shilko miró al cielo a su alrededor. — Tal vez suene extraño, pero Cugel deseaba aguardar hasta que los demonios saltaran por la garganta. Varmous se volvió hacia Cugel. — ¡Estoy completamente desconcertado! ¿Por qué no quisiste avisarnos del peligro? — ¡Lo hice, si lo recuerdas! Cuando vi por primera vez los demonios, pensé en dar la alarma, pero... — Esto es de lo más confuso -dijo Varmous-. ¿Viste a los demonios antes de avisarnos? — Si, pero... Varmous, con un gesto de dolor, alzó una mano. — Ya he oído suficiente. Cugel, tu conducta ha sido torpe y estúpida, por decirlo con palabras suaves. — ¡Esto no es un juicio justo! -exclamó acalorado Cugel. Varmous hizo un gesto de desánimo. — ¿Lo crees de veras? ¡La caravana ha sido destruida! Nos hallamos impotentes en medio de las tierras desoladas de Ildish! Dentro de un mes el viento soplará sobre nuestros huesos. Cugel contempló sus botas. Estaban sucias y manchadas, pero era posible que todavía retuvieran algo de magia. Alzó su voz en tonos dignos. — La caravana aún puede seguir adelante, gracias a una cortesía del denigrado y salvajemente denunciado Cugel. — Por favor, explícate más claro -dijo con brusquedad Varmous. — Es posible que aún quede algo de magia en mis botas. Prepara tus carros y carruajes. Los alzaré por los aires y proseguiremos como antes.

Varmous se convirtió inmediatamente en un ser lleno de energía. Dio instrucciones a sus caravaneros, que pusieron orden de la mejor manera posible a sus carros. Fueron atadas cuerdas a cada uno, y los pasajeros ocuparon sus lugares. Cugel, yendo de vehículo en vehículo, fue aplicándoles puntapiés para transmitirles aquella fuerza levitatoria que aún se aferraba a sus botas. Los carros y carruajes derivaron en el aire; los caravaneros sujetaron las cuerdas y aguardaron la señal. Varmous, cuyos arañados músculos y distendidas articulaciones le impedían andar, decidió ir a bordo del Avventura. Cugel fue a seguirle, pero Varmous le detuvo. — Necesitamos sólo un vigía, un hombre de probado buen juicio, y éste será Shilko. Si no me sintiera impedido, tiraría alegremente del barco, pero esa tarea debe recaer ahora sobre ti. Toma la cuerda, Cugel, y conduce la caravana a lo largo del camino a tu mayor velocidad. Reconociendo la futilidad de protestar, Cugel tomó la cuerda y avanzó camino adelante, arrastrando al Avventura tras él. Al atardecer, los carros y carruajes fueron bajados, y se dispuso el campamento para la noche. Slavoy, el jefe de caravaneros, bajo la supervisión de Varmous, instaló la cerca de seguridad; fue encendido un fuego, y se sirvió vino para animar un poco el ambiente. Varmous hizo una tensa declaración. — Hemos sufrido un serio revés, y hemos recibido gran daño. Sin embargo, no sirve de nada señalar con el dedo de la vergüenza. He hecho cálculos y tomado consejo del doctor Lalanke, y creo que cuatro días de viaje nos llevarán hasta Kaspara Vitatus, donde podremos efectuar reparaciones. Hasta entonces, espero que nadie sufra más de lo necesario. ¡Una última observación! Los acontecimientos de hoy se hallan ahora en el pasado, pero dos misterios siguen oprimiéndonos: las desapariciones de Ivanello y Ermaulde. Hasta que estos asuntos queden aclarados, todos debemos ir con extremo cuidado. Que nadie se aleje solo! Y ante cualquier cosa sospechosa, notificádmelo. Fue servida la cena, y un talante de casi frenética alegría se apoderó de la concurrencia. Sush, Skasja y Riys efectuaron una serie de ejercicios de saltos y volteretas, y pronto quedó claro que estaban imitando a los demonios palo al viento. Clissum se sintió elevado por el vino. — ¿No es maravilloso? -exclamó-. ¡Esta excelente cosecha ha estimulado los tres segmentos de mi mente, de modo que mientras uno observa este fuego y las tierras desoladas de Ildish que se abren más allá, otro compone odas exquisitamente hermosas, mientras el tercero teje festones de imaginarias flores para cubrir la desnudez de las ninfas que pasan, también imaginarias! El eclesiarca Gaulph Rabi escuchó a Clissum con desaprobación y echó cuatro gotas de aspergantium, en vez de las tres habituales, a su vino. — ¿Es necesario llegar hasta tales extremos? Clissum alzó un agitante dedo.

— Para las más frescas flores y las más cimbreantes ninfas, la respuesta es: ¡enfáticamente sí! Gaulph Rabi dijo severamente: — En el Colegium creíamos que la contemplación de incluso unos pocos infinitos ya es suficiente estímulo, al menos para personas de gusto y cultura. -Se volvió para proseguir su conversación con Perruquil. Clissum roció malévolamente la espalda de la túnica de Gaulph Rabi con un penetrante saquito oloroso, que causó gran perplejidad en el austero eclesiarca al final de la velada. Con las murientes brasas, el humor de la compañía se volvió de nuevo taciturno, y todos fueron reluctantes a su cama. A bordo del Avventura, Varmous y Shilko ocupaban ahora las literas que habían sido de Ivanello y Ermaulde, mientras que Cugel seguía en su tienda en la proa. La noche era tranquila. Cugel, pese a todo su cansancio, era incapaz de dormir. La medianoche fue señalada por el ahogado carillón del reloj del barco. Cugel se adormeció. Transcurrió un periodo inconcreto de tiempo. Un ligero sonido despertó a Cugel y lo puso alerta. Por un momento permaneció tendido, mirando a la oscuridad; luego, tanteando en busca de su espada, se arrastró hacia la abertura de la tienda. La luz colgada del mástil arrojaba una pálida luminosidad sobre la cubierta. Cugel no vio nada desacostumbrado. No se oía ningún sonido. ¿Qué lo había despertado? Durante tres minutos Cugel permaneció agazapado en la abertura, luego regresó lentamente a su colchón. Pero siguió despierto... El más débil de los sonidos alcanzó su oído: un clic, un crujido, un roce... Cugel se arrastró de nuevo a la abertura de su tienda. La lámpara del mástil arrojaba tantas sombras como charcos de luz. Una de las sombras se movió y se deslizó por cubierta. Parecía llevar un bulto. Cugel aguardó, sintiendo un extraño cosquilleo en la nuca. La sombra llegó a la barandilla y, con un movimiento de lo más peculiar, arrojó su carga por encima de la borda. Cugel retrocedió a tientas al fondo de la tienda en busca de su espada, luego se arrastró a la cubierta de proa. Oyó un roce. La sombra se había mezclado con las demás sombras y ya no era visible. Cugel se agazapó en la oscuridad, y al cabo de un momento creyó oír un débil sonido, entre un chillido y un lamento, cortado con brusquedad. El sonido no se repitió.

Tras un rato Cugel retrocedió al interior de la tienda y allí se mantuvo despierto y vigilante, aterido de frío... Con los ojos abiertos, durmió. Un rayo amarronado del sol naciente golpeó sus ojos abiertos, despertándolo por completo con un sobresalto. Se puso en pie, gruñendo de dolor en todas las articulaciones. Se colocó la capa y el sombrero, se ató la espada al cinto y cojeó hacia la cubierta central. Varmous se estaba levantando de su litera cuando Cugel asomó la cabeza por la puerta. — ¿Qué deseas? -gruñó Varmous-. ¿Ni siquiera se me permite ajustar mis ropas? — Esta noche he visto cosas y he oído sonidos -dijo Cugel-. Me temo que descubriremos otra desaparición. Varmous lanzó un gruñido y una maldición. — ¿Quién? — Lo ignoro. Varmous se puso las botas. — ¿Qué has visto y qué has oído? — Vi una sombra. Arrojó un bulto a los matorrales. Oí un sonido cliqueteante, y luego el rascar a una puerta. Después oí un grito. Varmous se puso la capa, luego el sombrero plano de ancha ala sobre sus dorados rizos. Cojeó hacia cubierta. — Supongo que antes que nada debemos contar cabezas. — Todo a su tiempo -dijo Cugel-. Primero miremos el bulto, que puede decirnos mucho o puede no decirnos nada. — Como quieras. -Los dos hombres descendieron al suelo--. ¿Dónde está ese matorral? — Allí, más allá del casco. Si no lo hubiera visto, jamás lo hubiéramos sabido. Rodearon la nave, y Cugel se metió en las oscuras frondas del matorral. Casi inmediatamente descubrió el bulto, y lo llevó fuera. Ambos se quedaron contemplando unos instantes el objeto, que estaba envuelto en una suave tela azul. Cugel lo tocó con el pie. — ¿Lo reconoces? — Sí. Es la capa favorita de Perruquil.

Contemplaron el bulto en silencio. Cugel dijo: — Ahora podemos adivinar la identidad de la persona desaparecida. — Ábrelo -gruñó Varmous. — Puedes hacerlo tú, si quieres -dijo Cugel. — ¡Vamos, Cugel! -protestó Varmous-. ¡Sabes que me duelen las piernas cuando me agacho! Cugel hizo una mueca. Se agachó y deshizo el nudo que mantenía cerrado el bulto. Los pliegues de la capa se abrieron, revelando dos montones de huesos humanos, cuidadosamente interpenetrados para ocupar un volumen mínimo. — ¡Sorprendente! -susurró Varmous-. ¡Aquí tenemos magia o una absoluta paradoja! ¿Cómo si no pueden un cráneo y una pelvis están unidos de esta forma tan intrincada? Cugel era algo más crítico. — La disposición no es en absoluto elegante. Observa: el cráneo de Ivanello está alojado en la pelvis de Ermaulde; lo mismo puede decirse del cráneo de Ermaulde y la pelvis de Ivanello. Sobre todo Ivanello se sentiría irritado ante este descuido. — Ahora ya sabemos lo peor -murmuró Varmous-. Debemos tomar medidas. De común acuerdo, ambos miraron hacia el casco del buque. Hubo un movimiento en la portilla que daba a la cabina de popa cuando la cortina fue echada a un lado, y por un instante un ojo luminoso les miró. Luego la cortina volvió a caer, y todo fue como antes. Varmous y Cugel dieron de nuevo la vuelta al barco. Varmous dijo con voz grave: — Tú, como capitán del Avventura, querrás conducir la acción decisiva. Yo, por supuesto, cooperaré en todo lo que sea necesario. Cugel meditó. — Primero debemos sacar a los pasajeros del barco. Luego debes traer un pelotón de hombres armados y conducirlos a la puerta, donde emitirás un ultimátum. Yo estaré satisfactoriamente cerca, y... -Varmous alzó una mano. — Debido a mis piernas, no puedo lanzar ningún ultimátum. — Bien, entonces, ¿qué sugieres? Varmous pensó unos instantes, luego propuso un plan que requería, en esencia, que Cugel, utilizando toda la autoridad de su rango, avanzara hasta la puerta y, si era necesario, forzara la entrada..., un plan que Cugel rechazó por razones técnicas.

Finalmente los dos hombres formularon un plan que ambos consideraron realizable. Cugel fue a ordenar a los pasajeros del barco que bajaran al suelo. Como había esperado, Perruquil no estaba entre ellos. Varmous reunió y dio instrucciones a sus hombres. Shilko, armado con una espada, montó guardia ante la puerta, mientras Cugel subía a la cubierta de popa. Un par de hábiles carpinteros subieron sobre planchas y clavaron tablones sobre las portillas, mientras otros hacían lo mismo ante la puerta, barrando así todas las salidas. Una cadena humana trajo cubos de agua de la laguna, que fueron pasados a la cubierta de popa, desde donde el agua fue echada a la cabina a través de un respiradero. Dentro de la cabina había un furioso silencio. Luego, a medida que el agua seguía cayendo por el respiradero, empezó a oírse un suave silbido y un cliqueteo, y luego un furioso susurro: — ¡Declaro una infección! ¡Dejad de echar agua! Shilko, antes de montar guardia, había acudido a la cocina para calentarse la sangre con unos cuantos sorbos de vino. Adoptando posturas y agitando su espada delante de la puerta, exclamó: — ¡Vieja bruja, tu momento ha llegado! ¡Vas a ahogarte como una rata dentro de un saco! Durante un tiempo los sonidos de dentro cesaron, y no pudo oírse nada excepto el chapotear del agua contra el agua. Luego, de nuevo: un silbido y un cliqueteo, en un tono ominosamente agudo, y una serie de raspantes imprecaciones. Shilko, envalentonado tanto por el vino como por las planchas que cruzaban la puerta, exclamó: — ¡Pestilente bruja! ¡Ahógate sin hacer tanto ruido, o yo, Shilko, te cortaré tus dos lenguas! -Hizo un floreo con su espada y dio un par de cabriolas, mientras arriba se activaban los cubos. Desde dentro de la cabina algo hizo presión contra la puerta, pero las planchas resistieron. Un nuevo golpe llegó desde dentro; las planchas gimieron y brotó un poco de agua por las rendijas. Luego un tercer impacto, y las planchas saltaron hechas añicos. Una avalancha de hedionda agua se precipitó por la cubierta; detrás venia Nissifer. Completamente desnuda, sin sombrero ni velo, se irguió, revelándose como una corpulenta criatura de carácter híbrido, mitad sime y mitad bazil, con una cresta de negro pelaje entre los ojos. De un tórax negro orín nacía un abdomen segmentado de avispa; de su espalda colgaban las negras láminas quitinosas de unos élitros. Cuatro brazos negros y delgados terminaban en largas y finas manos humanas; delgadas patas de quitina negra rematadas en unos peculiares pies sostenían el tórax, con el abdomen colgando entre ellas.

La criatura avanzó un paso. Shilko emitió un estrangulado alarido y, trastabillando hacia atrás, cayó sobre cubierta. La criatura saltó hacia delante para apoyarse sobre los brazos del hombre y luego, agachándose, hundió su aguijón en el pecho del desgraciado. Shilko emitió un agudo chillido, rodó sobre si mismo, se agitó en frenéticos sobresaltos, cayó al suelo, corrió ciegamente hacia la laguna y chapoteó aquí y allá en el agua, y al fin quedó inmóvil. Casi inmediatamente el cadáver empezó a hincharse. A bordo del Avventura, la criatura llamada Nissifer se volvió y fue a entrar de nuevo en la cabina, como si se sintiera satisfecha de haber vencido a sus enemigos. Cugel, en la cubierta de proa, dio un tajo descendente con su espada y la hoja, dejando tras de sí un millar de motas resplandecientes, cortó a través del ojo izquierdo de Nissifer y se hundió en su tórax. Nissifer silbó de dolor y sorpresa, y retrocedió para mejor identificar a su asaltante. Croo: — ¡Ah, Cugel! Me has herido; morirás por el hedor. Con un gran agitar de élitros, Nissifer saltó hacia la cubierta de popa. Presa del pánico, Cugel retrocedió buscando la protección de la bitácora. Nissifer avanzó, con el segmentado abdomen oscilando hacia delante y hacia atrás entre sus delgadas piernas negras, revelando el largo aguijón amarillo. Cugel tomó uno de los cubos vacíos y lo lanzó contra el rostro de Nissifer; luego, mientras Nissifer apartaba el cubo de un manotazo, saltó hacia adelante y, con un gran tajo, cortó el vinculo, separando el abdomen del tórax. El abdomen cayó al suelo, se estremeció y saltó, y terminó rodando por las escaleras hasta la cubierta central. Nissifer ignoró la mutilación y siguió adelante, chorreando un espeso líquido amarillo por la herida. Se inclinó hacia la bitácora y adelantó sus largos brazos negros. Cugel se apartó rápidamente, dando tajos con la espada. Nissifer chirrió y siguió avanzando, y barrió la espada de manos de Cugel de un tremendo golpe. Con un ensordecedor cliqueteo de sus élitros, aferró a Cugel y lo apretó contra sí. — Ahora, Cugel, aprenderás el significado de fetidez. Cugel inclinó la cabeza y arrojó la «Estallido Pectoral» contra el tórax de Nissifer. Cuando Varmous, con la espada en la mano, subió al castillo de popa, encontró a Cugel reclinado con piernas temblorosas contra la barandilla. Miró a su alrededor por toda la cubierta. — ¿Dónde esta Nissifer? — Nissifer ya no está -respondió Cugel con voz débil.

Cuatro días más tarde la caravana descendió de las colinas a las orillas del lago Zaol. Al otro lado de las resplandecientes aguas ocho torres blancas, medio ocultas por una bruma rosada, señalaban el emplazamiento de Kaspara Vitatus, conocida a veces como «La ciudad de los monumentos». La caravana rodeó el lago y se acercó a la ciudad por la Avenida de las Dinastías. Tras pasar bajo un centenar o más de los famosos monumentos, la caravana llegó al centro de la ciudad. Varmous se dirigió a su lugar de hospedaje habitual, la posada de Kanbaw, y los agotados pasajeros se dispusieron a descansar. Mientras ordenaba la cabina ocupada por Nissifer, Cugel había descubierto un saquito de cuero conteniendo más de cien terces, que tomó como su posesión personal. Varmous, sin embargo, insistió en ayudar a Cugel a explorar los efectos de Ivanello, Ermaulde y Perruquil. Descubrieron otros trescientos terces, que repartieron a partes iguales. Varmous se quedó con el guardarropa de Ivanello, mientras le permitía a Cugel conservar el pendiente que era un ópalo lechoso y que había ansiado desde un principio. Cugel ofreció también a Varmous la posesión del Avventura por quinientos terces. — ¡El precio es un auténtico regalo! ¿Dónde encontrarás un barco tan resistente como éste, completamente equipado y en excelentes condiciones, por este precio? Varmous se limitó a reír. — Si me ofrecieras un bocio de buen tamaño por sólo diez terces, ¿lo compraría yo, fuera o no barato? — Esta proposición es distinta -señaló Cugel. — ¡Bah! Su magia está esfumándose. Cada día el barco cuelga más pesadamente sobre el suelo. En medio de las tierras áridas, ¿qué utilidad tiene un barco que ni flota en el aire ni navega en la arena? Por pura estupidez, te ofrezco trescientos, no más. — ¡Absurdo! -se burló Cugel, y así quedaron las cosas. Varmous fue a comprobar la reparación de sus carros, y descubrió a un par de pescadores del lago inspeccionando con interés el Avventura. Tras el consabido regateo, Varmous consiguió obtener una oferta en firme por el barco, por un precio de seiscientos veinticinco terces. Cugel, mientras tanto, bebía cerveza en la posada de Kanbaw. Mientras permanecía sentado allí meditando, entró en la sala común una pandilla de siete hombres de duros rasgos y roncas voces. Cugel miró dos veces al líder, luego una tercera vez, y finalmente reconoció al capitán Wiskich, el antiguo propietario del Avventura. El capitán Wiskich había seguido a todas luces el rastro del buque, en una acalorada persecución por recuperar su propiedad. Cugel salió discretamente de la sala común y fue en busca de Varmous, el cual a su vez estaba buscando a Cugel. Se encontraron frente a la posada. Varmous deseaba

beber una cerveza en la sala común, pero Cugel lo condujo al otro lado de la avenida, a un banco desde el cual podían observar el sol ponerse en el lago Zaol. Finalmente fue mencionado el Avventura, y se llegó a un acuerdo con una sorprendente facilidad. Varmous pagó doscientos cincuenta terces por la propiedad del barco. Los dos hombres se separaron con la mayor satisfacción mutua. Varmous fue en busca de los pescadores, mientras Cugel, disfrazándose con una capa con capucha y una falsa barba, se alojó en la hostería de la Estrella Verde, usando la identidad de Tichenor, proveedor de intiguas inscripciones tumbales.

Por la tarde pudo oírse un gran tumulto, primero en las inmediaciones de los muelles y luego en la posada de Kanbaw, y las personas que entraron en la Estrella Verde identificaron a los alborotadores como un grupo de pescadores locales en conflicto con una pandilla de viajeros recién llegados, con posterior inclusión de Varmous y sus caravaneros. Finalmente se restableció el orden. No mucho después, dos hombres entraron en la sala común de la Estrella Verde. Uno de ellos gritó con voz ronca: — ¿Hay alguien aquí llamado Cugel? El otro dijo con más contención: — Se necesita urgentemente la presencia de Cugel. Si está aquí, por favor, que dé un paso adelante. Cuando nadie respondió, los dos hombres se marcharon, y Cugel se retiró a su habitación. Por la mañana Cugel se dirigió a unas caballerizas cercanas, donde adquirió un corcel para proseguir el viaje al sur. El muchacho de las caballerizas lo acompañó luego a una tienda, donde Cugel compró una nueva bolsa y un par de sacas para la silla, donde metió todo lo necesario para el viaje. Su sombrero estaba muy ajado y además hedía allá donde había entrado en contacto con Nissifer. Cugel retiró la «Estallido Pectoral», la envolvió en una densa tela, y la metió en su nueva bolsa. Compró una gorra de visera corta de terciopelo verde oscuro que, además de distar mucho de ser ostentosa, gustó a Cugel por su aire de contenida elegancia. Cugel pagó su cuenta con los terces de la bolsa de cuero de la cabina de Nissifer; también hedían. Cugel se disponía a comprar una nueva bolsa, pero fue disuadido por el muchacho. — ¿Por qué malgastar vuestros terces? Tengo una bolsa muy parecida a ésta que puedo ofreceros completamente gratis. — Es muy generoso de tu parte -dijo Cugel, y ambos regresaron a las caballerizas, donde Cugel transfirió sus terces a la nueva bolsa.

Fue traído el caballo. Cugel montó, y el muchacho ajustó las sacas en su sitio en la parte de atrás de la silla. En aquel momento, dos hombres de aspecto brutal entraron en las caballerizas y se acercaron con largas zancadas. — ¿Te llamas Cugel? — ¡Definitivamente no! -declaró Cugel-. ¡En absoluto! ¡Soy Tichenor! ¿Qué deseáis de ese Cugel? — Nada que sea asunto tuyo. Ven con nosotros; tu aspecto es poco convincente. — No tengo tiempo para bromas -dijo Cugel-. Muchacho, pásame la bolsa de cuero. El muchacho obedeció, y Cugel aseguró la bolsa en su silla. Espoleó el caballo para alejarse, pero los dos hombres se pusieron en su camino. — Tienes que venir con nosotros. — Imposible -dijo Cugel-. Voy camino de Torqual -Dio una patada a uno en la nariz y al otro en la barriga, y lanzó el caballo al galope Avenida de las Dinastías abajo, y así partió de Kaspara Vitatus. Al cabo de un tiempo se detuvo para averiguar si le perseguía alguien. Un olor desagradable alcanzó sus fosas nasales, procedente de la bolsa de cuero. Ante su perplejidad, demostró ser la misma bolsa que había tomado de la cabina de Nissifer. Cugel miró ansiosamente dentro, para hallar, en vez de terces, pequeños objetos de corroído metal. Lanzó un gruñido de decepción y, haciendo dar la vuelta al caballo, emprendió el regreso a Kaspara Vitatus. Pero entonces divisó a una docena de hombres inclinados sobre sus sillas, avanzando hacia él en acalorada persecución. Lanzó otro grito de rabia y frustración. Arrojó la bolsa de cuero al suelo y, haciendo dar de nuevo la vuelta al caballo, emprendió el camino al sur a toda velocidad. 1

En los banquetes castilliones es colocado un gran tonel en un balcón alto sobre el gran salón. Tubos flexibles descienden de él hasta cada comensal. El invitado se sienta, fija uno de esos tubos a la canilla que ha practicado en su mejilla, y así puede beber sin pausa mientras cena, evitando la molestia de abrir botellas, llenar vasos o jarras, alzarlos, inclinarlos y beber su contenido, con el consiguiente peligro de derramar el liquido o romper el vaso o jarra. Mediante este proceso puede también comer ó beber más eficientemente, y así ganar tiempo para dedicarlo a las canciones.

Libro Quinto DE KASPARA VITATUS A CUIRNIF

1 Las diecisiete vírgenes La caza prosiguió durante mucho tiempo y hasta muy lejos, y lo condujo hasta aquella zona de deprimentes colinas color hueso conocidas como las Rugosas Pálidas. Finalmente Cugel utilizó un hábil truco para librarse de la persecución, saltando de su montura y ocultándose entre las rocas mientras sus enemigos pasaban a toda velocidad por su lado, a la caza del caballo sin jinete. Cugel aguardó escondido allí hasta que el furioso grupo regresó en dirección a Kaspara Vitatus, peleándose entre ellos. Emergió de su escondite y, tras agitar el puño y gritar maldiciones hacia las ahora distantes figuras, se volvió y prosiguió su camino al sur por entre las Rugosas Pálidas. La región era tan desolada y melancólica como la superficie de un sol muerto, y así era evitada por criaturas tales como los sindics, los shambs, los erbs y los visps, lo cual constituyó para Cugel una única y melancólica fuente de satisfacción. Avanzó lentamente, paso a paso: subiendo una colina para dominar una interminable sucesión de desnudas ondulaciones, bajando la otra vertiente hasta la oquedad donde a raros intervalos un riachuelo de escaso caudal alimentaba una enfermiza vegetación. Allí encontró Cugel rampo, bardana, escuallix y algún que otro ocasional tritón, que impidieron que se muriera de hambre. Un día siguió a otro. El sol se alzaba frío y opaco en un cielo azul oscuro, y parecía parpadear de tanto en tanto, velado por una película lustrosa azul negra, para ponerse finalmente como una hermosa perla púrpura por el oeste. Cuando la oscuridad hacía imposible el avance, Cugel se envolvía en su capa y dormía de la mejor manera posible. Por la tarde del séptimo día Cugel cojeó ladera abajo de una de las colinas hacia un antiguo huerto. Encontró y devoró unas pocas y mustias manzanas, luego siguió avanzando a lo largo de un viejo camino. El sendero avanzaba durante más de un kilómetro antes de desembocar en una cortada que dominaba una amplia llanura. Directamente debajo, un río rodeaba una pequeña ciudad, seguía trazando una amplia curva hacia el sudoeste, y finalmente desaparecía entre la bruma. Cugel examinó el paisaje con profunda atención. A lo largo de la llanura vio jardines muy cuidados, todos exactamente cuadrados y de idéntico tamaño; por el río avanzaba la chalana de un pescador. Una plácida escena, pensó Cugel. Por otra parte, la ciudad estaba edificada con una arquitectura extraña y arcaica, y la escrupulosa precisión con

que las casas rodeaban la plaza central sugería una probable inflexibilidad en los habitantes. Las propias casas no eran menos uniformes, construcciones formadas por dos, o tres, o incluso cuatro bulbos achaparrados de tamaño cada vez menor, uno encima del otro, y el inferior pintado siempre de azul, el segundo de rojo oscuro, el tercero y el cuarto respectivamente de ocre mostaza mate y de negro; y cada casa estaba rematada por una espira de varillas de hierro extravagantemente retorcidas, de mayor o menor altura. Una posada a la orilla del río mostraba un estilo algo más sencillo y normal, y estaba rodeada por un agradable jardín. A lo largo del camino que bordeaba el río, hacia el Oeste, Cugel observó entonces la aproximación de una caravana de seis carromatos de altas ruedas, y sus recelos se disolvieron; evidentemente la ciudad era tolerante con los extraños, y Cugel empezó a bajar confiado la colina. En los arrabales de la ciudad se detuvo y extrajo su vieja bolsa, que aún retenía, pese a que colgaba vacía y fláccida. Cugel examinó su contenido: cinco terces, una suma completamente inadecuada para sus necesidades. Reflexionó un momento, luego recogió un puñado de guijarros y los metió en la bolsa, para crear una tranquilizadora rotundidad. Se sacudió el polvo de los pantalones, se ajustó su gorra verde de cazador, y siguió adelante. Entró en la ciudad sin que nadie le dijera nada o siquiera le mirase. Cruzó la plaza y se detuvo para inspeccionar un artilugio aún más peculiar que la curiosa arquitectura general: una especie de pozo hecho de piedras donde ardían varios troncos con unas llamas muy altas, orillado por cinco lámparas sostenidas por postes de hierro, cada una de ellas con cinco mechas, y encima del conjunto un intrincado entrelazado de espejos y lentes cuya finalidad sobrepasaba la comprensión de Cugel. Dos hombres jóvenes atendían con diligencia el dispositivo, recortando las veinticinco mechas, removiendo el fuego, ajustando las palancas y tornillos que controlaban los espejos y lentes. Llevaban lo que parecía ser el atuendo local: voluminosos pantalones azules largos hasta las rodillas, camisas rojas, chaquetas negras con botones de latón y sombreros de ala ancha; tras lanzarle miradas desinteresadas se desentendieron completamente de Cugel, y éste siguió su camino hacia la posada. En el jardín adyacente había un par de docenas de ciudadanos sentados ante varias mesas, comiendo y bebiendo a placer. Cugel los observó un instante o dos; su formalismo y sus gestos elegantes sugerían los modales de tiempos muy pasados. Como sus casas, eran de una clase única para la experiencia de Cugel: pálidos y delgados, con cabezas en forma de huevo, largas narices, ojos oscuros y expresivos y orejas recortadas en varios estilos. Los hombres eran uniformemente calvos, y sus cráneos brillaban a la rojiza luz del sol. Las mujeres llevaban su pelo negro con raya en medio, cortado bruscamente a poco más de un centímetro encima de las orejas: un estilo que Cugel consideró indecoroso. Observando a la gente comer y beber, Cugel no pudo evitar el recordar la dieta que lo había sustentado durante su travesía de las Rugosas Pálidas, y dejó de pensar en sus terces. Entró en el jardín y se sentó a una mesa. Un hombre corpulento con un delantal azul se le acercó, frunciendo ligeramente el ceño ante el aspecto general de Cugel. Este se apresuró a sacar dos terces y se los tendió. — Esto es para ti, mi buen amigo, para asegurarme un buen servicio. Acabo de completar un difícil viaje; estoy muerto de hambre. Puedes traerme una bandeja idéntica a la que está comiendo aquel caballero de allá, junto con una selección de platos de guarnición y una botella de vino. Luego sé tan amable de pedirle al posadero

que me prepare una habitación confortable. -Cugel tomó descuidadamente su bolsa y la dejó caer sobre la mesa para que su peso produjera una impresionante implicación-. También necesitaré un baño, ropa limpia y un barbero. — Soy Maier, el posadero -dijo el hombre corpulento con obsequiosa voz-. Veré que tus demandas sean atendidas inmediatamente. — Espléndido -dijo Cugel-. Me siento favorablemente establecimiento, y quizá me quede varios días.

impresionado

por

tu

El posadero hizo una agradecida reverencia y se apresuró a supervisar la preparación de la cena de Cugel. Cugel disfrutó de una excelente comida, aunque el segundo plato, langostinos rellenos con carne picada y tiras de mangoneel escarlata, le pareció un poco demasiado picante. El pollo asado, sin embargo, era irreprochable, y el vino complació tanto a Cugel que encargó una segunda botella. Maier el posadero le sirvió la botella personalmente, y aceptó los cumplidos de Cugel con un rastro de complacencia. — ¡No hay mejor vino en Gundar! Es caro, por supuesto, pero vos sois una persona que apreciáis lo mejor. — Exacto -dijo Cugel-. Siéntate y toma un vaso conmigo. Confieso mi curiosidad respecto a esta notable ciudad. El posadero aceptó de buen grado la sugerencia de Cugel. — Me sorprende que encuentres notable Gundar. Llevo viviendo aquí toda mi vida, y me parece completamente ordinaria. — Citaré tres circunstancias que considero dignas de notar -señaló Cugel, ahora algo expansivo a causa del vino-. En primer lugar: la bulbosa construcción de vuestros edificios. Segundo: esa maraña de lentes sobre el fuego, que como mínimo estimula el interés del extranjero. Y tercero: el hecho de que todos los hombres de Gundar sean absolutamente calvos. El posadero asintió pensativo. — La arquitectura al menos puede explicarse rápidamente. Los antiguos gunds vivían en enormes calabazas. Cuando una sección de la pared se debilitaba era reemplazada por tablas, hasta que al cabo del tiempo la gente descubrió que estaba viviendo en casas completamente hechas de madera pero con la forma original de la calabaza, y el estilo ha persistido. En cuanto al fuego y a los proyectores, ¿no conoces la Orden Universal de los Emosinarios Solares? Estimulamos la vitalidad del sol; mientras nuestro rayo de vibración simpática regule la combustión solar, nunca se extinguirá. Existen estaciones similares en otras localizaciones: En Azor Azul; en la isla de Brazel; en la ciudad amurallada de Munt; y en el observatorio del gran Mantenedor de las Estrellas en Vir Vassilis. Cugel agitó pesaroso la cabeza.

— He oído que las condiciones han cambiado. Hace mucho tiempo que Brazel yace bajo las aguas. Munt fue destruida hace un millar de años por los distrofos. Nunca he oído hablar ni de Azor Azul ni de Vir Vassilis, pese a que he viajado mucho. Es posible que aquí en Gundar seáis los únicos Emosinarios Solares que aún existen. — Esa es una noticia decepcionante -declaró Maier-. La apreciable debilitación del sol resulta así explicada. Quizá será mejor que doblemos el fuego bajo nuestro regulador. Cugel sirvió más vino. — Una pregunta ronda todavía por mi mente. Si, como sospecho, ésta es la única estación Emosinaria Solar que aún opera, ¿quién o qué regula el sol cuando pasa por debajo del horizonte? El posadero agitó la cabeza. — No puedo ofrecer ninguna explicación. Puede que durante las horas de la noche el sol se relaje y duerma, aunque esto, por supuesto, es pura especulación. — Permíteme ofrecer otra hipótesis -dijo Cugel-. Es concebible que la debilitación del sol haya avanzado más allá de toda posibilidad de regulación, de modo que vuestros esfuerzos, aunque antiguamente útiles, resultan ahora ineficaces. Maier alzó perplejo las manos. — Estas complicaciones superan mis alcances, pero ahí está el nolde Huruska. -Atrajo la atención de Cugel hacia un grueso hombre con un enorme pecho y una hirsuta barba negra que estaba de pie en la entrada-. Disculpadme un momento. -Se puso en pie y, dirigiéndose al nolde, habló con él unos minutos, señalando a Cugel de tanto en tanto. El nolde hizo finalmente un brusco gesto y avanzó cruzando el jardín hacia Cugel. — Tengo entendido que afirmas que no existen otros Emosinarios excepto nosotros dijo con voz recia. — No he afirmado nada tan definitivo -dijo Cugel, algo a la defensiva-. Observé que había viajado mucho y que no había llamado mi atención ninguna otra agencia «Emosinaria»; y especulé inocentemente que es posible que ninguna esté operando en la actualidad. — En Gundar concebimos la «inocencia» como una cualidad positiva, no simplemente como una insípida ausencia de culpabilidad -afirmó el nolde-. No somos los estúpidos que pueden suponer algunos sucios rufianes. Cugel reprimió la acerba observación que brotó a sus labios y se limitó a encogerse de hombros. Maier se alejó con el nolde y, durante varios minutos, ambos hombres conferenciaron, con frecuentes miradas en dirección a Cugel. Luego el nolde se fue, y el posadero regresó a la mesa de Cugel. — Hay que reconocer que el nolde de Gundar es un tanto brusco -dijo-, pero es muy competente.

— Sería presuntuoso por mi parte hacer algún comentario -dijo Cugel-. ¿Cuál es exactamente su función? — En Gundar damos gran importancia a la precisión y al método -explicó Maier-. Creemos que la ausencia de orden anima el desorden; y el oficial responsable de impedir el capricho y la anormalidad es el nolde... ¿De qué estábamos hablando? Oh, sí, mencionasteis nuestra llamativa calvicie. No puedo ofrecer ninguna explicación definida. Según nuestros sabios, la condición significa la perfección final de la raza humana. Otras personas dan crédito a una antigua leyenda. Un par de magos, Astherlin y Mauldred, rivalizaban por el favor de los gunds. Astherlin prometió la ventaja de una extrema pilosidad, de modo que la gente de Gundar nunca necesitase llevar ropas. Mauldred, por el contrario, ofrecía a los gunds la ausencia de pelo, con todas las ventajas consecuentes, y ganó fácilmente la confrontación; de hecho, Mauldred se convirtió en el primer nolde de Gundar, el puesto que ahora ocupa, como habréis podido ver, Huruska. -Maier el posadero frunció los labios y miró hacia el otro lado del jardín-. Huruska, de naturaleza desconfiada, me ha recordado mi regla inalterable de pedir a todos los huéspedes de paso que liquiden diariamente sus cuentas. Naturalmente, le he asegurado que vos erais de completa confianza, pero aunque sólo sea para complacer a Huruska, os presentaré la cuenta por la mañana. — Eso es el equivalente a un insulto -declaró altaneramente Cugel-. ¿Tenemos que doblegarnos todos a los caprichos de Huruska? ¡No yo, puedes estar seguro de ello! Liquidaré mi cuenta de la forma habitual. El posadero parpadeó. — ¿Puedo preguntaros cuánto tiempo pensáis permanecer en Gundar? — Mi viaje me lleva al sur, utilizando el transporte más rápido posible, que supongo debe ser el barco fluvial. — La ciudad de Lumarth está a diez días de caravana cruzando el Lirrh Aing. El río Isk pasa también por Lumarth, pero se considera poco aconsejable debido a las tres regiones que cruza antes de llegar a ella. Las marismas de Lallo están infestadas de insectos picadores; los árboles enanos del bosque de Santalba bombardean a las barcas que pasan por allí con desechos; y los rápidos Desesperados destrozan tanto barcas como huesos. — En ese caso viajaré en caravana -dijo Cugel-. Mientras tanto permaneceré aquí, a menos que las persecuciones de Huruska se vuelvan intolerables. Maier se humedeció los labios y miró por encima del hombro. — Aseguré a Huruska que me atendría a la letra estricta de mi regla. Seguro que armará un gran alboroto con el asunto, a menos que... Cugel hizo un gesto de condescendencia. — Tráeme lacre. Sellaré mi bolsa, que contiene una fortuna en ópalos y alumes. Depositaremos la bolsa en tu caja fuerte, y tú puedes conservarla como garantía. ¡Ni siquiera Huruska podrá protestar!

Maier alzó asustado las manos. — ¡No puedo aceptar tanta responsabilidad! — Olvida los temores -dijo Cugel-. He protegido la bolsa con un conjuro; al instante mismo que cualquier criminal rompa los sellos, las joyas se verán transformadas en piedras. Maier aceptó dubitativo la bolsa de Cugel bajo aquellos términos. Juntos aplicaron el lacre y depositaron la bolsa en la caja fuerte del posadero. Cugel se dirigió entonces a su habitación, donde se bañó, pidió los servicios de un barbero y se vistió con ropas limpias. Se colocó el sombrero en un ángulo apropiado, y salió a la plaza. Sus pasos le condujeron hasta la estación del Emosinario Solar. Como antes, dos jóvenes trabajaban diligentemente en ella, uno removiendo el fuego y ajustando las cinco lámparas, mientras el oro movía los reguladores para orientarlos al descendente sol. Cugel inspeccionó el ingenio desde todos los ángulos, v finalmente la persona que atendía el fuego dijo: — ¿No sois vos ese notable viajero que hoy expresó sus dudas sobre la eficacia del Sistema Emosinario? — Les dije a Maier y Huruska esto -señaló cautelosamente Cugel-: Que Brazel se ha hundido en las aguas del golfo de Melantine y que casi ha desaparecido del recuerdo; que la ciudad amurallada de Munt está desierta y abandonada desde hace mucho; que no he oído hablar nunca ni de Azor Azul ni de Vir Vassilis. Esas fueron mis únicas afirmaciones positivas. El joven que avivaba el fuego lanzó petulante una brazada de troncos al pozo. — Pero se nos ha dicho que consideras inútiles nuestros esfuerzos. — Yo no iría tan lejos -dijo Cugel educadamente-. Aunque las otras agencias Emosinarias hayan sido abandonadas, es posible que el regulador de Gundar sea suficiente; ¿quién sabe? — Os diré esto -declaró el alimentador-. Trabajamos sin recompensa alguna, y en nuestro tiempo libre debemos cortar y transportar combustible. El proceso es tedioso. El operador del dispositivo de orientación amplificó la queja de su amigo: — Huruska y los ancianos no hacen nada del trabajo; simplemente ordenan que lo hagamos nosotros, lo cual es la parte más fácil del proyecto. Janred y yo somos de una nueva generación más sofisticada; rechazamos por principio todas las doctrinas dogmáticas. Yo, por mi par-te, considero el sistema Emosinario Solar una pérdida de tiempo y esfuerzos.

— Si las demás agencias han sido abandonadas -argumentó Janred-, ¿quién o qué regula el sol cuando pasa por debajo del horizonte? El sistema es pura tontería. de ¡Voy a demostrarlo ahora mismo, y nos libraremos este poco agradecido trabajo! declaró el operador de las lentes. Accionó una palanca-. Observad que dirijo el rayo regulador lejos del sol. ¡Mirad! ¡Brilla como antes, sin recibir la menor atención de nuestra parte! Cugel inspeccionó el sol, y de hecho parecía brillar como antes, parpadeando de tanto en tanto y estremeciéndose como un viejo con escalofríos. Los dos jóvenes observaron con similar interés, y a medida que pasaban los minutos empezaron a murmurar satisfechos. — ¡Esto nos da la razón! ¡El sol no se ha apagado! Mientras observaban, quizá fortuitamente, el sol sufrió un espasmo caquéctico, y se inclinó alarmantemente hacia el horizonte. Tras ellos sonó un ultrajado aullido, y el nolde Huruska avanzó corriendo. — ¿Qué significa esta irresponsabilidad? ¡Dirije el regulador a su objetivo, e inmediatamente! ¿Quieres que vayamos tanteando en la oscuridad todo el resto de nuestras vidas? El alimentador señaló resentidamente a Cugel con el pulgar: — El nos convenció de que el sistema era innecesario y de que nuestro trabajo era inútil. — ¿Qué? -Huruska hizo girar su formidable cuerpo para enfrentarse a Cugel-. ¡Hace sólo unas horas que has puesto el pie en Gundar, y ya estás alterando la trama misma de nuestra existencia! ¡Te advierto, nuestra paciencia no es ilimitada! ¡Márchate, y no vuelvas a acercarte una segunda vez a la agencia Emosinaria! Atragantándose de furia, Cugel giró sobre sus talones y se alejó cruzando la plaza. En la terminal de caravanas preguntó por transporte hacia el sur, pero la caravana que había llegado al mediodía partiría de nuevo al día siguiente hacia el este, volviendo por el mismo camino por el que había venido. Cugel regresó a la posada y entró en la taberna. Observó a tres hombres que jugaban a cartas, y se situó como observador. El juego resultó ser una versión simplificada del zampolio, y finalmente Cugel pidió unirse al juego. — Pero sólo si las apuestas no son demasiado altas -protestó-. No soy muy ducho en el juego, y me disgusta perder más de uno o dos terces. — Bah -exclamó uno de los jugadores-. ¿Qué es el dinero? ¿Quién se lo gastará cuando estemos muertos? — Si perdemos todo nuestro oro -dijo chistosamente otro-, no tendremos que seguir cargando con él. — Todos tenemos que aprender -aseguró a Cugel el tercer jugador-. Eres afortunado de tener ante ti a los tres mejores expertos de Gundar como instructores.

Cugel retrocedió, alarmado. — ¡Me niego a perder más de un solo terce! — ¡Oh, vamos! ¡No seas cobarde! — Muy bien -dijo Cugel-. Me arriesgaré. Pero estas cartas están arrugadas y sucias. Por casualidad, tengo una baraja nueva en mi bolsillo. — ¡Excelente! ¡Empecemos el juego!

Dos horas más tarde los tres gunds arrojaban sus cartas, lanzaban a Cugel prolongadas y duras miradas, y luego, como movidos por un mismo impulso, se ponían en pie y se marchaban de la taberna. Cugel inspeccionó sus ganancias: contó treinta y dos terces y unas cuantas monedas de cobre. Más animado, se retiró a su habitación para pasar la noche. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, observó la llegada del nolde Huruska, que inmediatamente entabló conversación con Maier el posadero. Unos minutos más tarde Huruska se acercó a la mesa de Cugel y miró a éste con algo parecido a una sonrisa de amenaza, mientras Maier permanecía inmóvil, ansioso, unos pasos más atrás. — Bien, ¿qué ocurre esta vez? -preguntó Cugel con tensa educación-. El sol ha salido; mi inocencia respecto al rayo regulador ha quedado establecida. — Ahora estoy preocupado por otro asunto. ¿Estás al corriente de las penas por fraude? Cugel se alzó de hombros. — Es un asunto que no me interesa. — Son severas, y volveré a ellas dentro de un momento. Primero permíteme preguntarte: ¿confiaste a Maier una bolsa que se suponía que contenía valiosas joyas? — Lo hice. Debo añadir que la propiedad está protegida por un conjuro; si se rompe el sello, las gemas se convertirán en vulgares guijarros. Huruska mostró la bolsa. — Observa: el sello está intacto. Corté una ranura en la piel y miré dentro. El contenido era entonces, y es ahora -volcó el contenido de la bolsa sobre la mesa con un floreo- guijarros idénticos a los que hay ahí fuera en la calle. Cugel lanzó una ultrajada exclamación.

— ¡Las joyas son ahora piedras sin ningún valor! -¡Te hago responsable del hecho, y deberás resarcirme! Huruska lanzó una ofensiva risotada. — Si puedes cambiar gemas por piedras, también puedes cambiar piedras por gemas. Maier te presentará ahora la cuenta. Si te niegas a pagar, tengo intención de encerrarte bajo grilletes en la más oscura celda hasta que cambies de opinión. — Tus insinuaciones son a la vez intolerables y absurdas -declaró Cugel-. ¡Posadero, presenta tu cuenta! Terminemos con esto de una vez por todas. Maier avanzó con un trozo de papel en la mano. — El total asciende a once terces, más cualquier gratificación que consideréis merecida. — No habrá gratificaciones -dijo Cugel-. ¿Importunas a todos tus huéspedes de esta manera? -Arrojó once terces sobre la mesa-. Toma tu dinero y déjame en paz. Maier recogió avergonzado las monedas; Huruska lanzó un sonido inarticulado y se dio la vuelta. Cugel, una vez finalizado su desayuno, se fue a pasear de nuevo por la plaza. Allí se cruzó con un individuo que reconoció como el camarero de la taberna, y le hizo señas de que se detuviera. — Pareces una persona despierta y de fiar -dijo Cugel-. ¿Puedo preguntarte tu nombre? — Generalmente me llaman «Zeller» — Supongo que conoces bien a la gente de Gundar. — Me considero bastante bien informado. ¿Por qué lo preguntas? — Primero -dijo Cugel-, déjame preguntarte si no te importaría sacarle a tus conocimientos un buen provecho. — Naturalmente, siempre que eluda la atención del nolde. — Muy bien. Observo allí una barraca desocupada que servirá para nuestros propósitos. Dentro de una hora tendremos en marcha nuestra empresa. Cugel regresó a la posada, donde, a petición suya, Maier trajo una tabla, pincel y pintura. Cugel compuso un letrero: EL EMINENTE CUGEL, VIDENTE CONSEJOS, INTERPRETACIONES, PRONÓSTICOS ¡PREGUNTAD! ¡SERÉIS RESPONDIDOS! CONSULTAS: TRES TERCES

Cugel colgó el cartel encima de la barraca, puso unas cortinas, y aguardó la llegada de los primeros clientes. Mientras tanto, el camarero se había ocultado discretamente en la parte de atrás. Casi de inmediato la gente que pasaba por la plaza empezó a pararse para leer el cartel. Una mujer recién entrada en la madurez terminó acercándose. — Tres terces es una buena suma. ¿Qué resultados puedes garantizarme? — Ninguno en absoluto, por la naturaleza misma de las cosas. Soy un hábil vidente, conozco las artes de la magia, pero el conocimiento acude a mí desde fuentes desconocidas e incontrolables. La mujer pagó su dinero. — Tres terces es barato si puedes resolver mis preocupaciones. Mi hija ha gozado durante toda su vida de la mejor salud, pero ahora languidece y sufre de morosidad. Todos mis remedios no sirven de nada. ¿Qué debo hacer? — Un momento, señora, mientras medito. -Cugel corrió la cortina y se inclinó hacia donde podía oír las susurradas observaciones del camarero. Luego volvió a descorrer la cortina.-. ¡He sido uno con el cosmos! El conocimiento ha entrado en mi mente! Tu hija Dilian está embarazada. Por tres terces adicionales puedo proporcionarte el nombre del padre. — Los pagaré con placer -declaró la mujer hoscamente. Pagó, recibió la información, y se fue con paso firme. Se acercó otra mujer, pagó tres terces, y Cugel se concentró en su problema. — Mi esposo me aseguró durante toda su vida que había puesto de lado un cofre lleno de monedas de oro en previsión del futuro, pero desde su muerte no he conseguido hallar ni una de cobre. ¿Dónde ocultó el oro? Cugel cerró las cortinas, recabó consejo del camarero, y reapareció ante la mujer. — Tengo noticias decepcionantes para ti. Tu marido Finister gastó la mayor parte de su oro acumulado en la taberna. Con el resto compró un broche de amatista para una mujer llamada Varletta. La noticia de las notables habilidades de Cugel se difundió rápidamente, y el negocio empezó a florecer. Poco antes del mediodía, una robusta mujer, con capucha y velo, se acercó a la barraca, pagó sus tres terces y preguntó con una voz extrañamente aguda y ronca a la vez: — ¡Léeme mi fortuna! Cugel corrió las cortinas y consultó al camarero, que se hallaba desconcertado. — No conozco a ésa, no puedo decirte nada.

— No importa -dijo Cugel-. Mis sospechas han sido verificadas. Apartó a un lado la cortina. — Los portentos no están claros y me niego a aceptar tu dinero. -Cugel devolvió los tres terces-. Pero puedo decirte esto: eres persona de carácter dominante y no excesiva inteligencia. ¿Qué se abre ante ti? ¿Honores? ¿Un largo viaje fluvial? ¿La venganza de tus enemigos? ¿Riqueza? La imagen está distorsionada; podría estar leyendo mi propio futuro. La mujer arrancó sus velos y se irguió, revelando al nolde Huruska. — Maestro Cugel, tienes realmente suerte de haberme devuelto mi dinero, o de otro modo te hubiera detenido por prácticas engañosas. De todos modos, considero tus actividades perjudiciales y contrarias al interés público. Gundar es un rugir a causa de tus revelaciones; no harás más. Retira tu cartel, y da las gracias de haber escapado tan fácilmente. — Me alegrará cerrar la empresa -dijo Cugel con dignidad-. El trabajo es agotador. Huruska se alejó a grandes zancadas. Cugel partió sus ganancias con el camarero, y se separaron con un espíritu de satisfacción mutua. Cugel cenó de lo mejor que podía ofrecerle la posada, pero más tarde, cuando fue a la taberna, descubrió una evidente falta de amistosidad entre los clientes, y finalmente se fue a su habitación. A la mañana siguiente, mientras desayunaba, una caravana de diez carromatos llegó a la ciudad. La carga principal parecía ser un grupo de diecisiete hermosas doncellas, que ocupaban dos de los carromatos. Otros tres carros servían de dormitorios, mientras los restantes cinco estaban cargados con artículos diversos, baúles, balas y cajas. El maestro caravanero, un hombre corpulento de mediana edad con largo pelo castaño y sedosa barba, ayudó a su deliciosa carga a bajar al suelo y luego la condujo a la posada, donde Maier sirvió a las muchachas un abundante desayuno de gachas de especias, conserva de membrillo y té. Cugel observó el grupo mientras comía, y reflexionó que un viaje a casi cualquier destino en tal compañía tenía que ser a todas luces un viaje agradable. Apareció el nolde Huruska, y fue a presentar sus respetos al jefe de la caravana. Los dos hombres conversaron amigablemente durante cierto tiempo, mientras Cugel aguardaba impaciente. Al fin Huruska se fue. Las doncellas, tras terminar de comer, salieron a pasear por la plaza. Cugel se dirigió a la mesa donde se sentaba el jefe de la caravana. — Señor, me llamo Cugel, y me gustaría intercambiar unas palabras contigo. — ¡Por supuesto! Siéntate, por favor. ¿Quieres un vaso de este excelente té? — Gracias. Antes que nada, ¿puedo preguntar cuál es el destino de tu caravana?

El jefe de la caravana mostró sorpresa ante la ignorancia de Cugel. — Nos encaminamos a Lumarth; ésas son las «Diecisiete Vírgenes de Symnathis», que tradicionalmente honran el Gran Desfile. — Soy extranjero en esta región -explicó Cugel-. Por eso no sé nada de las costumbres locales. En cualquier caso, yo también me dirijo a Lumarth, y me encantará viajar con tu caravana. El jefe de la caravana asintió, afable. — A mí me encantará tenerte con nosotros. — ¡Excelente! -dijo Cugel-. Entonces, todo está arreglado. El jefe de la caravana se mesó la sedosa barba castaña. — Debo advertirte que mis tarifas son un poco mas altas de lo habitual, debido a las comodidades adicionales que me veo obligado a proporcionar a esas diecisiete exigentes doncellas. — Por supuesto -dijo Cugel-. ¿Cuánto pides? — El viaje ocupa la mayor parte de diez días, y mi tarifa mínima es de veinte terces al día, o sea que el total es de doscientos terces, más un suplemento de veinte terces por el vino. — Esto es mucho más de lo que puedo permitirme -dijo Cugel con voz desanimada-. En estos momentos dispongo solamente de un tercio de esta suma. ¿Hay alguna forma en que pueda ganarme mi pasaje? — Desgraciadamente no -dijo el jefe de la caravana-. Esta misma mañana el puesto de guardia armado, que además de viajar gratis recibe un pequeño estipendio, estaba vacante, pero Huruska el nolde, que desea visitar Lumarth, ha aceptado servir como tal, y el puesto ha quedado ocupado. Cugel emitió un sonido decepcionado y alzó los ojos al cielo. Cuando finalmente pudo hablar de nuevo dijo: — ¿Cuándo piensas marchar? — Mañana al amanecer, con absoluta puntualidad. Lamento no tener el placer de tu compañía. — Comparto la tristeza -dijo Cugel. Volvió a su mesa y se sentó, meditabundo. Finalmente fue a la taberna, donde se jugaban varias partidas de cartas. Cugel intentó unirse a alguna de ellas, pero en cada ocasión se vio rechazado. Regresó de un humor taciturno al mostrador, donde Maier estaba desembalando una caja de jarras de arcilla. Cugel intentó iniciar una conversación, pero Maier no podía desentenderse de sus ocupaciones.

— El nolde Huruska parte de viaje y esta noche sus amigos celebrarán la ocasión con una fiesta de despedida, para la que debo efectuar cuidadosos preparativos. Cugel llevó una jarra de cerveza a un lado y se dedicó a reflexionar. Al cabo de unos momentos salió por la puerta de atrás y examinó el lugar, que por aquella parte dominaba el río Isk. Cugel bajó hasta el borde del agua y descubrió un muelle en el que los pescadores amarraban sus chalanas y secaban sus redes. Cugel miró a ambos lados del río, luego regresó sendero arriba hasta la posada, donde pasó el resto del día contemplando a las diecisiete doncellas mientras paseaban de un lado a otro de la plaza o bebían té de lima dulce en el jardín de la posada. El sol se puso; un ocaso color vino rancio fue oscureciéndose hasta convertirse en noche. Cugel hizo sus preparativos, que no le llevaron demasiado tiempo, puesto que la esencia de su plan residía en su simplicidad. El jefe de la caravana, cuyo nombre, supo Cugel, era Shimilko, reunió a su exquisita compañía para la cena, luego condujo atentamente a sus protegidas a los carromatos dormitorio, pese a las muecas y protestas de quienes deseaban que se quedaran en la posada y disfrutaran de las festividades de la velada. En la taberna había empezado ya la fiesta de despedida en honor de Huruska. Cugel se sentó en un rincón oscuro y finalmente llamó la atención del sudoroso Maier. Extrajo tres terces. — Admito que me he mostrado ingrato con Huruska -dijo-. Ahora deseo expresarle mis buenos deseos..., pero bajo un absoluto anonimato. Cada vez que Huruska termine una jarra de ale, quiero que coloques otra llena ante él, para que durante la velada esté incesantemente feliz. Si pregunta quién le invita, sólo tienes que responderle: «Uno de tus amigos desea rendirte tributo.» ¿Está claro? — Muy claro, y haré como dices. Es un gesto de buen corazón, que Huruska apreciará. La velada prosiguió. Los amigos de Huruska cantaron canciones alegres y propusieron una docena de brindis, a todos los cuales se unió Huruska. Tal como Cugel había pedido, cada vez que Huruska terminaba una jarra de cerveza le era colocada otra delante, y Cugel se maravilló de la capacidad de los depósitos internos del hombre. Finalmente Huruska se vio en la obligación de disculparse unos momentos. Se dirigió tambaleante hacia la salida de atrás y se dirigió hacia el muro de piedra al que se había practicado un agujero que daba abajo, para conveniencia de los clientes de la taberna. Mientras Huruska se inmovilizaba frente al muro, Cugel avanzó a sus espaldas y le arrojó una red de pescador a la cabeza, tras lo cual pasó expertamente un lazo en torno a sus recios hombros, seguido por otras vueltas y lazos. Los aullidos de Huruska fueron ahogados por la canción que en aquellos momentos estaban cantando a voz en grito todos sus compañeros en su honor. Cugel arrastró el maldicente bulto sendero abajo hasta el muelle, lo hizo rodar y lo metió en una chalana. Soltó la amarra, y empujó la chalana a la corriente del río.

— Al menos -se dijo Cugel a si mismo- dos partes de mi profecía se han revelado exactas: Huruska ha sido homenajeado en la taberna, y ahora está a punto de gozar de un viaje fluvial. Regresó a la taberna, donde la ausencia de Huruska había sido finalmente observada. Maier expresó la opinión de que, en previsión de la temprana partida del día siguiente, Huruska se había retirado prudentemente a la cama, y todos concedieron que aquél era sin duda el caso. A la mañana siguiente, Cugel se levantó una hora antes del amanecer. Tomó un desayuno rápido, pagó a Maier su cuenta, luego acudió a donde Shimilko preparaba su caravana. — Traigo noticias de Huruska -dijo-. Debido a una desafortunada serie de circunstancias personales, se ve imposibilitado de hacer el viaje, y me ha rogado que ocupe el puesto para el que le contrataste. Shimilko agitó sorprendido la cabeza. — ¡Una verdadera lástima! ¡Ayer parecía tan entusiasmado! Bien, debemos ser flexibles, y puesto que Huruska no puede unirse a nosotros, me complazco en aceptarte a ti en su lugar. Tan pronto como partamos, te instruiré en tus obligaciones, que son muy simples. Deberás montar guardia por la noche y descansar durante el día, aunque en caso de peligro, naturalmente, espero que te unas a la defensa de la caravana. — Son obligaciones que entran de lleno en mis competencias -dijo Cugel-. Estoy listo para partir cuando tú digas. — Apenas salga el sol -declaró Shimilko- emprenderemos el camino hacia Lumarth.

Diez días más tarde la caravana de Shimilko cruzó el paso de Methune, y el gran valle de Coram se abrió ante ellos. El caudaloso Isk serpenteaba a uno y otro lado, reflejando su cobriza superficie; a lo lejos se divisaba la enorme y oscura masa del bosque de Draven. Más cerca, cinco domos que brillaban nacarados señalaban el emplazamiento de Lumarth. Shimilko se dirigió a todos: — Ahí abajo se alza lo que queda de la antigua ciudad de Lumarth. No os dejéis engañar por los domos; señalan los templos que en su tiempo fueron consagrados a los cinco demonios Yaunt, Jastenave, Phampoun, Adelmar y Suul, y que fueron conservados durante las guerras sampathisicas. »La gente de Lumarth es distinta a toda la demás que hayáis conocido. Muchos son pequeños brujos, aunque Chaladet, el Gran Teócrata, ha prohibido la magia dentro del recinto de la ciudad. Podéis imaginar que esa gente es lánguida y triste y está como embotada por el exceso de sensaciones, y habréis acertado. Todos son obsesivamente rígidos con respecto al ritual, y todos se adscriben a la Doctrina del Altruismo Absoluto,

que los impele a la virtud y a la benevolencia. Por esta razón son conocidos como la «Gente Amable». Una última palabra con respecto a nuestro viaje, que afortunadamente ha transcurrido sin incidentes indeseados. Los conductores han cumplido su trabajo con habilidad; Cugel nos ha protegido vigilante por las noches, y me siento complacido. Así pues: ¡adelante hacia Lumarth, y que la discreción meticulosa sea el lema! La caravana siguió un estrecho sendero hacia el fondo del valle, luego avanzó por una avenida empedrada que cruzaba por debajo de un arco de enormes mimosas negras. En un ruinoso portal que se abría a la plaza, la caravana fue recibida por cinco hombres altos con túnicas de seda bordada y tocados con la doble corona de los thuristas corameses que les concedía una impresionante dignidad. Los cinco hombres eran muy parecidos entre sí, con piel pálida casi transparente, afiladas narices de alto puente, miembros delgados y pensativos ojos grises. Uno de ellos, que llevaba una espléndida túnica amarillo mostaza, carmesí y negra, alzó los dedos en un calmado saludo. — Amigo Shimilko, has llegado bien con tu bendecida carga. Hemos sido bien servidos, y nos sentimos complacidos por ello. — El Lirrh-Aing es tan tranquilo que casi resulta aburrido -dijo Shimilko-. A decir verdad, fui afortunado al conseguir los servicios de Cugel, que nos guardó tan bien durante la noche que nunca vimos interrumpido nuestro sueño. — ¡Bien hecho, Cugel! -dijo el thurista jefe-. A partir de aquí nosotros nos haremos cargo de las preciosas doncellas. Mañana puedes presentar tu cuenta al tesorero. La Posada del Viajero está ahí abajo, y os recomiendo sus comodidades. — ¡Eso pensábamos hacer! Todos nos sentiremos un poco mejor tras unos días de descanso. Sin embargo, Cugel decidió no ceder a la tentación. En la puerta de la posada le dijo a Shimilko: — Aquí nos separamos, porque yo debo proseguir mi viaje. Los asuntos me presionan, y Almery está todavía muy lejos al oeste. — ¡Pero tu estipendio, Cugel! Debes aguardar al menos hasta mañana, cuando haya podido cobrar del tesorero. Hasta entonces no tendré fondos. Cugel dudó, pero finalmente decidió quedarse. Una hora más tarde un mensajero entró en la posada. — Maestro Shimilko, se solicita que tú y tu compañía os presentéis inmediatamente ante el Gran Teócrata para un asunto de suma importancia. Shimilko alzó la vista, alarmado. — ¿De qué se trata?

— Se me ha prohibido decir más. Con semblante taciturno, Shimilko condujo a sus hombres al otro lado de la plaza, a la logia delantera del viejo palacio, donde Chaladet estaba sentado en un masivo sillón. A ambos lados se alineaba el Colegio de Thuristas, y todos miraban a Shimilko con expresión sombría. — ¿Qué significa esta convocatoria? -inquirió Shimilko-. ¿Por qué me miras con tanta gravedad? — Shimilko -dijo el Gran Teócrata con voz profunda-, las diecisiete doncellas traídas por ti desde Symnathis hasta Lumarth han sido examinadas, y lamento decir que de las diecisiete, sólo dos pueden ser clasificadas como vírgenes. Las restantes quince han sido sexualmente desfloradas. La consternación casi impidió hablar a Shimilko. — ¡Imposible! -barbotó-. En Symnathis tomé las más elaboradas precauciones. Puedo mostrarte tres documentos separados certificando la pureza de cada una de ellas. ¡No puede haber ninguna duda! ¡Estás en un error! — No estamos en ningún error, Maestro Shimilko. Las condiciones son tal como las he descrito, y pueden ser verificadas fácilmente. — «Imposible» e «increíble» son las únicas dos palabras que vienen a mi mente exclamó Shimilko-. ¿Has preguntado a las propias muchachas? — Por supuesto. Se limitan a alzar los ojos al techo y silbar entre dientes. Shimilko, ¿cómo explicas este odioso ultraje? — ¡Estoy perplejo al punto de la confusión! Las muchachas emprendieron el viaje tan puras como el día en que nacieron. ¡Esto es un hecho! Durante cada instante que estuve despierto, nunca abandonaron mi área de percepción. Esto también es un hecho. — ¿Y mientras dormías? — La implausibilidad no es menos extrema. Mis hombres se retiraban invariablemente en grupo. Yo compartía mi carro con el capataz, y cada uno puede atestiguar sobre el otro. Mientras tanto, Cugel se encargaba de la vigilancia de todo el campamento. — ¿Solo? — Un solo guardia es suficiente, aunque las horas nocturnas son lentas y aburridas. Cugel, sin embargo, nunca se quejó. — ¡Entonces Cugel es evidentemente el culpable! Shimilko agitó sonriente la cabeza. — Las obligaciones de Cugel no le dejaban tiempo para actividades ilícitas.

— ¿Y si Cugel no cumplió con sus obligaciones? — Recuerda -respondió pacientemente Shimilko-, cada una de las muchachas permanecía a buen recaudo en su cubículo privado, con una puerta entre ella y Cugel. — Bien, entonces... ¿y si Cugel abrió esa puerta y entró silenciosamente en el cubículo? Shimilko consideró aquello durante un momento y tironeó de su sedosa barba. — En tal caso, supongo que el asunto podría ser posible. El Gran Teócrata dirigió su mirada a Cugel. — Insisto en que efectúes una declaración exacta sobre este lamentable asunto. — ¡La investigación es una farsa! -exclamó Cugel, indignado-. ¡Mi honor ha sido puesto en entredicho! Chaladet clavó en Cugel una benigna aunque fría mirada. — Se te concederá redención. Thuristas, deposito este hombre bajo vuestra custodia. Cuidad que disponga de todas las oportunidades de recuperar su dignidad y su autoestima. Cugel rugió una protesta, que el Gran Teócrata ignoró. Miró pensativamente desde su enorme sillón al otro lado de la plaza. — ¿Estamos en el tercer o en el cuarto mes? — La cronología acaba de dejar el mes de Yaunt, para entrar en el tiempo del Phampoun. — Bien. Con diligencia, ese licencioso truhán puede conseguir todavía nuestro amor y respeto. Un par de thuristas agarraron a Cugel por los brazos y lo condujeron hacia el otro lado de la plaza. Cugel se debatió durante todo el camino, sin resultado. — ¿Dónde me lleváis? ¿Qué es todo este absurdo? Uno de los thuristas replicó con voz amable: — Te llevamos al templo de Phampoun, y dista mucho de ser un absurdo. — No me importa en absoluto -dijo Cugel-. Sacadme las manos de encima; tengo intención de abandonar Lumarth ahora mismo. — Vamos a ayudarte.

El grupo subió unos gastados escalones de mármol, atravesó un enorme portal en arco, penetró en una sala llena de ecos, de la que sólo se distinguía el alto domo y un ádito o altar en el extremo más alejado. Cugel fue conducido a una cámara lateral, iluminada por altas ventanas circulares y panelada con oscura madera azul. Un viejo con una túnica blanca entró en la estancia y preguntó: — ¿Qué tenemos aquí? ¿Una persona que sufre aflicción? — Sí; Cugel ha cometido una serie de crímenes abominables, que desea purgar. — ¡Esto es totalmente falso! -exclamó Cugel-. No ha sido aportada ninguna prueba contra mí, y en cualquier caso he sido traído hasta aquí contra mi voluntad.

Los thuristas, sin prestarle atención, se fueron, y Cugel se quedó a solas con el viejo, que cojeó hasta un banco y se sentó. Cugel empezó a hablar, pero el viejo alzó una mano. — ¡Tranquilízate! Debes recordar que somos un pueblo benévolo, que carece de toda chispa de malicia. Existimos solamente para ayudar a los demás seres. Si una persona comete un crimen, nos sentimos torturados por el pesar hacia el criminal, que creemos que es la auténtica víctima, y trabajamos sin ningún compromiso para que pueda renovarse a sí mismo. — ¡Un punto de vista muy esclarecedor! -declaró Cugel-. ¡Ya siento la regeneración! — ¡Excelente! Tus observaciones dan validez a nuestra filosofía; has pasado ya por lo que nosotros llamamos la Fase Uno del programa. Cugel frunció el ceño. — ¿Acaso hay otras fases? ¿Son realmente necesarias? — Absolutamente; están las Fases Dos y Tres. Debo explicar que Lumarth no siempre se ha adherido a esta política. Durante los años de apogeo de los Grandes Magos la ciudad cayó bajo el dominio de Yasbane el Obviabr, que practicó aberturas a cinco reinos demoníacos y construyó los cinco templos de Lumarth. Ahora te hallas en el templo de Phampoun. — Es extraño -dijo Cugel- que unas personas tan benévolas sean unos demonólogos tan fervientes. — Nada puede estar más alejado de la realidad. La Gente Amable de Lumarth expulsó a Yasbane, para establecer la Era del Amor, que debe persistir hasta el oscurecimiento definitivo del sol. Nuestro amor se extiende a todo, incluso a los cinco demonios de Yasbane, a los que esperamos rescatar de su mal. Tú serás el último de una larga fila de individuos que han trabajado con este fin, y ésta es la Fase Dos del programa. Cugel se sintió abatido por la consternación.

— ¡Un trabajo así excede de mi competencia! — Todo el mundo siente la misma sensación -dijo el viejo-. De todos modos, Phampoun debe ser instruido en amabilidad, consideración y decencia; haciendo este esfuerzo, conocerás un gran brotar de feliz redención. — ¿Y la Fase Tres? -croó Cugel-. ¿Qué hay con ella? — ¡Cuando hayas cumplido con tu misión, entonces serás gloriosamente aceptado en nuestra hermandad! — El viejo ignoró el decepcionado gruñido de Cugel-. Déjame ver: el mes de Yaunt acaba de terminar, y entramos en el mes de Phampoun, que es quizá el más irascible de los cinco en razón de sus sensibles ojos. Se irrita con el más insignificante resplandor, de modo que debes intentar tus persuasiones en una absoluta oscuridad. ¿Tienes alguna otra pregunta? — ¡Sí, por supuesto! Imaginemos que Phampoun se niega a enmendarse. — Esto es «pensamiento negativista», que nosotros, la Gente Amable, rechazamos reconocer. ¡Ignora todo lo que hayas podido oír respecto a los macabros hábitos de Phampoun! ¡Ve adelante con confianza! — ¿Cómo regresaré para gozar de los honores y recompensas? -exclamó Cugel, angustiado. — Sin duda Phampoun, una vez contrito, te enviará de vuelta por los medios a su disposición -dijo el viejo-. Ahora debo decirte adiós. — ¡Un momento! ¿Dónde están mi comida y mi bebida? ¿Cómo sobreviviré? — Dejaremos también estos asuntos a la discreción de Phampoun. -El viejo pulsó un botón; el suelo se abrió bajo los pies de Cugel; se deslizó por una caída en espiral a velocidad vertiginosa. El aire se volvió gradualmente como jarabe; Cugel golpeó contra una película de invisible construcción que estalló con un sonido como el de un corcho abandonando una botella, y Cugel emergió a una cámara de mediano tamaño, iluminada por el resplandor de una única lámpara. Cugel se alzó en pie, envarado y rígido, casi sin atreverse a respirar. Phampoun se sentaba en una enorme silla sobre un estrado al otro lado de la estancia, durmiendo, con dos hemisferios negros protegiendo sus enormes ojos de la luz. El grisáceo torso ocupaba casi toda la anchura del estrado; las enormes piernas extendidas se apoyaban planas contra el suelo. Los brazos, tan anchos como el cuerpo de Cugel, estaban rematados por dedos de un metro de largo, cada uno de ellos adornado con un centenar de enjoyados anillos. La cabeza de Phampoun era tan ancha como una carretilla, con un enorme hocico y una descomunal boca de blandas carnosidades. Los dos ojos, cada uno del tamaño de una pileta, no podían verse tras los hemisferios protectores. Cugel, conteniendo el aliento de miedo y también contra el hedor que flotaba en el aire, miró cautelosamente a su alrededor. Una cuerda iba desde la lámpara, cruzando

el techo, hasta colgar al lado de los dedos de Phampoun. Casi como un reflejo, Cugel soltó la cuerda de la lámpara. Vio una sola salida de la habitación: una puerta baja de hierro directamente detrás de la silla de Phampoun. La caída por la que había entrado allí era ahora invisible. Las carnosidades a los lados de la boca de Phampoun se agitaron y se alzaron; un homúnculo, como una excrecencia de la punta de la lengua de Phampoun, miró hacia delante. Clavó su vista en Cugel, con unos ojos negros como cuencas. — Ja, ¿tan rápido ha pasado el tiempo? -La criatura se inclinó hacia delante y consultó una marca en la pared-. Si, ha pasado; me he dormido, y Phampoun se pondrá de mal humor. ¿Cómo te llamas, y cuáles son tus crímenes? Esos detalles interesan a Phampoun..., es decir, a mí, aunque por capricho me hago llamar Pulsifer, como si fuera una entidad independiente. — Me llamo Cugel, inspector del nuevo régimen que ahora gobierna Lumarth -dijo Cugel con valiente convicción en la voz-. He bajado para verificar el confort de Phampoun, y puesto que veo que está bien, volveré arriba. ¿Dónde está la salida? — ¿No tienes crímenes que relatar? -preguntó Pulsifer casi en un quejido-. Esto son malas noticias. Tanto a Phampoun como a mí nos gustan las grandes maldades. No hace mucho un cierto armador, cuyo nombre no consigo recordar, nos mantuvo entretenidos durante más de una hora. — ¿Y qué ocurrió luego? — Mejor no preguntes. -Pulsifer se atareó puliendo uno de los colmillos de Phampoun con un cepillo pequeño. Asomó la cabeza e inspeccionó el manchado rostro encima de él-. Phampoun sigue durmiendo profundamente; ingirió una copiosa comida antes de retirarse. Discúlpame mientras compruebo los progresos de su digestión. -Pulsifer desapareció tras las carnosidades de Phampoun, y reveló su presencia tan sólo por una vibración en el nudoso cuello gris. Finalmente se asomó de nuevo-. Vuelve a tener hambre, o al menos así parece. Será mejor que le despierte; querrá conversar contigo antes de... — ¿Antes de qué? — No importa. — Un momento -dijo Cugel-. Estoy interesado en conversar contigo antes que con Phampoun. — ¿De veras? -preguntó Pulsifer, y pulió otro colmillo de Phampoun con gran vigor-. Esto es agradable de oír; recibo pocos cumplidos. — ¡Es extraño! Veo en ti mucho que alabar. Tu carrera va necesariamente unida a la de Phampoun, pero, ¿no tendrás quizá metas o ambiciones propias? Pulsifer tiró hacia atrás del labio de Phampoun con su cepillo limpiador y se acomodó en el reborde así creado.

— A veces creo que disfrutaría viendo algo del mundo exterior. Hemos ascendido varias veces a la superficie, pero siempre de noche, cuando pesadas nubes oscurecen las estrellas, e incluso entonces Phampoun se queja del excesivo resplandor y regresa rápidamente abajo. — Una lástima -dijo Cugel-. De día hay muchas cosas que ver. El paisaje que rodea Lumarth es agradable. La Gente Amable está a punto de celebrar su Gran Desfile de los Contrastes Definitivos, que se dice es de lo más pintoresco. Pulsifer agitó melancólico la cabeza. — Dudo llegar a ver nunca tales cosas. ¿Has presenciado muchos crímenes horribles? — Por supuesto que los he presenciado. Por ejemplo, recuerdo a un enano del bosque Batvar que cabalgaba... Pulsifer le interrumpió con un gesto. — Un momento. Phampoun querrá oír esto. -Se inclinó precariamente fuera de la cavernosa boca para mirar hacia arriba, a los cerrados ojos-. ¿Está, o más exactanente estoy, despierto? Creí observar como un parpadeo. En cualquier caso, aunque he disfrutado de nuestra conversación, debemos cumplir con nuestras respectivas obligaciones. Hum, la cuerda de la luz se ha soltado. Quizá querrás ser tan amable de apagar la luz. — No hay prisa -dijo Cugel-. Phampoun duerme pacíficamente; dejémosle disfrutar de su descanso. Tengo algo que mostrarte, un juego de azar. ¿Conoces el rampolio? Pulsifer dijo que no, y Cugel sacó sus cartas. — ¡Observa atentamente! Te entrego cuatro cartas y yo tomo otras cuatro, que nos ocultamos mutuamente. -Cugel explicó las reglas del juego-. Jugamos necesariamente con monedas de oro o algún otro valor semejante, para hacer más interesante el juego. Yo apuesto cinco terces, que tú debes igualar. — Allí, en aquellos dos sacos, está el oro de Phampoun, o lo que es lo mismo mi oro, puesto que yo formo parte integrante de su enorme masa. Toma el oro suficiente para igualar tus terces. El juego prosiguió. Pulsifer ganó la primera mano, con gran regocijo por su parte, luego perdió la siguiente, o que le hizo llenar el aire con desanimadas quejas; luego ganó de nuevo y de nuevo, hasta que Cugel declaró que había agotado sus fondos. — Eres un jugador listo y hábil; ¡es una gozada probar mis talentos con los tuyos! De todos modos, tengo la sensación de que podría ganarte si dispusiera de los terces que dejé arriba en el templo. Pulsifer, algo hinchado por el orgullo, se burló del alarde de Cugel. — ¡Me temo que soy demasiado listo para ti! Mira, toma de nuevo tus terces y empezaremos a jugar de nuevo.

— No, así no es como se comportan los auténticos jugadores; soy demasiado orgulloso para aceptar tu dinero. Déjame sugerir una solución al problema. En el templo, arriba, está mi saco de terces, y un saco de golosinas que tal vez te guste comer mientras seguimos jugando. ¡Vayamos a buscar estos artículos, y luego te desafío a que vuelvas a ganarme! Pulsifer volvió a inclinarse hacia fuera para inspeccionar el rostro de Phampoun. — Parece muy tranquilo, aunque sus órganos rugen de hambre. — Duerme tan profundamente como siempre -declaró Cugel-. Apresurémonos. Si despierta va a estropearnos el juego. Pulsifer dudó. — ¿Qué hay del oro de Phampoun? ¡No nos atrevemos a dejarlo desprotegido! — Nos lo llevaremos con nosotros, y nunca estará fuera del alcance de nuestra vigilancia. — Muy bien; colócalo aquí, en el estrado. — Ya está. ¿Cómo subimos? — Aprieta simplemente el bulbo que hay al lado del brazo del sillón, pero por favor no hagas ningún ruido innecesario. Phampoun puede exasperarse si se despierta en un entorno no familiar. — ¡Nunca ha dormido tan tranquilo! ¡Vamos arriba! — Pulsó el bulbo; el estrado se estremeció y crujió y flotó hacia arriba por un oscuro pozo que se abrió sobre ellos. Al fin emergieron por la válvula de esencia constrictiva por la que Cugel había penetrado en su caída. Inmediatamente un resplandor de luz escarlata inundó el pozo, y un momento más tarde el estrado se deslizaba al nivel del altar del templo de Phampoun y se inmovilizaba. — Ahora mi saco de terces -dijo Cugel-. ¿Dónde lo dejé exactamente? Creo que un poco más allá. ¡Observa! A través de los grandes arcos puedes ver la plaza principal de Lumarth, y ésos son la Gente Amable yendo a sus asuntos. ¿Cuál es tu opinión sobre todo esto? — De lo más interesante, aunque no estoy familiarizado con estas vistas tan extensas. De hecho, casi siento vértigo. ¿Cuál es la fuente de este salvaje resplandor rojo? — Es la luz de nuestro viejo sol, que se encamina en estos momentos hacia el ocaso. — No me atrae. Por favor, apresúrate; empiezo a sentirme intranquilo. — Iré rápido -dijo Cugel.

El sol poniente envió un haz de luz a través del portal, que fue a incidir directamente sobre el altar. Cugel, saltando detrás del masivo sillón, retiró de golpe los dos discos que protegían los ojos de Phampoun, y las lechosas órbitas resplandecieron a la luz solar. Por un instante Phampoun permaneció quieto. Sus músculos se contrajeron, sus piernas se agitaron, abrió mucho la boca y emitió un sonido explosivo: un chirriante grito que propulsó a Pulsifer fuera de su boca y lo mantuvo vibrando como una bandera al viento. Phampoun saltó del altar y cayó despatarrado y rodó por el suelo del templo, sin cesar en sus cataclismicos gritos. Se puso en pie de un salto y, golpeando atronadoramente las losas del suelo con sus grandes pies, saltó de un lado para otro y finalmente atravesó las paredes de piedra como si fuesen de papel, mientras la Gente Amable de la plaza miraba petrificada. Cugel, tomando los dos sacos de oro, salió del templo por una entrada lateral. Por un momento observó a Phampoun corriendo a toda velocidad por la plaza, gritando y agitando los brazos hacia el sol. Pulsifer, agarrado desesperadamente a un par de colmillos, intentaba dirigir al enloquecido demonio que, ignorando todo freno, corría hacia el este a través de la ciudad, pisoteando árboles y reventando casas como si no existieran. Cugel bajó a paso rápido hacia el Isk y se abrió camino hasta uno de los muelles. Seleccionó un esquife de buenas proporciones, equipado con mástil, vela y remos, y se preparó para subir a bordo. Una chalana se acerco al muelle desde río arriba, empujada vigorosamente por la pértiga manejada por un hombre corpulento con las ropas hechas jirones. Cugel se volvió de espaldas, fingiendo un interés casual en el paisaje, hasta el momento de poder abordar el esquife sin atraer la atención. La chalana tocó el muelle; su ocupante trepó a tierra firme por una escalerilla de cuerda. Cugel siguió mirando hacia el otro lado del agua, fingiendo indiferencia a todo excepto al paisaje fluvial. El hombre, jadeando y gruñendo, se detuvo de pronto. Cugel captó su intensa inspección; finalmente se volvió, y se halló contemplando el congestionado rostro de Huruska, el nolde de Gundar, aunque apenas era reconocible a causa de las picaduras que Huruska había sufrido de los insectos de las marismas de Lallo. Huruska miró larga y duramente a Cugel. — ¡Ésta es la más gratificante de las ocasiones! -exclamó con voz ronca-. Temía que nunca volviéramos a encontrarnos. ¿Y qué llevas en esos sacos de cuero? — Arrancó uno de los sacos de manos de Cugel-. Oro, por el peso. ¡Tu profecía se ha visto totalmente cumplida! ¡Primero honores y un viaje fluvial, y ahora la riqueza y la venganza! ¡Prepárate a morir! — ¡Un momento! -exclamó Cugel-. ¡Has olvidado amarrar como corresponde la chalana! ¡Esto es conducta desordenada!

Huruska se volvió para mirar, y Cugel lo empujó al agua desde el muelle. Maldiciendo y espumeando, Huruska chapoteó hacia la orilla mientras Cugel luchaba con los nudos de las amarras del esquife. Finalmente consiguió soltar la cuerda; acercó el esquife mientras Huruska llegaba por el muelle cargando como un toro. Cugel no tuvo otra elección más que abandonar su oro, saltar al esquife, empujarlo lejos de la orilla y empezar a utilizar los remos mientras Huruska, en tierra, agitaba furiosamente los brazos hacia él. Pensativo, Cugel izó la vela; el viento lo empujó río abajo doblando una curva. Su última visión de Lumarth, a la muriente luz del atardecer, incluía los bajos y lustrosos domos de los templos de los demonios y la oscura silueta de Huruska de pie en el muelle. A lo lejos aún podían oírse los gritos de Phampoun, junto con el ocasional desmoronar de ladrillos.

2 El Saco de Sueños El río Isk, a partir de Lumarth, avanzaba formando grandes curvas a través de la llanura de las Flores Rojas, en dirección sur. Durante seis apacibles días, Cugel navegó en su esquife siguiendo la corriente del caudaloso río, deteniéndose por la noche en una u otra de las posadas que se alineaban en las orillas. Al séptimo día el río giró hacia el oeste, y cruzó con erráticos meandros y giros esa región de espiras de roca y boscosos montecillos conocida como el Chaim. El viento soplaba, cuando lo hacia, en ráfagas impredecibles, y Cugel, arriando la vela, se contentó con derivar al impulso de la corriente, guiando la embarcación con ocasionales golpes de remo. Los poblados de la llanura habían quedado atrás; la región estaba deshabitada. Viendo las ruinosas tumbas a lo largo de las orillas, los bosquecillos de cipreses y tejos, las susurradas conversaciones que oía subrepticiamente por las noches, Cugel se alegró de viajar por el río en vez de a pie, y salió del Chaim Púrpura con gran alivio. En el poblado de Troon, el río desembocaba en las marismas de Tsombol, y Cugel vendió el esquife por diez terces. Para llenar un poco su bolsa se empleó con el carnicero del lugar, y tuvo que realizar las tareas más desagradables del negocio. De todos modos, la paga no era mala, y Cugel hizo de tripas corazón y se conformó con sus indignas tareas. Su trabajo fue tan concienzudo que fue llamado para preparar el festín que debía ser servido en un importante festival religioso. Por inadvertencia, o por las tensiones de las circunstancias, Cugel utilizó dos animales sagrados para la preparación de su ragú especial. A medio banquete fue descubierto el error, y Cugel tuvo que abandonar el pueblo a toda prisa. Tras permanecer oculto toda la noche tras el matadero para eludir a la histérica multitud, Cugel echó a andar a paso veloz a través de las marismas de Tsombol.

El camino las cruzaba de una forma indirecta, serpenteando por entre turberas y charcas de agua estancada, siguiendo el trazado de una antigua carretera, y doblando así la longitud del trayecto. Un viento del norte barrió la oscuridad del cielo, de modo que el paisaje era apreciable en toda su claridad. A Cugel no le gustó en absoluto la vista, especialmente cuando, al mirar al frente, descubrió a lo lejos un pelgrane dejándose arrastrar por el viento. A medida que avanzaba la tarde cesó el viento, dejando una quietud innatural por toda las marismas. Desde detrás de los montecillos de hierbas, los welkins de agua llamaban a Cugel, utilizando la dulce voz de doncellas en desgracia: — ¡Cugel, oh Cugel! ¿Por qué viajas tan aprisa? ¡Ven a mi morada y peina mi hermoso pelo! Y: — ¡Cugel, oh Cugel! ¿Adónde vas? ¡Llévame contigo, para compartir tus alegres aventuras! Y: — ¡Cugel, amado Cugel! El día está muriendo; el año toca a su fin. ¡Ven a visitarme tras el montículo, y nos consolaremos sin freno el uno al otro! Cugel se limitó a acelerar el paso, ansioso por encontrar un refugio donde pasar la noche. Mientras el sol temblaba al borde de las marismas de Tsombol, Cugel llegó a una pequeña posada, resguardada tras cinco robles de siniestro aspecto. Se alojó allí aquella noche, agradecido, y el posadero le sirvió una aceptable cena de hierbas estofadas, chambergos al ast, pastel de sésamo y espesa cerveza de bardana. Mientras Cugel comía, el posadero se plantó ante él con las manos en las caderas. — Veo por vuestro modo de comportaros que sois un caballero de alta cuna; sin embargo, cruzáis a pie las marismas de Tsombol como un campesino. Me asombra la incongruencia. — Es fácil explicarla -dijo Cugel-. Me considero el único hombre honesto en un mundo de truhanes y bandidos, exceptuada la actual compañía. En estas condiciones, es difícil acumular riqueza. El posadero se tironeó la barbilla y se fue. Cuando volvió para servirle a Cugel el postre, se detuvo el tiempo suficiente para decir: — Vuestras dificultades han despertado mi simpatía. Esta noche reflexionaré sobre el asunto. El posadero cumplió su palabra. Por la mañana, después de que Cugel hubiera terminado su desayuno, lo llevó al establo y le mostró un gran animal de color pardo

con poderosas patas traseras y una empenachada cola, embridado y ensillado ya para la marcha. — Es lo menos que puedo hacer por vos -dijo el posadero-. Os venderé este animal por un precio simbólico. De acuerdo, carece de elegancia, y de hecho es un híbrido de dounge y de felukhary. Pero avanza a buen paso; se alimenta de desechos poco caros, y es famoso por su terca lealtad. Cugel se retiró educadamente unos pasos. — Aprecio tu altruismo, pero para un animal así cualquier precio es excesivo. Observa las llagas en la base de su cola, el eccema a lo largo de su lomo y, a menos que esté muy equivocado, le falta un ojo. Además, su olor no es en absoluto el que debería ser. — ¡Bagatelas! -exclamó el posadero-. ¿Deseáis una montura en la que podáis confiar para cruzar la llanura de las Piedras Erectas o un accesorio para vuestra vanidad? El animal puede ser vuestro por unos simples treinta terces. Cugel retrocedió, asombrado. — ¿Cuando un espléndido wheriot cambalese se vende por veinte? ¡Mi querido amigo, tu generosidad sobrepasa mi capacidad de pagar! El rostro del posadero sólo expresaba paciencia. — Aquí, en mitad de las marismas de Tsombol, no podríais comprar ni siquiera el olor de un wheriot muerto. — Dejémonos de eufemismos -dijo Cugel-. Tu precio es un ultraje. Por un instante el rostro del posadero perdió su actitud amable, y dijo con voz gruñente: — Todas las personas a las que vendo esta montura se aprovechan del mismo modo de mi generosidad. Cugel se sintió asombrado por la observación. No obstante, notando la duda del otro, aprovechó la ventaja. — Pese a más de una docena de recelos, te ofrezco unos generosos doce terces. — ¡Hecho! -exclamó el posadero, antes casi de que Cugel hubiera terminado de hablar-. Os repito, descubriréis que el animal es absolutamente leal, incluso más allá de vuestras expectativas. Cugel pagó los doce terces y montó en la bestia. El posadero le despidió amablemente. — ¡Espero que gocéis de un seguro y cómodo viaje! — ¡Que tus empresas prosperen! -replicó Cugel del mismo modo.

A fin de efectuar una partida a lo grande, Cugel intentó que el animal diera una cabriola tirando de las riendas, pero la montura se limitó a cocear un par de veces el suelo y echó a andar hacia el camino. Cugel cabalgó cómodo durante un par de kilómetros, y durante dos kilómetros más, y teniendo en cuenta todos los elementos se sintió favorablemente impresionado por su adquisición. — Lástima que el animal camine con este paso cansino; veamos si puede acelerarlo un poco. Agitó las riendas; la montura apresuró el paso, convirtiéndolo casi en un trote corto, con la cola arqueada y la cabeza muy alta. Cugel clavó los talones en los flancos del animal. — ¡Más aprisa! ¡Veamos como galopas! El animal saltó hacia delante con gran energía, y la brisa agitó la capa de Cugel chasqueando a sus espaldas. Un enorme roble se alzaba junto a una curva del camino: un objeto que el animal parecía identificar como punto de orientación. Incrementó su velocidad, para detenerse luego de pronto y alzar sus cuartos traseros, arrojando así a Cugel por encima de su cabeza a la zanja de la cuneta. Cuando Cugel consiguió volver tambaleante al camino, descubrió que el animal galopaba tranquilamente cruzando la marisma, en la dirección general de la posada. — Una leal bestia, en efecto -gruñó Cugel-. Es inquebrantablemente fiel a las comodidades de su establo. Encontró su sombrero de terciopelo verde, se lo encasquetó de nuevo en la cabeza, y echó a andar hacia el sur, siguiendo el camino. A última hora de la tarde llegó a un poblado formado por una docena de chozas de barro y habitado por gente baja, rechoncha y de largos brazos, que se distinguía particularmente por sus grandes mechones de pelo encalado. Cugel observó la altura del sol, luego examinó el terreno que tenía delante, que se extendía en una deprimente sucesión de matorrales y de charcas hasta donde alcanzaba la vista. Haciendo de tripas corazón, se acercó a la mayor y más pretenciosa de las chozas. El dueño de la casa estaba sentado a un lado sobre un banco, encalando el pelo de uno de sus hijos en mechones que partían del centro de su cabeza como los pétalos de un crisantemo blanco, mientras otros niños jugaban cerca en el barro. — Buenas tardes -dijo Cugel-. ¿Puedes proporcionarme comida y alojamiento para esta noche? Naturalmente, te pagaré lo que sea justo. — Me sentiré privilegiado haciéndolo -respondió el dueño de la casa-. Esta es la choza más cómoda de Samsetiska, y yo soy conocido por mi colección de anécdotas. ¿Quieres ver el lugar?

— Me gustaría descansar una hora en mi habitación antes de darme un baño caliente. Su anfitrión hinchó los carrillos, se limpió la cal de las manos e hizo un gesto a Cugel para que entrase en la choza. Señaló un montón de cañas a un lado de la estancia. — Esta es tu cama; échate durante el tiempo que quieras. En cuanto al baño, las charcas de la marisma están infestadas de threkloides y gusanos alambre, y no te las recomiendo. — En este caso me pasaré sin él -dijo Cugel-. De todos modos, no he comido nada desde el desayuno, y me gustaría cenar lo más pronto posible. — Mi esposa ha ido a ver las trampas de la marisma -dijo su anfitrión-. Es prematuro hablar de la cena hasta que sepamos lo que trae de vuelta. A su debido tiempo regresó la mujer, con un saco y un cesto de mimbre. Encendió el fuego y preparó la cena, mientras Erwig, el dueño de la casa, tomaba una guitarra de dos cuerdas y entretenía a Cugel con baladas de la región. Finalmente la mujer llamó a Cugel y Erwig a la choza, donde sirvió bols de gachas, platos de musgo y ganiones fritos con rodajas de prieto pan negro. Tras la cena, Erwig empujó a su esposa e hijos fuera de la choza, a la noche, explicando: — Lo que tenemos que hablar no debe ser escuchado por oídos no sofisticados. Cugel es un viajero importante y no tiene por qué estar sopesando cada una de sus palabras. Sacó una jarra de barro cocido y sirvió dos vasos de arrak, uno de los cuales colocó delante de Cugel. Luego se preparó para la conversación. — ¿De dónde vienes, y cuál es tu destino? Cugel probó el arrak, que despellejó toda su cavidad glotal. — Soy nativo de Almery, y allí es donde regreso. Erwig se rascó perplejo la cabeza. — No puedo adivinar por qué has ido hasta tan lejos, sólo para volver sobre tus pasos. — Algunos enemigos me jugaron una mala pasada -dijo Cugel-. A mi regreso, pretendo vengarme adecuadamente. — Tales actos aplacan el espíritu como ningún otro -estuvo de acuerdo Erwig-. Un obstáculo inmediato es la llanura de las Piedras Erectas, a causa de los asms que merodean por la zona. Debería añadir que también es muy común el pelgrane. Cugel dio un nervioso tirón a su espada.

— ¿Qué distancia hay hasta la llanura de las Piedras Erectas? — A seis kilómetros al sur el terreno se eleva, y empieza la llanura. El sendero avanza de monolito en monolito durante unos veinticinco kilómetros. Un viajero bien entrenado puede cruzar la llanura en cuatro o cinco horas, suponiendo que no se vea retrasado o devorado. La ciudad de Cuirnif se halla a otras dos horas más allá. — Un centímetro de conocimiento anticipado vale más que diez kilómetros de reflexiones posteriores... — ¡Bien hablado! -exclamó Erwig, dando un sorbo a su arrak-. ¡Esa es también exactamente mi opinión! ¡Cugel, eres astuto!, y respecto a esto, ¿puedo preguntarte cuál es tu opinión de Cuirnif? — La gente de allá es peculiar en muchos sentidos -dijo Erwig-. Pretenden alardear de lo distinguido de sus costumbres, pero se niegan a encalarse el pelo, y son indolentes en su observancia religiosa. Por ejemplo, rinden obediencia al divino Wiulio con la mano derecha no en las nalgas, sino en el abdomen, lo cual consideramos una práctica poco ortodoxa. ¿Qué opinas tú de eso? — El rito debe realizarse como tú lo describes -dijo rápidamente Cugel-. Cualquier otro método carece de peso. Erwig volvió a llenar el vaso de Cugel. — ¡Considero esto como un importante refrendo a nuestros puntos de vista! La puerta se abrió, y la esposa de Erwig asomó la cabeza al interior de la choza. — La noche es oscura. Sopla un viento frío del norte, y hay una bestia negra merodeando por el borde de la marisma. — Permaneced en las sombras; el divino Wiulio protege a los suyos. Es inconcebible que tú y tus chiquillos molestéis de este modo a un huésped. La mujer cerró la puerta a regañadientes y regresó a la noche. Erwig volvió a sentarse en su taburete y bebió un buen trago de arrak. — Como he dicho, la gente de Cuirnif es bastante extraña, pero su gobernante, el duque Orbal, les supera en todos sentidos. Se dedica al estudio de maravillas y prodigios, y cada mago del tres al cuarto con dos conjuros en su cabeza es festejado y homenajeado y tratado como lo mejor de la ciudad. — ¡De lo más sorprendente! -declaró Cugel. La puerta se abrió de nuevo, y la mujer miró al interior de la choza. Erwig dejó su vaso sobre la mesa y frunció el ceño por encima del hombro. — ¿Qué ocurre esta vez?

— La bestia se está acercando a las chozas. Por todo lo que sabemos, quizá sea también una adoradora de Wiulio. Erwig intentó discutir, pero el rostro de la mujer se mostró obstinado. — Tu huésped puede muy bien olvidar estos refinamientos ahora, puesto que después, en cualquier caso, vamos a tener que dormir todos en el mismo montón de cañas. Abrió la puerta de par en par e hizo entrar a sus hijos en la choza. Erwig, convenciéndose de que no era posible más conversación, se dejó caer sobre las cañas, y Cugel le siguió un poco más tarde. Por la mañana, Cugel desayunó pastelillos horneados en las cenizas y té de hierbas, y se preparó para marcharse. Erwig lo acompañó hasta el camino. — Me has causado una favorable impresión, y te ayudaré a cruzar la llanura de las Piedras Erectas. En la primera oportunidad toma un guijarro del tamaño de tu puño y traza en él el signo trigramático. Si eres atacado, alza bien alto el guijarro y grita: «¡Retrocede! ¡Llevo conmigo un objeto sagrado!» En el primer monolito, arroja la piedra y selecciona otra del montón, haz de nuevo el signo y llévala hasta el segundo monolito, y así sucesivamente a lo largo de toda la llanura. Todo esto está claro -dijo Cugel-. Pero quizá pudieras mostrarme la versión más poderosa del signo, y así refrescarás mi memoria. Erwig garabateó la marca en el polvo. — ¡Sencilla, exacta, correcta! La gente de Cuirnif omite este bucle y lo traza orientado a cualquier dirección. — Sí, son unos chapuceros -dijo Cugel. — Así pues, Cugel, ¡adiós! La próxima vez que pases por aquí asegúrate de venir a mi choza. ¡Mi botella de arrak está siempre dispuesta! — No olvidaría el placer ni por un millar de terces. Y ahora, en cuanto al pago de mi estancia... Erwing alzó una mano. — ¡No acepto terces de mis huéspedes! -Dio un salto y desorbitó los ojos cuando su esposa se acercó por detrás y le clavó dos dedos entre las costillas-. Oh, bueno -dijoDale a la mujer uno o dos terces; la alegrará mientras hace sus tareas. Cugel pagó cinco terces, con enorme satisfacción de la mujer, y partió del poblado. Al cabo de seis kilómetros el camino giraba hacia una llanura gris interrumpida a intervalos por pilares de piedra gris de cuatro metros de altura. Cugel encontró un guijarro grande y, apoyando la mano derecha en sus nalgas, hizo un profundo saludo al objeto. Garabateó en él un signo más o menos similar al que le había dibujado Erwig y entonó:

— ¡Encomiendo este guijarro a la atención de Wiulio! ¡Pido que me proteja a través de esta melancólica llanura! Escrutó el paisaje, pero aparte los monolitos y las largas sombras negras arrojadas por el rojo sol matutino, no descubrió nada digno de atención, y echó a andar agradecido siguiendo el sendero. No habría caminado más de un centenar de metros cuando captó una presencia y, girando en redondo, descubrió a un asm de ocho colmillos casi a sus talones. Cugel alzó muy arriba el guijarro y exclamó: — ¡Aléjate! ¡Llevo un objeto sagrado y no quiero ser molestado! — ¡Falso! -dijo el asm con una voz suave y confusa-. No llevas más que un vulgar guijarro. Te he estado observando y fallaste con el rito. ¡Huye si puedes! Necesito un poco de ejercicio. El asm avanzó. Cugel arrojó la piedra con todas sus fuerzas. Golpeó la negra cabeza entre las vibrantes antenas, y el asm cayó redondo; antes de que pudiera alzarse de nuevo Cugel ya le había rebanado la cabeza. Emprendió de nuevo su camino, luego se volvió y recogió la piedra. ¿Quién sabe lo que guió su trayectoria tan acertadamente? Wiulio se merece el beneficio de la duda. Cambió de guijarros en el primer monolito, como Erwing había recomendado, y esta vez hizo el signo trigramático con cuidado y precisión. Cruzó sin interferencias hasta el siguiente monolito, y siguió del mismo modo a lo largo de la llanura. El sol alcanzó el cenit, permaneció un tiempo allí, luego empezó a descender hacia el oeste. Cugel avanzó sin ser molestado de monolito en monolito. En varias ocasiones observó a algún pelgrane planeando en el cielo, y cada vez se echó de bruces al suelo para no llamar la atención. La llanura de las Piedras Erectas terminaba al borde de una escarpadura que dominaba un amplio valle. Con la seguridad al alcance de la mano, Cugel relajó un poco su vigilancia, sólo para sobresaltarse ante un grito de triunfo procedente del cielo. Lanzó una horrorizada mirada por encima del hombro, luego se lanzó hacia el borde a un pequeño barranco, donde se ocultó entre rocas y se apretó en las sombras. El pelgrane descendió en picado, pasó por encima del escondite de Cugel y se alejó. Gorjeando alegremente, se posó en la base de la escarpadura, alzando inmediatamente gritos y maldiciones de una garganta humana. Sin dejar de ocultarse todo lo que le era posible, Cugel descendió de la escarpadura, para descubrir que el pelgrane perseguía ahora a un rechoncho hombre de pelo negro vestido con ropas a cuadros negros y blancos. Finalmente el hombre buscó un precario refugio tras el grueso tronco de un olofar, y el pelgrane intentó atraparle primero

desde un lado, luego desde el otro, haciendo chasquear sus colmilludas mandíbulas y lanzando golpes al aire con su garras delanteras. Pese a toda su rotundidad, el hombre demostraba ligereza de movimientos, y el pelgrane una sorprendente, empezó a lanzar gritos de frustración. Se detuvo para mirar furiosamente por la ahorcadura del árbol, mientras hacía chasquear de forma amenazadora sus mandíbulas. Con un impulso repentino, Cugel se subió a un reborde de piedra; luego, tras seleccionar el momento adecuado, dio un salto, y fue a aterrizar con ambos pies sobre la cabeza de la criatura, encajando su cuello en la ahorcadura del olofar. — ¡Rápido! -gritó al sorprendido hombre-. ¡Busca una cuerda recia! ¡Ataremos este horror alado a este árbol! — ¿Por qué muestras piedad? -exclamó el hombre del traje adamascado en blanco y negro-. ¡Hay que matarlo inmediatamente! Aparta tu pie, para que pueda cortarle la cabeza. — No tan aprisa -dijo Cugel-. Con todos sus defectos, es un valioso espécimen del que espero sacar provecho. — ¿Provecho? -La idea no se le había ocurrido al rechoncho caballero-. ¡Reclamo prioridad! Estaba a punto de inmovilizar a la bestia cuando tú interferiste. — En ese caso liberaré de mi peso a la criatura y seguiré mi camino -dijo Cugel. El hombre del traje blanco y negro hizo un gesto irritado. — Algunas personas llegan a extremos insospechados sólo para hacer valer sus puntos de vista. ¡Está bien, manténlo sujeto! Tengo ahí al lado una cuerda que nos servirá. Los dos hombres colocaron una rama sobre la cabeza del pelgrane y la ataron firmemente. El orondo caballero, que se presentó como Iolo el Recolector de Sueños, preguntó: — ¿Qué valor calculas que tiene exactamente esta horrible criatura, y por qué? — Me ha llamado la atención el hecho de que Orbal, el duque de Ombalique, es un coleccionista de rarezas -dijo Cugel-. Seguro que pagará bien por un monstruo así, quizá tanto como cien terces. — Tus teorías tienen base -admitió Iolo-. ¿Crees que estas ligaduras son seguras? Cugel comprobó las cuerdas, y mientras lo hacía observó un adorno consistente en un huevo de cristal azul sujeto de una cadena dorada en torno a la cresta del animal. Mientras retiraba el objeto, Iolo intentó asomar la cabeza, pero Cugel lo apartó a un lado con un golpe del hombro. Soltó el amuleto, pero Iolo agarró la cadena, y ambos hombres se miraron fijamente a los ojos.

— Suelta mi propiedad -dijo Cugel con voz helada. — El objeto es mío, puesto que yo lo vi primero -protestó vigorosamente Iolo. — ¡Tonterías! Yo lo tomé de la cresta, y tú has intentado quitármelo de las manos. Iolo dio una patada al suelo. — ¡No pienso dejarme dominar! -Intentó arrancar el huevo azul de la presa de Cugel. Cugel sintió que se le escapaba de las manos, y el objeto salió volando hacia un lado y se rompió con una brillante explosión azul, creando un agujero en el suelo. Instantáneamente un tentáculo dorado grisáceo brotó de él y agarró la pierna de Cugel. Iolo dio un salto atrás hasta una distancia segura y observó los esfuerzos de Cugel por evitar ser arrastrado al agujero. Cugel se salvó en el último instante aferrándose a un tocón. Gritó: — ¡Iolo, apresúrate! ¡Trae una cuerda y ata el tentáculo a este tocón, o de otro modo me arrastrará al agujero! Iolo se cruzó de brazos y dijo con voz comedida: — La avaricia te ha metido en esta situación. Puede que se trate de un juicio divino, y dudo en interferir. — ¿Qué? ¿Cuando luchaste con uñas y dientes para arrancarme el objeto de las manos? Iolo frunció el ceño y los labios. — En cualquier caso sólo dispongo de una cuerda: la que inmoviliza al pelgrane. — ¡Mata al pelgrane! -jadeó Cugel-. ¡Necesitamos la cuerda para algo más urgente! — Tú mismo has valorado este pelgrane en cien terces. El valor de la cuerda es de diez terces. — Muy bien -dijo Cugel entre dientes chirriantes-. Diez terces por la cuerda, pero no puedo pagar cien terces por un pelgrane muerto, puesto que sólo tengo cuarenta y cinco. — Está bien. Paga los cuarenta y cinco terces. ¿Qué puedes ofrecer como garantía de lo que falta? Cugel consiguió sacar su bolsa con los terces. Al hacerlo mostró el pendiente con el ópalo, que Iolo exigió de inmediato, pero que Cugel se negó a entregar hasta que el tentáculo hubiera sido convenientemente atado al tocón.

De mala gana, Iolo decapitó al pelgrane, luego soltó la cuerda y la empleó para asegurar el tentáculo al tocón, relajando así la tensión sobre la pierna de Cugel. — El pendiente, por favor -dijo Iolo, y apoyó de modo significativo su cuchillo en la cuerda. Cugel le arrojó la joya. — Aquí la tienes: toda mi riqueza. Ahora, por favor, libérame de este tentáculo. — Soy un hombre precavido -dijo Iolo-. Debo considerar el asunto desde varias perspectivas. -Inició los preparativos para acampar allí aquella noche. — ¿Acaso no recuerdas cómo te salvé del pelgrane? -exclamó Cugel con tono lastimero. — ¡Por supuesto que lo recuerdo! De todos modos, se ha suscitado una importante cuestión filosófica. Alteraste una estasis, y ahora un tentáculo sujeta tu pierna, lo cual, en un cierto sentido, es una nueva estasis. Tengo que reflexionar profundamente sobre todo este asunto. Cugel intentó argumentar, sin el menor resultado. Iolo encendió una fogata, en la que preparó un guiso de hierbas, que comió como acompañamiento de medio pollo frío y abundantes tragos de vino de una bota de piel. — ¡Mata al pelgrane! -jadeó Cugel-. ¡Necesitamos la cuerda para algo más urgente! — Tú mismo has valorado este pelgrane en cien terces. El valor de la cuerda es de diez terces. — Muy bien -dijo Cugel entre dientes chirriantes-. Diez terces por la cuerda, pero no puedo pagar cien terces por un pelgrane muerto, puesto que sólo tengo cuarenta y cinco. — Está bien. Paga los cuarenta y cinco terces. ¿Qué puedes ofrecer como garantía de lo que falta? Cugel consiguió sacar su bolsa con los terces. Al hacerlo mostró el pendiente con el ópalo, que Iolo exigió de inmediato, pero que Cugel se negó a entregar hasta que el tentáculo hubiera sido convenientemente atado al tocón. De mala gana, Iolo decapitó al pelgrane, luego soltó la cuerda y la empleó para asegurar el tentáculo al tocón, relajando así la tensión sobre la pierna de Cugel. — El pendiente, por favor -dijo Iolo, y apoyó de modo significativo su cuchillo en la cuerda. Cugel le arrojó la joya. — Aquí la tienes: toda mi riqueza. Ahora, por favor, libérame de este tentáculo.

— Soy un hombre precavido -dijo Iolo-. Debo considerar el asunto desde varias perspectivas. -Inició los preparativos para acampar allí aquella noche. — ¿Acaso no recuerdas cómo te salvé del pelgrane? -exclamó Cugel con tono lastimero. — ¡Por supuesto que lo recuerdo! De todos modos, se ha suscitado una importante cuestión filosófica. Alteraste una estasis, y ahora un tentáculo sujeta tu pierna, lo cual, en un cierto sentido, es una nueva estasis. Tengo que reflexionar profundamente sobre todo este asunto. Cugel intentó argumentar, sin el menor resultado. Iolo encendió una fogata, en la que preparó un guiso de hierbas, que comió como acompañamiento de medio pollo frío y abundantes tragos de vino de una bota de piel. Luego se reclinó contra un tronco y dedicó su atención a Cugel. — Seguro que te diriges a la Gran Exposición de Maravillas del duque Orbal. — Sólo soy un viajero -dijo Cugel-. ¿Qué es esta Gran Exposición»? Iolo lanzó a Cugel una mirada conmiserativa por su estupidez. — Cada año, el duque Orbal preside un concurso de hacedores de maravillas. Este año el premio son mil terces, que espero ganar yo con mi «Saco de Sueños». — Supongo que tu «Saco de Sueños» es un chiste, o algo parecido a una metáfora romántica. — ¡Nada de eso! -declaró despectivamente Iolo. — ¿Una proyección alucinógeno?

caleidoscópica?

¿Un

programa

de

imitaciones?

¿Un

gas

— Nada de eso. Llevo conmigo un cierto número de sueños no adulterados, congelados y cristalizados. Iolo rebuscó en su mochila y extrajo un saquito de suave piel marrón, del que sacó un objeto parecido a un pálido copo de nieve azul de un par de centímetros de diámetro. Lo alzó a la luz del fuego para que Cugel pudiera admirar sus cambiantes reflejos. — Emborracharé al duque Orbal con mis sueños, y, ¿cómo puedo fallar en conseguir el premio por encima de todos los demás concurrentes? — Parece que tienes posibilidades. ¿Cómo conseguiste reunir estos sueños? — El proceso es secreto; de todos modos, puedo describirte el procedimiento general. Vivo al lado del lago elt, en la región de Dai-Passant. En las noches tranquilas la superficie del agua se espesa hasta formar una película que refleja las estrellas como pequeños glóbulos resplandecientes. Utilizando un procedimiento adecuado, puedo recoger impalpables hilos compuestos por luz estelar en su estado puro y moléculas de

agua. Tejo estos hilos formando redes, y luego parto a la caza de sueños. Me oculto tras los doseles y entre las hojas de los emparrados, sobre los tejados, en los dormitorios. Siempre estoy preparado para echar mi red sobre los sueños en el momento en que pasan flotando por mi lado. Cada mañana llevo esos maravillosos atisbos a mi laboratorio, y allí los selecciono y proceso los que me interesan. A su debido tiempo consigo un cristal con un centenar de sueños, y con ellos pienso cautivar al duque Orbal. — Te felicitaría si no fuese por este tentáculo que tengo agarrado a mi pierna -dijo Cugel. — Es una generosa emoción -admitió Iolo. Echó varios troncos al fuego, canturreó un conjuro de protección contra las criaturas nocturnas, y se preparó para dormir. Pasó una hora. Cugel intentó de varias maneras aflojar la presa del tentáculo, sin el menor éxito, del mismo modo que no pudo ni extraer su espada ni alcanzar la «Estallido Pectoral» de su bolsa. Finalmente se sentó y estudió nuevos enfoques a la solución de su problema. Estirándose y esforzándose consiguió coger una ramita, con la que atrajo hacia sí una rama muerta más larga, que le permitió alcanzar otra de parecida longitud. Ató las dos juntas con una cuerda de su bolsa, y consiguió una pértiga lo suficientemente larga como para llegar con su punta al lugar donde dormía Iolo. Trabajando con cautela, Cugel arrastró el saco de Iolo por el suelo hasta situarlo al alcance de sus dedos. Primero extrajo la cartera de Iolo, donde halló doscientos terces, que trasladó a su bolsa; luego el pendiente con el ópalo, que metió en el bolsillo de su camisa; luego el saco de sueños. La bolsa no contenía nada más de valor, excepto aquella porción de pollo frío que Iolo había reservado para su desayuno y la bota de vino; Cugel dejó ambas cosas a un lado para su propio uso. Devolvió la bolsa al lugar que le correspondía, luego separó las ramas y las echó a un lado. Sin ningún escondite mejor donde ocultar el saco de sueños, Cugel ató su cuerda al saco y lo bajó al misterioso agujero. Comió el pollo y bebió el vino, y después se instaló tan cómodamente como le fue posible. Transcurrió la noche. Cugel oyó el lamento de la llamada de un animal nocturno que no pudo identificar, luego el mugir de un shamb de seis patas, a una cierta distancia. A su debido tiempo, el cielo empezó a adquirir una tonalidad púrpura y apareció el sol. Iolo se levantó, bostezó, se pasó los dedos por el revuelto pelo, reavivó el fuego y saludó educadamente a Cugel. — ¿Cómo has pasado la noche? — Tan bien como era de esperar. Después de todo, no sirve de nada quejarse de la inexorable realidad. — Exacto. He meditado profundamente sobre tu caso, he llegado a una decisión que te complacerá. Este es mi plan. Seguiré mi camino hacía Cuirnif, y allí negociaré tu

pendiente con el ópalo. Una vez tu cuenta haya quedado cancelada, volveré y te entregaré la suma que pueda exceder de ella. Cugel sugirió un plan alternativo. — Vayamos juntos a Cuirnif; así te evitarás el inconveniente de tener que regresar. Iolo agitó negativamente la cabeza. — Mi plan es mejor. -Fue a su bolsa para sacar su desayuno, y así se dio cuenta de la desaparición de sus propiedades. Lanzó una exclamación de desánimo y miró a Cugel-. ¡Mis terces, mis sueños! ¡Han desaparecido, todo ha desaparecido! ¿Cómo te explicas esto? — De una forma muy sencilla. Aproximadamente cuatro minutos después de la medianoche, apareció un ladrón procedente del bosque y vació todo el contenido de tu bolsa. Iolo se mesó la barba con ambas manos. — ¡Mis preciosos sueños! ¿Por qué no diste la alarma? Cugel se rascó la cabeza. — Con toda sinceridad, no me atreví a alterar la estasis. Iolo saltó en pie y miró hacia el bosque, en todas direcciones. Se volvió de nuevo hacia Cugel. — ¿Qué clase de hombre era ese ladrón? — En ciertos aspectos parecía un hombre más bien amable; tras hacerse cargo de tus posesiones, me ofreció medio pollo frío y una bota de vino, que consumí con profunda gratitud. — ¡Tomaste mi desayuno! Cugel se encogió de hombros. — No podía saberlo, y de hecho no lo pregunté. Mantuvimos una breve conversación, y así supe que como nosotros se dirigía a Cuirnif y a la Exposición de Maravillas. — ¡Ajá! ¿Reconocerías a esa persona si la vieras de nuevo? — Sin la menor duda. Iolo se mostró inmediatamente activo. — Veamos este tentáculo. Quizá pueda liberarte de él.

— Agarró la punta del miembro gris dorado y, reuniendo sus fuerzas, luchó por soltarlo de la pierna de Cugel. Se esforzó durante varios minutos, pateando y tirando, sin prestar atención a los gritos de dolor de Cugel. Finalmente el tentáculo se relajó, y Cugel se arrastró hasta un lugar seguro. Con grandes precauciones, Iolo se acercó al agujero y miró hacia sus profundidades. — Sólo veo el resplandor de luces lejanas. ¡Realmente es misterioso!... ¿Qué es este trozo de cuerda que asoma por un lado? — Até una piedra a la cuerda e intenté averiguar la profundidad del agujero -explicó Cugel-. No alcancé el fondo. Iolo tiró de la cuerda, que primero cedió un poco, luego se resistió, finalmente se rompió, e Iolo se quedó contemplando el deshilachado extremo. — Es extraño -murmuro-. La cuerda está corroída, como si hubiera estado en contacto con alguna sustancia ácida. — Realmente peculiar -admitió Cugel. Iolo arrojó la cuerda al agujero. — Vámonos, no podemos perder más tiempo. Apresurémonos a Cuirnif y busquemos al ladrón que me robó todos mis bienes. El camino abandonaba el bosque y cruzaba una zona de campos y huertos. Los campesinos alzaban sorprendidos la cabeza cuando los dos hombres pasaban por su lado: el rechoncho Iolo con su traje a cuadros blancos y negros y el delgado Cugel con una capa negra colgando de sus magros hombros y un elegante sombrero verde rematando su saturnino rostro. A lo largo del camino, Iolo hizo más preguntas referentes al robo. Cugel había perdido interés en el tema y respondió de forma ambigua, incluso contradictoria, y las preguntas de Iolo se hicieron si cabe más inquisitivas. Apenas entrar en Cuirnif, Cugel divisó una posada que parecía ofrecer un confortable acomodo. Dijo a Iolo: — Aquí se separan nuestros caminos, puesto que tengo intención de quedarme en esta posada. — ¿Los Cinco Búhos? ¡Es el albergue más caro de Cuirnif! ¿Cómo pagarás la cuenta? Cugel hizo un gesto confiado. — ¿No son mil terces el gran premio de la Exposición? — Por supuesto, pero, ¿qué maravilla piensas exhibir? Te advierto que el duque no tiene paciencia con los charlatanes.

— No soy hombre que revele siempre todo lo que sabe -dijo Cugel-. No tengo por qué contar mis planes en este momento. — ¿Pero qué hay del robo? -exclamó Iolo-. ¿Acaso no hemos de buscar por todo Cuirnif al culpable? — Los Cinco Búhos es un puesto de observación tan bueno como cualquier otro, puesto que seguro que el ladrón visitará su sala común para alardear de sus hazañas y gastar tus terces en bebida. Mientras tanto, te deseo un buen techo y agradables sueños. Cugel hizo una educada inclinación de cabeza y se separó de Iolo. En Los Cinco Búhos seleccionó una habitación adecuada, donde se lavó y se cambió de ropas. Luego bajó a la sala común, donde disfrutó de una abundante comida con lo mejor que la casa le podía ofrecer. El posadero acudió a verificar que todo estaba en orden, y Cugel le felicitó por la comida. — De hecho, si lo tenemos todo en cuenta, Cuirnif debe ser considerado como un lugar privilegiado por los elementos. La perspectiva es agradable, el aire es vigorizante, y el duque Orbal parece más bien indulgente. El posadero asintió sin comprometerse a nada. — Como indicáis muy bien, el duque Orbal nunca se muestra exasperado, truculento, suspicaz o duro, a menos que su profunda sabiduría lo incline a ello, en cuyo caso toda su suavidad es puesta de lado en interés de la justicia. Mirad a la cresta de la colina: ¿qué veis? — Cuatro tubos, o depósitos cilíndricos, de aproximadamente treinta metros de altura por uno de diámetro. — Tenéis buena vista. Dentro de esos tubos son dejados caer los miembros insubordinados de la sociedad, sin preocuparse de quién está debajo o quién vendrá después. De modo que, aunque podéis conversar con el duque Orbal e incluso aventurar alguna pequeña broma, no olvidéis nunca sus órdenes. Los criminales, por supuesto, tienen pocas oportunidades de confesar sus pecados. Cugel, por la fuerza de la costumbre, miró intranquilo por encima del hombro. — Todas estas medidas difícilmente pueden aplicarse a mí, un extranjero en esta ciudad. El posadero lanzó un escéptico gruñido. — Supongo que habéis venido a presenciar la Exposición de Maravillas. — ¡Por supuesto! Incluso pienso concurrir al gran premio. Por cierto, hablando de esto: ¿puedes recomendarme unas caballerizas de confianza?

— Por supuesto. -El posadero le dio instrucciones explícitas. — También quiero contratar un grupo de operarios fuertes y de confianza -dijo Cugel-. ¿Dónde puedo reclutarlos? El posadero señaló al otro lado de la plaza, hacia una destartalada taberna. — Toda la gentuza de la ciudad se reúne en el patio de El Perro Aullador. Allí encontraréis operarios suficientes para todo lo que necesitéis. — Mientras voy a visitar las caballerizas, ¿tendrás la amabilidad de enviar a un muchacho a contratar a una docena de hombres fuertes? — Como queráis. En las caballerizas, Cugel alquiló un carromato grande de seis ruedas y un tiro de robustos farlocks. Cuando regresó con el carro a Los Cinco Búhos, halló esperando a una docena de individuos de variada catadura, incluido un hombre no sólo senil sino al que le faltaba una pierna. Otro, al borde de la intoxicación, apartaba de sí imaginarios insectos. Cugel desechó inmediatamente a esos dos. El grupo incluía también a Iolo el Recolector de Sueños, que escrutó a Cugel con extrema suspicacia. — Mi querido amigo, ¿qué haces tú en esta sórdida compañía? -preguntó Cugel. — He buscado un trabajo para poder comer -dijo Iolo-. ¿Puedo preguntarte cómo has conseguido los fondos para pagar un equipo de trabajo como éste? ¡Observo también que de tu oreja cuelga esa gema que apenas hace una noche era propiedad mía! — Es la segunda de un par -dijo Cugel-. Como sabes muy bien, el ladrón se llevó la primera con todas tus demás posesiones. Iolo frunció los labios. — Estoy más ansioso que nunca por encontrar a ese quijotesco ladrón que me roba mi gema pero te deja a ti en posesión de la tuya. — Era en efecto una persona notable. Creo que lo vi hace apenas una hora, saliendo precipitadamente de la ciudad. Iolo frunció de nuevo los labios. — ¿Qué te propones hacer con este carro? — Si quieres ganarte tu sueldo, pronto lo descubrirás por ti mismo. Cugel condujo el carro y el grupo de trabajadores fuera de la ciudad, siguiendo el camino hasta el misterioso agujero, donde lo encontró todo como lo habían dejado. Ordenó que fuera cavada una profunda trinchera a lo largo de la ladera, rodeando el agujero; luego instaló una grúa, que transportó el bloque de tierra, con el agujero, el tocón y el tentáculo, hasta el carro.

Durante el proceso, la actitud de Iolo cambió. Empezó a dar órdenes a los trabajadores y a dirigirse a Cugel con cordialidad. — ¡Una espléndida idea, Cugel! ¡Sacaremos un buen provecho de ella! Cugel alzó las cejas. — Por supuesto, espero ganar el gran premio. Lo que tú recibas, en cambio, va a ser una cantidad más bien modesta, incluso me atrevería a decir que magra, a menos que trabajes más activamente. — ¿Qué? -bramó Iolo-. ¡Espero que admitas que la mitad de este agujero es de mi propiedad! — No admito nada. No sigas hablando del asunto, si no quieres ser despedido en el acto. Gruñendo y echando humo, Iolo volvió al trabajo. A su debido tiempo Cugel trasladó el bloque de tierra, con el agujero, el tocón y el tentáculo, a Cuirnif. Por el camino compró una vieja lona embreada con la que cubrió el bloque de tierra con el agujero, a fin de aumentar en lo posible el efecto final de su exhibición. En el emplazamiento de la Gran Exposición, Cugel bajó la carga del carro y la metió al abrigo de un pabellón, tras lo cual pagó a sus hombres, ante las protestas de aquellos que habían albergado extravagantes esperanzas. Cugel se negó a oír las quejas. — ¡La paga es suficiente! Aunque os diera más, hasta el último terce terminaría en la barra de El Perro Aullador. — ¡Un momento! -exclamó Iolo-. ¡Tú y yo tenemos que llegar a un acuerdo! Cugel se limitó a subir al carro y conducirlo de vuelta a las caballerizas. Algunos de los hombres le siguieron algunos pasos; otros le arrojaron piedras, sin ningún resultado tampoco. Al día siguiente, las trompetas y los gongs anunciaron la apertura formal de la exposición. El duque Orbal llegó a la plaza vestido con un espléndido traje de peluche magenta ribeteada con plumas blancas y un sombrero de terciopelo azul pálido de casi un metro de diámetro, con borlas de plata colgando alrededor de toda el ala y una escarapela de filigrana de plata. El duque Orbal subió a una tribuna y se dirigió a la multitud: — Como todos sabéis, se me considera un excéntrico por mi entusiasmo hacia las maravillas y los prodigios, pero después de todo, cuando analizamos mi afición, ¿cabe considerarla tan absurda? Retroceded los eones hasta la época de los vapuriales, del Colegio Verde y Púrpura, de los poderosos magos entre cuyo número hay que incluir a Amberlin, el segundo chidule de Porfirincos, Morreion, Calanetus el Calmo, y por supuesto el gran Phandaal. Esos fueron grandes días, y no es probable que vuelvan,

excepto en los recuerdos de la nostalgia. Y en esta mi Gran Exposición de Maravillas, que no es más que una pálida evocación de la forma en que fueron las cosas en su tiempo. »De todos modos, examinándola en su conjunto, veo que tenemos un programa estimulante, y sin duda voy a hallar difícil conceder el gran premio. El duque Orbal miró un papel. — Inspeccionaremos los «Escuadrones Ágiles» de Zaraflam, los «Músicos Incomparables» de Bazzard, Xallops y su «Compendio del Conocimiento Universal». Iolo nos ofrecerá su «Saco de Sueños», y finalmente Cugel presentará para sorprendernos lo que él llama sorprendentemente «Ninguna Parte». ¡Un programa de lo más provocativo! Y ahora, sin más preámbulos, procederemos a evaluar los «Escuadrones Agiles» de Zaraflam. La multitud se arracimó en torno al primer pabellón, y Zaraflam exhibió sus «Escuadrones Ágiles»: un desfile de cucarachas elegantemente vestidas con uniformes rojos, blancos y negros. Los sargentos blandían sables; los soldados de a pie llevaban mosquetones; los escuadrones desfilaron de un lado para otro realizando intrincadas evoluciones. — ¡Alto! -gritó Zaraflam. Las cucharachas se detuvieron en seco. — ¡Presenten armas! Las cucarachas obedecieron. — ¡Una salva en honor a nuestro duque Orbal! Los sargentos alzaron sus sables; los soldados de a pie elevaron sus mosquetones. Los sables bajaron; los mosquetones dispararon, emitiendo pequeñas nubecillas de blanco humo. — ¡Excelente! -declaró el duque Orbal-. ¡Zaraflam te felicito por esta maravillosa precisión! — ¡Un millar de gracias, Vuestra Gracia! ¿He ganado el gran premio? — Es demasiado pronto para predecir nada. ¡Ahora, pasemos a Bazzard y sus «Músicos Incomparables»! Los espectadores se trasladaron al segundo pabellón, donde apareció Bazzard, con el rostro desolado. — Vuestra Gracia y nobles ciudadanos de Cuirnif. Mis «Músicos Incomparables» son peces del mar Cántico, y estaba seguro de ganar el gran premio cuando los traje a Cuirnif. Sin embargo, durante la noche, alguien vació descuidadamente el tanque. ¡Los peces han muerto, y su música se ha perdido para siempre! De todos modos, deseo

seguir concurriendo al premio, ya que puedo reproducir las canciones de mi desaparecida orquesta. Por favor, aceptad la música sobre estas bases. El duque Orbal hizo un gesto austero. — Imposible. La exhibición de Bazzard es declarada inválida. Pasemos pues a Xallops y su notable «Compendio» Xallops emergió de su pabellón. — Vuestra Gracia, damas y caballeros de Cuirnif. Mi participación en esta exposición es realmente notable; sin embargo, al contrario que Zaraflam y Bazzard, no puedo adjudicarme personalmente el mérito de su existencia. Por mi oficio soy explorador de tumbas antiguas, donde los riesgos son grandes y las recompensas pocas. Gracias a un extraordinario golpe de suerte, conseguí descubrir la cripta donde, hace muchos eones, fue depositado el mago Zinqzin para su eterno descanso. De esa cripta rescaté el volumen que ahora voy a presentar a vuestros asombrados ojos. Xallops retiró una cortina para revelar un gran libro encuadernado en piel negra. — A mi orden, este volumen revelará información de todo tipo; conoce cualquier cosa, hasta la más trivial, desde la época en que encendieron sus fuegos las estrellas hasta el día de hoy. Preguntad: ¡seréis respondidos! — ¡Extraordinario! -declaró el duque Orbal-. ¡Muéstranos la Oda Perdida de Psyrme! — De inmediato -dijo el libro con voz rasposa. Se abrió para revelar una página cubierta de extraños caracteres entremezclados. El duque Orbal miró, e hizo una perpleja pregunta: — Esto se halla más allá de mi comprensión; ¿puedes proporcionarnos su traducción? — Petición denegada -dijo el libro-. Esta poesía es demasiado dulce para los oídos vulgares. El duque Orbal miró a Xallops, que se dirigió con voz suave al libro: — Muéstranos escenas de pasados eones. — Como quieras. Retrocederé al Decimonono Eón del Quincuagésimo segundo Ciclo, y mostraré una vista del valle Linxfade, que incluye la Torre de la Sangre Coagulada de Kolghut. — ¡El detalle es a la vez notable y exacto! -declaró el duque Orbal, tras contemplar la imagen-. Siento curiosidad por ver el aspecto que tenía el propio Kolghut. — Nada más fácil. Aquí está la terraza del templo en Tanutra. Kolghut está de pie junto al arbusto de las lamentaciones en flor. En la silla se sienta la emperatriz Noxon, ahora en su ciento cuarenta aniversario. No ha probado el agua en toda su vida, y sólo come hierba amarga y, ocasionalmente, un poco de anguila hervida.

— ¡Bah! -dijo el duque Orbal-. ¡Es una vieja horrible! ¿Quiénes son esos caballeros que hay detrás de ella? — Forman su cortejo de amantes. Cada mes, uno de ellos es ejecutado, y es reclutado un nuevo valiente para ocupar su lugar. La competencia para lograr la afectuosa mirada de la emperatriz es grande. — ¡Bah! -murmuró el duque Orbal-. Mejor muéstranos una hermosa dama de la corte de la Era Amarilla. El libro pronunció una irritada sílaba en una lengua desconocida. La página giró para mostrar un paseo de travertino junto a un perezoso río. — Esta vista revela con gran precisión el arte de la poda en esa época. ¡Observad aquí, y aquí! -Mediante una flecha luminosa, el libro señaló una hilera de enormes árboles podados en forma globular-. Esos son irix, cuya savia puede ser utilizada como un efectivo vermífugo. La especie está extinta en la actualidad. Observaréis a lo largo del paseo una multitud de personas. Las que van vestidas con medias negras y lucen largas barbas blancas son esclavos alulianos, cuyos antepasados llegaron de la lejana Canopus. También se han extinguido. A medía distancia observaréis una hermosa mujer llamada Jiao Jaro. Está señalada con un punto rojo sobre su cabeza, aunque su rostro está vuelto hacia el río. — Esto no es muy satisfactorio -gruñó el duque Orbal-. Xallops, ¿no puedes controlar la perversidad de tu exhibición? — Me temo que no, Vuestra Gracia. El duque Orbal resopló disgustado. — ¡Una última pregunta! ¿Quién entre la gente que reside actualmente en Cuirnif representa la mayor amenaza a la seguridad de mi gobierno? — Soy un repositorio de información, no un oráculo -afirmó el libro-. De todos modos, señalaré que entre los presentes aquí hay un vagabundo con rostro de zorro y expresión alerta, cuyas costumbres harían enrojecer incluso las mejillas de la emperatriz Noxon. Su nombre... Cugel se adelantó de un salto y señaló hacia el otro lado de la plaza. — ¡El ladrón! ¡Ahí va ahora! ¡Avisad a la policía! ¡Haced sonar el gong! Mientras todo el mundo se volvía para mirar, Cugel cerró de golpe el libro y clavó sus nudillos en la tapa. El libro gruñó irritado. El duque Orbal se volvió de nuevo con el ceño perplejamente fruncido. — No he visto a ningún ladrón. — En ese caso, seguro que cometí un error. ¡Pero ahí aguarda Iolo, con su famoso «Saco de Sueños»!

El duque se trasladó al pabellón de Iolo, seguido por la multitud de curiosos. — Iolo, el Recolector de Sueños -dijo el duque Orbal-. Tu fama te ha precedido desde Dai-Passant. ¡Permíteme que te dé oficialmente la bienvenida! — Vuestra Gracia -respondió angustiado Iolo-, tengo malas noticias que contaros. Durante todo un año he estado preparándome para este día, esperando ganar el gran premio. El soplo de los vientos de medianoche, la irritación de los ocupantes de las casas, las aterradoras atenciones de los fantasmas, los espectros y los aparecidos: ¡todo lo he soportado! He merodeado de madrugada en persecución de mis sueños. Me he agazapado al lado de los durmientes, me he arrastrado por los áticos, he espiado sobre los jergones; he sufrido heridas y arañazos y contusiones; pero nunca he tenido en cuenta el coste con tal de que mi empresa diera frutos y fuera capaz de capturar algún espécimen de sueño especialmente escogido. »He examinado cuidadosamente cada sueño atrapado en mi red; por cada uno que he apreciado y conservado he desechado una docena, y finalmente, de mi almacén de superlativos, he moldeado mis maravillosos cristales, que he traído todo el largo camino que nos separa de Dai-Passant. Pero, esta noche pasada, y bajo las más misteriosas circunstancias, mis preciosas posesiones han sido robadas por un ladrón que sólo Cugel afirma haber visto. »Quiero señalar aquí que los sueños, estén cerca o lejos, representan maravillas de calidad realmente superlativa, y creo que una exacta descripción de los mismos... El duque Orbal alzó su mano. — Debo reiterar el juicio emitido con respecto a Bazzard. Una regla estricta estípula que ni las maravillas imaginarias ni las supuestas pueden calificarse para la competición. Quizá tengamos oportunidad de adjudicar el premio a tus sueños en otra ocasión. Ahora debemos pasar al pabellón de Cugel e investigar su provocativo «Ninguna Parte». Cugel subió al estrado delante de su pabellón. — Vuestra Gracia, presento para vuestra inspección una auténtica maravilla: no un ejército de insectos, ni un pedante almanaque, sino un auténtico milagro. -Cugel apartó la cortina-. ¡Mirad! El duque lanzó una exclamación de desconcierto. — ¿Un pedazo de tierra? ¿Un tocón? ¿Qué es ese extraño miembro que brota del agujero? — Vuestra Gracia, os presento aquí una abertura a un espacio desconocido, de la que brota el brazo de uno de sus habitantes. ¡Inspeccionad ese tentáculo! ¡Pulsa con la vida de otro cosmos! Observad el brillo dorado de la superficie dorsal, el verde y lavanda de esas incrustaciones. ¡En la parte inferior descubriréis tres colores de un tipo jamás visto antes! Con expresión perpleja, el duque Orbal se tironeó la barbilla.

— Todo esto está muy bien, pero, ¿dónde se halla el resto de la criatura? ¡No presentas una maravilla, sino una fracción de una maravilla! No puedo emitir un juicio sobre la base de una cola, unas ancas o una probóscide, pertenezca a lo que pertenezca ese miembro. Además, afirmas que el agujero penetra en un cosmos lejano; pero yo sólo veo un agujero, que se parece mucho a la madriguera de un wysen. Iolo avanzó unos pasos. — ¿Puedo aventurar una opinión? ¡Tal como han sucedido las cosas, he llegado al convencimiento de que fue Cugel quien robó mis sueños! — Tus observaciones no interesan a nadie -dijo Cugel-. Por favor, contén tu lengua mientras yo sigo con mi demostración. Iolo no se dejaba avasallar tan fácilmente. Se volvió hacia el duque Orbal y gritó con voz aguda: — ¡Oidme, si queréis! ¡Estoy convencido de que el «ladrón» no es más que un invento de la imaginación de Cugel! Me robó mis sueños y los escondió, ¿y en qué otro lugar pudo hacerlo excepto en el propio agujero? Como prueba señalo ese trozo de cuerda que cuelga dentro de él. El duque Orbal inspeccionó a Cugel con el ceño fruncido. — ¿Son ciertas esas acusaciones? Responde verazmente, porque todo puede ser verificado. Cugel eligió con cuidado sus palabras. — Sólo puedo afirmar lo que yo mismo sé. Es concebible que el ladrón ocultara los sueños de Iolo en el agujero mientras yo estaba ocupado con otras cosas. ¿Con qué finalidad? ¿Quién puede decirlo? — ¿Ha pensado alguien en buscar dentro del agujero ese elusivo «saco de sueños»? preguntó el duque Orbal con voz suave. Cugel se limitó a encogerse de hombros. — Iolo puede entrar ahora mismo en él y buscar hasta sentirse satisfecho. — ¡Afirmas que el agujero es tuyo! -exclamó Iolo-. responsabilidad tuya proteger los bienes públicos de él!

¡En

consecuencia,

es

Durante varios minutos se desarrolló una animada discusión, hasta que el duque Orbal intervino. — Ambas partes han argumentado razones persuasivas; sin embargo, creo que debo inclinarme en contra de Cugel. En consecuencia, decreto que sea él quien busque en su propiedad los sueños perdidos, y los recupere si es posible.

Cugel discutió la decisión con tanto vigor que el duque Orbal se volvió para contemplar la línea del horizonte, ante lo cual Cugel moderó su postura. — Por supuesto, el juicio de Vuestra Gracia es el que prevalece, y si es necesario, iré en busca de los sueños perdidos de Iolo, aunque sus teorías son evidentemente absurdas. — Por favor, hazlo de inmediato. Cugel consiguió una larga pértiga, a la que ató un garfio. Metió el artilugio en el agujero y empezó a moverlo de un lado para otro, consiguiendo solamente estimular el tentáculo, que empezó a azotar hacia uno y otro lado. De pronto, Iolo exclamó excitado: — ¡Observo un hecho notable! ¡El bloque de tierra tiene como máximo dos metros de alto, y sin embargo Cugel ha metido en el agujero una pértiga que tiene al menos tres metros! ¿Qué truco está practicando ahora? — Prometí al duque Orbal una maravilla, y eso es lo que es este agujero -dijo Cugel con voz suave. El duque Orbal asintió gravemente. — ¡Bien dicho, Cugel! ¡Tu exhibición es provocativa! De todos modos, no nos ofreces más que un excitante atisbo: un agujero sin fondo, un trozo de tentáculo, un extraño color, una luz remota..., hasta el punto que tu exhibición parece más un truco que una realidad. ¡Compárala, por ejemplo, con la precisión de las cucarachas de Zaraflam! Alzó una mano cuando Cugel fue a protestar-. Nos has mostrado un agujero: de acuerdo, es un agujero singular. ¿Pero en qué difiere de cualquier otro agujero? ¿Puedo en justicia conceder un premio sobre estas bases? — El asunto puede resolverse de una forma que nos satisfaga a todos -dijo Cugel-. Permitid que Iolo entre en el agujero, para que se convenza de que sus sueños están en otro lugar. Luego, a su regreso, podrá atestiguar acerca de la naturaleza realmente maravillosa de mi exhibición. — ¡Cugel es quien proclama todo esto! -protestó instantáneamente Iolo-. ¡Que sea él quien efectúe la exploración! El duque Orbal alzó de nuevo su mano pidiendo silencio. — Decreto que sea Cugel quien entre inmediatamente en su agujero en busca de las propiedades de Iolo, y al mismo tiempo efectúe un cuidadoso estudio del lugar, en beneficio de todos nosotros. — ¡Vuestra Gracia! -protestó Cugel-. ¡Esto no es tan sencillo! ¡El tentáculo llena casi todo el agujero! — Veo el espacio suficiente para que un hombre ágil pueda deslizarse por un lado.

— Vuestra Gracia, para ser sincero, no tengo intención de entrar en el agujero, y la razón es sólo una: miedo. El duque Orbal miró de nuevo a los tubos que se alineaban en el horizonte. Se dirigió por encima del hombro a un individuo robusto con un uniforme marrón y negro. — ¿Cuál es el tubo más adecuado para utilizarlo esta vez? — El segundo contando desde la derecha, Vuestra Gracia, está ocupado solamente en una cuarta parte. — ¡Tengo miedo, pero creo haberlo vencido! -afirmó Cugel con voz temblorosa-. ¡Iré en busca de los sueños perdidos de Iolo! — Excelente -dijo el duque Orbal con una ligera sonrisa-. Por favor, no te retrases demasiado; estoy empezando a perder la paciencia. Cugel metió tentativamente una pierna en el agujero, pero el movimiento del tentáculo le hizo retirarla precipitadamente. El duque Orbal murmuró algo a su hombre, que hizo traer un torno. El tentáculo fue arrastrado fuera del agujero unos buenos cinco metros. El duque Orbal dio instrucciones a Cugel: — Monta en el tentáculo, agárrate a él con brazos y piernas, y deja que te arrastre al interior del agujero. Desesperado, Cugel se aferró al tentáculo. La tensión del torno fue aflojada, y Cugel fue arrastrado al interior del agujero.

La luz de la Tierra, como empujada por alguna fuerza misteriosa, no penetraba en el agujero; Cugel se sumergió en una casi completa oscuridad, donde sin embargo, por alguna condición paradójica, era capaz de captar su nuevo entorno con todo detalle. Se puso en pie en una superficie plana pero irregular, que se alzaba y hundía y se agitaba como un mar agitado por el viento. La negra materia esponjosa sobre la que se apoyaban sus pies mostraba pequeñas cavidades y túneles, en los que Cugel captó el movimiento de casi invisibles puntos de luz. Allá donde la esponja se alzaba, la cresta se curvaba sobre si misma como un ola de resaca estrellándose contra la arena, o se alzaba crestada como los dientes de una sierra; en cualquier caso, los bordes resplandecían con tonalidades rojas, azul pálido y de muchos otros colores que Cugel nunca había visto antes. No se detectaba ningún horizonte, y los conceptos locales de distancia, proporción y tamaño no encajaban con los que Cugel conocía. Sobre su cabeza colgaba una muerta Nada. El único rasgo digno de notar, un amplio disco del color de la lluvia, flotaba en el cénit, un objeto tan impreciso que parecía casi invisible. A una distancia indeterminada -¿un kilómetro? ¿diez? ¿cien metros?-, un montículo dominaba todo el panorama. Al inspeccionarlo desde más cerca, Cugel comprobó que el montículo era una prodigiosa masa de carne gelatinosa, dentro de la cual flotaba un órgano globular al parecer análogo a un ojo. De la base de aquella

criatura se extendían un centenar de tentáculos que se agitaban hacia todas partes en la negra esponjosidad. Uno de aquellos tentáculos pasaba cerca de los pies de Cugel, cruzaba el agujero intracósmico y brotaba en el suelo de la Tierra. Cugel descubrió el Saco de Sueños de Iolo a menos de un metro de distancia. La esponjosidad negra, dañada por el impacto, había segregado un líquido que había disuelto un agujero en el cuero, haciendo que los sueños, con forma de estrella, se derramaran sobre la esponja. Al tantear con la pértiga, Cugel había dañado una excrecencia de amarronados palpos. La exudación resultante había goteado sobre los sueños, y cuando Cugel tomó la esfera de frágiles copos vio que sus bordes resplandecían con sobrenaturales franjas de color. La combinación de las exudaciones que habían permeado el objeto hizo que sus dedos hormiguearan. Una veintena de pequeños nódulos luminosos giraban como un enjambre en torno a su cabeza, y una voz suave se dirigió a él por su nombre. — ¡Cugel, qué alegría que hayas venido a visitarnos! ¿Qué opinas de nuestra agradable tierra? Cugel miró asombrado a su alrededor; ¿cómo podía un habitante de aquel lugar conocer su nombre? Observó, a una distancia de diez metros, un pequeño montículo de plasma no muy distinto de la monstruosa masa con el ojo flotante. Nódulos luminosos giraron en torno a su cabeza, y la voz sonó de nuevo en sus oídos: — Te sientes perplejo, pero recuerda que aquí hacemos las cosas de un modo distinto. Transferimos nuestros pensamientos en pequeños nódulos; si miras atentamente los verás acelerándose a través de la fluxión: pequeños animálculos ansiosos de descargar su contenido de iluminación. ¡Aquí! ¡Observa! Directamente delante de tus ojos tienes flotando un excelente ejemplo. Es uno de tus pensamientos, lleno de dudas; por eso vacila y aguarda tu decisión. — ¿Qué te parece si hablo? -preguntó Cugel-. ¿No facilitará eso las cosas? — ¡Al contrario! El sonido es considerado como algo ofensivo, y todos deploramos el más ligero murmullo. — Todo esto está muy bien -gruñó Cugel-, pero... — ¡Silencio, por favor! ¡Envía solamente animálculos! Cugel lanzó todo un enjambre de significados luminosos. — Haré lo que pueda. Quizá puedas informarme de hasta dónde se extiende esta tierra. — No con exactitud. A veces envío animálculos a explorar remotos lugares; informan de extensiones infinitas similares a la que puedes ver aquí. — El duque Orbal de Ombalique me ha ordenado que reúna información, y se sentirá interesado por tus observaciones. ¿Pueden encontrarse sustancias valiosas aquí?

— Hasta cierto punto. Hay proscedel, y difany, y ocasionales destellos de zamanders. — Mi principal preocupación, por supuesto, es recoger información para el duque Orbal, y también tengo que rescatar los sueños de Iolo; de todos modos, me encantaría adquirir alguna muestra valiosa, o dos, aunque sólo sea para recordarme a mí mismo esta agradable asociación. — Es comprensible. Simpatizo con tus objetivos. — En ese caso, ¿cómo puedo obtener una cierta cantidad de tales sustancias? — Muy fácil. Simplemente hay que enviar unos cuantos animálculos a recoger lo que desees. -La criatura emitió todo un enjambre de pálidos plasmas que se dispersaron en todas direcciones; al cabo de unos instantes regresaron con varias docenas de pequeñas esferas que irradiaban una helada luz azul-. Aquí tienes zamanders de la primera agua -dijo la criatura-. Acéptalas como un obsequio. Cugel se metió las gemas en el bolsillo. — Este es un magnífico sistema de acumular riqueza. También me gustaría obtener una cierta cantidad de difany. — ¡Envía fuera algunos animálculos! ¿Por qué te esfuerzas innecesariamente? — Pensamos en líneas paralelas. -Cugel despachó varios centenares de animálculos, que no tardaron en regresar con veinte pequeños lingotes del precioso metal. Cugel examinó su bolsa. — Todavía me queda sitio para una cierta cantidad de proscedel. Con tu permiso, enviaré los animálculos necesarios. — Nunca soñaría en interferir -afirmó la criatura. Los animálculos partieron en todas direcciones, y al cabo de poco regresaron con suficiente proscedel como para llenar la bolsa de Cugel. La criatura dijo pensativa: — Esto representa al menos la mitad del tesoro de Uthaw; de todos modos, no parece haberse dado cuenta de su ausencia. — ¿Uthaw? -preguntó Cugel-. ¿Te refieres al monstruoso bulto que hay ahí? — Sí, ése es Uthaw, que a veces se muestra rudo e irascible. El ojo de Uthaw giró hacia Cugel y pareció querer salirse de la membrana que lo contenía. Una oleada de animálculos llegó pulsando, llenos de significados. — Observo que Cugel ha robado mi tesoro, lo cual denuncio como un quebrantamiento de nuestra hospitalidad. En retribución, debe extraer veintidós zamanders de debajo de los Trillows Estremecientes. Luego debe cerner ocho libras de proscedel de primera

clase del Polvo del Tiempo. Finalmente debe rascar ocho acres de florescencias de difany de la cara del Disco Superior. Cugel envió animálculos. — Señor Uthaw, la pena es dura pero justa. ¡Un momento mientras voy a buscar las herramientas necesarias! -Recogió los sueños y saltó hacia la abertura. Agarró el tentáculo y gritó hacia arriba el agujero-: ¡Tirad, accionad el torno! ¡He rescatado los sueños! El tentáculo se agitó y se estremeció, bloqueando con eficacia la abertura. Cugel se volvió, se metió los dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido. El ojo de Uthaw giró alocadamente, y el tentáculo se relajó. El torno tiró del tentáculo, y Cugel fue extraído fuera del agujero. Uthaw, recuperando los sentidos, dio un tirón tan violento de su tentáculo que la cuerda se rompió; el torno salió disparado, y varias personas fueron arrojadas al suelo. Uthaw retiró su tentáculo, y el agujero se cerró instantáneamente. Cugel arrojó con desprecio el saco de copos de sueños a los pies de Iolo. — ¡Aquí tienes, ingrato! ¡Toma tus miserables alucinaciones y lárgate! ¡Que no oigamos más de ti! Luego se volvió al duque Orbal. — Ahora puedo haceros un informe del otro cosmos. El suelo está compuesto por una sustancia negra parecida a la esponja y resplandece con trillones de destellos infinitesimales. Mi investigación no ha descubierto límites a la extensión de esa tierra. Un disco pálido, apenas visible, cubre una cuarta parte del cielo. Sus habitantes son, el primero y más principal, una masa irascible llamada Uthaw, y otras más pequeñas, más o menos similares. No se permite ningún sonido, y la comunicación se efectúa a través de animálculos, que al mismo tiempo procuran las necesidades para la vida. En esencia, ésos son mis descubrimientos; y ahora, con todos mis respetos, reclamo el gran premio de los mil terces. A sus espaldas Cugel oyó la burlona risa de Iolo. El duque Orbal agitó la cabeza. — Mi querido Cugel, lo que sugieres es imposible. ¿A qué exhibición te refieres? ¿A ese pedazo de tierra que hay aquí? Carece de toda pretensión de singularidad. — ¡Pero vos visteis el agujero! ¡Tirasteis del tentáculo con vuestro torno! ¡Siguiendo vuestras órdenes, entré en el agujero y exploré la región! — Cierto, pero tanto agujero como tentáculo han desaparecido. Ni por un momento sugiero engaño, pero tu informe es imposible de verificar. ¡Difícilmente puedo concederle honores a una entidad tan fugitiva como el recuerdo de un agujero inexistente! Me temo que en esta ocasión debo prescindir de ti. El premio corresponde a Zaraflam y sus notables cucarachas. — ¡Un momento, Vuestra Gracia! -exclamó Iolo-. Recordad que yo entro también en la competición! ¡Al fin puedo exhibir mis productos! Aquí tengo algo particularmente escogido, destilado de un centenar de sueños capturados a primera hora de la

madrugada de un conjunto de hermosas doncellas dormidas en una cuna de fragantes enredaderas. — Muy bien -dijo el duque Orbal-. Retrasaré la adjudicación del premio hasta verificar la calidad de tus visiones. ¿Cuál es el procedimiento? ¿Debo dormirme yo también? — ¡En absoluto! La ingestión del sueño durante las horas de vigila produce no una alucinación, sino un estado de ánimo: una nueva sensibilidad, fresca y dulce: una excitación de las facultades, un indescriptible entusiasmo. De todos modos, ¿por qué no os ponéis cómodo mientras probáis mis sueños? ¡Hey, aquí! ¡Traed un diván! Y tú, un almohadón para la noble cabeza de Vuestra Gracia. ¡Tú! Ten la bondad de sujetar el sombrero de Vuestra Gracia. Cugel no vio ningún provecho en quedarse allí. Se dirigió hacia la parte exterior de la multitud. Iolo extrajo su esfera de sueños y, por un momento, pareció desconcertado ante el exudado que seguía aún adherido al objeto, luego decidió ignorar el asunto y no le prestó mayor atención, excepto para frotarse los dedos como si hubieran estado en contacto con alguna sustancia viscosa. Haciendo una serie de grandes gestos, Iolo se acercó al gran sillón donde el duque Orbal se había acomodado. — Dispondré el sueño para su más conveniente ingestión -dijo-. Sitúo una pequeña cantidad en cada oído; inserto una pizca en cada una de las fosas nasales; dispongo el resto bajo la ilustre lengua de Vuestra Gracia. Ahora, si queréis relajaros, dentro de medio minuto la quintaesencia de un centenar de sueños exquisitos se os hará evidente. El duque Orbal se puso rígido. Sus dedos se crisparon en los brazos del sillón. Su espalda se arqueó y sus ojos se desorbitaron. Cayó hacia atrás, volcando el sillón, rodó sobre sí mismo, se estremeció, se puso en pie, y empezó a dar saltos por toda la plaza, ante los asombrados ojos de sus súbditos. Iolo gritó con voz tronante: — ¿Dónde está Cugel? ¡Traedme a ese truhán de Cugel! Pero Cugel ya se había marchado apresuradamente de Cuirnif, y no pudo ser hallado en parte alguna.

Libro Sexto DE CUIRNIF A PERGOLO

1 Los cuatro magos La visita de Cugel a Cuirnif se había visto malograda por varios desagradables incidentes, y abandonó la ciudad con más prisa que dignidad. Finalmente se abrió camino a través de un bosquecillo de alisos, saltó una zanja, y trepó a la antigua carretera de Ferghaz. Tras detenerse para observar, escuchar y descubrir que al parecer la persecución había sido abandonada, se dirigió a toda velocidad hacia el oeste. La carretera cruzaba un enorme páramo azulado salpicado aquí y allá por pequeños bosquecillos. La región estaba sobrenaturalmente silenciosa; Cugel escrutó el páramo y sólo encontró distancia, un amplio cielo y soledad, sin ninguna señal de choza o casa. Procedente de Cuirnif avanzó un carruaje, tirado por un wheriot unicornio. El conductor era Bazzard, que, como Cugel, se había presentado a la Exposición de Maravillas. La exhibición de Bazzard, como el «Ninguna Parte» de Cugel, había sido descalificada por razones técnicas. Bazzard detuvo el carruaje. — Bien, Cugel, veo que has decidido dejar tu exhibición en Cuirnif. — No he tenido otra elección -dijo Cugel-. Con el agujero desaparecido, «Ninguna Parte» no es más que un enorme pedazo de tierra, que me siento feliz de dejar a la custodia del duque Orbal. — Yo he hecho lo mismo con mis peces muertos -dijo Bazzard. Miró el páramo a su alrededor-. Esta es una zona siniestra, con asms ocultos espiando detrás de cada bosque. ¿Adónde vas? — Mi destino en Azenomei, en Almery. Pero por ahora, me sentiré feliz hallando un refugio cualquiera para pasar la noche. — En ese caso, ¿por qué no vienes conmigo? Me sentiré agradecido de tu compañía. Esta noche nos detendremos en la posada del Hombre de Hierro, y mañana llegaremos a Llaio, donde vivo con mis cuatro padres. — Agradezco tu ofrecimiento -dijo Cugel. Trepó al vehículo; Bazzard dio un tirón a las riendas del wheriot, y el carruaje siguió su camino a buena velocidad carretera adelante.

Al cabo de un rato, Bazzard dijo: — Si no estoy equivocado, Iucounu, el Mago Reidor, como es conocido, tiene su casa en Pergolo, que está muy cerca de Azenomei. ¿Tal vez os conocéis? — Nos conocemos, sí -dijo Cugel-. Ha disfrutado de varias bromas escogidas a mis expensas. — ¡Oh, vaya! Apuesto a que no es uno de nuestros camaradas en quien más puede confiarse. Cugel miró por encima del hombro y habló con voz muy clara. — Por si hubiera por casualidad algún oído escuchando, quiero que sepas que tengo a Iucounu en mi mayor estima. Bazzard hizo un gesto de comprensión. — Sea cual sea el caso, ¿por qué vuelves a Azenomei? Cugel miró de nuevo en todas direcciones. — Refiriéndome aún a Iucounu: sus muchos amigos le informan a menudo de mensajes oídos por casualidad, pero a veces de forma inconexa; en consecuencia, procuro evitar, siempre que puedo, hablar demasiado. — ¡Ésa es una conducta prudente! -exclamó Bazzard-. En Llaio, mis cuatro padres son igual de prudentes. Al cabo de un momento, Cugel preguntó: — Muchas veces he conocido a un padre con cuatro hijos, pero nunca antes a un hijo con cuatro padres. ¿Cuál es la explicación? Bazzard se rascó perplejo la cabeza. — Nunca he pensado en preguntarlo -dijo-. Lo haré a la primera oportunidad. El viaje prosiguió sin incidentes, y a última hora de la tarde del segundo día llegaron a Llaio, una enorme construcción de dieciséis vertientes. Un lacayo se hizo cargo del carruaje; Bazzard condujo a Cugel a través de una alta puerta forrada de hierro, cruzando un gran salón de recepciones y hasta una salita de estar. Altas ventanas, cada una con doce paneles de cristal violeta, tamizaban la luz del atardecer; antiguas vigas de madera magenta, cruzando inclinadas el techo de la estancia, daban un poco de calor al revestimiento de roble oscuro. Una larga mesa descansaba sobre una alfombra verde oscuro. Muy cerca unos de otros, sentados de espaldas al fuego, había cuatro hombres de aspecto muy poco usual, en el sentido que compartían entre todos un solo ojo, una sola oreja, un solo brazo y una sola pierna. En otros aspectos los cuatro eran muy parecidos; bajos y delgados, con graves rostros redondos y pelo negro muy corto.

Bazzard hizo las presentaciones. Mientras hablaba, los cuatro hombres se pasaron diestramente brazo, ojo y oído de uno a otro, a fin de que cada uno pudiera apreciar la calidad de su visitante. — Este caballero es Cugel -dijo Bazzard-. Es un señor menor del valle del río Twish, que ha sufrido las bromas de alguien que debe permanecer sin nombrar. Cugel, permíteme presentarte a mis cuatro padres. Son Disserl, Vasker, Pelasias y Archimbaust: en su tiempo magos de reputación, hasta que ellos también cayeron en desgracia ante cierto mago burlón. Pelasias, que en aquel momento era quien llevaba el ojo y el oído, dijo: — ¡Recibe nuestra bienvenida! Los huéspedes son raros en Llaio. ¿Cómo has conocido a nuestro hijo Bazzard? — Ocupábamos pabellones cercanos en la Exposición -dijo Cugel-. Con el debido respeto al duque Orbal, tengo la sensación de que su juicio fue arbitrario, y ni Bazzard ni yo ganamos el premio. — Las observaciones de Cugel no son exageradas -dijo Bazzard-. A mi ni siquiera se me permitió imitar el sonido de mis desafortunados peces. — ¡Una lástima! -dijo Pelasias-. De todos modos, la Exposición os proporcionó sin duda experiencias memorables a ambos, por lo que el tiempo no resultó perdido. ¿Estoy en lo cierto en esto, Bazzard? — Completamente, señor, y mientras el tema sigue aún fresco en mi mente, me gustaría que me resolvieras una perplejidad. Un solo padre tiene a menudo cuatro hijos, ¿pero cómo un solo hijo tiene cuatro padres? Disserl, Vasker y Archimbaust tabalearon rápidamente encima de la mesa; ojo, oído y brazo fueron intercambiados. Finalmente Vasker hizo un seco gesto. — La pregunta es superflua. Archimbaust, armado con ojo y oído, examinó a Cugel con atención. Parecía especialmente interesado en el sombrero de Cugel, al que éste había prendido de nuevo la «Estallido Pectoral». — He ahí un notable adorno -dijo Archimbaust. Cugel asintió educadamente. — Lo tengo en mucha estima. — En cuanto al origen de este objeto, ¿te importaría darnos alguna información? Cugel agitó sonriente la cabeza. — Cambiemos de tema hacia otros asuntos más interesantes. Bazzard me dice que tenemos un cierto número

de amigos en común, incluido el noble y popular Iucounu. Archimbaust parpadeó, desconcertado. — ¿Te refieres a ese amarillento, inmoral y repulsivo Iucounu, conocido a veces como «El Mago Reidor»?. Cugel retrocedió y se estremeció. — Nunca me referiría de una forma tan insultante al querido Iucounu, especialmente si creyera que él o uno de sus leales espías puede estar escuchándome. — ¡Ajá! -dijo Archimbaust-. ¡Ahora comprendo tu desconfianza! ¡No tienes de qué preocuparte! Estamos protegidos por un dispositivo de alarma. Puedes hablar libremente. — En ese caso admitiré que mi amistad con Iucounu no es profunda ni duradera. Recientemente, siguiendo sus órdenes, un demonio de membranosas alas me llevó a través del océano de los Suspiros y me dejó caer sin contemplaciones en una lúgubre playa conocida como la costa de Shanglestone. — ¡Si fue una broma, es de muy poco gusto! -declaró Bazzard. — Esa es mi opinión -dijo Cugel-. Respecto a este adorno, en realidad es una escama conocida como «Estallido Pectoral de Luz», y procede de la parte delantera del demiurgo Sadlark. Posee un poder que, francamente, no comprendo, y es peligroso tocarla a menos que tus manos estén mojadas. — Todo esto está muy bien -dijo Bazzard-, pero, ¿por qué no quisiste hablar de ella antes? — Debido a un hecho muy interesante: ¡Iucounu posee todas las demás escamas de Sadlark! En consecuencia, debe ansiar la «Estallido» con todo ese intenso y excitable anhelo que asociamos a Iucounu. — ¡Muy interesante! -dijo Archimbaust. Él y sus hermanos tabalearon una sucesión de mensajes sobre la mesa, intercambiando su único ojo, oído y brazo con rápida precisión. Cugel, observándoles, fue capaz de aventurar una suposición acerca de cómo cuatro padres podían haber tenido un solo hijo. Finalmente, Vasker preguntó: — ¿Cuáles son tus planes en relación con Iucounu y esta extraordinaria escama? — Me siento a la vez dudoso e inquieto -dijo Cugel-. Iucounu desea la «Estallido»: ¡cierto! Se acercará a mí y dirá: «¡Ah, querido Cugel, qué amable por tu parte haberme traído la "Estallido"! ¡Dámela, o prepárate a sufrir otra de mis bromas!» Así que, ¿qué debo hacer? He perdido mi ventaja. Cuando uno se enfrenta a Iucounu, debe estar preparado a saltar ágilmente de un lado a otro. Tengo reflejos rápidos y pies ligeros, pero, ¿es eso suficiente? — A todas luces no -dijo Vasker-. Sin embargo...

Se dejó oír un sonido sibilante. Vasker impuso de inmediato a su voz el trémolo del profundo reconocimiento. — ¡Oh, el querido Iucounu! ¡Qué extraño, Cugel, que tú le cuentes también entre tus amigos! Cugel, observando la disimulada seña de Bazzard habló en tonos igualmente melodiosos: — ¡Es conocido en todas partes, hasta las tierras más remotas, como un excelente colega! — ¡Exacto! Nosotros hemos tenido nuestras pequeñas diferencias con él, pero, ¿no es eso algo que ocurre con frecuencia? Ahora todo está olvidado, por ambas partes, estoy seguro. — Si tienes oportunidad de verle en Almery -dijo Bazzard-, por favor, transmítele nuestros más calidos saludos. — No pienso ver a Iucounu -dijo Cugel-. Tengo intención de retirarme a una pequeña cabaña al lado del río Sune y quizá aprender algún oficio útil. — En conjunto parece una juiciosa idea -dijo Archimbaust-. Pero cuéntanos más cosas de la Exposición, Bazzard. — Fue concebida a lo grande -dijo Bazzard-. ¡No hay la menor duda al respecto! Cugel mostró su notable agujero, pero el duque Orbal lo rechazó sobre las bases de su fugacidad. Zallops mostró un «Compendio de Conocimiento Universal» que impresionó a todo el mundo. La tapa del libro mostraba el Emblema Gnóstico, así... — Tomando un estilo y papel, Bazzard garabateó: No miréis ahora, pero el espía de Iucounu cuelga encima nuestro, en una voluta de humo-. ¿No es correcto así, Cugel? — Sí en líneas generales, aunque has omitido algunos adornos significativos. — Mi memoria nunca ha sido muy buena -dijo Bazzard. Arrugó el papel y lo arrojó al fuego. — Amigo Cugel -dijo Vasker-, tal vez te apetezca un sorbo de dyssac, ¿o tal vez prefieres vino? — Cualquiera de las dos cosas me encantará -dijo Cugel. — En ese caso, te sugiero el dyssac. Lo destilamos nosotros mismos, a partir de plantas locales. Bazzard, por favor. Mientras Bazzard servía el licor, Cugel miró como por casualidad la habitación que le rodeaba. Muy arriba, m las sombras, captó como una voluta de humo, de la que asomaban un par de pequeños ojos rojos.

Vasker, con voz monótona, habló de la cría de aves de corral en Llaio y del alto precio de la comida. Finalmente el espía se cansó; el humo se deslizó pared abajo, se metió en la chimenea y desapareció. Pelasias miró a través del ojo a Bazzard. — ¿Sigue puesta la alarma? — Sí. — Entonces podemos volver a hablar libremente. Cugel, seré explícito. Hubo un tiempo en que éramos magos de gran reputación, pero Iucounu nos gastó una de sus pesadas bromas que aún nos escuece. Nuestra magia, en su mayor parte, ha desaparecido; sólo quedan unos pocos zarcillos de esperanza y, por supuesto, nuestro eterno aborrecimiento hacia Iucounu. — La claridad personificada. ¿Qué propones hacer? — Centrándonos en el asunto: ¿cuáles son tus planes? Iucounu tomará tu escama sin el menor remordimiento, riendo y burlándose durante todo el tiempo. ¿Cómo piensas impedírselo? Cugel tironeó inquieto de su barbilla. — He dedicado al asunto una cierta atención. — ¿Con qué resultados? — Había pensado en ocultar la escama, y confundir a Iucounu con insinuaciones y cebos. Pero me atormentan las dudas. Iucounu puede simplemente ignorar mis enigmas en favor de los Displasmas Triunfantes de Panguire. Entonces, sin duda, yo me apresuraría a decir: «Iucounu, tus bromas son soberbias, aquí tienes tu escama.» Mi mayor esperanza tal vez consista en presentarle la escama a Iucounu frente a frente, como un acto voluntario de generosidad. — En este caso, ¿qué habrás conseguido? -preguntó Pelasias. Cugel escrutó la habitación. — ¿Estamos seguros? — Definitivamente. — Entonces revelaré un hecho importante. La escama consume todo lo que toca, excepto en presencia de agua, la cual embota su voracidad. Pelasias miró a Cugel con un nuevo respeto. — Debo decir que llevas esa cosa letal con mucho aplomo.

— Siempre soy consciente de su presencia. Ya ha absorbido un pelgrane y un híbrido hembra de basilisco y de grue. — ¡Ajá! -dijo Pelasias-. Sometamos a prueba esa escama. Atrapamos en el gallinero a una comadreja que aguarda la ejecución: ¿por qué no mediante el poder de tu adorno? Cugel asintió. — Como queráis. Bazzard trajo al cautivo predador, que silbó y enseñó desafiante los dientes. Mojándose las manos, Cugel ató la escama al extremo de un palo y la depositó sobre la comadreja, que fue instantáneamente absorbida. El nódulo mostró nuevos resplandores rojos, vibrando con un fervor tan vívido que Cugel se sintió reluctante a volver a prenderla en su sombrero. La envolvió con varias capas de grueso tejido y la metió en su bolsa. Ahora era Disserl quien llevaba el ojo y el oído. — Tu escama ha mostrado su poder. Sin embargo, carece de alcance proyectivo. Necesitas nuestra ayuda, por parca que sea. Luego, si tienes éxito, tal vez puedas devolvernos nuestros miembros que nos faltan. — Puede que ya no se hallen en condiciones de ser usados -dijo Cugel, dubitativo. — No es necesario preocuparse por eso -respondió Disserl-. Los órganos, bien conservados y listos para ser usados de nuevo, se hallan en la bóveda de seguridad de Iucounu. — Ésa es una buena noticia -dijo Cugel-. Acepto vuestras condiciones, y me siento ansioso por saber cómo podéis ayudarme. — Lo primero y más urgente, debemos asegurarnos de que Iucounu no pueda apoderarse de la escama ni por la fuerza ni por la intimidación, o por medio de la Digital Secuestradora de Arnhoult, o por una detención temporal, como el Interín Interminable. Si podemos ganarle en esto, entonces deberá jugar bajo tus propias reglas, y la victoria estará en tus manos. Vasker tomó los órganos. — ¡Ya me siento más animado! ¡En Cugel tenemos al hombre que puede enfrentarse a Iucounu cara a cara y no retroceder! Cugel se puso en pie y caminó nerviosamente arriba y abajo por el saloncito. — Una actitud agresiva tal vez no sea el mejor enfoque. Al fin y al cabo, Iucounu conoce un millar de trucos. ¿Cómo impediremos que utilice su magia? Ese es el meollo del asunto. — Pediré consejo a mis hermanos -dijo Vasker-. Bazzard, tú y Cugel podéis cenar en el Salón de los Trofeos. Id con cuidado con los espías.

Tras una cena de notable calidad, Bazzard y Cugel regresaron al salón, donde los cuatro magos bebían por turno de un gran tazón de té. Pelesias, que era quien en aquel momento llevaba ojo, brazo y oído, dijo: — Hemos consultado el Pandaemonium de Boberg, y también el Índice Vapurial. Estamos convencidos de que llevas en ti algo más que una hermosa escama. Más bien es el propio nexo cerebral de Sadlark. Ha ingerido a varias criaturas de fuerte personalidad, incluida nuestra propia comadreja, y ahora muestra señales de vitalidad, como si se estuviera recuperando de un veraneo. De momento no es conveniente proporcionarle más fuerza a Sadlark. Archimbaust tomó los órganos. — Pensemos en términos de pura lógica. Proposición uno: a fin de conseguir nuestros objetivos, Cugel debe enfrentarse a Iucounu. Proposición dos: hay que impedir que Iucounu se apodere de la escama. Cugel frunció el ceño. — Vuestras proposiciones parecen aceptables, pero yo tengo en mente un programa algo más sutil. La escama servirá de cebo para una trampa; Iucounu correrá ansiosamente hacia ella, y eso lo volverá impotente. — ¡Impracticable, por tres razones! Primera: serás observado por espías, o por el propio Iucounu. Segundo: Iucounu reconoce cualquier cebo desde lejos, y enviará a cualquiera que pase por allí, o a ti mismo, a la trampa que le hayas preparado. Tercero: preferentemente a cualquier negociación, Iucounu utiliza el Antiguo Froust de Tinkler, y te descubrirás recorriendo Pergolo, a grandes saltos de diez metros, para entregarle la escama a Iucounu. Cugel alzó la mano. — Volvamos a las proposiciones de la pura lógica. Según recuerdo, no hay que permitir que Iucounu se apodere de la escama. ¿Qué viene a continuación? — Disponemos de varios corolarios posibles. Para frenar su avaricia, debes fingir la sumisión de un perro apaleado, una postura que Iucounu, en su desmedida vanidad, aceptará fácilmente. Luego necesitamos un elemento de confusión, que nos dé un abanico de opciones entre las cuales elegir. En consecuencia, mañana Bazzard duplicará la escama en oro fino, con una buena florescencia roja de hipolita como nódulo. Entonces cementará la falsa escama a tu sombrero sobre una capa de diambroid explosivo. — ¿Y yo tendré que llevar el sombrero? -preguntó Cugel. — ¡Por supuesto! Así dispondrás de tres cuerdas en tu arco. Todo será destruido si Iucounu intenta incluso el más pequeño de sus trucos. O puedes darle a Iucounu el propio sombrero, luego apartarte un poco y aguardar el estallido. O, si Iucounu descubre el diambroid, se abren otras posibilidades. Por ejemplo, puedes temporizar, luego hacer tu juego con la auténtica escama.

Cugel se frotó la mandíbula. — Dejando a un lado proposiciones y corolarios, no me siento entusiasmado ante el hecho de llevar una carga de potente explosivo pegada a mi sombrero. Archimbaust argumentó el programa, pero Cugel siguió dubitativo. De forma un tanto irritada, Archimbaust entregó los órganos a Vasker, que dijo: — Propongo un plan similar. Como antes, Cugel, entrarás en Almery sin llamar la atención. Lo harás manteniéndote a un lado del camino embozado en tu capa, utilizando cualquier nombre menos el tuyo. Iucounu se sentirá intrigado y acudirá en tu busca. En este punto tu política deberá ser una contenida cortesía. Declinarás educadamente todas las ofertas y seguirás tu camino. ¡Esta conducta empujará a buen seguro a Iucounu a algún exceso poco prudente! ¡Entonces actuarás! — Esa es la teoría -murmuró Cugel-. ¿Qué ocurrirá si simplemente agarra sombrero y escama, falsa o real, y se la queda para su propio uso? — Entonces entra en juego el esquema de Archimbaust -señaló Vasker. Cugel se mordisqueó el labio inferior. — A cada plan le parece faltar algo para conseguir una completa elegancia. Archimbaust, tomando los órganos, dijo enfáticamente: — ¡Mi plan es el mejor! ¿Prefieres el Enquistamiento de Forlorn a una profundidad de setenta kilómetros a una o dos onzas de diambroid? Bazzard, que había hablado poco, planteó una idea: — Sólo necesitamos utilizar una pequeña cantidad de diambroid, y así eliminaremos los peores temores de Cugel. Tres mínimos son suficientes para destruir la mano de Iucounu, junto con el brazo y el hombro, en caso de conducta impropia. — ¡Este es un excelente compromiso! -dijo Vasker-. ¡Bazzard, tienes una buena cabeza sobre los hombros! Después de todo, no tiene por qué ser necesario usar el diambroid. Estoy seguro de que Cugel sabrá tratar con Iucounu como un gato juega con un ratón. — ¡Limítate a mostrar desconfianza! -remachó Disserl-. ¡Entonces su vanidad se convertirá en tu aliado! — ¡Y sobre todo, no aceptes favores! -dijo Pelasias-. O te encontrarás obligado a él, lo cual es como un pozo sin fondo. En cierta ocasión... Se oyó un repentino silbido cuando la red de alarma detectó un espía. — ...paquete de frutas secas y pasas para tu bolsa -retumbó Pelasias-. El camino es largo y agotador, especialmente si utilizas el viejo camino de Ferghaz, que sigue todos los giros y revueltas del río Sune. ¿Por qué no te diriges a Taun Tassel sobre el Aguas Brillantes?

— ¡Un buen plan! El camino es largo y el bosque Da, oscuro, pero así podré evadir incluso el susurro de la notoriedad, y a todos mis viejos amigos también. — ¿Y tus planes a largo plazo? Cugel lanzó una melancólica risa. — Construiré una pequeña choza al lado del río y viviré allí el resto de mis días. Quizá me dedique un poco al comercio de los frutos secos y de la miel. — Siempre hay un mercado para las hogazas de pan horneadas en casa -señaló Bazzard. — ¡Una buena idea! Puedo dedicarme de nuevo a la búsqueda de antiguos manuscritos, o simplemente a la meditación y a contemplar el fluir del río. Esa, al menos, es mi modesta esperanza. — ¡Es una agradable ambición! ¡Si pudiéramos ayudarte en tu camino! Pero nuestra magia es pequeña; sólo conocemos un conjuro que puede serte útil: la Bondad Multiplicada por Doce de Brassman, mediante el cual un solo terce se convierte en una docena. Se la hemos enseñado a Bazzard, a fin de que nunca se halle en la necesidad; quizás él quiera compartirlo contigo. — Encantado -dijo Bazzard-. ¡Lo hallarás extremadamente útil! — Es muy amable de tu parte -dijo Cugel-. Con esto, y con el paquete de frutos secos y pasas, iré bien preparado para mi viaje. — ¡Cuenta con ello! A cambio, quizá quieras dejarnos tu sombrero con este curioso adorno como recuerdo, para que siempre que lo veamos pensemos en ti. Cugel agitó tristemente la cabeza. — ¡Cualquier otra cosa es vuestra! ¡Pero nunca me separaré de mi talismán de la suerte! — ¡No importa! Te recordaremos de todos modos. ¡Bazzard, aviva el fuego! Esta noche es desacostumbradamente fría. Prosiguieron la conversación en el mismo talante hasta que el espía se marchó, en cuyo momento, a petición de Cugel, Bazzard le aleccionó sobre el conjuro que controlaba la Bondad Multiplicada por Doce. Luego, como si pensara repentinamente en ello, Bazzard se dirigió a Vasker, que era quien llevaba ahora el ojo, el oído y el brazo: — Quizá otro de nuestros pequeños conjuros pueda ayudar también a Cugel en su camino: el conjuro de las Piernas Incansables. Vasker dejó escapar una risita.

— ¡Qué idea! ¡No creo que a Cugel le guste ser descubierto utilizando un conjuro reservado normalmente para nuestros wheriots! Un conjuro así no es acorde con su dignidad. — Yo siempre sitúo la dignidad en un segundo plano ante la utilidad -dijo Cugel-. ¿Qué hace ese conjuro? — Previene las piernas de la fatiga de un largo día de marcha -dijo Bazzard, casi disculpándose-, y como Vasker ha indicado, lo utilizamos principalmente para animar a nuestros wheriots. — Consideraré el asunto -dijo Cugel, y así quedó la cosa. Por la mañana, Bazzard llevó a Cugel a su taller, donde, tras enfundarse unos guantes mojados, duplicó la escama en oro fino, con un nódulo central formando una llameante florescencia roja de hipolita. — Bien -dijo Bazzard-; ahora, tres mínimos de diambroid, o quizá cuatro, y el destino de Iucounu estará sellado. Cugel observó lúgubremente mientras Bazzard cementaba diambroid al ornamento y lo sujetaba a su sombrero mediante un cierre secreto. — Descubrirás que representa una gran seguridad para ti -dijo. Cugel se encasquetó cuidadosamente el sombrero. — No veo ninguna ventaja evidente en esta falsa y explosiva escama, excepto el hecho de que el duplicado es valioso por los propios materiales que lo forman. -Metió la «Estallido Pectoral» en el dobladillo de un guante especial proporcionado por los cuatro magos. — Te procuraré un paquete de frutos secos y pasas, y estarás preparado para seguir tu camino -dijo Bazzard-. Si caminas a buen paso, debes llegar a Taun Tassel, en el Aguas Brillantes, antes de la caída de la noche. — Cuanto más considero el camino que me queda por delante -dijo Cugel pensativo-, más favorablemente inclinado me siento hacia el conjuro de las Piernas Incansables. — Es cosa de pocos minutos -dijo Bazzard-. Déjame consultarlo con mis padres. Los dos hombres se dirigieron al saloncito, donde Archimbaust consultó un índice de conjuros. Cadenciando las sílabas con esfuerzo, arrojó la fuerza salutífera hacia Cugel. Ante la sorpresa de todos, el conjuro golpeó las piernas de Cugel, rebotó, golpeó de nuevo sin efecto, luego se alejó cliqueteando, reverberó de pared en pared, y finalmente se desvaneció con una serie de pequeños sonidos chirriantes. Los cuatro magos se consultaron largamente. Al fin, Disserl se volvió a Cugel.

— ¡Este es un suceso de lo más extraordinario! ¡Sólo puede explicarse por el hecho de que llevas la «Destello Pectoral», cuya extraña fuerza actúa como una coraza contra la magia terrestre! — ¡Prueba el conjuro de la Efervescencia Interna con Cugel! -exclamó excitado Bazzard-. ¡Si se revela ineficaz, entonces sabremos la verdad! — ¿Y si el conjuro es eficaz? -preguntó fríamente Disserl-. ¿Es éste tu concepto de la hospitalidad? — ¡Mis disculpas! -dijo Bazzard, confuso-. No pensé lo suficiente en el asunto. — Parece que debo olvidarme de las «Piernas Incansables» -dijo Cugel-. Pero no importa; estoy acostumbrado al camino, de modo que me marcharé ahora mismo. — ¡Nuestras esperanzas van contigo! -dijo Vasker-. Valentía y precaución: ¡deja que ambas trabajen lado a lado! — Os agradezco vuestro sabio consejo -dijo Cugel-. Ahora todo depende de Iucounu. Si la avaricia domina su prudencia, pronto conoceréis la alegría de vuestros robados miembros. Bazzard, nuestro fortuito encuentro ha demostrado ser provechoso. O eso espero. Cugel abandonó Llaio.

2 La «Estallido Pectoral de Luz» Donde un puente de cristal negro cruzaba el río Sune, Cugel encontró un cartel anunciando que había vuelto de nuevo a la región de Almery. La carretera se bifurcaba. El viejo camino de Ferghaz seguía el Sune, mientras que la Senda de Marchas del Reino de Kang se desviaba hacia el sur, cruzaba las colinas Suspendidas y descendía al valle del río Twish. Cugel tomó a la derecha, encaminándose así hacia el oeste a través de un paisaje de pequeñas granjas, delimitadas las unas de las otras por hileras de altos árboles mulgoon. Un arroyo surgía del bosque Da para unirse al Sune; el camino lo cruzaba mediante un puente de tres arcos. En el extremo más alejado, inclinado contra un damson y mordisqueando indolentemente una pajita, estaba Iucounu. Cugel se detuvo a mirar, y finalmente decidió que lo que veía no era una aparición ni una alucinación de rostro amarillento de colgantes carrillos, sino al propio Iucounu. Una chaqueta color gamuza cubría su torso en forma de pera; las delgadas piernas estaban embutidas en unos ajustados pantalones a rayas rosas y negras. Cugel no había esperado ver a Iucounu tan pronto. Se inclinó hacia delante y miró, como si dudara.

— ¿Estoy en lo cierto en reconocer a Iucounu? — Completamente en lo cierto -dijo Iucounu, haciendo girar sus amarillos ojos en todas direcciones excepto hacia Cugel. — ¡Esto es una auténtica sorpresa! Iucounu se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa. — Una sorpresa agradable, espero. — ¡Ni que decirlo! Nunca esperé encontrarte holgazaneando al borde del camino, ¡y me sobresaltaste, de veras! ¿Has venido a pescar desde el puente? Pero veo que no llevas ni caña ni cebo. Iucounu volvió lentamente la cabeza y examinó a Cugel con entrecerrados ojos. — Yo también estoy sorprendido de verte de vuelta de tus viajes. ¿Por qué has ido hasta tan lejos? Tus anteriores depredaciones se produjeron a lo largo del Twish. — Estoy evitando a propósito los antiguos lugares por los que merodeaba, y mis viejas costumbres también -dijo Cugel-. Ninguna de las dos cosas me ha traído provecho. — En la vida de todos llega un momento para el cambio -dijo Iucounu-. Yo también tengo pensada la metamorfosis, hasta un extremo que puede que te sorprenda. -Se sacó la paja de la boca y habló con energía-. ¡Cugel, tienes buen aspecto! Tus ropas dicen mucho de ti, y también tu sombrero. ¿Dónde hallaste ese adorno tan hermoso? Cugel alzó una mano y tocó el duplicado de la escama. — ¿Esa pequeña cosa? Es mi talismán de la suerte. Lo encontré en un pozo cerca de la costa de Shanglestone. — Espero que me traigas otra idéntica, como recuerdo. Cugel agitó negativamente la cabeza, como si lo lamentara. — Sólo encontré un espécimen de esta calidad. — Qué lástima. Me siento decepcionado. ¿Cuáles son tus planes? — Pretendo llevar una vida sencilla: una cabaña a orillas del Sune, con un porche mirando al agua, donde me dedicaré al estudio de los manuscritos y a la meditación. Quizá lea el Estudio detallado de todos los eones de Stafdyke, un tratado al que todo el mundo alude, pero que nadie ha leído, con la probable excepción de ti. — Sí, lo conozco muy bien. Tus viajes, pues, te han proporcionado los medios de satisfacer tus deseos. Cugel agitó sonriente la cabeza.

— Mi riqueza es escasa. Tengo intención de llevar una vida de simplicidad. — El adorno de tu sombrero es muy vistoso. ¿No es valioso también? El nexus, o nódulo, resplandece de una forma tan brillante como una buena hipolita. Cugel agitó una vez más la cabeza. — No es más que un cristal que refracta los rojos rayos del sol. Iucounu lanzó un gruñido que no comprometía a nada. — Los ladrones son frecuentes a lo largo de este camino. Su primer objetivo será este famoso adorno tuyo. Cugel rió suavemente. — Tanto peor para ellos. Iucounu se puso alerta. — ¿Cómo es eso? Cugel acarició la gema. — Quienquiera que intente arrancar por la fuerza la joya resultará hecho pedazos, junto con la joya codiciada. — Burdo pero efectivo -dijo Iucounu-. Tengo que ir a ocuparme de mis asuntos. Iucounu, o su aparición, se desvaneció. Cugel, seguro de que sus espías vigilaban cada uno de sus movimientos, se encogió de hombros y siguió su propio camino. Una hora antes del anochecer llegó al poblado de Flath Foiry, donde buscó alojamiento en la posada de Los Cinco Estandartes. Mientras cenaba en la sala común conoció a Lorgan, un comerciante de bordados de fantasía. Lorgan disfrutaba con las largas conversaciones y los generosos tragos. Cugel no estaba de humor para ninguna de las dos cosas y, alegando cansancio, se retiró temprano a su habitación. Lorgan se quedó conversando con varios comerciantes de la población y libando copiosamente. Al entrar en su habitación, Cugel cerró la puerta por dentro con llave, luego efectuó una atenta inspección a la luz de la lámpara de la mesita de noche. La cama estaba limpia; las ventanas daban al patio de la cocina; podían oírse, ahogados, los gritos y las canciones de la sala común. Con un suspiro satisfecho, Cugel apagó la lámpara y se metió en la cama. Cuando se disponía ya a dormir, creyó oír un extraño sonido. Alzó la cabeza para escuchar, pero el sonido no se repitió. Cugel se relajó de nuevo. El extraño sonido llegó otra vez, algo más fuerte ahora, y una docena de grandes y susurrantes criaturas parecidas a murciélagos brotaron de las sombras. Se lanzaron como flechas contra el rostro de Cugel y se aferraron a su cuello con sus garras, con la esperanza de distraer

su atención mientras una especie de anguila negra se afanaba con manos temblorosas en robar el sombrero de Cugel. Cugel apartó a manotazos a las cosas parecidas a murciélagos, tocó la anguila con la «Estallido Pectoral», provocando su inmediata disolución, y las cosas como murciélagos huyeron chillando y susurrando de la habitación. Cugel encendió su lámpara. Todo parecía en orden. Reflexionó unos instantes, luego salió al pasillo e investigó la habitación contigua a la suya. Resultó estar vacía, y tomó inmediata posesión de ella. Una hora más tarde su descanso fue interrumpido de nuevo, esta vez por Lorgan, completamente borracho. Al ver a Cugel parpadeó, sorprendido. — Cugel, ¿qué haces durmiendo en mi habitación? — Lo siento, pero te has equivocado -dijo Cugel-. Tu habitación es la de la puerta de al lado. — ¡Oh! ¡Entonces todo queda explicado! ¡Mis más profundas disculpas! — No es nada -dijo Cugel-. Que duermas bien. — Gracias. -Lorgan se dirigió tambaleante a su cama. Cugel cerró la puerta con llave por dentro, volvió a acostarse, y descansó todo el resto de la noche, ignorando los sonidos y los gritos que llegaban de la habitación de al lado. Por la mañana, mientras tomaba su desayuno, Lorgan bajó cojeando las escaleras y describió a Cugel los acontecimientos de la noche. — Mientras descansaba en un agradable estado de somnolencia, dos enormes madlocks, de robustos brazos, enormes ojos verdes y sin cuello, entraron por la ventana. Me dieron una tremenda serie de fuertes golpes, pese a mis súplicas de piedad. Luego me robaron el sombrero y se dirigieron a la ventana como para marcharse, sólo para pensárselo mejor, volverse y darme otra serie de golpes. «Esto es por habernos causado tantos problemas», dijeron, y desaparecieron por fin. ¿Has oído alguna vez algo así? — ¡Nunca! -dijo Cugel-. Es un ultraje. — En la vida ocurren cosas extrañas -meditó Lorgan-. Prometo no volver a detenerme nunca más en esta posada. — Una sensata decisión -dijo Cugel-. Ahora, si me disculpas, debo proseguir mi camino. Cugel pagó su cuenta y siguió camino adelante, y la mañana transcurrió sin ningún suceso digno de mención.

Al mediodía llegó junto a un pabellón de seda rosa, erigido sobre una herbosa pradera al lado del camino. Ante una mesa llena de espléndidos manjares e incitante bebida se sentaba Iucounu, que al ver a Cugel se puso en pie, fingiendo sorpresa. — ¡Cugel! ¡Qué feliz coincidencia! ¡Vente a comer conmigo! Cugel midió la distancia entre Iucounu y el lugar donde iba a tener que sentarse; no le permitiría alcanzar con facilidad el lugar donde guardaba la «Estallido Pectoral» en su enguantada mano. Negó con la cabeza. — He comido ya una nutritiva ración de frutos secos y pasas. Has elegido un hermoso lugar para comer. Te deseo buen apetito, y buen día. — ¡Espera, Cugel! ¡Un momento, por favor! ¡Prueba un vaso de este fino Fazola! ¡Pondrá alas a tus pies! — Es más probable que me arroje a dormir a la cuneta. Y ahora... La fibrosa boca de Iucounu se crispó en una mueca. Pero inmediatamente recuperó su afabilidad. — Cugel, te invito a visitarme en Pergolo; seguro que no habrás olvidado los buenos ratos que pasamos allí. Cada noche hay un gran banquete, y he descubierto una nueva fase de la magia mediante la cual puedo atraer a personas notables a través de los eones. ¡Las diversiones son espléndidas en Pergolo! Cugel hizo un gesto de rechazo. — ¡Cantas atractivas canciones de sirena! ¡Si probara alguno de esos atractivos podría ver disolverse mi resolución! ¡Ya no soy el Cugel vividor de antaño! Iucounu luchó por mantener controlada su voz. — Esto está resultando cada vez más claro. -Se echó hacia atrás en su asiento, sin dejar de mirar atentamente el sombrero de Cugel. De pronto, hizo un gesto de impaciencia y murmuró un conjuro de once sílabas, a raíz del cual el aire entre los dos hombres pareció espesarse y retorcerse. Las fuerzas del conjuro se lanzaron hacia Cugel y le rebasaron, crepitando en todas direcciones, abriendo negros surcos entre los matorrales y la hierba. Iucounu se le quedó mirando con desorbitados ojos amarillos, pero Cugel no prestó la menor atención al incidente. Dirigió a Iucounu un cortés gesto de adiós, y prosiguió su camino. Caminó durante una hora, utilizando ese paso flexible y largo que le había hecho avanzar durante tantas leguas. A su derecha, descendiendo de las montañas, apareció el bosque Da, más suave y acogedor que el gran Erm del lejano norte. Río y camino se sumergían en sus sombras, y todos los sonidos se vieron amortiguados.

Flores de largos tallos crecían en el mantillo: delicias, campánulas, rosáceas, junquillos ala de ángel. Hongos color coral se aferraban a los tocones de los árboles muertos como fantásticos encajes. La luz del sol, amarronada, penetraba oblicuamente por los huecos del bosque, creando una semipenumbra saturada con una docena de colores oscuros. Nada se movía y no podía oírse ningún sonido excepto el trinar de algún lejano pájaro. Pese a la aparente soledad, Cugel preparó la espada en su vaina y caminó con pies prudentes; a menudo los bosques revelaban horribles secretos al inocente. Al cabo de algunos kilómetros, el bosque se hizo menos denso y se retiró hacia el norte. Cugel llegó a un cruce de caminos; allí aguardaba un espléndido carruaje tirado por cuatro wheriots blancos. Al pescante se sentaban dos doncellas de largo pelo naranja, tez morena y ojos verde esmeralda. Llevaban librea ocre oscuro y blanco ostra y, tras dirigir una rápida mirada de reojo a Cugel, clavaron altaneramente sus vistas al frente. Iucounu abrió la portezuela. — ¡Hola, Cugel! ¡Por casualidad estamos siguiendo el mismo camino! ¡Veo que mi amigo Cugel marcha a buen paso! ¡No esperaba encontrarte tan lejos! — Me gusta el aire libre -dijo Cugel-. Camino a buen paso porque tengo intención de llegar a Taun Tassel antes de que se haga de noche. Discúlpame otra vez si corto nuestra conversación. — ¡No es necesario! Taun Tassel está también en mi camino. Sube al carruaje; charlaremos mientras llegamos allí. Cugel dudó, mirando primero a un lado, luego al otro, e Iucounu empezó a mostrarse impaciente. — ¿Y bien? -ladró-. ¿Qué decides? Cugel intentó una sonrisa de disculpa. — Yo nunca acepto nada sin dar algo a cambio. Esta política me evita muchos malentendidos. Los párpados de Iucounu se entrecerraron en suave reproche. — ¿Por qué debemos discutir sobre detalles sin importancia? Sube al carruaje, Cugel; si quieres puedes ampliarme tus escrúpulos por el camino. — Muy bien -dijo Cugel-. Iré contigo hasta Taun Tassel, pero tienes que aceptar estos tres terces como compensación total, exacta, definitiva y absoluta por el viaje y por cualquier otro aspecto secundario, sucesorio y colateral y por cualquier consecuencia, sea directa o indirecta, de este viaje, renunciando a cualquier otra reclamación, ahora

y siempre, incluidos todos los tiempos del pasado y del futuro, sin excepción, y liberándome, en parte y en todo, de cualquier obligación futura. Iucounu alzó un par de pequeños puños cerrados y rechinó los dientes hacia el cielo. — ¡Repudio toda tu mezquina filosofía! ¡Me encanta dar! Ahora te ofrezco la total propiedad, libre de cargas, de este excelente carruaje, todo incluido, ruedas, ballestas y decoración interior, los cuatro wheriots con sus veintiséis eslabones de cadena de oro y un par de doncellas para guiarlo. ¡La totalidad es tuya! ¡Llévatelo a donde quieras! — ¡Me siento abrumado por tu generosidad! -dijo Cugel-. ¿Puedo preguntar qué deseas a cambio? — ¡Bah! Cualquier bagatela, algo para simbolizar el intercambio. Ese vulgar adorno que llevas en el sombrero bastará. Cugel hizo un signo de pesar. — Pides precisamente aquello a lo que tengo más aprecio. Se trata del talismán que hallé cerca de la costa de Shanglestone. Lo he llevado durante todo mi viaje de regreso, y no tengo intención de desprenderme de él. Puede que incluso ejerza alguna influencia mágica. — ¡Tonterías! -bufó Iucounu-. Tengo una nariz sensible para la magia. Ese adorno es tan pasivo como una cerveza pasada. — Su fulgor me ha alegrado en las horas tristes; jamás sería capaz de desprenderme de él. La boca de Iucounu cayó hasta casi más abajo de su mandíbula. — ¡Te has vuelto excesivamente sentimental! -Miró más allá del hombro de Cugel, y de pronto lanzó un agudo grito de alarma-. ¡Cuidado! ¡Nos ataca una plaga de taspes! Cugel se volvió, y descubrió una saltarina horda de verdes criaturas parecidas a escorpiones y del tamaño de comadrejas avanzar contra el carruaje. — ¡Rápido! -exclamó Iucounu-. ¡Sube! ¡Cocheras, adelante! Cugel vaciló sólo un instante; saltó dentro del vehículo. Iucounu lanzó un gran suspiro de alivio. — ¡Ha estado muy cerca! ¡Cugel, creo que he salvado tu vida! Cugel miró por la ventanilla de atrás. — ¡Los taspes se han esfumado en el aire! ¿Cómo es eso posible?

— No importa; estamos a salvo, y eso es lo único que cuenta. ¡Agradéceme que mi carruaje estuviera a mano! ¿No te sientes agradecido? Quizá ahora me concedas mi deseo, que es el adorno de tu sombrero. Cugel consideró la situación. Desde donde estaba no podía aplicar la auténtica escama contra el rostro de Iucounu. Decidió temporizar. — ¿Por qué quieres una bagatela así? — A decir verdad, colecciono ese tipo de objetos. El tuyo ocupará un lugar de honor en mi colección. Ten la bondad de dejármelo unos momentos, aunque sólo sea para examinarlo. — Eso no resulta fácil. Si lo miras de cerca, comprobarás que está sujeto a mi sombrero mediante una matriz de diambroid. Iucounu hizo chasquear la lengua, decepcionado. — ¿Por qué tomas tantas precauciones? — Para mantener alejadas las manos de los ladrones; ¿por qué otro motivo? — Pero seguro que puedes soltar el objeto sin peligro. — ¿Mientras damos saltos y tumbos en un carruaje a toda marcha? Jamás me atrevería a intentarlo. Iucounu lanzó a Cugel una mirada de soslayo amarillo limón. — Cugel, ¿estás intentando tomarme el pelo, como suele decirse? — Por supuesto que no. — Bien. -Los dos permanecieron sentados en silencio mientras el paisaje pasaba velozmente por su lado. Aquella era una situación delicada, pensó Cugel, pese a que sus planes iban encajando con la sucesión de los acontecimientos. Por encima de todo, no debía permitir a Iucounu que examinase de cerca la escama; la retorcida nariz de Iucounu podía sin lugar a dudas oler la magia, o la falta de ella. Cugel se dio cuenta de que el carruaje atravesaba no el bosque, sino un paisaje despejado. Se volvió hacia Iucounu. — ¡Éste no es el camino a Taun Tassel! ¿Adónde estamos yendo? — A Pergolo -dijo Iucounu-. Insisto en ofrecerte toda mi hospitalidad. — Tu invitación es difícil de resistir -dijo Cugel. El carruaje penetró entre una hilera de colinas y descendió a un valle que Cugel reconoció inmediatamente. Allá delante divisó la corriente del río Twish, con un destello momentáneo de rojiza luz solar sobre el

agua, luego la morada de Iucounu en Pergolo apareció en la ladera de una colina, y un momento más tarde el carruaje se detuvo ante su porche. — Hemos llegado -dijo Iucounu-. ¡Cugel, te doy la bienvenida de nuevo a Pergolo! ¿Quieres bajar? — Encantado -dijo Cugel. Iucounu condujo a Cugel al salón principal. — Antes que nada, Cugel, tomemos un vaso de vino para refrescar nuestras gargantas tras el polvo del camino. Luego ataremos los cabos sueltos de nuestros asuntos, que se extienden más hacia atrás en el pasado de lo que tal vez tú quieras recordar. Aquí Iucounu se refería a un período en el que Cugel lo tuvo a él en sus manos. — Esos días se han perdido en las brumas del tiempo -dijo Cugel-. Ahora todo está olvidado. Iucounu sonrió con los labios fruncidos. — ¡Ya lo recordaremos un poco más tarde, para nuestro regocijo mutuo! Por ahora, ¿por qué no te quitas el sombrero, la capa y los guantes? — Estoy completamente cómodo así -dijo Cugel, evaluando la distancia que lo separaba de Iucounu. Un paso largo, un giro del brazo, y ya estaría todo hecho. Iucounu pareció adivinar los pensamientos de Cugel y retrocedió un paso. — ¡Primero, nuestro vino! Pasemos al pequeño refectorio. Iucounu abrió camino hasta un salón panelado con fina caoba oscura, donde fue recibido efusivamente por un animalillo pequeño de pelo largo, piernas cortas y ojos negros como botones. La criatura saltó arriba y abajo y voceó una serie de estridentes ladridos. Iucounu le dio unas palmadas. — Hola, Ettis, ¿cómo va tu mundo? ¿Has comido suficiente sebo? ¡Bien! Me alegra oírlo, puesto que, aparte Cugel, tú eres mi único amigo. ¡Bien, ahora al trabajo! Tengo que conferenciar con Cugel. Iucounu señaló a Cugel una silla junto a la mesa, y se sentó en el lado opuesto. El animal corrió de un lado para otro, ladrando, deteniéndose tan sólo para mordisquear los tobillos de Cugel. Un par de jóvenes silfos entraron flotando en la habitación con bandejas de plata, que depositaron delante de Cugel e Iucounu, para desaparecer luego derivando por donde habían venido. Iucounu se frotó las manos.

— Como sabes, Cugel, sólo sirvo lo mejor. El vino es Angelius de Quantique, y las pastas son elaboradas a partir del polen de flores de trébol rojo. — Tus gustos han sido siempre exquisitos -dijo Cugel. — Sólo me siento satisfecho con lo sutil y lo refinado -dijo Iucounu. Probó el vino-. ¡Perfecto! -Bebió de nuevo-. Fuerte, un poco afrutado, con un asomo de arrogancia. Miró a Cugel, al otro lado de la mesa-. ¿Qué opinas? Cugel agitó la cabeza en triste abnegación. — Un sorbo de este elixir, y nunca podré volver a tolerar ninguna bebida normal. -Mojó una pasta en el vino y se la tendió a Ettis, que había hecho una nueva pausa para mordisquear su pierna-. Ettis, por supuesto, posee una discriminación más amplia que la mía. Iucounu saltó en pie con una protesta, pero Ettis había engullido ya el bocado, y de pronto se puso a realizar una serie de curiosas contorsiones y cayó al suelo de espaldas, con las patas rígidamente alzadas al aire. Cugel miró interrogador a Iucounu. — Oh, has entrenado a Ettis con el conocido truco del «perro muerto». Es un animal muy listo. Iucounu se dejó caer lentamente en su silla. Entraron dos silfos y se llevaron a Ettis en una bandeja de plata. — Vamos al asunto que nos interesa -dijo Iucounu entre dientes apretados-. Mientras vabagundeabas por la costa de Shanglestone, ¿conociste a un tal Twango? — Lo conocí, sí -dijo Cugel-. ¡Un individuo extraordinario! Se perturbó cuando no quise venderle mi pequeña chuchería. Iucounu clavó los ojos en Cugel con el más severo de los escrutinios. — ¿Te explicó por qué? — Habló del demiurgo Sadlark, pero de una forma tan incoherente que perdí todo interés. Iucounu se puso en pie. — Te mostraré a Sadlark. ¡Ven! A la sala de trabajo, que supongo recordarás muy bien. — ¿La sala de trabajo? Esos episodios se han perdido en el pasado. — Yo los recuerdo muy claramente -dijo Iucounu con voz suave-. Todos.

Mientras caminaban hacia la sala de trabajo, Cugel intentó acercarse a Iucounu, pero sin éxito; el mago parecía siempre un metro o más fuera del alcance de la enguantada mano donde tenía preparada la «Estallido». Entraron en la sala de trabajo. — Ahora verás mi colección -dijo Iucounu-. Ya no seguirás preguntándote respecto a mi interés por tu talismán. -Alzó bruscamente la mano; una cortina rojo oscuro se descorrió, revelando las escamas de Sadlark, dispuestas sobre una armadura de hilo de plata fina. A juzgar por la restauración, Sadlark debía haber sido una criatura de mediano tamaño, erguida sobre dos recios ambuladores, con dos pares de brazos articulados acabados cada uno en diez dedos prensiles. La cabeza, si el término podía considerarse apropiado, no era más que una torreta que remataba el prominente torso. Las escamas ventrales eran de un color blanco verdoso, con una quilla de color verde más oscuro teñido de bermellón que ascendía hasta terminar, en la torreta frontal, en un vacío que llamaba inmediatamente la atención. Iucounu hizo un amplio gesto. — Aquí tienes a Sadlark, el noble ser del sobremundo, cuyos contornos sugieren fuerza y velocidad. Su aspecto prende la imaginación. ¿No lo crees así, Cugel? — En absoluto -dijo Cugel-. De todos modos, en su conjunto, has recreado un espécimen espléndido, y te felicito -caminó en torno a la estructura como si la admirara, sin dejar de pensar en ningún momento en la forma de acercarse a Iucounu al alcance de su brazo, pero a medida que él se movía el otro lo hacia también, y Cugel vio fracasar su intento. — Sadlark es más que un simple espécimen -dijo Iucounu con voz casi devota-. Observa las escamas, cada una fijada en su lugar correspondiente, excepto en la parte frontal, donde un vacío hiere inmediatamente la atención del ojo. Sólo falta una escama, la más importante de todas: el centro protonástico, o, como es más comúnmente llamada, la «Estallido Pectoral de Luz». Durante muchos años pensé que estaba perdida, ante mi inexpresable angustia. Cugel, ¿puedes imaginar mi repentina exultación, las canciones que entonó todo mi ser, las crepitaciones de pura alegría a lo largo de mis venas, cuando te vi, y descubrí aquí, en tu sombrero, la única escama que falta? ¡Me regocijé como si el sol nos hubiera concedido otro centenar de años de vida! Hubiera podido saltar por los aires de puro gozo. Cugel, ¿puedes comprender mi emoción? — Hasta el punto en que la has descrito..., si. En cuanto a la fuente de esta emoción, me siento desconcertado. -y Cugel se acercó al armazón, con la esperanza de que Iucounu, en su entusiasmo, se situara al alcance de su brazo. Iucounu, moviéndose en el otro sentido, tocó el armazón, haciendo tintinear las escamas. — Cugel, en algunos aspectos eres torpe y denso; tu cerebro es como unas gachas recalentadas, y digo esto sin la menor animosidad. Sólo comprendes lo que ves, y esto es la parte más pequeña. -Iucounu emitió una risita que casi pareció un relincho, y Cugel le lanzó una mirada interrogadora-. ¡Observa a Sadlark! -exclamó Iucounu-. ¿Qué es lo que ves?

— Un armazón de alambre y un cierto número de escamas, con la supuesta forma de Sadlark. — ¿Y qué ocurriría si fuera retirado el alambre? — Las escamas caerían en un confuso montón. — Exacto. Tienes razón. El centro protonástico es el nódulo que une las demás escamas con líneas de fuerza. Este nódulo es el alma y la fuerza de Sadlark. Con el nódulo en su sitio, Sadlark vivirá de nuevo; porque Sadlark nunca ha estado muerto realmente, sólo disociado. — ¿Y qué hay de sus, digamos, órganos internos? — En el sobremundo, estas partes son consideradas innecesarias e incluso en cierto modo vulgares. En pocas palabras, no existen partes internas. ¿Tienes alguna otra pregunta u observación? — Me aventuraría a señalar educadamente que el día está tocando a su fin, y que deseo llegar a Taun Tassel antes de que se haga oscuro. — ¡Y así será! -dijo Iucounu de buen grado-. Primero, ten la amabilidad de colocar encima de la mesa la «Estallido Pectoral de Luz», tras desprenderla de todo rastro de diambroid. No te queda ninguna otra opción. — Sólo una -dijo Cugel-. Prefiero conservar la escama. Me da suerte y emana una especie de magia acre, como habrás observado ya. Luces amarillas llamearon tras los ojos de Iucounu. — Cugel, tu obstinación es embarazosa. La escama, efectivamente, mantiene una barrera entre tú y cualquier magia enemiga de tipo casual. Es indiferente a la magia del sobremundo, algo de la cual está en mis manos. Mientras tanto, desiste de este intento constante de acercarte para situarme al alcance de tu espada. Empiezo a sentirme cansado de retroceder cada vez que tú te insinúas en mi dirección. — Nunca ha pasado por mi imaginación un acto tan poco considerado -dijo Cugel altaneramente. Extrajo su espada y la depositó en el banco de trabajo-. ¿Ves? ¡Comprueba por ti mismo la forma en que me has juzgado mal! Iucounu miró la espada y parpadeó. — ¡De todos modos, manténte a distancia! No soy hombre al que le gusten las intimidades. — Cuenta con toda mi cooperación -dijo Cugel con dignidad. — ¡Seré franco! Hace mucho tiempo que tus actos exigen un castigo, y como hombre de conciencia me veo obligado a administrártelo. De todos modos, no necesitas agravar mi tarea.

— ¡Esas son duras palabras! -dijo Cugel-. Me ofreciste un viaje a Taun Tassel. No esperaba una traición. Iucounu no le prestó la menor atención. — Te lo pido por última vez: ¡entrégame inmediatamente la escama! — No puedo complacerte -dijo Cugel-. Y como ésta fue tu última petición, ahora puedo irme a Taun Tassel. — ¡La escama, por favor! — Tómala de mi sombrero, si te atreves. Yo no voy a ayudarte. — ¿Y el diambroid? — Sadlark me protegerá. Tú deberás correr el riesgo. Iucounu lanzó una risotada. — ¡Sadlark también me protege, como vas a ver! -Se quitó las ropas y, con un rápido movimiento, se insertó en el centro de la matriz, de modo que sus piernas encajaron en los ambuladores de Sadlark y su rostro se asomó tras el agujero en la torreta. Los alambres y escamas se contrajeron en torno a su gordezuelo cuerpo; las escamas se le pegaron como si fueran su propia piel. La voz de Iucounu resonó como un coro de instrumentos de metal: — Bien, Cugel, ¿qué dices ahora? Cugel, con la boca abierta por la sorpresa, fue incapaz de moverse. Al fin dijo: — Las escamas de Sadlark te sientan admirablemente bien. — ¡No es por accidente, de esto estoy seguro! — ¿Y por qué no? — Soy el avatar de Sadlark; ¡comparto su esencia personal! ¡Este es mi destino, pero antes de que pueda gozar de todas mis fuerzas, debo estar completo! Sin hacer ninguna tontería, puedes encajar la «Estallido» en su lugar. Recuerda: Sadlark ya no te protege contra mi magia, puesto que ésta es su magia también. Una hormigueante sensación en el guante de Cugel indicó que el centro protonástico de Sadlark confirmaba la observación. — Bien, que así sea -dijo Cugel. Desprendió cuidadosamente el adorno de su sombrero y retiró el diambroid. Lo sostuvo en su mano un momento, luego lo apretó contra su fuente.

— ¿Qué estás haciendo? -gritó Iucounu. — Estoy renovando mi vitalidad por última vez. Esta escama me ha ayudado a menudo en mis momentos de prueba. — ¡Deja de hacer esto inmediatamente! ¡Necesitaré cada átomo de su fuerza para mí! ¡Dámela ahora mismo! Cugel dejó que la auténtica escama se deslizara a su enguantada palma y ocultó el falso adorno. Dijo con voz melancólica: — Te entrego con dolor mi tesoro. ¿Puedo llevármela por última vez a mi frente? — ¡Ni lo sueñes! -declaró Iucounu-. Tengo intención de colocarla en mi propia frente. ¡Deja la escama sobre el banco de trabajo, luego retrocede! — Como quieras -suspiró Cugel. Colocó la «Estallido» en el banco, y luego, tomando su espada, salió melancólicamente de la habitación. Con un gruñido de satisfacción, Iucounu aplicó la escama a su frente. Cugel se detuvo junto a la fuente de la entrada, con un pie apoyado en el borde de la pileta. En esta posición escuchó gravemente los horribles sonidos que brotaban de la garganta de Iucounu. El silencio volvió a adueñarse de la sala de trabajo. Transcurrió un rato. Un sonido de resonantes pasos llegó a oídos de Cugel. Sadlark apareció en la entrada avanzando con torpes saltos, usando sus ambuladores a modo de pies sin demasiado éxito, de modo que caía pesadamente de tanto en tanto, rodando y volviendo a levantarse con gran resonar de escamas. La luz de última hora de la tarde penetraba oblicua por la puerta; Cugel no hizo ningún movimiento, con la esperanza de que Sadlark saliera fuera y regresara al sobremundo. Sadlark se detuvo y dijo con voz jadeante: — ¡Cugel! ¿Dónde está Cugel? ¡Todas las fuerzas que he consumido hasta ahora, incluidas la anguila y la comadreja, necesitan unirse con Cugel! ¿Dónde estás? ¡Cugel, haz notar tu presencia! No puedo ver en esta peculiar luz de la Tierra, lo cual explica por qué me hundí en el cenagal. Cugel guardó silencio, sin apenas atreverse a respirar. Sadlark giró lentamente la roja nariz de su «Estallido» hacia uno y otro lado del vestíbulo. — ¡Ah, Cugel, ahí estás! ¡No te muevas!

Sadlark avanzó pesadamente. Desobedeciendo la orden, Cugel corrió hacia el extremo más alejado de la fuente. Furioso ante la insubordinación, Sadlark dio un gran salto en el aire. Cugel agarró una palangana, la llenó de agua en la fuente y la arrojó contra Sadlark, que a causa de ello calculó mal la distancia y cayó de bruces en la pileta. El agua silbó y burbujeó mientras la fuerza de Sadlark se agotaba. Las escamas se separaron y se agitaron lentamente en el fondo de la fuente. Cugel rebuscó entre las escamas hasta encontrar la «Destello Pectoral de Luz». Envolvió la escama en varios gruesos de tela mojada y se dirigió a la sala de trabajo, donde la metió en una jarra de agua, que selló herméticamente y guardó a un lado. Pergolo permanecía en silencio, pero Cugel no pudo descansar; la presencia de Iucounu flotaba en el aire. ¿Era posible que el Mago Reidor estuviera observándole desde algún lugar secreto, esforzándose por contener sus carcajadas mientras le preparaba alguna nueva broma pesada? Cugel registró Pergolo con todo cuidado, pero no descubrió ningún indicio significativo excepto el anillo con un ópalo que Cugel llevaba en su pulgar, y que halló en la fuente, entre las escamas; finalmente, Cugel llegó al convencimiento de que Iucounu había desaparecido.

A un extremo de la mesa se sentaba Cugel; al otro, Bazzard. Disserl, Pelasias, Archimbaust y Vasker se alineaban a ambos lados. Las partes robadas habían sido recuperadas de las bóvedas y devueltas a sus correspondientes lugares, para satisfacción general. Seis silfos servían el banquete, el cual, pese a la ausencia de los extraños condimentos e improbables yuxtaposiciones de la «nueva cocina» de Iucounu, era disfrutado en su totalidad por los comensales. Fueron propuestos varios brindis: por la ingeniosidad de Bazzard, por la fortaleza de los cuatro magos, por los valientes trucos y engaños de Cugel. Le preguntaron a Cugel, no una sino varias veces, dónde iban a llevarle ahora sus ambiciones; a cada ocasión respondió con un melancólico agitar de cabeza. — Con Iucounu desaparecido, no hay nada que me guíe. No miro en ninguna dirección y no tengo ningún plan. Tras vaciar su vaso, Vasker expresó una generalización: — Sin ninguna meta imperiosa, la vida es insípida. Disserl alzó también su vaso, luego respondió a su hermano: — Creo que este pensamiento ha sido enunciado ya antes. Un crítico pesimista hubiera empleado la palabra «banalidad». Vasker respondió en tono llano:

— Esas son las ideas que la auténtica originalidad redescubre y renueva, en beneficio de la humanidad. ¡Mantengo mi observación! ¿Estás de acuerdo, Cugel? Cugel indicó a los silfos que hicieran buen uso de las botellas. — Este juego intelectual me desconcierta; me siento completamente perdido. Ambos puntos de vista parecen convincentes. — Quizá quieras regresar con nosotros a Llaio para que te expliquemos con todo detalle nuestras filosofías. — Tendré en cuenta vuestra invitación. Durante los próximos meses voy a estar atareado en Pergolo, ocupándome de los asuntos de Iucounu. Un cierto número de sus espías han presentado ya reclamaciones y facturas que casi con toda seguridad son falsificadas. Los he despedido de inmediato. — ¿Y cuando todo esté en orden? -preguntó Bazzard-. ¿Qué, entonces? ¿La cabaña rústica junto al río? — Una cabaña así, sin nada que hacer excepto contemplar el avanzar de la luz del sol, me atrae. Pero me temo que muy pronto empezaré a sentirme inquieto. Bazzard aventuró una sugerencia: — Hay regiones lejanas en el mundo dignas de ser vistas. Se dice que la ciudad flotante de Jehaz es espléndida. Y también está la región de las Damas Pálidas, que tal vez te interese explorar. ¿O piensas pasar el resto de tus días en Almery? — El futuro es incierto como un paisaje en la niebla. — Lo mismo puede decirse para todo el resto de nosotros -declaró Pelasias-. ¿Por qué hacer planes? El sol puede apagarse mañana mismo. Cugel hizo un gesto extravagante. — ¡Ese pensamiento debe ser arrojado fuera de nuestras mentes! ¡Esta noche estamos sentados aquí, bebiendo vino púrpura! ¡Dejemos que la noche dure eternamente! — ¡Esto es también lo que yo pienso! -dijo Archimbaust-. ¡El ahora es el ahora! No hay nada más que experimentar excepto este único «ahora», que vuelve a intervalos de exactamente un segundo de duración. Bazzard frunció el ceño. — ¿Y qué hay del primer «ahora» y del último «ahora»? ¿Tienen que ser considerados como una misma entidad? — Bazzard, tus preguntas son demasiado profundas para la ocasión -dijo Archimbaust con un tono un tanto severo-. Las canciones de tus peces musicales tal vez fueran más adecuadas.

— Sus progresos son lentos -dijo Bazzard-. Tengo ya un tenor y un contralto, pero la armonía aún no es perfecta. — No importa -dijo Cugel-. Esta noche nos pasaremos sin ellos. Iucounu, estés donde estés, en el submundo, en el sobremundo o en ningún mundo, ¡bebemos a tu memoria de tu propio vino! ¡Esta es la broma final, y, por débil que pueda parecer, es a tus expensas, así que disfruta de la compañía! Silfos, ¿qué pasa con esas botellas? ¡Llenad de nuevo los vasos! Bazzard, ¿has probado ya este excelente queso? Vasker, ¿otra anchoa? ¡Que siga la fiesta!