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Sombra y Estrella
Laura Kinsale
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Madre, Papi, Cindy, Ubba, Nona, Nono, Elva, Tootsie, Bud, Frances, Sue, Georgia, Titita, Christine: Okage sama de... Soy quien soy gracias a su bondad.
Ninguna tierra extranjera tiene para mí el profundo encanto que tiene aquella, ninguna otra tierra podría perseguirme tan cariñosa y suplicantemente, mientras duermo o camino, por casi media vida, como esa lo ha hecho. Otros asuntos me han dejado, mientras este permanece; otras cosas van cambiando, pero esta sigue igual. Para mí su brisa balsámica siempre sopla, sus mares de verano brillan al sol, el pulso en el ritmo de sus olas está es mis oídos, puedo ver sus riscos engalanados, sus cascadas saltarinas, sus emplumadas palmeras dormitando en la playa, sus cumbres lejanas flotando como islas sobre los macizos de nubes… en mis narices aun vive el aliento de flores que perecieron hace veinte años. Mark Twain
E lei kau, e lei ho’oilo i ke, aloha. El amor se lleva puesto como una guirnalda, a través de los veranos y los inviernos.
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El guerrero de la sombra
1887
En un lugar de oscuridad y quietud dejó de pensar. Dejó que se escabullera la vasta charla de la humanidad, y que el sonido del suave viento en las cortinas llenara su mente. Miró con fijeza a su oscuro reflejo en el espejo hasta que el rostro que estaba allí se convirtió en el de un extraño, un conjunto de rasgos sin expresión en los ojos plateados, en la boca impasiva... y luego en menos que un extraño, sólo una austera máscara... luego en algo que iba más allá: contornos elementales, ya que no humanos. Sólo un espectro de luz y sombra, sustancia visible e invisible. Con la realidad ante él, comenzó a transformarla para su propio objetivo. Para disimular el oro de sus cabellos, tomó prestado algo de la utilería del teatro Kabuki, una capucha negra que usaban los Kuroko cuando se deslizaban en una escena para cambiar el decorado. Para cubrir su rostro, descartó la pintura o el tizne por ser inadecuados: demasiado difíciles para quitarlos con rapidez y descaradamente ilícito si llegaran a advertir su presencia. En cambio, tapó su rostro con un antifaz, cubriendo todo, excepto los ojos con un lienzo de color negro, un tejido suave y flexible como el abrigo suelto de color gris oscuro que llevaba. Dentro de su oscuro ropaje disponía de los medios para escalar una pared, lanzar un relámpago, escapar o herir; y hasta de matar.
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En lugar de zapatos eligió unos tabi flexibles, para caminar en silencio y pegado al suelo. Tierra... agua... aire... fuego... y el vacío. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Escuchó el suave viento que la fuerza de ningún hombre podía detener. Con sus huesos sintió la vasta y pesada fortaleza de la tierra que tenía debajo. En su mente, aceptaba el vacío. Inmóvil, se mezcló con la noche: invisible en el espejo, inaudible en la brisa. Con los dedos enlazados y entrecruzados, invocó el poder de su intención para cambiar el mundo existente. Se puso de pie y desapareció.
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Londres, 1887 Leda se despertó de pronto a altas horas de la noche. Había estado soñando con cerezas. Su cuerpo se agitó en la transición, con un sobresalto desagradable que la dejó sin aire, crispó sus músculos e hizo que su corazón latiera con violencia mientras fijaba la vista en la oscuridad e intentaba recobrar el aliento para entender la diferencia entre el sueño y la realidad. Cerezas... y ciruelas, ¿verdad? ¿Pastel de frutas? ¿Budín? ¿Una receta de una bebida tonificante? ¡No!... ¡no!... el sombrero. Cerró los ojos. Su mente empezó a dar vueltas entre sueños a la cuestión de si serían cerezas o ciruelas las que adornarían el sombrero de Olivia ya confeccionado y que estaba coronado por un remate. Pensaba comprarlo directamente al final de la semana, cuando madame Elise le pagara por su trabajo diario. Sintió de modo instintivo que el sombrero era un tema mucho más seguro y agradable para la contemplación que lo que realmente tema delante: su habitación oscura y los rincones aun más oscuros de la misma, así como la naturaleza del alboroto que la había despertado de ese sueño profundo que tanto necesitaba. La noche era silenciosa, sobre el tic-tac del reloj y la suave brisa que soplaba por la ventana del desván, que esa noche traía el olor del Támesis en vez de los habituales olores a vinagre y a destilación. A este
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anticipado verano lo llamaban el clima de la reina. Leda lo sintió en su mejilla. Las celebraciones por el 50° Aniversario de la ascensión al Trono de Su Majestad hacían que las calles fueran más ruidosas por la noche que de costumbre, a causa de las muchedumbres y la conmoción provocada por los festejos públicos y por la presencia de extravagantes extranjeros de todos los rincones de la tierra de Dios que paseaban con turbantes y adornados con joyas, como si recién acabaran de bajar de sus elefantes. Ahora la noche era silenciosa. Por la ventana abierta apenas podía ver el contorno del geranio y el montón de seda rosada que había terminado a las dos de la mañana y había dejado sobre la mesa. El vestido de fiesta debía entregarse a las ocho, con las alforzas, los volantes y el bordado en la cola. La propia Leda tenía que estar vestida y en la puerta trasera de madame Elise antes de esa hora, a las seis y media, con el vestido en una cesta de mimbre para que una de las muchachas del taller se lo pudiera probar, por si había algún defecto antes de que el recadero se lo llevara. Intentó recuperar el preciado sueño. Pero su cuerpo yacía rígido y su corazón continuaba latiendo con violencia, ¿uso fue un ruido? No sabía si era un sonido real o los latidos de su corazón. Naturalmente, su corazón comenzó a latir con más fuerza y la idea que había estado flotando como una nebulosa por fin tomó forma definitiva con la conciencia de que había alguien con ella en la pequeña habitación. La conmoción y la alarma que sintió Leda al enfrentarse a esta idea hubiera hecho bufar a la señorita Myrtle. La señorita Myrtle había tenido un carácter valeroso. La señorita Myrtle no se habría quedado helada en la cama, con el corazón latiéndole con violencia. La señorita Myrtle se habría puesto de pie con rapidez y habría tomado el atizador, convenientemente colocado, al lado de la almohada, porque la señorita Myrtle tenía el hábito de prever emergencias tales como la de
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encontrarse a solas con un extraño en su propia habitación oscura. Leda no tenía esa cualidad. Sabía que en ese aspecto había sido una decepción para la señorita Myrtle. Tenía un atizador, pero se había olvidado de dejarlo a mano antes de irse a la cama, porque estaba demasiado cansada y porque era hija de una francesa frívola. Desarmada, sólo tenía la opción de seguir la lógica y convencerse de que, con toda seguridad no había nadie en su habitación. Seguro que no. Desde su posición podía ver gran parte de esta, y la sombra en la pared no era más que su abrigo y el paraguas en el perchero, donde los había dejado colgados el mes pasado, después de los últimos días frescos a mediados de mayo. Había una silla y una mesa con la máquina de coser alquilada; un lavabo con una palangana y una jarra. La figura del maniquí de costura al lado de la repisa de la chimenea la sobresaltó por un momento, pero, cuando miró con más atención, vio, a través de la abertura del torso y de la falda, la parrilla cuadrada de la chimenea. Todas estas cosas podía verlas aun en la oscuridad; su cama estaba arrinconada contra la pared de la pequeña buhardilla, de modo que, a menos que el intruso estuviera suspendido de una viga del techo, encima de ella como un vampiro, debía de estar sola. Cerró los ojos. Los volvió a abrir. ¿Se había movido esa sombra? ¿No era demasiado larga para ser la del abrigo, que se perdía en la oscuridad cerca del suelo? Esa oscuridad más profunda, ¿no era acaso la forma de los pies de un hombre? Tonterías. Los ojos le ardían por el cansancio. Los cerró de nuevo y respiró profundamente. Los abrió. Fijó la vista en la sombra de su abrigo. Luego apartó la sábana y se levantó.
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-¿Quién es? -gritó. El silencio fue la única respuesta a esta pregunta. Se sintió estúpida, allí, de pie, descalza sobre el piso frío y áspero. Con el dedo del pie extendido trazó un amplio círculo que atravesó la profunda sombra que había debajo de su abrigo. Dio cuatro pasos hacia atrás, hacia la chimenea, y buscó a tientas el atizador. Con el instrumento en la mano, se sentía mucho más dueña de la situación. Agitó el atizador en dirección al abrigo, hundió por completo el bastón de hierro en el tejido y luego lo blandió hacia todos los rincones oscuros de la habitación, incluso debajo de la cama. Las sombras estaban totalmente vacías. No había ningún intruso escondido. Nada más que un espacio vacío. Sus músculos se relajaron aliviados. Puso la mano sobre su pecho, dijo una pequeña plegaria de agradecimiento y controló que la puerta aún estuviera cerrada con llave antes de volver a la cama. La ventana abierta era bastante segura ya que daba al fangoso canal, y sólo se podía acceder a ella por el techo empinado, pero aún así dejó el atizador cerca, en el suelo. Con la sábana, llena de remiendos, estirada hasta la nariz, volvió al sueño agradable en el que el papel principal era un pajarillo muy bonito, que podía llegar a convencer de que era un adorno más adecuado que las cerezas o las ciruelas para un sombrero de Olivia.
El 50° Aniversario hacía que todo y todos marcharan a un ritmo enloquecedor. Apenas había amanecido cuando Leda subió las escaleras traseras en la calle Regent, pero las muchachas en el taller ya estaban inclinadas sobre las agujas, bajo las luces de gas. La mayor parte de ellas parecía como si hubieran pasado allí
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la noche, lo cual probablemente era cierto. Este año se había acelerado la prisa anual propia de la alta temporada: fiestas, excursiones, y el hecho de que todas las bellas muchachas y las señoras elegantes estaban embarcadas en una ola de compromisos y diversiones a causa del Aniversario. Leda parpadeó una y otra vez con sus ojos cansados mientras ella y la primera ayudante de costura desenvolvían la gran cantidad de tela de su canasta. Estaba exhausta; todas lo estaban, pero la emoción y la anticipación eran contagiosas. ¡Qué satisfacción poder ponerse algo tan lindo! Cerró los ojos otra vez y se alejó un poco del vestido de fiesta, algo mareada por el hambre y la agitación. -Ve y tómate un bollo -le dijo la primera ayudante-. Estoy segura de que no terminaste esto antes de las dos de la mañana, ¿no es así? Tómate un té si quieres, pero date prisa. Tenemos un compromiso temprano. Una delegación extranjera va a llegar a las ocho en punto; debes tener listas las sedas de color. -¿Extranjera? -Orientales, creo. Tendrán el cabello negro. Ten cuidado, no es conveniente resaltar su complexión. Leda se dirigió aprisa a la habitación de al lado; bebió de un trago una taza de té azucarado con el bollo y luego corrió escaleras arriba, estrechando las manos de las residentes cuando pasaba corriendo a su lado. En el tercer piso, se introdujo dentro de una pequeña habitación, se quitó la sencilla falda azul marino y la blusa de algodón, se lavó con agua tibia que había en un cubo de metal en un lavabo de porcelana y luego correteó por el pasillo sin más ropa que una camisa y unas bragas. Una de las aprendices la encontró a mitad de camino. -Es la ropa a medida que eligieron -dijo la muchacha-. Seda con diseño de cuadros a la escocesa, por el afecto que Su Majestad tiene por Balmoral. Leda dio un pequeño grito de fastidio.
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-¡Oh! Pero yo... -Se detuvo justo antes de admitir vulgarmente que de ninguna manera podía costear el nuevo vestido. Pero iba a ser el uniforme de la sala de exhibición por el resto de las fiestas; se vería obligada a que descontaran el costo de su sueldo. Sin la señorita Myrtle todo le resultaba muy difícil. Pero Leda no iba a llorar por eso, no señor, no lo haría, por muy amenazador que fuera. Sólo ocurría que había dormido poco, descansado mal y se había levantado tarde y enojada. Se sentía más inclinada a patalear que a llorar, ya que la señorita Myrtle había planeado el futuro con mucha cautela y había dejado constancia de su última voluntad en un testamento, en el cual el alquiler de la pequeña casa en Mayfair, donde Leda se había criado, quedaba para un sobrino, un viudo de casi ochenta años, con la condición de permitir que Leda se quedara y le administrara la casa y de que su habitación siguiera siendo suya si así lo deseaba. Y por supuesto que lo deseaba mucho. El viudo había aceptado eso sin problemas en el despacho del abogado, y hasta llegó a decir que sería un honor para él que la joven dama que acompañaba a la señorita Myrtle cuidara la casa. Cuando todo parecía estar arreglado de modo satisfactorio para ambas partes, la mala fortuna hizo que el viudo fuera atropellado por un carruaje, sin haber dejado testamento ni herederos, ni siquiera una opinión expresa al respecto. Pero bueno, así eran los hombres. Un sexo bastante estúpido cuando todo estaba dicho y hecho. La casa de Mayfair había pasado a manos de una prima lejana de la señorita Myrtle, que de ningún modo podía vivir allí. Ni tampoco de dejar a Leda en la casa con los nuevos inquilinos. Leda era demasiado joven para ser un ama de llaves aceptable. No se hizo eso, ni siquiera porque la prima Myrtle, una Balfour, había criado a Leda en la calle South. Mala cosa, sacar a una muchacha de la alcantarilla y ponerla por encima de su lugar natural. La
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prima reflexionaba acerca de ello, por supuesto que lo hizo. Pero bueno, la prima Myrtle siempre había sido extraña (toda la familia lo sabía); no importaba que alguna vez hubiera estado comprometida con un vizconde; ella había andado con ese hombre incalificable y se había salido de los límites. Y ni siquiera obtuvo su partida de matrimonio después de esas andanzas, ¿la tendrá ahora? A la prima no se le ocurría ninguna otra forma de colocar a Leda en algún trabajo, ni para hacer labor de costura simple o de fantasía. Tampoco podía en conciencia escribir una recomendación para que Leda pidiera trabajo como mecanógrafa. La prima lo sentía mucho, de verdad, pero no sabía nada acerca de la señorita Leda Etoile. Salvo que su madre era francesa, ¿y de qué servía eso como referencia? Y, en verdad, como Leda descubrió enseguida, sólo existían, al parecer, dos tipos de casas en las que una señorita de modales agradables y dudosa ascendencia francesa podía ser bien recibida. Y de esas dos, la sala de exhibición de una casa de modas era la única que se podía mencionar. Leda respiró profundamente. -Bueno, vamos a parecer verdaderas escocesas con el tartán, ¿verdad? -le dijo a la aprendiza-. ¿Está listo el mío? La muchacha asintió. -Sólo tengo que hilvanar el dobladillo. Tienes una cita a las ocho. Extranjeros. -Orientales -dijo Leda mientras seguía a la muchacha-de delantal blanco hacia una habitación en la que fragmentos de tejidos de todos los colores y diseños cubrían la alfombra y una larga mesa. Mientras que Leda apretaba el corsé y ajustaba los aros de metal del miriñaque detrás de las caderas, la muchacha sacudió
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una pila de tela escocesa verde y azul. Leda levantó los brazos para permitir que el vestido saliera por su cabeza. -¿Son orientales? -murmuró la muchacha con la boca llena de alfileres. Los extrajo e hilvanó hábilmente-. ¿Esos que retorcían el pescuezo de los pollos en el hotel Langham? -Por supuesto que no -dijo Leda-. Creo que fue un sultán el que... ejem... causó el desafortunado incidente de las aves. -El retorcer el pescuezo de los pollos no era un tema apropiado para que lo mencionara una dama. Hizo un esfuerzo por mejorar el intelecto de la muchacha.- Los orientales son del Japón. O Nipón, que es el nombre correcto. -¿Por dónde es eso? Leda frunció el entrecejo, un poco insegura acerca de sus conocimientos geográficos. La señorita Myrtle había sido una gran partidaria de la educación femenina, pero debido a la falta de equipo necesario (un globo terráqueo, por ejemplo) algunas de sus lecciones sólo habían causado una vaga impresión en Leda. -Es difícil describirlo -contemporizó-. Tendría que mostrártelo en un mapa. La aguja de la muchacha entraba y salía de la seda con rapidez. Leda arrugó la nariz al ver reflejado el vestido escocés en el rajado espejo de cuerpo entero. No le agradaban esos diseños tan fuertes y, lo que era peor, la seda rígida no caía bien por el miriñaque. -Mira cómo sobresale atrás. -Dio un tirón, desconsoladoramente, a la generosa caída de tela detrás de las caderas.- Tengo un sospechoso parecido con una gallina escocesa. -Oh, no lo veo tan mal, señorita Etoile. El verde queda bonito con sus ojos. Resalta el color. Ahí en la mesa está la roseta que debe usar en el cabello. Leda se inclinó, tomó el adorno y lo acomodó entre su cabello de color caoba oscuro, en diferentes ángulos, antes de quedar por fin satisfecha con el arreglo. El verde oscuro de la roseta casi se perdía entre el color oscuro de
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su cabellera, así que arregló el adorno con un toque decidido. La señorita Myrtle le habría mirado y le habría dicho que el adorno era demasiado coqueto para ser elegante. Luego hubiera encontrado la ocasión de mencionar que ella misma había roto una vez un compromiso con un vizconde (una acción más que imprudente, admitiría), pero las muchachas de diecisiete años suelen ser alocadas. Siempre miraba expresivamente a Leda cada vez que contaba la historia, tanto si Leda tenía doce años como si tuviera veinte. La propia señorita Myrtle era muy inclinada a formular una gentil declaración exageradamente modesta de efecto. El que esta refinada inclinación coincidiera con unos me-dios económicos muy limitados para comprar accesorios excesivamente vulgares y frivolidades de moda era un hecho que el círculo íntimo de la señorita Myrtle amablemente pasaba por alto: unas damas de exquisita clase que, en circunstancias similares, estaban totalmente de acuerdo en ese punto. Pero la señorita Myrtle Libia fallecido y, aunque Leda honrara mucho su memoria, esos gustos simples no estaban de moda para una muchacha de la sala de exhibición de madame Elise, costurera por Nombramiento Especial de Su Alteza Real la Princesa de Gales. La tela escocesa hecha a medida y el precio del elegante y magnífico sombrero de Olivia, con el que Leda había estado soñando (listo para llevar y con el añadido de un pajarito disecado), su-ponían sin duda alguna, la mitad del costo del medallón de oro en la roseta escocesa. La señora Isaacson, el personaje actual que se escondía tras el seudónimo de madame Elise, desaparecida hacía mucho tiempo, irrumpió en el obrador. Entregó a Leda una serie de tarjetas, la examinó en silencio y asintió brevemente. -Muy bonito. Me gusta el adorno que se ha puesto usted en el cabello: muy bien colocado. Ayude, por favor
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a la señorita Clark a arreglar el suyo con el mismo garbo. El de la muchacha está inclinado. -Golpeó las tarjetas con el dedo- Habrá algunas damas inglesas con las extranjeras, creo que lady Ashland y su hija también son morenas. Luz natural y luz de las velas, el ajuar completo. Concéntrese en los tonos de las joyas y quizás en el rosado (le advierto, ni una insinuación de amarillo en nada), aunque el marfil podría ir; ya veremos. Va a ser un grupo grande cuando lleguen; seis o siete de repente. Creo que todas querrán ser atendidas al mismo tiempo. Si la necesito, la llamaré. -Por supuesto, señora -dijo Leda. Dudó y luego hizo el esfuerzo de añadir-: Señora, ¿podría hablar con usted en privado, si tiene un momento? La señora Isaacson le dirigió una penetrante mirada. -En estos momentos no tengo tiempo de estar en privado con usted. ¿Es acerca del nuevo vestido de la sala de exhibición? -Vivo afuera, señora. En este momento... es... -Oh, qué terrible era ver-se obligada a hablar de esta manera.Me hallo en circunstancias difíciles en este momento, señora. -Se puede deducir el costo de su sueldo, naturalmente. La suma que acordamos en el contrato era de seis chelines a la semana. Leda bajó los ojos. -No puedo vivir con lo que queda, señora. La señora Isaacson permaneció en silencio por un momento. -Está obligada a vestirse de acuerdo a su posición. Comprenda que no puedo permitir alteraciones en el contrato. Los términos fueron claramente establecidos cuando usted llegó. Sentaría un precedente que no me podría permitir. -No, señora -dijo Leda débilmente. Hubo otro pequeño silencio, que apenas se pudo resistir.
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-Voy a ver qué se puede hacer -dijo por último la señora Isaacson. Leda sintió alivio por todo su cuerpo. -Gracias, señora. Gracias. -Intentó una reverencia mientras la señora Isaacson levantaba su falda y se daba vuelta. Leda bajó la vista hacia las tarjetas. Ya que en este año era normal recibir visitas extranjeras, alguien del Ministerio del Exterior había enviado algunas normas de protocolo que resultaron muy útiles. Debajo de la fecha aparecían las citas programadas.
Grupo japonés - 8 de la mañana. Su Alteza Real, la Princesa Imperial Terute-No-Miya de Japón. Debe ser llamada Su Alteza Serenísima. No habla inglés. Consorte Imperial Okubo Otsu de Japón. Debe ser llamada Su Alteza Serenísima. No habla inglés. Lady Inouye de Japón. Como hija y representante del conde Inouye, el Ministro japonés de Relaciones Exteriores, por uso diplomático se debe dirigir a ella como Su Excelencia. Habla inglés con fluidez, fue educada en Inglaterra y va a interpretar sin dificultad.
Grupo hawaiano (Islas Sandwich) - 10 de la mañana. Su Majestad, la reina Kapiolani de las Islas Hawai. Debe ser llamada Su Majestad. Habla muy poco inglés, va a necesitar un intérprete. Su Alteza Real, la princesa Liliyewokalani, Princesa de la Corona de las Islas Hawai. Debe ser llamada Su Alteza. Habla inglés con fluidez y va a poder interpretar sin dificultad.
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Lady Ashland, marquesa de Ashland y su hija lady Catherine. Actualmente residen en las Islas Hawai. Intimas de la reina y princesa hawaianas.
Leda repasaba una y otra vez las tarjetas mientras memorizaba los títulos y la aprendiza le terminaba el dobladillo. Estaba en su elemento. La señorita Myrtle Balfour había sido muy entusiasta en su misión de educar a Leda de acuerdo con la etiqueta adecuada que respetaba la buena sociedad. Y, en ver-dad, Leda había sido recibida con mucha cordialidad por las viudas y solteronas de la calle South. La señorita Myrtle aún retenía un aura de agradable escándalo desde los días de aquel hombre innombrable, a pesar de que había vivido tranquilamente en la casa de sus padres por más de cuarenta años y eso era un pasaporte hacia cualquier tipo de singulares saltos y respingos. A una Balfour se le permitía, y hasta se les alentaban, todas sus excentricidades; eso daba un dulce matiz de aventura y osadía a la pequeña y gazmoña sociedad de la calle South. Así que las damas de la calle South habían puesto freno, y también rechazaron bastante directamente a todo aquel que llegara a poner en duda el sano juicio de la señorita Myrtle cuando esta tomó la idea de albergar en su casa a la pequeña hija de una francesa. Habían estrechado a Leda contra sus regazos bien educados, así que se había convertido en una mujer entre las flores marchitas de la sociedad de Mayfair, teniendo como amigas más cercanas a las ancianas hijas de condes y añejas hermanas de barones. Sin embargo, todas estas Majestades y Altezas eran un poco más grandiosas que los títulos a los que ella estaba acostumbrada; y qué amable y atento de parte del Ministerio del Exterior clarificar las distintas relaciones con anticipación, para evitar cualquier amenaza de incómodos deslices. Todo sucedería perfectamente bien, tal como la semana anterior, con ocasión de la llegada de
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la Maharani, de las damas de Siam y de la mandarín femenina. Con el dobladillo terminado, fue a elegir telas y llevó rollo tras rollo de pesados brocados y terciopelos y sedas para apilarlos detrás de los mostradores de la sala de exhibición. Allí, los altos y espejados paneles reflejaban el rico diseño de la alfombra de color violeta y ámbar que estaba en la enorme habitación. Otras muchachas de la sala de exhibición estaban haciendo lo mismo; se preparaban para la multitud de clientes regulares. La mayoría estaban citados, mucho más tarde, a horas más civilizadas del día. Acababa de colocar el último rollo de seda rayada encima de la pila, cuando el lacayo escoltó a Sus Altezas Serenísimas de Japón a la sala de exhibición. Madame Elise, es decir, la señora Isaacson, se apresuró a hacer una reverencia con un paso hacia atrás ante las cuatro delicadas damas orientales, que permanecían de pie como atemorizadas cervatillas en la puerta. Todas miraban con firmeza la punta de sus zapatos de estilo occidental y mantenían las manos a lo largo de las faldas. Las divisiones de los cabellos negros azabache sobresalían por las líneas rectas, tan blancas como los rostros de porcelanas. Madame Elise les dio la bienvenida en su mejor acento francés y les pidió que por favor la siguieran. Se alejó retrocediendo. Después de que dio tres pasos, se vio claro que ninguna de las damas japonesas la iba a seguir. Todas permanecieron de pie en silencio, mirando con fijeza el piso. Madame Elise miró con rapidez al lacayo y luego, con las cejas levantadas, formuló la pregunta: "¿Lady Inouye?" en silencio. El lacayo se encogió de hombros casi imperceptiblemente. Madame tuvo que pasar por el recurso extremo de decir en voz alta y en un inglés común y sin acento:
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-Lady Inouye, ¿puedo presumir que tengo el gran honor, Su Excelencia? Nadie habló. Una de las dos damas japonesas que estaban medio escondidas detrás de las otras hizo un leve movimiento con la mano hacia la figura que estaba justo delante de ella. Madame Elise dio un paso hacia la dama. -¿Su Excelencia? La muchacha japonesa llevó los dedos a los labios. Sonrió detrás de la manó y luego rompió en una risita tímida. Con una bonita voz infantil, poco más que un susurro, dijo algo incomprensible, que sonaba más bien como si hubiera estado tratando de cantar con la boca llena de agua. Se inclinó levemente, señaló la puerta y se volvió a inclinar. -Oh, querida -dijo madame Elise-. Pensé que Su Excelencia hablaba inglés. La muchacha repitió el gesto y señaló hacia la puerta. Luego llevó los dedos hacia su garganta, se inclinó y tosió teatralmente. Otra vez señaló la puerta. Todos permanecieron en un dubitativo silencio. -¿Madame Elise? -aventuró Leda-. ¿Es posible que lady Inouye no haya venido? -¿Que no haya venido? -la voz de madame Elise tenía un tono de pánico. Leda dio un paso hacia adelante. -Su... Excelencia -dijo lenta y claramente y luego llevó la mano a la garganta, tosió como la otra muchacha y señaló la puerta. Las cuatro damas japonesas hicieron una reverencia. Los saludos variaban en distintos grados, desde una profunda reverencia desde la cintura hasta una leve inclinación de la cabeza. -Oh, querida -dijo madame Elise. Hubo otro momento de silencio. -Señorita Etoile -dijo de pronto madame Elise dirigiéndose a Leda-. Puede atender a estas clientas. -
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Tomó a Leda por el codo y la llevó hacia adelante, presentándola como un regalo. Luego hizo una reverencia y se deslizó hacia atrás, fuera del alcance de las damas. Leda respiró profundamente. No tenía idea de cuáles entre ellas eran la princesa y la consorte imperial, pero pensó que serían las dos que estaban de pie, delante, quienes acababan de inclinar la cabeza en vez de hacer una reverencia. Con un amplio gesto del brazo, intentó dirigirlas hacia las sillas que estaban preparadas alrededor del mostrador más largo. Como una pequeña y obediente manada de gansos caminaron con pasos cortos hacia las sillas. Dos de ellas se sentaron y las otras dos se arrodilla-ron graciosamente en el suelo, con la mirada baja. Bueno, seguramente las dos que se habían sentado eran de la realeza y las otras dos algún tipo de sirvientes. Leda tomó un libro de moda del mostrador. Ya que no estaba segura de qué dama, entre una princesa y una consorte, era más importante, se lo ofreció a la que parecía ser la más anciana de las dos. La dama retrocedió con un gesto negativo y pasó la mano por el rostro como un abanico. Leda se disculpó e hizo una profunda reverencia a la otra y le ofreció el libro. También ella declinó el ofrecimiento del libro de ilustraciones. Leda sostuvo el libro entre sus manos y miró con desesperación a las otras dos que estaban en el suelo. Seguramente que no... ¿sería la posición inferior la superior en su país? No tenía otra opción: ofreció el libro a la dama arrodillada que tenía más cerca. Era la que antes había representando la indisposición de lady Inouye. Ahora levantó una mano, rechazando el libro. Se volvió y habló con suavidad hacia la más joven de las damas que estaban sentadas, quien le respondió con un susurro. Leda permaneció de pie desvalidamente mientras murmuraban entre ellas. La
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muchacha que estaba arrodillada se volvió inclinó la frente hasta el suelo. -San weesh -dijo. Leda se mordió el labio y compuso sus facciones con rapidez. -San weesh -repitió-. ¿Moda? -agregó y le entregó el libro otra vez. Fue firmemente rechazado. Leda hizo otra reverencia y fue detrás del mostrador. Levantó dos rollos de terciopelo y los sacó a relucir. Quizá deseaban comenzar primero con las telas. El intento fue un fracaso. Las damas japonesas miraron con fijeza los terciopelos sin hacer ningún intento de tocarlos. Comenzaron a hablar entre ellas con suavidad. -San-weesh -repitió la sirvienta que estaba arrodillada-. San-weesh aye-ran. -Lo siento tanto -dijo Leda débilmente-. No entiendo. -Intentó con una seda color verde lima. Quizás estaban buscando telas más ligeras. -San-weesh aye-ran -la respuesta suave e insistente-, San-weesh aye-ran. -¡Oh! -dijo de pronto Leda-. ¿Se refiere a las Islas Sandwich? La muchacha arrodillada batió palmas y se inclinó. -¡San-weesh! -repitió alegremente. Todas las damas japonesas rieron nerviosamente. La dama más anciana tenía dientes negros y su boca parecía un espacio vacío cada vez que la abría, un efecto muy extraño y algo desconcertante. -¿Desean esperar a Su Majestad de las Islas Sandwich? -preguntó Leda. La sirviente respondió con un torrente de japonés. Leda hizo una reverencia y permaneció de pie con incertidumbre. Las damas pusieron sus pálidas manos en el regazo y bajaron los ojos.
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Todas permanecieron así durante dos horas, hasta el momento de la cita de las diez con la Reina de las Islas Sandwich. Leda se quedó acompañan-do al pequeño grupo mientras esperaban sentadas pacientemente, sin mirar ni a izquierda ni a derecha pero susurrando ocasionalmente entre ellas. El único descanso de esta exquisita tortura fue cuando madame Elise tuvo la presencia de ánimo de enviar una bandeja de té y pasteles de Savoy, que las damas disfrutaron con delicado entusiasmo y más risitas nerviosas. Parecían pequeñas muñecas, sonrientes y tímidas. La vasta sala de exhibición estaba bastante silenciosa, así que todos pudieron escuchar el carruaje cuando por fin se detuvo afuera y las voces inglesas sonaron en la puerta principal. Leda se sintió tan aliviada que olvidó la espalda dolorida e hizo una profunda reverencia. -Las Islas Sandwich -dijo con esperanza mientras indicaba las ventanas. Todas las damas japonesas levantaron la vista, sonrieron e hicieron diferentes saludos. En unos pocos momentos el grupo hawaiano llegó a la puerta. Primero entró en la habitación una mujer imponente y de movimientos lentos, vestida con un vestido de mañana en seda púrpura que le sentaba muy bien y que su amplio pecho llenaba magníficamente. Detrás de ella venía una dama de igual rango y tamaño, un poco más joven y más bella, morena, con amplias mejillas y de regio porte y modales. Madame Elise dio un paso hada adelante e hizo una profunda reverencia. -Buenos días -dijo la segunda mujer de este formidable par, en un inglés agradable y perfectamente comprensible. Asintió con la cabeza hacia la mujer de la seda púrpura.
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-Le presento a mi hermana, Su Majestad, la Reina Kapiolani. Con un audible suspiro de alivio, madame Elise volvió a zambullirse en su acento francés. -La humilde casa de madame Elise se honra con la presencia de Su Majestad -ronroneó al tiempo que acompañaba a las damas a la habitación. Detrás de las hawaianas, el resto del grupo se había detenido en el umbral. Leda las vio y por un momento olvidó sus modales en una mirada de franca admiración. De pie, juntas en la puerta, estaban las dos mujeres más bellas que Leda había visto en su vida y en el mismo lugar a la vez. La madre y la hija formaban una imagen cautivadora, con los mismos pómulos altos, la misma piel ex-quisita, el mismo cabello oscuro y brillante y ojos maravillosos. Estaban vestidas en forma sencilla: lady Ashland en azul oscuro modestamente drapeado sobre un insignificante vestido que evitaba el exagerado perfil de ave de corral que le daba a Leda la tela escocesa. La hija (lady Catherine, llamada así en la tarjeta de protocolo) llevaba un vestido rosa claro de muchacha joven que se presenta en sociedad y su miriñaque era un poco más opulento y a la moda. Madame Elise aún estaba ocupada tratando de establecer alguna comunicación entre la Reina de las Islas Sandwich y las damas japonesas. Así que Leda se adelantó para darle la bienvenida a lady Ashland y a su hija. Lady Ashland sonrió en forma amistosa y mostró algunas líneas alrededor de los ojos, producidas por el sol, que su hija no tenía. -Qué ocupadas deben de estar -dijo con comodidad-. No vamos a incomodarlas por mucho tiempo; la Reina deseaba tener un vestido de mañana exclusivo de madame Elise. Nos pidió que le dijéramos que no hace falta que se apresuren.
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Inmediatamente Leda sintió el deseo de poner cualquier asunto de alguna amiga de esta agradable dama antes que los otros. -Es un honor y un placer servir a Su Majestad, milady. Y vamos a estar muy complacidas de servir a Su Señoría en lo que desee. No es ninguna molestia para nosotros. Lady Ashland sonrió y se encogió de hombros. -Bueno, no soy ninguna frívola elegante, pero quizás... -miró a su hija de modo inquisitivo. Leda pudo ver que su cabello negro como el cuervo tenía algunas líneas plateadas-. ¿No querrías mirar algo, Kai? -Claro mamita -dijo lady Catherine en un animado acento americano-, Sabes que me gustan los corsés tanto, como a ti. -Inclinó la cabeza y le sonrió con confianza a Leda.- Lo único que ocurre es que no puedo tolerar esas cosas espantosas. ¿Sin corsé? Lady Catherine había sido agraciada con una figura que luciría hasta en un saco de harina, pero, ¿sin corsé? Leda podía oír cómo la señorita Myrtle se revolvía en su tumba. -Tenemos un encantador organdí suizo en un color rosado pastel -dijo-, Se podría convertir en un vestido de mañana. Muy cómodo y ligero, muy elegante. La mujer más joven levantó la vista a través de las pestañas, con una sutil chispa de interés que Leda reconoció de inmediato. Sonrió y alargó la mano hacia los mostradores. -¿Lady Tess? -La voz dulce y grave de la princesa hawaiana interrumpió.- Parece existir alguna dificultad con el grupo imperial. Todas las esperanzas de que la Reina de las Islas Sandwich se pudiera comunicar con las damas japonesas fracasaron. Madame Elise se veía molesta entre el grupo extranjero, en el que varias japonesas habían estado
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dibujando figuras vagas en el aire que aparentemente no significaban nada para la reina hawaiana o su hermana. -No tenemos intérprete -explicó Leda a lady Ashland-, pero parece ser que están muy aferradas a una idea que ninguna de nosotras puede lograr desentrañar. -¡Samuel! -dijeron al unísono lady Ashland y su hija. -¿Ya se fue? -gritó lady Catherine, corriendo hacia la ventana. Abrió de par en par el bastidor, se inclinó hacia afuera. -¡Samuel! -gritó, en tonos que no eran propios de una dama-. ¡Espera, Manõ Kane! ¡Ven aquí! -su voz se convirtió en un parloteo de afecto-. Manõ, te necesitamos. Ven y sácanos de un problema otra vez. Lady Ashland simplemente estaba de pie, sin tratar para nada de con-tener la desenfrenada exhibición de su hija. Lady Catherine se puso de espaldas a la ventana. -¡Lo atrapé! -El señor Gerard puede traducir -dijo lady Ashland. -Oh, sí, habla japonés con soltura. Lady Catherine asintió entusiasta-mente al séquito oriental. -Qué suerte en verdad que nos haya traído esta mañana. En verdad, a Leda esto le pareció una circunstancia extremadamente afortunada, ya que suponía que no podía haber mucha gente con el singular talento de hablar japonés con fluidez y que por casualidad estuvieran acompañando a unas damas por las costureras de Londres. Pero, por supuesto, lady Ashland y su hija vivían cerca de Nipón. Al menos, eso suponía Leda. No estaba tampoco muy segura acerca de la ubicación de las Islas Sandwich. Se volvió hacia el pasillo, esperando ver a alguno de esos hombres de negocios, yanquis y bigotudos que parecen haber viajado por todos lados con esos chalecos de rico y esas voces tan fuertes. El lacayo entró en la habitación, y, con el poderoso timbre de voz que madame Elise creía que producía el adecuado efecto majestuoso, anunció:
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-¡El señor Samuel Gerard! La habitación llena de mujeres quedó extrañamente silenciosa cuando el señor Gerard apareció en la puerta. Se produjo entonces una colectiva aspiración de aliento femenino al verle. Una especie de Ángel Gabriel, dorado y apenas desarreglado por el viento, había bajado a la Tierra, con todo, menos con las alas.
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El niño
Hawai, 1869
Permanecía de pie sobre el muelle, silencioso, justo al lado de la pasarela de desembarco que crujía con un ruido sordo bajo los pies de los demás pasajeros que desembarcaban. La gente lo empujaba a un lado, corría hacia otro grupo y se congregaba en reuniones de risas y lágrimas. Desplazó los pies; los zapatos nuevos le dolían; los había estado guardando desde Londres para este momento. Tenía enormes deseos de chuparse el dedo. Tuvo que mantener las manos fuertemente apretadas detrás de la espalda para evitarlo. Vio que las mujeres usaban prendas brillantes de color escarlata y amarillo, con largos lazos de hojas oscuras que colgaban de los cuellos; y que los hombres no vestían nada más que pantalones y un chaleco o un sombrero de paja. Entre la muchedumbre había unas muchachas sentadas a pelo sobre los caballos: muchachas de piel morena que reían, de cabello largo y negro sobre los hombros y con coronas de flores sobre sus cabezas; con sus piernas morenas colgando llamaban y saludaban con la mano a los caballeros en los carruajes y a las damas con los parasoles. Y detrás de todo eso estaban las verdes montañas que se elevaban hada la niebla y un arco iris doble que cruzaba todo el cielo.
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En el barco había tenido miedo de dejar el camarote. Durante todo el viaje había permanecido abajo, en su propio y abrigado espacio, donde los motores a vapor palpitaban y apestaban a carbón, donde el camarero le llevaba toda la comida que podía comer. Allí se había ocultado hasta esta mañana, cuando vinieron a decirle que se pusiera sus mejores ropas, porque el barco había doblado Diamond Head y enfilaba hacia el puerto de Honolulú. El aire olía bien en este lugar, con un perfume extraño y fresco, limpio como el cielo y los árboles. Eran árboles extraños que nunca había visto antes, con las copas plumosas que brillaban y se mecían en altos y desnudos troncos. No había olido un aire tan limpio en toda su vida y tampoco había sentido un sol tan brillante y cálido sobre los hombros. Permaneció allí de pie, solo, tratando de pasar inadvertido y, al mismo tiempo, de que se le viera. Tenía terror de que se hubieran olvidado de él. -¿Sammy? Era una voz dulce como el viento que agitaba sus cabellos y hacía volar los mechones rubios dentro de sus ojos. Se volvió, tratando de humedecerse los dedos con rapidez y empujó el mechón ofensivo otra vez a su lugar. Ella permanecía de pie a unos pocos metros y sostenía una rueda de flores que se enrollaba en su brazo. El miró directamente a su rostro. Los gritos incomprensibles y el parloteo de los niños nativos llenaba el aire. Alguien le empujó desde atrás e hizo que diera unos pasos hacia ella. Ella se arrodilló con las amplias faldas de color azul lavanda y extendió las manos. -¿Te acuerdas de mí, Sammy? La miró con fijeza, sin esperanza. ¿Recordarla? A través de todos los días solitarios y de las detestadas noches, en todas las oscuras habitaciones en las que
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habían atado sus manos y habían hecho con él lo que deseaban, durante todos los días, las semanas y los años de silencioso sufrimiento, él se había acordado de ella. El único rostro brillante de su vida. La única palabra amable. La única mano que se había elevado para protegerlo. -Sí -susurró-. Me acuerdo. -Soy Tess -le dijo ella, por si él no estuviera seguro-. Lady Ashland. Asintió y se encontró con que apretaba el puño contra la boca. Con un movimiento rápido y torpe, se obligó a bajar la mano rebelde. La entrelazó con la otra detrás de la espalda. -Estoy tan contenta de verte, Sammy. -Sus brazos abiertos aún ofrecían un abrazo. Lo miró con esos bonitos ojos azul verdoso. Un enorme nudo en la garganta le causaba problemas para respirar.- ¿No vas a dejar que te abrace? De algún modo los zapatos que le apretaban lo hicieron avanzar, un paso y luego una carrera y cayó en brazos de ella con una fuerza tan torpe que se sintió estúpido y abochornado. Pero ella lo acercaba hacia sí con un pequeño grito de alegría, pasando la corona de flores por su cabeza, apretando su suave mejilla contra la de él. Su rostro estaba húmedo. Lo sintió cuando lo estrechó y la inflamación en su garganta le dolía y latía como si algo estuviera tratando de salir y no pudiera. -Oh, Sammy -dijo-, Oh, Sammy. Tardamos tanto tiempo en encontrarte. -Lo siento, mami. -Las palabras quedaban ahogadas por las flores y por el suave encaje que ella llevaba en el cuello. Lo apartó de sí. -¡No fue culpa tuya! -Su voz reía y lloraba al mismo tiempo. Lo sacudió un poco.- Vales cada minuto de la búsqueda. Sólo deseaba que esos odiosos detectives te hubieran encontrado antes. Cuando pienso en dónde estuviste...
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El se limitaba a mirarla y no sabía nada de detectives ni de búsquedas. Prefería que ella no tuviera idea de dónde había estado. -Lo siento -repitió, bajando la cabeza-. No sabía... No tenía otro sitio adonde ir. Ella cerró los ojos. Por un momento pensó que era de disgusto y él lo merecía. El sabía que lo merecía. No debería haber dejado que le sucedieran esas cosas; debió haber hecho algo; no tendría que haber estado desvalido y atemorizado. Pero ella no lo apartó. Al contrario, lo acercó otra vez, un abrazo cálido y fuerte que olía a viento y flores. -Nunca más -dijo ella con fiereza. Su voz se contrajo y él se dio cuenta de que estaba llorando-. Olvídate de todo, Sammy. Olvídate de lo ocurrido hasta hoy. Ahora has vuelto a tu casa. En casa. Dejó que ella lo abrazara y ocultó el rostro en las frescas flores; oyó unos pequeños ruidos ahogados que salían de su propia garganta, pequeños gemidos que hubieran avergonzado a un bebé. Trató de sofocarlos y de decir algo adulto, como lo que debería ser, ocho años de edad, quizá nueve y tendría que ser capaz de decir algo correcto. Las lágrimas de ella humedecían sus mejillas y él quería llorar, pero sus ojos estaban secos y su garganta continuaba emitiendo esos estúpidos ruidos... En casa, era lo que quería decir, y... gracias, muchas gracias, de nuevo estoy en casa.
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Leda miraba con asombro. Se detuvo a mitad de su mirada de asombro, pero antes, Samuel Gerard había mirado directamente hacia ella; por un instante sus miradas se cruzaron: la suya, paralizada, la de él plateada y ardientemente hermosa, totalmente impactante en un rostro de perfección masculina inhumana... perfecto... perfecto más allá de la perfección de una mera obra de arte en mármol, más allá de todo menos los sueños. Fue un momento muy extraño. El miró a Leda como si la conociera y no esperara encontrarla allí. Pero ella no lo conocía. Nunca lo había visto. Nunca antes. Su mirada se deslizó tras ella. Lady Catherine se acercaba y le hablaba con una voz sencilla y familiar, como si fuera la cosa más común del mundo conversar con este arcángel descendido para caminar entre los mortales. Su boca se curvó levemente, esbozando media sonrisa hacia lady Catherine, y Leda entonces pensó: "La ama." Por supuesto. Formaban una pareja que casi tentaba al destino, por estar tan perfectamente equiparados. Una belleza morena y un brillante dios tocado por el sol. Hechos el uno para el otro. -Ahora decidnos, ¿qué están tratando de decir estas pobres damas? -quiso saber lady Catherine, atrayéndolo hacia ella. El soltó la mano de ella e hizo una reverencia formal a cada una de las damas japonesas que estaban
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sentadas. El sol matutino lo buscaba a través de las altas ventanas, como si le confiriera un favor especial; le daba un brillo a su cabello dorado oscuro y lo iluminaba. Cuando se irguió, alzó los ojos (y, en verdad, qué bonitas pestañas tenía, largas y espesas, mucho más oscuras que el cabello) y habló con las extrañas y cortantes sílabas del idioma japonés, inclinándose con una cortés deferencia antes de terminar su breve exposición. La dama más joven respondió con un torrente de palabras y gestos, y una vez inclinó levemente la cabeza en dirección de la reina Kapiolani, con una sonrisa tímida. El le hizo otra pregunta. Ella sonrió con nerviosismo y trazó una airosa figura en el aire, extendiendo las manos ampliamente alrededor de su propio torso y más tarde hacia los pies. El señor Gerard repitió la reverencia cuando terminó de hablar. Miró a la reina y a su hermana. -Es una cuestión de modas, señora. Un vestido en particular. -Lo mismo que lady Catherine, su acento era más americano que inglés y hablaba con tanta gravedad como si estuviera en juego el destino de las naciones.- Su Majestad, la reina Kapiolani usó un vestido blanco en la Corte, ¿no es así, señora? ¿Con muchos bordados? -Hizo un leve gesto con la mano, torpe y vaga copia masculina del movimiento descriptivo de la princesa japonesa. El bochorno subió por su cuello.- ¿Suelto? Sin... eh... -Sin corsé -dijo lady Catherine con sabiduría. El señor Gerard se sonrojó bastante debajo de su bronceado. Desvió la mirada. Todas las damas, de todas las nacionalidades, comenzaron a sonreír. Realmente, los hombres eran tan encantadoramente absurdos. -Sí -recitó la princesa-. El mu'umu'u de la seda japonesa. -Le habló a su hermana en otro idioma distinto, más fluido y encantador que el japonés. El señor Gerard sonrió.
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-Seda japonesa, ¿no es así? -volvió a dirigirse a las damas japonesas y recibió agradables inclinaciones de cabeza y una animada charla. Otra vez miró a las demás y tradujo-. Desean agradecer a Su Majestad por el honor hacia su país. En este punto se intercambiaron una serie de cortesías que dejaron a todos altamente complacidos con los demás. Madame Elise aplaudió y nuevamente estableció los ampulosos modales franceses. -Por supuesto, el vestido suelto de brocado blanco, cortado según el estilo hawaiano. Veo que se describe en una página del periódico La Reina balbuceaba servilmente-. Quizá Sus Altezas Serenísimas desearían copiarlo, si Su Majestad graciosamente lo permite. Este parecía ser el caso. Su Majestad parecía estar perfectamente satisfecha de concederle el favor a sus estimadas hermanas reales de Japón. Se mandó a un criado para que escoltara el vestido en cuestión desde el hotel; entretanto se debía seleccionar la tela: debía ser un brocado pálido y el pobre señor Gerard, como traductor, se vio realmente atrapado en la red de diplomacia de la moda internacional. Leda se apresuró a averiguar el género que tenía en existencias para ofrecer. Regresó cargando cinco rollos de seda blanca y amarillo pálido que le llegaban hasta la nariz. Cuando entró en el salón de exhibición, el señor Gerard se le acercó y enseguida le quitó la pesada carga de sus brazos. -Oh, no, por favor -jadeaba un poco- no se moleste, señor. -No es molestia -hablaba con suavidad, mientras colocaba los rollos de tela en el mostrador. Leda bajó los ojos y fingió estar ocupada con la seda. Miró con rapidez por debajo de las pestañas. El aún la estaba mirando. No podía descifrar qué había en el rostro de él. En el momento en que lo sorprendió, se volvió, y no pudo así
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determinar si su interés era más que su esperanzada imaginación. No deseaba que se interesara: aquí no, nunca; no podría soportar eso, ese tipo de mirada que un hombre le reservaba a una muchacha de un salón de exhibición. Todo eso no era más que un capricho; simplemente un hombre extraordinariamente hermoso, una espléndida figura que ella no podía más que admirar. Aun así... parecía, en una manera extraña, como si le resultara algo familiar. Y, sin embargo, ese perfecto rostro masculino era inolvidable; hasta la forma en que se movía era elegante, con una controlada y concentrada gracia en su abrigo de mañana, de corte clásico, y su cuello de palomita. Los hombros anchos, la elevada estatura, esos ojos grises y esas extraordinarias pestañas oscuras, ya quemaban indeleblemente en su mente. Ella sólo podía imaginar que había visto la ilustración de algún héroe resplandeciente en algún libro, el Príncipe Encantado en su blanco corcel; y aquí estaba, en el salón de exhibición de madame Elise, de pie con tranquilidad pensativa, rodeado de sedas de colores y de mujeres que charlaban. Las otras muchachas del salón de exhibición aprovechaban cualquier excusa que podían encontrar para entrar en la habitación. Ya se había corrido la voz acerca del señor Gerard. Mientras Leda desenrollaba un brocado marfil sobre el mostrador, observó una sonrisa afectada de la señorita Clark, quien trataba de enderezar un mostrador que no necesitaba ser enderezado. Leda intentó reprenderla sin hacer caso de su sonrisa. La señorita Myrtle sentía que los hombres eran algo así como una imposición en el mundo, no muy aceptables como tema de conversación, con la sola excepción de ese hombre innombrable, que reunía en su persona un completo repertorio de todas las variadas y clasificadas encarnaciones de las depravaciones en las que podía degradarse el alma humana. Por consiguiente,
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ese hombre innombrable era perfectamente adecuado como tema de conversación y en realidad se había abusado de él para beneficio e instrucción de Leda con vigoroso entusiasmo en el salón de la señorita Myrtle a través de los años. Leda estaba un poco cansada de los hombres. Pero, finalmente, no pudo evitar devolver la sonrisa a la señorita Clark. Este hombre era tremendo, realmente. Cada vez que Leda extendía un nuevo rollo para que lo vieran, él le quitaba el otro de las manos cuando ella comenzaba a enrollarlo. Luego él mismo volvía a colocar la tela en el rollo, levantando con facilidad el voluminoso rollo. Y no prestaba demasiada atención a eso; traducía del japonés al inglés y viceversa, cuando trabajaba junto a ella, mientras madame Elise sostenía cada pieza de tela cerca de la ventana, explicaba sus propiedades y cómo luciría a la luz natural o a la luz de las velas. Cuando a Leda se le cayeron las tijeras de plata, él se inclinó para recogerlas. Las aceptó con un murmullo de agradecimiento; se sintió avergonzada y tan atolondrada como una vieja y confundida doncella cuando le rozó la mano con la suya, que no usaba guantes. Leda estaba tan absorbida en observarlo subrepticiamente que se sobresaltó cuando el lacayo murmuró algo en su oído desde atrás. Miró y vio que traía en sus manos enguantadas una carta con un monograma sellada con una corona pequeña. -Para mademoiselle Etoile. -El lacayo la extendió hacia ella. Todos la miraron, con excepción de madame Elise, quien continuó hablando sin hacer ninguna pausa. Leda sintió que el rostro le quemaba. Le arrancó la carta de las manos al lacayo y la mantuvo detrás suyo, echando de menos desesperadamente no tener un bolsillo.
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La falsa voz francesa de madame Elise seguía zumbando, pero de pronto levantó los ojos y por un momento miró fija y directamente a Leda. Leda dejó caer la carta al suelo detrás de ella y se puso de pie como para que su falda la cubriera. Tragó y miró al suelo, manoseando a ciegas la tela que estaba sobre el mostrador. No tema necesidad de abrir la misiva. Ni siquiera tema que mirar con atención la pequeña corona. No importaba a qué noble pudiera pertenecer ese sello: una nota tal sólo podría significar una cosa, y sólo podría tener una intención. Esta era la manera en la que la señora Isaacson iba a "arreglar algo. Leda se sentía consternada y humillada, furiosa con la señora Isaacson y luego mortificada al pensar que quizás eso era lo que su empleadora había pensado que estaba pidiendo. Varias de las muchachas sí salían con hombres... pero no... no... no tenía por qué hacerlo de esta manera, en el salón de exhibición, frente a las demás muchachas y los clientes. Estaba públicamente marcada: su posición estaba más clara que el agua. Vendida por el precio de un vestido para el salón de exhibición, en seda con diseños escoceses y de un adorno para el cabello. A su alrededor habían continuado con las ocupaciones. Cuando tuvo el valor de levantar los ojos, las damas japonesas estaban ocupadas haciendo una cita para que la ayudante fuera al hotel para tomarles las medidas. En el medio de todo ello, el señor Gerard traducía. El también debió de haber visto la carta. Todos la habían visto, pero, por supuesto, nadie le prestaba atención a los asuntos de una muchacha en el salón de exhibición de una costurera. Las damas japonesas se pusieron de pie para irse. Leda no tuvo alter-nativa: se vio obligada a moverse del lugar en el que había dejado caer la carta tan
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impetuosamente para atender al grupo hawaiano, mientras madame Elise escoltaba a las demás hacia la puerta. El señor Gerard fue con ellas hasta el carruaje. Antes de que Leda pudiera recuperar la carta discretamente, lady Catherine la llamó, ansiosa por comenzar con sus propias elecciones. Le-da acababa de presentar el organdí suizo rosado para ella y una seda satinada de color esmeralda para la reina Kapiolani cuando él apareció. -Ahora dinos, Manõ. -Lady Catherine extendió el organdí por su garganta y asumió una pose coqueta.¿Qué tal va esto con tu gusto masculino? Cuando cruzó la habitación, tuvo que caminar por el trecho de alfombra en la que yacía la carta. No miró a la carta ni a Leda. Pero lady Catherine lo notó justo en ese momento y le señaló su omisión. -Creo que la señorita Etoile extravió su carta. -Su simpática sonrisa americana hacia Leda no contenía más que inocencia.- ¿No podrías recuperarla? El se volvió y se inclinó. Leda aceptó el sobre desdichadamente. Se la entregó con la cara hacia arriba, aunque la pequeña corona había brillado claramente allí donde había caído. Ni siquiera pudo agradecerle. No podía levantar la vista. Cuando lady Catherine volvió a llamar alegremente su atención hacia el organdí rosado, Leda hubiera preferido estar muerta, más allá de la humillación, escondida detrás de una lápida anónima en algún oscuro cementerio a kilómetros de distancia. Pero estaba decidida a no hacer nada tan vulgar como morirse de vergüenza en compañía de los demás. Bajó la cabeza y tranquilamente ayudó a la reina Kapiolani en la decisión acerca de la tela satinada esmeralda. Ayudó a lady Catherine y a su madre a elegir el diseño adecuado para el vestido de mañana. Escuchó la conversación ligera entre el señor Gerard y las damas de Hawai, quienes no lo
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dejarían ir ahora que lo tenían en su poder. Era obvio que se conocían entre sí como cualquier familia: hasta las grandes y elegantes damas hawaianas lo trataban con un aire maternal, sonriendo indulgentemente cuando los demás se mofaban de él y lo ridiculizaban por su torpeza masculina cuando opinaba en voz alta acerca de la moda. Y lady Catherine, en forma amable y un poco en broma, tomaba su decisión como si fuera la ley y descartaba cualquier diseño que no contara con su aprobación. "Enamorados", pensó Leda. "Por supuesto. ¿Por qué no?" Leda estaba alerta: proveía los libros con las ilustraciones de moda, cambiaba los vestidos en el maniquí y le enseñó a lady Catherine una habitación para pruebas, en la que la muchacha declaró en su determinado estilo americano que era ridículo molestar a una ayudante para que fuera hasta su hotel "para su comodidad" cuando aquí estaba para que le tomaran las medidas. Y luego, de pronto, todo acabó y Leda hizo una reverencia mientras el señor Gerard tomó el brazo de Su Majestad y la escoltó hacia el pasillo. La princesa y lady Ashland los siguieron. Lady Catherine se detuvo por un momento, puso una mano sobre el brazo de Leda y dijo: -Muchísimas gracias. Siempre dije que odiaba ir a la modista, pero esto fue bastante divertido. Leda asintió y forzó una sonrisa; sentía terror de que esta muchacha inocente le pusiera una propina en la mano, como si fuera un guardabosque o una doncella. Pero lady Catherine sólo apretó el brazo de manera amistosa y la soltó, para apresurarse luego tras su madre. Leda se volvió hacia el mostrador, tomó con un chasquido la carta con la pequeña corona y subió trabajosamente hasta llegar al vacío dormitorio, antes de detenerse, jadeante, para abrir la carta violentamente.
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Mi querida mademoiselle Etoile: La admiré de lejos en la fiesta el jueves pasado, mientras usted estaba ocupada trabajando en compañía de madame Elise para arreglar los vestidos de las damas. Pero una como usted debería tener su propio y bonito vestido de noche, creo, y me sentiría muy honrado de que me permitiera serle útil y entregarle un vestido tal como el que usted se merece. Quedo devotamente a su disposición, Herringmore. Leda aplastó la carta entre los puños y la partió en dos. No iba a tolerar esto; no iba a ser insultada de esta manera ("la admiré de lejos"), ¡oh, qué indecencia! Ni siquiera sabía quién podría ser este "Herringmore" y por cierto, no deseaba que se lo presentaran. ¡Qué vulgar, vil y ordinario era que la miraran insinuantemente, como si fuera una muchacha de dudosa moral! Tendría que haber sido mecanógrafa. Todas las damas de la calle South habían estado en desacuerdo, ya que era una ocupación audaz y atrevida, inapropiada para una mujer que fue finamente educada. ¡Pero con seguridad, las mecanógrafas no tenían que soportar esto! Admirada de lejos, ¡de veras! ¡Qué insolencia! Bajó las escaleras como una bobina y arrojó los pedazos de la nota por una ventana abierta que había en el descansillo. En el cuarto de baño, arrancó el adorno de su cabello y casi se tuerce la espalda en la prisa por alcanzar los botones y salirse de ese vestido odioso. Con su propia falda y blusa, marchó otra vez hacia el salón de exhibición para confrontar a madame Isaacson-Elise, esa falsa y repugnante mujer
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desvergonzada y quemar todos los puentes detrás suyo, en una fogata que llegaría al cielo. El camino desde la calle Regent hasta Bermondsey era tan largo que Leda siempre tomaba un ómnibus o el tren cuando tenía fondos para hacerlo. Su barrio ahora era espantoso, en las afueras de lo que temía que fuera un gran barrio de casas pobres y destartaladas; eso lo podría encontrar si alguna vez llegara a reunir el valor como para adentrarse unas calles más allá. Pero se había considerado afortunada al encontrar una habitación individual allí, tras descubrir que con dos libras y diez chelines al mes, que al principio le había parecido un muy buen sueldo, era demasiado pobre para el apartamento que había tomado en Kensington. Hubiera necesitado cierto tiempo para que la realidad de su nueva situación la abrumara. Por ahora, el ático en el grupo de casas antiguas que colgaba sobre el pequeño canal, lejos del río, con postigos rotos y toldos inclinados, era suyo; por lo menos hasta fin de mes, creía. Pagaba puntualmente, así que la casera estaba contenta y reparaba con prontitud las ventanas y los cerrojos; pero Leda tenía el presentimiento de que dejaría de ser tal favorita si la mujer descubría que no tenía más trabajo. Esa situación no duraría mucho, por supuesto. Leda visitaría a las da-mas en la calle South. Ellas le darían la carta de referencia que le había negado madame Elise y Leda volvería a comenzar, esta vez como mecanógrafa, que es lo que tendría que haber hecho desde un principio. Ahora eligió caminar, hasta que pudiera sacar su libro de cuentas de la pequeña caja de lata y calcular con exactitud su situación. Ya que no deseaba llegar demasiado temprano y despertar las sospechas en el corazón de la casera, se detuvo en el Strand, en una cafetería para damas, en la que tomó té y comió un
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emparedado de pepino. Luego compró otro bocadillo y se demoró en la mesa, bajo las alegres cortinas de encaje, todo lo que pudo al precio de tres peniques. Hoy no había ninguna canasta de mimbre que arrastrar, así que guardó el bocadillo entero en el bolso mientras caminaba a lo largo del paseo junto al río y se unía al torrente de peatones, carretones cubiertos por lonas y taxis que cruzaban el puente de Londres hacia los malolientes distritos industriales al sur del río. Aquí prefería no perder tiempo con pasos indolentes; caminó con cuidado y vigor entre la muchedumbre y los carretones cubiertos por lonas. Era extraño caminar sin acompañante; no le hubiera gustado que la tomaran por una dama de temperamento cuestionable. Pero la señorita Myrtle decía que la calidad siempre hablaría por sí misma, así que Leda mantuvo la barbilla erguida, marchó con elegancia y no hizo caso de muchas de las figuras de espantapájaros que habitaban los sombríos portones y se demoraban delante de los puestos de café. La primera ola de olores después del puente era agradable e interesan-te: raíz de lirio de Florencia, té, aceite de palo de rosa y pino de Hay’s Wharf; los perfumes de todo el vasto mundo se mezclaban y respiraban en un depósito de Londres. Un hombre viejo con una extraña expresión vacía en el rostro estaba sentado contra un farol. A su lado, un cachorro algo crecido y enflaquecido jadeaba y miraba con fijeza a su alrededor, con alerta canina, a la corriente de zapatos y pantalones. Leda siguió de largo. Dos metros más allá, se detuvo de pronto y buscó en el bolso. Retrocedió unos pasos, tiró el bollo en la mano del hombre y continuó caminando mientras él murmuraba algo. Pudo oír que el cachorro gemía con ansiedad. Un tren apareció rugiendo en el ramal de la estación London Bridge, el mismo estruendo que la despertaba cada mañana a las cinco, tan regular como la alarma de un reloj. Aquí el olor a vinagre inundaba el
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barrio, pero suponía que debería haber peores olores en una zona industrial: de vez en cuando, con el viento del este, llegaban vaharadas de los curtidos y, en ocasiones, flotaban desde el hospital sutiles y nauseabundas olas de cloroformo. Los niños de la calle le gritaron fríamente cuando pasó, pero no les hizo caso, y los dejó rascándose los pies desnudos y mirándola con asombro. En su propia calle, los niños estaban mejor. En verdad, la pareja dictatorial que vivía en la casa de al lado administraba una especie de orfanato y en ocasiones tomaba algunos niños del correccional y los mantornan limpios, bellos y con buena disciplina; nunca permitía que salieran a jugar fuera de la casa, en la suciedad, e intentaban encontrarles patrocinadores y arreglar sus asuntos. Un hermoso niñito había sido recogido por un caballero benevolente que lo adoptó un mes más tarde, igual que Oliver Twist en la historia del señor Dickens. Hasta que eso no sucedió. Leda en verdad había imaginado que quizás era en realidad una casa como la del libro, en la que los niños eran entrenados para ser carteristas. Había pensado comunicar sus sospechas a la policía, pero tenía un poco de miedo de que se rieran de ella. O, lo que era peor, que su casera no apreciara la naturaleza cívica de su interés. La señorita Myrtle no se hubiera acobardado ante una reserva de esa naturaleza, por supuesto, pero Leda había descubierto que lo que parecía evidente y de altos principios en la calle South, no era siempre tan claramente apropiado en Crucifix Lane, Oatmeal Yard o el Maze. Cuando pasó por la puerta de hierro forjado de la comisaría de policía que estaba en la esquina, se detuvo para desearle buenas noches al inspector nocturno. Pero era más temprano que su hora habitual y el inspector Ruby aún no había llegado. Le dejó los saludos a un joven policía, que se tocó el casco muy respetuosamente con una mano grande y prometió que se los transmitiría.
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Dobló por una calle que tema el ancho de un callejón, con casas revocadas con yeso, tan antiguas como la reina Isabel, que colgaban sobre el pavimento embarrado. Cerró la mente a todo ello y se puso a pensar en una elegante y nueva máquina de escribir. Logró penetrar hasta el pie de las escaleras de la casa de huéspedes antes de que la señora Dawkins se arrastrara fuera de su pequeño salón. La casera estaba de pie en el hilo de anémica luz que pasaba por la balaustrada y los tres primeros escalones, la única iluminación en las lóbregas profundidades del vestíbulo. -Bueno, bueno, ¿qué es esto? -Apoyó el codo carnoso contra el marco de la puerta del salón y miró a Leda con sus protuberantes ojos azul pálido y el lento y mecánico parpadear de una muñeca.- ¿Llegó temprano, señorita? -Mientras hablaba, movía suavemente la cabeza rizada y agitaba las mejillas. La señora Dawkins siempre trataba a Leda con deferencia, pero tenía una forma de mirar por el rabillo del ojo cuando bajaba la vista que era muy desagradable. -Sí -dijo Leda-. Algo temprano. -Comenzó a subir las escaleras. -¿Se dejó la canasta? -preguntó la señora Dawkins. ¿La canasta con los bonitos vestidos? ¿Puede ayudarla Jem Smollet? Leda se detuvo y se volvió. -Seguro que podría, si la hubiera traído. Pero no es así. Buenas tardes. -¡No trajo la canasta! -La voz de la casera era un gorjeo agudo.- No la habrán echado, ¿no? Leda puso el pie en el siguiente escalón y se volvió hacia el descansillo. -Por supuesto que no, señora Dawkins. A algunas de nosotras nos dieron una tarde para que descansemos, antes de que se anticipen los mayores requerimientos. Que tenga buenas tardes -repitió y se apresuró a subir las
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escaleras mientras la seguía el murmullo trémulo de la casera. Eso no resultaría. La señora Dawkins conocía a sus huéspedes; sin dudas, cualquier pequeño cambio en la rutina era causa suficiente para sospechar de la existencia de un cambio de circunstancias. Leda levantó la falda y se mordió el labio. Luego dejó el último rellano y encaró el último tramo de escaleras angostas. Al llegar arriba, abrió la puerta de su propia habitación, se deslizó dentro y la cerró tras ella. La pequeña buhardilla de paredes blanqueadas casi parecía hogareña cuando pensó en lo que podría ser de ella si la señora Dawkins la ponía en la calle. Sin empleo, el único refugio que podría obtener sería en una de esas horribles pensiones, en las que las residentes estaban apiñadas en habitaciones comunes y en las que sus pequeños ahorros se desvanecerían a razón de cuatro peniques la noche con una cama, y tres peniques sin cama. La asaltó el pensamiento desesperado de exponer las circunstancias ante las damas de la calle South, pero la señorita Myrtle nunca habría caído tan bajo como para rogar que la ayudaran, ni por palabra ni por obra. Hacer una educada visita matutina y mencionar que ahora encontraba conveniente buscar un trabajo más apropiado, eso era aceptable. Admitir que estaba a un paso de vivir en la calle, no, no podría. No lo haría. Abrió la ventana a batientes, hecha de cristal y guarnecida de plomo, para permitir que saliera el aire sofocante de la habitación mal ventilada. Había un fuerte olor a vinagre en el vecindario y se mezclaba con los olores húmedos que surgían del canal. Ni siquiera estaba oscuro, pero se cambió y se puso la ropa de noche. Se tendió sobre la cama y desoyó la protesta que estaba comenzando a crecer en la cintura. Un emparedado de pepino no permanecía mucho tiempo en las costillas,
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pero estaba cansada y se sentía excepcionalmente empobrecida y con una creciente sensación de pánico ante lo que había hecho. El sueño parecía ser tan dichosamente negligente. Cuando cerró los ojos, pensó en lady Catherine y en su madre; y en cómo usarían siempre joyas que resaltarían el color de la piel. Se despertó sobresaltada cuando la habitación estaba sumida en la oscuridad, luego de flotar entre vagos adornos de seda que giraban a su alrededor y también voces extranjeras. Por un momento, permaneció confusa, ya que sentía que apenas se había dormido un minuto y en cambio, habían pasado horas. Otra vez el corazón le latía con violencia y le llenaba los oídos en el silencio muerto. A lo lejos, el agudo silbido de un tren sonó en la noche, incorpóreo en sí mismo. Sus ojos se cerraron; era imposible mantenerlos abiertos. Lady Catherine parecía estar sonriendo en algún lado, esa franca y bonita sonrisa y apoyaba la mano en el brazo de Leda. La señorita Myrtle le pedía con urgencia que se despertara. Había alguien en su habitación. Debía despertarse. "Despierta, despierta, despierta": pero no podía abrir los ojos. Estaba tan cansada; dormiría en la calle. No importaba. Las tijeras de plata brillaban en la alcantarilla. Se inclinó para recogerlas... y la mano de un hombre la interceptó. El estaba aquí, realmente aquí, aquí, en su propia habitación. Debía despertarse... debía... debía. En el sueño, él la tomaba por la muñeca, la atraía hacia sí y la abrazaba cerca de su pecho. Ella no tenía miedo. No podía verlo; simplemente no podía abrir los ojos pesados. Pero se sentía tan segura, acunada en su abrazo. Tan segura y cómoda... tan segura...
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Manõ Kane
Hawai, 1869
Era una casa grande, pero él se estaba acostumbrando a las casas grandes. Le gustaban las frescas y ventiladas habitaciones con las esterillas tejidas lauhala debajo de sus pies descalzos, las columnas blancas y los amplios soportales llamados lanai, la forma en que resonaban en los techos altos y el sonido del océano que estaba en sus oídos. Hoy tenía puestos zapatos, ya que iba de visita con lady Tess, y un traje blanco con trenzas azul marino y rojas. El traje estaba tan limpio que no deseaba moverse. No quería estropearlo. Tenía mucha ropa, pero prefería que quedara perfecta y sin tocar en el ropero o en los cajones. Era agradable mirar hacia adentro y verla doblada con prolijidad, tan pura y brillante. Estaba sentado en una silla con los ojos puestos en la hermosa trama entrecruzada de las esterillas del piso, mientras lady Tess hablaba con la gran dama hawaiana, la señora Dominis. La conversación se oía a su lado, charla de adultos, que no tenía ningún interés en particular. Lady Tess le había preguntado si no prefería quedarse en casa a jugar, pero él no había querido. Quería estar con ella. Eso era lo que siempre quería. Lo mejor era cuando lo levantaban en sus brazos y lo abrazaba, pero también le gustaba si ella sostenía su
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mano, o sólo podía sujetar un pliegue de su vestido en el puño. Hoy también había traído al señorito Robert y a la pequeña Kai. La dama hawaiana disfrutaba al verlos, Samuel se daba cuenta de ello. Se preguntó si la señora Dominis tendría otro nombre en su propio idioma, en vez del nombre con el que los forasteros la llamaban, el que había recibido de su barbudo esposo italiano. Cuando le preguntó a lady Tess, le había dicho que el nombre de la señora Dominis era Lydia. Estaba bien, pero hubiera preferido escuchar el verdadero. Todos los hawaianos tenían nombres extraños y encantadores. También era una dama gentil, con voz grave y rica y con la dorada piel morena de los isleños. Cuando se inclinó para reunir a Robert y a Kai en su gran abrazo, ambos parecieron muy rosados y pequeños. Samuel había permanecido detrás de lady Tess cuando la señora Dominis había deseado abrazarlo. No sabía por qué, porque estaba bastante seguro de que le hubiera gustado. Pero Robert y Kai eran los verdaderos hijos de lady Tess. Samuel no tenía un apellido propio. Sintió vergüenza en sus finas ropas. La pequeña Kai se arrimaba contra el regazo de la señora Dominis y apoyaba la mejilla contra la amplia expansión que era el pecho de la señora hawaiana. Robert se quejó por haber sido dejado afuera hasta que le dio ku-kui-nut lei. El pequeño de cuatro años se sentó a sus pies y se dedicó a desatar los nudos entre las lustradas nueces negras. -¿Estuviste pescando, Samuel? -preguntó la señora Dominis. Asintió. Las damas americanas e inglesas nunca se dirigían a los niños en el salón, pero las hawaianas siempre querían saber qué habían estado haciendo, tan interesadas como si también fueran niños. -Atrapé un manõ, señora -dijo. -¡Un tiburón! ¿Grande?
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Se meció en su silla. -Bastante grande, señora. -¿Tan largo como mi brazo? Miró hacia arriba mientras ella extendía los dedos. El brazo era rollizo y suave, no tan esbelto como el de lady Tess. -Un poco más largo. -¿Lo mataste y lo comieron? -Sí, señora. Le pegué con una paleta. Kuke-wahine me ayudó a cortarlo. -Lo comimos con salsa en la cena de ayer -dijo lady Tess. -Bien. -La señora Dominis le sonrió a Samuel.Matarlo y comerlo te va a hacer valiente. La miró con interés. -¿Sí? -Por supuesto. Manõ Kane. Un hombre tiburón, que no le teme a nada en el mar. Samuel se irguió un poco en su silla, impresionado con la idea. Pensó en ella; se imaginó como un tiburón, deslizándose en las oscuras profundidades del océano. Intrépido. Mordiendo todo lo que lo amenazara con tremendos dientes cortantes. -Te voy a cantar una canción acerca de tiburones le dijo la señora Do-minis y comenzó a cantar en su propia y rica lengua. Ni siquiera era una canción, en realidad; no tenía armonía, pero ella golpeaba los dedos contra el regazo siguiendo el ritmo. El escuchaba fascinado el torrente de sílabas. Cuando terminó, lady Tess le pidió que cantara algo más. La señora Dominis se puso de pie, aún sosteniendo a Kai, y se sentó al piano. Por el resto del tiempo que duró la visita, tocó canciones inglesas ordinarias y lady Tess y el joven Robert cantaron con ella y Kai aplaudía a destiempo con sus manos de bebé.
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Samuel permaneció inmóvil en la silla. No se unió a ellos. Debajo de esos sones más melódicos, escuchaba en su mente la profunda y rítmica canción del tiburón.
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-Deberías estar casada, mi querida -le dijo la señora Wrotham a Leda. La mujer más andana no se extendió, por desgracia, a cómo podría ser alcanzado ese objeto deseado, sino que se sentó erguida en la punta de la silla con cordoncillos delgados-. No me gusta la mecanografía. -Golpeó ligeramente los dedos con venas azules- Sólo piensa en lo sucios que se te ponen los guantes. -No creo que vaya a usar guantes, señora Wrotham -dijo Leda-. Por lo menos, quizá me los pueda sacar cuando esté trabajando con la máquina de escribir. -¿Pero dónde los vas a dejar? Van a recoger suciedad, mi querida; ya sabes cómo son los guantes. Asintió con lentitud y los rulos plateados de cabello en las sienes se sacudieron al mismo tiempo debajo de su pequeño sombrero, tan tímidamente como los de una muchacha de antaño. -Quizás haya un cajón en mi escritorio. Los voy a envolver en papel y los voy a poner allí. La señora Wrotham no respondió, pero aún asentía con lentitud. Contra las paredes de color rosado pálido y las cortinas desteñidas verde manzana, se veía frágil, tan delicada y antigua como las guirnaldas de yeso de estilo
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georgiano que adornaban el cielo raso y la repisa de la chimenea. -Me entristece -dijo de pronto- pensar en ti en un escritorio. Deseo que lo vuelvas a considerar, querida Leda. A la señorita Myrtle no le hubiera gustado demasiado, ¿no crees? Esta referencia, hecha en una voz de suave reproche, impresionó a Leda penosamente. No había duda de que a la señorita Myrtle no le hubiera gustado en absoluto. Leda inclinó la cabeza. -¡Pero imagínese lo interesante que debe ser! dijo-. Quizá llegue a copiar un manuscrito hecho por algún autor del mismo nivel de sir Walter Scott. -Muy improbable, mi querida -dijo la señora Wrotham, asintiendo con mayor énfasis-. Muy, muy improbable. No creo que volvamos a ver a alguien como sir Walter en toda nuestra vida. ¿Querrías servir el té? Leda se puso de pie, consciente del honor que se le hacía con ese ruego. Era bueno que la señora Wrotham le preguntara eso, ya que Leda podía ver que su anfitriona estaba un poco irritada ante la idea de que algún día pudiera nacer un autor que se comparara con su favorito. Después de comer delgados trozos de pan con mantequilla, la criada, que tenía acento vulgar, anunció a lady Cove y a su hermana, la señorita Lovatt. Por un momento hubo una pequeña y eterna complicación en la puerta, ya que la señorita Lovatt intentó quedarse atrás y dejar que su hermana, la baronesa, entrara primero y lady Cove vaciló e hizo un movimiento débil, ya que deseaba que su hermana mayor entrara primero. Se resolvió como siempre se hacía: milady finalmente precedió a su hermana con humildad, entró en la habitación y miró a Leda con gratitud, mientras esta colocaba sillas para ellas cerca de la bandeja del té. Era igual que en los viejos tiempos: la señorita Lovatt acomodó su cuerpo delgado y fuerte en una silla
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cubierta por un calicó lustroso y le preguntó a Leda qué creía que estaba haciendo al mantenerse lejos de sus amigas por tanto tiempo. Cuando Leda luchaba por explicar a las damas lo que quería decir estar empleada a sueldo sin dar una explicación muy exacta para no causarles una angustia excesiva, lady Cove la salvó al decir con su voz suave que era muy bueno de parte de Leda ir cada vez que pudiera honrarlas con su visita. Leda le sonrió, agradecida por el respiro momentáneo. Con esta adición al grupo, la conversación giró sobre otros temas e incluyó a los inquilinos de la casa de la señorita Myrtle. -Son de rasgos toscos -dijo la señora Wrotham de modo generalizado acerca de la nueva dueña de casa-. Puedes verle la nariz debajo del sombrero. No los fuimos a visitar. -El es mercader de animales -dijo la señorita Lovatt. -¿Mercader de animales? -repitió Leda. -Comercia con animales -se explayó la señorita Lovatt, levantando un dedo en forma enigmática-. Muertos. A larga escala. No había nada más que agregar a eso. Era mejor dejar librado a la imaginación lo que el caballero hacía con animales muertos en gran escala. Hubo un momento de silencio melancólico y respetuoso, mientras todas consideraban el triste destino de la casa de la señorita Myrtle; y mientras Leda pensaba en su habitación confortable, con la alfombra de terciopelo de Bruselas y el empapelado irisé con diseños en azul oscuro sobre tonos rosados y rojos. -¿Le hiciste algún arreglo a tu nuevo apartamento, querida? -le preguntó lady Cove a Leda. -¡Oh! ¿Arreglo? -Trató de encontrar una respuesta adecuada, algo que desviara nuevas preguntas acerca del
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apartamento que no había podido conservar.- Todavía no decidí qué arreglos hacer. No quiero apresurarme. -Muy juicioso -dijo la señorita Lovatt y asintió-. Eres siempre una muchacha tan seria, Leda. Nos preocupamos por ti, pero creo que te las vas á arreglar bien. -Oh, sí, señora. -Leda me dice que desea convertirse en mecanógrafa. -Anunció la señora Wrotham - Debo reconocer que no me gusta. -¡Por supuesto que no! -La señorita Lovatt apoyó la taza de té en la mesa- No, todas estuvimos de acuerdo en que no era adecuado que fueras mecanógrafa. La costura era la elección que preferimos. -Estuve... esto es... sabe usted... Encuentro que no estoy muy cómoda en la casa de madame Elise -dijo Leda. -Entonces debes modificar esa situación -dijo lady Cove en su voz gentil y susurrante-. ¿Qué podemos hacer para ayudarte? Leda la miró con agradecimiento. -Oh, lady Cove, sería un gran cumplido para mí poder tener una carta de referencia... -Se interrumpió, consciente de la poco elegante brusquedad del pedido-... Una oración, nada más... realmente, me temo que madame Elise no... si no seria abusar de... su buen temperamento... -Leda se mordió el labio ante la confusión de sus palabras. -Vamos a considerarlo -dijo la señorita Lovatt-. No es que no nos haga felices recomendarte, Leda, entiendes. Pero quizá sea prematuro dejar a madame Elise para convertirte en mecanógrafa. -Pero, señora... -Debes escuchar consejos más prudentes, Leda. Ser mecanógrafa no es lo adecuado. Es una ocupación para mujeres resueltas y decididas.
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-Te vas a ensuciar los guantes -añadió la señora Wrotham. -Pero no es necesario que use guantes, ¿verdad? preguntó con timidez lady Cove. -Por supuesto que sí, Clarimond. Hay personas comunes implicadas en ese trabajo. Mensajeros. Dependientes de tiendas. -Se ensancharon las ventanas de la nariz de la señorita Lovatt- Actores, quizás. -¡Actores! -chilló lady Cove. -Quizá se le podría llegar a solicitar que mecanografíe los papeles. Yo misma vi un aviso de la Oficina General de Copias y Mecanografía de Damas que se ofrecía a copiar los papeles de los actores y documentos de abogados. Las tres damas miraron a Leda con reproche. Ella bajó los ojos con vergüenza y tomó un trago de té, ya que no tenía ninguna defensa en su favor. Le hubiera gustado mucho comer más de esas rebanadas de pan con mantequilla tan delgadas como el papel, pero eso hubiera sido torpe. -Vamos a considerarlo -dijo la señorita Lovatt; por supuesto, quería decir que ella lo iba a considerar y que las demás damas escucharían con humildad su discurso y conclusión sobre el tema. -Deseamos lo mejor para ti, mi querida Leda. La señorita Myrtle desearía que nos ocupáramos de tu futuro con cuidado. Debes regresar el próximo viernes y entonces vamos a ocuparnos de ello.
Leda pasó el resto del día sentada en la antecámara de la Agencia de Empleo de la señorita Gernsheim. Su entrevista con la señorita Gernsheim no fue muy bien desde el momento en que la dama
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comprendió que Leda no tendría ninguna referencia escrita de su antigua empleadora. Se le dio a entender a Leda que el trabajo de mecanógrafa era muy solicitado, que generalmente se otorgaba a aquellas que tenían una cierta práctica anterior y experiencia. Sin ni siquiera una recomendación... La señorita Gernsheim golpeaba la pluma estilográfica contra el costado del tintero y tenía una expresión grave en el rostro. Leda mencionó las relaciones de la calle South. -No oí hablar de lady Cove -dijo la señorita Gernsheim desalentadoramente-. ¿La familia aparece nombrada en Burke's? -Claro que sí -dijo Leda, picada-. Poseen el título desde 1630. Y lady Cove es Lovatt por el lado materno. -Ya veo. ¿Entonces usted está emparentada con ellos? Leda miró los guantes. -No, señora -dijo. -Ah. Pensé que algún parentesco ancestral podría explicar su conocimiento del árbol familiar. -No, señora -dijo otra vez Leda y permaneció callada. -Creo que el apellido "Etoile" tampoco me es conocido. ¿En qué distrito vive su familia? -Mi familia ya no está viva, señora. -Cuánto lo siento -dijo la señorita Gernsheim en un tono práctico-, Pero, ¿cuáles son sus orígenes? En un caso como el suyo, con poca experiencia y una historia de resignación con prejuicios, los potenciales patronos van a querer saber quién puede ser usted. Hay todo tipo de problemas en estos días; se sabe que toda clase de personas desagradables están en libertad. Socialistas. Criadas que asesinan a las dueñas de casa. Las clases peligrosas. Usted ha oído hablar de Kate Webster, por supuesto. -No, señora -dijo Leda.
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-¿No? -La señorita Gernsheim levantó las delgadas cejas y asumió una expresión de candida sorpresa.Apareció en todos los periódicos. Richmond. Hace algunos años. La criada que hacía todo el trabajo; la que descuartizó a una pobre viuda y la hirvió en su propia caldera. Y también madame Riel: estrangulada por su muchacha en su propia casa en Park Lane. Este tipo de cosas hace que los patronos sean muy recelosos. ¿No es usted irlandesa, espero? -Mis orígenes son franceses, señora -dijo Leda con firmeza. -¿Puede ser más específica, señorita Etoile? ¿Cuánto hace que su familia está en Inglaterra? Leda comenzó a sentir que la pequeña oficina estaba mal ventilada. -No estoy muy segura de ello, lo siento. -Parece estar más familiarizada con la historia de la familia Lovatt que con la suya. -Mi madre falleció cuando yo tenía tres años. La señorita Myrtle Balfour, de la calle South se hizo cargo de mi educación en ese momento. -¿Y el señor Etoile? ¿Su padre? Leda permanecía desvalidamente en silencio. -¿Entonces usted es pariente de la señorita Balfour? ¿No puede ella darle una carta de recomendación? -No, señora -dijo Leda y se horrorizó al oír un pequeño aleteo en su voz-. La señorita Balfour falleció hace un año. -¿Y usted no está emparentada con la familia Balfour? -No, señora. -¿Fue adoptada? -La señorita Balfour me acogió en su casa. La otra mujer se impacientaba.
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-No puedo llamarlos unos antecedentes auspiciosos, señorita Etoile. Quizás haríamos mejor en buscar otros puestos que no requieran las calificaciones más estrictas. ¿Pensó en los comercios? Leda extendió las manos enguantadas una sobre la otra. -Preferiría no emplearme en comercios, señora, con su permiso. -Vamos, vamos, es demasiado escrupulosa. ¿O supone que su educación la pone por encima de esas cosas? -Preferiría algo más respetable que un negocio, señora -dijo Leda obstinadamente-. En verdad deseo ser mecanógrafa. -Si ese es el caso, va a tener que enseñarme una fuerte recomendación de alguna fuente respetable. Lady Cove por lo menos. -Sí, señora. La señorita Gernsheim estaba tomando nota. -¿Entonces, entendí bien que Etoile es el apellido de su madre? -Sí, señora. -La voz de Leda se había convertido en un susurro. -¿No estaba casada? Leda sacudió la cabeza sin decir nada. La señorita Gernsheim elevó los ojos del papel, observó a Leda con el entrecejo fruncido y luego escribió. -¿Cuál es su actual dirección? -En casa de la señora Dawkins en Jacob's Island, señora. Bermondsey. -¡Jacob's Island! -Cerró el cuaderno y bajó la pluma estilográfica.- Usted es todo un reto, señorita Etoile. Es muy raro que las muchachas sensatas quieran mirar por encima de su medio ambiente. Cuando regrese con la carta de recomendación, vamos a ver qué podemos hacer. ¿Le conviene el lunes de la semana que viene? -Creo que la puedo traer antes de esa fecha ofreció Leda.
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-Puede traerla lo antes posible, señorita Etoile, pero en el mejor de los casos, el lunes habré revisado las ofertas para encontrar lo que pudiera ser adecuado en sus circunstancias. Cierre la puerta con suavidad, por favor. Mi cabeza me está torturando hoy. También Leda tema jaqueca. Dejó la oficina de mal humor. De alguna manera tendría que arreglárselas para encontrar a lady Cove en casa cuando su hermana, la señorita Lovatt, no estuviera allí (una tarea formidable en sí misma) y luego inducir a la tímida baronesa a escribir una carta de recomen-dación que la señorita Lovatt había sugerido con claridad que no debía escribirse y que esta incluyera una oración que expresara abiertamente que Leda no tenía el carácter de una asesina... justo el tipo de cosa que provocaría una conversación acerca de los criados sanguinarios y que terminaría por hacer temblar a lady Cove ante los posibles maléficos designios de su mayordomo, un hombre de espalda encorvada y voz trémula que había estado a su servicio durante treinta y cinco años. ¡Y tener que esperar más de una semana sólo para saber de alguna oferta! Leda hizo las cuentas mentalmente y siguió caminando sombría y pesadamente. Ya había anochecido cuando llegó a su barrio. El inspector de policía del turno vespertino justo estaba subiendo las escaleras de la comisaría. Se detuvo cuando vio a Leda detrás suyo en el camino y mantuvo la puerta abierta para ella. -¡Otra vez llega temprano, señorita! Oí que ayer llegó más temprano. -¿Cómo está usted, inspector Ruby? ¿Dejaron todo correctamente en orden para usted? -Sí, señorita, sí. -Esta parte del diálogo era un ritual entre ellos. Leda le preguntó por su esposa e hijos y qué había cenado y se ofreció a pasarle una receta de lengua de buey de la señorita Myrtle.
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-Muchas gracias, señorita. Suba, entonces, que la voy a anotar en mi libro de apuntes, si es que no tiene prisa. Leda subió las escaleras y pasó por debajo de la puerta de postigos de hierro. Dentro, en la habitación mal ventilada, el estrado del inspector estaba ubicado en un círculo de luz a gas, como un pulpito en la oscuridad acechante. Una mujer estaba tendida cuan larga era en el piso de una de las celdas individuales: un bulto oscuro que murmuraba y gemía suavemente en la oscuridad mientras que un policía se puso de pie de un salto del banquillo exterior y saludó a su superior. Leda sintió que el examinar demasiado atentamente a la mujer en la celda sería demostrar una curiosidad vulgar y lasciva, así que se sentó en el banquillo, se reclinó contra la pared blanqueada y apoyó sobre la falda el libro del inspector para poder escribir. A pesar de la atmósfera sofocante, el policía de reserva comenzó a atizar el carbón debajo del hervidor de cobre sobre la repisa interior de la chimenea y se disculpó ante el inspector por no tener su té listo. El inspector hizo una mueca. -Esto no es ningún problema; preparas la porquería de establo más amarga que haya tomado en mi vida, MacDonald. -Disculpe, señor -dijo MacDonald. Se puso de pie y se veía como si no pudiera pensar qué hacer con sus grandes y pecosas manos. Las enganchó en la cincha de su cinturón blanco e hizo chasquear la brillante hebilla, al tiempo que le dirigía una tímida mirada a Leda- Nunca supe hacerlo bien. En casa, es mi hermana quien siempre hace los honores. Leda puso el libro a un lado. -Déjeme hacerle el té, inspector. Tengo bastante práctica. -Bueno, qué considerado de su parte, señorita. -El inspector Ruby se frotó el bigote y sonrió.- Se lo
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agradecería, claro que sí. No hay nada como el toque femenino. Leda cruzó la austera habitación y se ocupó del hervidor y del fuego. Por el rabillo del ojo vio que la figura femenina en la celda rodaba sobre sí misma y se movía de un lado a otro sobre el piso, como si tratara de estar más cómoda. La mujer dio un débil gemido. Cuando giró y se puso de espalda contra el piso, se hizo obvio por su figura hinchada que estaba en muy inminente condición de... eh... fecundidad, como hubiera dicho la señorita Myrtle, hablando en un susurro detrás de su mano. -Ah, querida -dijo Leda, incorporándose-. ¿Está bien, señora? La mujer no respondió. Respiraba pesadamente, arqueando la espalda. Detrás de Leda, el inspector Ruby dio un gruñido interrogativo. -Mac, ¿qué es esto que tenemos aquí? -El libro habla de desórdenes, señor. -El sargento MacDonald se aclaró la garganta- La prendieron en la ronda de la tarde. La echaron de Oxslip, en la isla, la echaron. Armó camorra. Le arañó el rostro a Sally Sartén. Leda giró sorprendida, a tiempo de ver que los dos hombres intercambiaban una rápida mirada. -¿De Oxslip? -preguntó-. ¿En mi calle? Allí está el lugar donde recogen a los niños huérfanos. El inspector Ruby frunció el entrecejo en forma extraña. Mordió su labio superior y tiró del bigote con los dientes. El sargento MacDonald se veía perplejo. -Orfanato -dijo el inspector Ruby con rudeza-. Sí, eso es, señorita. Leda vio que la detenida se tocaba la espalda y gemía. Cuando miró con mayor atención, le fue fácil ver que la mujer en realidad no era más que una muchacha de piel clara, que aún estaba en la adolescencia.
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-Quizás, inspector Ruby... creo que... -Leda vaciló al expresar su opinión, ya que no sabía nada de obstetricia, pero ahora la muchacha estaba haciendo unos sonidos muy significativos- ¿No se debería llamar a un médico? -¿Un médico, señorita? -El inspector escudriñó a la muchacha.- No querrá decir... Que Dios nos ayude... no está a punto de... La figura que estaba postrada en la celda lo interrumpió con un gemido creciente y luego, de pronto, prorrumpió en un susurrado torrente de malas palabras. -MacDonald -dijo con rapidez el inspector-. Mande averiguar si el oficial médico está todavía en el extranjero. No tendrá dinero suficiente para ningún doctor. -Sí, señor. Me encargo de ello de inmediato, señor. -MacDonald hizo un rápido saludo y desapareció por' la puerta con admirable rapidez. -¡MacDonald! -Le gritó a voz en cuello el inspector.- Mande, dije; usted no tiene que ir. Ay, este estúpido bodoque de hombre; ¡maldito sea! Me escuchó perfectamente bien. Le tiene miedo a los asuntos femeninos, vaya si le tiene. -El inspector Ruby sonrió a Leda.- Está enamorado de usted, señorita. Pregunta por usted todos los días. Apenas se podía contener ayer cuando usted le habló por la noche. -Se quitó la chaqueta con los botones brillantes y comenzó a subirse las mangas.- Y entonces, ¿qué piensa de esta pobre muchacha? Supongo que vamos a tener que echarle una mirada más atenta. Leda se reclinó contra la pared; vaciló cuando el inspector abrió la celda y le hizo señas de que entrara. -Me temo que no sé mucho acerca de todo esto admitió-. Parece que está mal y pensé que quizá se debería llamar a un profesional. -Dios la bendiga, señorita. Por aquí no vemos profesionales. No para este tipo de cosas. Quizás el oficial médico mande una partera... quizá no. -Entró en la
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celda y se puso de rodillas junto a la muchacha.- A ver, pequeña dama, ¿qué podemos hacer? ¿Tienes dolores de parto? ¿Cuánto hace que te duele? Leda no pudo oír el murmullo de respuesta de la muchacha, pero el inspector sacudió la cabeza ante la respuesta. -Todo el día, ¿no? Vaya niña más tonta, ¿por qué no dijiste nada? -No lo quiero -jadeó la muchacha-. Todavía no quiero que llegue. -Bueno, está llegando a pesar de eso. ¿El primero? La muchacha asintió con un gemido. -¿Por qué fuiste a Oxslip? ¿No estarías esperando que te dieran una cama allí? -Mi amiga... preguntó por mí... me dio a entender que tomarían al bebé. -La muchacha tragó e hizo rodar la cabeza a un lado.Pagaría su manutención. Juro que lo haría. El inspector sacudió la cabeza. -Cuida a tu propio bebé, muchachita -dijo-. Si se lo entregas a aquellos amantes de bebés, es casi como si lo hubieras asesinado, créeme. ¿Trabajas de criada? ¿Tienes a algún hombre en la ciudad? -Yo... no puedo encontrarlo. -Qué mala suerte. Pero no quieren a los niños recién nacidos en Oxslip, ¿me entiendes? Tu amiga te mandó por mal camino cuando te dijo de ir allí. La muchacha comenzó a respirar con rapidez. Se le contorsionó el rostro. El inspector le sostuvo la mano. Leda se acercó, mordiéndose el labio. -¿Puedo hacer algo? -susurró. El crujido del postigo de la puerta hizo que ambos se volvieran. Leda esperaba ver al sargento MacDonald, pero el que irrumpió por la puerta era un oficial desconocido, con las mejillas enrojecidas y el
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cuello tenso por el esfuerzo. El inspector Ruby se puso de pie. -¡No me dejen! -gritó la muchacha-. ¡Me duele tanto! Leda entró en la celda. -Me voy a quedar con ella -dijo, y se arrodilló sobre el piso duro. Tomó la mano de la muchacha y la acarició mientras los dedos frenéticos se cerraban sobre los de ella. -Muchas gracias, señorita. -El inspector ya había salido y se estaba dirigiendo al recién llegado.- Buenas noches, superintendente. ¿Algo malo? El otro hombre soltó una risa áspera. -¡Malo! ¡Ay! ¿Por qué no tenemos un telégrafo en esta oficina?, quiero saber. Tengo una multitud de periodistas que me siguen de cerca y al Ministerio del Interior persiguiéndome. ¡Si eso no le parece malo! Venga conmigo, Ruby y apresúrese. -Mi reserva... -¿MacDonald? Lo encontré en la calle. Ya lo mandé. ¡Los papeles, hombre, los papeles! Si piensa que quiero que me atrape desprevenido una maldita manada de periodistas, está equivocado. -El hombre ni siquiera miro hacia Leda o la mujer, sino que mantuvo la mano sobre la puerta abierta mientras que el inspector Ruby recogía con rapidez su sombrero y su abrigo.-Es algún tipo de estafa, estoy seguro, pero este hombre promocionó lo que hizo desde Whitehall hasta el Times y viceversa y tiene que parecer como si hubiéramos triunfado. Creo que tenemos un cuarto de hora antes de que la prensa entre en escena. -Se enjugó la frente con un pañuelo.- En el hotel Alexandra le robaron algo a un maldito príncipe oriental, creo que siamés, pero ese no es asunto nuestro: lo que tenemos es una maldita nota del maldito tío que lo robó; dice que esta maldita, robada e irremplazable corona enjoyada siamesa (que tenía que ser presentada ante la propia reina, fíjese), este ladrón viene
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y nos dice que se puede recobrar perfectamente bien en Oxslip’s, en Jacob’s Island. -¡Oxslip’s! exclamó el inspector Ruby. -¡Puede quedarse boquiabierto! Sólo conoce la mitad de la historia. ¿Sabe qué diablos dejó este maníaco en el hotel en lugar de la corona? ¡Una obscena estatuilla que proviene de alguna casa desagradable, Ruby! Un lugar verdaderamente desagradable, y no me refiero a alguna cafetería de Haymarket llena de mujerzuelas.. ¿Puede comprenderlo? En el Ministerio del Interior están histéricos; en el Misterio de Relaciones Exteriores se volvieron locos: insulto tremendo a la maldita sensibilidad de estos orientales; incidente internacional; tratados de comercio; diplomáticos. Le digo, Ruby, no me van a atrapar como a un tonto frente a un grupo de malditos diplomáticos... Sus palabras se perdieron, cuando la puerta se cerró tras él. Leda los miró con fijeza, asombrada y luego bajó la vista hacia los ojos aterrorizados de la muchacha. -Todo está bien -dijo e intentó parecer fuerte-. Ya viene la partera. -Aquí pasa algo -exclamó la muchacha, con un salvaje movimiento de la cabeza-. Estoy toda mojada... ¡estoy sangrando! Leda miró hacia abajo y vio cómo una mancha oscura subía por la falda de la muchacha. Parecía ser una masiva cantidad de fluido que se estaba extendiendo sobre el piso. -No, no es sangre, querida -le dijo-. Es transparente. El agua. -Leda había oído eso, que la mujer rompía aguas, sin saber lo que eso significaba. Temía mucho que eso era signo de la inminencia del parto.- Por favor, tranquilízate. La partera está en camino. La muchacha gritó y tensó el cuerpo. Hundió las uñas en las palmas de Leda.
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Leda le pasó la mano por la frente. La piel estaba suave y húmeda, y tenía un color saludable, no como esa palidez de pobreza que había comenzado a parecerle familiar. Al menos debería haber tenido una alimentación y un alojamiento decentes. El cuerpo parecía fuerte y bien formado, sin ser delicado, pero eso no la reconfortaba mientras tenía que escuchar los terribles sonidos de esfuerzo y dolor que estaba haciendo la muchacha. -Está llegando -jadeó-. ¡Ay, no! ¡Ya llega! -Está bien -dijo Leda, que sólo quería calmar el pánico de la muchacha-. Todo está bien. ¿Cuál es tu nombre, querida? -Pammy... Hodgkins. Ay, señora, ¿usted es la partera? -No, pero me voy a quedar aquí contigo. -¿Ya viene la partera? -Sí. El sargento MacDonald fue por ayuda. -Pero él dijo... el otro hombre dijo... lo mandó a algún otro lado. -Ya viene la partera -dijo Leda con firmeza, negándose a creer alguna otra cosa-. Piensa sólo en lo bonito que va a ser sostener a tu bebé entre tus brazos. La garganta de Pammy se arqueó. Levantó las rodillas y se meció de un lado a otro. -¡Me duele, me duele mucho! -Aspiró profundamente y lo dejó salir por entre los labios.- ¡Ay, mataría a ese Jamie si pudiera alcanzarlo! ¡Me quiero morir! Los postigos de la puerta se abrieron con estruendo. Leda miró hacia allí y murmuró: "Gracias al cielo." Dos mujeres se agacharon junto a ellas. -Soy la señora Layton, la enfermera de la maternidad. Esta es la señora Fullerton-Smith, de la Asociación Sanitaria de Damas. ¿Con qué frecuencia son las contracciones?
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Esta pregunta iba dirigida a Leda con aguda brusquedad. Abrió la boca y la cerró. -No sé, en realidad. Salió una considerable cantidad de agua -dijo débilmente. -Ocúpese del hervidor -dijo la enfermera a Leda-. Señora Fullerton-Smith, ¿podría ser tan amable de extender la sábana higiénica aquí sobre el piso? Las dos mujeres se pusieron a trabajar con tanta presteza y capacidad que Leda se sintió enormemente aliviada. La enfermera, enérgica y entusiasta, no tenía paciencia con los lloriqueos de Pammy y comenzó a insistir que "lo soportara y nada de tonterías, muchachita", mientras que la señora Fullerton-Smith arrojó un manojo de papeles a las manos de Leda. -Familiarícese con ellos, por favor. Ella no debe regresar a trabajar antes de las cuatro semanas, por lo menos. Le rogamos que la estimule a darle el pecho al bebé. Puede remitirse al folleto titulado: "Los peligros del biberón". También deberá evitar sedantes tales como jarabe de Godfrey, té de amapolas o tranquilizantes. La limpieza es capital: debe cubrirse todos los alimentos, hervirse la leche de vaca y también lavarse las manos luego de ir al privado; las heces se deben retirar lo antes posible. ¿Dónde vive usted? -Vivo donde la señora Dawkins, señora, pero Pammy... -Déjeme tomar nota. La Asociación Sanitaria de Damas está aquí para ayudar y educar. Pammy gritó y la señora Fullerton-Smith se volvió y entró en la celda. Leda se sentó en el banquillo que estaba fuera, con impresos sobre: Cómo controlar a un bebé, La salud de las madres. Sarampión, y Cómo criar niños saludables, asidos en las manos. Habrían sido varias horas, pero pareció que Pammy gritaba y gemía y emitía sonidos animales de esfuerzo durante una eternidad. La luz de gas se
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derramaba en círculo sobre el estrado vacío, mientras que la celda permanecía en sombras, una fuente de jadeos resonantes y firmes instrucciones. Pammy dio un agudo chillido y luego se calmó. Durante un minuto, el silencio se hacía cada vez mayor, mientras Leda espiaba la masa confusa de figuras. De pronto, la enfermera se puso de pie y con toda naturalidad dijo: "Un niño", mientras levantaba y balanceaba un pálido contorno. Desde la celda rebotó un sonido delgado como el chillido largo y con-traído de una rata. -Dirija la luz hacia aquí, por favor -pidió la enfermera. Leda se puso de pie de un salto y encendió la linterna del policía que funcionaba a aceite y carbón. Abrió la puerta e iluminó la celda. La enfermera estaba secando un cuerpo andrajoso, fláccido y terriblemente pequeño y tenía el delantal blanco manchado con sangre. Pammy murmuró algo y exhaló con esfuerzo. "Con esto ya está", dijo la señora Fullerton-Smith y atendió a Pammy, cambiándole la sábana sucia y colocando un paño limpio debajo de la débil muchacha. Los chillidos comenzaron a transformarse en una serie de sollozos infantiles que rebotaba contra las paredes. Las voces de los hombres resonaban afuera y los postigos de la puerta se abrieron con violencia. El inspector la mantuvo abierta para el supervisor, quien entró seguido por el sargento MacDonald que nevaba un objeto del tamaño de una tetera envuelto en un chal de Paisley. Los demás entraron a montones después de él; de pronto, la estación de policía estuvo llena de hombres; todos hablaban, todos intentaban lanzar preguntas sobre el sonido de los gritos del bebé. A Leda la apretaron contra la pared hasta que el sargento MacDonald se deslizó a su lado y le dio la mano alzándola para que se pusiera de pie sobre el banquillo. -¡Caballeros! -rugió la voz del inspector- ¡Orden, por favor!
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La multitud quedó en silencio; sólo se oían los alaridos del bebé El inspector Ruby no le hizo caso al infante; consultó brevemente con su superior y luego avanzó hacia el estrado. -Vamos a hacer una declaración -dijo, hablando con ritmo monótono por sobre los gritos del bebé- A las ocho y cuarto de la noche algunos oficiales de esta división fueron a la casa conocida como Oxslip's, en Jacob's Island. Allí encontramos lo que esperábamos hallar, es decir una corona de fabricación extranjera, que se cree que es siamesa, y que fue robada en el hotel Alexandra. La corona está segura e indemne y será devuelta directamente al grupo a la que pertenece. Eso es todo, caballeros. -¿Algún arresto? -quiso saber alguien. -El señor Ellis Oxslip y una mujer conocida como Sally Sartén fueron llevados para un interrogatorio. -¿Adonde? -A la sede de Scotland Yard, señor. Una queja generalizada brotó entre la gente. -¿Por qué allí? ¿Por qué no traerlos aquí? -Como ya habrán observado, caballeros, tenemos bastantes problemas en esta oficina, esta noche. -¡La nota! -gritó alguien por sobre los rugidos y los sollozos- ¡Léanos la nota, inspector! ¿Qué decía la nota? -No estoy autorizado a leer ninguna nota. -¿Decía que Oxslip's es una casa de recreo para pervertidos? -No estoy autorizado a dar ninguna información en ese aspecto. Otro hombre se adelantó dando empujones. -¿Es verdad que la estatuilla venía de Oxslip's, la que dejaron en lugar de la corona en el hotel? El inspector Ruby miró con rapidez al superintendente. El otro oficial asintió levemente.
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-Creemos que ese es el caso, sí. Los cuadernos de notas y los lápices crujieron furiosamente -¡Entonces es un salón de flagelación! ¿Es eso correcto, inspector Ruby? -No estoy autorizado... -¡Termine con eso, inspector! -Un hombre que estaba atrás, justo frente a Leda, elevó la voz disgustadoEste es su territorio, ¿no es así? ¿No sabe lo que sucede aquí? -¿Y qué hay de los niños que vimos? -gritó alguien más-. ¿Los llevaron como sospechosos? -Los habitantes de la casa que son menores no son sospechosos de robo. Se les va a interrogar con respecto a lo que sepan en relación con el robo. -¿Entonces, qué van a hacer con ellos? ¿Devolverlos a Oxslip’s y a Sal? La mandíbula del inspector se puso en funcionamiento. Frunció el entrecejo ferozmente y no contestó la pregunta. -¿Qué sentido tiene todo eso? -quiso saber el hombre que estaba frente a Leda-. ¿Es chantaje o un intento de clausurar Oxslip’s? ¿Lo arregló la policía? El inspector Ruby vaciló. -No puedo especular sobre ese punto -dijo luego. -Buen trabajo, si es que lo prepararon -dijo el hombre y todos aprobaron mientras el bebé aullaba-. Siempre digo, si no puedes pescarlos, ¡descúbrelos como sea! Esos niños... ¡es asqueroso, por Dios! El inspector pareció recordar a Leda por primera vez. La miró directamente y luego levantó las manos como queriendo desviar el torrente de preguntas. -¡Eso es todo, caballeros! Hay damas presentes. Diríjanse al Yard y pregunten lo que deseen. Aquí tenemos que hacernos cargo de asuntos policiales.
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-¡Cómo no, claro! -gritó un hombre joven, y señaló con el pulgar la celda en la que el bebé todavía gemía y sollozaba; ahora los sonidos estaban ahogados ya que la enfermera lo había enrollado en lienzos. Pero el inspector y el sargento MacDonald comenzaron a empujar a los periodistas hacia la puerta. Algunos se fueron, seguidos por otros que evidentemente estaban más ansiosos por mantenerse a la altura de sus rivales, pero otros se demoraron, ya que aún intentaban hacer algunas preguntas. La señora Fullerton-Smith sacó al niño de la celda. Cuando Leda bajó de su elevada posición sobre el banquillo de madera, se encontró con que le colocaron el pequeño bulto en los brazos. -El lienzo fue donado por el Comité de Damas de Marylebone Park. -Le informó la señora Fullerton-Smith.Puede quédaselo, pero le pedimos que lo esterilice y se lo pase a otra persona que lo necesite, cuando el niño ya no lo utilice. La madre está descansando tranquilamente, como puede ver. En una hora o dos, cuando sienta deseos de hacerlo, puede cargar al bebé. La señora Layton y yo tenemos que regresar con el oficial médico, ya que hay muchos otros pacientes que necesitan atención esta noche. Si sangra demasiado, mándenos llamar de inmediato. Leda estuvo a punto de corregir la obvia impresión de la señora Fullerton-Smith de que ella tenía alguna relación personal con Pammy, cuando alcanzó a oír que la enfermera le daba los datos al sargento MacDonald, quien los escribía laboriosamente en el registro. La enfermera dio como lugar de residencia "la señora Dawkins en Jacob's Island". -¡Ay, no! -Leda intentó evitar a la señora FullertonSmith y su monólogo de indicaciones.- Sargento MacDonald, ¡ella no vive allí!
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Su protesta se perdió entre las insistentes preguntas de dos periodistas que le seguían preguntando al sargento MacDonald si podía desenvolver la corona. Mientras tanto, la señora Fullerton-Smith y la enfermera estaban empacando los sacos de mano. La enfermera pasó el delantal manchado de sangre por la cabeza y lo puso a un lado. El bebé comenzó a gemir otra vez y Leda miró los ojos contorsionados y la boca abierta. -Bueno, bueno -murmuró inútilmente, acariciando la espalda del bulto. El bebé sólo se retorció más estrechamente y gimió más agudamente: tenía un rostro horrible, todo moteado de rojo y blanco. Leda tomó el brazo de la enfermera cuando esta se deslizó detrás de la señora Fullerton-Smith, pero ambas damas se fueron antes de que alcanzara a pronunciar una incoherente protesta. El inspector Ruby y su jefe salieron para mantener a raya a los periodistas. Mientras que el sargento MacDonald estaba ocupado con un periodista particularmente insistente, uno de los otros se acercó furtivamente hacia Leda, donde el chal enrollado permanecía sobre el banquillo. Tiró del extremo del tejido fino de algodón y lo desenrolló. La corona oriental de oro y es-malte quedó volcada sobre el banquillo, un casco puntiagudo como un pequeño y redondo templo, abundantemente tachonado de diamantes que terminaban en un enorme rubí engarzado en una concha blanca. El periodista comenzó a trazar un rápido esbozo en su cuaderno de apuntes hasta que el sargento MacDonald dio un grito indignado y lo empujó fuera. -¿Qué está tramando ahora? ¡Aceleren el paso; fuera de aquí, todos ustedes!- Empujó al periodista por la puerta y arrastró a otro consigo. Se fueron protestando en voz alta. Leda podía oír las voces que resonaban en la calle cuando detuvieron al sargento MacDonald en los escalones.
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Ya que no sabía qué otra cosa hacer, entró en la celda y se arrodilló junto a Pammy. -¿Cómo te sientes? -le preguntó-. ¿Te gustaría verlo? La muchacha cerró los ojos con tanta fuerza como lo había hecho el bebé. -¡No lo quiero! -murmuró-. Llévatelo donde sea. -La enfermera dijo que podrías tenerlo en una hora, más o menos -Ni lo quiero. Leda bajó los ojos hasta el rostro malhumorado de la muchacha. Pammy abrió los ojos y levantó las manos. Empujó débilmente los brazos de Leda. -No me lo voy a llevar -dijo-. Lo odio. ¡Vete! Leda se puso de pie y regresó al banquillo. El gemido del diminuto recién nacido seguía y seguía. Se sentó al lado de la corona y fijó la mirada en el rostro del infante. Era horrible, realmente, todo piel arrugada y boca húmeda y su madre no lo quería. Leda dio un abrazo al poco atractivo bulto, lo cual provocó que llorara más fuerte. Miró con fijeza la hermosa corona de oro y rubíes... y, sin razón alguna, comenzó a llorar.
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La canción
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Hawai, 1871
A la pequeña Kai le encantaba nadar. Prorrumpía en chillidos ante las grandes olas que rodaban por el arrecife en Waikiki y golpeaba las manos infantiles contra los hombros de Samuel. -¡Lejos! ¡Ir lejos! -Exigía.- ¡Grande! Entonces él mantenía los brazos alrededor de ella y avanzaba con dificultad entre el oleaje suave, un poco más adentro que la mayoría de los demás niños hawaianos. Las largas faldas del traje de baño de Kai flotaban y pasaban por sobre su pecho desnudo con cada ola cuando él la hacía brincar por sobre la espuma. Kai reía y chillaba y a veces él la sumergía en vez de levantarla, así que ambos emergían con el agua corriendo por los rostros y las bocas llenas de amarga sal. -¡Abajo! -gritaba ella-. ¡Abajo! Aspiraban profundamente y Kai inflaba las mejillas y fruncía la boca cómicamente. Samuel se hundía en el agua cristalina con Kai sujeta con firmeza entre los brazos. La fuerza de una ola rodaba sobre ellos y los llevaba unos pocos metros hacia la costa y la arena se deslizaba debajo de los pies de Samuel. Apretaba el cuerpo regordete de Kai para indicar "arriba" y ella pateaba furiosamente. Apartaba la arena, explotaba fuera del agua y llevaba a Kai alta entre sus brazos. Ella chillaba de placer. Pasaba otra ola y los pescaba en un embate de ruido y espuma blanca. Samuel se sacudía el agua del cabello. Cuando se le aclararon los
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oídos escuchó otros gritos detrás de Kai. Miró hacia la playa y vio que la gente huía del agua. -¡He manõ! -El grito llegó hasta él entre la marejada de otra ola.- ¡He manõ! ¡He manõ nui loa! Pudo ver una negra fracción de aleta que sobresalía entre el oleaje, un contorno oscuro, veloz, tan largo como una de las grandes tablas que los hawaianos usaban para surcar las olas. El tiburón se interponía entre Kai, él y la playa. Samuel tenía Una vaga conciencia de que la muchedumbre se estaba agolpando, de los gritos, de la gente que corría por la arena. Más tarde, recordó principalmente la gran calma que se apoderó de él mientras el tiburón giraba y se movía con rapidez hacia ellos. Sacó a Kai del agua y la puso sobre sus hombros. Ella se aferró de sus cabellos dolorosamente; aún reía y golpeaba los pies contra su pecho. Sujetó sus tobillos con las manos y los mantuvo inmóviles. Ella gritaba algo, pero él no la escuchaba. Por encima de las olas, por encima del delgado aullido de pánico que venía de la playa y por encima de los gritos de los hombres que botaban la canoa al agua, él oía algo más. Oía su canción, la oscura canción de su hermano el tiburón. Permaneció inmóvil y escuchó. El oleaje ocultó la aleta por un instante, le levantó los pies de la arena y luego lo volvió a bajar con suavidad. Observó cómo la enorme figura pasaba a casi un metro de distancia. El agudo sonido de Kai que llamaba a su madre sonaba en sus oídos, remoto como el silbido de un tren distante, pero su mente estaba toda llena de la canción. Lo mantenía en silencio, quieto; una firme roca de coral, un madero muerto: un objeto pasivo, que no se intimidaba. El tiburón se deslizó suavemente, giró y regresó, enorme pesadilla. El escuchaba la canción. Sintió
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la lenta curiosidad del tiburón, el profundo y estúpido apetito en él, pero estaba en paz y era parte del oleaje. Kai había dejado de llamar. Ella también estaba inmóvil, sentada sobre sus hombros, con los dedos fuertemente aferrados a su cabello. Oyó gritos y golpes en el aire: los hombres en la canoa golpeaban el agua con los remos y se acercaban con rapidez y energía. El tiburón giró, se deslizó y pasó tan cerca que se lo podía tocar. Samuel observó que se escabullía; vio que la sombra gris se ocultaba, la aleta, la cola y luego, de pronto, viró abruptamente de regreso al mar, lejos de los cercanos flotadores laterales. La canoa parecía ser enorme; rodaba hacia ellos en la cresta de las olas. Los remos golpeaban el agua con violencia. Samuel sintió la primera punzada de miedo; no del tiburón, sino de la amenaza de las armas de madera y del salvajismo de los gritos. El flotador lateral parecía estar pronto a chocar contra él, pero el hawaiano de la popa hizo girar con asombrosa habilidad la canoa contra las olas y le pasó por detrás. Alguien arrancó a una chillona Kai de sus hombros. Unos brazos brutalmente fuertes lo agarraron. Se dio vuelta y saltó; dio de bruces contra la dura madera lustrada y se golpeó la cadera y las rodillas. Por un salvaje momento, el flotador lateral del otro costado se elevó del agua y la canoa amenazó con seguir de largo; pero lo acarrearon a bordo y cayó contra un pecho enfundado en una camisa blanca, consciente de que le estaban gritando palabras en inglés en el oído. Las palabras eran de agradecimiento a Dios y a él; lord Gryphon apretó a Samuel contra sí como si no lo fuera a soltar. Frente a ellos, en la canoa, Kai se retorcía en los morenos brazos de una hawaiana y aullaba "Papi, papi" e intentaba soltarse. La voz juraba cerca de su oído; los brazos a su alrededor tan fuerte que dolía. "Gracias, Samuel, gracias a
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Dios por ti, que Dios te bendiga, muchacho, eres un héroe innato, tremendo, extraordinario, llovido del cielo..." La voz seguía hablando, seguía murmurando ferozmente y por fin Kai se soltó y se tropezó contra el regazo de Samuel. Luego su padre los abrazó a los dos juntos y cuando la canoa llegó a la playa los levantó en andas y aún no quería soltarlo. Lady Tess estaba esperando de pie en el agua con el dobladillo de la falda flotando tras ella y arrastrándose hacia la playa en la pendiente del oleaje. Tenía el rostro surcado por lágrimas; el cabello oscuro volaba libre de horquillas. Tiró bruscamente de Kai y la sostuvo entre los brazos, se arrodilló y hundió el rostro en el hombro y el cabello húmedo de Samuel. El banco de arena se deslizó bajo sus pies y drenó un poco de arena de debajo de los dedos del pie cuando se retiró. Samuel se tambaleó un poco al tratar de mantener el equilibrio. -Mantente firme, hijo. -La firme mano aún sujetaba su hombro. Samuel miró el rostro de lord Gryphon. El sol encendía el cabello rubio del hombre; era alto y agradable, y nunca antes le había dicho "hijo" a Samuel. Sonreía. Samuel sintió que su propio rostro cambiaba, sintió la vacilante y temblorosa sonrisa. La gente se apiñaba alrededor, hawaianos medio desnudos que aún chorreaban agua de las olas, haoles respetables de piel blanca vestidos hasta el cuello con prendas oscuras y sombreros, hasta el mayordomo oriental de lady Tess que había venido con ellos en el carruaje para servir la comida campestre del domingo en Waikiki. Alguien comenzó a dar vivas. Lord Gryphon levantó a Samuel con tanta facilidad como Samuel había levantado a Kai. Una multitud de manos atraparon sus brazos y piernas y lo lanzaron al aire al ritmo de "Hip, hip, ¡Hurra! Hip, hip, ¡Hurra!" Lo lanzaron al aire tres veces, luego lo enderezaron y lo subieron a los hombros de lord
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Gryphon, a pesar de tener el traje de baño mojado. Kai se re-torció y lloró en los brazos de lady Tess ya que también quería subir y esto hizo que el señorito Robert sollozara, hasta que Dojun, el mayordomo, lo levantó en andas y se dirigió hacia el bosquecillo de cocoteros que sobresalía en la playa. La mitad de la muchedumbre comenzó a moverse en esa dirección; la otra mitad permaneció en la playa y vivó a los hawaianos que tomaron otra vez la canoa para salir a buscar al tiburón. Alguien lanzó el rumor que el rey hawaiano estaba descansando en su casa de Waikiki. Cuando alcanzaron las altas palmeras unas muchachas aguardaban con guirnaldas de flores y hojas. Lord Gryphon bajó a Samuel con un giro. Mientras todos retrocedían y se callaban las voces, las muchachas se acercaron y colocaron las guirnaldas en el cuello de Samuel y lo envolvieron en dulces fragancias y frescas hojas. -Su Majestad honra su valor. -La primera muchacha lo besó en las mejillas y cuando la segunda comenzó a hacer lo mismo, él retrocedió, lo cual hizo reír a toda la muchedumbre y a la muchacha. Ella lo sostuvo por los hombros y consiguió besarle. Dio un paso atrás y chocó contra lord Gryphon, quien se inclinó hacia él y murmuró en su oído. -Diles algo para que le cuenten a Su Majestad. Samuel se humedeció los labios. Aspiró profundamente. -Por favor, díganle a él... Su Majestad... realmente, no fue nada. Por favor, díganle... las flores huelen bien. Esto también hizo reír a la gente, pero lord Gryphon colocó el brazo alrededor de Samuel y lo sostuvo fuertemente contra él, así que estuvo bien. Era maravilloso. Samuel temblaba un poco'. Volvió a mirar la brillante línea de agua color turquesa en el arrecife y detrás de ella, el rompiente oleaje en el que el gran
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tiburón se había deslizado como una sombra hacia las oscuras y azules profundidades del océano.
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-¡Otra vez se alzó con las cosas robadas!- La señora Dawkins tenía cara de satisfacción cuando abordó a Leda en la oscura escalera con las últimas noticias acerca de los estrafalarios robos que habían comenzado la semana anterior.- Tercera vez en la misma noche. ¡Aquí está el periódico, señorita! Leí todo acerca de ello. Un príncipe japonés, esta vez. Vaya un ladrón fino este. Robó una espada sagrada ante las narices del japonés, con los policías haciendo guardia en todo el lugar.-Casi chillaba de alegría ante la derrota de la policía.- Eso es una burla, señorita. Y habrá dejado algo obsceno de nuevo, pero el periódico no dice qué, por supuesto. Nunca lo publican ni lo dicen, pero una puede adivinar, ¿no? Es algo de cualquiera de esas casas indecentes a las que manda a la policía para que encuentren esa espada. Leda estaba bien informada acerca de ese tercer robo y de las extrañas pautas que seguían, todos ellos, en los cuales se le robaba a alguno de los representantes diplomáticos, llegados para las fiestas del Aniversario, algún objeto de inapreciable valor y en su lugar se dejaba algo chocante. Eso era ya de por sí extraño, pero era aun más peculiar este ladrón que parecía no tener ningún interés en el objeto robado en sí mismo: le mandaba una nota a la policía en la que les decía dónde se podía recobrar el tesoro; cada vez en alguna "casa de perverso
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alojamiento", como la llamaban educadamente los periódicos. -Qué interesante -le dijo desalentadoramente a la señora Dawkins y se volvió para montar la oscura cavidad de la escalera. En realidad, Leda sabía mucho más acerca de los poco ortodoxos robos que la casera, ya que había tomado la costumbre de prepararle el té al inspector Ruby y de pasar el tiempo en la comisaría de policía hasta la medianoche, y de esa manera, daba la impresión de que aún estaba empleada en el salón de la costurera-. Buenas noches, señora. Una veloz mano le tiró del vestido y la retuvo. -Viernes, señorita. Catorce chelines por semana. -Sólo hace media hora que es viernes, señora Dawkins -dijo Leda-. Espero que no haya creído que tenía que esperarme levantada. Será para mí un placer pagarle en la mañana. La señora Dawkins sonrió sin avergonzarse. -Quería recordarle, señorita. Quería recordarle. Esos Hoggins, del piso de abajo del suyo, tuve que echarlos hoy. Mucha gente quiere habitaciones para alquilar, señorita, y pagan bien. Igual que usted. Esos no pagan, no pueden esperar que yo los mantenga, ¿verdad? No soy ninguna sociedad de cari-dad de damas, ni mucho menos. Catorce chelines por semana, sin incluir las comidas. Estamos cerca del canal, señorita, y eso aquí vale media corona, como siempre les digo. También se lo había dicho a Leda con frecuencia. Finalmente, se deshizo de la casera y continuó subiendo las escaleras. En su habitación se lavó la cara a la luz de las velas y también regó el geranio que estaba en el antepecho de la ventana. El calor de la noche intensificaba los olores del vecindario, pero una de las hojas del geranio estaba rota y mezclaba un perfume fresco y penetrante con los olores más densos. Recortó la hoja con la uña y la aplastó en la mano, para luego
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presionarla contra la nariz y alejar el hedor de las fábricas de cerveza. Miró con fijeza por la ventana hacia la húmeda oscuridad. Vio el barrio pobre y superpoblado que comenzaba en la calle que estaba detrás de la suya, un lugar que no deseaba mirar, que se negaba a hacerlo, al que no soportaba. Sentía que eso tiraba de ella, que intentaba arrastrarla como una fauce abierta. Pensó en Pammy, quien se había negado a aceptar o alimentar a su bebé hasta que el inspector Ruby le advirtió con severidad que la denunciaría por infanticidio si no demostraba un poco de sentido común. Leda tuvo la triste sensación de que su propia vida había comenzado quizás en forma parecida, rechazada y desagradable, y de ninguna manera en la forma respetable y discreta que hubiera deseado. Leda no se atrevía a pensar en cuánto tiempo más podría llevar adelante esa charada. De sus cuatro vestidos, había decidido que sólo la falda de percal y el vestido de seda negra del salón de exhibición eran completamente necesarios; uno para uso diario y otro para visitas sociales. Había llevado con pena los vestidos superfluos al bazar y allí los había vendido. Le había parecido sumamente vulgar regatear con la mujer del puesto de ropa sobre asuntos monetarios y con dolor fue consciente de que no había obtenido el valor total de la gabardina y del tricot gris plateado. Se quedó con el sombrero bueno y todas las mañanas dejaba la casa de huéspedes a la misma hora temprana vestida con el percal y se pasaba los días caminando y hojeando los periódicos y las ventanas de las oficinas por algún puesto. Parecía que siempre llegaba después de que alguna oficina de empleos acababa de enviar al candidato ideal o se unía a otra veintena de esperanzadas que hacían cola en un pasillo o se encontraban con que el puesto vacante no era adecuado para una mujer; cuando sus pies estaban tan cansados que no se podía mantener parada, descansaba en parques o casas de té.
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Tenía que pagar el alquiler de la máquina de coser y devolverla el sábado y pensar en alguna excusa para la señora Dawkins acerca de por qué ya no traía trabajo a casa. Pero si era cuidadosa tendría dinero para otra semana y mañana (hoy, ahora, como había puntualizado la señora Dawkins) sería viernes, la hora acordada para que Leda volviera a visitar la calle South. Tenía la intención de gastar tres peniques por la mañana por estar dos horas en la parte cálida del baño público y luego ponerse el vestido de seda negra del salón de exhibición después de haberle arreglado el cuello deshilachado. Entre todo el disgusto y la incertidumbre, sólo la comisaría de policía parecía ser un refugio seguro, aunque era en verdad una atmósfera más masculina que a la que había estado acostumbrada. El inspector Ruby parecía tolerar con bastante alegría las desautorizadas y prolongadas demoras de Leda allí, y el sargento MacDonald en particular era muy agradable y atento, pero Leda temía dar la impresión de que intentaba llamar su atención. En realidad, parecía que él estaba prendado de ella. La señorita Myrtle habría estado consternada. Un policía, después de todo. No era exactamente lo que se podría llamar un buen partido, pero era un hombre muy afable. Leda pensó que realmente podría ser conveniente. Compartía una casa con su hermana en Lambeth y Leda estaba dispuesta a adaptarse a esa situación si él pensaba que podría llegar a tener los medios suficientes para mantener a una esposa y a una hermana. Y Leda entendía que la hermana aún no tenía treinta años: aún había esperanza, pensó Leda juiciosamente. Quizás el inspector Ruby y el sargento MacDonald podrían atrapar a ese infame ladrón y serían apropiadamente recompensados por sus esfuerzos.
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Quizás hasta les dieran algún ascenso. Se preguntó cuál sería el grado superior a sargento. De acuerdo con el Times, no se había dado ni un solo paso en la identificación del delincuente, ni siquiera del motivo, y la señora Dawkins se complacía en decir que la policía era un grupo de estúpidos de primera. Se estaba avecinando un desastre diplomático de grandes proporciones, continuaba diciendo el Times en un editorial, lo que afectaba a las relaciones con naciones importantes. Las delegaciones extranjeras deberían advertir que las autoridades británicas eran impotentes frente a la delincuencia en su propio terreno, o incluso algo peor, llegarían a creer que se estaba ridiculizando a sus naciones de modo deliberado. Todo eso eran bravatas de los periódicos. Leda conocía el motivo, por supuesto. También la policía. Y, probablemente, asimismo el Times. No había pasado las horas en la comisaría de policía con los oídos cerrados. El inspector Ruby y el sargento MacDonald habían hecho todo lo posible por no hablar de ello en su presencia, pero los pobres caballeros evidentemente no tenían la menor idea de cómo resonaba lo que para ellos era voz suave en toda la habitación. Leda conocía todo acerca de los crímenes. Cada una de las casas a las que se habían llevado los objetos preciosos eran lugar de viles encuentros. Y, a pesar de que Leda no tenía este punto totalmente en claro, era evidente que eran lugares particularmente espantosos, frecuentados por hombres de las clases altas, con gustos corruptos y excesivamente violentos. La policía tenía la teoría de que era un intrincado caso de chantaje, en el que se le enseñaba a uno de los adinerados clientes de muy alto rango que frecuentaban estos establecimientos la humillación pública que caería sobre él si no cumplía con las exigencias del extorsionador. El inspector Ruby decía que era una estafa muy sucia y Leda estaba de acuerdo con él. Parecía que
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este ladrón atravesaba las paredes y pasaba al lado de la mejor policía y guardia armada que tenían. Ella enrolló la hoja de geranio entre los dedos. Le preocupaba pensar que esas casas tan horribles, con independencia de lo que sucediera allí dentro, habían operado en su propia calle; que donde ella sólo había visto niños de rostros alicaídos y resplandecientes, había existido algo terrible y malvado, aunque estuviera oculto. Se preguntó qué les estaría pasando a los niños en esos momentos, desde que la policía cerró esas casas. A menudo pensó dirigirse a las autoridades para exponer sus pequeñas sospechas, pero había tenido temor hasta de hacer eso. En realidad, no era mejor que la señora Dawkins. Simplemente, no se consideraba tan honesta al admitir sus intereses egoístas. Aun cansada como estaba, no podía dormir. Antes de irse a la cama, reacomodó un poco las cosas; jadeó mientras empujaba la pesada máquina de coser y la mesa hacia el centro de la habitación. Luego empujó el lavabo hacia la puerta e intentó decidir cómo arreglar las cosas para aprovechar el hecho de que ya no iba a necesitar la mejor luz para coser. No estaba segura, pero creía que una mecanógrafa no se llevaba trabajo a casa. La nueva disposición le exigió mover la cama y decidió que, ya que estaba en ello, también podría fregar el piso al mismo tiempo; entonces, empujó la armadura de la cama hasta colocarla debajo de la ventana, se quitó la falda, la blusa y el corsé y se puso a trabajar en ropa interior. Cuando todo el pequeño y caluroso ático estuvo tan limpio y encerado como lo permitía un trapo húmedo y el jabón "Hudson" ("Dulce como las rosas, fresco como la brisa marina, para toda la limpieza, el lavado y el pulido del hogar: Hudson's no deja olor"), dejó la cama cerca de la ventana porque allí parecía estar más fresco, apagó la vela para ahorrar cera y se puso el camisón en la oscuridad.
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Permaneció tendida en la cama, despierta, pensando, mirando la nada, la cabeza le daba vueltas, llena de policías y dinero y cartas de recomendación. Todo hizo que quedara dormida levemente, con inquietantes sueños. Cuando algo le golpeó la pierna, de inmediato se despertó sobresaltada con el corazón en la boca. Se incorporó y la sangre le latía tanto que no podía oír nada. La habitación estaba completamente a oscuras; ni la luz de la luna ni las sombras de las nubes le daban sustancia a nada. Desde algún lado, afuera, un gato maulló y escupió. Leda respiró profundamente y se asió la garganta. Un gato. Por supuesto, un gato había entrado por la ventana. Había sido un golpe fuerte, demasiado enérgico para ser una sabandija, pensó mientras pasaba por su mente una vieja historia de ratas del tamaño de grandes gatos rayados. -¡Lárgate! -siseó y dejó caer las mantas con pesadez-. ¿Todavía estás aquí, bestia espantosa? ¡Lárgate ahora, gatito! -Se puso de pie y chocó contra la máquina de coser; se tomó el dedo del pie golpeado con un grito de enfado y cayó de espaldas en la cama... Y sobre un gran cuerpo, vivo, en movimiento. Estaba demasiado aturdida como para gritar y de pronto no estaba allí... eso... él... era un hombre... en su habitación... giró y abandonó la cama en su terror. No podía ver nada... el atizador... un hombre... en su habitación... que Dios la ayudara... intentó gritar, pero tenía la garganta fuertemente contraída y el pánico corría por sus venas. Se deslizó con saltitos rápidos hacia la puerta, embistió otra vez la mesa con la máquina de coser y la tiró al suelo. Cayó con un crujido y otro sonido, un extraño y suave gruñido. Se quedó helada, escuchando. Algo rozó el piso tenuemente, un ruido que de pronto hizo que todo fuera real y aun más terrible. En verdad estaba allí; esto no era ningún sueño; había tirado
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la máquina sobre él y ahora la estaba levantando. Otra vez oyó que rozaban la madera, suave e innegablemente. En sus ojos se acumularon lágrimas de miedo. -¡No me toque! -gritó con voz temblorosa-. ¡Tengo un atizador en la mano! El no respondió. Una horrible quietud se concentró en la habitación. Si se movió, fue en completo silencio. Leda pensó que estaba entre ella y la puerta, bloqueando la escapatoria; se quedó paralizada, con pequeños y medio enloquecidos ruidos de llanto atragantados en la garganta. -Váyase -dijo con la misma voz temblorosa-. No voy a hacer ningún escándalo. El silencio se hizo más largo. Leda tragó y luego creyó oírlo, aunque muy débilmente; oyó un susurro, como una inspiración de aire. Estaba segura de que aún estaba allí, cerca de la puerta; si se iba a ir sin lastimarla, ya lo podría haber hecho. Lo hubiera oído al dar vuelta la llave y abrir la puerta. Aún estaba allí; no había terminado; qué quería, ¿qué quería? Se inclinó muy lentamente; la mano buscaba el atizador que estaba junto a su cama. Los dedos encontraron un metal curvo y suave; dio un salto hacia atrás e intentó de nuevo; tenía la forma de una larga hoja. Era dura y pesada; demasiado pesada para enarbolarla en defensa propia. La asió con ambas manos y comenzó a incorporarse. Un momento más tarde estaba en el piso. Era como si las rodillas se hubieran doblado debajo de ella; se le retorció el estómago; tenía la mente confusa, no estaba segura de lo que había estado haciendo. En su confusión pensó que había sido golpeada, que era la mañana, que el trueno resonaba afuera en la calle. Sus dedos se cerraron alrededor del arma. Oyó el ruido sordo de una pisada y ni siquiera pudo gatear y
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alejarse del sonido; las extremidades le temblaban tanto que no le obedecerían. -Démela. La voz grave hizo que saltara como un títere desvalido. Estaba más cerca de lo que esperaba; se estaba poniendo de pie; estaba a un paso de ella. -No quiero lastimarla -dijo en la oscuridad. Algo pareció sucederle a su mente en el extraño momento del colapso. En medio del tembloroso aturdimiento, su mente se concentró sólo en una cosa: fijó la atención con intensidad preternatural en él, en sus palabras, en su voz, en su calor. No era británico. Aun en ese tenue murmullo pudo oír el acento; un dejo diferente, extraño, pero aun así familiar, la característica mezcla de vocales. El corazón le empezó a latir con fuerza en un nebuloso reconocimiento. El cuerpo aún le temblaba, como si se estuviera congelando. Puso los brazos alrededor del cuerpo; la cabeza le giraba descompuesta. -¡Señor Gerard! -susurró. Por primera vez en su vida pronunció el nombre de Dios en vano y se desmayó.
Recobró el conocimiento en la oscuridad, aún tambaleante y perpleja. Tras abrir los ojos, el punzante y ácido olor de un fósforo le picó la nariz. La luz oscilaba y enviaba extravagantes sombras por las paredes. No podía pensar con claridad. Algo oscuro se movía por encima de ella: miró hacia arriba y vio una figura negra que sostenía una espada, que estaba enmascarada y encapuchada como un sueño perverso; él... eso... tocó la llama de la vela y se volvió para darle un vistazo. Leda emitió un sonido sofocado, incapaz de formar palabras. La malévola figura se movió como si
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fuera a inclinarse sobre ella y comenzó a llorar, enrollándose sobre sí misma en su terror. El otro hizo una pausa, luego extendió la mano hacia arriba y tiró de algo en la nuca. La máscara cayó y flotó hasta la cama. Se quitó la capucha de la cabeza. El cabello dorado centelleaba a la luz de las velas. Permanecía inmóvil y la observaba con ojos fríos como el acero. -Señor Gerard -susurró, aturdida. Intentó sentarse y sólo logró un débil espasmo en los músculos. -Quédese inmóvil -dijo-. Descanse. Apoyó la cabeza contra el suelo duro, ya que no podía hacer otra cosa más que obedecer. En silencio, Leda observó que él depositaba la espada en el suelo y se inclinaba sobre ella; estaba arrodillado sobre una rodilla y se sostenía con la otra mano fuertemente apretada contra el camastro. Apoyó la palma de la mano contra el rostro de Leda y las yemas de los dedos se apoyaban en sus sienes. -Respire conmigo -le dijo. Emitió un sonido, casi una risita histérica. El estómago se le hinchó desagradablemente y la risa se convirtió en un gemido. El sacudió la cabeza. -Es importante. Observe. Inspire. Leda tragó aire. -Suéltelo -dijo-. Despacio. -Sus ojos sostenían los de ella, infinitamente grises - Piense en una cascada. Siga el agua mientras cae. Ella se sentía como si estuviera flotando, deslizándose por una larga pendiente. La respiración fluía de ella, interminable, dejándose llevar hasta que se perdió en sus ojos, en su autoridad silenciosa y volvió a tomar aire. Comenzó a recuperar la fuerza en sus extremidades. Pero él aún la sostenía en su firme mirada
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y la respiración fluía de ella otra vez como esa infinita cascada, caía y caía hasta que ya no le quedó más y flotó fuera de la tierra. Y luego la inundó otra vez y la llenó de fuerza y valor. Utilizaba la energía de él para encontrar la suya propia; se hacía cada vez más fácil con cada inspiración, hasta que finalmente estuvo lo suficientemente lúcida como para darse cuenta de cuan ridículo era todo eso. -¿Qué está haciendo usted? -preguntó tímidamente, levantando la mano para apartarlo de ella-. ¿Qué ocurrió? El usó el brazo sobre la cama para ponerse de pie con un empujón y luego, lentamente, se sentó en el borde de la cama con una pierna extendida por delante y la miró. -Casi la mato -dijo lacónicamente. La boca tema una curiosa tensión, casi una mueca-. Le pido perdón por ello. No sonaba contrito en absoluto. De hecho, sonaba brusco, como si tuviera cosas más importantes en la cabeza. -Pero... ¿por qué? -preguntó ella quejumbrosamente. La estudió durante un largo momento. -Fue una estimación equivocada. Pensé que necesitaba defenderme -dijo él entonces. Leda se incorporó; aún estaba perpleja. -¿Usted me golpeó? -No, señora. -La boca se curvó sombríamente.Quizás hubiera sido mejor que lo hiciera. A Leda le dolía la cabeza. Se dejó caer y apoyó la frente entre sus manos. -Esto es imposible. ¿Por qué está en mi habitación? Usted es un caballero. No... Sus ojos cayeron sobre la espada. Miró con fijeza la magnífica vaina de la espada, curva, laqueada en rojo y
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dorado, con incrustaciones en madreperla de grullas que volaban; la empuñadura dorada también estaba moldeada como la cabeza de un ave penachuda. De los herrajes de la vaina colgaban dos borlas de bronce entrelazado. El extremo más corto de la funda estaba decorado con un calado dorado de flores pequeñas y hojas, embellecido con esmaltes de colores que centelleaban ricamente a la luz de las velas. Lentamente, su mano se deslizó hacia abajo y se cubrió la boca. -Ay, Dios mío -susurró-. ¡Ay, Buen Dios! Levantó la cabeza. El estaba sentado y la observaba sin ninguna expresión en el rostro. El corazón de Leda comenzó a latir con mayor terror que antes. No tenía la menor duda de que él podía matarla si quisiera; no había ningún rasgo de humanidad o de compasión en el rostro perfecto, y tampoco una sombra de misericordia. Comenzó a sentirse descompuesta otra vez. -Piense en la cascada -ordenó con suavidad. Leda tragó saliva y dejó que el aire fluyera de los pulmones mientras aún lo miraba con fijeza. -Intente calmarse -dijo él-. No voy a asesinarla. Esta noche mi... calma... parece escapárseme. No tenía la intención de hacerle daño. -Esto es completamente anormal -dijo ella débilmente-. ¿Por qué está en mi habitación? -En este momento estoy en su habitación porque usted me rompió la pierna, señorita Etoile. -Le rompí la... pero yo... ¡ay, piedad! -Es algo inconveniente, sí. -Le rompí la pierna -repitió desesperada-, ¡Seguro que no! ¡Estaba usted de pie hace un momento! -Con algo de concentración -dijo-. Parece ser que la causa de mi ruina fue una máquina de coser. -Miró el artefacto caído y agregó enigmáticamente- Quizá deba hallar alguna explicación al respecto.
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Leda enrolló los dedos en el camisón y frunció el entrecejo ante la pierna extendida. Una tela de color oscuro la rodeaba sueltamente, excepto allí donde el paño estaba anudado con firmeza alrededor de la pantorrilla por medio de oscuros cordones en los zapatos extraños y suaves que tenían la punta dividida longitudinalmente. Todo lo que él tenía puesto era oscuro como las sombras; ropas cortadas en líneas simples y sueltas que nunca antes había visto. -Podría caminar, con la suficiente concentración dijo en un tono desapasionado-. Pero creo que sería tonto. Complicaría la herida. No creo que sea necesario ni deseable. Y no deseo irme hasta que haya recobrado el valor, señorita Etoile y se acuerde de respirar sin mí. Encontró la mirada desconcertada de ella y sonrió de pronto, con una sonrisa tranquila y absurdamente encantadora.- Y no -dijo-. No estoy loco, que lo sepa usted. Yo debo estarlo -dijo ella-. Simplemente no puedo... Nunca hubiera pensado... ¡el señor Gerard! Usted es un caballero. Usted... y lady Catherine... ¡pero esto es fantástico! Que sea usted. La... -Se detuvo casi a punto de decir "La policía nunca soñaría con una cosa así." La sonrisa de Gerard se desvaneció. -Lady Catherine, por supuesto, no tiene nada que ver con esto -dijo con voz suave y queda. Leda bajó los ojos. -¡No, no! Por supuesto que no -dijo ella con rapidez. Hubo un largo silencio. Leda se sentía incómoda y medrosa por la incertidumbre. Le dolía la cadera donde se había golpeado contra la máquina de coser. La habitación comenzó a cercarla. -Realmente debería respirar, señorita Etoile. -La calma voz llegó a ella en la circundante oscuridad.- No me gustaría que expirara aquí, conmigo.
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Leda se imaginó la cascada, siguió a una sola gota cayendo y descubrió que la lobreguez retrocedía del borde de sus ojos. -Ay, sí -dijo temblorosamente-. Gracias. -Mantuvo los ojos sobre el piso mientras su mente corría alocadamente. -Debería recostarse otra vez. -Eso no parece ser... lo más adecuado -dijo. No podía creer que estuviera sentada en el piso de su propia habitación con un notorio y peligroso criminal, un caballero con la pierna rota que le recomendaba con calma que se recostara. Pensó que debería accionar una alarma, pero no estaba segura de poder alcanzar la puerta y mucho menos a la policía. Lo que él le había hecho, fuera lo que fuere, la había agotado por completo. Si él volvía a hacerlo... pensó que en verdad podría matarla. Pero tenía que hacer algo; gritar o golpear la pared o algo. ¿Por qué nadie había escuchado el estrépito de la mesa? ¿Por qué no tomaba el atizador y lo atacaba? ¿Cuan rápido podría moverse con una pierna rota? Pero no lo hizo. Lo miró, sentado en el borde de la cama sin ninguna señal de incomodidad, sólo esa pierna descansando extendida y tuvo miedo de él. -Sabe quién soy -le dijo él-. Si tiene la intención de entregarme, lo puede hacer cuando quiera. Por el momento, descanse hasta que se recupere por completo. Leda cerró los ojos. -Esto es ridículo. -No voy a dejarla. Los abrió. -No va a dejarme -repitió atentadamente y apoyó la cabeza en el piso, acunada en sus brazos-. ¡Qué tranquilizador!
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El tigre silencioso
Hawai, 1871
Fue en el jardín, unos pocos días después de lo del tiburón, cuando Dojun se acercó a él. Kai había trepado por un árbol de la lluvia mientras Samuel permanecía alerta cerca suyo, hasta que una lluvia torrencial había hecho que la nodriza corriera hada ellos para quitarla rápidamente de allí y llevarla adentro entre chillidos de protesta. Samuel se recostó contra el tronco del árbol con las grandes gotas de lluvia que le caían pesadamente sobre la cabeza y los hombros por entre las ramas. No sabía muy bien si seguirla, que es lo que quena hacer, o quedarse fuera del territorio de la nodriza, en el que Kai ya no estaba a su cargo. La lluvia traía un vaporoso y agradable olor a tierra. Escuchó cómo resonaba sobre las amplias hojas del gomero, cerró los ojos y pensó otra vez en el tiburón y la canción y en la forma en que lo habían arrojado por el aire. "¡Hip, hip, hurra!" Sonrió con los ojos cerrados y cuando los abrió se encontró con que Dojun estaba frente a él. El mayordomo oriental había llegado en silencio y permanecía de pie en silencio. Era apenas un poco más
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alto que el propio Samuel, una figura familiar con un rostro largo y cuadrado y una boca sombría, vestido con un uniforme blanco y que tenía el negro cabello parcialmente rasurado y atado con un extraño nudo arriba. Observó a Samuel por un momento y luego se inclinó levemente. -Samua-san. Buen día. El saludo cortés sorprendió a Samuel. Vaciló. -Hola -dijo luego. -Tengo pregunta. Ver tiburón, no moverse. Cómo, pregunto. Samuel sólo lo miró. Dojun nunca antes le había hablado, aparte de darle algún mensaje de lady Tess o de lord Gryphon una o dos veces, o de decirle que la cena estaba servida. Dojun se llevó el dedo a la sien. -Samua-san piense cómo, pregunto. Tiburón viene, no moverse. Cómo, pregunto. Samuel se reclinó aun más contra el árbol, sin saber qué responder. Los ojos negros del mayordomo lo observaban atentamente. Por primera vez Samuel se dio cuenta de que Dojun pensaba acerca de la gente que lo rodeaba; que era más que sus obligaciones y su posición dentro de la casa. La lluvia chapaleteaba y Dojun permaneció allí como Samuel, sintiéndola, pero sin decidirse a entrar por sus particulares razones. Este descubrimiento lo alarmó, como si al árbol le hubieran brotado ojos y boca y hubiera empezado a hablar. -¿Tienes miedo? -preguntó Dojun con suavidad-. ¿Asusto? Samuel volvió la cabeza, se secó un hilo de agua de la mejilla y evitó los ojos de Dojun. Se encogió de hombros. Dojun se golpeó el pecho con suavidad. -Digo cosa secreta -murmuró-. Quizá comprendas. Cuando viene peligro... yo tigre. Silencioso
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tigre. -La severa boca se curvó un poco, casi una sonrisa.¿Tú comprender, Samua-san? -No, señor -susurró Samuel. -Yo Japón, venir aquí antes. Venir aquí Hawai. No querer, elegir no ir. Quedarse en Japón, Dojun morir. Cuatro años venir. Aquí Dojun buscar muchacho. Muchacho, muchacho, muchacho, ver todos muchachos. Muchacho Japón. Muchacho chino. Muchacho Hawai. Muchacho blanco haole. Buscar, buscar. Necesitar tigre. Echó la cabeza hacia atrás vivamente y emitió un sonido de desagrado.- Ningún muchacho bueno. Ningún tigre. Todos muchachos suaves, estúpidos, aterrar muchachos. Muchachos lactantes, nada mejor. Yo enojar. Yo avergonzar. ¿Qué puedo hacer? Yo necesitar tigre. -Los ojos de Dojun eran intensos, oscuros y extranjeros.- Ver Samua-san, peligro gran tiburón, no moverse, no asustarse. No estúpido muchacho. Dojun pregunta: Samua-san ver este tiburón, ¿Samua-san piensa cómo? Samuel hundió la uña en la blanda corteza del árbol. -¿Tú asustar? Ver tiburón, ¿no poder moverte? Simplemente estúpido, ¿quedarse quieto por estúpido? -No -dijo Samuel con indignación-. No estaba asustado. -¡Ah! Muchacho muy valiente. Quedarse quieto, tiburón venir, tiburón cerca, ¡mostrar valentía todo el mundo! ¡Entonces hombre número uno! Samuel miró a Dojun con preocupación. -No totalmente. No pensé que era valiente. -Está bien. No asustar. No valiente. Ahora habla, Samua-san. -La voz de Dojun se hizo más suave, no tan exigente- Tiburón viene. Cómo, piensa, te pregunto. -Bueno... pensé en la canción. Regresó la media sonrisa del mayordomo. Elevó levemente la cabeza. -¿Canción del tiburón?
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Samuel se agitó. -¿La conoce? La sonrisa de Dojun se hizo más amplia. -Conocer canción del tigre. Conocer buenas. Samuel lo miró con curiosidad y sintió un temblor momentáneo de excitación. -¿También hay una canción del tigre? -Canción tigre. Canción fuego. Dragón, tierra, aire, tiburón. Todas canciones si oyes. Samuel se apartó un centímetro del tronco del árbol en dirección de Dojun. -¿Dónde puedo oírlas? Una sonrisa cruzó el rostro ácido y desgastado del hombre y lo transformó. Asintió lentamente. -Tú oír. -Quiero oírlas todas. ¿Puede cantarlas? Dojun rió y lo sacudió por los hombros. -Mucho tiempo, mucho tiempo buscar muchacho conocer canción tigre. Encontrar muchacho conocer canción tiburón. Está bien. -Levantó la mano y la apoyó contra la mandíbula de Samuel en un ligero abrazo protector, como si hubiera estado tocando algo precioso.Estar bien, Samua-san. Buena suerte, sí. Estar bien.
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Justo a la madrugada pasó el tren e hizo retumbar las paredes y sacudió con ruido la jarra. Leda se dio la vuelta, rígida, con la cadera y el hombro dolorosamente apretados contra la dura madera. Abrió los ojos, vio el piso debajo de la cama y se sentó de un salto. El aún estaba allí. Estaba sentado inmóvil, por encima de ella, envuelto en sus ropas oscuras y flexibles, con las pestañas caídas y los dedos entrecruzados ligeramente en una torre retorcida, como en un juego infantil de sombras. Ella recordaba sus manos del salón de exhibición: había levantado las tijeras de plata; había enrollado los rollos de tela; le había entregado el sobre sellado que ella había dejado caer. Manos de caballero, fuertes y bien formadas. Se cubrió los ojos con las palmas. Cuando las quitó, aún estaba, verdaderamente, allí. Cielo misericordioso. No era un sueño. Aquí estaba este hombre, en su habitación, sobre su cama, mientras que ella había estado
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durmiendo sobre el piso junto a una espada robada, como si no le importara su buen nombre. Las manos se relajaron y se desenredaron. Echó la cabeza hacia atrás y la miró de soslayo por debajo de las oscuras pestañas, silencioso y hermoso con la luz del amanecer detrás de la cabeza. -Buenos días, señorita Etoile. No le iba a decir "Buenos días" a un ladrón en su habitación. Simplemente no lo haría; era demasiado. Había que mantener su propio sentido de cordura. Por otro lado, no estaba segura de lo que una decía al despertarse en la incómoda situación de encontrar a un criminal y su botín aún holgazaneando por allí. -¿Se siente más fuerte? -preguntó él. Los pies descalzos le sobresalían por debajo del camisón. Leda se puso de pie desgarbadamente, arrebató la capa del gancho y se envolvió en ella. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que lo que debía hacer era abrir violentamente la puerta en ese mismo momento y correr escalera abajo para despertar a toda la casa. Estaba asombrada por haber dormido; ¿cómo podría haber dormido? Con él allí mismo, capaz de hacer lo que quisiera, se había dormido profundamente, sin soñar nada, sobre el suelo de madera, como si hubiera estado drogada. Sintió que nuevamente comenzaba a invadirla el pánico. En su mente apareció espontáneamente la imagen de la cascada y dejó salir un largo suspiro. -Bien hecho -dijo él. -¿Cómo dijo usted? -¿Se acordó de respirar, señorita Etoile? -¡Quédese ahí! -le dijo con voz temblorosa-. Voy a... a... buscar algo de agua. Sin detenerse, corrió con violencia la tranca de la puerta, abrió la cerradura y la cerró con un golpe detrás
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suyo. La cerró con llave por fuera y permaneció allí, jadeando. Necesitó otra imagen de la cascada para controlar su histeria. Ahora estaba segura. Ya no estaba en su poder. Estaba en el pasillo del ático. ¿Y ahora, qué? La policía. Sostuvo con firmeza la capa alrededor de sus hombros y entonces se dio cuenta de que se había olvidado los zapatos, olvidado incluso de vestirse. Vaya una buena imagen que iba a dar al correr descalza por la sucia calle en su carrera nocturna. Leda permaneció indecisa en el pasillo oscuro. Enredó los dedos de los pies en el gastado tejido de la alfombra. Si iba a la policía ahora, no sería el sargento MacDonald ni el inspector Ruby quienes hicieran el arresto. Ellos no vendrían hasta la noche. Para entonces todo estaría arreglado y algún otro oficial se llevaría todo el reconocimiento. Se puso las manos sobre la boca y calculó locamente. Tenía la pierna rota. No podría irse. Si lo pudiera mantener en su habitación hasta la noche... No creía tener el temple para hacerlo. Pero tenía la pierna rota. Era inofensivo. ¿Adonde iba a ir con una pierna rota? Antes de que la alcanzara la razón, se dio vuelta y abrió la cerradura. Abrió la puerta con cuidado, preparando una excusa por ser tan atolondrada y haber olvidado la jarra y el balde. La habitación estaba vacía. Se tomó de la puerta y espió detrás de la misma. La espada había desaparecido y él se había ido. Vio la ventana abierta y corrió hacia ella; gateó sobre la cama y se inclinó tanto que casi tiró el geranio. Desde la ventana del ático tenía una buena vista sobre los tejados y sobre el canal, pero no vio a ninguna
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figura al acecho por la zona o desapareciendo tras algún pico. Balanceándose precariamente, se sentó en el antepecho de la ventana, dio un tirón y estiró el cuello hasta que pudo ver que no estaba oculto encima de la ventana, ya que las pizarras musgosas no tenían ninguna marca y también estaban vacías. -¡Pierna rota y todo! -murmuró y se agachó con cuidado para volver a entrar-. ¡Embustero! ¡Hombre espantoso! -Se sentó en la cama, se llevó las manos al pecho y dejó escapar un profundo suspiro.- ¡Ay, gracias al Buen Dios que se fue! Descansó sobre la cama durante un breve momento; pensó en la cascada y recordó respirar. La sensación de alivio ante su partida y ante la certeza de que ya no era su deber correr hacia la policía no tenía proporción con la sensación de alivio del peligro. En realidad, no le había tenido tanto miedo. Pero se levantó, bajó la ventana batiente y la cerró, la aseguró con el cerrojo firmemente y luego cerró la puerta con llave. Por un momento tuvo el incómodo pensamiento de que en verdad tenía que vestirse e ir a la policía a alertar a los oficiales de que su ladrón había estado en el vecindario, por lo menos. Aun cuando pensó en ello, se dio cuenta de cuan ridículo sonaría todo al dar su informe. ¡El señor Gerard! ¡Un ladrón! ¡Amigo de lady Ashland y de la reina de las Islas Hawai! Ah, sí, con seguridad la policía creería en sus palabras. Tendría suerte si no la confinaban en un manicomio en el acto. Les contaría todo acerca de ello al inspector Ruby y al sargento MacDonald esta noche. Pensó que le creerían. Por lo menos la escucharían. Normalmente dejaba la casa a esta hora, pero apresurarse esta mañana y salir sólo para engañar a la señora Dawkins era superior a sus fuerzas. Leda resolvió que, si la casera la interrogaba, diría que no se sentía bien y que se había quedado dormida. Y, en verdad,
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parecía que le temblaban todos los músculos del cuerpo. En realidad los dientes le castañeteaban cuando enderezó la mesa caída y levantó la máquina de coser para luego apoyarla sobre aquella. Examinó el aparato con ansiedad. El esmalte tenía un rasguño, pero aparte de eso parecía indemne. Los baños todavía no abrirían, por eso encendió la chimenea y preparó el té. Se levantó el camisón hasta las rodillas y se sentó de piernas cruzadas sobre la cama a comer el panecillo rancio que había guardado del día anterior. Su mente giraba alrededor del señor Gerard. Era increíble. Debería haberlo soñado. Extendió las piernas desnudas e hizo girar los dedos de los pies. Pensó que tenía tobillos bastante agradables, blancos como la nieve, bonitos y refinados. El tendría que haberlos visto. Se llevó los dedos a la boca, se sonrojó y ocultó los pies debajo del camisón con reserva algo más virginal. Aún le temblaban las manos por la reacción y el platillo vibraba excesivamente. Corrió la cortina antes de quitarse las horquillas del cabello. La habitación se cubrió de colores cuando la luz se filtró a través de los alegres retacitos que se había traído a casa del taller de corte. Con movimientos nerviosos alcanzó la camisa y la ropa interior y encontró que aún estaban húmedos de la limpieza de la noche anterior. Tras examinar la suciedad en las rodillas, hizo un atado para lavarlas luego en los baños y, con una sacudida, se quitó casi todo el camisón, demasiado agitada para hacer las cosas en el orden adecuado y ponerse antes, debajo, la enagua. Se sentó con el camisón arrugado a la cintura. El cabello le cayó sobre los hombros desnudos y lo cepilló con el cepillo de plata de la señorita Myrtle, cien veces en cada lado, tratando de calmarse en la rutina. Pero su mente saltaba en una forma tonta y distraída y no se con-centraba en absoluto en los
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problemas inmediatos. Sin darse cuenta, hizo un rizo con el cabello y aplicó las horquillas antes de ponerse cualquier otra cosa, se deslizó en la falda de percal y se abotonó la blusa. Usó el espejo de mano de la señorita Myrtle para ver si alguien podría notar que no tenía mucha ropa debajo. Se levantó el cabello después de haber dejado caer cuatro veces las horquillas y, cuando estuvo lista, aún faltaban dos horas para que abrieran los baños. Así que se sentó sobre la cama y sacó la caja en la que tenía el dinero para volver a hacer las cuentas, aunque sabía perfectamente bien cuál era su situación. Acomodó los billetes y las monedas en pilas de acuerdo a su valor, hasta que todo su tesoro se encontró sobre la cama; un solo billete de una libra, tres chelines y veinte peniques, antes de restar el alquiler de la semana por la habitación y el de la máquina de coser. Precisamente ocho chelines y dos peniques con los que tendría que comer, bañarse y lavar la ropa. Aún si encontrara algún trabajo, no tendría lo suficiente para mantenerse hasta que le pagaran, sobre todo si la agencia de empleo disponía quedarse con la bonificación del sueldo del primer mes. Aún le quedaba el cepillo con mango de plata de la señorita Myrtle y el espejo. Pero aún no. Aún no iba a desprenderse de ellos. Tomó el espejo con cariño y lo dio vueltas entre las manos. Se detuvo, le dio vuelta otra vez medio giro y miró con asombro lo que el espejo reflejaba. Lo dejó caer con un chillido sofocado, dio un salto, quedó contra la pared y miró hacia arriba con fijeza. En las sombras de la mañana que arrojaba el techo puntiagudo, él yacía a lo largo de una viga del ático como una pantera, completamente inmóvil, observándola. Leda comenzó a respirar con jadeos que la ahogaban. El se movió; descendió de la viga dando giros como el humo que se materializa en sustancia. Con gracia
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controlada, descendió con los brazos y se dejó caer ligeramente al piso sobre una pierna. -Cascada -le recordó incisivamente y Leda cerró los ojos y reguló la respiración. Por un breve instante. -¡Villano! -Chilló cuando pudo recuperar su respiración.- ¡Voyeur! ¿Qué estaba haciendo allí arriba? ¡En mi habitación! ¡Me estaba observando! Y yo estaba... ay mi Dios, yo estaba... Cuando se dio cuenta con horror de lo que él debería haber visto, se quedó sin aliento otra vez. Tuvo que hacer una pausa y disciplinar la inhalación, que mostraba una alarmante tendencia a sobrepasar la capacidad de los pulmones. Agarró el cepillo y lo lanzó hacia él. Lo evitó con un leve movimiento y Leda gateó por el piso en busca del atizador. -¡Bestia! -gritó-. ¡Despreciable sinvergüenza! ¡Salga de aquí! -Enarboló el atizador hacia él con salvajismo; pasó con un zumbido cerca de su nariz y volvió a enarbolarlo, pero él sólo cambió de posición, sin perder terreno. -¡Largo! -gritó ella-. ¡Largo, largo, largo de aquí! -Ahora estaba lo suficientemente cerca como para que el atizador lo destrozara y lo hizo caer con todas sus fuerzas. Ni siquiera parpadeó; sólo levantó las manos con un movimiento que pareció ser extrañamente lento, las enlazó alrededor de la vara que descendía y la detuvo en seco sobre su cabeza. Por un momento la miró entre los brazos levantados, como preguntándole si había terminado. -¡Salga de aquí! -Temerariamente, Leda le dio un tirón al atizador para quitárselo con un forcejeo y lanzó todo su peso contra la resistencia de él. Gerard se aferró al atizador. Ella dio un aullido de furia e intentó volver a tener el control; ganó una pulgada y redobló sus esfuerzos.
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El lo soltó abruptamente. Leda tropezó hacia atrás con la fuerza de su propio ímpetu y aterrizó con un doloroso golpe en la cadera magullada. De alguna manera el atizador había terminado en las manos de él en vez de en las suyas. Levantó los ojos hacia él, quien estaba tranquilamente de pie a su lado, se enrolló sobre sí misma como una pelota, sentada sobre el piso y lloró con humillación y furia. -¿Cómo pudo? Ay, ¿cómo pudo? Es una bestia... ¡no se merece que lo llamen un caballero! Es un bajo, malvado y vil sinvergüenza, ¡y voy a poner a la policía detrás suyo aunque me mate por ello! ¡Lo voy a hacer! ¡No crea que no! ¡Monstruo! -Puso el rostro contra las rodillas.- ¡Váyase! Vá... En medio de su perorata, fue consciente de la voz de la señora Dawkins afuera. La puerta se sacudió. Leda levantó la cabeza y se quedó helada. -¿Qué pasa? -gritó la casera a través de la barrera. ¿Quién está ahí con usted? El señor Gerard apuntaló la mano sobre la mesa de la máquina de coser y se desplazó. Descendió hasta la cama de Leda y se quitó el amplio y oscuro abrigo para revelar debajo una normal camisa blanca de caballero. El abrigo cayó a sus pies desordenadamente y ocultó el extraño calzado. -¡Abra! -La cerradura tembló.- ¡No puede tener visitantes masculinos, señorita Etoile! ¡No por catorce chelines a la semana! ¡Abra la puerta! -Antes de que Leda pudiera coordinar sus pensamientos, oyó una llave en la cerradura. La puerta se abrió con violencia. Con su gorro de dormir y una chillona bata de color rojo, la señora Dawkins se detuvo y miró con asombro al señor Gerard, quien tenía una mano en el cuello de la camisa, como si estuviera abotonando rápidamente el último botón. Luego se volvió con rapidez hacia Leda, y sus saltones ojos de muñeca parpadearon con rapidez.
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-Bueno, ¡nunca lo hubiera creído! -exclamó-. ¡Perra; haciéndote la mosquita muerta, no! Respetable, dijiste. Una dama, dijiste. Ningún galán, dijiste. Pensé que había gato encerrado en la forma como comenzaste a ir y venir, tan furtivamente, sin canasta. Los estuviste trayendo en secreto, ¿no? ¡No lo voy a permitir! -Agarró la camisa que estaba enrollada sobre el lavabo y la suspendió en el aire, inclinándose hacia Leda.- ¡Ninguna astuta y pequeña ramera me va a engañar con sus ingresos! ¡Si conquistas hombres y los traes aquí arriba, me das mi parte! Un fino trabajo, lady señorita ramera... Le arrojó con descuido la ropa interior a Leda y se apresuró a arañar de la cama el dinero para retenerlo en su mano- ¡Ya veremos si te pongo o no en la calle por estafarme! -¡Ay, no! ¡Por favor! -Leda hizo una pelota con la ropa interior y la mantuvo contra el pecho.- Señora Dawkins, no es... Pero la casera ya no la miraba, ni tampoco contaba la pequeña pila de dinero en su mano. Su mirada penetrante estaba clavada en la mano del señor Gerard, mientras este la hacía girar y deslizaba un billete doblado debajo del pulgar. La señora Dawkins hizo una breve reverencia hacia él y le arrancó el dinero de entre los dedos cerrados. Miró con rapidez hacia abajo y las mejillas bulbosas se volvieron rosadas. -¡De veras, señor! -Sus modales se volvieron serviles.- Es muy amable de su parte, señor. Muy amable, en verdad. ¿Querría que le subieran algún refresco, señor? ¿Algo para desayunar? Puedo mandar que compren tocino en la esquina en un momento... -No -dijo él. -¿Té? ¿Tostadas tampoco? -Acomodó el billete en el escote de su bata.- ¡Muy bien, pues! Voy a estar cerca,
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abajo, en caso de que necesite algo. -Se deslizó hacia la puerta.- La señorita sólo tiene que llamar. -Sólo devuélvale a la señorita Etoile el dinero que es de ella -dijo fríamente. -Ah, sí, seguro. -La señora Dawkins apoyó las monedas en el lavabo.-Pero, ya sabe que el alquiler son veinte chelines; veinte chelines para una dama que entretiene galanes en su habitación, a pagar sin falta los viernes. Y hoy es viernes, señor. -Dobló el billete en la mano, agachó sumisamente la cabeza y abrió la puerta. Leda no dijo nada; sabía que era inútil; ni siquiera mencionó nada acerca de ir a la comisaría de policía. Ahora la señora Dawkins no creería en nada que ella dijera. Cuando la puerta se cerró, Leda apretó el rostro contra las rodillas. -Mire lo que hizo -gimió-. ¡Ay, mire lo que hizo! -Podría haber hecho algo peor -dijo él-. Qué mujer extraordinariamente desagradable. Leda levantó la vista. El cruzó una mano sobre la otra con un rápido movimiento y en ese preciso momento se escuchó un golpe que venía de la puerta. Leda miró a su alrededor, esperando ver otra vez a la señora Dawkins, pero en cambio vio que había un disco plateado clavado en la madera. Apareció otro con un penetrante ruido sordo y un tercero y un cuarto. Tenían forma de estrella, con muchas puntas y dos cortantes rayos de cada disco estaban incrustados en la puerta. Ella tardó un momento en darse cuenta de que él los había arrojado hacia la madera con ese rápido y suave movimiento de la mano. Sostenía un quinto entre los dedos, lo hizo girar de forma tal que la luz que se filtraba por las cortinas formó un arco iris sobre él y luego cerró el puño. Cuando lo abrió, el disco había desaparecido: no estaba incrustado en la puerta como los otros... simplemente se había esfumado. Esas estrellas puntiagudas podrían sacarle un ojo a alguien. Leda se puso de pie y se apoyó contra la pared
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con un brazo detrás de ella y la camisa apretada contra el pecho. -¿Qué es lo que quiere? -gritó-. ¿Por qué no se va? -¿Cuánto dinero tiene? -preguntó él, con tanta calma como si ella no hubiera dicho nada en absoluto. -Ah, ¿planea robar eso, también? ¡Tome! -Recogió las monedas del lavabo y se las arrojó como lluvia.Llévese todo... i vale la pena perder hasta el último penique con tal de que usted se vaya! Atrapó uno de los chelines en el aire; el resto cayó sobre la cama y sobre el piso y uno giró de canto antes de caer dando vueltas como un trompo. Dejó caer el chelín que había atrapado sobre la ropa de cama. -No fue a la policía -dijo él-. Gracias. Leda lo observó, repentinamente cautelosa. No le contestó. -No estaba seguro de lo que se proponía hacer cuando salió -añadió-. Me pareció que lo mejor sería esconderme. Tomó el espejo, lo hizo girar y lo sostuvo de la misma manera en que Leda lo había sostenido cuando lo vio. Esbozó una ligera sonrisa, mientras observaba el reflejo de la viga del techo. Leda estrechó la camisa entre los brazos y levantó uno de los pliegues que se había caído. -No soy un ladrón -dijo, aún mirando el espejo. Luego lo dejó y se estiró para alcanzar su abrigo-. Quizás un intruso. Alguien que cambia las cosas que se resisten a cambiar. -Miró a Leda directamente.- En realidad, por eso la policía me busca, ¿no es así? No porque haya herido a alguien o porque haya tomado para mí lo que no es mío. Me quieren porque rompí los patrones que conocen y eso alarma a todos. -Me alarma a mí -exclamó ella.
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Encogió los hombros y se colocó el abrigo oscuro y luego ajustó el cinturón. -Me gustaría que confiara en mí. -¡Confiar en usted! -repitió Leda-. Debe de estar loco. -Señorita Etoile, estuve en esta habitación todas las noches de la semana pasada y antes también. ¿La lastimé? ¿Toqué alguna de sus pertenencias? -¿Qué? -Su voz se elevó en un chillido muy poco digno de una dama. -¿Estuvo viniendo a mi habitación durante una semana? -Y no se enteró de nada, ¿o sí? Hasta que corrió todos sus muebles y se bañó y limpió toda la habitación con ese jabón excepcionalmente oloroso. -¡Sí que está loco! ¿Qué tiene que ver el jabón con nada de esto? -Huele demasiado. Eso me entorpeció. -No huele -dijo con indignación-. Hudson's no tiene olor. -Sí que huele -dijo-. Pero es mi responsabilidad... mi error... Fui demasiado impaciente; permití que se alteraran mis percepciones. -Por cierto que es su responsabilidad. ¡No es la mía! ¡Tengo todo el derecho a limpiar mi piso y correr mis muebles si así lo deseo, sin que ningún ladrón que penetró en mi casa se queje de ello! Y... ¡y luego colgarse de los aleros como un horrible vampiro! -Sintió que se sonrojaba- ¡Nunca lo voy a perdonar por ello, señor! ¡Nunca! ¡Podría haber hablado cuando vio que yo no había llamado a la policía! ¡Podría haber revelado usted su presencia! Los ojos de él se apartaron de los de ella. Por primera vez se sentía algo culpable. -Perdió usted para siempre el derecho a ser llamado un caballero. -Concluyó con desdén.- ¿Por qué no se marchó simplemente por el mismo lugar por el que llegó?
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-Porque mi pierna está rota. -No le creo. ¿No puede salir por la ventana, pero puede encaramarse a las vigas del techo? El se inclinó y soltó los cordones de su pierna. El paño oscuro se soltó y cayó amplio como una falda. -Está bien -dijo Leda con rapidez-. No necesita demostrarlo. Se inclinó y Gerard recorrió con los dedos la pantorrilla debajo de la tela. -Si usted me ayuda, podré arreglarla. Búsqueme una tablilla y me iré. -Pero... -Se llevó los dedos a la boca y miró con fijeza la pierna cubierta.- ...¿no preferiría que viniera un médico? -No -dijo simplemente-. Usted puede ayudarme. -Realmente no creo que pueda -dijo Leda. -¿Puede sostener mi pie? -Realmente creo que debería ver a un médico dijo y dio un paso hacia atrás. El levantó la vista hacia ella. -Siga respirando, señorita Etoile. Ni siquiera hemos empezado todavía. Leda se dio cuenta de que estaba inhalando con tragos inestables. Respiró profundamente y soltó el aire. -¿Qué hay de aquellos periódicos? -preguntó él, indicando con la cabeza la pila sobre el taburete. Leda había guardado todos los periódicos de la semana, y había leído todos los detalles acerca de los robos-. Pienso que podría usarlos para entablillar, si tiene algo con qué atarlos. Miró dubitativamente el grueso atado de papel. -¿Eso serviría? -Si rasgamos su enagua para atarlo. Le compraré una nueva.
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-¡Ni hablar! No voy a permitir que hombres extraños me compren enag... -Se aclaró la garganta y se negó a discutir algo tan indecoroso.- La toalla, quizás. -Bien. -Se inclinó y empujó la pila de papel hacia él. Los dobló y los acomodó en una pila uniforme de aproximadamente tres centímetros de espesor. Leda tomó la toalla con vacilación y cortó los bordes, para luego dividirla en franjas. Luego permaneció de pie, aferrando los pedazos de tela, de espaldas contra la pared. -Esto es absurdo -dijo-. Es imposible que usted pueda arreglar su propia pierna. Se va a desmayar. -No creo que lo vaya a hacer. -Sí, se va a desmayar. -Insistió y elevó la voz.- O va a hacer unos ruidos espantosamente fuertes. ¿Y luego qué voy a hacer? ¿Qué va a pensar la señora Dawkins? La boca de él dibujó una mueca burlona. -¿Por qué no se muda de aquí, si le importa tanto lo que piensa la señora Dawkins? -No tengo el dinero ni tampoco perspectiva de trabajo, aunque eso no es asunto suyo, señor Gerard. El volvió la cabeza y la miró de soslayo por debajo de las pestañas. -Hay una recompensa por alguna información acerca de quién está cometiendo los robos -dijo. -¿Ah, sí? -preguntó ella con viveza. -Doscientas cincuenta libras. -Sí... creo que lo leí. -Podría establecer un nuevo lugar de residencia y vivir holgadamente con eso. Leda enderezó los hombros y le dirigió una penetrante y helada mirada. -Estoy segura de que un ciudadano no necesita de una recompensa para saber cuándo tiene que cumplir con su deber. Me despreciaría si llegara a mejorar mi condición económica con... con dinero sangriento. -¿Y no cree que es su deber entregarme?
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-Estoy completamente segura de que es mi deber, señor. -Respiró profundamente.- Tampoco dudo de que si yo dejara esta habitación, si usted llegara a permitírmelo sin arrojarme una de esas monstruosas estrellas ni sacarme un ojo, usted no estaría aquí para cuando regresara. Tampoco podría contar con que la señora Dawkins me creyera, ni ir en busca de la policía, no después de que usted la convenció por completo con el billete de veinte libras de que recibo a caballeros en mi habitación. Y se deshizo muy hábilmente de la espada japonesa; supongo que la arrojó al canal, lo cual es una lástima y una pérdida maliciosa, desconsiderada y barbárica de algo que le costó una gran cantidad de tiempo y esfuerzo a algún acabado artesano. Pero es la única evidencia que podría haber tenido para mis afirmaciones y sin ella sólo me vería como una tonta frente a la policía, ¿no es así? -Creo que sería así. Leda se recostó contra la pared. -Y realmente es una lástima -agregó con tristeza-. Tenía la esperanza de que el sargento MacDonald pudiera obtener un ascenso en virtud de ello. -¿Un amigo particular suyo? Lo miró con aspecto ceñudo, tal como lo habría hecho la señorita Myrtle. -¡Mis amistades, particulares o no, no son asunto suyo, señor Gerard! El sonrió. -¿Entiendo que el sargento MacDonald no está de guardia esta mañana? -No tengo idea -dijo ella con firmeza. -¿Y qué pasó con el tipo de las cartas con el sello extravagante? -No tengo idea de lo que está hablando. -Leda sintió que se sonrojaba.
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Para su alivio, él no siguió con el tema; sólo la miró durante unos breves minutos y luego se volvió hacia la pierna. -Por favor, traiga la toalla aquí. Leda retorció la tela entre los dedos y volvió en seguida al trabajo que tenía entre manos. Sentía el estómago algo débil. -Venga aquí -le dijo con suavidad-. Sólo sostenga mi pie. Tragó un gran nudo que tenía en la garganta y se acercó a él. Se arrodilló frente a él. -Lo voy a lastimar -le dijo quejumbrosamente. -Le aseguro que ya me lo lastimé. Intensamente. Sólo sostenga mi tobillo... y cuando se lo pida, tire de él. No un estirón fuerte, simplemente un lento y poderoso estirón. Probablemente requiera que ponga todo su peso contra él. -La miró por debajo de las pestañas.- Y, haga lo que haga, señorita Etoile... no lo suelte. -Va a doler. -Sólo si lo suelta. -¡Dios mío! -dijo ella-. No creo que pueda hacer esto. -Ponga las manos sobre mi tobillo, señorita Etoile. Leda se mordió el labio, respiró profundamente una vez más y colocó las manos sobre el calzado de tela oscura que él llevaba. Movió las manos hacia arriba muy cuidadosamente, debajo de las polainas desatadas de algodón oscuro. La ropa ayudaba; hacía parecer más decoroso lo que estaba realizando. Se imaginó que era una enfermera, acostumbrada a tocar hombres que no le habían sido presentados. Hombres que sí le habían presentado. Hombres de cualquier tipo, para el caso. El calzado terminaba justo encima del tobillo; podía sentir su piel debajo de las yemas de los dedos, hinchada y caliente. Miró con rapidez hacia él y por primera vez
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comprendió el grado de la herida y el dolor que había estado soportando. El ya no la miraba. Tenía las pestañas bajas y el rostro tan taciturno y retraído como de mármol tallado. Gradualmente cambió su respiración; se hizo más profunda, más lenta, algo que podía sentir pero no oír. Cuando cambió, él también lo hizo: aún parecía poderoso y fuerte pero con todo, la pureza estética de sus facciones le daba un aire irreal, como algo salido del sueño de absoluta y perfecta fuerza de un artista. En la luz coloreada, su cabello era dorado y rojo, con un millar de sutiles matices; el cuerpo con su ropaje oscuro destilaba vida en la medianoche. -Ahora -murmuró y levantó las pestañas-. Tire. Leda colocó ambas manos alrededor del tobillo y lentamente comenzó a ejercer una leve tensión. -Más fuerte. -Sus miradas se encontraron y Leda se mordió el labio, apretando con más firmeza. Su rostro no cambiaba y aun así Leda sintió su intensidad, su activa aceptación de la agonía que esto debía producirle. Leda sintió que él comenzaba a oponer su energía a la de ella y tuvo que echarse hacia atrás y contraponerse a él, más y más firmemente, hasta que todo su peso se concentró en sus manos. Oyó un sonido chirriante. -No lo suelte -le dijo con suavidad y la atrapó en el instante de sorpresa repugnante antes de que sus dedos perdieran fuerza. Leda asintió; sentía unas ligeras náuseas, pero dejó libre el labio inferior con un resoplido. Aún sostenía con fuerza y firmeza cuando él se inclinó. Cerró los ojos con rapidez antes de verle la pierna y los mantuvo firmemente cerrados. -Muy bien -dijo con voz calma-. Muy lentamente, afloje la presión. Eso es suficiente... mantenga algo de tracción sobre ella.
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Leda oyó el ruido de los periódicos. No pudo evitarlo: abrió los ojos. El se movía con metódica seguridad; enrolló la rígida tablilla de periódicos, de tres centímetros de espesor, alrededor de la pierna y la ató con rapidez con las franjas de toalla sobre el tobillo y dos veces debajo de la pantorrilla. Sostuvo la última franja de toalla en dirección de Leda. -¿Puede atarla en el tobillo? Su comportamiento sereno le daba seguridad. Cuidadosamente, sin permitir que el pie tocara el piso, ella terminó de atar el entablillado. Le costó trabajo, porque el papel sobresalía tres centímetros por debajo del talón y requirió que la ligadura contuviera la presión de la gruesa funda doblada sobre la parte de arriba del pie. Pero estaba sorprendida ante la solidez y la rigidez del vendaje temporal. -¿Es usted médico? -preguntó Leda. -No. Algo en su voz hizo que Leda levantara la vista. Ahora, después de que su pierna estuviera inmovilizada y de que el castigo se hubiera acabado, permanecía sentado sin moverse. Por un aterrador momento sus ojos parecieron perder foco e ir a la deriva, deslizándose hasta quedar semicerrados. Leda se abalanzó hacia él y le tomó la muñeca, pensando atraparlo antes de que él se cayera desmayado; pero él ni se movió ni se derrumbó encima de ella... parecía ceder y al mismo tiempo refrenarla, de manera tal que se detuvo a mitad del movimiento con la sensación de estar presionando contra una pared, aunque sólo era su antebrazo debajo de los dedos. Buscó ella con tiento el equilibrio y se encontró con que, en vez de mantenerlo firme a él, era él quien la estaba asegurando y equilibrando para que no cayera sobre su hombro. -Discúlpeme -dijo con un jadeo e intentó mantenerse erguida por sí misma. Lo soltó y dio un paso hacia atrás-. ¿Lo lastimé?
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Levantó la vista hasta ella. La sonrisa sutil, tan improbablemente seductora, pareció concentrar toda su energía controlada en un rayo de luz sobre el corazón de ella. -No me lastimó. Lo hizo bien. Quiero preguntarle algo importante. -¿Qué? -preguntó cautelosa, vuelta a la realidad de conversar informalmente con un ladrón vulgar. -¿Sabe escribir? -preguntó. -Claro que sí. -¿Escribir a máquina? Vaciló imperceptiblemente. Casi se tomó un instante demasiado largo para responder. El estaba alerta y expectante, pero la súbita mentira salió con la tranquilidad de la desesperación completamente temeraria. -Cuarenta palabras por minuto -dijo, repitiendo lo que había leído en un anuncio que solicitaba mecanógrafas experimentadas-. Con exactitud. El pareció aceptar esta generosa exageración con total confianza. -Tengo gran necesidad de alguien como usted. ¿Querría venir a trabajar para mí, señorita Etoile? -¿Como una ladrona? -chilló. Le dirigió una débil sonrisa y sacudió la cabeza. -Terminé con el robo. Sólo el estar ante su presencia cívica me reformó de la ratería. Leda dio un pequeño suspiro de incredulidad. -Necesito una secretaria. Una persona de toda confianza. Puede ser algo sorprendente para usted, pero poseo amplios (y legítimos) intereses comerciales. -Se inclinó y comenzó a ligar otra vez toda la tela oscura por sobre la pantorrilla y el entablillado temporal.- Parece que esta pierna me va a confinar algo por el resto del tiempo que esté en Inglaterra. Voy a necesitar que alguien me
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ayude en mis negocios. En Hawai pagaría ciento cincuenta dólares americanos al mes. Con el cambio... -Se enderezó. -Digamos... ¿diez libras a la semana? -¿Diez… libras… a la semana? Repitió Leda. -¿Le parece justo? Se recostó contra la mesa. -Justo –dijo, asombrada-. ¿Justo? -Por cuarenta palabras por minuto. Ella se puso de pie, en actitud envarada. -No puedo. No podría. Usted es un delincuente. -¿Cree que lo soy? –La miró fijamente.- La verdad, eso es algo que debe conocer por sí misma. No tengo las palabras para convencerla. Leda colocó ambas manos a los lados del rostro. El era un delincuente. ¿Cómo podría no serlo, si se escabullía en medio de la noche con las cosas robadas y una máscara? ¡Diez libras a la semana! Sólo un proscrito pagaría sueldos tan absurdamente elevados a una secretaria. Podría haberla matado en la oscuridad… casi lo había hecho; él mismo lo había admitido. Y se había quedado con ella y la había ayudado a respirar. Se había ocultado en las vigas del techo, no era ningún caballero, sino un despreciable sinvergüenza; y parecía culpable por ello. Bajando las manos, ella le espetó: -Si no es usted un criminal, ¿qué es lo que hace robando todas esas espadas y cosas? El permaneció en silencio por un momento. Luego se frotó el mentón. -No hay un nombre para ello en inglés. -Ah, ¿no hay? “Ratería” me parece lo suficiente descriptivo. -Kyojitsu. –Miró llanamente sus ojos, sin vacilar.Falso-verdadero. -¿”Falso-verdadero”? –repitió ella con gran escepticismo.
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El cerró la mano en un puño y luego la abrió y la extendió, como si se desenrollara una mejor definición de ella. -Fraude y honestidad. Tacto. Subterfugio. Débil y fuerte. Malo y bueno. Un artificio. Significa todas esas cosas. -No sé de qué me está hablando. La miró pacientemente, como si fuera una niña retardada. -Mi propósito. Usted me preguntó por qué trasladaba las cosas de sus lugares convencionales. No es de extrañar que la señorita Myrtle siempre le hubiera advertido acerca de los hombres. Criaturas provocativas. -Bueno, me temo que no soy muy ingeniosa con las adivinanzas orientales –dijo con irritación-. Quizá me podría decir cuáles son esos “legítimos” negocios suyos. -Embarques, en su mayor parte. Administro la Compañía Arcturus para lord y lady Ashland y tengo la mía propia… Construcciones navales y Transportes Kaiea. Tengo un molino de madera en la costa de Norteamérica. Algunos valores en los mercados del algodón y del azúcar. Varios bancos. Primas de seguro marítimas. – Sonrió.- ¿Me cree? -No lo sé. -Podría estar inventando esto. Kai ea quiere decir “mar creciente” en hawaiano. Arcturus era el nombre del navío de té que construyó el tío de lord Ashland en 1849. Lord Ashland lo rebautizó Arcanum. Pero quizá nada de esto sea verdad. Tal vez yo piense con rapidez y mienta bien. -Creo que existe ese tipo de gente –dijo ella majestuosamente.
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-Entonces podría responder a sus preguntas durante mil años y usted no sabría juzgar mejor lo que soy realmente. -¡Lo que sí sé, señor Gerard, es que usted es la persona más singular que haya tenido la penosa experiencia de conocer! El la observó con sus ojos color de plata oscura, como la luna en una noche nublada y salvaje. Sacudió la cabeza lentamente. -Lo que se sabe aquí. –dijo con suavidad, poniendo su puño en el centro de su cuerpo- esa es la verdad.
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Amortiguar la caída
Hawai, 1872
Dojun nunca le enseñaba las canciones. Dojun nunca le enseñaba excepto japonés, nunca le cantaba nada excepto órdenes para trabajar, diligencias que tenía que hacer, pesada madera que tenía que cortar y baldes de carpas que tenía que cargar desde el estanque de los peces hasta el domicilio de un vecino distante que ni siquiera las había pedido. A menudo Dojun, quería cosas extrañas: una flor en la rama de un árbol que estaba lejos del alcance de Samuel, una piedra del risco más alto de Diamond Head, una pluma de un pájaro vivo que tema el nido en las cuevas del lanai. Las flores y las piedras no eran imposibles: Samuel aprendió a trepar y a saltar; caminaba con Dojun hasta Diamond Head los sábados, aproximadamente diecisiete kilómetros de ida y vuelta sin detenerse, y Dojun aceptaba los premios ganados con esfuerzo con una inclinación de cabeza y los hacía flotar en agua, un cuenco negro, que colocaba delante del lugar de Samuel, en la mesa durante la cena. Luego de la cena, Samuel llevaba el cuenco a su habitación y se tendían sobre la cama: miraba fijamente el cuenco que estaba sobre el
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piso, lo estudiaba, y se preguntaba qué tendría el objeto que había hecho que Dojun lo escogiera. La pluma le era esquiva. Estudiaba al pájaro y al nido durante horas, observaba lo que comía y dónde aterrizaba. Habló con algunos hawaianos y aprendió a construir una trampa con una red y savia pegajosa extendida por las ramas. Atrapó al gorrión y tomó una pluma de su cola antes de dejarlo ir. Dojun aceptó la pluma en silencio. En un japonés entrecortado, Samuel explicó la trampa, recalcó la celada pegajosa y cómo había elegido el lugar en que esconderla. Dojun escuchó sin hablar. Durante la cena no hubo ningún cuenco negro ni pluma. Samuel se sintió avergonzado, sin saber cómo o por qué había fracasado. Pasaba largas tardes en el lanai observando fijamente al gorrión mientras este saltaba a lo largo del alero. Trepaba al árbol más cercano y permanecía sentado inmóvil, observando al diminuto pájaro que revoloteaba entre las delgadas ramas, lejos de su alcance. Un día, el señorito Robert entró en la habitación dé Samuel y lo pescó practicando con un acerico; intentaba moverse con la rapidez del rayo que necesitaría para capturar al pájaro libre entre sus manos. Robert pensó que era un juego; tenía seis años y Samuel pensaba que era algo tonto... aun la pequeña Kai, con tres años, podía permanecer quieta y pensativa a veces, pero Robert nunca dejaba de agitarse, de hablar o de llorar excepto cuando estaba dormido. Samuel lo convirtió en un juego para él y ató un cordel al almohadón, pero Robert era tan impaciente y torpe que ni una vez pudo arrebatar el blanco de un tirón antes de que Samuel lo pudiera capturar con las manos. Incluso cuando Samuel cerraba los ojos, podía aventajar a Robert una y otra vez, hasta que el niño más pequeño
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comenzó a llorar y sus gemidos de frustración se elevaron con mayor frenesí con cada derrota. Lady Tess acudió y permaneció de pie en el marco de la puerta con aspecto de fastidio. Robert corrió hacia ella y hundió el rostro entre su falda, llorando de manera tal que ni siquiera podía hablar a causa del hipo y los sollozos. Samuel se puso de pie mientras ella abrazaba a su hijo. -¡Lo siento! -dijo con rapidez-. Le estaba tomando el pelo. Lo siento. Esperó mientras ella consolaba a Robert: una incertidumbre enfermiza le apretaba el estómago y hacía que la respiración pareciera sofocante y dolorosa en el pecho. Lady Tess acariciaba la espalda del niño y dejaba que descargara su frustración infantil contra su cuello. Cuando se puso de pie, Samuel dio un paso hacia atrás y observó su rostro; tenía miedo de ver un ceño de desaprobación. Su temor secreto era que ella ya no lo quisiera más, que descubriera que no le agradaba y que desaparecieran su habitación, su lugar y su apoyo. No sabía dónde iría ni qué haría si ella lo obligaba a marcharse; sólo le importaba que ella deseara su permanencia. -Qué par de niños tontos -dijo y extendió la mano hacia Samuel-. Ven aquí y dime qué monstruoso tormento le causaste a este pequeño sinvergüenza. Un inmenso alivio recorrió su cuerpo ante su sonrisa. Se acercó y, cuando ella colocó la mano sobre su hombro, de pronto hizo lo que no había hecho en tres años: apretó su falda en el puño y se inclinó para abrazarla, aferrándose con fuerza al único parentesco estable que había tenido en su vida. -Lo siento -susurró otra vez-. Lo siento.
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Lady Tess acarició su cabello. De pronto Robert se liberó de su brazo; había dejado de lloriquear y ya estaba en busca de otro tema que le interesara. Lady Tess lo dejó ir y permaneció de pie, aferrando con fuerza a Samuel. El sonido de los pies descalzos de Robert se alejó mientras el niño trotaba por el pasillo. El silencio cayó sobre ellos. Samuel mantenía su impetuoso abrazo. Lady Tess frotó su cabello entre los dedos y lo estrujó con fuerza. -Te amo, Sammy -le dijo con suavidad-. Estás seguro aquí conmigo. Era la única que podía llamarlo por ese viejo y odiado nombre; la única que lo sabía. Nadie, ni Dojun, ni siquiera lord Gryphon entendían lo que había sido la vida de Samuel en la forma en que ella entendía. Había estado allí y lo había visto. Y aún así, decía que lo amaba. El deseó poder permanecer allí, en ese lugar seguro y protector y aferrarse a ella por el resto de su vida. Cuando miró su rostro, ella se estaba pasando los dedos por los ojos. -Ya, ya -dijo ella, con voz apagada-. Ya ves que Robert no está completamente acongojado. Pero creo que ya no te sería gratificante fastidiarlo más, a menos que le tengas afición a las escenas apasionadas. -No, señora -dijo él obedientemente, sin soltarla. Lady Tess sacó el pañuelo y se sonó la nariz. -Sonríe para mí, Samuel. Casi nunca sonríes. -Sí, señora -dijo, y esbozó una sonrisa. Lady Tess sostuvo el pañuelo y se sonó la nariz. -¡Bien! -dijo alegremente. Se apartó de ella y se dirigió a la cómoda de madera de koa. Escarbó debajo de las camisas limpias y encontró la piedra de color castaño, cortante y cacarañada, con las diminutas y resplandecientes escamas de verde, que había traído del risco de Diamond Head.
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-Esto es para usted -dijo y la extendió en la mano ahuecada. Ella tomó la piedra, la miró y la hizo girar entre los dedos; la tocaba con suavidad, como si fuera algo precioso. -Gracias -dijo-. Es hermosa. Entonces sí sonrió. No era hermosa en realidad, pero de todas maneras se sintió complacido y avergonzado. Se sentó en el piso y jugó con el cordel del acerico: lo remolcaba con pequeños tirones por la madera pulida. Oyó que ella otra vez se sonaba la nariz. -Todavía estás ayudando a Dojun -dijo-. Recuerda lo que te dijo Gryf, Samuel... no tienes que hacer eso. No debes pensar que tienes que trabajar. -Sí, señora. -Sacudía el acerico hacia adelante y hacia atrás.- Lo recuerdo. -Mientras que tu trabajo en la escuela sea tan bueno como hasta ahora, todo lo que tienes que hacer es jugar. -Me gusta trabajar -dijo hacia abajo, con las piernas cruzadas-. Quiero hacerlo. Ella permanecía de pie detrás de él, en silencio. El se dio cuenta que lo miraban y se sintió agitado y acalorado. Se sentó inmóvil, tan inmóvil como si hubiera estado en el árbol con el pájaro y miró con fijeza hacia el suelo. -Muy bien -dijo lady Tess finalmente, con voz reticente-. Si en verdad te gusta. -Sí, señora -dijo-. Me gusta. Permaneció allí de pie por otro breve momento y luego él oyó su suave suspiro y frufrú de las faldas cuando ella se marchó. Esa tarde intentó atrapar al pájaro. Esperó en el árbol, se abalanzó para agarrar al gorrión cuando este apareció y se cayó de la rama. Dojun lo encontró aturdido
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y débil al pie del árbol. Samuel recordó vagamente que el mayordomo puso el pie desnudo en la axila de Samuel y le tiró del brazo y por un instante le dolió terriblemente, antes de perder el conocimiento. Cuando despertó, estaba en la cama y allí permaneció durante una semana, recuperándose de un hombro dislocado y conmoción. Temía que Dojun estuviera disgustado con él. Por un largo tiempo luego de eso, no pudo encontrar el valor para hablar al mayordomo japonés. Cuando Dojun estaba cerca de él, Samuel desaparecía y se hacía imperceptible: silencioso, inmóvil y humilde, de la misma forma en que un ratón se ocultaría en las sombras. Hasta que un día se encontró con Dojun en forma inesperada, cuando pasaba por el desierto comedor. Samuel oyó sus pasos; sólo tuvo tiempo de ponerse detrás de la puerta y quedarse inmóvil. El mayordomo estaba poniendo la mesa y se movía por toda la habitación con el sonido metálico y el tintineo de la platería. -Eres bueno para eso, ¿verdad? -dijo en japonés, mientras se inclinaba para colocar un tenedor en la mesa. Kyojitsu es difícil de aprender y tú sabes cómo hacerlo. Samuel supo que Dojun debía estar hablándole a él: nadie más sabía una palabra de japonés. Samuel no conocía la palabra kyojitsu y estaba bastante seguro de que Dojun lo sabía. -La gente estúpida usa un solo tipo de disfraz. Dojun continuaba poniendo la mesa.- Shin es lo que eres en tu mente. Lo que eres en tu corazón. Itsuwaru es fingir, ser lo que no eres. Juntos, pueden ser kyojitsu. Es demasiado fácil ser un tigre todo el tiempo. Si eres un tigre, haces las cosas en la misma forma en que las hace un tigre, te mueves de la misma forma que un tigre, utilizas sólo un comportamiento establecido, el del tigre, el kata. Te encuentras con un tigre más grande, ¿y entonces qué? Estás en problemas. Mejor conocer también el kata de un ratón. Mejor saber cómo ser
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pequeño y silencioso. Quizás entonces el tigre no te vea y puedas vivir para ser un tigre otra vez. Samuel escuchaba y se sorprendió al oír que Dojun hablaba de un ratón, como si lo hubiera visto en la mente de Samuel. Pero no parecía estar enojado acerca de ello y tampoco hablaba con desprecio. Samuel aspiró despacio y profundamente, para luego dar un paso desde atrás de la puerta. Dojun simplemente seguía distribuyendo la platería. Después de un rato, Samuel se inclinó respetuosamente como Dojun le había enseñado. -No puedo conseguir la pluma -dijo en japonés-. Estoy avergonzado, Dojun-san. Dojun se enderezó y lo miró. Sus facciones tan exóticas y extrañas lo tranquilizaban. Samuel nunca había conocido a nadie como Dojun: nunca se veía enojado, o hambriento o ansioso. Los enigmáticos ojos orientales hacían que Samuel se sintiera seguro y curioso al mismo tiempo. -¿Por qué avergonzado? -dijo Dojun imperturbablemente-. Conseguiste la pluma, la primera vez que lo intentaste, con la trampa. Samuel vaciló. -Pensé... que estaba mal. No la puso en el cuenco. -Piensas demasiado. ¿Cómo sabes lo que está bien y lo que está mal? Eres demasiado joven para saberlo. Quieres demasiado. Quieres una pluma en un cuenco. ¿Entonces, qué haces? Te caes de cabeza por conseguirla. Esta noche voy a poner una pluma en un cuenco para ti. ¿Eso te va a hacer feliz? Samuel le frunció el entrecejo y miró hacia abajo. -No, Dojun-san. -Eres difícil de complacer. Samuel levantó la vista.
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-Creo que usted es difícil de complacer -dijo en inglés; luego retrocedió un paso y se colgó del picaporte, amilanado por su descaro. Dojun hizo un gesto de indiferencia con la mano. -No poder complacer nadie, todo. -Gruñó, volviendo al dialecto, como si desdeñara el torpe japonés de Samuel.- Deber captar cuándo usar kata tigre, cuándo usar kata ratón, Samua-kun. Deber captarlo aquí. -Se golpeó con el puño justo debajo del ombligo.- Lo que Dojun querer no es gran cosa cuan-do Samua-kun caer del árbol. Gran cosa, cómo estar duro el suelo, ¿në? Samuel se recostó contra la puerta y frotó la mano contra la madera. -¿Cuan duro sido, Samua-chan? -preguntó Dojun. -Muy duro -dijo Samuel, quien mantenía la cabeza gacha. Dojun comenzó a distribuir los platos. Volvió a hablar en japonés. -¿Y qué te parece si te enseño a rodar y amortiguar la caída? -preguntó-. Eso se llama taihenjutsu ukemi. Podría enseñarte eso. Pero me pregunto a mí mismo, ¿qué bien le va a hacer a este niño que desea tantas cosas? No puedo poner una caída en un cuenco con agua. No puedo darle lo que él parece querer. Si aprende a caer, eso es todo lo que consigue. Sólo aprende a cómo volver blando el suelo duro. ¿Qué es eso para un muchacho que quiere plumas en cuencos de agua? -No era sólo la pluma en un cuenco -objetó Samuel quejumbrosamente en inglés-. No entiende. -Tipo estúpido, yo. Verdaderamente estúpido. -¡No lo creo! -Entonces tú más inteligente, ¿eh? Samuel retorció el picaporte, frustrado y confundido. -¡No sé qué es lo que usted desea! Dojun se detuvo y lo miró. Sonreía.
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Los hombros de Samuel se hundieron. Observó cómo Dojun volvía a los platos y esperó hasta que estuvieran todos en su lugar y hasta que el mayordomo estuviera casi a punto de abandonar la habitación. -Dojun-san – susurró en japonés-. ¿Me va a enseñar cómo caer? -Este sábado –dijo Dojun-. Ven conmigo otra vez a la montaña del diamante.
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Leda se encontró lanzando miradas de sospecha a cada vagabundo zarrapastroso entre el gentío en la calle; casi esperaba encontrar los claros ojos grises del señor Gerard debajo del sombrero deformado de algún trabajador de hombros encorvados y cabello y manos manchados con polvo de carbón, Después de haber declinado la oferta de trabajo (tomar un puesto como secretaria de un ladrón, ¡imposible!), fue bastante desconcertante la forma en que se había transformado él mismo: se encogió dentro del abrigo hasta convertirse en algo deforme y quitó de un manotazo un poco de hollín del hogar y se lo restregó por el rostro y las manos. A Leda le pareció que eso solo no lo hacía tan diferente mientras que estaba en la habitación y observaba su transformación; pero luego, cuando regresó de un breve y furtivo viaje abajo para tomar un bastón del vestíbulo de la señora Dawkins, subió hasta el último descansillo y dio un pequeño resuello de terror al encontrar a un hombre extraño en las escaleras; un cuerpo andrajoso y débil que se recostaba contra la barandilla como un borracho. En verdad estuvo un momento suspendida en el tiempo hasta que se dio cuenta de quién era, ya que su cuerpo se había hundido súbita y convincentemente en el de un desganado vagabundo jorobado, recién llegado del
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Casual Ward. Un sombrero flexible le caía sobre el rostro y sólo dejaba ver el sucio contorno de la mandíbula; llevaba una chaqueta abierta que revelaba la camisa, la cual había perdido dos botones y adquirido un desgarrón en la costura del cuello. Había roto el extraño calzado y los dedos de los pies sobresalían de él y los agujeros habían sido rellenados con papel... de una sola pieza con el curioso entablillado de hombre pobre que habían fabricado para la pierna, que ahora era lo único que se podía reconocer en él. La miró desde debajo del sombrero. En la penumbra del pasillo y las sombras de carbón en el rostro, sus ojos reflejaban un gris translúcido, una luz de inteligencia que impactaba dentro de esa imagen taciturna y desdichada. Ella le entregó el bastón. -Mejor mantenga los ojos bajos -le aconsejó-. Si desea evitar las miradas escrutadoras. El gruñó y se tocó el sombrero en un gesto de malhumorado consentimiento. -Señora. Si Leda no hubiera sabido perfectamente bien que sus manos eran perfectas, habría sucumbido ante la muy efectiva ilusión de que le faltaba el dedo pulgar y el dedo del medio. Dio un paso atrás, hacia el descansillo, se recostó contra la pared y frunció los labios. -¿Está seguro de que puede caminar? Levantó los ojos hasta ella otra vez. Leda pensó de pronto que esta era la última vez... no sería extraño que nunca lo volviera a ver. -¿Tiene mi tarjeta? -preguntó él con suavidad. De hecho, su tarjeta le quemaba en el bolsillo de la falda. Asintió. -Quizá vuelva usted a considerarlo -dijo él.
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No había ninguna amenaza en el tono de su voz. Ninguna emoción en absoluto. Quizás iría ella a la estación de policía después de que él se marchara, pero mientras permaneciera frente a ella, observándola tan resueltamente... Recordó súbitamente que la señorita Myrtle nunca le había permitido sentarse en los bancos públicos en el parque cuando era niña, porque algún caballero extraño podría haber estado allí sentado recientemente. Y los zapatos de charol eran indecentes, porque un caballero podría ver el reflejo de la enagua de una en el lustre que tenían. Se reclinó en el bastón, cambió de posición y Leda vio que se formaba un hueco oscuro en el contorno de su boca. -No debería caminar -dijo ella-. Voy a buscar un taxi. Bajó los últimos tres escalones hasta el rellano con movimientos lentos y fáciles, garboso aun con la muleta, como si la torpeza le fuera tan extraña que, aun lisiado, le resultara imposible. -¿La casera está cerca? -Estaba en el salón cuando subí. -¿La puerta está cerrada? Leda asintió. -Pero saldrá ante el menor disturbio. Casi no logré... eh... pedir prestado su bastón. ¿Desea partir en secreto? -Me temo que ese deseo en particular hace tiempo que desapareció. Pero preferiría que no me viese otra vez. Se va a ahorrar un problema si deja que piense que el bastón fue robado. -Creo que va a ser robado, de acuerdo con mi definición de la palabra -dijo Leda con acritud. Gerard sonrió con las comisuras de los labios.
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-Le pagué demasiado por él. Recuérdeselo, si se le ocurre que soy el culpable. Buen día, señorita Etoile. -Se apoyó en el bastón y extendió la mano libre. Leda la tomó automáticamente y luego se quedó allí, con los dedos desnudos contra la palma de su mano. Era la primera vez en su vida que se despedía de un hombre sin tener los guantes. Un caballero siempre se quitaba el suyo, por supuesto, antes de ofrecer la mano... era un error natural de parte del señor Gerard el olvidar que ella no estaba adecuadamente vestida. -Espero no haberla molestado tanto como para que no me perdone -murmuró y le sostuvo la mano con firmeza en la suya, como si no tuviera prisa en corregir el indecoro. -Ah, no, en absoluto -dijo Leda con voz débil. Su apretón de manos era cálido y extraordinariamente agradable. Otra vez le dirigió una de sus miradas... la forma en que la había mirado el primer momento que ella posó la vista sobre él, como si ella guardara la respuesta a una pregunta que él necesitaba resolver. Que sí la guardaba. La pregunta era: policía o no policía. Apartó sus ojos de los de ella. Le soltó la mano y se inclinó levemente. La había dejado allí en el rellano; bajó las escaleras con lenta fluidez y evitó el lugar en que crujía el quinto peldaño, como si lo conociera bien. Cuando había transcurrido todo un día y una noche después de que él abandonara Jacob's Island, ella continuaba buscándolo absurdamente, mientras se dejaba llevar por el rugiente flujo de tráfico en Whitehall. Se esperaba que la reina entrara en Londres el lunes y la congestión ya parecía haberse triplicado; bulliciosa, la multitud se agitaba y atascaba las calles. Con todo, Leda lo buscaba... como si aún estuviera vagabundeando por
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allí, justamente en este lugar, con una pierna rota y en su disfraz de vagabundo. Era un disparate. Estaría confortablemente instalado en la cama. En cama y bajo el cuidado adecuado en Morrow House. En Park Lane. Había garabateado la dirección al dorso de la tarjeta... como si en verdad ella corriera peligro de olvidarla. El personal encargado de la decoración hacía arreglos de último momento para la llegada de la reina a Londres y se agregaban al caos con sus andamiajes y sus metros y metros de banderas blancas y rojas. Todo tenía un aire festivo... el brillante cielo, los vividos estandartes, las interminables multitudes empujando. Leda seguía caminando en tumultuosa tristeza, atrapada por el espíritu del Aniversario y el conocimiento de que tenía dos chelines a su nombre. Ayer había gastado parte de su tesoro en su aseo y luego había visitado a las damas de la calle South; por fin las había encontrado dispuestas a escribir una carta de recomendación. Pero se habían obstinado profundamente en que debía ser copiada palabra por palabra de un libro en particular, publicado privadamente por el difunto esposo de la señora Wrotham, en el cual se podrían encontrar las frases adecuadas para cada tipo de carta... ese libro, la señora Wrotham lo sabía perfectamente bien, se había usado por última vez para sostener la puerta del comedor de desayuno. Ya no se encontraba allí, pero estaba bastante segura de que, eventualmente, podría localizarlo entre sus posesiones, si se le daba el tiempo suficiente. No se debía pensar en escribir la carta de recomendación de Leda a partir de la nada. La señora Wrotham estaba muy segura de que Leda encontraría que cualquier carta compuesta y redactada por invención sería dolorosamente inferior a la brillante expresión y al excelente estilo del difunto señor Wrotham. Cualquier carta inferior a esa debería de ser algo tan pobre y confuso que con toda seguridad,
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terminaría con la menor esperanza de que Leda consiguiera algún puesto. Leda, en su ansiedad, había pensado falsificar la carta ella misma cuando dejó la calle South. No hubiera sido diferente, porque al final, cuando a primera hora inspeccionaba la Agencia de Empleo de la señorita Gernsheim, se encontró con una gran tarjeta fijada en la puerta. "Cerrado con motivo de las celebraciones de las Bodas de Oro que conmemoran el quincuagésimo año de reinado de Su Majestad la reina Victoria, reina de Inglaterra y emperatriz de India. La Agencia reabrirá el lunes 27 de junio." Como si nadie supiera que se trataba del Aniversario, pensó Leda sombríamente. Lunes. Hoy era sábado... la reina ni siquiera llegaría hasta pasado mañana, y el momento culminante de la celebración sería el martes, seguido por una semana de festejos. Ocho días más en el mejor de los casos antes de que Leda pudiera ni siquiera saber acerca de sus posibilidades. Ocho detestables días y dos chelines. Pensó en la policía y en la recompensa de doscientas cincuenta libras. Sintió que el rostro se le sonrojaba aguadamente entre la multitud. De todos modos no le creerían. Estaba segura de que no le creerían. Estaba caminando sin dirección, permitiendo que el tráfico la llevara. Los periódicos del día no tenían ningún anuncio de empleos: todo se refería al Aniversario, y sin embargo todo estaba tan animado y era tan espectacular... todo el mundo parecía estar presto a rebosar de emoción y hablaban de cómo en la noche del domingo habría que permanecer de pie para avizorar a la reina cuando su carruaje entrara en la ciudad el lunes. El mundo entero estaba aquí para vitorear a la reina y a la querida Inglaterra. El corazón de Leda se llenó tanto
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con esto que, en un ataque de rebelión contra su destino, prosiguió sin titubear y gastó los dos últimos chelines en un moño conmemorativo con lazos de cintas y con una miniatura de Su Majestad, acomodada sobre una larga cola de moños escarlata y azul y dorado, junto con una Jarra Conmemorativa de las Bodas de Oro, copia precisa de las que el príncipe había encargado a la Compañía Douton para repartir a cada uno de los treinta mil escolares británicos que saludarían a la reina el miércoles en Hyde Park; o al menos eso le aseguró el vendedor. Era una locura de su parte y, mientras se alejaba, sus ojos se llenaban de lágrimas de frustración y tuvo que fingir un interés muy intenso en un escaparate. Tendría que vender el vestido de seda negra del salón de exhibición que, tenía puesto ahora y con seguridad los guantes también, para tener suficiente que comer durante toda la semana. Y entonces, ¿qué se pondría para las entrevistas de trabajo? Siempre se veía extravagante con esa falda de percal. Se veía como una dependiente... y parecía que eso era lo que iba a ser. Todavía tenía el cepillo de plata de la señorita Myrtle y el espejo. Quizás había llegado el momento de venderlos. Un pensamiento menos melancólico surcó su mente: tal vez el sargento MacDonald estuviera realmente prendado de ella y superara su timidez. El nunca la había visto con la seda negra y el sombrero que tenía ahora; siempre se había quitado el vestido antes de dejar el salón de madame Elise. Reflejado en el escaparate, el colorido adorno de moños se veía muy bonito prendido en el elegante fondo negro del corsé. Se dio vuelta y dejó el escaparate. Sus pasos errantes tomaron una dirección más determinada.
Los sábados el sargento MacDonald y el inspector Ruby entraban a trabajar por la tarde temprano en vez de
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en la noche. Cuando Leda llegó a Bermondsey ya estaban allí; tomaban el té que acababa de servir una señora joven ataviada con un ajustado corpiño de gabardina y encaje, con un gran polisón, la cual alzó la vista y apartó el hervidor cuando Leda entró. -Esta debe ser ella -dijo la mujer joven en tono hostil, mientras los dos policías se ponían de pie de un salto. El rostro del sargento MacDonald estaba colorado y brillante; se estiró de repente el cinturón e hizo una rígida inclinación, sonriéndole tristemente a Leda. -Sí, esta es la señorita Etoile -dijo-. Señorita... esta es mi hermana. -Miró a la otra mujer y agitó la mano con torpeza.- La señorita Mary MacDonald. Leda vio al instante cómo era la situación. La señorita MacDonald la miraba con un aire de condescendencia de clase media. -Señorita Etoile -dijo y pronunció "Etoile" con un acento francés afectado y exagerado. No le ofreció la mano-. Mi hermano habla de usted tan seguido que sentí que debía venir y verla personalmente. Los términos de su comentario fueron tan obviamente rudos que Leda sencillamente lo ignoró y empastó una sonrisa social en el rostro. -Encantada de conocerla, señorita-MacDonald. Es un día hermoso para salir y venir a este vecindario. Hablaba como si Bermondsey fuera una perspectiva tan atrayente como Mayfair.- ¿Va a estar con nosotros para observar la llegada de Su Majestad mañana? -Mi hermano dice que va a ser un repugnante apiñamiento. Todas las clases bajas y el populacho van a estar en las calles. Creo que debo quedarme en casa en esas circunstancias. Pero presumo que a usted no le va a importar, señorita Etoile. Supongo que debe de estar bastante acostumbrada a ello.
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-¿Querría un poco de té, señorita? -preguntó rápidamente el sargento MacDonald, mientras el inspector Ruby le dirigía una seca sonrisa. -Gracias -dijo Leda y extendió la jarra-. Como ven, tengo justo lo más adecuado para beber el té. Voy a proponer un brindis por Su Majestad. La jarra dio al sargento MacDonald y al inspector Ruby algo para poder examinar y comentar cordialmente y el inspector declaró que le compraría una a su esposa. -Ay-dijo la señorita MacDonald-. No querría llevar a su casa un artículo tan rústico y de poco valor. Vi una taza de plata fina que tenía impresos los sentimientos apropiados, si su esposa querría algo para recordar la ocasión. -Bueno, vaya, no puedo pagar plata fina, señorita MacDonald -protestó. Cuando Leda terminó de servirse el té en la jarra, él elevó su taza. -¡Por Su Majestad! -ofreció. -Su glorioso y amado reinado -agregó Leda y levantó la jarra. -Qué ridículo, hacer un brindis con té -dijo la señorita MacDonald y el sargento MacDonald bajó su taza y cerró la boca, a punto de unirse a ellos. Leda y el inspector hicieron chocar sus recipientes de cerámica. El le hizo un débil guiño de ojos. Leda le sonrió, pero su ánimo había descendido hasta los pies. Estaba perfectamente claro que la señorita MacDonald no tenía ninguna intención de permitir que una cualquiera de Bermondsey le arrebatara a su hermano. Tras un momento de silencio mientras sorbían el té, el sargento MacDonald se dirigió a Leda. -Ese es un traje de primera, señorita -dijo de manera atolondrada. -Gracias -dijo Leda. Tomó otro sorbo de té y preguntó con un aire de curiosidad accidental-. ¿Hizo algún progreso la policía con nuestro infame ladrón?
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-No, ni pizca. -El inspector Ruby se sirvió él mismo otra cucharada colmada de azúcar extra. Leda hubiera sabido cómo preparar su té justo de la forma que a él le gustaba, pero evidentemente a la señorita MacDonald no se le había ocurrido preguntar. -Es algo así como una dificultad inesperada el que haya desaparecido esta espada japonesa de la misma forma que las otras, con una nota y... eh... algo no habitual dejado en su lugar... y cuando fueron adonde él los había mandado, la espada no estaba allí, como había estado el resto del botín. Todavía no la encontraron. Hay rumores de que puede ser un robo simulado... que no tiene nada que ver con el mismo tipo. -O quizá... sucedió algo que le impidió completar su plan -aventuró Leda. El inspector se encogió de hombros. -Podría ser. Eso es lo que cree el jefe... que los hombres de refuerzo que se enviaron a todos los... -Se aclaró la garganta y lanzó una mirada hacia la señorita MacDonald.- Bueno... a todos los lugares que creímos probables... a los que él habría podido llevar la espada... los hombres extra hicieron que él cambiara el rumbo para evitarlos. -¿Todavía no tienen idea de quién puede ser? preguntó Leda. Pensó que las palabras le salieron muy normalmente, considerando cómo estaba palpitando su corazón. -Nadie me dijo nada, así que es así. Aunque nunca se sabe qué se están guardando en el Yard. -Deberían colgarlo -anunció la señorita MacDonald-. Cuando lo encuentren, deberían destriparlo y descuartizarlo. Es repugnante. -Bueno, no sé -dijo el inspector Ruby-. No sé si fue una cosa tan mala, después de todo. No es de esperar que usted lo sepa, señorita MacDonald, pero en cierta
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forma, estos robos le hicieron un bien decente a la ciudad. -Es vil y abominable. No tendría que estar en todos los periódicos. Sólo pensar en ello me pone enferma. -Quizá no tendría que pensar en ello, entonces, señorita MacDonald -dijo el inspector. -No lo hago. Me pregunto cómo puede ser que la señorita Etoile se interese en esas asquerosidades. El sargento MacDonald simplemente permanecía allí sentado y se miraba los pies. Leda sintió que un flujo de ira circulaba por su cuerpo. No tenía ninguna posibilidad de lograr la aprobación de la señorita MacDonald. Algún demonio que nunca había creído tener dentro de ella hizo que hablara de esta forma. -¡Ay, estoy ávidamente interesada en ello! Es mi pasatiempo. Por eso disfruté tantísimo el trato con su hermano... ¡él me puede contar todos los detalles atroces de cualquier tipo de vil crimen! El sargento MacDonald levantó la vista hacia ella, pasmado. -Eso no me sorprende en lo más mínimo, señorita Etoile -dijo la hermana del sargento -. Le dije a él que usted valía menos de lo que era: viniendo aquí todos los días con su aspecto taimado, esperando engañar a un hombre decente y hacerle creer que es una dama. El sargento MacDonald se puso de pie y murmuró una leve y avergonzada protesta hacia su hermana, pero ella desembarazó el codo de su apretón. -No voy a permitir que te embauquen, Michael. Estaba segura de que esta mujer debía de ser una pequeña y astuta mujerzuela... pero veo que es aun peor de lo que suponía. -En efecto -dijo Leda y se puso de pie-. Estoy segura de que debe ser mucho peor. -Lanzó una sola rápida mirada al sargento MacDonald pero él evitó sus ojos, lo cual le dijo todo lo que se podría haber dicho.-
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Buenos días, inspector. Buenos días, sargento MacDonald. Señorita MacDonald. -Tomó la jarra y se dio vuelta con un rígido crujido de sedas, sin siquiera saludar con la cabeza al sargento cuando este tropezó mientras sostenía abierta la puerta con postigos. -Señorita... -dijo mientras ella pasaba, pero Leda no le hizo caso-, Bajó los escalones sosteniendo con fuerza la jarra y reteniendo las lágrimas de mortificación y furia, sólo mediante un gran esfuerzo. No estaba de humor para ver a la señora Dawkins cuando llegó a su calle, pero ni siquiera había estado diez minutos en su habitación, ni siquiera había podido controlar su agitada respiración lo suficiente como para pensar, cuando la casera golpeó fuertemente la puerta. -Hay un caballero que la quiere ver, señorita gritó la señora Dawkins. Leda recorrió la pequeña y escuálida habitación con la vista, con la garganta llena de ira. Seguirla para suplicar y rebajarse, ¿no es así? Después de no decir ni una palabra para hacer frente a su hermana, ni un murmullo coherente a favor de Leda... Abrió la puerta con violencia y pasó por delante de la señora Dawkins. -En mi salón -dijo la casera y se apresuró detrás de ella. Al pie de las escaleras, se ubicó con un empellón delante de Leda y abrió la puerta. -Aquí está, señor, fina como una moneda de cinco peniques, como puede ver. Una chica fina, lo suficientemente grande como para saber cómo complacerlo, y lo suficientemente joven como para ser fresca como una margarita. Leda se detuvo en el pasillo. Había esperado ver al sargento MacDonald. En cambio, este era un hombre extraño, de cincuenta años por lo menos, que estaba apagando un cigarro contra una de las tazas de té sobre
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la mesa de la señora Dawkins. Miró hacia Leda, asintió y sonrió. -Muy agradable -dijo el hombre con educación. Por un momento, esa educación la confundió. Su ira disminuyó y se convirtió en perplejidad... y luego empezó a comprender. El se dirigió hacia ella, en el pasillo. Leda percibió el olor del cigarro y sintió náuseas: se sintió asqueada, humillada, furiosa y aterrada. Su habitación había sido su último refugio, por miserable que fuera; pagaba por ella cada semana y tenía una cerradura en la puerta para excluir la realidad. El hombre quiso tomarle la mano. Ella tiró del brazo con fuerza y se dirigió a la puerta; luego corrió hacia la calle, mientras la señora Dawkins chillaba indignada detrás de ella y luego se disculpaba ante el extraño. Leda caminaba. Marchó y marchó hasta que la multitud comenzó a hacerse más pequeña a la hora de la cena y los bares y los salones de té se llenaron y se animaron. Pensó acogerse en casa de la señora Wrotham, quien tenía una habitación suplementaria: era lo único que le quedaba por hacer, realmente. Debía confesar toda la espantosa situación... sólo que, ¿cómo se le podía explicar a la señora Wrotham, con sus manos temblorosas y sus rizos de plata que se sacudían con suavidad, que una no podía ir a casa porque la casera deseaba que una... entretuviera a un hombre desconocido? En realidad Leda caminó hasta la calle South y se detuvo en la sombra creciente del temprano atardecer y miró a la casa vieja de la señora Wrotham La casa no estaba iluminada con gas ni con lámparas y ni siquiera había una vela en la ventana, porque el usufructo vitalicio de viuda de la señora Wrotham ya no le permitía esos pequeños lujos, aunque nunca nadie hablaba de ello. Al contrario, todo continuaba como si fuera sólo la muestra
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de la idiosincrasia personal de cualquier naturaleza aristocrática, la que requería que la señora Wrotham y la señorita Lovatt y lady Cove escatimaran al máximo los gastos; hasta compartían a la mujer que hada de criada y de cocinera entre las dos casas. Leda tema una idea bastante adecuada de cómo estaban sus respectivas cuentas, aunque era algo que no se discutía en voz alta. Sabía que el alimentar y vestir a un huésped haría que la señora Wrotham se sintiera muy preocupada acerca de su tercera parte que compartían por la criada cocinera. Leda también sabía que, una vez que hubiera revelado su situación a las damas, nada impediría que ellas insistieran en estirar sus magros recursos para mantener a una cuarta persona, a la cual mal podrían alojar y aumentar. Tampoco nada podría evitar que se sintieran desdichadas y atormentadas al no poder hacerlo. Tenía los pies doloridos. Estaba fatigada y hambrienta; intentaba pensar con firmeza en qué era lo correcto y lo más adecuado que debía hacer: qué habría hecho la señorita Myrtle, si hubiera sido tan negligente como para encontrarse en tal situación crítica, lo cual dudaba. Caminó hasta la esquina (eran sólo unos pocos pasos), tan seductoramente cerca para sus pies cansados, y dobló por Park Lane hacia Hyde Park Corner... En el oscuro atardecer, Morrow House estaba radiante de luz de gas. Una hilera de lámparas con un tinte amarillo y rosado destellaban desde detrás del vidrio cilindrado del largo y angosto invernadero que estaba al frente de la casa, sobre la planta baja, y que ocultaba la mayor parte de la simple fachada georgiana detrás de un entramado de hierro forjado y verde follaje. De la barandilla que corría a lo largo del techo colgaban banderas multicolores con motivo del Aniversario, y en cada festón había una bandera suspendida entre las ventanas más altas; el pabellón nacional se alternaba con un estandarte distinto, uno a rayas rojas, blancas y azules
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con una pequeña réplica del pabellón nacional en el cuarto superior. Leda había conocido Morrow House durante toda su vida. Había pasado por allí miles de veces, una mansión más en una calle de mansiones que tenían vista al parque y al tráfico. Incluso la señorita Myrtle y ella habían ido de visita allí una vez, cuando la difunta lady Wynthrop aun vivía. Lady Wynthrop había tenido la costumbre de mudarse allí durante la temporada, en vez de permanecer en su propia residencia, más pequeña y menos elegante, en la calle King. No es que la casa apareciera más diferente de lo que Leda esperaba. Era simplemente que no podía encontrar la más mínima relación entre la garabateada dirección en el bolsillo y la maciza realidad que estaba frente a ella, No podía subir los escalones hasta la puerta con pórtico, levantar la aldaba y preguntar si el señor Gerard estaba en casa. No sólo le parecía improbable, imposible, que nada de lo que había sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas pudiera siquiera ser real, sino que lo tardío de la hora y su posición de mujer sola que visitaba a un caballero soltero parecían ser inexcusablemente atrevidas, por no decir horriblemente chocantes. Pero no podía ir a casa y tenía miedo de volver a la casa de la señora Wrotham, así que permaneció vacilante al pie de las escaleras, con la mano enguantada descansando sobre la barandilla de hierro a lo largo de la acera. Le llegó una apagada corriente de voces y risas y, justo cuando levantó con rapidez la mano para darse vuelta, la puerta se abrió y una luz dorada salió a torrentes por ella. Lady Catherine, vestida con un traje que Leda de inmediato reconoció como una de las sedas rosadas adornadas con tul que le había sugerido en el
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salón de madame Elise, dio un paso hacia la galería abierta. Llevaba un mantón de lana tejida blanca sobre los hombros, lo cual arruinaba bastante el efecto del tul, pero tenía consigo un abanico complementario muy agradable, de plumas de color crema, que hacía pasar sin cesar y con rapidez por debajo del mentón, como si disfrutara de la sensación que le producía. Al volver hacia la puerta, vio a Leda. -¡Bueno, por fin llegó, señorita Etoile! -gritó, para el total asombro de Leda-. Ya era hora... estábamos todos a punto de tener un ataque de preocupación. Mamá... ¡ay, por favor, préstame atención, mamá! -Se inclinó dentro del marco de la puerta, riendo.- Deja de darles golpes a tus orquídeas... por fin llegó la señorita Etoile. Hubo una exclamación desde adentro. Lady Ashland apareció en la puerta. Cuando vio a Leda, se le iluminó el rostro de placer. -¡Señorita Etoile! Entre por favor. Le estamos tan agradecidos. -Bajó los escalones a saltos, retorció la elegante seda escarlata de la falda para que no se interpusiera en su camino y tomó la mano de Leda.Aloha. Entre. ¡Aloha nui! -Eso quiere decir "Bienvenida" en hawaiano. -Leda se topó con el abrazo de lady Catherine cuando lady Ashland la arrastró escaleras arriba.- Y "Te queremos." ¡Muchísimas gracias! Leda se apartó del abrazo, perpleja. -Ah... pero... ¡Estoy segura de que no tiene nada que agradecerme! Lady Catherine le apretó la mano. -Quizás a usted le parezca insignificante, pero Samuel significa todo para nosotros. Estábamos desesperados por él cuando desapareció a la hora del desayuno... sabíamos que algo debía de estar mal, porque nadie recordaba haberlo visto entrar la noche
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anterior, e iba a llevarnos a desayunar a la casa de los Roseberry y él nunca es impuntual, jamás. El criado aún estaba sosteniendo la puerta y Leda se encontró con que la arrastraban hacia adentro, hacia un pequeño grupo que, era evidente, estaba a punto de salir a algún compromiso esa noche. De pronto, le presentaron directamente a lord Ashland, un distinguido caballero cuya formal y negra vestimenta, corbata blanca y guantes blancos complementaban apropiadamente el cabello dorado y los rasgos severamente aristocráticos. También le presentaron al hijo de la casa, lord Robert, quien quizás acababa de entrar en los veinte años, con una sonrisa muy parecida a la de su hermana, encantadora y abierta. Cuando Leda miró con rapidez de nuevo a lord Ashland, supo de dónde la habían heredado los dos. Lord Ashland sostenía a su esposa por la cintura mientras ella se extendía y tomaba otra vez la mano de Leda. -Estuvo el doctor hoy por la tarde -dijo-. Nos dijo que ahora que la hinchazón había bajado podía ver que se había insertado correctamente. Mañana le va a poner un entablillado vendado. Dijo que felicitáramos a usted por su ingenio, porque nunca se habría dado cuenta por sí mismo que el papel enrollado podría ser tan rígido como para proveer un soporte adecuado. -Bueno, en realidad no fue mi... -Ahora está dormido -dijo lady Catherine-. Pude ver que estaba dolorido, aunque no lo iba a admitir, así que le dije a la cocinera que de alguna manera introdujera láudano a hurtadillas en su cena. -¡Kai! -dijo lady Ashland exasperada-. ¡No! -No le va a molestar -dijo su hija-. No si lo hice yo. Lady Ashland parecía enfadada. -Quizá no -dijo-. Pero si él no desea tomar láudano, tú no debes engañarlo para que lo haga. Lady Catherine se mordió el labio.
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-Bueno... ahora ya lo hice y él está durmiendo y quizá me lo agradezca en la mañana. Esto no pareció satisfacer del todo a su madre, quien se dio la vuelta con un pequeño ceño. Leda vio que lord Ashland estaba observando a su esposa. -Tal vez la señorita Etoile quiera instalarse en su habitación -fue todo lo que dijo. -¿Mi habitación? -repitió Leda débilmente. -Ah, sí... le voy a mostrar -dijo lady Catherine-. Sólo tenemos que caminar media cuadra... no vamos a llegar muy tarde a cenar. -¡A cenar! -Leda desprendió su brazo del impetuoso apretón de lady Catherine.- No debe llegar ni con un minuto de retraso, milady, a una invitación a cenar. -Ah. Pero alguien me dijo el otro día que aquí en la ciudad era un craso error llegar puntualmente. -Ah, no... a cenar no. Quizás estaban hablando de alguna fiesta. Para un compromiso para cenar, debe estar allí dentro de un cuarto de hora de lo que se especifica en la tarjeta, lady Catherine, y sería ideal que llegara mucho más temprano que eso. -Leda oyó un timbre de la señorita Myrtle en su propia voz, pero realmente, esta sensible y risueña muchacha estaba en un estado de extrema necesidad de algo de instrucción social. -No me di cuenta -dijo lady Catherine, quien aceptó el consejo con perfecta amabilidad-. Entonces supongo que deberíamos apresurarnos. Lord Ashland estrechó la mano de Leda sin quitare el guante de cabritilla blanco. -Sheppard la va a acompañar arriba, señorita Etoile. Siéntase como en u casa. -Nos vemos luego, señora -dijo su hijo y le ofreció su alegre sonrisa y a mano enguantada de la misma manera.
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Cuando se dirigían hacia la puerta, lady Ashland se volvió a Leda y le tomó la mano. -Gracias, otra vez. Estoy tan contenta de que haya decidido venir -dijo. Leda sonrió, aún bastante desconcertada por todo aquello y los observó mientras salían por la puerta. Lord Ashland permaneció un poco más atrás, esperando que los demás salieran primero. Cuando su hijo daba un paso hacía afuera, Leda se encontró caminando en puntas de pie con rapidez hacia lord Ashland. Se estiró para alcanzar el oído de lord Ashland. -Discúlpeme. Perdóneme, señor... pero... quizá no esté muy al tanto... un caballero se quita el guante cuando le ofrece la mano a una dama. El la miró, sobresaltado y verdaderamente se sonrojó debajo del bronceado mientras le sonreía de soslayo. -Dios mío, ¿dónde piensan en todos estos detalles? -Levantó el sombrero de copa a guisa de saludo.- Gracias. También le voy a pasar el dato a Robert. Leda vaciló. -Para una cena, puede quitárselos en el vestíbulo y entregarlos con el sombrero y el bastón -ofreció. -Al mayordomo. -Al mayordomo, sí. El se los va a entregar a un criado. El sacudió la cabeza, riéndose entre dientes, y salió por la puerta; era la imagen más elegante de un caballero vestido formalmente que Leda hubiera visto jamás. En el umbral hizo una pausa y se dio vuelta. -¿Algo más que debería saber? -No, señor -dijo Leda y respondió con una sonrisa tímida a su guiño de ojos-. Está usted estupendamente bien.
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Leda permaneció de pie en medio del exquisito dormitorio, y se propuso no mirar con curiosidad el revoque de yeso dorado m tampoco mirar con asombro el mobiliario, que estaba decorado en azul y blanco, con una alfombra azul y rosada sobre el piso y con un calicó lustroso colgante con un diseño de enredadera de campanillas que cubrían las delicadas sillas de paño. Y había flores por todos lados, no sólo en los jarrones, sino también diseños en forma de ramitas de orquídeas en tiestos, blancas con un tinte rosado, que brotaban por entre los amplios y correosos abanicos de hojas naturales. -No –dijo, en respuesta a la pregunta del ama de llaves-. No tengo equipaje. Fue dolorosamente consciente de que la mujer le parecían circunstancias extrañas, pero el ama de llaves no comentó nada. -Muy bien, señorita – fue todo lo que dijo-. La casa acaba de ser electrificada… se va a encontrar con que, si aprieta este botón, va a tener toda la luz que necesite. Voy a hacer que le suban una bandeja con la cena, si así lo desea. -Sí, sería de mi agrado. Leda miró el botón eléctrico con desconfianza y decidió que no era lo suficientemente valiente como para intentarlo. Se quitó el sombrero y los guantes, caminó hacia la ventana abierta y miró con curiosidad la calle lateral a la que daba. El tráfico nocturno era rápido: los lustrados carruajes doblaban con estruendo por la esquina de Park Lane; los caballeros paseaban a pares y los sombreros de seda captaban el destello de los faroles de la calle; flotaba en el ambiente una música temprana de alguna cercana fiesta.
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Las orquídeas no tenían perfume, pero mientras permanecía de pie en la habitación, los suaves pétalos de una ramita le acariciaron la mejilla con lentitud y dulzura, limpios y frescos. Le pareció que era fácil olvidar la increíble índole delicada de su situación. Estaba claro que el señor Gerard había proclamado que ella era una heroína a sus amigos, o su familia, o a cualquiera fuese su relación con lady y lord Ashland. Y parecían más que deseosos de creer en su palabra. Esta habitación había estado lista, esperándola a ella, como si él hubiese sabido que la necesitaría. Y él. Solo sintió pesar cuando se dio cuenta de que había dejado el cepillo de plata y el peine de la señorita Myrtle en Bermondsey. Ahora no existía forma de recuperarlos y sin duda la señora Dawkins los vendería cuando pudiera. La propia ama de llaves y no la criada llegó con la bandeja. La dejó a disposición de Leda. -Le voy a traer un camisón y una bata con el agua tibia luego, después de la cena, señorita –dijo el ama de llaves mientras se retiraba. -Ah, sí –dijo Leda, como si los camisones y las batas fueran prendas de vestir comunes para los huéspedes extraños en la casa. Vio una nota doblada en la bandeja y se mordió el labio. -De momento no voy a necesitar nada más. El ama de llaves inclinó levemente la cabeza y salió. Leda recogió la nota. Me agradaría verla esta noche. Me viene bien cualquier horario, ya que, como puede adivinar, no voy a ir a ningún lado. Su servidor, Samuel Gerard
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A pesar de estar hambrienta, Leda apenas pudo tragar el excelente salmón ahumado y la langosta fría. Cuando el ama de llaves volvió a buscar la bandeja, Leda se vio obligada a preguntar dónde podría encontrar al señor Gerard e hizo ondear la nota de manera casual, para demostrar que ella no era responsable por el anómalo proceder. -Sígame, por favor –dijo el ama de llaves, aún sin demostrar sus sentimientos. Guió a Leda por la escalera principal hacia el primer piso a lo largo de un pasillo bien iluminado revestido con alfombras turcas y golpeó a una puerta. Le contestó una voz masculina y Leda sintió que se le daba vuelta el estómago. Ella esperaba un estudio a un salón o algún territorio neutral. El hecho de que fuera un dormitorio con una cama y con el señor Gerard muy asentado en ella, hizo que se detuviera helada en el umbral. -Entre, señorita Etoile –dijo desde las almohadas, con el cabello dorado revuelto contra la ropa de cama. El ama de llaves comenzó a cerrar la puerta detrás de ella. Leda la agarró con fuerza por el borde. -Está bien –dijo-. Cierre la puerta señora Martin. Gracias. -Ah, no creo que… eso sea… lo adecuado – protestó Leda y la mantuvo abierta-. Por la mañana… cuando se sienta mejor y la familia esté en casa… ¡quizá sería mejor que hablásemos entonces! -Le aseguro que me siento igual de bien ahora que mañana. -Lady Catherine dijo que debía estar dormido – dijo Leda desesperadamente. Ah. Bueno, pero no lo estoy. –Le dirigió una significativa mirada al ama de llaves.
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La dama se sonrojó e inclino la cabeza. -No va a volver a suceder, señor Gerard. Se lo prometo. Hablé con la cocinera. -Gracias. Lady Catherine no tiene por qué saberlo. -No, señor –dijo el ama de llaves. -Y cierre la puerta, por favor. -Sí, señor. –La madera se deslizó de la mano de Leda con un firme tirón y la puerta se cerró con un ruido ligero. Leda se recostó contra ella y cerró los dedos alrededor del picaporte. Era casi vergonzoso, cuán llamativamente hermoso era su rostro, cuán difícil le resultaba no fijar una mirada de fascinación en él. -Esto es sumamente embarazoso. No debería estar aquí. -Yo le pedí que viniera. -¡Eso sólo empeora las cosas! Corrió la pierna debajo de la ropa de cama; enderezó la rodilla lastimada y la estiró más adelante. -¿No preguntó.
le
dimos
una
calurosa
bienvenida?
–
Leda se rió, un poco salvajemente. -Muy calurosa. ¡Estoy abrumada! -Bien. –Sonrió y pasó la mano fútilmente por la sábana que cubría la pierna y luego más resueltamente, como si el alisar las arrugas fuera una ocupación interesante y absorbente. -¿Supongo que su llegada aquí significa que está deseosa de aceptar el puesto? -Yo… supongo que sí.
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Permaneció en silencio un momento; aún alisaba la sábana, sin mirarla. -Les dije que se cayó un tonel de un carretón y me golpeó. Perdí el conocimiento por el dolor y cuando desperté, usted acertó a pasar por allí y se hizo cargo de mí. Una gran coincidencia. Alabé mucho su valor y pasé por altos los detalles. Tuvo una muy buena acogida. –La miró por debajo de las pestañas. -Le tomaron mucho cariño en el salón de la costurera, sabe. Leda permaneció de pie en la puerta, inquieta. -Me pregunto por qué no lo acompañé hasta su casa, si yo era tal joyita. -Se negó a recibir nada por la molestia. Tomó medidas para sortear el obstáculo y me acompañó hasta la casa de un doctor. Luego se fue. Se esfumó como un ángel bueno. Pero yo ya le había entregado mi tarjeta y le había ofrecido un puesto en mi compañía. Leda dio un suspiro de incredulidad. -Me temo que usted debe vivir con personas muy crédulas, señor Gerard. -Son los mejores amigos que existen sobre la Tierra. –Le dirigió una mirada de directo y frío desafío, como si la invitara a contradecirlo. Leda bajó los ojos. -Entonces es muy afortunado. Realmente debo irme ahora. -Como su nuevo empleador, señorita Etoile, realmente debo pedirle que se quede. Leda se puso rígida.
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-Señor Gerard, este es el lugar y el momento más inapropiados para llevar a cabo un negocio. Debo pedirle que me disculpe. -Ya veo por qué fue despedida, señorita Etoile, si el discutir la primera indicación que se le hace es alguna muestra de la forma en que piensa continuar. -No fui despedida. Renuncié. -¿Por qué? -No es asunto suyo. -Acabo de contratarla. Creo que con toda certeza que sí es asunto mío. -Muy bien. Madame Elise deseaba que asumiera obligaciones que… me resultaban imposibles de realizar. -¿Qué obligaciones eran esas? Leda simplemente lo miró con fijeza en silencio. El mantuvo su mirada pertinaz, pero después de un momento, un cierto sentido consciente llenó su rostro; bajó la mirada y otra vez pasó la palma de la mano por la sábana. Leda sintió que se ponía de color escarlata. -¿Me da su permiso para retirarme ahora, señor Gerard? El frotó un pliegue de la sábana entre el pulgar y el índice. -¿Tiene miedo de mí? –preguntó en vos baja. Leda apenas sabía lo que sentía. La única habilidad que tenía sus dedos era la de aferrarse al picaporte. -¿Tengo razón alguna para temerle? –preguntó temblorosamente.
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-Está extremadamente ansiosa por retirarse. –Las palabras tenían un toque de sequedad, pero todavía permanecía con los ojos bajos. -Esta es una situación altamente indecorosa. No sé cuáles serán las costumbres de donde viene, pero aquí… el que una dama esté en la… habitación de un caballero… -Se humedeció los labios.- No es decente. Los criados van a hablar. Samuel rió entre dientes de modo malhumorado. -Seguramente los criados no van a pensar que soy capaz de violar su virtud en mi estado actual. -Entonces está claro que no lo conocen muy bien, ¿no es así? –dijo secamente-. Estoy mejor informada. Aferró la mano con más fuerza al picaporte, esperando una respuesta burlona. Pero, en cambió, ella se sorprendió al ver que el rostro de él se cubría con un rubor oscuro y que miraba con fijeza el puño. -Le pido perdón por eso –dijo-. Y por retenerla en una situación comprometedora, si eso es lo que es. Puede marcharse. Alzó la vista y la miró directamente. Por un momento, se interpuso entre ellos la imagen de él observándola en la habitación mientras se vestía. Leda sintió que toda la piel se acaloraba por la mortificación. La boca de él parecía tensa por alguna emoción inexpresada y, de pronto, Leda sintió que estaba precariamente demasiado cerca de él. -Buenas noches –dijo y abrió la puerta. -Buenas noches. La veo mañana a las nueve en la biblioteca, señorita Etoile, si eso satisface sus normas de conducta. -Mañana es domingo –señaló Leda.
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El torció la boca. -Por supuesto. Y supongo que desea la semana libre por los festejos. -No, señor –dijo-. El lunes a las nueve de la mañana será perfectamente adecuado. Buenas noches, señor. –Sin esperar respuesta, cerró la puerta con firmeza.
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Chikai
Hawai, 1874
Samuel soñaba con mujeres. Soñaba con ella casi todas las noches, y era algo que le parecía tan vergonzoso que nunca decía nada acerca de ello a nadie. Intentó dejar de hacerlo, pero no pudo. Durante el día podía aplicar la mente al estudio, o entrenarse en los exigentes deportes de Dojun: se esforzaba hasta el límite de sus fuerzas y de su equilibrio hasta que fue lo suficientemente bueno como para saltar de cabeza desde las salientes más altas en la cima de Diamond Head y caer de pie entre las ramas secas y los taludes, aproximadamente cuatro metros y medio más abajo. Pero en la noche podía quedarse dormido recitándose versículos de la Biblia o practicando las técnicas de respiración de Dojun o leyendo La vuelta al mundo en ochenta días, y aun así soñaba con cosas que le hacían quemar el rostro cuando pensaba en ellas; lo acaloraban y lo hacían sentir desgraciado y horrorizado ante lo que tenía dentro de sí. No tenía amigos en la escuela. No quería ningún amigo; prefería ir a casa para velar sobre Kai y entretenerla hasta después de la cena, cuando llegaba Dojun al lugar privado de ambos y comenzaban los rudos
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ejercicios, las elongaciones, las caídas, las vueltas y los saltos que gradualmente mejoraron, se hicieron más rápidos, suaves y fáciles y se convirtieron en algo tan natural como el contestar una pregunta cuando uno sabía bien la respuesta. Pasado un año, cuando Samuel pudo caer veinte veces del árbol gomero del jardín y ponerse de pie listo para subirse a él de nuevo, Dojun dejó su puesto como mayordomo de lady Tess y lord Gryphon. Se fue a vivir lejos, a una pequeña casa que estaba muy arriba, en una curva del Monte Tantalus, donde los helechos eran como árboles y las polillas tan grandes como la mano de Samuel. Desde el lanai de Dojun, Samuel podía ver todo el camino desde Diamond Head hasta Pearl Harbor. La extensión gris verde del bosque de ku-kui-nut ocultaba la ciudad que estaba debajo; el Tantalus era como un paraíso con olor a tierra en el que flotaba la niebla y en el que se formaban triples arco iris sobre la línea de la costa y el constante horizonte del mar. Dojun se hizo carpintero. Construía muebles de koa; hacía correr las alanos por la madera lisa, la clara y la oscura, la infinita gradación de matices del rubio dorado al castaño chocolate, de la fibra pura al decorado con figuras (la mejor era la de superficie granulosa de color castaño rojizo profundo: la preciada koa "rizada") y todos los días después de la escuela Samuel cargaba interminables planchas de ese tipo de madera montaña arriba, sobre los hombros, para que Dojun trabajara con ella. Dojun le enseñaba cómo utilizar las manos delicadamente, modelando la biselada curva de la pata de una mesa en la misma forma en que Samuel aprendía shuji, a dibujar el enredado sistema de caracteres japoneses y chinos, utilizando su cuerpo y su espíritu: haciendo una simple y hermosa línea que encajara en un pedestal de madera koa que a Samuel le parecía caligrafía. Dojun bufaba y decía que con la escritura, Samuel no tenía talento... que era shodõ, una destreza
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más allá de los torpes esfuerzos de Samuel, algo a lo que un hombre podría llegar a dedicar toda su vida. Pero cuando Dojun miraba el trabajo en madera de Samuel, criticaba y hacía bruscas sugerencias de perfeccionamiento, así que Samuel pensaba que lo estaba haciendo bastante bien y amaba el aroma de la madera serrada y del metal aceitado. Samuel convertía sus trozos de madera en bloques y tallaba en ellos caprichosas figuras de pájaros y flores y los llevaba a casa para Kai. A los cinco años, casi seis, como insistía ella, los encontraba moderadamente divertidos durante un cuarto de hora y luego quería que la llevara a cabalgar en el pony y que la observara cuando se zambullía en el estanque de los peces. Cuando terminó el atril de koa, lo envolvió con cuidado en arpillera, lo cargó montaña abajo y se lo entregó a lady Tess. Ella lo puso en su habitación, al lado de la cama, y encima colocó la roca que él le había traído de Diamond Head, la cual le parecía algo sencillo y rústico a Samuel, ahora que era mayor. En la escuela estaba en el equipo azul. Ambos equipos lo querían, porque era uno de los muchachos más grandes de su clase, más fuerte y más ágil que la mayoría y tenía más resuello que cualquiera de ellos. Durante una escaramuza, uno de los muchachos del equipo azul tropezó y cayó contra las piernas de Samuel. Este rodó con facilidad y emergió entre una multitud de rojos, quienes le cayeron encima por todos los costados. Samuel yacía boca abajo debajo de la pila de muchachos y fue recobrando el aliento a medida que se levantaban uno a uno de allí. Sonó el timbre y todos corrieron con excepción del último muchacho, quien no se bajó de la espalda de Samuel, sino que permaneció allí pesadamente, respirando sobre su oreja. Samuel se quedó helado.
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Por un momento sintió que el mundo real había desaparecido; todo se volvió negro; todo lo que oyó fue un sonido espantoso y luego estaba sentado de rodillas sobre el césped crecido, temblando, mirando con fijeza al otro muchacho y jadeando fieramente. -Maldición, ¿qué te ocurre? -gritó el muchacho rojo mientras se restablecía torpemente-. ¡Me diste un golpe tremendo, loco! ¡Debería hacerte tragar saliva! Samuel simplemente lo miraba con fijeza. Tenía miedo de que fuera a vomitar, así que sólo tragó y no dijo nada. -¡Discúlpate! -exigió el otro muchacho, quien estaba de pie por encima de él. Las manos de Samuel le temblaban cuando se puso de pie con un empujón. Era más alto que el muchacho rojo, más pesado, pero tenía algo parecido a un sollozo atravesado en la garganta. -Lo siento -murmuró. -¿Qué? -El muchacho estaba de pie con las manos en la cadera. -¡Lo siento! -gritó Samuel. El muchacho sonrió. -Está bien. -Dio un paso adelante para estrecharle la mano. Samuel no se movió y el muchacho lo tomó por los hombros y se dirigió hacia el edificio de la escuela. Samuel aguantó el sudoroso abrazo por menos de lo que dura un paso; apartó al muchacho de sí, se sentó y colocó el rostro entre los brazos cruzados. Uno de los maestros les estaba gritando algo. Samuel oyó que el otro muchacho vacilaba y que luego corrió hacia el edificio. Cuando regresó, el maestro venía con él y le preguntó a Samuel si se sentía bien. Respiró profundamente y se puso de pie. -Sí, señor -dijo. El maestro colocó la mano sobre la frente de Samuel.
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-Estás húmedo y pegajoso. Siéntate afuera, en la sombra, durante unos minutos... Wilson, ve a traernos un cazo con agua. Samuel dio un paso hacia atrás; no deseaba que lo tocaran. -Estoy bien -dijo-. Quiero entrar. -Se olvidó de decir "señor". Pasó junto al maestro y al muchacho, entró al edificio y se sentó en su pupitre. Todos lo estaban mirando con curiosidad, todas las camisas blancas eran como pálidas polillas en la abundancia de sombras oscuras como el bosque de helechos que era el salón de clases. Cuando esa tarde subió al Tantalus, aún estaba tembloroso. No podía mantener las manos firmes sobre la madera. -¿Tú enfermo? -quiso saber Dojun, hablando en dialecto. Samuel recuperó el cincel de nomi que había dejado caer. Quería contarle a Dojun, pero estaba tan avergonzado. No quería que Dojun se enterara de cómo había sido su vida anterior y no había palabras para explicar lo que le había sucedido en el campo de juegos de la escuela. -No, Dojun-san -dijo-. Me siento bien. Dojun le quitó el nomi de sus manos. -Tú mentirme, Samua-chan -dijo-. Todas enfermedades no son cuerpo. La manera en que lo dijo; la palabra que usaba con el nombre de Samuel (era como tantas otras palabras japonesas, miles de significados en un solo sonido); te quiero, soy mayor que tú, más fuerte, más sabio; yo me voy a hacer cargo de ti, Samua-chan. -Tengo miedo -dijo Samuel y miró con fijeza el banco del taller-. No quiero volver a la escuela. Dojun hizo girar el nomi y se sentó. Comenzó a trabajar en la unión de la pata de una silla.
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-¿Por qué miedo? Samuel apretó las manos vacías e inspiró profundamente. -No me agradan los demás muchachos -dijo, con mayor firmeza. -¿Pelear? Ojalá hubieran peleado con él. Le agradaría matarlos a todos, en especial al muchacho rojo que había estado encima de él y que no se había levantado y que le había echado su aliento caliente sobre el oído. Pensó por primera vez en mucho, mucho tiempo, en el tiburón y en la canción, en agua oscura llena de sangre. Dojun nunca había vuelto a mencionar las canciones y Samuel había desistido de esperar oírlas y luego se había olvidado de ellas; pero ahora, cuando pensaba en todo eso, sabía que Dojun le había estado enseñando de todos modos, mostrándole cómo cantar canciones sin palabras, con su cuerpo y sus manos y su cabeza. -No, Dojun-san -musitó-. No peleé. -Ven aquí. Samuel levantó la cabeza y fue a pararse junto al banquillo en el que trabajaba Dojun. Dojun puso a un lado el nomi y con cuidado barrió unos diminutos rizos de madera dentro de la caja de las virutas. Se puso de pie... y golpeó con violencia la palma abierta de su mano contra el rostro de Samuel. Samuel se tambaleó hacia atrás por la fuerza del golpe. Golpeó el banco del taller, se aferró a él con ambas manos y luego se retorció hacia atrás cuando Dojun se movió de nuevo. Samuel se lanzó asustado detrás del banquillo; miraba con fijeza a Dojun mientras su cuerpo se arrimaba contra la esquina, entre un cofre de tansu a medio terminar y la pared. Apenas podía ver a Dojun como una sombra tenue entre las sombras a través del resplandor de las lágrimas. Le ardía el rostro. No dolía tanto; había tientos de ejercicios de Dojun que dolían más, pero aun así le
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temblaba el cuerpo y retrocedía involuntariamente cada vez que la forma borrosa en su visión se movía. Dojun. Dojun lo había golpeado. La traición le parecía tan grande que no podía ni pensar; sólo se sostenía contra la pared como una muñeca fracturada, asiéndose a un puntal de madera. Dojun dio un paso hacia él y Samuel dio otro respingo. Sentía como que algo crucial se había derrumbado dentro de él, se había contraído y luego derretido para irse fuera, deslizándose y llevándose consigo lo que quedaba de él y que había dejado una concha vacía que permanecía arrinconada contra la esquina, temblando. Veía todo como si hubiera estado de pie afuera y hubiera mirado y observado cuando sucedía. Vio que las lágrimas comenzaron a deslizarse por su rostro, que chorreaban desde el mentón hacia la camisa y que dejaban puntos oscuros de humedad. Dojun permanecía inmóvil. No se acercó más. El Samuel que estaba observando tenía la sensación de que Dojun estaba sorprendido, aunque nada en su rostro daba a entender eso. El Samuel de la concha vacía simplemente permanecía allí, llorando. -Samua-san -dijo Dojun y Samuel retrocedió. Dojun lo observó un rato más, luego regresó y se sentó en su banquillo. Ajustó una plancha de madera en la prensa de tornillo, levantó el azebiki-no-ko y comenzó a serrar un corte transversal. -Te voy a contar una historia -le dijo en japonés-. Esta es una historia que conocen todos los muchachos japoneses, pero tal vez los muchachos extranjeros no la conozcan. Deberías oírla ahora. Es acerca del alumno que quiere aprender a pelear con una espada, entonces va a buscar al mayor de los maestros vivos. Hace caso a los rumores y viaja a través de las montañas salvajes hasta que encuentra un santuario y detrás de él, la choza de un
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ermitaño decrépito. Este ermitaño es el maestro, un luchador de destreza sin igual. Dojun terminó el corte y quitó la plancha de la prensa de tornillo. Luego la extendió y la midió. Movió la mano arriba y abajo de la madera una vez, acariciándola de la misma forma en que un hombre tocaría el cuello de su caballo favorito. Volvió a hablar. -Estoy aquí para estudiar la espada. -Dojun imitó la grandilocuente manera en que el alumno le anunció sus planes al maestro con un amplio recorrido de los brazos. "¿Cuánto me va a tomar dominarla?" El ermitaño continuaba barriendo el piso de la choza. "Diez años, dijo." El alumno estaba desalentado. "Pero, ¿y si estudio mucho y trabajo el doble?" "Veinte años", dijo el maestro. Dojun extendió un trapo sobre la falda. Comenzó a trabajar con el nomi para darle la forma a otra unión de la silla. Mientras hablaba no levantaba la vista de sus manos. "El alumno decidió no discutir, sino que pidió que lo admitieran como un aprendiz. Cuando el maestro ponía a trabajar a su alumno, era sólo para darle a cortar madera, fregar y cocinar, tantas faenas que le tomaban todo el día y la mitad de la noche. No había tiempo para ningún entrenamiento con la espada. El alumno nunca tocaba la espada y después de un año se volvió impaciente. -Maestro -exigió- ¿cuándo comenzamos el entrenamiento? ¿No soy más que un esclavo para usted? “Pero el maestro simplemente lo ignoraba y el alumno continuó con las faenas, aunque cada día estaba más frustrado. Una tarde estaba lavando ropa y pensando en dejar a este viejo loco, cuando un golpe con un enorme garrote lo hizo tambalear. Yacía en el piso aturdido y miraba hada el maestro que estaba por encima de él. -Señor -gritó- ¡sólo estaba lavando su ropa! Hago un buen trabajo. ¿Por qué me golpeó? Pero el maestro se
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limitó a marcharse. El alumno no pudo descifrar qué había hecho mal, pero se propuso hacerlo mejor. "Al día siguiente estaba cortando madera diligentemente, cuando el maestro atacó de nuevo y lo dejó tendido en el suelo por el golpe. -¿Qué pasa? -gritó el alumno-. ¿Por qué me está castigando? -El maestro sólo lo miró en silencio, sin dar señales de ira. El alumno volvió a pensar en marcharse. Este viejo estaba chiflado. El alumno comenzó a estar atento y la siguiente vez, cuando llegó el golpe, logró escabullirse. Se cayó en un barranco por hacer eso, pero logró escapar. "Después de eso, los ataques comenzaron a ser más frecuentes y el alumno cada vez fue más diestro en evitarlos y finalmente comenzó a entender qué estaba sucediendo. Pero las cosas no mejoraron. Cuanto más mejoraba el alumno en evitar los bokken del maestro, el maestro atacaba con mayor frecuencia y sorpresivamente. Iba en busca del alumno cuando este dormía, cuando se estaba bañando y cuando estaba en el excusado. El alumno pensó que se volvería loco, pero lentamente sus sentidos se agudizaron tanto que fue casi imposible que el maestro lo atrapara. Aun así, los golpes llegaban, diez mil golpes, desde cualquier lado, en cualquier momento. Hasta que un día, cuatro años más tarde, el alumno estaba agazapado junto al fuego, preparando unas verduras para poner en la marmita, cuando el maestro lo atacó por la espalda. El alumno simplemente agarró la tapa de una marmita, desvió el golpe y siguió pelando las verduras sin siquiera moverse de su lugar." Los pequeños rizos de koa dura caían de la herramienta de Dojun hacia la tela blanca que estaba extendida entre sus piernas. El sonido familiar del nomi que cincelaba la madera producía el pequeño y rítmico sonido de una raspadura.
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-Desde ese momento -dijo Dojun- el alumno se convirtió en un maestro, sin siquiera haber tocado nunca una espada. Samuel entendió lo que le estaba diciendo Dojun. Quería ser ese alumno tenaz, dedicado y humilde que se había convertido en maestro sin haber tocado nunca una espada; lo deseaba tanto como respirar, como los latidos de su corazón, como la vida. Permaneció acurrucado en la esquina; sabía que si Dojun le pegaba de nuevo no aprendería a evitar los golpes, sino que tendría que marcharse, tomar el filo cortante del serrucho japonés y matarse. Dojun levantó la vista de la pata de la silla y miró a Samuel a los ojos. Samuel sintió que su rostro perdía el control. Las lágrimas seguían cayendo, como si la desesperación líquida que sentía dentro suyo no quisiera permanecer atrapada, sino que simplemente fluía y se deslizaba por entre las grietas. -Por favor. -La palabra fue apenas un susurro.Dojun-san... Dojun lo echaría. El entrenamiento de Dojun era inflexible; Samuel lo sabía; nada se suprimía por alguna debilidad especial, alguna limitación personal, o algún temor particular a parte de la rutina. Dojun ofrecía lo que enseñaba tal cual era; tómalo o déjalo. Dojun lo estaba observando; las manos inmóviles sobre el regazo; los ojos, atentos e impenetrables. Luego rompió el silencio abruptamente. -Te hago promesa -dijo-. Nunca golpear. Tal vez otro tipo golpear. Yo, nunca. Por un momento, Samuel no estuvo seguro de haber entendido. Tragó saliva. -¿Qué? -preguntó roncamente. Dojun movió con rapidez la mano desde su pecho hacia Samuel. -Yo. Tú. No golpear. Nunca otra vez. Prometer. ¿Captar, sí? -No sonrió; no quitó los ojos de Samuel.-
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Haces que el cuerpo le crea a Dojun, ¿sí? Cabeza creer. Brazo creer. Dedo del pie creer. Samuel miraba fijamente a Dojun, cautelosamente. Sabía cuándo oía algo que era demasiado bueno para ser cierto. El hombre japonés se puso de pie y caminó hacia Samuel. Permaneció frente a él con las piernas separadas en el shizen no kamae, la relajada postura de celeridad que le permitía moverse con facilidad en cualquier dirección. Cuando de pronto levantó la mano, Samuel retrocedió. Dojun detuvo el movimiento de la mano a la altura del hombro de Samuel, a treinta centímetros de distancia. -¿No creerlo, eh? -Sonrió secamente- Está bien. Yo, tú, ninguno se lo cree ya. No estúpido, ¿eh? Comenzó a darse la vuelta. Samuel alcanzó a ver un pequeño movimiento por el rabillo del ojo. Antes de que pudiera recular, la mano de Dojun giró rápidamente con un letal destello blanco. Samuel se recostó aun más contra la pared, con el alma que se le disolvía y los ojos cerrados, apretados, para recibir el golpe. No llegó. Sintió algo como viento en la mejilla y cuando por fin logró abrir los ojos acuosos con un parpadeo, la mano de Dojun aún estaba allí, con la palma abierta, helada y suspendida, apenas a un soplo de distancia del rostro de Samuel. Los dedos de Dojun rozaron su piel, suaves como una pluma. -Samua-chan. Tú creer Dojun. Yo prometer. Yo no mentir. No golpear nunca. Samuel se mordió el labio inferior, la única forma en que podía evitar que temblara como el de un bebé. Endureció la boca contra la debilidad. -Dígame la palabra "prometer" en japonés -dijo roncamente.
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-Chikai. -Prométamelo en japonés -dijo Samuel. Dojun dio un paso hacia atrás, unió las manos e hizo una formal reverencia. -Te doy mi palabra, Samua-san -dijo en su propia lengua-. Nunca te voy a golpear intencionadamente por ninguna razón. Lentamente, Samuel se incorporó de su posición de aplastamiento contra la pared y se irguió. Puso las palmas una junto a la otra y copió la reverencia de Dojun, aunque la hizo doblemente profunda para decir que estaba avergonzado de sí mismo; que lo lamentaba, que mejoraría y que creía en la promesa de Dojun con cada fibra de su cuerpo. No todas las fibras creían, porque cuando la rodilla de Dojun alcanzó el rostro de Samuel en medio de un golpe, los ojos se le cerraron con fuerza automáticamente y el cuerpo empezó a enderezarse en autoprotección. Pero detuvo el movimiento a mitad de camino, justo cuando Dojun detuvo el movimiento de la pierna precisamente a punto de chocar contra él. Samuel se enderezó y se quedó de pie, esperando e intentando fingir que las lágrimas de alivio y respiro que rodaban por su rostro no existían. Dojun también las ignoró. Se sentó otra vez y volvió a trabajar en la pata de la silla. -No gustar muchachos en la escuela, so -dijo, como si toda la crisis intermedia nunca hubiera ocurrido. Samuel recogió un trozo de papel de lija y lo manoseó nerviosamente. Probaba el lado áspero contra su dedo. -No es tan malo, creo -dijo... y en verdad no le parecía tan terrible, comparado con lo cerca que había llegado a estar de la aniquilación total. -Época de escuela, tener que luchar muchacho. Pelea cosa mala, Samua-san. Dojun no gustar pelea. Está bien, sí, pero muchacho no pelear, sólo saber dos cosas
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hechas por eso. Muchacho asustar. Primera cosa. Muchacho demasiado bueno nunca perder, segunda cosa. ¿Tú asustar? -No estoy asustado. -Tú decir asustar, no querer volver escuela. Samuel se ocupaba de lijar el lado alisado del cofre de tansu. Aún le dolía la mejilla por la bofetada de Dojun. -Tú no asustar. Tú pelear bien, ¿eh? La lija silbaba a un ritmo más rápido. Samuel se inclinó sobre su trabajo. -Nunca tuve una pelea. -Hey, voy enseñar pelear, ¿está bien? Dojun muy buena pelea. Canción del tigre, Samua-san. ¿Recuerdas canción del tigre? -La recuerdo. El golpe surgió de la nada; Samuel lo vio cuando el puño de Dojun dio vueltas debajo de su mentón. Samuel se sacudió bruscamente y se quedó helado con la mano de Dojun apenas tocándole la mandíbula. Ni siquiera había oído al hombre japonés cuando se acercó por detrás suyo. Dojun retrocedió lentamente. -El momento aquí, ahora. Escuchar bien. -Levantó la mano y Samuel vio que estaba cerrada en un puño, con sólo el dedo meñique extendido. Dojun abrió la mano e hizo un movimiento de abanico, como si espantara una mosca. -Sólo una cosa mala, Samua-san. Tú pelear, alguien te va a pegar. Yo no golpear, hacer chikai, tener honor, no golpearte. Dojun enseñar todo el día buena pelea, trabajo, trabajo, trabajo. Samua-san aprender cómo pelear número uno, so. Luego sales, una vez te pegan... ¡kotsun! -Chocó las manos con un sonido agudo.- Tú lastimar, tú detener pelea, tú pato muerto.
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Samuel no halló respuesta para eso. Inclinó la cabeza, siguió lijando el tansu y pensó en tomar todo el aire dentro de su cuerpo al respirar, para calmarse. -Está bien -dijo Dojun-. Está bien. Alguna vez, tú, yo, ir Chinatown, encontrar alguien golpearte.
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La criada que llegó por la mañana con el té y frutas informó a Leda que milady deseaba que la señorita Etoile supiera que la familia asistiría al segundo servicio; y que, si la señorita quería unirse a ellos, el coche descubierto estaría listo a las nueve y media, pero que si esta mañana deseaba descansar también se aceptaría con agrado. La criada con el té caliente y el simple y considerado mensaje se sumó a la sensación de ensueño que Leda había experimentado desde que se despertó bajo el baldaquino dorado y azul y se encontró con la fresca luz del sol y con las flores. Si hubiera pensado en ello, habría dado por sentado que asistiría a la iglesia calladamente, al salir inadvertidamente de la casa sola... o quizá, sólo por esta vez, dejaría de ir para quedarse en la cama y embeberse en el increíble lujo que la rodeaba. Pero era impensable declinar la invitación de lady Ashland: rápidamente dijo a la criada que estaría muy honrada de acompañar a la familia al servicio religioso. Leda nunca había comido pina, bananas o naranjas con el desayuno. A veces la señorita Myrtle pelaba una naranja como postre después de la cena pero no le gustaba mucho ningún artículo que no se conquistara rápidamente con cuchillo y tenedor. La pina
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era algo que hasta ese momento no había formado parte de la existencia de Leda. Después de que la criada le enseñara cómo quitar la parte superior, que estaba previamente cortada, y de extraer las partes que ya habían sido cortadas en tajadas dentro de la dura y espinosa cáscara, Leda no estuvo del todo segura si la fruta valía la pena luego de toda esa molestia. Tenía un sabor penetrante y algo ácido que no le llamó la atención. Sin embargo, la tostada estaba muy bien, aún tibia y cubierta de mantequilla, y el té sabía delicioso mientras lo tomaba junto a la ventana abierta, exactamente igual a como había estado acostumbrada a hacerlo en su propia habitación en la casa de la señorita Myrtle. Su seda negra apareció lavada y planchada. Leda estaba muy acostumbrada a vestirse sola y se aseguró de estar lista para reunirse con la familia en el vestíbulo de la entrada. Todos fueron tan amigables e indulgentes como la noche anterior y para cuando el carruaje llegó a Hannover Square, lady Catherine se las había arreglado para dar una descripción completa de la cena de la noche anterior. En particular, deseaba que Leda le dijera si había hecho lo correcto al declinar la garrafa de vino que el anfitrión le había alcanzado durante el postre, porque se había quedado algo perplejo ante su acción. Luego de una indagación más detallada, Leda llegó a la conjetura de que el anfitrión había querido alcanzarle la garrafa de vino al caballero que estaba al lado de lady Catherine, ya que se suponía que una dama no requeriría un segundo vaso de vino con el postre, y aun si así fuera, no debería de ningún modo servírselo ella misma, sino que el caballero sentado junto a ella lo haría al llenar su vaso. -Así que hizo muy bien en declinarlo -le aseguró a lady Catherine.- Pero, tal vez, entonces el anfitrión estaba inquieto porque la garrafa de vino no circuló por la mesa. La próxima vez puede declinarla e indicarle al caballero junto a usted que se podría servir si así lo deseara y luego
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las cosas sucederían de la manera en que los caballeros prefirieran. Pero supongo que no van a estar peor en absoluto por no haber tomado un segundo vaso de vino con el postre por sólo una noche. Lord Ashland y su hijo censuraron ese modo de pensar con alegres burlas. -Necesitamos toda la anestesia mental que podamos conseguir en estos bailes -dijo lord Ashland. -Pero, ¿qué es lo que quiere decir, señor? preguntó su esposa socarronamente, luego de sentarse erguida y de abanicarse-. Estoy segura de que es la mejor de las sociedades, y que la conversación es sumamente edificante y que, cuanto más rápido uno encuentre que se está quedando dormido, más selecta es la compañía; o al menos, eso es lo que uno puede suponer. -Bueno, a mí me gusta -dijo lady Catherine alegremente-. Algunas personas son un poco aburridas, es verdad, pero tratan seriamente de hacernos sentir bien y se ponen tan ansiosas y tan agitadas al pensar que algo pueda salir mal, que no puedo evitar sentir un poco de lástima de ellas. -¡Cuando arruinaste su fiesta por no pasar el vino, tonta bobalicona! -Su hermano se inclinó y le dio una palmada en la rodilla.- Espera a que mamá lleve a uno de sus jaguares mascotas a un baile porque el pobre bicho esté demasiado enfermo para que lo deje solo. Se van a olvidar por completo del vino. -Nunca llevé a Vicky a un baile, Robert. Era un almuerzo de caridad. Y no podía cancelarlo porque tema que hablar. -Lady Ashland miró a Leda con una cohibida inclinación de mentón, exactamente como una muchacha candorosa a la que atrapan con una mancha de mermelada en la nariz- A nadie le importó en absoluto, le aseguro. Nunca estuvo sin la cadena puesta.
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Leda se encontró asintiendo a pesar de su estupefacción; no podría haberlo evitado aun si no hubiera captado el burlón guiño de ojos de lord Ashland. -La que asistió al almuerzo es Victoria V -le dijo solemnemente a Leda-. En este momento regresó a presidir su residencia campestre. Nos encontramos con que, de lejos, mantuvimos un linaje bastante antiguo de jaguares en Sussex. -Se apoderaron de Westpark, los astutos demonios -se quejó lord Robert-. Qué gran cosa, cuando un tipo finalmente llega a darle un primer vistazo a sus ancestrales acres y no puede dar una vuelta por el jardín sin que algún jaguar salte por entre los arbustos y le haga perder la cordura por el susto. -Y ni hablemos de la boa constrictor -añadió lady Catherine. - Mantiene alejada a la gentuza -dijo su padre imperturbablemente. Su madre se aclaró la garganta, cerró el abanico y mantuvo un digno silencio hasta que llegaron a la iglesia. A la luz del anochecer, el salón de Morrow House se veía muy etéreo a pesar de la chimenea sólidamente tallada en mármol y del majestuoso techo de yeso. Contra un fondo de paredes en un pálido color dorado y damasco, el mobiliario era una extraña y agradable mezcla de sofás de dos plazas, dorados y decorados con encaje punto de aguja, sillas de bambú de estilo japonés, un robusto sofá cubierto por un calicó multifloreado y varias encantadoras y simples mesas de madera lustrosa y diseño extraño. Mientras Leda miraba a su alrededor, finalmente se dio cuenta de que el efecto de luminosidad surgía del hecho de que, en vez de existir infinitas colecciones de retratos enmarcados, figurines, álbumes, fundas y cubiertas para proteger sillas y muebles, cosas que convertían a la mayoría de salones que conocía en acogedores y desordenados nidos, las mesas y la repisa de la chimenea de Morrow House no tenían más que
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orquídeas naturales. Fuera, en el invernadero que daba a Park Lane, los exóticos brotes formaban manchas de un rosado intenso y de púrpura entre las más mundanas macetas de palmeras kentia y aspidistras. Lady Ashland no quería permitir que se encendiera luz a gas en la casa, porque mataría a sus flores. La familia era muy particular en cuanto a sus requerimientos; el ama de llaves le había aconsejado a Leda en la forma en que siempre lo hacían los buenos criados: le había comunicado con la mayor deferencia que eran tan extraños como los chinos. Con el propósito de salvaguardar las orquídeas y al mismo tiempo evitar regresar a las antorchas y los sebos, el propio señor Gerard había hecho electrificar la casa en un viaje anterior a Londres el año pasado, entre otros arreglos para el primer regreso de la familia completa en dos décadas... incluyendo un hornillo cerrado para la cocina, refrigerador y heladora. El invernadero ocupaba el frente de la casa que miraba a Park Lane, lleno de exóticas plantas tropicales y cuidado por un jardinero contratado exclusivamente para que se ocupara de ellas. Sus anfitriones eran gente cariñosamente extravagante, pensó Leda. Cuando lady Catherine regresó con su madre de una fiesta dominical en la que se había servido el té en el jardín, llamó personalmente a la puerta de Leda, le entregó un trozo de torta de semillas aromáticas que se había traído a casa en un pañuelo de encaje y rogó a Leda que bajara a unirse a los demás para una cena fría en el salón. Ahora la muchacha estaba ocupada dejando caer pesadamente unas almohadas alrededor del señor Gerard, en su lugar junto a las ventanas del frente. Leda no estaba muy segura con respecto a los sentimientos de él acerca de sus atenciones; pensó que quizá lady Catherine no era consciente de cuánto debía dolerle la pierna al ser acolchonada y ajustada de esa manera tan entusiasta,
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pero él lo soportaba con calma heroica. Sin duda, el nuevo entablillado de yeso ayudaba a protegerlo, pero Leda vio la tensión en su sonrisa. Lady Ashland también debió de haberlo visto, porque levantó la cabeza del cuaderno en el que había estado escribiendo. -¡Por el amor de Dios, Kai, casi lo estás matando! -dijo. Su hija se incorporó; se veía afligida. -¡Ay, no! ¿Te hice daño, Manõ? ¡Deberías habérmelo dicho! -No duele -dijo él. Leda se preguntó si el hombre alguna vez admitía sentir algún tipo de malestar físico. Lady Catherine, sin embargo, dio un suspiro de alivio. -Bien. Sólo voy a deslizar esta almohada... -¡Kai! -dijo su madre en tono de advertencia. Leda vio que lady Catherine y el señor Gerard intercambiaban una mirada, la breve comunicación de dos personas que se conocían la una a la otra muy bien. -Quizá podrías traerme un libro -dijo él. -No hay ningún libro que valga la pena leer en esta casa -declaró lady Catherine y se instaló en una silla junto a Leda-, Contemos historias. -Tú, farsante wahine, contar historias todo el tiempo, muchas -dijo su hermano al entrar en la habitación y acariciar su cabello cuando pasó a su lado-, Bumbye no tener más lengua. -Cerrar tu oído, tú no gustar, tú -le respondió ella prestamente. -Mo' bettah mahke-die-dead-you mout', blala. -No es agradable hablar en inglés macarrónico cuando la señorita Etoile no puede entendernos -dijo lady Catherine virtuosamente y se volvió a Leda-. ¿Sabía que Samuel me salvó la vida una vez, señorita Etoile? -No -dijo Leda educadamente.
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-De un tiburón -dijo lady Catherine y bajó la voz teatralmente-. Un gran tiburón blanco, tan largo como de aquí hasta... esa mesa. -Habladurías -dijo su hermano, desde la silla en la que se había instalado con el periódico. -Por esa razón lo llamamos Manõ -continuó ella sin pausa-. Manõ es "tiburón" y kane es "hombre". -Lo pronunció "kah-nay".- Manõ Kane. Hombre-tiburón. La princesa misma lo nombró así. Fue un gran honor... porque sólo tenía diez u once años, me sacó del agua y me levantó hasta sus hombros mientras el tiburón pasaba a su lado, así... -Se inclinó e hizo un gracioso, siniestro y curvo movimiento con la mano, pasando a un centímetro del brazo de Leda y luego se volvió con un chasquido de dedos que hizo saltar a Leda.-Estuvo así de cerca. Nos podría haber comido a ambos. Chop-chop. -Seguro que sí. -La voz de su hermano flotó desde detrás del periódico. -¡En serio, Robert! -Lady Catherine se contorsionó nuevamente en su asiento. -Bueno, sólo te escuché contar esta historia como cien mil veces. Hasta se creería que rechazaste al maldito pez con tus propias manos desnudas. -¡Es una buena historia! Dobló hacia abajo una esquina del periódico y los miró por encima. -¿Por qué no dejar al propio Samuel que la cuente por una vez? Así podríamos tener un ángulo completamente nuevo de ella. -¡Ah, sí! -lady Catherine se incorporó en su asiento y se inclinó sobre el brazo de la silla hacia el señor Gerard-. ¡Cuéntala, Manõ! ¿Tenías miedo? Yo era demasiado pequeña como para darme cuenta de lo que estaba sucediendo, señorita Etoile, así que en realidad no
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tuve miedo. Pero sí me acuerdo del tiburón. Era enorme, ¿verdad? El señor Gerard parecía estar más interesado en el puño que descansaba sobre el brazo de la silla que en el tamaño del tiburón. -No me acuerdo -dijo suavemente. Leda podía ver por qué era lady Catherine quien hacía los honores a la narración. -Bueno, era enorme. ¿Verdad, madre? Lady Ashland dio un profundo suspiro. -Espantoso -dijo brevemente-. Y enorme. -Nunca lo atraparon -dijo el señor Gerard. Parecía un comentario sin importancia, pero algo en el tono de la voz hizo que Leda lo mirara rápidamente. El aún estaba contemplando su mano... hasta que dirigió de soslayo una mirada de frío gris hacia ella. Leda casi había dicho "Qué lástima", pero contuvo su lengua cuando se encontró con sus ojos. El no pensaba que fuera una lástima el que el tiburón nunca fuera atrapado. El estaba satisfecho. No podría haber explicado cómo lo sabía. Pero lo sabía. Pareció estar a punto de hablar de nuevo y por primera vez Leda se permitió mirarlo directamente por más que un breve instante. Aunque hablaba poco, parecía consumir su atención tan eficazmente que tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener una conversación cortés. En realidad, tenía que luchar contra la tentación de sentarse y mirarlo intensamente como una tonta mal educada, ya que la maestría de Miguel Ángel no podría haber creado un tributo más soberbio a la forma humana que el señor Gerard presentado en la viva realidad. El era verdadera y enérgicamente hermoso, de un modo que Leda no creía posible en ningún hombre, con excepción de pinturas o arte idealizado. A veces nos encontramos con caballeros a los que se podría llamar "buenos mozos" o incluso "bien parecidos"; por lo
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general, nunca vemos á Apolo, a Marte y a Mercurio fusionados en forma humana y coronados como un ángel caído con cabello de luz de sol y ojos de helada blanca... no, en ningún caso, vestidos con chaqueta de media gala y sentados con una pierna apuntalada entre almohadas, parecido a la forma en que estaría un hombre domado en la casa. Mientras que ella sostenía su mirada, apareció un ceño en la expresión de él. Abruptamente, como si ella lo hubiera irritado, su mirada volvió a lady Catherine. A Leda le había parecido perfectamente correcto darle toda su atención, porque parecía que él iba a añadir algo a la conversación, pero la manera en que apartó su mirada tan significativamente la mortificó. Sin duda, había estado clavando la vista en él. Muy probablemente todo tipo de personas vulgares clavaban la vista en él. Debería estar cansado de ello y alegre de estar entre aquellos que lo conocían desde hacía tanto tiempo, que ya estaban acostumbrados a su apariencia. Los Ashland no le daban la menor importancia a su semblante perfecto. Hasta lady Catherine, durante sus solícitas atenciones mientras brincaba de un lado a otro, recibiendo su bandeja con la cena de la criada y arreglándosela en una mesa a su lado, sólo le dirigió una mirada afectuosa y una palmadita de su mano cuando terminó... exactamente igual que si hubiera sido el tío favorito afectado de gota. Leda no estaba excesivamente familiarizada con el comportamiento de los enamorados en general, pero le parecía que la conducta de este par era singular. La atenta mirada de él seguía a lady Catherine todo el tiempo, mientras ella parloteaba acerca del tiburón y la reunión en la que habían tomado el té y cuando interrogó a Leda sobre qué era lo mejor para ver en Londres. Estaba claro que él la idolatraba. Leda no podía imaginar a un hombre que estuviera más obviamente enamorado... ni a
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una muchacha con una menor idea de su mirada. Ella lo trataba con una maravillosa devoción y una falta completa de verdadera atención: se adelantó corriendo hacia el comedor para ver que él tenía todo tipo de comidas de la cena fría; pero no se dio cuenta de que le era imposible extender la mano y comer de la bandeja en el lugar en que ella la había dejado, sin tener que torcer la pierna en un ángulo tal que debería ser una postura bastante dolorosa. Lord Robert estaba de pie junto a la puerta... esperando que Leda lo precediera al salón comedor, tal como se dio cuenta luego. Lady Catherine ya había arrastrado a su madre impacientemente con ella; la voz de la muchacha resonó en el vestíbulo cuando saludó a su padre, quien acababa de llegar de un compromiso vespertino. Lord Robert dio una exclamación de agradable sorpresa y salió del salón para unirse a ellos. Leda hizo una pausa en la puerta y se volvió para mirar al señor Gerard. Dio un suspiro, caminó hasta su mesa y colocó la bandeja en sus rodillas. Se dio la vuelta sin atreverse a mirarlo en el rostro. No deseaba hacer ningún alboroto con respecto a ello, pero realmente, si el caballero estaba demasiado soñador y distraído como para darle una pequeña indicación a su enamorada acerca de su comodidad habitual, entonces algo se debía hacer por él. Mientras se dirigía a la puerta, él murmuró un agradecimiento, pero ella dio un rápido paso hacia el piso de mármol del vestíbulo y fingió no haberlo escuchado.
La misma criada le trajo otro mensaje con el té a la mañana siguiente. De parte del señor Gerard. Deseaba que lo esperara en el invernadero a las nueve, en vez de en la biblioteca. Leda estaba consciente de que el resto de la familia abandonaría la casa poco antes de esa hora para
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unirse al grupo hawaiano en el hotel Alexandria, en el que la reina Kapiolani y la princesa estaban esperando que las llamaran a una audiencia privada con Su Majestad tras la llegada de esta a Londres. Leda no estaba muy segura de si el señor Gerard habría ido con ellos si hubiera estado en perfectas condiciones físicas; aún tema que discernir cuál era precisamente su relación con la familia. Se parecía claramente a lord Ashland en el color, aunque no existía ningún otro parecido en particular. En verdad, lord Ashland era un hombre sumamente bien parecido, con un perfil noble y una sonrisa bonita y atrevida, pero ni siquiera en su juventud podría haber igualado al señor Gerard. Leda adivinó que quizá su empleador era algún primo o algo por el estilo. Cualquiera fuese su parentesco, estaba claro que no asistiría a ninguna de las celebraciones en sus actuales circunstancias. También era obvio que nadie que tuviera una categoría respetable permanecería en la casa. Leda estaría sola con él y los criados. Dadas las circunstancias, prefería mucho más el invernadero, con sus puertas que abrían a todas las habitaciones de la casa, que la aislada biblioteca para cualquier clase de encuentro entre ella y el señor Gerard. Pero si le hubieran pedido su opinión, personalmente no habría deseado en absoluto un encuentro privado con un hombre soltero, en las actuales circunstancias. Además, para acatar los cánones sociales, estaba perfectamente deseosa de ponerse el sombrero y los guantes y unirse a la multitud abajo, en Park Lane, que esperaba ver a la reina. Era consciente de que no le habían pedido su opinión; con todo, tenía la completa intención de expresarla. Se sentó y le escribió una corta misiva al señor Gerard, en la que catalogaba las razones por las cuales se debía posponer hasta otro momento más adecuado la
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entrevista entre ellos. Tras mandarla con la criada, recibió una pronta respuesta. "¿Quién se imagina que nos está observando?", preguntaba sucintamente. Ni siquiera la nota estaba firmada o cerrada. Leda volvió a sentarse en el delicado escritorio francés y sacó otra hoja de papel del cajón. "Los criados", escribió. Dobló la hoja, hizo con ella un sobre, la cerró con extremo cuidado y se la envió al señor Gerard por medio de la criada. La respuesta llegó con presteza: "Pensé que era una mujer moderna, señorita Etoile." Leda sintió que se estaba encolerizando. Su escritura sufrió de algo de énfasis suplementario al final de cada palabra. "No desearía avergonzar a mis amables anfitriones con una conducta poco juiciosa." La respuesta a esto tardó un poco más en llegar. Esta vez estaba en un sobre y sellada como la de ella. "¿Debo entender que usted quiere decir que tengo que emplear a alguien de mi propio sexo con el objeto de hacer negocios comerciales ordinarios con mi secretario? Por favor, considere su respuesta seriamente. "Espero verla a las nueve en punto, señorita Etoile." Leda leyó esto bajo la inocente y desviada mirada de la criada, quien permanecía de pie con las manos entrelazadas. Sintiéndose algo acobardada, Leda lanzó una rápida mirada al pequeño reloj de porcelana sobre el escritorio. Faltaban cinco minutos para la hora acordada. -¿Dónde se encuentra el señor Gerard en estos momentos? -le preguntó a la criada. -En el invernadero, señorita. Allí desayunó. Es el mejor lugar desde el que se puede mirar. Se nos dio permiso a todo el personal para que nos reuniéramos allí desde las nueve hasta que la reina pase, así podemos mirar hacia la calle. La multitud que está llegando es algo maravilloso. Puede oírlo si abre la ventana.
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Leda se ocupó del cajón del escritorio para esconder el calor escarlata que sintió que se le estaba subiendo por el rostro. -No hay respuesta -dijo con rapidez-. Por favor, continúe, así puede ver todo. La criada hizo una reverencia. -Gracias, señorita. -Se dio vuelta y cerró la puerta. Leda apretó las palmas de las manos contra los labios. El no había tenido la intención de tener un encuentro privado, en absoluto, por supuesto. Qué manera más tonta de hacer el ridículo; y ahora casi había sacrificado su puesto por ello. No podía interpretar el último renglón de su misiva sino como un merecido y significativo recordatorio de su situación. Se esperaba de ella que actuara con toda la capacidad con la que un caballero actuaría en el puesto de secretario... y él tenía perfecto derecho a reclamarle eso, después de todo, si ella deseaba ocupar el puesto. Era difícil recomponerse y bajar. Sólo tema un breve momento; ante estas circunstancias, no deseaba llegar ni un minuto tarde. Estaba segura de que su rostro aún estaba enrojecido cuando pasó a través de las puertas vidrieras abiertas que daban al invernadero. La tentación de esconderse detrás de dos muchachas, criadas y ayudantes de cocina, que reían nerviosamente entre ellas y que se mantenían alejadas de la proximidad del señor Gerard era extremadamente fuerte. Pero el mayordomo Sheppard les habló secamente a las muchachas que reían y las llamó al orden, así que Leda no tuvo más remedio que presentarse ante su empleador. Esta mañana Gerard estaba mucho más a sus anchas, desparramado en una esquina del sofá de mimbre que estaba frente a las puertas de cristal abiertas que daban a la calle, con el entablillado extendido a lo largo de unos almohadones mullidos, la otra pierna en el
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piso y el brazo descansando a lo largo del respaldo del sofá. Había un par de muletas apoyadas contra el estrado de las plantas junto a él. A cada lado de las puertas que se abrían a la terraza figuraban la bandera británica y el segundo estandarte que decoraba Morrow House, que Leda pensó que sería la bandera de Hawai. El levantó la mano y la apoyó contra su mejilla cuando Leda dio un paso y quedó completamente ante su vista. -Señorita Etoile -murmuró-. Estoy muy contento de que haya visto las cosas claras y se haya unido a nosotros. -Buen día, señor Gerard -dijo con voz enérgica que salió apenas demasiado alta-. ¿Qué puedo hacer para serle útil? El la miró durante un largo momento; tan largo que Leda estuvo segura de que el personal que se estaba reuniendo debía de estar tomando nota de la forma en que él parecía estimarla en todos sus detalles. -Sheppard -dijo al fin y con la cabeza indicó una silla ubicada en un sociable ángulo de su sofá-. Tráigale a la señorita Etoile el Illustrated News así nos puede leer acerca de esta ocasión. El mayordomo hizo una leve reverencia y desapareció por un momento, para luego regresar con un ejemplar de The Illustrated London News. Leda se sentía dolorosamente cohibida, pero dobló el periódico, eligió un artículo que describía las ceremonias que se iban a llevar a cabo y comenzó a leer. Para cuando había llegado al tercer párrafo, se dio cuenta de una lenta migración que se congregaba a su alrededor. Continuó leyendo y pasó la hoja hacia el siguiente artículo, un examen del vestido que usaría la princesa de Gales. Al final de la historia levantó la vista y vio que todos en el invernadero la observaban con expectación.
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-Discúlpeme, señorita -dijo una de las criadas tímidamente-. Por favor, señorita, ¿podría leer otra vez la parte del vestido? Leda obedeció. Encontró que se estaba relajando en la silla. Esto no era tan difícil; muchas veces les había leído a las damas de la calle South; sabía exactamente qué sería de interés. Se saltó las columnas políticas y buscó cada trozo de información acerca del Aniversario, de los cuales había muchos. Apareció una taza de té en la mesa que estaba a su lado. Miró con rapidez y agradecimiento a la doncella, de rígida y blanca cofia y delantal adornado con volantes. Mientras Leda había estado leyendo, en el extremo más lejano del invernadero el personal de cocina había puesto la mesa con un festivo arreglo de comida ligera para el almuerzo, pero todos los demás aún estaban reunidos a su alrededor, con rostros atentos. Se volvió más osada y terminó la lectura con un gracioso anuncio de un Polisón Patriótico Patentado que hacía sonar el "Dios salve a la Reina" cada vez que la usuaria se sentaba. Las criadas de la cocina encontraron eso tremendamente gracioso, especialmente después de que Sheppard señalara solemnemente que debía de ser un artefacto extremadamente fatigante, ya que cualquier buen inglés debía ponerse inmediatamente de pie al escuchar el himno. Hasta el cocinero francés se reía. Las multitudes en la calle habían estado rugiendo en voz baja toda la mañana, pero ahora les llegó desde abajo una nota diferente y más excitada. Eran las once y media... se acercaba el gran momento. Sheppard le preguntó al señor Gerard si deseaba trasladarse a la terraza para tener una mejor vista, pero era evidente que el ofrecimiento de ayuda por parte del mayordomo era sólo nominal; el señor Gerard demostraba estar perfectamente capacitado para ponerse de pie y recoger sus muletas él mismo. Leda estaba bastante segura de
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que su principal deseo era que no lo tocaran, que no lo empujaran ni tironearan, y que no lo magullaran auxiliares demasiado ansiosos de ayudar. Sheppard pareció haber adivinado esto también, ya que sólo permaneció de pie atrás y le indicó al lacayo que pusiera dos sillas afuera para el señor y la señorita. Desde la pequeña terraza que estaba encima de la puerta principal había una vista fabulosa a lo largo de Park Lane. Cuando salieron Leda y el señor Gerard, los espectadores que estaban justo debajo de Morrow House dieron vivas, como si fueran insignes por propio derecho. Con una sonrisa irónica, el señor Gerard soltó la muleta, se inclinó hacia atrás y levantó de sus soportes primero el pabellón nacional y luego la bandera hawaiana. Lanzó la bandera británica a las manos de Leda y avanzó cojeando hacia adelante, mientras que con la otra mano la empujaba a ella hacia adelante. La multitud rugió e hizo ondular las banderas. El la miró con las cejas levantadas expectantemente. Sintiéndose excesivamente audaz, Leda levantó la pesada bandera e hizo una tentativa de ondularla. El levantó la suya; su brazo la elevó por encima de la de ella y de pronto extendió el brazo y entrelazó la mano en los dedos de Leda y levantó por entero el peso de las dos banderas. La leve brisa las desplegó cuan largas eran y extendió los colores reales. Los vivas de la multitud dieron paso a un rugido de apoyo. El sonido se extendió y todos los espectadores a lo largo de la calle lo continuaban, una sensación que Leda no había experimentado jamás. El corazón estaba a punto de estallarle de orgullo y lealtad hacia su país... e incluso, en una extraña manera, por las lejanas e inimaginables islas que representaba la bandera del señor Gerard. Permanecía de pie con una amplia sonrisa, y con el brazo levantado junto al de él, las banderas ondeando y flameando contra su hombro y luego ondulando bajo un soplo de viento. La luz del sol de un día espléndido se
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derramaba por el parque y sobre la masa de gente. El sonido de la música distante ahogaba el ruido; por el rabillo del ojo podía ver las enseñas y banderas que decoraban Morrow House, también se elevaban y ondeaban al viento suave. El bajó los estandartes y apoyó las astas en la terraza sin quitar su mano de la de Leda. Ella le dirigió una rápida mirada, incapaz de ocultar su entusiasmo y se encontró con que él la estaba observando a través de los pliegues de las banderas. Estaba sonriendo. Leda sintió que algo estaba sucediendo en las proximidades de su estómago; algo que la dejaba sin aliento, algo sensacional... ay, realmente, pensó súbitamente alarmada, si no se fijaba en lo que estaba haciendo, iba a encontrarse a sí misma dentro de la espuma, más bien. Miró rápidamente hacia otro lado e intentó retirar la mano. Por un instante, él no quiso dejarla ir, luego sí y le dejó el pabellón nacional. Las banderas flotaban entre ellos, así que no podía ver el rostro de él. Para Leda, el resto del evento fue algo así como un anticlímax, aunque la multitud vitoreaba al Regimiento Real de Caballería y a la reina misma cuando llegaron y pasaron en brillante formación. Leda y el señor Gerard elevaron las banderas en saludo al carruaje de Su Majestad, esta vez, separadamente, y la querida y robusta reina, con su cara de rana, incluso lanzó una rápida mirada hacia Morrow House y dirigió a sus moradores un gracioso saludo con la cabeza al pasar. En esos momentos, Leda hizo un pasmoso descubrimiento acerca de ella misma: que estaría muy feliz de cambiar el reconocimiento personal de Su Majestad, la reina de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda y emperatriz de la India por una informal e íntima sonrisa del señor Gerard.
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Kai
Hawai, 1876
No fueron a Chinatown en mucho tiempo. Dojun enseñó a Samuel a esquivar los golpes, a cómo utilizar los pulgares y los dedos de la mano y de los pies como armas. Aprendió llaves estranguladoras y endureció sus manos y pies golpeando la dura corteza del árbol de koa. Dojun colgó una piedra grande y lisa de un maderero y Samuel se lanzaba contra ella con la frente hasta que las lágrimas cálidas y punzantes le corrían por el rostro. También aprendió a evadirse. Aprendió a esperar los golpes secretos de Dojun... y cuando era demasiado lento como para eludir el golpe, lo cual ocurría a menudo, Dojun lo detenía casi a un pelo de terminarlo. Había otros ejercicios también, la respiración, las caídas taihenjutsu y la amortiguación de las caídas y nuevas cosas: cómo ocuparse de una espada, cómo estimarla, la historia y los nombres de las grandes espadas; practicar cómo caminar en silencio, cómo buscar escondrijos en todos los destinos; aprender a inhalar el vapor de una taza de té e identificarla entre las veintidós variedades que había sobre el estante de Dojun, a sentarse inmóvil durante
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horas y absorber el mundo, anotando cosas que nunca antes había tenido en cuenta... porque cada pequeña cosa podía ser importante. El tiempo que pasaba con Dojun comenzó a parecer cada vez más lejos del resto de su vida. Nadie en casa parecía pensar en ello; sabían que él iba al Tantalus a hacer prácticas de carpintería y el resto era, por un consenso silencioso, un secreto entre él y su maestro. Samuel asistía a la escuela, mantenía la distancia con los demás muchachos e iba con Dojun, luego volvía a casa y jugaba con Kai. En la cena hablaba acerca de lo que estaba estudiando en matemática con lord Gryphon y observaba a lady Tess cuando sonreía y otra vez se sentía seguro y afortunado. Cuando Kai tenía siete años, se deslizó escaleras abajo y vio un vals en una fiesta que daba lady Tess en honor del aniversario de bodas del señor y la señora Dominis. Era una ocasión particularmente grandiosa porque la señora Dominis ya no era simplemente Lydia, era la hermana del nuevo rey y ahora se llamaba princesa Lili'uokalani. Tras descubrir los vestidos y las luces y la música, Kai decidió que tomaría lecciones de baile y que sería conocida como lady Catherine. Por supuesto, Robert ni quería oír hablar de ello y Kai rehusó la idea de aceptar una acompañante femenina, así que Samuel se convirtió en su petimetre para practicar. A los quince, o posiblemente dieciséis años, nunca había sabido la fecha de su cumpleaños, era muchísimo más alto que ella, al punto de que sólo le llegaba a la cintura, pero a él no le importaba. Se metía con ella para verla reír tontamente y atildarse y fingir que era una dama ya crecida. Amaba a Kai. Siempre la había amado. Había desperdiciado la oferta que le había hecho lord Gryphon años atrás de adoptarlo legalmente, cuando no tenía más que once años, porque estaba seguro de que se iba a
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casar con ella, aunque nunca lo había expresado en voz alta. Aún estaba seguro de ello, mucho tiempo después de haberse dado cuenta de que era una intención bastante más importante de lo que había entendido en su momento. Pero esperaría a Kai. Estaba determinado a hacerlo. Se mantenía decente, rechazaba con violencia los sueños y los pensamientos que le avergonzaban y controlaba su cuerpo con el trabajo de Dojun. Era un alivio estar con Kai: con ella nunca se sentía como cuando veía una de esas mujeres hawaianas que galopaban a lo largo de la calle a horcajadas y montadas a pelo, con los pies desnudos y el cabello despeinado cayéndole por la espalda en ondas que obsesionaban sus días y sus noches. Las visiones parecían salir de las paredes, del cielo y del aire; fantasías de mujeres que extendían los brazos y las piernas, destellos de cosas que recordaba, curvas femeninas y piel femenina. Una vez estaba en una ferretería en Honolulu mientras lord Gryphon pasaba un pedido de jarras de cristal para lady Tess, cuando una de las esposas americanas entró en la tienda. Se detuvo un momento a hablar con lord Gryphon; era una figura alegre en un modesto vestido y Samuel capturó su perfume: un perfume íntimo, secreto, que floreció en su mente. Se quedó paralizado. Conocía ese perfume; vio su cabeza extendida hacia atrás sobre una almohada, el rostro encendido y los pechos arqueados. El cuerpo de Samuel sentía calor y hambre y odio. No podía soportar la visión de ella. Se dio vuelta y se imaginó apretando el rostro contra su estómago y aspirando ese aroma salado y fuerte, anhelando ese sabor hasta que ella lo llenaba al punto de estallar. Las cosas que inventaba lo conmocionaban. Deseaba gritarle que se marchara a su casa y que se bañara; que lo dejara tranquilo.
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Salió de la tienda y se quedó en la calle respirando profundamente. Sin esperar a lord Gryphon comenzó a caminar y luego a correr. Encontró a Kai en casa, en el salón del frente, practicando escalas en el piano, con un sombrío ceno en el rostro mientras el maestro le corregía las frecuentes notas desentonadas. Samuel se sentó en una silla en una esquina de la fresca habitación y miró la ventana; un lugar en el que la dulce y limpia brisa le acariciaba el rostro. Permaneció allí escuchando las notas que subían y bajaban, subían y bajaban, una y otra vez. Kai era suya. El la protegía. El se iba a asegurar de que su vida fuera siempre exactamente como debía ser. Nunca nada la iba a herir, lastimar, asustar o realmente hacerla llorar. El la amaba y cuando ella fuera lo suficientemente grande, iba a amarlo también.
Cuando llegaron las vacaciones de verano, lord Gryphon le preguntó a Samuel si tenía algún interés en algún puesto de la Compañía Arcturus como una futura carrera. Samuel fue a trabajar a la oficina del puerto, profundamente complacido con la sugerencia de que lord Gryphon pensaba en él como en un protegido. Sentado entre los leños y examinando las declaraciones de los barcos y los inventarios de los depósitos aprendió las cuentas de la empresa y lentamente, con sorpresa, se dio cuenta de que la compañía naviera era realmente sólo un pasatiempo para su padre adoptivo; que la razón por la que no había suficientes vapores y por la que se destinaba demasiado de las ganancias en mantener la flota era simplemente porque lord Gryphon amaba sus barcos y tenía dinero para gastarlo abundantemente en ellos.
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Lord Gryphon era rico. Astronómicamente rico. Samuel nunca había tenido la más mínima idea de cuánto valía su familia adoptiva hasta que vio el dinero que Huía por los libros de la compañía. Vivían bien pero ni de lejos tan grandiosamente como la mitad de los hombres de negocios norteamericanos en Honolulu. La flota Arcturus estaba mejor mantenida que otras, tenía una mejor tripulación y apenas superaba la de la competencia. Era una forma de diversión de un hombre rico, con un barco siempre amarrado en el puerto de Honolulu para que lord Gryphon lo comandara si le apetecía hacerlo. Los agentes en la oficina estuvieron felices de enseñarle a Samuel la verdadera fuente del dinero: las ancestrales propiedades de lord Gryphon en Inglaterra y el enorme fideicomiso que administraba en nombre de su esposa. Mientras Samuel escuchaba los detalles, se le heló el corazón por el desánimo. Los padres de Kai eran inconcebiblemente ricos. No podía ofrecerse a sí mismo con nada. Se entrenó con Dojun y trabajó todo el verano en la oficina naviera. Cuando llegó septiembre, le dijo a lord Gryphon que preferiría continuar en su puesto allí antes que regresar a la escuela. Lady Tess pareció estar afligida y dijo que su trabajo escolar era tan bueno que había tenido esperanzas de que quizá pensara en la universidad... pero eso quería decir Estados Unidos o Inglaterra. Significaba partir. El intentó convencerla de que conocía a algunos muchachos que habían ido a Harvard y habían regresado convertidos en hombres. Eran elegantes y sofisticados y les agradaba mostrarlo, pero eran estúpidos. Ella habló de Oxford y de educación. El dijo que disfrutaba el trabajo con la naviera y prometió leer todos los libros que leyeran en Oxford. Ella dijo que se merecía algo mejor de lo que Honolulu le podía ofrecer. Finalmente, el entrelazó las manos en la espalda y permaneció de pie sin mirarla, con la mirada fija fuera, en la brillante sombra del lanai y le pidió que no lo mandara lejos.
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Aún no. Quiera Dios que todavía no. Y ella no lo hizo. Samuel decidió que no le correspondía decirle a lord Gryphon cómo llevar adelante su negocio. Trabajó y aprendió. Cuando los libros demostraron que un cierto Ling Hoo se estaba llevando un diez por ciento de los valores del depósito cada vez que pasaban por sus manos, Samuel no le mencionó esto a nadie más. Simplemente subió hasta el Tantalus un día y le preguntó a Dojun si era hora de ir a Chinatown.
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En cierto modo, Leda pensó que el segundo día de la celebración del Aniversario sería igual al primero. La familia, naturalmente, iba a salir en cortejo hacia la Abadía de Westminster para el servicio de Acción de Gracias. La salida del palacio de Buckingham era a las diez y cuarenta y cinco y tenían que presentarse en la entrada de Pimlico a las diez y cuarto. Leda se había pasado la noche anterior escuchando al informe detallado de la audiencia privada con la reina, que había tenido lugar exactamente después de que la reina Kapiolani y la princesa dejaran a Su Majestad. Todo pareció haber salido bien. No había habido mucho tiempo para que apareciera ninguna excentricidad en los diez minutos que estuvieron con la reina, pero lady Ashland no dejaba de repetir: “¡Gracias a Dios que ya terminó! ¡Estoy tan aliviada de que no haya pasado nada!”… lo que llevaba a la conjetura de que no estaba totalmente ajena a las predisposición de su familia al desastre social e hizo que Leda deseara abrazarla para darle seguridad. En cambio, intentó ayudar en todo lo que pudo para los preparativos de la nueva penosa experiencia, o aventura, o vieja molestia pasada de moda, de acuerdo a
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cuál miembro de la familia Ashland estuviese hablando en ese momento. Leda se aseguró por medio de una visita personal de que lady Catherine estuviera despierta a las cinco de la mañana y habló con ella acerca del cabello, que no quería rizarse y que finalmente tuvo que ser alisado con la plancha y luego trenzado por la criada, quien hizo un pesado y oscuro rizo sobre la cabeza de lady Catherine, mientras Leda se concentraba en las ubicación del casquete para lograr el efecto más elegante. Por suerte, tanto lady Catherine como lord Robert habían heredado los ojos aguamarina de la madre y las espesas pestañas del color carbón… una bonita combinación, que sería realzada con cualquier gama de colores desde el negro hasta el pastel. Así que, aunque Leda hubiera elegido el azul para ella, el raso con narcisos de lady Catherine, adornado con moños en verde jade, era muy apropiado y favorecedor. La muchacha casi se resistió a que le ajustaran el corsé todo lo necesario, pero Leda se mantuvo firme y señaló las poco atractivas arruadas que quedaban alisadas con los cordoncillos adecuados. Luego lady Catherine se encargó de buscar a su madre y atormentarla para que ella también asumiera la misma forma de reloj de arena. En algún momento durante los apresurados recorridos de una habitación a otra, Leda recibió un mensaje del señor Gerard, quien otra vez señalaba el invernadero como lugar de encuentro, pero ella apenas lo miró con rapidez antes de ir a verificar un pliegue muy arrugado de la cola del traje de lady Catherine. A las nueve y media estaban todos reunidos en el vestíbulo mientras Leda llevaba a cabo una inspección de último momento, asegurándose de que lord Ashland tuviera el boleto de admisión del Camarero Mayor, enseñando a lord Robert a mantener el sombrero de tres picos bajo el brazo y a no olvidarse por ninguna razón de
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que llevaba una espada con el traje de corte de terciopelo azul oscuro, ya que parecía inclinado a darse vuelta y apuñalar a las damas sin darse cuenta de ello. Lady Ashland se veía tan pálida y tan incómoda en la simple y elegante seda de color lila agua que Leda se dejó llevar por el impulso de abrazarla. -¡Todo está perfectamente bien, milady! ¡No se preocupe por nada! –susurró. Su señoría sonrió de pronto y apretó la mano de Leda. -¡Ojalá ninguno de nosotros haga algo demasiado llamativo! Leda dio un paso hacia atrás. -Debo decirle, señora, que en el salón de madame Elise vestí a la mitad de las damas que van a estar presentes y que ninguna de ellas es tan hermosa como usted ni está tan bien acompañada. Ni siquiera la princesa de Gales. Así que, si encuentra que la gente clava la mirada en usted, recuerde que es sólo por admiración. ¡Manõ! –gritó lady Catherine-. ¡Baja a vernos! ¡La señorita Etoile dice que vamos a ser las damas y los caballeros más hermosos allí! Y sabe de lo que está hablando. Leda levantó la vista y vio que el señor Gerard estaba en la escalera. Bajó con las muletas y se detuvo en el escalón más bajo; luego se recostó contra el poste de la escalera. -Claro que sí. Tu magnificencia salta a la vista. -¡Ay, me gustaría tanto que pudieras ir! –dijo lady Catherine-. Y usted también señorita Etoile. ¡No es justo! Antes de que ninguno de ellos pudiera responder, Sheppard entró desde el pórtico y anunció que el carruaje los estaba esperando. Lord Ashland tomó el brazo de su esposa.
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-No estropeemos los buenos esfuerzos de la señorita Etoile llegando tarde, Kai… ¿podrías arreglártelas para que Robert te acompañe hasta la puerta? Con el exagerado estilo de una princesa, lady Catherine le ofreció la mano enguantada a su hermano, quien hizo una pequeña reverencia y la apretó debajo del brazo, al tiempo que giraba con un movimiento cuidadoso para evitar que se enredara la espada en la cola del traje de de su hermana. Leda aplaudió. Luego siguieron sus padres, muy en su papel de marqués y marquesa de Ashland, pensó Leda con orgullo. Quiso que todos ellos brillaran entre la noble concurrencia que asistiría a Westminster. -Realmente es una lástima lo de su herida –dijo Leda, cuando se volvió hacia el señor Gerard, mientras el mayordomo y un lacayo seguían a la familia afuera y cerraban la puerta tras ellos-. Qué pena que no pueda ir con ellos. -No hubiera ido de todos modos. –Gerard estaba de pie con el entablillado descansando contra el borde de la escalera. Los pantalones tenían un pedazo de tela adicional a lo largo de la costura exterior para cubrir el vendaje y el pie estaba embutido en una media oscura.No fui invitado. -Ah. –Leda se retorció la falda con turbación.Pensé… no me di cuenta… esto es… pensé que era por su indisposición – terminó débilmente. -No –dijo él con una leve sonrisa-. Es que nadie sabe quién demonios soy. Ella lo miró allí de pie, tan cómodo, con el brazo alrededor del ornamentado poste de la escalera. “Yo sé quién eres”, pensó con un súbito estremecimiento en la espalda. “Un ladrón”. Un ladrón asombroso y misterioso, quien podía caminar en la noche como un felino de la selva. Que se
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movía con gracia con un yeso y muletas a sólo cuatro días de haberse roto un hueso. Leda se aclaró la garganta. -Ya veo –dijo e intentó que pareciera una revelación común. El soltó el poste y puso las muletas sobre el piso de mármol del vestíbulo y bajó el último escalón con facilidad. -Fui más o menos adoptado. Criado y alimentado. En Hawai lo llaman hãnai. En Inglaterra, parece que no saben cómo denominarlo. -Ah –dijo ella de nuevo. Pensó en decir otra cosa, pero no pudo resignarse a admitir que ella también era… adoptada, más o menos. En cambio lanzó una rápida mirada al reloj que colgaba sobre una mesa lateral-. Se acercan las diez. Creo que deseaba reunirse con todos otra vez en el invernadero, ¿no es así, señor Gerard? -Eso estaría muy bien, señorita Etoile –dijo él. Leda no le hizo caso al tono burlón y lo precedió hacia el lugar acordado; esperaba ver la misma reunión de criados que el día anterior. Cuando llegó a la galería vacía, que daba a la calle, tan llena de gente como el día anterior, pero que esta mañana estaba llena de peatones y carruajes que se dirigían hacia el sur, se dio cuenta de que hoy no sería igual que ayer. El cortejo no pasaría por Morrow House, en dirección a Westminster. No había nada que observar desde el invernadero y el personal no estaba allí congregado. Se tomó esto como una gran traición e intentó recordar cómo él la había llevado a creer que los criados se iban a reunir hoy también en el invernadero. El Hecho de que no pudo en verdad determinar específica evidencia de que el señor Gerard hubiera dicho algo así sólo la hizo sentir que se estaba comportando aún peor. Cuando él llego con las muletas unos minutos después de ella, Leda se negó a sentarse y arqueó las cejas.
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-Creo que estaría cómodo si Sheppard estuviera de servicio –dijo en tono helado. -Sheppard tiene el día libre –dijo él, y se dejó caer en el rewcargado sofá de minbre, apuntalándose contra el respaldo con el brazo. Levantó las pestañas.- Todo el personal tiene el día libre. Hay carne para los emparedados en el refrigerador. Espero que no le moleste prepararlos. Leda se quedó con la boca abierta y luego la cerró de golpe. -¡Sí, sí me molesta! ¡Me molesta mucho! Tengo idea de su rango y de la distinción de esta casa, aunque usted no los tenga. ¿Quién les dio el día libre, si se me permite preguntar? El pareció sorprenderse un poco ante su vehemencia. -Yo. -¿Y lord y lady Ashland estuvieron de acuerdo? -Aquí el personal es mi responsabilidad, señorita Etoile. Nadie va a llegar a casa sino hasta después de las cinco; además del servicio de Acción de Gracias, luego habrá un almuerzo enorme y una revista en el palacio de Buckingham. Dudo que regresen antes del anochecer. ¿Por qué mantener a los criados aquí sentados, cuando podrían estar fuera disfrutando del gran día? Leda se negaba a admitir ningún razonamiento acertado en una defensa tan débil. -No tendrían por qué haberse quedado sentados. –Comenzó a caminar agitadamente a lo largo del invernadero.- Hay que pensar en la cena, cuando la familia llegue a casa. Hay que ayudar a las damas con sus arreglos personales; la camarera de lady Ashland no ha limpiado adecuadamente los engarzamientos de las joyas de milady… tuve que arreglar de nuevo yo misma la amatista. Los zapatos de lord Robert podrían soportar una lustrada mejor que la que les dio hasta ahora su
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camarero personal. Usted mismo necesita atención. Usted me contrató para ser su secretaria, señor Gerard, y no su cocinera. -Hizo muy poco en su condición tal –murmuró él. Leda sintió que sería mejor no acusar recibo de tan bajo golpe. Adoptó una actitud militante. -Me disgusta que Sheppard haya accedido a esto. Con eso no mejora la opinión que tengo de él. Por lo menos debería haber insistido en que se quedara el personal mínimo. El señor Gerard echó la cabeza hacia atrás. La boca se le curvó levemente hacia arriba. -¡Lo hizo! –dijo Leda triunfante. -Sí, estaba un poco obstinado. -Creo que ahora ve usted que mi opinión está justificada. -Al parecer tengo un buen ojo para contratar empleados tercos. -Eso es exactamente lo que diría un hombre. No se puede dejar que los caballeros traten sensatamente a los criados. Insisten en hacerse cargo de todo y luego le echan la culpa de los problemas al personal, cuando es su propia falta de juicio lo que provocó la situación. Permítame saber qué es mejor en estas circunstancias, señor Gerard. Sheppard es un mayordomo excelente. Debería darle rienda suelta para que haga su trabajo de la manera que él considere mejor. –La asaltó entonces un súbito pensamiento. Se volvió de repente, caminó hasta el salón y tiró de la campanilla. Antes de que Sheppard apareciera en la puerta pasaron unos breves instantes, el tiempo suficiente para dirigirse de la cocina hasta el vestíbulo sin apresurarse, pensó Leda. -¿Señorita? –preguntó, con una muy agradable sensación de sereno respeto, como si ella hubiera sido miembro de la familia. -Sheppard. Deseaba saber si usted va a salir esta mañana.
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-No, señorita.-Le dirigió una astuta mirada.- Vi el carruaje de Su Majestad muchas veces. No tengo la más mínima intención de meterme en el bullicio de las celebraciones del Aniversario. Si necesita algo, debe llamarme. ¿Sabe a qué hora desearía el almuerzo el señor Gerard? -Lo siento, no lo sé. –Leda mantuvo el semblante grave.- Puede interrumpirnos en cualquier momento para preguntárselo a él. En cualquier momento. La puerta va a estar abierta. -Muy bien, señorita. –Sheppard asintió con la cabeza en aceptación y se retiró. Leda regresó al invernadero, satisfecha de que Sheppard entendiera el asunto ya que su amo evidentemente no lo hacía. Se sentó en la misma silla que le habían indicado el día anterior y mantuvo la espalda erguida. -Bueno, señor Gerard. Sheppard me asegura que va a estar aquí a su disposición, así que nos vamos a arreglar con ello, considerando que este es un día excepcional en muchos aspectos. No es probable que haya visitantes, así que no nos vamos a preocupar por esa dificultad. El apoyó la mano contra la mejilla, tal como había hecho el día anterior. -Gracias, señorita Etoile –dijo, con una pequeña y extraña sonrisa. -De nada –dijo ella, algo turbada, ya que temía haberlo enojado y de algún modo más desconcertada por su sonrisa-. Es sólo lo que le debo como mi jefe. Deseo que se ocupen de usted correctamente. -Me parece que usted cuida bien mis asuntos. Leda se sonrojó y lo miró con sospecha, en busca de algún signo de burla. El tono de él no pareció ser irónico y la manera en que la miró la hizo sentir bastante tonta y débil por dentro, llena de satisfacción ante el
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cumplido. Las comisuras de sus labios se elevaron en una sonrisa tímida y luego se miró las manos. -Le agrada usted mucho a Kai -dijo él. Leda sintió que el placer del anterior cumplido se desvanecía abruptamente. -¿Lady Catherine? -Volvió a poner una sonrisa educada en el rostro.-Me honra que piense así. -Todos piensan así. -Eso es muy gratificante -dijo-. Los Ashland son personas muy distinguidas. El asintió lentamente, como si sus pensamientos no estuvieran realmente allí. -Tiene dieciocho años -dijo, luego de una pausa. -¿Ah, sí? -dijo Leda, ya que él pareció dejar una pausa para que ella hiciera algún comentario-. Por cierto, es una muchacha encantadora. Muy fresca e inocente. El perdió la expresión pensativa de los ojos; ahora miró a Leda con una súbita expresión preocupada. Leda se apresuró a añadir otro comentario. -Estoy segura de que va a ser muy bien aceptada. Es algo inocente, pero entiendo que la sociedad recibe con beneplácito a las muchachas norteamericanas en estos días. Quiero decir, lady Catherine no es norteamericana, por supuesto, pero a las muchachas con... eh... -Se aclaró la garganta delicadamente- ... que se conducen de acuerdo a la costumbre norteamericana. No se espera de ellas que conozcan cada pequeño matiz de etiqueta. Su familia está claramente aceptada por la sociedad; estoy segura de que la reina concedió muy pocas audiencias ayer, y es el mayor posible cumplido que puedan tener con ella el que le hayan ordenado asistir a una tan pronto. Esta visión del asunto no pareció tranquilizarlo demasiado. Frunció aun más el entrecejo y se frotó una ceja. -Señorita Etoile -dijo abruptamente-. Usted es una mujer.
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Leda levantó un poco la cabeza. Colocó ambas manos sobre el regazo e intentó pensar cómo hubiera respondido la señorita Myrtle a una afirmación tan audaz; no sabía si mostrarse satisfecha de sí misma o alarmada. -Usted tiene experiencia en el mundo -continuó él, antes de que pudiera decir nada-. Usted conocerá cosas... entenderá cosas... que no son tan evidentes para un hombre. Para alguien como yo. Sintió una peculiar mezcla de alivio, decepción y placer ante la idea de que ante sus ojos parecía ser sofisticada y dueña de sí misma. -Bueno, sí, tal vez tenga razón. -La señorita Myrtle siempre había dicho eso. No se había sumado a esa idea moderna de la igualdad de los sexos. Las mujeres eran claramente superiores. -¿Tiene pluma y papel? -preguntó él. -¡Ah! -Se puso de pie.- Qué tonto de mi parte. Lo siento mucho. Leda se dirigió con rapidez a la biblioteca y regresó con una pluma y un cuaderno nuevo que se procuró del surtido que allí había. Volvió a sentarse, intentó no parecer demasiado sofocada y lo miró con expectación. -Deseo empezar a cortejar a esa señorita -dijo él, como si estuviera anunciando un arreglo comercial-. Me gustaría que me ayudara a planear la mejor forma de hacerlo. Leda parpadeó. Cerró el cuaderno que había abierto sobre su falda. -Discúlpeme, señor. No creo que lo haya entendido bien. El la miró directamente a los ojos. -Sí que entendió.
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-Pero, creo con seguridad que el hecho de que usted la corteje... es un asunto excesivamente privado. No desearía que fuera asunto mío. -Apreciaría muchísimo que fuera asunto suyo. No estoy muy versado respecto de cómo quieren las damas que las cortejen. No quiero cometer ningún desacierto. Sonrió levemente. Leda estaba tiesa como un palo. -Pienso que usted está burlándose de mí, señor. La sonrisa de Gerard desapareció. Volvió la cabeza y miró a través de las plantas y las flores hacia las copas de los árboles del otro lado de la calle. Cuando se dio la vuelta otra vez, sus ojos eran fríos e intensos. -No me estoy burlando de usted, le aseguro. Su sombría concentración la desconcertaba. Era como verse observada por una estatua griega de ojos de plata que hubiera cobrado vida entre las sombras del vestíbulo de mármol. Se apretó más contra la silla. -Realmente, señor Gerard -dijo débilmente-. No puedo imaginar que un caballero como usted no esté perfectamente familiarizado con... el cortejo de damas. El produjo un sonido de desdén y con la mano rascó el respaldo mullido y acolchado del sofá. Se apoyó contra el mismo, como si fuera a ponerse de pie y luego abandonó el esfuerzo y esbozó una mueca. -Bueno, no lo estoy-dijo acaloradamente-. ¿Qué le hace pensar que lo estaría? Leda se encogió aun más en la silla. -No debe imaginar... no lo dije como un insulto. Es sólo que... usted realmente es un caballero excepcionalmente bien parecido... La miró con tanta violencia en los ojos, que la voz de Leda se diluyó. -A ella no le importa en absoluto cómo soy, gracias a Dios -murmuró, como si fuera el jorobado de Notre Dame.
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Leda dudaba de que muchas otras damas hubieran sido tan ciegas como lady Catherine. Era magnífico, aun cuando estaba allí sentado en un malhumorado silencio, contemplando el entablillado, un Gabriel meditativo tocado con alas oscuras e invisibles. -Este es un asunto de suma importancia para mí dijo de pronto, sin mirarla. Leda manoteó el cuaderno. -No sé cómo empezar -dijo él entre dientes. Leda abrió el cuaderno, tomó la pluma y manchó con ella el papel secante que estaba escondido dentro del anotador. Observaba cómo la tinta se extendía desde la punta. -¿Ella no conoce sus... intenciones? -se atrevió Leda a preguntar. -Por supuesto que no. Hasta ahora ha sido demasiado joven... no desearía imponerme sobre ella. Piensa en mí como en un hermano. Leda se permitió una sonrisa irónica hacia sus adentros. -Tal vez más como un tío, diría yo. -¿Cree que soy demasiado viejo para ella? preguntó ásperamente. La pluma de Leda soltó otro borrón ante una pregunta tan precisa. -No, señor -dijo-. Claro que no. -Todavía no tengo treinta años. No sé exactamente. Veintisiete o veintiocho, creo. Leda se mordió el labio y mantuvo la cabeza cuidadosamente inclinada sobre el libro. -No creo que eso importe mucho -dijo. -Esperaría hasta que ella fuera mayor, pero temo... -Se interrumpió súbitamente y tamborileó con los dedos el brazo del sofá de mimbre.- Podría llegar a ser suficientemente grande como para interesar a uno de
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estos malditos lores ingleses con sus feudos y señoríos, de todos modos. Leda frunció los labios. -Estoy segura de que usted no querrá habituarse a usar malas palabras en su presencia -dijo tranquilamente. -¡Le pido disculpas! -El encontró los ojos de Leda y miró hacia otro lado inmediatamente, dejando una breve quemadura de emoción a duras penas reprimida. Leda agachó la cabeza de nuevo. Para ella, casi parecía que él se sentía molesto por ella misma y no por una vaga amenaza de lores ingleses. No era en absoluto una conversación normal... él sólo la miraba por momentos y parecía preferir no mirarla del todo, ya que cada vez que lo hacía, su rostro se tensaba duramente, producto de algún fuerte sentimiento que Leda ni se podía imaginar. Vergüenza, seguramente (el tema era lo suficientemente incómodo), pero había algo más en su expresión, algo sutil y perturbador. Leda se sentía dolorosamente cohibida y los dedos le temblaban. La mancha de tinta bajo la pluma se hizo más grande y ella la observaba tímidamente, con la cabeza agachada. Un fuerte silencio se interpuso entre ellos, un brillante misterio, lleno de inquietantes fantasías. -Va a ser considerada una heredera -dijo él en tono vago, en la forma en que alguien continuaría con el hilo de una conversación que se había perdido en la meditación. Lady Catherine. Estaban hablando de lady Catherine, por supuesto. -Me imagino que eso es verdad -dijo, después de aclararse la garganta. Ella hizo un esfuerzo para levantar la vista. El estaba observando las manos de Leda, pero justo cuando ella levantó la cabeza miró hacia otro lado y agarró el periódico que estaba a su lado en el suelo. Mientras se sentaba lo extendió sobre sus rodillas.
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-Quiero que tome algunas notas -dijo. Dobló el periódico y lo apoyó contra la cadera al tiempo que le fruncía el entrecejo como si lo que deseaba saber pudiera estar allí escrito. Leda estaba sentada con la pluma apoyada sobre el libro. Esperaba que no hablara demasiado rápido al dictar. -¿Qué me recomienda hacer primero? -preguntó. -¿Con respecto a lady Catherine? -preguntó Leda dubitativamente. -Por supuesto. -Sacudió con ruido el periódico.¿A qué otra cosa podría estar refiriéndome? -Bueno, yo... me encuentro algo perdida, señor Gerard. -Supongo que no hace mucho que la conoce -dijo, con un leve gesto de malhumor en su magnífica boca-. No se puede esperar que ya conozca sus gustos. -Dobló el periódico, lo extendió y luego lo enrolló entre las manos.La conozco desde que era un bebé y tampoco podría yo explicarle cuáles son. Leda no tuvo una pronta respuesta a eso. El tema la turbaba profundamente. Mantuvo el periódico enrollado entre las manos y lo miró con el entrecejo fruncido. -¿Cómo desearía que la cortejaran a usted, señorita Etoile? Leda sintió una repentina y dolorosa debilidad en el fondo de la garganta. Desalentada, fijó la vista en el cuaderno borroso, desesperada por ocultarse a sí misma y a su estupidez. -No estoy segura -dijo muy rápidamente para que tal vez no se diera cuenta de que algo andaba mal con su voz. -¿No tiene ni una sola sugerencia? -Golpeó el periódico contra la palma de su mano y soltó una breve y
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seca risa.- Piénselo al revés, entonces. ¿Cómo no le gustaría que la cortejaran? Leda parpadeó con rapidez. El rostro avergonzado del sargento MacDonald, todo rojo y triste e impotente, se cristalizó contra la hoja en blanco de líneas azules. -No desearía que me despreciaran -dijo-. Desearía que... sacaran la cara por mí. Sintió que el señor Gerard la estaba mirando. Lo sintió, porque no podía levantar la cabeza... no después de decir algo tan absurdo. Pensó que él se reiría de ella o que pensaría que estaba loca. -Ya veo -dijo él lentamente. -Discúlpeme. Eso difícilmente hace al caso, ¿no es así? -Enderezó la espalda e intentó por todos los medios ser enérgica. Tomó con fuerza la pluma y anotó la fecha y la hora y el lugar en el borde superior de la hoja.- Pienso que... creo que la convención exige que usted empiece por pedir permiso al padre de lady Catherine para cortejarla, si es que ya no b hizo. ¿Quiere que tome nota de eso? El alargó el brazo para alcanzar las muletas y se puso de pie con un impulso; dio un paso tambaleante hasta que quedó de frente a la gran ventana. -Nunca la abandonaría a nada... ni al desprecio ni a ninguna otra cosa. Nunca. Supongo que ella lo sabe. ¿Cree que debería decírselo? Leda miró su espalda, sus hombros anchos y atléticos y la fuerza de sus manos. Recordó su rostro cuando ella le había vendado la pierna: concentrado y severo y hermoso en su intensidad. No, este hombre no palidecería ante nada. Podía ser cualquier otra cosa, pero no era débil. -Estoy segura de que lo sabe-dijo Leda. "¿Cómo podría no saberlo?", pensó.
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El la miró de soslayo. Ella no podía mantener su mirada ni siquiera por un instante. Algo dentro de ella se lo impedía. Leda evitó sus ojos y buscó concentrarse en una orquídea que colgaba cerca de su hombro. -Me contó acerca del tiburón, recuerda. Parece que le gusta mucho esa historia y la parte que usted tuvo en ella. -Sí -dijo-. Siempre cuidé de ella. -Usted es muy bueno -dijo Leda mecánicamente-. Estoy segura de que lady Catherine le está muy agradecida. El permaneció en silencio un largo rato y miraba por la ventana. -Entonces -dijo por fin-. ¿Debo decirlo a lord Gryphon? Supongo que es sensato. -Este programa no parecía entusiasmarle demasiado. -Creo que la mayoría de los caballeros opinan que es terrible hablarle a los padres -dijo Leda tratando de poner una nota de simpatía en la voz-. En este caso, como lord Ashland conoce muy bien sus datos esenciales y sus antecedentes, se trataría simplemente de una cortés formalidad. Agarró otra vez la muleta. -Qué optimista me parece usted. -No creo que pusiera ninguna objeción... interrumpió ella. -¿Salvo que me conozca tan bien como usted? Leda se humedeció los labios y jugó nerviosamente con la pluma. -Espero no haberme equivocado con usted, señorita Etoile. Le di el poder de destruirme. ¿Es usted una traidora? -No -susurró ella, sin saber por qué o por qué no, pero segura de que, Dios la perdonara, no iría a contarle
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a lord Ashland que el hombre que deseaba casarse con su hija era un merodeador nocturno y un ladrón. El señor Gerard la miró directamente a los ojos, con tanta intimidad y complicidad que Leda sintió por todo su cuerpo el brote de un doloroso placer. "Si sólo", pensó ella, era una flaqueza que se había cuidado de evitar toda su vida. "Ah, si sólo..."
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Corazón de espada
Hawai, 1879
-El guerrero que avanza encubierto evitará las cosas saladas, las cosas condimentadas, comida picante con aceites, ajo y demás ingredientes similares -dijo Dojun- No le revela su presencia al enemigo con lo que tocó o por dónde estuvo... sus pasiones no lo traicionan. Shinobi es ser uno escondido. Otra forma de expresar esto es nin, que es paciencia, resistencia, perseverancia. Samuel escuchaba las palabras, las diez mil repeticiones. Sus intrigas habían sido tan fáciles como ofrecer más garantías para un préstamo en un negocio de la Arcturus, al ofrecer una gran donación para la compra del primer motor a vapor en Honolulu y tan arriesgadas como enredarse con una sociedad secreta china de Hoong Moon que se dedicaba a asegurar los pagos Una mañana en la oficina del puerto, cuando se agachaba para encender el fogón a gas... olió a pólvora un instante antes de encender el fósforo. -Piensa -dijo Dojun-. Que el signo nin se crea escribiendo el signo de espada" sobre el de "corazón". Shinobideru es salir en secreto; shinobikomu es entrar a hurtadillas; shinobiwarai es la risa silenciosa; el jihi no
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kokoru es el corazón misericordioso. Todas estas cosas son tuyas. No rivalices. No desees Sé como la hoja de bambú doblada por el rocío... la hoja no se sacude para dejar caer la gota y aun así, cuando llega el momento, el rocío cae y la hoja rebota y libera fuerza. Samuel pensó en la hoja. No pensó en ella de forma consciente, sino en que no existían fronteras entre él y el bambú y la gota de rocío. Algo se movió casi fuera de su alcance visual. La gota cayó. El cuerpo de Samuel se deslizó hacia atrás con el golpe de Dojun, cedió al impacto del golpe y resbaló para evitarlo. Volvió a la posición arrodillada. Ahora no había ningún hombre en Chinatown, pãke oriental o kanaka nativo, que pudiera avanzar sobre él. Samuel lo sabía. Podía estar de pie en una calle de Chinatown y sentirlo, como también podía sentir el picante y nauseabundo olor a opio que flotaba sobre el olor del barro, de los pescados y de los mangos. Nadie le prestaría atención en particular; nadie daría un rodeo a su alrededor como fuera merecedor de un respeto exagerado, pero algún hawaiano corpulento que cuidaba la puerta de la casa de juegos más próxima lo observaría con una indolente sonrisa de hermandad. Con su cabello rubio y su estatura, Samuel no era el único fan kwai que operaba en Chinatown, pero el principal tipo extranjero, ya que ahora Arcturus era el negocio no chino más importante en el barrio, porque Samuel hacía convenios con todo aquel que fuera justo y cumpliera con su palabra y si surgía la necesidad, luchaba con fuego contra el fuego. Dojun aún le exigía hasta el límite de sus reservas. Hacía mucho que se había establecido una extraña competencia entre ellos, algo tan improductivo como entrar en un salón y buscar camorra con marineros borrachos, como práctica. Samuel se había encontrado con borrachos agresivos una o dos veces y era demasiado fácil girar, ceder y dejarlos que se derrotaran ellos
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mismos al caer de rostro contra el suelo. No, era Dojun quien lo desafiaba, quien tiraba de los hilos invisibles y encontraba las sutiles desavenencias y deficiencias en los asuntos de Arcturus, en donde no tendrían que haber existido dificultades inesperadas. Era Dojun quien medía a Samuel y Arcturus con todos los clanes y las facciones de Chinatown, uno tras otro y luego dejaba que él encontrara el camino, ya fuera por la fuerza como por la astucia. Ahora sabía lo que se sentía al pelear de verdad. Rompían tu cabeza kotsun, tú no te quitabas del camino. Así que se quitaba del camino y luego regresaba... para girar sobre un eje, golpear con fuerza y deslizarse en silencio. Viento. Fuego. Agua. Y siempre estaba Dojun, hablando de paz e instruyéndolo en la violencia, diciéndole que debía tomar el despiadado centro que había descubierto dentro de sí y convertirlo en serenidad y quietud. Dojun podría haberlo golpeado miles de veces. Y miles de veces Dojun detenía el ataque casi a punto de completarlo; nunca tocaba a Samuel; nunca rompió su promesa. -El guerrero shinobi debe llevar la verdad dentro de él. -La voz de Dojun era calma e inexorable.- No pelea por dinero ni por amor a la destrucción. La fortaleza y el poder no son nada. El mantiene un propósito. Es una ilusión dentro del mundo real; se da a sí mismo un disfraz, tal como la santateresa imita a la rama, sin convertirse en la rama. No se olvida de que es una santateresa. Debes tener cuidado con ello. Samuel se inclinó profundamente en reconocimiento, con las manos apoyadas contra las caderas y las palmas hacia abajo. -¿Qué haces con respecto a las mujeres, Samuasan?
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La pregunta llegó suavemente, una bomba explosiva, tan inesperada como uno de los golpes de Dojun. Samuel sintió que el rostro se le encendía; el cuerpo se le inundó de vergüenza. -Ah. -La voz de Dojun estaba interesada.- Te quitan la armonía. Samuel no sabía qué decir. La torpeza se había apoderado de sus brazos y piernas; simplemente permaneció allí sentado como una bestia muda, esperando que Dojun llegara dentro de él y deshiciera en mil pedazos esa parte de él. -¿No sales con mujeres? -Tenía la forma de una pregunta, pero Dojun habló como si estuviera completamente seguro. -No -susurró Samuel, quien miraba fijamente hacia adelante. Dojun no habló por unos breves instantes. -Las mujeres congestionan los sentidos -dijo luego con voz pensativa- En general, es mejor evitarlas. Es mejor vivir en las montañas y comer alimentos ligeros, y así los sentidos se agudizan; un guerrero puede percibir una mujer a distancia y hasta puede saber qué se trae entre manos sin siquiera verla u oírla. Pero las mujeres son deseables, ¿verdad? Un guerrero debe conocer sus propias debilidades. Los cuerpos de las mujeres son hermosos, se mueven con gracia, sus pechos son redondos, la piel es dulce y suave al tacto. ¿Piensas en ello? Samuel permanecía en silencio. No tema palabras para aquello en lo que trataba de no pensar. Sólo tenía las imágenes que lo acosaban hasta una cruel desesperación y de pronto, con toda evidencia, no hubo forma dé ocultarle a Dojun lo que le producían. Una abrasadora humillación lo cubrió mientras se traicionaba a sí mismo como no lo había hecho desde que era escolar. -Tu cuerpo responde a este apetito aun mientras hablo de ello, Samua-san.
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Samuel sintió que la sangre corría pesadamente por las venas. Mantuvo los ojos abiertos y miró hacia el espacio. Inhalar. Exhalar. Se sentía como si se estuviera ahogando. La voz de Dojun se onduló con suavidad en el silencio. -Esto es shikijõ, desear, ponerse de todos colores por una mujer. Las mujeres te perturban. Pero, a causa de la pasión de un hombre por una mujer, el ki, la fuerza universal de vida, se convierte en algo concreto y se crea una nueva vida. Es una cuestión delicada. No está mal que un guerrero se acueste con una mujer, pero en muchas maneras es mejor que no lo hagas. No debes ceder ante las debilidades personales. Debes tener los principios esenciales dentro de ti: rectitud, valentía, compasión, cortesía, total honradez, honor, lealtad. Por estas cosas lo sabrás. Como todo lo que Dojun le enseñaba, era simple y al mismo tiempo dolorosamente complejo. Pero en esta sola cosa Samuel se ocultó, mantuvo escondida la terrorífica fuerza de su apetito, hasta de su maestro. No tenía ninguna rectitud para controlarla, nada de cortesía nada de honor, nada de compasión. Sólo el temor de perderse a sí mismo, que le llegaba a los huesos de caer, caer, caer por un pozo hacia la nada. -En cambio, toma esta energía del shikijõ y utilízala en el arte que te enseño -le aconsejó Dojun-. Es el vigor de un hombre joven. Concentra tu ki. Samuel hizo una reverencia para demostrar su gratitud por la lección, como si hubiera sido como las otras. -No disipes la fuerza de tu vida en mujeres. -No, Dojun-san -dijo Samuel. -Recuerda que esta es una especial debilidad dentro de ti. Ejercita la disciplina en todas las cosas. -Sí, Dojun-san.
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-Eres un guerrero. Tu corazón es una espada. Samuel hizo otra reverencia y cerró los ojos.
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La señorita Myrtle nunca había tenido nada en contra del espíritu de la curiosidad benigna; es más, a menudo decía que añadía un toque de sabor picante; que mucho se necesitaba, a la conservación de aquellas damas que se conocían bien y quienes no tenían hábitos dañinos como por ejemplo, la tendencia a chismorrear o entrometerse, lo cual echaba a perder el carácter. Las damas de la calle South estaban de acuerdo con ella con respecto a que ninguna lo era. La señorita Lovatt pareció estar algo sorprendida por un momento, cuando Leda le anunció su nuevo puesto. -¡Amanuense! –exclamó. -¡Qué palabra tan larga! –murmuró lady Cove-. No me gustaría que me pidieran que la deletreara, aunque no dudo que nuestro querido papá la hubiera deletreado enseguida y también a la perfección. -Debe de ser latín, ¿no es así? –La señora Wrotham se sentía recelosa.- Nunca me sentí muy cómoda con el latín. Parece un idioma tan masculino, y para colmo es una lengua muerta. ¿Por qué podría uno desear poner palabras en su boca que ya no están vivas? Lady Cove tembló.
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-Como tragar un pescado. -¡Pescado! -La señorita Lovatt le frunció el entrecejo a su hermana con exasperación.- La palabra no tiene nada que ver con pescados. Es una persona que escribe al dictado. -Sí -dijo Leda con rapidez-. Y tengo mi propia habitación en la casa y cualquier provisión necesaria para la correspondencia, papel nuevo, plumas y demás y en vez de tener un escritorio común, el señor Gerard me dio un secreter muy fino, que fue encargado por el padre de lady Ashland, el difunto conde de Morrow. Lo diseñó Su Señoría en persona y fue construido a medida con madera preciosa traída de los Mares del Sur. El señor Gerard dice que lord Morrow fue un gran viajante y explorador y su casa está llena de cosas exóticas. -¿Su Señoría hablaba latín? -preguntó ansiosa la señora Wrotham. La señorita Lovatt discrepó con esta pregunta ya que no tenía nada que ver con el punto principal. Luego humilló furiosamente a la señora Wrotham con la aguda sugerencia que el propio señor Wrotham, sin mencionar a lord Cove, había, por cierto, hablado latín; o, por lo menos lo había leído, como cualquier otro caballero que hubiera ido a Eton. -Te das cuenta, por supuesto, de lo que debe ser esa familia -dijo y recorrió con una mirada de cejas arqueadas a la pequeña concurrencia. Leda y las otras damas confesaron humildemente su ignorancia. -Debes ser demasiado joven como para recordarlo -le aseguró la señorita Lovatt a Leda-. Pero lady Cove y la señora Wrotham se deben acordar de ello. La tragedia de los Ashland... ¡ah, debe hacer como cuarenta años de eso! Toda la familia, también los niños pequeños, perecieron en un incendio en el barco a su regreso de la India. Algo terrible, terrible... el pobre y anciano marqués se quedó aquí en casa con nada... creo que su heredero
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era soltero y la familia del hijo menor también estaba a bordo. Murieron todos quemados, todos y cada uno de ellos. -¡Sí, sí que me acuerdo! -dijo lady Cove, con una triste sacudida de la cabeza-. Fue una desgracia terrible. Lo recuerdo perfectamente; fue el año en que lord Cove hizo el viaje de negocios a París y hasta La Crónica de St. James escribió acerca del desastre porque la familia era de tan alto linaje; escribían acerca de los pobres niños y de cómo los habían matado los piratas. Y luego, poco después, ocurrió el motín en la India... y ¡ah, las historias espantosas y repugnantes! No lo podía soportar; no podía leer acerca de ello, pero la gente seguía hablando de todo eso hasta que se te rompía el corazón. -Sí, en verdad... espantosas -dijo la señorita Lovatt, desembarazándose con rapidez del motín en la India.- Pero recuerdas qué sucedió con el asunto de los Ashland al final. El nieto no había fallecido y navegó por el mundo hasta que se hizo un hombre en el mismo barco que se suponía que se había quemado y luego regresó y se vengó con su primo... -De pronto se detuvo y frunció el entrecejo. Se veía algo perpleja- Creo que era el primo; no me acuerdo del nombre ahora... Ellison... Elmore... -¡Eliot! -dijo lady Cove, irguiéndose en su silla con las manos que le temblaban por la emoción-. ¡Ah, sí, lo recuerdo como si fuera ayer! ¡El gran juicio! -El último juicio de un noble ante los lores entonó la señorita Lovatt; quien mantenía el tono de voz apropiado conforme a la solemnidad del tema-. A petición de Su Majestad. ¡Ahí tienes! Eso es lo que debe ser. Leda y la señora Wrotham sólo parpadearon estupefactas ante la triunfante conclusión de esta historia que sonaba tan confusa. -No alcanzo a comprender qué tiene que ver el quemar niños pequeños en la Cámara de los Lores con
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Leda, como tampoco qué tiene que ver el latín -dijo la señora Wrotham con voz herida. -Por supuesto que no tiene nada que ver con el latín -manifestó con seguridad la señorita Lovatt-. El puesto de Leda debe ser con el mismo hombre. Lord Ashland. El marqués. -No, no -dijo Leda-, No es en absoluto el marqués. Su nombre es señor Gerard. La señorita Lovatt le dirigió una mirada de compasión. -Eres una muchacha muy buena, Leda, pero no muy inteligente. Creo que no sé qué tipo de secretaria vas a ser para nadie si te confundes con tanta facilidad. No estoy hablando del señor Gerard, querida. Estoy hablando de sus relaciones. Lord y lady Ashland. Debe de ser el mismo hombre, ¿no lo ves? El propio marqués perdido. -Ah -dijo Leda humildemente. -¿Y con quién se casó? -preguntó la señorita Lovatt-. Hubo otro escándalo relacionado con eso... No puedo acertar con el nombre... ¿Morrow, dices? A Leda la mandaron a recobrar la Guía de la nobleza de la señora Wrotham que estaba en el tocador. Cuando regresó, las damas se abalanzaron sobre el libro como si este hubiera sido las tablas traídas de la montaña y discutieron delicadamente acerca de quién debía hacer la investigación. Lady Cove fue rechazada con rapidez, debido a su incapacidad para deletrear y la señora Wrotham, aunque era la única propietaria del ejemplar, no podía pasar las hojas tan rápidamente como lo deseaba la señorita Lovatt, quien finalmente tomó el volumen entre sus propias manos e identificó el nombre. -Meridon -anunció, escrutando la página con sus impertinentes-. Gryphon, Arthur. G-R-Y-P-H-0-N. ¡Qué forma pagana de deletrear Griffon! Lord Ashland, sexto marqués, décimo conde de Oxford y decimocuarto vizconde Lyndley; nacido en 1838; hijo de lord Arthur Meridon de Ashland Court y Calcuta y de lady Mary
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Caroline Ardiine; casado con lady Terese Elizabeth Collier, hija de lord Morrow; un hijo y una hija de esa unión; viajó frecuentemente en expediciones botánicas y científicas; asesor naval de Su Majestad el rey Ka... Kala... creo que no soy capaz de pronunciar eso... Su Majestad de las islas Hawai; presidente de Arcturus Limitada; director de... algún otro nombre extranjero... K-A-I-E-A... -Ah, sí -dijo Leda ansiosamente-. Esa es la propia compañía del señor Gerard. -Por favor, no interrumpas a tus mayores, Leda dijo la señorita Lovatt-. Lord Ashland es uno de los directores de la compañía, presidente de un número de lo que parecen ser organizaciones de caridad que tienen que ver con marineros, es miembro de varios clubes y como actividad recreativa prefiere la navegación en yate. Su residencia es Ashland Court, Hampshire. Otras direcciones; Westpark, Sussex, y Ho-no-lu-lu, Hawai. -Vinieron con el grupo hawaiano para el Aniversario -manifestó Leda-. Pero el señor Gerard dice que no se determinó una fecha definitiva para concluir la visita. Cree que puedan mudarse al hogar de lady Ashland en Westpark y quedarse en el otoño. -Ashland -murmuró la señora Wrotham, agitando los dedos-. Dios mío, creo que vi ese nombre... tráeme la circular de la Corte, mi querida Leda. Estoy segura de que está sobre el tocador. Leda, conociendo a la señora Wrotham, tomó esa seguridad con cierta desconfianza y finalmente localizó la circular que le habían pedido en el aparador del cuarto de desayunar. Tras otra lectura cuidadosa, repararon debidamente en los nombres de lord y lady Ashland, quienes habían asistido a varias funciones exclusivas del Aniversario, tal como había dicho Leda y se verificó que la hija de ambos, lady Catherine Meridon, ya había tenido el honor de ser presentada ante la reina. Cuando se ubicó el nombre del señor Gerard, casi por accidente, en letra
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diminuta, en la larga lista de aquellos invitados a asistir a la recepción de la reina en el jardín, la situación de Leda quedó asegurada. Si en la oficina del Camarero Mayor consideraban que era adecuado que el señor Samuel Gerard de Honolulu apareciera en las festividades de la corte (informales, en todo caso), entonces las damas de la calle South naturalmente debían hacer lo mismo. Se olvidaron los antiguos y apenas recordados escándalos. De estar algo dubitativas acerca del nuevo empleo de Leda, las damas comenzaron a tener una admiración temerosa de ella y de sus nobles relaciones. La señora Wrotham sintió que debería de haberse puesto su toca de París en vez de su segundo mejor encaje y le pidió perdón a Leda por haber obviado esa señal de respeto. Leda le suplicó que no le diera importancia, pero la anciana dama estaba en verdad afligida. No quiso que Leda pensara que era excesivamente desaliñada y manifestó su deseo de que Leda las visitara de nuevo la semana entrante. Así la señora Wrotham tendría tiempo de ordenarle a la cocinera que hiciera sus tortas especiales de limón en honor de la ocasión. Leda partió entre una cálida nube de felicitaciones, que estallaron en una simpática llamarada de gloria cuando se dieron cuenta de que el carruaje que estaba esperando fuera en la calle había sido proporcionado por el señor Gerard. Durante un breve momento, la señorita Lovatt frunció un poco el entrecejo y declaró que no estaba del todo segura que fuera perfectamente conveniente para Leda que la vieran en el carruaje de un hombre soltero; pero tras unos breves momentos de reflexión se convenció de que era un carruaje abierto, muy modestamente decorado con sólo una delgada y discreta banda de pintura dorada alrededor de las ruedas y un lacayo junto al conductor, ambos con los lustrosos sombreros de copa y guantes blancos; realmente, nadie podría encontrar nada de relajada moral en esta disposición. Creía que era una muy agradable señal de consideración el poner un vehículo adecuado al
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servicio de su secretaria. Estaba segura de que el señor Gerard era un caballero excelente. Aunque Leda, por ser íntima de las damas de la calle South, había alargado su visita un poco más que el correcto cuarto de hora, aun así regresó a Morrow House muy temprano por la tarde. Sheppard le informó que el señor Gerard aún estaba ocupado con negocios en su propia alcoba. Durante estos últimos días, Leda había encontrado que su jefe pasaba mucho tiempo haciendo negocios en su alcoba, la naturaleza de los cuales le parecía oscura, aunque evidentemente era la única que pensaba que eran circunstancias curiosas. Encontraba demasiadas cosas curiosas acerca del señor Gerard, se recordó a sí misma firmemente. El señor Gerard había pedido a Sheppard que quería verla en la biblioteca. Leda se dirigió allí obedientemente, luego de aceptar la sugerencia de Sheppard de tomar el té. Sabía por experiencia que la bandeja llegaría llena de almendrados, emparedados, bocadillos y crema en una forma muy poco decorosa, pero tras haber pasado la hora del almuerzo en la elegante escasez de la calle South, Leda estaba deseosa de ser vulgar. Pensó que con su primera remuneración, que creía que llegaría el lunes, podría mandar una gruesa y pesada canasta de comestibles del almacén de Harrods a la calle South... quizás hasta dar una pequeña cena en un salón privado de Claridges, si podía persuadir a las damas de que entraran a un hotel. Antes de que llegara el té, Leda consideró su situación: se encontraría con el señor Gerard en la biblioteca; entonces abrió las tres puertas que había en la habitación. A él no le agradaría; sin duda, insistiría en cerrarlas, pero Leda estaba decidida a hacer por lo menos el intento. Permaneció por un momento mirando a través del vacío salón de baile, admirando el exquisito trabajo
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de yesería y los enormes candelabros. Era famoso por ser el salón más espléndidamente decorado en todo Mayfair. Además de los imponentes adornos de oro y cristal, entre cada ventana había altos maceteros llenos de orquídeas naturales, con los capullos todos en tonos de amarillo y oro contra las paredes en damasco y carmesí. Leda se imaginó un vals, los vestidos flotando en torbellinos de color, mientras las damas sostenían las colas de los trajes con brazos enguantados; los caballeros morenos y espléndidos. No sabía cómo bailar el vals, pero una vez había visto uno e imaginó que debería de ser una de las sensaciones más deliciosas el girar en el piso al compás de la música melodiosa. De modo inevitable, pensó que bailaba con el señor Gerard y se dio vuelta, irritada consigo misma. Llegó su té, traído por uno de los lacayos, y Leda se volvió para sentarse en una silla de respaldo alto de faux bambú. Había traído a casa una copia del Illustrated News. Si hubiera tenido tiempo libre y la temeridad necesaria, habría ido a las oficinas del Times para pedir ver los periódicos guardados de cuarenta años atrás, pero su audacia no era tan grande como su curiosidad. Y, después de todo, era un agradable e irreprochable placer sorber el té y masticar pensativamente un almendrado al mismo tiempo que leía las últimas informaciones con respecto al Aniversario. La semana de festejos estaba casi a punto de terminar. Varias revistas estaban programadas para el día siguiente y la reunión social en el jardín de Su Majestad quedaba para el viernes. Leda leyó los detalles anticipados con un interés especial, ya que sabía que el señor Gerard había sido invitado, aunque no podría asistir. El corazón le latió con violencia cuando vio el encabezamiento de la segunda página. ESPADA JAPONESA ENCONTRADA. Debajo, un subtítulo le informaba "Ladrón aún suelto." Mientras leía con el entrecejo fruncido y concentrada, le resultó claro que no se había logrado
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nada con respecto a identificar al criminal... o, por lo menos, no se había dado ninguna noticia a los reporteros. La espada había sido encontrada por un agente inmobiliario durante una inspección de rutina en una casa desamueblada que se alquilaba en Richmond... a kilómetros de distancia de Bermondsey. Ahora que ya se habían recobrado todos los artículos robados, habría admitido una fuente privada en Scotland Yard, la investigación podría verse temporalmente reducida, ya que la policía estaba muy ocupada en otras tareas durante el Aniversario. La suma de este caso tan extraño no parecía ser más que el cierre de un número de casas cuyos sórdidos negocios no podrían soportar la notoriedad de aparecer en los periódicos. Los diplomáticos estaban ocupados calmando los ánimos y parecía que la serie de extraños robos iba en camino de ser olvidada por la prensa. Estaba tan concentrada en este tema, que sólo fue consciente de las voces en el salón de baile cuando la de lady Ashland flotó claramente por la puerta, alta y consternada. -¿Que ha pedido qué? -exclamó Su Señoría, como si no hubiera oído bien a su informante. Del grande y resonante salón de baile llegó el sonido de los pasos de lord Ashland y su voz más baja en la biblioteca, tan clara y distinta como la de su esposa. -Me pidió permiso para cortejar a Kai. Esas son sus exactas palabras. Encantadoramente anticuado, creí. Ya sabes cómo es Samuel. Leda se quedó helada con la taza de té a mitad de camino hacia los labios. Pensó locamente en que debería darse a conocer, revelar su presencia, alejarse en silencio o simplemente ponerse de pie y cerrar la puerta... pero no hizo nada de eso. Permaneció inmóvil y en silencio, escuchando... para satisfacer una benigna curiosidad.
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-Ay, Dios... sabía que esto iba a pasar -dijo lady Ashland-. Hace años que lo veo venir. -¿No te agrada? -La voz de su esposo era más suave, un poco sorprendida. -¿Qué le dijiste? -quiso saber ella. -Le dije que era bienvenido, que hiciera lo que deseara, por supuesto, qué más... -Se interrumpió ante una exclamación ahogada de lady Ashland.-No tenía idea de que te opondrías. Leda volvió la cabeza. A través del borde del adorno calado de una pantalla japonesa, podía ver el reflejo de lady Ashland en el gran espejo que estaba sobre la repisa de la chimenea. Se había llevado los dedos a la boca, como si estuviera reprimiendo un torrente de objeciones. Cuando su esposo extendió la mano y la apoyó en el hombro de ella, lady Ashland sacudió la cabeza y se dirigió a sus brazos. Leda se dio cuenta, conmocionada, de que Su Señoría estaba llorando. Leda sabía que debía retirarse. Esto no era para sus oídos. Pero permaneció en silencio. -No sabía que te sentirías de esta forma murmuró lord Ashland, acariciando el cabello de su esposa, poniendo los dedos entre la oscura masa de pelo, sin importarle que cayera entre sus manos. -Tess, ¿es por el lugar del que viene? Lady Ashland se apartó de él, agitando la cabeza. -¡No! -Sacudió la cabeza con mayor vehemencia.¡No! ¿Crees que jamás podría pensar eso contra él? No estoy preocupada por Kai. Ella le va a hacer daño. No va a tener la intención de hacerlo, pero lo va a destrozar. Lo va a deshacer en pedacitos. Es demasiado joven; nunca entendería lo que está haciendo... ¡nunca va a poder entender qué es eso! Había un tono de pánico en su voz, pero su esposo no discutió estas dura acusaciones contra su propia hija. Otra vez la abrazó y la meció en sus brazos.
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-Tess, Tess... mi hermosa Tess. Te amo más que a la vida. -Quería que él fuera feliz-dijo entrecortadamente, con la cabeza apoyada contra su hombro, sosteniéndose con fuerza contra él. -Lo sé. -Su mano acariciaba la espalda de su esposa.- Lo sé. -Si lo hubieras visto. -Se le arrugó el rostro y comenzó a llorar de nuevo.- ¡Ay, si lo hubieras visto...! -Mi querida Tess, ¿cuántas veces piensas en ello? -A veces -dijo ella con voz suave. -Escúchame. -El la apartó un poco de sí y con la mano le tocó ligeramente el cabello en las sienes- Cada vez que pienses en ello, ven a mí. Dondequiera que yo esté. Cualquier otra cosa que estuviera haciendo... no es importante. Ven y aférrate a mí. Lady Ashland aspiró profundamente y asintió. -¿Lo prometes? Ella levantó la vista hacia él. Puso ambas manos en su rostro y lo miró fijamente como si fuera algo inexpresablemente valioso. -Siempre voy a ti. -Siempre, siempre, señora -dijo él severamente. Ella sonrió a través de sus lágrimas. -Siempre, siempre, capitán. El tomó las manos de ella y las bajó, mientras las sostenía entre las suyas. -No podemos obligar a Samuel a que sea feliz, amor. Hicimos lo mejor que pudimos por él. Es su vida. Ella inclinó la cabeza. -Ojalá no le hubieras dado tu consentimiento. -Tess... ¿cómo podría haber dicho que no? Aun si hubiera sabido cómo te sentías al respecto... no hubiera podido decirle que no le iba a permitir que pensara en casarse con Kai. No hubieran importado las razones o la
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forma en que lo hubiera dicho... sabes lo que él hubiera pensado con seguridad. -Que no creemos que vale lo suficiente para ella dijo lady Ashland. Tenía la voz tan ahogada que Leda apenas lo entendió. -Peor que eso. Dios, mucho peor que eso. Somos los únicos que sabemos. Somos quienes podemos herirlo con la palabra equivocada... especialmente tú. Muy especialmente tú, Tess. Ella asintió, con un pequeño sollozo sofocado. -Le dices que no piense en nuestra hija y lo destruyes de un modo que Kai nunca podría hacerlo. -Sí... es por eso que yo nunca... -Emitió un suave y desesperado sonido.- Hace mucho que veía esto; lo sabía, pero nunca tuve el valor de hacer nada. Simplemente deseaba que no sucediera. Deseaba que algo pasara; alguien más que lo amara... él se merece alguien que pueda entenderlo y, aun así, amarlo y Kai... -Se apretó las manos.- Yo no cambiaría un solo cabello de su cabeza, pero es tan joven y despreocupada; lo trata como si... ni siquiera ella comprende la forma en que él la mira. -Va a crecer. Y va a ser más juiciosa, espero. -Demasiado rápido. ¡Ay, demasiado rápido! Y no lo suficiente. -Se alejó de su esposo.- No para Samuel. -Es un hombre maduro -dijo lord Ashland con suavidad-. Si ella le dice que no, ¿crees que no lo va a superar? Por lo menos Kai ignora claramente todo su pasado. El no se preguntaría si ella lo rechazó por eso. -¿Crees que no lo haría? -Su esposa tenía la voz triste.- ¿Piensas que en el fondo de su corazón él no cree que alguien puede mirarlo y ver eso? -Tess... -Nunca lo olvidó. No lo encontré lo suficientemente rápido. Quería que lo olvidara. El tomó su mano y se quedó mirándola, con la vista baja, envolviéndola entre las suyas. -Tú no te lo olvidaste.
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-No. Y lo que me pasó a mí, con Stephen, unos pocos meses en una fría habitación... no fue nada comparado con lo que Samuel vivió por años. Un niño tan pequeño. -Se le quebró la voz.- Un niño tan pequeño... -Ya no es un niño, mi amor. Se convirtió en un hombre magnífico. Ella se volvió hacia la ventana y se quedó en silencio. El se puso detrás de ella y la envolvió en los brazos. Permanecieron de pie juntos con la luz del atardecer flotando sobre ellos, una mujer con el brillo de las lágrimas en el rostro, un hombre tranquilo y constante, que no ofrecía soluciones ni esperanzas, sino que simplemente permanecía sólidamente detrás de ella, sosteniéndola cerca de sí. -¿Le dijiste algo a Kai? -le preguntó ella. -No, no la vi. -No se lo digas. -No va a cambiar nada, amor. -Por favor -dijo ella. El extendió la mano y unió el cabello suelto de ella en sus manos, dejando que se deslizara por entre sus dedos. -No le voy a decir nada. El no me pidió que lo hiciera. Lady Ashland se recostó contra él, aún mirando por la ventana. -Déjale tus plantas al jardinero... él las puede regar. -Lord Ashland hizo que se diera la vuelta para quedar frente a él.- Ven a pasear conmigo. Ella se enjugó los ojos. -¿Así, con esta cara? ¿A Londres? El sacó un pañuelo. -Entonces, encerrémonos en nuestra alcoba. Nos salteamos la cena y creamos un escándalo. Creo que el
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personal se está volviendo demasiado indiferente ante nuestras excentricidades. Lady Ashland emitió un sonido particular; de pronto Leda se dio cuenta de que era una risita ahogada. -Estoy sintiendo un fuerte impulso de ser extravagante -dijo su esposo-, Me gustaría verte despellejar algo desagradable. Un lagarto, tal vez. Una serpiente. Ella le dio un empujón. -Tú. El la tomó por la cintura y colocó el rostro en la curva del hombro. Los ojos de Leda se hicieron más grandes cuando vio lo que él estaba haciendo con las manos. Lady Ashland no parecía nada escandalizada. Echó un poco la cabeza hacia atrás y la tristeza que reflejaba su rostro comenzó a relajarse y convertirse en algo enteramente diferente. -Olvídate de la cama -musitó lord Ashland-. Seamos bárbaros en el salón de baile. Ciertamente se estaba dedicando a ello. Leda cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir, para encontrarse con que era completamente cierto, él realmente estaba desabotonando el corsé de su esposa. -Gryf-protestó lady Ashland, no muy convincentemente-. Las puertasInstantáneamente, Leda se hundió hasta el nivel de la silla detrás de la parte sólida del tabique mientras oía los pasos decididos de lord Ashland que se acercaban a la puerta de la biblioteca. Se cerró esta con un estampido y un minuto más tarde Leda oyó una llave en la cerradura. Se llevó los dedos a la boca. De la puerta abierta que daba al vestíbulo le llegó el sonido de otro golpe estrepitoso... la otra puerta que daba al salón de baile cerrada con llave. Leda se quedó inmóvil, completamente conmocionada y ardiendo de benigna curiosidad.
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Aún estaba allí sentada, desplomada sobre la silla con la mano en la boca, cuando entró el señor Gerard. Se irguió súbitamente, saltando de la silla con aire culpable. El se apoyó en las muletas y le dirigió una peculiar mirada. -¿La asusté? -¡Ah, no! Solamente leía el periódico. El levantó una ceja. -Bueno, sí, lo estaba leyendo -dijo ella, e hizo crujir las hojas en su mano-. No me había dejado ninguna otra orden. Se escuchó un ruido en la puerta que daba a la biblioteca. La mirada de Leda voló hacia allí con rapidez, desalentada. La cerradura crujió pero la puerta permaneció cerrada, para enorme alivio de Leda y unos instantes más tarde hubo un sonido distante de voces suaves y pisadas en el vestíbulo. Leda sabía que estaba del color del carmín. Simplemente no pudo evitarlo. -¿Ocultando admiradores secretos? -preguntó él. Leda abordó el tema principal. -Creo que usted quería que le ayudara aquí cuando gustara, señor Gerard. Giró sobre una muleta y cerró la puerta tras sí con un golpe. -Cierre la otra, ¿quiere? Leda apretó los labios en disconformidad, pero él simplemente la observaba con expectación. Con un suspiro, Leda se puso de pie y obedeció. -Hablé con lord Gryphon -dijo él cuando ella se volvió para mirarlo. Leda resistió el impulso de exclamar: "Ya lo sé." En cambio, caminó hacia el secreter y tomó el cuaderno. -Entonces podemos tachar eso de la lista. -Se sentó y abrió el cuaderno - Estuve pensando en algunas recomendaciones para el próximo paso, pero me temo
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que su herida sea algo inconveniente. No puede invitar convenientemente a lady Catherine a contemplar los cuadros en la Royal Academy ni a cabalgar en el parque. El se recostó contra la puerta. -No soy un inválido. -Estoy segura de que piensa que podría trotar por toda la galería sobre un solo pie -dijo Leda acremente-. Pero tal vez no parezca usted una figura muy heroica con esas muletas. Al menos como acompañante de una damita que entra en sociedad en su primera temporada. -Eso ya no importa. Me voy a tener que ir. Leda levantó la vista con brusquedad. -Recibí noticias de Hawai. Es necesario que regrese. Inmediatamente. Leda tema la garganta cerrada por la conmoción. Permaneció sentada mirándolo con fijeza, desalentada. -Voy a necesitar un camarote en el primer vapor disponible. Utilice el teléfono para hacer todos los arreglos. El puerto no importa... Nueva York o Washington es lo mismo. Y un vagón privado hacía Liverpool. -Las comisuras de sus labios se elevaron.- Siga respirando, señorita Etoile. Leda tomó un sorbo de aire y tragó. Miró el cuaderno de notas y escribió con mano temblorosa: "Camarote. Primer vapor. Vagón privado." Luego se irguió bruscamente. -¿La policía descubrió algo? ¿Es por eso que debe abandonar este país? -No tiene nada que ver con eso. -El tono de su voz era natural y tranquilo.- Hay una crisis política en Honolulu. El partido reformista obligó al rey a ceder sus dominios. Para el viernes, Kapiolani y la princesa Lydia ya lo van a saber. Supongo que también van a regresar y van a tener suerte si encuentran los tronos intactos. -¿Usted lo sabe antes que ellas? -Sí.
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No le preguntó cómo era eso: algo en la mirada directa de él se lo prohibió. -No puedo hacer negocios a esta distancia con el gobierno tambaleando -agregó él. Leda bajó la vista. Supo que lo suyo no podía durar. Había sido demasiado maravilloso para que durara. -Bueno -dijo con voz baja-. Fue un honor y un placer colaborar con usted como secretaria, señor Gerard. -Espero que en el futuro lo siga encontrando tan grato. El corazón le dio un brinco. -¿Desea que lo acompañe? -No, no va a ser necesario. Puede quedarse aquí. En una mezcla de alivio y desilusión, sólo pudo pensar en decir: -¿Aquí? ¿En esta casa? El se encogió de hombros. -Dondequiera que esté la familia. Ya le dije, quizá vayan a Westpark. -¿Ellos no vuelven también a Hawai? -Yo me puedo hacer cargo de lo que haya que hacer. Ya hablé con lord Gryphon al respecto. Leda recordó las voces en el salón de baile; no le habían llamado la atención hasta que no se refirieron a él. -Pero, ¿en verdad no les molesta? ¿Desean que me quede con ellos? Sonrió levemente. -Creo que la ven como algo así como un salvavidas en medio de una tempestad social. -Ah -dijo Leda. -Sólo tiene que continuar como hasta ahora... excepto que, una vez que yo ya no esté, puede sentirse libre de dejar abiertas todas las puertas de la casa. -No creo que sea necesario una vez que no esté aquí-dijo ella sofocadamente, fortificada por la idea de que era un salvavidas en una tempestad social.
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Leda pensó que él se veía algo cohibido ante lo que ella había dicho. Quizá, después de todo, ella tema algún grado de influencia para retinar a él. Desistió de mencionar que lord y lady Ashland se gustaban uno al otro un poco más de lo que era decoroso y que aparentemente también preferían cerrar las puertas. Con un modelo así ante él, no era extraño que él no tuviera la menor idea de dar el ejemplo ante los criados. Samuel dirigió a Leda una de sus penetrantes miradas plateadas. -¿Cuál sería su opinión, señorita Etoile, cree que debo hablar con lady Catherine antes de que me vaya? -Ah, no, no debe hacerlo. -Leda agarró el cuaderno que se deslizó por su falda.- Sería... sería demasiado precipitado. Logró atrapar el cuaderno antes de que cayera. Sin pensarlo, rápidamente, lo limpió con la mano, como si en verdad hubiera golpeado contra el piso. -Ella me rechazaría -dijo él serenamente, sin pizca de emoción, pero de pronto Leda vio lo que había visto lady Ashland... la forma en que agarraba las muletas, la vasta incertidumbre que se escondía tras su fachada impersonal. -Con respecto a eso, seguro que no lo sé. -Leda adoptó el tono más académico de la señorita Myrtle, como si fuera una mera cuestión de etiqueta.- Pero en consideración a la delicadeza natural de una dama, un caballero no debería ponerla en una situación incómoda al hacer caso omiso de las costumbres establecidas y adelantarse demasiado en sus proposiciones. Las manos de Samuel se relajaron un poco en las muletas. Regresó a su rostro el leve rastro de una sonrisa. -¿Ni siquiera en una emergencia? -No se va usted a la guerra, señor Gerard -le informó Leda-. Tenemos la esperanza y existen todas las probabilidades de que usted nos sea devuelto sano y
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salvo. No creo que el atender negocios inesperados pueda justamente considerarse como una emergencia. El inclinó la cabeza. -Sin duda tiene razón. Como siempre. -Creo que sí en este caso -dijo Leda modestamente-. Con todo respeto. -Existe otra cosa -dijo él-. Si acepta ayudarme. -Me encantaría serle útil en la forma en que pueda. -Bien. -Recostó la cabeza contra la puerta y la miró con los ojos medio cerrados, con un brillo de hombre de hielo que hizo que Leda de pronto empezara a lamentar su fácil acatamiento.- Hay cierto objeto que necesita ser recobrado de su antigua habitación, antes de que me marche -murmuró-. Esta noche, señorita Etoile, usted y yo vamos a ir a recuperarlo.
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La Casa del Sol
Hawai, 1882
Decían que Haleakala estaba aproximadamente a tres mil metros sobre el nivel del mar. Diez mil ríos se congregaron en el océano. Una sola intención verdadera va a vencer a diez mil hombres. Sólo el viento llegaba hasta aquí; el viento y las nubes que rodaban a través de un gigante y vacío agujero en los riscos que formaban un contorno en la pared del cráter. La niebla se deslizaba silenciosamente en la Casa del Sol, empañando las vastas barreduras rojas de grava y ceniza, las colinas carbonizadas y las áridas distancias. Samuel y Dojun habían andado durante medio día dentro de esa fantástica expansión y los riscos lejanos aún eran claros y remotos… como muchas cosas: ni más lejos ni más cerca de lo que habían parecido al comienzo del esfuerzo. Cuenta los últimos dieciséis kilómetros de un viaje de ciento sesenta kilómetros como sólo la mitad del camino. Samuel no hacía preguntas. Nunca antes había venido aquí. Tampoco Dojun, eso lo sabía. Eran dos días de viaje desde Honolulu: un día en el vapor interinsular a
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Maui, otro para subir por la montaña a través de campos de caña y selvas de nubes y luego sobre la línea de los árboles hacia el borde del monumental cráter. El aire estaba enrarecido, un dolor seco en los pulmones. Un extraño silencio helaba toda la vida... aun las diseminadas plantas eran desconocidos y helados estallidos de plata que resplandecían en el centro con una débil iluminación, como si las hojas internas atraparan la luz del día y la reflejaran sobre ellas mismas, intensificándola hasta convertirla en una radiación metálica. Aquí, donde no había nadie que pudiera verlo, Dojun llevaba abiertamente una espada en una larga vaina. De acuerdo a su propia costumbre, Samuel estaba dotado de un cuchillo menos llamativo, aunque se había entrenado con la espada como un arma y como una herramienta para cortar y para andar husmeando, hasta como un soporte conveniente para una ayuda extra al trepar. Conocía todos los misterios de la engañosa vaina... la funda de su cuchillo también los tenía, llenos de veneno y polvo enceguecedor. -Descanso -dijo Dojun y se detuvo al pie de una larga cuesta que subía hasta la boca redonda de un cono de cenizas. Habían estado siguiendo un sendero para caballos que serpenteaba a través de la desolación, pero súbitamente Dojun lo abandonó y caminó hacia la colina sobre los continuos trechos de grava. Samuel permaneció inmóvil, observando. Mientras los minutos pasaban, la figura de Dojun parecía hacerse diminuta; el cono de cenizas creció en perspectiva hasta que se hizo enorme y Dojun no fue más que una mota oscura que subía la cuesta. Desapareció por el borde cóncavo. El silencio era una presencia física, un zumbido en los oídos de Samuel. Si movía los pies, el magnífico cernidor de minerales de piedra crujiría fuertemente. Este lugar le gastaba jugarretas a los sentidos; las cosas
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pequeñas parecían grandes y las cosas enormes aparentaban un tamaño insignificante. Disfrutó de la completa inexistencia de todo aquello. El espacio vacío, el terrible aislamiento... lo sentía como un respiro en el corazón de cosas que no había sabido que le preocupaban. Hasta estaba contento de que Dojun lo hubiera dejado. Estaba completamente seguro; aquí no había arma que pudiera alcanzarlo, no había ninguna vergüenza que pudiera tocarlo. Se arrodilló, esperando. Cuando las nubes descendieron, el frío se hizo glacial. No había sentido este tipo de frío en años. Recordó, por primera vez en mucho tiempo, habitaciones heladas y agua muy fría, las manos hinchadas por eso y los puños de la camisa de un fuego glacial en el lugar en el que había tirado bruscamente de las cuerdas que lo sujetaban. No había tirado bruscamente para escaparse; no había pensado ni siquiera en huir; sólo se había echado hacia atrás cada vez que le pegaban o lo tocaban, porque no podía evitarlo y eso era lo que hacía que sus muñecas estuvieran en carne viva. Podía recordar a algunos que no habían sobrevivido, que habían enfermado y debilitado, que habían llorado hasta que alguien se cansó de oírlos. El había sido más fuerte, pero no lo suficientemente fuerte o lo suficientemente listo como para saber que la vida podía ser diferente. Lady Tess había hecho eso, lo había liberado y ahora estaba aquí, respirando aire limpio, fuerte y árido... tan limpio, vacío y puro; hasta las cenizas debajo de él eran limpias. Recogió un puñado de ellas e hizo rodar los negros y tintineantes ángulos entre las palmas. Las caras de las piedras del color del ébano centellearon, desagradables y hermosas al mismo tiempo, como el cráter volcánico que las había generado. Abrió a lo largo un trozo de tela gruesa de color parduzco y recogió una pequeña pila de grava
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centelleante; la colocó en el centro de la tela para llevársela a lady Tess como regalo. Cuando lo ataba, sintió que lo cubría una sensación de oscuridad. El mundo pareció desplomarse sobre sí mismo; Samuel emergió de una rodadura lateral con el silbido del metal que pasaba junto a él, el agudo plañido cantando cerca del oído. La espada destelló cuesta abajo incluso en el mismo instante en que Samuel escapaba, poder desatado que cortaba sin vacilar en un arco completo de matanza con la punta que se hundía en el terreno en una cuchillada de aproximadamente ocho centímetros de profundidad que enterró el extremo de la espada en las negras cenizas. Dojun soltó la empuñadura con ambas manos y la espada quedó sola en la tierra. Samuel quedó en equilibrio, rodeado por la amenaza. Cuando Dojun caminó hada él, una sombra pareció flotar a su lado... Samuel dio un salto, fuera del alcance de la mano enérgica que se dirigía a su cuello, levantó las muñecas cruzadas y esquivó la siguiente patada que lo hubiera golpeado con un impacto que tenía la intención de romper el hueso. Los golpes caían uno tras otro; Samuel flotaba en la sombra, evadiendo, en suspensión, la parte consciente de la mente en blanco, asombrada ante la situación... Dojun lo estaba atacando con todas sus energías. Los movimientos tenían la característica de ser mortales y completos, con esa negra intención que echaba una sombra antes de caer. Samuel no respondió al ataque; al final sólo se retorcía y se inclinaba ante la sombra; bajaba el hombro a modo de invitación, mientras Dojun rompía con patadas su defensa, golpeaba el suelo con una sola pierna y aceptaba la invitación. El cuerpo de Dojun estaba encomendado a una embestida violenta que lo llevaba allí donde había estado Samuel, sobre el hombro agachado
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de Samuel, como si lo hubieran empujado, aunque Samuel nunca lo tocó. Dojun pegó en el suelo con ambas manos y rodó; luego se levantó de repente en medio de un trozo de tierra, polvo y luz del sol. La sombra se disolvió con la niebla como si nunca hubiera existido. Samuel permanecía de pie, jadeando y mirándolo con fijeza, intentando creer que la tierra se había desintegrado, que el sol se había convertido en ceniza y el océano en piedra seca: que Dojun había roto su promesa. -Sõ -gruñó Dojun con las manos descansando en las caderas-. Hacer promesa a ti. No golpear Samua-san, ¿eh? El labio de Samuel se curvó hacia arriba. Podía ver la espada por el rabillo del ojo, enterrada profundamente en el suelo, en el lugar en el que él había estado sentado. "¡Sinvergüenza!", deseaba gritar. "¡Confiaba en ti!" Dojun se encogió de hombros como si hubiera hablado. -Intenté con firmeza. Con mucha fuerza. No poder hacerlo. Samuel aspiró la delgada pureza del aire dentro de los pulmones al tiempo que bajaba la vista hacia la espada. Recordaba la promesa de Dojun como si hubiera estado impresa en una pared en su mente. "Te lo prometo, nunca te voy a atacar intencionadamente, por ninguna razón." Dojun había intentado golpearlo. Intentado. "Intenté con firmeza. Con mucha fuerza." Y no lo había conseguido. Samuel levantó la vista, empezando a comprender la verdad y el impacto. -No pudo hacerlo -dijo con lentitud-. Sabía que no podría hacerlo.
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-Tú más joven, ¿eh? -También Dojun estaba respirando pesadamente.Tener pequeños-pocos márgenes. Samuel apretó los dientes y aspiró el aire frío a través de ellos. Se encontró con que estaba riendo. Echó la cabeza hacia atrás y rió silenciosamente al cielo. -¿Estar loco tú? -preguntó Dojun de mal humor-. ¿Creer que ahora eres el número uno? Pero mientras lo decía sonreía. Se dirigió hacia la espada y de un tirón la liberó del suelo. Miró de soslayo a Samuel. -Buena canción esa que tienes, Samua-san. Soy afortunado, ¿no? Esta espada te mataba, ¿y qué iba a hacer? Podría haberlo matado. No había existido ninguna parada segura en ese letal recorrido hacia abajo. Dojun habló en su lengua. -En los salones de entrenamiento hay pruebas. Te enseñan ciertas conductas y pautas. Existe el kyujutsu, el arte del arco y la flecha. Existe el jiujutsu, el arte de ser flexible. Existe el kenjutsu, el arte de la espada. Existe el primer dan, el segundo dan, el tercer dan, trepando por la jerarquía. -Envainó la espada- El arte que yo enseño no tiene ninguna jerarquía. No existen los salones de entrenamiento. Vives. O mueres. Esa es la única prueba.
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El señor Gerard tenía un verdadero talento para ingeniárselas para hacer lo que quería. Ante los ojos de Leda, de pronto se convirtió en un inválido muy recalcitrante; le habló con irritación y mal genio a Sheppard cuando este acudió a su llamada, se quejó de que la pierna le dolía, se negó a tomar el medicamento que había dejado el doctor e insistió en que necesitaba aire fresco y ejercicio. A esto sobrevino una pequeña crisis, en la cual una ventana abierta, una silla en la terraza mirando a Park Lane, un banquillo en el jardín trasero y finalmente un sosegado paseo por el parque en el carruaje fueron rechazados con displicencia. Quería ejercicio. No estaba acostumbrado a la inactividad y al encierro. En resumen, quería caminar. Ya que había estado levantado y caminando por toda la casa durante los últimos tres días, nadie pareció poder convencerlo de que no podía caminar bien afuera. Deseaba pedir a lady Catherine que lo acompañara. Sheppard murmuró que Su Señoría y su hermano habían salido a pasear en bicicleta con un grupo de jóvenes damas y caballeros. Entonces se mandó una nota que
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debía encontrar a lady Ashland dondequiera que pudiera estar en la casa... la respuesta decía que no se iba a prestar a hacer algo tan ridículo como acompañar a Samuel a caminar en el parque. Luego, el señor Gerard miró ceñudamente a Leda y dijo que irían ellos dos, y que no, no deseaba ni un lacayo ni una criada ni una maldita silla de ruedas para inválidos... por amor de Dios, sólo era en la acera de enfrente. Que el lenguaje hubiera descendido hasta el nivel propio de los barrios bajos pareció conmocionar a Sheppard y hacerlo acatar las órdenes. Leda sintió que no sería apropiado corregir a su jefe delante de los criados, pero le dirigió una mirada de las de la señorita Myrtle, clara y con las cejas levantadas. Más allá del hecho de la herida en la pierna, no creía que fuera perfectamente adecuado para ella pasear por el parque con un hombre soltero y sin otra compañía. Sin embargo, cuando se aventuró a mencionarlo, recibió una expresión tal de amenaza palpable de parte de él que hasta Sheppard estuvo de acuerdo en que la señorita Etoile podría cuidar bien de él durante un paseo tan corto. Así que Leda y el señor Gerard salieron a caminar por el parque. Pasaron por una de las puertas, con el señor Gerard que se movía enérgicamente con las muletas y salieron por la siguiente puerta más próxima; allí él llamó a un cabriolé de cuatro ruedas estacionado en la parada de coches de la esquina. Leda tardó ese tiempo en darse cuenta de que había actuado así y que no le importaba en absoluto el paseo. Oyó que él le daba indicaciones al chofer con una sensación de inminente fatalidad. El viejo carruaje traqueteaba y avanzaba con estruendo por Piccadilly, evitando las muchedumbres en el palacio de Buckingham y sacudiéndose entre el tráfico en el Strand. Mientras cruzaban el puente, a Leda le llegó el olor familiar del río
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y del vinagre, aun más fuerte que el humo rancio y el olor a transpiración del cabriolé. El señor Gerard la estaba observando. Leda podía ver su rostro ya que estaba sentado frente a ella, perfilado por la continua y débil luz de la sucia ventana, que se intensificaba hasta convertirse en un torrente de color dorado sobre sus facciones cuando el cabriolé cruzó una intersección en la que el sol de la tarde se colaba entre los edificios. -No le agrada regresar aquí -dijo él, rompiendo el silencio que los había embargado. Leda apretó las yemas de los dedos enguantados. -No, en verdad no. El se volvió para mirar por la ventana. La luz caía de pleno sobre su rostro y lo hacía arder con un etéreo y glacial fuego. -La necesito -dijo-. Lo siento. Leda no quería que él se disculpara. Más bien le agradaba que él la necesitara. El tiró de la quijera. Mientras el cabriolé aminoraba la marcha hasta detenerse, pareció existir un desafío y una pregunta en su expresión; Leda dirigió la mirada con rapidez hacia un lado y se dio cuenta de que se estaban deteniendo frente a la comisaría de policía. Se agarró al borde del asiento mientras el vehículo oscilaba y se detenía por completo. -¿Lista? -preguntó él. Los dedos de Leda se enroscaron con fuerza alrededor del almohadón. -¿Qué debo hacer? -Continúe respirando -dijo él con una media sonrisa-. Y haga lo que parezca mejor. -¿No tiene ningún plan? -¿Cómo podría tenerlo? -La pregunta era suave.No sé lo que va a pasar. -Pero seguro que... -Leda extendió las manos y luego las volvió a retorcer con nerviosismo.
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-Piense que somos dos gatos -dijo él-. Tal vez tigres. Tal vez sólo gatos domésticos. No importa. Cuando llegue el momento, lo sabremos. -Señor Gerard -susurró Leda-. Usted está loco de remate. Deseaba que hubiera elegido otro lugar para dejar el cabriolé. Pero era obvio que, en este vecindario, el lugar más seguro en el que dejarlo parado era directamente frente a la comisaría de policía. El señor Gerard no dio explicaciones ni se disculpó cuando el cochero mantuvo la puerta abierta; sólo le dio instrucciones de que esperara, con la sencilla seguridad de la clase dirigente... si él elegía demorarse en tal lugar, poco le importaba lo que pensara el con-ductor. Sin embargo, Leda se quedó aterrorizada cuando él le deslizó un billete al cochero y lo mandó a la comisaría de policía con instrucciones de traer a un oficial. Había abrigado la pequeña esperanza de que tal vez pudiera deslizarse fuera del cabriolé por el lado opuesto sin ser vista... pero el señor Gerard se estaba inclinando hacia ella, mientras mantenía la puerta abierta y le indicaba que descendiera. Puso los pies en la calle, justo a tiempo de ver el rostro asombrado del sargento MacDonald. -¡Señorita! -Alargó su brazo para ayudarla a alcanzar el bordillo de la acera.- ¡Ah, señorita, estoy tan contento de verla! Temíamos que usted... -Se interrumpió y la sorpresa y el alivio se transformaron en un instante en algo vacío y sin expresión. Soltó el brazo de Leda como si le quemara. -Buenas tardes, sargento -dijo el señor Gerard, quien puso la pierna sana en el escalón y descendió prolijamente con un giro sobre las muletas. El chófer dio un paso adelante como si lo fuera a estabilizar, pero fue un gesto inútil; él ya estaba de pie, firme, sobre el pavimento y extendió la mano hacia el policía.
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-Este es mi nuevo jefe -dijo Leda con rapidez. -Samuel Gerard -dijo él, sin hacer caso del oscuro rubor en el rostro del sargento MacDonald. Dio un fuerte apretón a la floja mano del oficial-. De Honolulu, Islas Sandwich. Por ahora estoy instalado en Park Lane. -Soy la secretaria del señor Gerard -añadió Leda, ansiosa de que el sargento pudiera llegar a entender mal. De todos modos, él pareció tomarlo en sentido erróneo. Leda pudo ver que le cambiaba el color, que las pecas se hacían más prominentes contra la piel. -Secretaria -repitió en tono helado, sin quitar la vista del señor Gerard-. Eso es bueno para usted. Las palabras podrían haber sido agradables, pero la forma en que las dijo era extremadamente desagradable. Leda se tragó un suspiro de congoja, pero, antes de que pudiera hablar, el señor Gerard colocó con firmeza la mano sobre su codo. -La señorita Etoile debe recuperar algunas de sus pertenencias de la casa de huéspedes. Espera alguna pequeña disputa con la casera y su matón por algunas de las cosas valiosas. No querría molestarlo a usted, pero como puede ver, no estoy en condiciones de defenderla como quisiera. Me pregunto si nos podría dedicar algunos minutos y venir con nosotros. Leda sentía su mano como un tizón. La manera posesiva obviamente confirmaba las presunciones del sargento MacDonald. Casi pensó que podría llegar a estar tan indignado como para atacar físicamente al señor Gerard. Pero las grandes manos del policía sólo se movieron hacia arriba y sujetaron el cinturón. -No lo sé, señor. Voy a tener que hablar con el inspector. -Gracias -dijo el señor Gerard, como si el asunto estuviera arreglado. El sargento no miró a Leda cuando se fue. Ni siquiera le habló.
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-¡Piensa que estoy mintiendo! -dijo Leda con desesperada mortificación. -No la conoce muy bien, ¿no? -El señor Gerard no la soltaba. -Pero él cree... -Es mejor de esta manera. Déjelo que lo piense. -¡Ah! -dijo Leda, horrorizada al ver que el inspector Ruby salía por la puerta de la comisaría de policía-. Ay, por favor... El señor Gerard instantáneamente le liberó el brazo. Se corrió hacia atrás y puso una distancia decente entre ambos. -¡Señorita Etoile! -La bienvenida del inspector fue mucho más cálida; le dio la mano al señor Gerard y la felicitó por su nuevo puesto, como si simplemente todo fuera una visita muy común. Chasqueó la lengua ante la herida del señor Gerard y les aseguró que estaría encantado de enviar al sargento MacDonald con ellos para evitar problemas con la señora Dawkins; formaba parte de su ronda habitual. El propio inspector no podría abandonar la comisaría de policía... pero retuvo a Leda un momento y le estrechó la mano mientras los otros dos comenzaban a caminar. -Señorita, sabe que esto no parece muy respetable -le dijo al oído-. ¿Está segura de lo que está haciendo? -Estoy actuando como secretaria del señor Gerard -dijo Leda a la defensiva-. Fue y es completamente amable. El inspector miró al señor Gerard y al sargento. -Es un tipo elegante, seguro. -Sacudió la cabeza.Pobre viejo MacDonald... creo que se lo merece, por la forma en que se sentó allí como un tronco y dejó que la bruja de su hermana la tratara a usted sin miramiento, y se lo dije. Estuvo fuera de sí desde que usted desapareció.
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-Estoy segura de que el sargento MacDonald no necesita preocuparse por mi bienestar -dijo Leda, aguijoneada y severa ante la mención de la señorita MacDonald. -Bueno, usted lo hizo arrepentirse por ello. Sólo cuídese ahora, señorita. Sé que usted es de calidad. No haga nada estúpido. ¿Qué tipo de hombre contrata a una dama como secretaria y viaja a solas con ella en un cabriolé cerrado? -Un tipo de hombre muy bueno. -Se estaba volviendo bastante irritada con estas sospechas.- Un cabriolé antiguo le hubiera resultado imposible al señor Gerard para subir y bajar, por eso es un cabriolé cerrado. El señor Gerard simplemente podría haberme dejado venir sola aquí y recuperar mis cosas por mí misma, ¿no es así? ¡Dudo que muchos patronos se molestaran tanto! -Sí -dijo, como si eso justificara su opinión-. Sí, no muchos. Perdón-me mi lenguaje vulgar, señorita, nunca le hablaría de esta manera, pero no pensé que fuera importante... pero no se sorprenda si él intenta adularla y enamorarla. Si todavía no lo hizo, no puedo pensar en nada más probable. Leda se encolerizó. -¡Bueno, no puedo pensar en nada más improbable! -recalcó-. En verdad, inspector... ¡no sé cómo puede decir algo tan vil! Le puedo decir que es una persona muy superior, dedicada a una heredera de excelente clase, que lo conoció durante toda su vida. Está a punto de proponerle matrimonio. ¡Dudo mucho de que tenga pensamientos tan bajos como los que parecen obsesionar a todos en este vecindario! -Comenzó a alejarse y luego se dio la vuelta.-¡Además, tiene la pierna rota! -dijo con irritación. -Pequeño problema para un hombre decidido dijo el inspector Ruby intencionadamente.
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-Buenas tardes -dijo Leda con firmeza y se volvió para cruzar la calle, recogiéndose las faldas para correr tras su jefe.
Dos gatos. Leda no tenía idea de qué se esperaba que hiciera. No podía creer que el señor Gerard fuera tan descarado como para pedirle a la policía que los acompañara a la escena de los crímenes. Realmente pensó que quizá no estaba muy bien de la cabeza, lo cual la hizo asustarse aun más, porque ahora estaba irremediablemente enredada en sus planes. Sería muy afortunada si no terminaba en la horca. Esta era la consecuencia, supuso, de tener que ver con caballeros. Eran todos demasiado aventureros y demasiado aficionados a imaginarse ellos mismos como tigres, gatos callejeros o cosas por el estilo, cuando estarían mucho mejor sentados en casa con las piernas rotas acomodadas sobre otomanas, descansando tranquilamente mientras les leían. Leda tenía una voz muy bonita para leer y hubiera estado feliz de prestarla para ese empeño. En cambio, oyó que temblaba un poco cuando le dijo buenas tardes a la señora Dawkins. -De vuelta, ¿no es así? -La casera salió bamboleándose de su saloncito ante el sonido de la puerta principal.- Pensé que quizá lo haría, Señorita Altanera... y trajo de vuelta a su caballero con usted. Buenas tardes, señor... -Su amabilidad se detuvo bruscamente cuando vio que el sargento MacDonald empujaba y abría la puerta.- Bueno, bueno... ¿qué es esto, eh? El policía parecía aun más hosco y miró con rapidez, de soslayo, a Leda de forma acusatoria. Ella no le hizo caso. No era mejor que su hermana, listo a saltar a cualquier despreciable conclusión ante la menor
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evidencia. Leda pensó que era afortunada al verlo tal como era realmente. Con todo, era humillante. La señora Dawkins no dijo precisamente que el señor Gerard había visitado a Leda en su habitación, pero Leda temía que fuera notoriamente obvio. -La señorita Etoile vino a retirar sus cosas. -El señor Gerard hizo que la familiaridad de la casera pareciera una intromisión injustificada. Para ser perfectamente inocente, mientras le entregaba el sombrero a la casera la miró como si hubiera sido algo ofensivo que había encontrado en la acera, lo cual puso levemente a Leda de mejor humor. -¡Sus cosas! -La señora Dawkins se colocó la mano sobre el pecho.-¡Bueno, lo lamento mucho, pero la señorita Etoile se fue de aquí completamente sin una palabra acerca de sus cosas. Se las llevó todas consigo. -¡No lo hice! -exclamó Leda-. ¡No me llevé nada! -¿Entonces por qué la habitación está tan vacía como la alacena de una viuda y yo estoy sin mi renta? Estoy segura de que yo no las saqué. -Pagué el alquiler -gritó Leda-. Pagué hasta el viernes. -¿Tiene recibo? -preguntó la señora Dawkins. -¡Nunca me dio recibo! -Por supuesto que no. Porque no me pagó, Señorita Calzoncillos de Lujo. Debí haber sabido que era una atropellada desde un principio. Si quedaba algo, creo que tengo el derecho de recuperar la pérdida vendiendo cualquier pequeña porquería que podría haber dejado olvidada cuando se escabulló de improviso. Eso es la ley, ¿no es así, sargento? El policía se encogió de hombros. -Depende. -¿Pero vendió el espejo y el cepillo? -preguntó Leda ansiosamente-. Sólo el juego de tocador de la señorita Myrtie... si pudiera tener eso...
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-Le dije a Jem Smollet que se llevara todo y que consiguiera lo que pudiera por ello y nada en el lote valía dos chelines -refunfuñó la señora Dawkins-. No sé nada de ningún juego de tocador de plata. -Sabe que era de plata -dijo el señor Gerard. -Un juego de tocador... ¿de qué otra cosa podría ser? -quiso saber la casera en tono malhumorado. -De carey. Marfil. Madera. Cualquier número de materiales -dijo él razonablemente-. ¿Cuándo se las robó Smollet? La señora Dawkins hizo ondear la mano. -¡Robarla! ¡No hablemos así! Todo lo que sé es que la chica no me dejó el alquiler. -¿Cubrió lo que ella le debía? -Se apoyó en una muleta y sacó una billetera de debajo de la chaqueta.- Le voy a pagar todo lo que esté atrasado. ¿Cuánto es? La señora Dawkins se acercó e inclinó la cabeza un poco más cerca. -Veinte chelines a la semana, para una dama que entretiene galanes. -¡Nunca entretuve galanes! -Pero, señorita, con mis propios ojos... El señor Gerard interrumpió a la casera. -Como ya vendió el juego de tocador, ¿cuánto debería restarle? La doble barbilla de la señora Dawkins rebotó cuando comenzó a hablar y luego vaciló. Cualquiera podía ver que deseaba todos los veinte, sin descontar nada en absoluto. Pareció perder un poco de su descaro cuando se encontró con la mirada de él. -¿No se puede acordar? -preguntó él con un suave y controlado nerviosismo en la voz. -No más de dos chelines, como le dije -murmuró la casera.
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-¿Es muy mala con los números, señora Dawkins? -El tono de su voz era en verdad como el de un tigre grande y dormido, aún ronroneando cortésmente, pero dando latigazos con la cola. -Era de oropel -dijo ella, observando como hipnotizada que él guardaba la billetera-. No era plata verdadera. El miró a Leda. -Dudo de que ya se hayan llevado algo. Suba y vea. -Ah, no, no lo va a hacer. -La casera se despertó abruptamente.- No pagó; no tiene ningún derecho a poner un pie en mis escaleras, señorita. -¡Sí que pagué! Usted misma tomó el dinero del lavabo. El señor Gerard no intervino en la disputa; simplemente levantó las muletas hacia el primer escalón y comenzó a subir. La señora Dawkins lo agarró del brazo, pero de alguna manera, mientras él vacilaba bajo el asidero de la casera, ella se tropezó y cayó hacia atrás, inclinándose con un aullido. -¡Ay, mi rodilla! ¡Se me salió! El señor Gerard se dio vuelta y la miró. -Discúlpeme, ¿la lastimé? -¡Ay, policía! (Ayúdeme a sentarme! -Se aferró a Leda y al sargento MacDonald. Entre ambos la llevaron hasta una silla en el saloncito. Se desplomó sobre ella con un gemido y temblándole las mejillas enrojecidas. El señor Gerard los siguió hasta la puerta en las muletas. -Quizás algo de agua caliente -sugirió-. Eso es lo que el doctor me recomendó a mí. -No se preocupe por el agua caliente -dijo el sargento MacDonald rudamente-. Eso se le pasará enseguida. Venga conmigo, señorita... no puedo quedarme aquí todo el día. No vale la pena que usted suba, señor, con el entablillado y todo lo demás.
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Leda miró al señor Gerard con desesperación, pero él sólo permaneció atrás y dejó que el policía pasara a su lado. No le agradeció, pero bueno, el ofrecimiento del sargento MacDonald no había sido expresado con particular cortesía. -Señorita -dijo el sargento MacDonald fríamente, esperándola en las escaleras, mientras Leda levantaba un poco su falda y comenzaba a subir. Leda miró hacia abajo, a través de las barandas del primer descansillo. El señor Gerard parecía estar muy interesado en unas pelusas en su pantalón, mientras que el sargento MacDonald subía las escaleras detrás de ella. Llegó hasta el ático. El sargento MacDonald estaba muy cerca de su hombro, mientras Leda tentaba torpemente en la oscura luz para encontrar la llave en el monedero y colocarla en el cerrojo. Tan cerca estaba el policía, que Leda podía sentir su respiración en la nuca. La puerta se abrió con un crujido y un cascabeleo. Leda dio un paso hacia la habitación, tan vacía como lo había afirmado la señora Dawkins, con sólo la cama y la mesa y la silla en ella. ¿Ahora qué? Su capa había desaparecido, el lavabo, la máquina de coser... no es que le importara nada de ello, pero perder el espejo y el cepillo de la señorita Myrtle... ¿Y qué demonios esperaba el señor Gerard que ella hiciera? ¿Qué estaba haciendo allí? Había dado por sentado que él tenía alguna razón para querer entrar a su habitación él mismo, pero no había hecho muchos esfuerzos por lograrlo. Quizá, tras haber inmovilizado a la señora Dawkins deseaba que Leda ocupara en algo al sargento mientras él buscaba su misterioso objetivo en algún otro lado. -No puedo creerlo, señorita -dijo nerviosamente el sargento MacDonald. Ella giró para mirarlo de frente.
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-Yo tampoco. ¡Todas mis cosas! -Me traen al fresco sus cosas... -La agarró del brazo.- ¡No me importan nada sus cosas! Lo que no puedo creer es que mi hermana tuviera razón con respecto a usted. -Su hermana -repitió Leda, quien dio un paso atrás como queriendo deshacerse de él. -Pensé que era usted una chica fina, una muchacha honesta. -Su rostro estaba ruborizado, su voz, apasionada.- Esperé. La traté con respeto. ¡Quería casarme con usted! Leda se retorció violentamente y liberó su brazo. -Soy perfectamente honesta, sargento, ¡Y deseo que no hable así de mí! El la tomó de los dos brazos; sus manos la apretaban tanto que dolía. -¿Esta es la primera vez? ¿Salió con hombres antes? -¡Suelte las manos! -La sangre le pulsaba en la yema de los dedos por la fuerza de él. Intentó retorcerse y soltarse, pero no pudo. -Mary me lo advirtió. Me advirtió que usted no era mejor de lo que deseaba ser. ¡Pero hasta que no lo vi con mis dos ojos...! -Emitió un sonido profundo y la atrajo hacia su pecho. -¡Se está extralimitando! -gritó Leda. Lo empujó, pero él pareció agarrarla con más fuerza. Colocó el rostro cerca del de ella y Leda se estiró hacia atrás, aterrada. Podría haber gritado; sintió que debía hacerlo, pero principalmente empujaba y empujaba e intentaba liberarse, mientras que él sólo la atraía hacia sí con mayor fuerza y cada vez más cerca. -¡Sargento! -Leda estaba jadeando; se estiraba hacia atrás todo lo que podía para alejarse de él.¡Suélteme! -¡Soltarla! Así se puede ir con él, porque es tan bien parecido como el diablo, e igual de perverso.
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Conozco ese tipo. i Y el suyo! Los sentimientos de un hombre común no le importan, ¿no es así? -La sacudió con fuerza.- Nada más que lo que pueda conseguir para sí misma... justo lo que dijo Mary. -¡Sargento MacDonald! -Leda se retorció y se soltó. Vio al señor Gerard en el umbral y dio un pequeño grito de alivio y mortificación. Gerard no dijo nada... simplemente miró al policía con una mirada penetrante y serena. Colocó las muletas una contra la otra, las apoyó contra la pared y tensó brazos y manos en el marco de la puerta. -Ah, ¿lo que busca es pelea? -preguntó furiosamente el sargento MacDonald. Dio un paso hacia el señor Gerard con los puños cerrados-. Te la voy a dar, Señorito Fino, renqueando o no. ¿Es eso lo que quieres? -En realidad, no -murmuró el señor Gerardo Leda vio claramente al tigre en su pronta y tranquila actitud, debilitado, pero aún con garras mortíferas. Leda tuvo un repentino y breve momento de temor por el sargento MacDonald, quien no sabía... quien resopló y giró y nunca vio el peligro. Dio un agudo suspiro cuando él se lanzó hacia el puñetazo. El señor Gerard pareció moverse por al lado de él. Por un instante estuvieron juntos en el umbral y luego el sargento MacDonald se tambaleó hacia adelante, hacia el descansillo, agarrándose a la barandilla de la escalera para evitar caerse, mientras que el señor Gerard se volvió y se puso frente a Leda. Permaneció allí, plantado entre ella y el policía. Leda oyó que el sargento MacDonald volvía, con una fuerte pisada de botas y una furiosa respiración. Leda se frotó los brazos doloridos con las palmas de las manos y miró curiosamente al señor Gerard. El sargento estaba de pie en el umbral de la puerta.
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-Me hubiera casado con usted -musitó-. ¡Contra Mary y contra todo! ¡Pregúntele a él qué es lo que le ofrece! Leda sintió que le temblaba la boca; la mortificación se mezclaba con las lágrimas y con los nervios. -No lo hubiera hecho -dijo ella en voz baja-. Ni siquiera quiso hablar en mi favor ante su hermana. ¡Deseo que se marche! -¡El es una escoria! Señorita... ¡mírelo! Puede adivinar su calaña a un kilómetro de distancia. Mírelo. Todo lo que hay de bajo y vergonzoso, esa es su calaña. Usted cree que es bien parecido, pero es pura basura. Ya sabrá qué es lo que quiere de usted. -Apretó firmemente la puerta y se dio impulso con ella.- Ah, señorita... ¡maldita sea! ¡Ambos! -Se volvió y comenzó a bajar las escaleras. Sus botas resonaron en el silencio que dejó. El señor Gerard permaneció inmóvil, aún mirando la puerta abierta mientras se alejaba el sonido de las pisadas del policía. Cuando el sonido distante de la puerta principal sacudió el aire con una leve vibración, él se volvió. Tenía una extraña mirada perdida, como si por un instante no reconociera a Leda. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Se apoyó en la mesa y alzó el cuerpo, balanceándose sobre una rodilla doblada y un pie en la superficie de madera. Se elevó e hizo girar la pierna entablillada lejos del borde de la mesa; intentaba alcanzar las vigas del ático. Tiró hacia arriba con ambas manos, se sentó a horcajadas sobre la viga y bajó por el otro lado, todo en un rápido y ondulante movimiento. Luego volvió al suelo, sosteniendo una bolsa de fieltro atada con cuerdas de forma larga, angosta y muy familiar. Leda miró con fijeza la bolsa, pero él no le dio tiempo de pensar en ello.
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-Bajo su falda -dijo tranquilamente y le tendió el objeto. -¿Qué? El no respondió, sino que la acercó a él y comenzó a doblar una rodilla, al tiempo que le levantaba el vestido debajo del polisón. Leda dio un chillido, pero logró ponerse la mano sobre la boca. Le arrebató la bolsa y le dio un brusco tirón a su falda. -Yo puedo hacerlo -dijo ella-. ¡Por favor, señor Gerard! El se levantó con una mirada que ella no pudo interpretar. Leda lo miró con ira. El se dio la vuelta y utilizó el borde de la mesa para sostenerse cuando dio un paso hacia atrás para alcanzar las muletas. La señora Dawkins gritó algo desde abajo. Leda se recogió las faldas con manos temblorosas, intentando esconder la espada y asegurarse de que el señor Gerard no miraba al mismo tiempo. No estaba mirando. Simplemente, tomó las muletas y comenzó a bajar las escaleras con paso despreocupado. Incapaz de contener su ansiedad, Leda abrió con dificultad el cuello de la bolsa. Dentro de ella, la dorada empuñadura de la espada captó el brillo de la luz. Dio un pequeño grito de consternación. ¿Cómo podía estar aquí, cuando la policía ya la había localizado? Un loco. El era un loco de remate. Apresuradamente deslizó la bolsa entre el armazón de alambre de su miriñaque y ató los cordeles al cinturón, no sin algún esfuerzo. Finalmente tuvo que quitarse un guante para manejar el cordel. El peso de la carga era difícil de manejar y ató el cordel tres veces, por temor desesperado a que se aflojara. Cuando dio un paso, la espada golpeó contra las piernas... tuvo que deslizaría más hacia el costado y cepillar las faldas con la
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mano mientras la señora Dawkins gritaba por la escalera que no iba a permitir ningún juego amoroso justo debajo de sus narices. Leda se agarró las faldas y se apresuró a bajar la escalera. El señor Gerard ya había llegado abajo y estaba conversando con la casera en el vestíbulo. Cuando Leda llegó al primer descansillo, él se estaba inclinando sobre la señora Dawkins en forma muy intimidatoria; la casera estaba sentada en una silla y tenía sus ojos fijos en el rostro de él. Ni siquiera Gerard dejó de hablar cuando Leda pasaba a su lado, pero ella no estaba de humor para rezagarse y escuchar lo que le estuviera diciendo con esa voz grave y potente. Ella se fue derecho a la puerta, se puso el guante y dio un enérgico paso hacia la calle. -El señor va a venir en un momento -advirtió al cochero, y ella misma abrió la puerta del carruaje y entró por el lado opuesto al de la comisaría de policía. Se acomodó en el asiento con olor a moho con la dura presión del metal contra la pierna y alisó frenéticamente las faldas, tratando de que cayeran naturalmente sobre la espada, pero el punto curvo del arma insistía en sobresalir de modo que formaba una protuberancia demasiado visible a la altura de las rodillas. Llegó el señor Gerard. El cochero colocó las muletas dentro, después de que el señor Gerard se hubiera subido por sí solo en el carruaje. Se hundió en el asiento opuesto al de ella cuando la puerta se cerró. El cabriolé inició la marcha con un movimiento oscilante. Leda descansaba el rostro sobre una mano. Se sentía profundamente cansada. Inspiró profunda y rítmicamente unas pocas veces y luego levantó el rostro. -¡Ah, Dios mío! -Aspiró otra bocanada de aire y la dejó luego escapar de los pulmones apresuradamente.Oh, Dios mío.
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El señor Gerard miraba el bulto visible en la falda. Leda alisó el punto delator, intentando hacer que desapareciera. -Creo que la tiene al revés -le dijo con suavidad. -¿Cómo podría saberlo yo? -Leda le dio otro tirón a la falda.- ¿Qué estamos haciendo con ella? ¡Creía que la policía la había encontrado! -Está claro que no lo hicieron. -Pero... en el periódico... -Es curioso. Creo que debe haber existido una copia. Bueno, no lo sé. Pero alguien decidió evitar algo de desconcierto diplomático y utilizar la copia ante Su Majestad. -Se encogió de hombros.- Es igual. Hice lo que deseaba hacer. -Bueno, esto es demasiado oriental para mí. ¿Qué cosa vamos a hacer con ella ahora? -Llevarla a su habitación. ¿Hay algún lugar en el que la pueda poner y al que la criada no vaya antes de hoy por la noche? -¡Mi habitación! -A menos que prefiera dármela ahora. Podría intentar ocultarla a lo largo del entablillado, pero no creo que eso funcione demasiado bien. Leda pudo ver que no sería bueno y tampoco deseaba levantarse las faldas y luchar por desatar la cosa esa allí mismo en el cabriolé, con él que la observaba desde el asiento delantero. Frunció el entrecejo cuando pasaba delante de unos edificios que veía a través de la ventana sucia. -Supongo que... la podríamos poner bajo los pliegues de la mesa de tocador. Pero la van a barrer por la mañana. -La quitaré antes. Ella miró su cara rápidamente. -¿Cómo?
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El señor Gerard hizo esa leve ondulación de la boca, que no llegaba a ser una sonrisa. Parecía lejano, en algún lugar más allá de sus pensamientos, aunque estaba hablando con ella a menos de un metro de distancia. Leda dio un pequeño gemido y apretó las yemas de sus dedos por encima de la nariz. Estaba ante un tipo de hombre singularmente inquietante, un ladrón, que entraría furtivamente en su habitación durante la noche para recuperar sus objetos ilícitamente adquiridos. -¿Está usted conmigo? -preguntó él. Leda apretó las yemas de los dedos con mayor firmeza y asintió. -Señorita Etoile -dijo él con suavidad-. Usted es una dama extraordinaria.
La familia estaba cenando en casa esa noche y Leda se encontró con que tenía un sitio en la mesa. El señor Gerard comió en su habitación; expresó que la caminata por el parque lo había dejado exhausto, lo cual le pareció muy plausible a Leda. Estaba sentada al pie de la mesa, junto a lady Ashland. A la derecha del cubierto de Su Señoría, un brillante cuenco negro estaba situado entre el cristal y la delicada vajilla. Albergaba un puñado de fragantes virutas de madera, sobre las que descansaba un cuadrado de seda negra. Un anillo de plata sin adornos yacía en medio del cuadrado. Lady Ashland no hizo ningún movimiento para tocarlo o examinarlo, pero Leda vio que los ojos descansaban sobre él muchas veces cuando la conversación giraba sobre el problema en las islas y la partida del señor Gerard. Cuando las damas se levantaron de la mesa, lady Ashland tomó el cuenco y lo llevó con ella. Se detuvo en el vestíbulo para decirles a su hija y a Leda que bajaría nuevamente al salón en un momento.
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-Ese es uno de los regalos de Samuel -le confió lady Catherine- es una persona de lo más incitante... siempre quieren decir algo muy profundo y nunca puedo descifrar qué es. Pero es muy amable de su parte. Significa mucho para la pobre y vieja mamá, aunque sólo sean plumas o trozos de tela o cosas por el estilo. A mí me gusta regalarle cosas prácticas. Siempre necesita cuadernos nuevos y la Navidad pasada ahorré el dinero que guardaba para mis vestidos y artículos de tocador e hice que un carpintero le hiciera una vitrina con cristales para sus muestras. Quedó muy bien. Tengo que pensar qué voy a hacer este año, ya que tal vez pasemos Navidad en Westpark. Quizá pueda ayudarme. Leda estuvo contenta de prestarse a una tarea tan agradable hasta que llegó el café y lady Ashland bajó y luego, más tarde, los hombres, cuando la conversación otra vez giró sobre política, llena de nombres impronunciables e incalculables complejidades con el azúcar y tratados y escasez de mano de obra. Leda permanecía sentada escuchando tranquilamente. Hubiera estado deseosa de quedarse allí sentada hasta muy tarde, en la esperanza de que, si el señor Gerard se iba a introducir dentro de su habitación, lo hiciera mientras ella estaba en el piso de abajo, pero al final no encontró ninguna razón para quedarse más tiempo que lady Ashland y su hija, quienes se pusieron de pie para irse a acostar a las diez. La bolsa con la espada todavía estaba bajo la mesa de tocador de Leda cuando esta regresó a su habitación. No se cambió, ya que tenía la firme intención de permanecer bien despierta hasta que él llegara, lo que de algún modo parecía más respetable que simplemente ser arrastrada por el sueño cuando esperaba a un hombre soltero en su habitación. Se sentó en una silla que tenía un almohadón y tomó el único libro que había en la habitación; con la mano alisó
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las hojas de un papel peculiar, agradablemente suave y flexible, decorado con un motivo de un crisantemo oriental. El libro estaba escrito tanto en inglés como en unas exóticas huellas de pájaro de caracteres de aspecto chino, con ilustraciones de pequeños templos y barcos y gente. Se llamaba Descripciones y Singularidades de la Cultura Japonesa Identificadas para el Hombre Inglés. Era interesante, pero no lo suficiente como para evitar que se le cayeran los párpados cuando la noche avanzó y la luz eléctrica relumbraba continuamente desde arriba, mucho más brillante y fuerte para los ojos que la luz de gas o de velas. Finalmente, cuando el sonido del Big Ben arrastró tres lentos tonos en la noche, terminó el artículo sobre el significado de maru, lo cual era un círculo y una perfecta integridad y en ocasiones un sufijo afectuoso para cosas como buenas hojas de espadas. Hizo girar los ojos ante eso y pensó "Hombres", mientras cerraba los párpados para que descansaran un momento. Reflexionó sobre la palabra para decir círculo y el anillo de plata y pensó soñolientamente: "Yo sé qué significa el círculo. Integridad. Significa que va a volver." Se sentó sobresaltada y se encontró con que la habitación estaba a oscuras. Fue todo confuso por unos momentos, hasta que se dio cuenta de que se había quedado dormida en la silla y que tenía la espalda dura. Entrecerró los ojos por el soñoliento rasguño que sentía en ellos. El debía de haber llegado y retirado ya y apagó la luz cuando se fue. Podía ver bastante bien en la luz de las lámparas de la calle que se filtraba por las ventanas y que reflejaba todos los tonos de crema pálidos y los azules tenues de la habitación. Se levantó pensando en quitarse el vestido y en ponerse el camisón prestado, para así poder lograr algo de descanso esa noche. -Está usted despierta.
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La voz era suave; venía de la oscuridad y tendría que haberla hecho saltar, pero, en cambio, fue instantáneamente familiar y tranquilizadora. -Ah -susurró Leda y se llevó una mano a la garganta-. Aún está usted aquí. -Lo localizó cuando se movió; había estado de pie bastante cerca de su silla, pero cruzó silenciosamente hacia la ventana, donde ella podía ver su rostro en la luz fría. Sólo tenía una muleta con él; en la otra mano llevaba la bolsa de fieltro con la espada. Mientras Leda lo observaba, abrió la bolsa y sacó la espada de dentro. La sostuvo hacia arriba de manera tal que la empuñadura dorada y la vaina laqueada destellaron y las borlas de bronce cayeron sobre su puño. -Venga aquí a mirarla -le invitó él. Leda caminó hacia la ventana, atrapada por la noche, por el silencio y por el débil resplandor perlado de la espada. La guarda redonda debajo de la empuñadura reflejaba oro incrustado: nubes que formaban remolinos con el rostro de un león o de un perro chino entre ellas. -Es hermosa, ¿verdad? -preguntó él con suavidad-. La montadura tiene probablemente por lo menos quinientos años. Era hermosa. El tocó la empuñadura. -Esta debería tener una hoja forjada por algún maestro, con un dragón tallado a lo largo, o un dios de la guerra, para el espíritu de la espada. Leda lo miró. El tomó la empuñadura y la vaina de la espada y los separó. Había sólo un pedazo de hierro desigual, de aproximadamente treinta centímetros de largo, acomodado libremente en la empuñadura como el fragmento cortado de un brazo. -¿Qué le sucedió? -preguntó Leda, sin resuello.
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-Se hizo de esta manera. Es una kazantachi... una espada ceremonial. Un regalo dedicado en honor de algún templo, creo. No para ser usada. -Deslizó la empuñadura en su lugar y miró hacia la calle iluminada por los faroles. La sombra y la plata delineaban su rostro con planos espartanos.- Todo este oro por fuera. Hierro repujado por dentro. -Frotó el pulgar contra la vaina laqueada.- ¿Cree que su sargento tiene razón? -Razón... ¿con respecto a qué? El sólo fijó la mirada en la calle. -El sargento MacDonald es maleducado e impertinente -dijo Leda-. Por cierto, voy a negarle el saludo la próxima vez que lo vea. Está completamente equivocado en sus conjeturas con respecto a mí. El señor Gerard bajó los ojos. -¿Y qué piensa usted de sus conjeturas acerca de mí? -Estoy autorizada para dudar de que esté en lo cierto acerca de nada en absoluto -dijo Leda con acritud-. Evidentemente es un hombre bastante estúpido. -La asustó. Lo siento. -Ah, bueno... supongo que fue una excelente manera de desviar la atención. Estaba tan ocupado acusándome a mí de tonterías que no creo que tuviera ninguna sospecha acerca de ninguna otra cosa. El la miró a los ojos. -Señorita Etoile, ¿hay algo que pueda hacer por usted antes de partir? La súbita profundidad de su mirada le hizo sentir timidez. -Estoy segura de que tendría que ser al revés. Soy su secretaria. -¿Le gustaría que pusiera las cosas en orden con el sargento MacDonald? Hay formas en las que podría corregir su equivocación respecto de nuestra... asociación.
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-¡No! -Movió con fuerza la cabeza.- No, no creo que debería tener que ver más con la policía de lo que lo hizo hasta ahora. El sargento MacDonald me ha decepcionado mucho. Si se empeña en querer ver cosas desagradables, ese es asunto suyo. -Yo diría que es culpa suya. Leda asumió una expresión de desdén. No tenía en mente volverse sentimental o misericordiosa con el sargento MacDonald. -¿Qué va a hacer usted con la espada? -preguntó a su vez. Frotó la bolsa de fieltro a lo largo de la vaina de la espada. -Aún no estoy seguro. No tenía intención de dejarla tanto tiempo. Y ahora que piensan que la encontraron... El ceño alarmó a Leda. -Por favor, sea cuidadoso. Las comisuras de su boca se inclinaron. Cambió de posición y se apoyó en la muleta. -Tan cuidadoso como un viejo gato doméstico. -Un cojo y viejo gato doméstico. Creo que, dada su condición, le convendría mantenerse alejado de vigas en el techo. El otra vez volvió el rostro hacia la ventana, sin hacer ninguna promesa. Debajo, algún tardío concurrente a una fiesta silbaba a lo largo de la calle desierta. Leda de pronto recordó que estaba en su habitación a altas horas de la noche con un visitante de dudosas credenciales. -Ahora me voy a despedir -murmuró él-. Puede dormir hasta tarde por la mañana. El tren iba a partir a las ocho de la mañana, un hecho del cual Leda se había asegurado a través de ese algo aterrador y maravilloso instrumento que era el teléfono. Luego de haber superado el miedo a la electrocución y a pesar de que el auricular sonaba como
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un enjambre de abejas rezumbonas, el teléfono permitió que medio día de trabajo para hacer los arreglos del viaje se convirtiera en una tarea de sólo un cuarto de hora, con los pasajes entregados en la puerta antes de la cena por un mensajero. El mundo era en verdad extraordinario para una secretaria en esta era moderna. -Ah, sí, bueno... adiós. Buen viaje. -Leda de pronto se sintió sentimental en exceso. Era difícil más allá de la razón decirle adiós a un caballero que apenas conocía y a un hombre para colmo. Impulsivamente, estiró y colocó la mano sobre la de él en la espada.¡Gracias! Querido señor... gracias por todo. El aire pareció aquietarse. Leda se dio cuenta de que era la palma de la mano desnuda contra la piel de él; él la miró con una severidad y una concentración que la recorrieron como el débil resplandor de la luz de la luna sobre el agua y el acero. La mano de él se movió por debajo de la de ella y apretó la espada. Nada más que eso. Nada más que eso y aun así ella sintió que todo cambiaba, que tomaba una forma y una sustancia que hacía que el corazón le latiera con fuerza en sus propios oídos. Ya sabrá qué es lo que quiere de usted. No lo sabía; no podía decirlo... pero había tanta fuerza helada en él, en sus ojos mientras recorrían su rostro, en su mano inerte, en la misma quietud... Leda bajó los ojos. En el mismo instante, él atrapó su mano y puso dentro de ella un pequeño rollo de tela. -Buenas noches, señorita Etoile. -Se apartó de la ventana, y de ella y se dirigió a las sombras de la habitación. Leda no oyó nada, ni siquiera el crujido de la cerradura de la puerta, pero supo que se había ido. Se sentó en el asiento de la ventana. La tela que tenía en la mano se desenrolló en forma de cinta de seda oscura. No podía ver el color verdadero a la luz de las
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lámparas de afuera, pero en el centro centelleaba una pequeña moneda extranjera. Una sola moneda. Una sola moneda, como trozos de plumas y un anillo de plata. Encontró el camino hacia la silla y luego de vuelta hacia la ventana. Se dobló sobre el libro para intentar leer a la luz de los faroles que estaban afuera. Allí estaba, entre las simples líneas de los dibujos del dinero japonés. Cinco yen. Dio una rápida lectura a la sección de festivales y entrega de regalos. "Un rollo de seda es un símbolo de respeto que aún sobrevive en algunos ritos ceremoniales", decía el libro. Y unas páginas más adelante: "Por la peculiaridad de un juego de palabras con goen, que quiere decir tanto la moneda como una sensación de parentesco, la moneda de cinco yen se considera un símbolo de amistad." Leda envolvió la moneda y la seda alrededor de los dedos y sostuvo el envoltorio contra los labios hasta que se volvió tan cálido como sus propias manos.
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Mar creciente
1887
El la deseaba. Deseaba tocarla. A bordo del vapor en el Atlántico se despertaba deseándola, en el tren hacia el oeste se iba a dormir con el sonido de los rieles y con lujuria y soñaba con tocarla... en sueños, en los que no existía la vergüenza y en los que no lastimaría a nadie. Lejos de San Francisco, permanecía aislado en un camarote de lujo en un vapor de su propia compañía; daba la bienvenida a estos sueños y no deseaba despertarse cada amanecer y mirar en el espejo su propio rostro. Honolulu era verde, con sol y flores batidas por el viento... y estaba desierta. Vivía en la pequeña habitación de reserva en las oficinas del puerto en vez de hacerlo en su casa, en la que los altos postigos estaban cerrados y las habitaciones eran oscuras y resonantes. Al verlo con las muletas, Dojun le recomendó un algebrista chino. Se le quitó el entablillado occidental y se le colocó un soporte oriental. La pierna se curó lentamente a través de un procedimiento de hierbas malolientes y la aplicación de ventosas calientes y unas pocas visitas clandestinas a un cirujano norteamericano; era arduo, pero le dolía menos cada vez que probaba la pierna.
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Mientras Samuel había estado fuera, Dojun había adquirido un muchacho para que se ocupara de la casa, un hijo de uno de las nuevas corrientes de inmigrantes japoneses. El muchacho barría las virutas de la madera y no decía mucho, ni siquiera en japonés. Se dirigía a Dojun con una profunda reverencia y el nombre de Oyakatasama; le daba un título importante y el más cortés de los honores. El muchacho era casi igual de respetuoso para con Samuel; lo llamaba meijin, una persona notable, por ninguna razón que Samuel pudo llegar a imaginar más allá de los extremos modales japoneses. En los últimos dos años, desde que Japón había accedido a permitir que los trabajadores de las plantaciones emigraran a Hawai, Dojun ya no había estado tan solitario y remoto en su casa, a mitad de camino montaña arriba. No pocas veces, cuando Samuel llegaba allí, había algún visitante japonés tomando el té o sake, o alguna partida de gõ en juego. Los invitados eran reticentes con Samuel, corteses pero cautelosos; lo encontraban una extraña bestia que no encajaba en ningún patrón: era un rico haole que poseía barcos, hablaba el idioma de ellos y leía ideogramas kanji y escrituras japonesas. Mientras Dojun se volvía más sociable con el mundo, parecía volverse más brusco con Samuel. Raramente habían entrenado juntos en los últimos años. Samuel hacía él mismo el trabajo físico, el constante acondicionamiento y la práctica, pero él aún subía la montaña casi todos los días. En ocasiones, Dojun deseaba hablar de su arte; en otras, sólo lo recibía y luego volvía a la conversación o a la partida de gõ; a menudo permanecía sentado en silenciosa concentración y no ofrecía nada. O atacaba con esa frecuencia impensada que nunca dejaba descansar a Samuel.
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No había ninguna indulgencia por la herida, tal como Samuel lo había sabido. El camino no se acababa porque él se había roto algo: nada se detenía y esperaba a su limitación. "Libérate", diría Dojun. "Libérate de las limitaciones. Entrégate por completo al nuevo día. Todos los días. Vive como si una espada colgara de tu cabeza... porque así es." No sólo en sentido figurado. La espada ceremonial que había robado estaba escondida en un lugar en el que Samuel esperaba que Dojun nunca la encontrara por casualidad. Tenía la intención de que su maestro nunca supiera acerca de ello. Había días en que ni siquiera lo iba a visitar, evitando por completo el peligro, y luego tenía que duplicar el cuidado en su propio terreno, porque Dojun no vacilaría en atacarlo allí. No hubiera sido tan difícil, excepto por la distracción, el destino que había tomado toda la caótica y flotante energía de shikijõ y la había fundido en ella. Samuel pensaba en ella con la camiseta blanca sobre las piernas desnudas, tomando el té y arqueando los pies con un movimiento delicado como el de una bailarina; pensaba en la cabeza inclinada, todo ese cabello brillante; la mano colocada sobre el cuaderno y la piel suave de la nuca sobre el recatado cuellito doblado hacia abajo. No podía centrarse; continuamente se salía del camino y perdía zanshin, la mente vigilante y libre y con ella, años de ejercicios y disciplina. Para combatir eso, pasaba largas horas en la noche sentado en silencio, intentando no desear, procurando echar de sí todo el deseo consciente y aun así ella entraba furtivamente en su mente con lentitud, como el aire caliente. Permanecía sentado en paz, mirando una pared, pensando en nada... y de la nada se formaba la esencia de ella, la imagen de ella que se cepillaba el cabello sobre los hombros desnudos, la curva de la espalda, la blanca
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redondez de las caderas cuando se inclinaba hacia adelante para ponerse la falda. No podía ir a Dojun con esto. Las corrientes políticas, los contratos, las estrategias y los planes... esas cosas sí se podían discutir. Aun cuando nunca estaba del todo seguro si Dojun estaba a favor de él o contra él en un propósito determinado, era bueno hablar y escuchar, explayarse acerca de posibilidades y considerar resultados y designios... como una partida de gõ, un infinito potencial de combinaciones en los casilleros negros y blancos del tablero. Los rumores de una contrarrevolución crecieron, se apagaron y crecieron otra vez. Samuel tenía sus fuentes en ambos lados: observaba cómo presionaban los reformistas y los dueños de las plantaciones de azúcar para ceder Pearl Harbor a Estados Unidos, mientras que el rey luchaba por mantener la soberanía del puerto. Observó que las elecciones de septiembre ratificaban la constitución reformada y ataban de pies y manos al rey. Observó que los hombres adoptaban posturas y gritaban y se entregaban a venganzas insignificantes, pero la corriente iba inexorablemente a favor del dinero y del poder... Samuel no tenía ninguna duda de que finalmente triunfarían los reformistas y sus contactos norteamericanos. Parecía algo repugnante, pero entendía el poder y la batalla por mantenerlo. Entendía el miedo. Entendía las frustraciones de un monarca inteligente, cordial, demasiado jovial y extravagante. Durante toda su vida adulta había tratado con las ambiciones de los hombres de negocios, occidentales y orientales, y había visto cómo despojaban lentamente a los perplejos isleños de sus tierras y potencialidades, empujados a un juego con reglas hechas por hombres con mayor sangre fría. Samuel entendía todo esto... con independencia de si lo aprobaba
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o lo rechazaba; lo importante era entender y predecir y saber cuándo y cómo moverse. Había construido su empresa para Kai, no por el dinero o las influencias, no para bailar en palacio o para derribar gobiernos. No se había entregado a ningún bando, sino que había mantenido sus intenciones puras. Un futuro. Una tarea. Ser entero e intocable. Convertirse él mismo en algo más que en la montura de una espada, más que la vulgaridad dentro de una fina fachada. Destruir en la fragua lo que había sido de lo que era ahora, tal como el yunque fraguaba las impurezas del hierro para crear acero fino. Ser digno de las cosas que deseaba. Ser lo que ella amaría. Su corazón era una espada... y se agrietaba... agrietaba... Esta debilidad lo arrastraba de nuevo hacia la oscuridad; había flotado dentro de él por años, nunca se la había quitado de encima. Ahora se cristalizaba y caía sobre sí misma. Formaba un polo opuesto... por un lado, Kai, el honor y todo lo que sería; por otro, esta cálida y tentadora oscuridad que él despreciaba y en la que anhelaba sumergirse. Dos años antes había comprado un lote de cuatro acres bien alto, junto al valle de Nuuanu. En su actual desasosiego, había trazado planos para la casa que iba a edificar allí. Imaginaba a Kai en todas las habitaciones; una para el piano, una para la mesa de comedor que haría para ella, un amplio lanai porque le gustaba la brisa, un establo para los caballos. Se entrevistó con los constructores y ordenó teca, y madera de baobab y paulonia. Exactamente después de las elecciones de septiembre limpiaron el terreno y comenzó la construcción. Cuando estuvo de pie en el barro entre los nuevos cimientos, sólo se apoyaba ligeramente en un bastón. Donde había existido una masa de vegetación
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herbosa, ahora podía ver hasta el océano. Pensó en nombres, en bautizar a la casa en hawaiano Hale Kai (Casa del Mar), pero decidió que era demasiado obvio. Ella le había aconsejado no ser precipitado y confiaba en ella respecto de eso. Pensó en su rostro, su garganta, sus manos obsequiosas y en la curva de su seno. Fijó la mirada en el horizonte. Renuncia a eso, pensó. Renuncia a eso. Lejos, debajo de él, más allá de la ladera de la isla, más allá de la ciudad, más allá de las torrecillas de las iglesias y los techos que resplandecían entre el follaje oscuro, la marea estaba creciendo e inundando los arrecifes y las arenas. Ya había puesto un nombre antes; se había considerado ingenioso cuando registró a su compañía con el nombre de Kaiea. Había unido las palabras hawaianas que querían decir agua que regaba profundamente la tierra; ahora pensaba que Dojun lo había inclinado a ser demasiado sutil. Kai nunca había captado la inferencia; nunca, por lo que él sabía, se había dado cuenta de que su nombre iba en ese intento. Sería más directo con ella. Ella era toda honestidad y candidez; era su propia tendencia a ocultarse lo que le estorbaba. Quizá debería llamar a la casa Hale Kai después de todo. Quizá simplemente debería ir a Kai y preguntarle abiertamente qué le agradaría. "¿Cómo debería llamar a este hogar que estoy construyendo para ti, Kai? Ah, y dicho sea de paso, ¿quieres ser mi esposa?" No hizo ninguna de las dos cosas. Observó cómo se hundía el sol sobre el océano en una gloria de anaranjados y dorados. Ni siquiera podía mantener la cuestión de Kai claramente en la cabeza; seguía viéndola a ella, la suavidad flotante de su cabello en las nubes, el
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perfume de su cuerpo en la tierra bañada por la lluvia... maldita sea, maldito sea él mismo, sordo y ciego en sus visiones. Dojun podría haberlo matado diez veces y más si hubiera estado allí. Un niño con rencor y un coco verde podría haberlo hecho. La marea creció, una fuerza lenta e ininterrumpida, imposible de detener. Kai ea, el agua que bañaba la tierra. Bautizó a la casa en inglés. Mar Creciente. Y no se comprendió a sí mismo, sabiendo que eso era la mayor tontería de todas.
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Leda se había criado en la ciudad. Lo más cerca que había estado de la campiña de Sussex fue cuando realizó una excursión a Kew Gardens una vez, cuando tenía once años. Westpark le parecía infinitamente asombroso: la magnífica y antigua casa de estilo georgiano, enorme y aun así en cierto modo amistosa, llena de árboles florecientes plantados justo en el medio de la casa, extrañas colecciones de todo tipo de objetos imposibles, osos hormigueros embalsamados, hojas secas, vitrinas que exhibían miles de conchas marinas e insectos y piedras, fotografías, jarras con cosas que no deseaba identificar. ¡Y el parque! A pesar de los jaguares, a los que no se permitía en realidad vagar libres por allí tal como lo había afirmado lord Robert, para Leda era puro regocijo caminar allí, respirar el aire limpio del campo o simplemente mirar por la ventana cada mañana y no ver más que césped y árboles hasta las colinas distantes.
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Había una original casa color azul lavanda al final de los jardines de recreo, un pequeño edificio octogonal de yeso, decorado con viñetas de un carmesí otoñal y medio oculto detrás de la cerca de madera de boj. Ya que las habían corrido de la apacible habitación opuesta a las cocinas, Leda y lady Kai la adoptaron como propia. Quitaron los viejos y polvorientos embudos y los jarrones para el aceite de lavanda, fregaron y se adueñaron de los largos banquillos y de la mesa debajo de la ventana de cristal emplomado. La tarea que tenían era el aguardiente de cereza especial de la señorita Myrtle. En agosto, cuando habían llegado a Westpark, la huerta estaba repleta de cerezas pequeñas llamadas coñac negro. Los recuerdos que tenía Leda del licor y las cariñosas descripciones que hacía del ritual de llenar las jarras y de servir el aguardiente para Navidad impulsaron a lady Kai a entrar en acción. Tenían que recoger sus propias cerezas y preparar aguardiente de cereza para la festividad con sus propias manos. El primer paso había sido la ocupación exclusiva de Leda y lady Kai durante toda una semana. Todo se hizo de acuerdo a la receta de la señorita Myrtle, tal como Leda la recordaba: las cerezas se recogieron, se eligieron las que servían, se limpiaron cuidadosamente, luego se les quitó el carozo, se lavaron las jarras adecuadas de boca ancha, la fruta se envasó allí junto con el azúcar tamizada que tenía la combinación especial de especias de la señorita Myrtle, distribuida por encima… una mitad de la jarra con cerezas; la otra mitad, con el azúcar. Se puso a consideración de lord Ashland una petición que concernía al fino coñac francés que se requería. Luego de extraerle la promesa de que sería el primero, sin contar a Leda ni lady Kai, quienes se reservaran el derecho a probar críticamente durante el proceso, en gustar esta ambrosía, aceptó proporcionar el licor de la calidad necesaria. Luego de sumar el número de jarras, Leda y lady Kai descubrieron que se habían entusiasmado mucho en sus esfuerzos y que
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aproximadamente cincuenta y seis litros de coñac podrían cubrir la producción total. Lord Ashland había levantado las cejas y aclarado la garganta, al modo como solía hacerlo la señorita Myrtle cuando tomaba el primer sorbo. Pero el aguardiente apareció tal como había sido prometido y la labor siguió adelante, hasta que la casa color azul lavanda finalmente se cerró y quedó desierta a principios de septiembre, con todas las superficies horizontales cubiertas con jarras de un color negro rojizo profundo, impregnado por un dorado intenso. Leda estaba contenta por la manera en que había pasado el verano y el otoño. Los Ashland, sus Ashland, tal como gustaba llamarlos, habían sido bien acogidos en Londres. Todavía no estaban precisamente con el grupo de Marlborough House, pero de todos modos Leda sentía que ese nivel de la sociedad iba demasiado rápido en cuanto a respetabilidad. Su Alteza Real, el príncipe de Gales había, de hecho, distinguido en muchas ocasiones a lady Tess al bailar con ella en una fiesta, para gran consternación y perplejidad de la dama, ya que parecía ignorar la muy conocida predilección del príncipe por las hermosas damas casadas. Leda no le aclaró nada al respecto. Según se dijo, el príncipe había hablado muy amablemente a lady Kai y le había preguntado a lord Ashland si estaba interesado en las carreras de caballos. Como lord Ashland no lo estaba y no lo había aconsejado antes acerca del fingimiento cortés, simplemente había dicho que no. Leda pensaba que esa metedora de pata era probablemente la razón por la que no habían sido inundados con invitaciones de lo más reluciente de la clase de moda, pero había suficientes invitaciones (más que suficientes) de una naturaleza mucho más apropiada y aceptaciones para las reuniones en Westpark, lo cual probaba que nadie iba a cortar en seco a sus Ashland. A
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principios de diciembre, además de los nuevos huéspedes (que incluían a lord Scarsdale y a su hijo, el Honorable George Curzon, a quienes se esperaba en el tren del mediodía), se habían quedado lord y lady Whitberry y los Goldboroughs con sus tres hijas y, por supuesto, lord Haye. Leda hizo una pausa en la limpieza de las jarras y miró rápida y secretamente a lady Kai. Debajo del pesado chal que usaba por el frío soleado de la habitación, la otra muchacha tenía un vestido simple, de lana azul marino, con un delantal blanco prestado de la cocina. Tarareaba para sí y limpiaba los embudos y los coladores, para colocarlos luego sobre la mesa debajo de la ventana. Lord Haye hacía que Leda se sintiera culpable. A lady Kai le agradaba. Le agradaba mucho. Aún ahora no había duda de que habrían estado tomando el té en el salón, conversando acerca de la cacería del zorro, si él y lord Robert no se hubieran unido esa mañana a una partida de caza de faisán en una residencia cercana. Lady Kai se había convertido en una gran entusiasta de la caza con mastines, siempre y cuando el zorro escapara. En septiembre, la primera vez que lord Haye había sido invitado a Westpark, él había estado presente en la corrida inicial de lady Kai con la jauría local. Tras asegurar que ella era un jinete que podía magullarse, él se encargó particularmente de explicarle la etiqueta de la competición, consejo que ella recibió con consideración y alegre sentido común. El aceptó una segunda invitación a Westpark y se quedó una semana. No se esperaba a los caballeros sino hasta muy entrada la tarde, así que cuando Leda anunció que había llegado el momento de servir el aguardiente de cerezas, lady Kai saltó de alegría. Las muchachas Goldborough, aunque tenían ánimo de participar, fueron mandadas por su madre a escribir cartas a una tía abuela. Entre protestas de tristeza se arrastraron hacia sus
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habitaciones. Leda y lady Kai se habían puesto a trabajar solas en la casa azul. -Ese está listo -anunció lady Kai y le dio un golpecito final con la toalla a un colador de barro-. ¿Qué sigue? -Ahora servimos una jarra y la probamos. Primero la pasamos por el colador dentro de ese cuenco. Se necesitó de las dos para llevar a cabo la tarea sin magullar la fruta indebidamente. El familiar aroma del aguardiente dulce llenó la nariz de Leda. -Creo que este va a ser un lote excelente -dijo Leda con confianza, exactamente de la misma manera en que lo había dicho siempre la señorita Myrtle-, Una cereza de esta jarra para cada una. Solemnemente, cada una eligió una cereza del colador y las mantuvieron en la punta de las cucharas. Antes de que Leda pudiera prevenirla, lady Kai la introdujo entera inesperadamente dentro de la boca. Comenzó a tener un ataque de tos. Leda le dio palmaditas en la espalda, mientras aún mantenía su propia cereza en la cuchara. -¡Ay, Dios mío! -Lady Catherine se incorporó y cruzó la mano sobre el pecho.- Es muy fuerte. Los ojos de ambas se encontraron y comenzaron a reír tontamente. Leda sacó la lengua y lamió la cereza que tenía en la cuchara, permitiendo que la boca se acostumbrara a la ardiente y picante delicia. -Cómala así. Leda tomó la cereza entre los dientes y la mordió delicadamente, partiéndola por la mitad. Luego, permitió que el licor de la fruta se deslizara por la lengua y así tragó la muestra por etapas. Lady Kai tomó una segunda cereza y siguió el ejemplo. Esta vez, sólo tuvo que aclararse la garganta y abanicarse la lengua. -Bueno -dijo-. Pienso que salió muy bien.
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-Esta jarra es aceptable. Debemos probar cada una de ellas para asegurarnos de que está lista. A veces el azúcar no se mezcla bien. Otra vez se miraron la una a la otra y a las hileras de jarras acomodadas sobre las mesas. Leda se llevó la mano a la boca y le dio unos suaves golpecitos. -Supongo que va a ser mejor que empecemos dijo lady Kai. Para cuando habían completado la mitad de la tarea de servir las jarras, las manos y los labios de Leda estaban pegajosos. El trapo blanco sobre la mesa estaba salpicado de gotas rojas. Lady Kai se había quitado el chal y todo parecía ser perfectamente hilarante. -Mire esta cereza -dijo lady Kai y sostuvo una muestra particularmente arrugada-. Creo que se parece a lady Whitberry. Leda estaba decidida a no reírse de algo tan absurdo como eso. Aceptó la cereza serenamente. -Una cereza lady Whitberry. Ambas prorrumpieron en risitas tontas. -Sabe -dijo Leda y abrió otra tapa-. Realmente no creo que la señorita Myrtle haya hecho alguna vez más de doce jarras a la vez. -Nosotras hicimos doce docenas -dijo lady Kai grandiosamente y recorrió, con un amplio gesto de la mano la habitación con la cuchara-. La Navidad va a ser legendaria. Leda dejó caer pesadamente la otra jarra junto al colador. -Tenía que haber suficiente para todos. -Por supuesto. Es una casa grande. -Una casa enorme. -Una casa absolutamente tremenda. Ambas balbucearon algo de prisa. Reían y se dejaron caer contra las mesas. Lady Kai puso el brazo alrededor de la cintura de Leda y con la otra mano blandía la cuchara.
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-Es tan graciosa -dijo-. Estoy tan contenta de que haya venido a nosotros. -Gracias -dijo Leda-. Yo también. Pienso que... pienso que... -Hizo una pausa; intentaba recoger los pensamientos que le bailaban en la cabeza.-Creo que tendríamos que empezar a filtrar el licor en las botellas. Frunció el entrecejo y se concentró arduamente.- Doble esta estopilla. Lady Kai le obedeció con la dignidad de un clérigo preparando la misa. Revistieron un embudo y lo colocaron en el pico de la botella. El líquido, de un profundo dorado rojizo, se vertió dentro y centelleó a la luz del sol que entraba por la ventana. -Mire eso. -Lady Kai suspiró embelesada.- Es magnífico. -Exquisito -dijo Leda reverentemente. -Soberbio -dijo otra voz, masculina y familiar. Lady Kai se dio la vuelta. -¡Manõ! -chilló. El señor Gerard se quitó el sombrero, justo a tiempo para alcanzarla cuando ella se lanzó hacia él. Dio un paso atrás y la levantó como si fuera una niña, la alzó en el aire y le dio una amplia sonrisa de bienvenida. La fría luz del sol a través de la puerta relumbraba en su cabello. Leda se había olvidado; en cinco meses se había olvidado del impacto que él le producía, se había olvidado de cuan poderoso e increíblemente hermoso era. En la mezcla de sol y profundas sombras de la cerca de madera de boj, brillaba con su propio y austero resplandor. Sintió la cabeza ligera al contemplarlo. Se sentía mareada. Había un poema... Tigre, tigre... que ardes brillante... en las selvas de la noche... Blake, era el poeta... salvaje e impactante en dos simples líneas. Como él. No pudo recordar el resto del
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poema. No le parecía tener la mente muy despierta en ese momento. Parecía extraño verlo allí de pie tan libremente. También se había olvidado de eso... que sanaría, por supuesto. Ni una muleta, ni un bastón, ni una cojera cuando entró en la habitación. -¡Ay, Manõ! -Lady Kai se colgaba de los hombros; apoyó la cabeza contra el pecho y se meció de lado a lado.- Te eché de menos. Lo estamos pasando estupendamente bien. Leda se recogió ligeramente las faldas e hizo una cortesía; cuando se incorporó, se tambaleó un poco. -Bienvenido. El la miró por encima de Kai. Leda empujó hacia atrás el mechón de cabello que se le había caído del moño. Todo el peinado parecía estar en peligro de caerse, pero parecía no poder pensar qué hacer al respecto. El sonrió. Leda sintió tal corriente de calor y placer que casi sintió deseos de llorar. Parpadeó y cerró los ojos y la habitación pareció girar a su alrededor. -Estamos preparando el aguardiente de cerezas de la señorita Myrtle -anunció lady Kai-. Debes probar una... cereza. Lo soltó y sacó una con su cuchara. El le tomó la muñeca y la estabilizó antes de que ella dejara caer la fruta. Leda lo observó cuando miró hacia la cuchara con algo de fascinación... encontró asombroso que él pudiera concentrarse en eso con tanta facilidad, cuando ella encontraba todo tan irregular. El acercó la cuchara a unos pocos centímetros de la boca y dio un suspiro. -Mi Dios -dijo. -Por favor, no blasfeme, señor Gerard -dijo Leda en tono reprobatorio. Y comenzó a reír tontamente. El levantó los ojos hacia ella. Leda aplicó vigorosamente las manos sobre la boca indisciplinada. Luego recobró el orgullo y el juicio.
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-Pruebe uno. Sólo hay una gota de aguardiente en ella. Creo que lo va a animar después de su viaje -dijo seriamente. -No lo dudo -dijo él. Tragó la cereza. Sin embargo, no pudieron persuadirlo de que tomara más de una. Explicó con gravedad que no deseaba estropear su cena. -¡Cena! Pero, ¿qué hora es? -soltó abruptamente lady Kai-. ¿Son más de las tres? -Las cuatro y diez -dijo él. -Tengo que irme. -Dejó caer la cuchara sobre la mesa.Ah, señorita Leda... ¡mire esto! Cómo va a poder alguna vez... Manõ, ¿querrías ayudarle a la señorita Leda a que termine? Es imposible que pueda hacerlo sola y prometí... No dijo qué era lo que había prometido, sino que sólo agarró el chal, lo colocó a su alrededor y corrió hacia la puerta; cuando salió se chocó contra el quicio y se fue dando brincos. Leda no lo lamentó mucho, en verdad. Vagamente, sabía que debía hacerlo; que no tendría que estar aquí sola con el señor Gerard... pero estaba más bien feliz de estar a solas con él. Estaba tan contenta de que hubiera regresado. No podía evitar sonreír cuando lo miraba. Pero, mientras él estaba allí de pie, junto a la puerta, recordó por qué habría llegado a venir. No para saludarla a ella, por supuesto. Y lady Kai se había escapado para ir a encontrara a lord Haye, cuando ni siquiera habían pasado cinco minutos después de la bienvenida. Leda se sintió algo enojada con lady Kai. El señor Gerard había llegado de tan lejos; estaba enamorado de ella; deseaba casarse con ella... ¿cómo podía ser tan desconsiderada como para irse justo ahora? Leda no deseaba que él se sintiera herido. Pensó en mandarlo tras lady Kai... pero entonces él sólo la
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encontraría soñando despierta con lord Haye, un caballero perfectamente aceptable, si uno sentía preferencia por los mastines de caza de zorros, pero nada ni nadie al lado del señor Gerard. Leda no podía entenderlo. No creía que estuviera pensando con claridad. Pero sí sabía que deseaba que el señor Gerard le sonriera de nuevo. Una cereza más le pareció una excelente idea con relación a ese empeño. Levantó la cuchara y lamió delicadamente la única fruta que se balanceaba en la punta. El señor Gerard le dio la espalda a la puerta. Leda echó hacia atrás la cabeza y lo miró por debajo de las pestañas. Con la lengua que probaba la ardiente dulzura de la cereza, le dirigió una tentativa sonrisa suya como estímulo. La expresión de preocupación abandonó el rostro de él. La miró como si en ese exacto momento la hubiera visto allí. Leda se llevó la cereza a la boca y dejó que se deslizara por la garganta. Se lamió los dedos pegajosos. -No necesita ayudar, si no le agrada -dijo tímidamente-. Pero es muy divertido. El no dijo nada. Simplemente permaneció allí de pie, con la mirada fija en los labios de Leda, mientras ella chupaba algo pegajoso en la punta del dedo meñique. Cuando sus ojos se encontraron, había una tensión peculiar en el rostro de él: ni una sonrisa, en absoluto. -Es más entretenido cuando se hace entre dos ofreció ella. Transfirió el embudo a una botella vacía y la agarraba por el cuello cuando no se mantenía estable sobre la mesa. Con ambas manos levantó el cuenco de licor, pero, sin nadie más que sostuviera la botella, no podía descansar el peso contra el borde del embudo-. También es más fácil -dijo y se volvió para mirarlo esperanzadamente-. ¿Le molestaría simplemente sostener la botella?
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El se colocó detrás de ella y con una mano levantó el cuenco que Leda estaba sosteniendo. -Sostenga esa cosa -dijo y movió la cabeza en dirección de la botella en una forma abrupta. Leda aplicó sus palmas alrededor del cuello de la botella que tenía enfrente. El estaba de pie bastante cerca de ella, cuando levantó el pesado cuenco de alfarería lleno de líquido. Se inclinó más hacia ella y reguló el caudal mientras el licor caía en cascadas en un chorro parejo sobre el borde del recipiente. Leda observaba el nivel que subía en la botella. -Ahí. Eso es suficiente -dijo. Apartó la botella y colocó el embudo en otra. Era muy agradable tenerlo de pie tan cerca. Aspiró una corriente de aire llena de aguardiente y dio un profundo suspiro. El vertió otra vez. Mientras el líquido corría dentro del embudo, enderezó el pulgar y lo colocó sobre el borde del cuenco; soltó la otra mano y se inclinó más sobre el hombro de Leda para observar el líquido mientras ladeaba el cuenco hacia arriba. Llenó la botella casi con exactitud. Leda cerró los ojos con una sensación de satisfacción. Descansó contra él. Era tan confortablemente sólido, sobre todo cuando todo lo demás tenía tal tendencia a girar sobre sí mismo. Leda recordó a lady Tess de pie junto a lord Ashland, precisamente de esa misma manera. Era agradable; en verdad lo era, aunque el señor Gerard no la rodeó con sus brazos. Permanecía inmóvil y Leda podía sentir su respiración en el cabello, irregular, más profunda de lo normal, como si acabara de correr una gran distancia. -Gracias -murmuró ella. Volvió la cabeza y su mejilla rozó el frente de la chaqueta de él. Por último, el cabello se le soltó y cayó dando vueltas, tal como venía amenazando hacer.
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A Leda ni siquiera le importó. No creía haber estado nunca tan contenta con el mundo como ahora.
Samuel pensaba desesperadamente en el equilibrio interno. En disciplina. "Rectitud", pensó. "Coraje, honor, lealtad." No sentía ninguna de esas cosas en él. Sólo sentía el cabello debajo de la mandíbula, una trenza dada vuelta y aflojada. Le fascinaba porque era tan suave; porque la había visto cepillarla y rizarla y sujetarla con horquillas. No se podía mover. Si se movía, hundiría las manos en el cabello, lo extendería y enterraría el rostro en él. La empujaría contra él, dentro de él; moriría de rodillas, sumergido en esa corriente ardiente y oscura. Ella echó la cabeza hacia atrás y se acurrucó más cerca de él. "No", pensó él. "Por el amor de Dios..." Levantó las manos sin llegar a tocarla. El cuerpo de ella parecía aterciopelado y apretaba el de él contra curvas secretas y pasajes. Su propio cuerpo estaba firme en respuesta. La sangre le latía con excitación. "Recuerda esto. Recuerda esto como una debilidad particular dentro de ti." La tomó por los codos y con firmeza la apartó de él, hacia adelante. Leda se dio la vuelta. El esperaba... algo... resentimiento o indignación, que él no se rendiría a su seducción. Pero ella se recostó contra el borde de la mesa y le sonrió radiantemente. Echó la cabeza hacia atrás como un gatito que se despereza al sol, exhibió la garganta, con el cabello cayéndole suelto detrás de los hombros, iluminado por la ventana de forma tal que el rojo y el dorado jugaron entre el caoba... una visión que explotó dentro de él, que le mandó fuerza y debilidad hacia la punta de los dedos.
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Mientras él se quedaba paralizado por la negra lujuria, ella empujó el cabello hacia atrás y taponó las dos últimas botellas. -Supongo que podríamos... terminar mañana dijo, con una alegre y achispada nota en la voz. Fijó la mirada en las hileras de jarras y botellas durante un momento; luego, no pudo contener la risa. -Realmente, me temo que quizás hayamos preparado demasiado, ¿usted no? El oyó la leve e indistinta inocencia en la voz, pero no quería que ella fuera inocente. Quería que fuera como él, quería empujarla hacia el suelo desnudo con él... debajo de él, con la sonriente boca sobre la suya, la risa y la sonrisa y el cuerpo de ella como ardor y seda que lo sofocaban. Lo deseaba y lo aborrecía; no deseaba dolor, no deseaba brutalidad, sólo deseaba su sonrisa y su risa y temía lo que podría llegar a hacer si permitía que eso lo atrapara. Tomó un trapo y se lo pasó con firmeza por la mano, intentando limpiar el líquido pegajoso. -Si me disculpa -dijo agriamente. Hizo una reverencia sin mirarla. Tiró el trapo sobre la mesa, tomó el sombrero y con grandes pasos salió por la puerta, aspirando el limpio y frío aire y el olor mohoso de la madera de boj. Se llenó los pulmones con él, pero no logró librarse del persistente perfume de aguardiente de cerezas en las manos. Ni siquiera siguió a Kai. No podía, no ahora. No quería que nadie lo viera; ni Kai, ni sus padres... ni nadie que le importara.
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La cabeza de Leda tenía más bien una característica peculiar esa mañana cuando se despertó: latía con violencia en forma desagradable. También sentía muy bien las entrañas y había cierto recuerdo que tironeaba de ella al borde la conciencia y que no parecía ser algo que quisiera recordar en absoluto. Se dio vuelta y ante el suave golpeteo en la puerta hundió más la cabeza en la almohada. Pero, de todos modos, la criada entró. -¡Señorita! Lo siento tanto, señorita; es muy temprano, lo sé, pero no sabemos qué hacer y el señor Gerard dice que debe usted bajar, señorita –susurró. El señor Gerard. El recuerdo que no deseaba admitir saltó completamente entero en la mente. Leda gimió y se hundió aun más; se sentía totalmente espantosa. -No puedo.-Las palabras fueron un murmullo ininteligible.- Creo que estoy… enferma. -Ay, señorita… sí que lo siento… pero el señor Gerard lo dijo: dijo que usted podría no estar bien, pero que de todas maneras debía bajar. Me rogó que le dijera que habría té esperándola.
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El té parecía... aceptable. Pero ponerse frente al señor Gerard, concentrar sus atontadas ideas y tragar la irritación dentro de ella y en efecto, por voluntad propia, sin ser arrastrada por cadenas ni por fuertes bestias, ponerse en su presencia... Leda no creía que fuera posible. La criada, sin embargo, parecía creer que no sólo era posible, sino imperativo. Con susurrada molestia y esfuerzo manual puso a Leda de pie y la vistió. Una vaharada de aguardiente de cereza del delantal desechado que Leda había usado el día anterior casi la tumba, pero la criada halló una falda limpia y una blusa bordada con blanco rizado en el cuello alto. Con el cabello peinado en una apretada trenza francesa, Leda descendió por un ala de la curva y doble escalera desde el balcón que miraba hacia el vestíbulo central de Westpark, el que tenía una cúpula. Había árboles del tamaño de gigantes de la selva, que crecían en medio de la casa y que extendían las hojas tropicales hacia la luz de las primeras horas de la mañana, la cual se filtraba a través de las claraboyas empapadas por la lluvia, legado del padre naturalista de lady Tess. Durante todos los años que la familia había estado fuera, la casa, los invernaderos, los jardines y los jaguares de Westpark habían sido cuidados por un tal señor Sydney, un vivaz y anciano caballero que podía recitar fácil y prestamente el nombre científico de cualquier planta al momento, y que a menudo lo hacía sin haber sido consultado al respecto. Por necesidad, Leda mantenía la mano con firmeza en la balaustrada para sostenerse. Nadie más, ni la familia ni los invitados, parecían estar levantados, pero un lacayo la estaba esperando al pie de las escaleras y la condujo hacia el salón pequeño. En el umbral sintió un muy desasosegado momento de rebelión en su interior, pero el lacayo ya estaba abriendo la alta y barnizada puerta, con labrados en oro y decoraciones en bronce.
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En Westpark no había gas ni electricidad. Todo se iluminaba con velas y aceite. En la acuosa y sombría iluminación del día, una lámpara con pantalla de cristal que estaba cerca de la ventana difundía una tonalidad escarlata por la alfombra, una esquina colorida entre la temprana penumbra. En el borde del resplandor, el señor Gerard estaba de pie con el brazo descansando en uno de los extremos de la repisa de la chimenea. Un pequeño fuego, recién encendido, mandaba humo blanco por el cañón de la chimenea. Leda se arrebujó en su pesado chal. Miró con perplejidad a una mujer de rostro grave, que se levantó de una silla en la mitad de la luz y que estaba vestida con una capa azul marino con un uniforme y chaqueta roja debajo. Una insignia dorada y un solo moño rojo adornaban el sombrero de ala abovedada que hacía juego con el traje. -¿Señorita Etoile? -Extendió la mano y habló en voz compasiva y suave.- Soy el capitán Peterson, del Ejército de Salvación. -Buenos días. -Leda mantuvo la voz igualmente suave. Le estrechó la mano y tragó algo de saliva. Hasta el respirar le parecía penoso en su estado actual. -Voy camino de una reunión en el ayuntamiento de Portsmouth. Como iba a pasar por aquí, pensé que sería mejor que le trajera el niño directamente a usted. Leda parpadeó. La capitán Peterson levantó la mano y señaló la parte más oscura de la habitación. Leda vio por primera vez una gran canasta ubicada sobre una mesa. Volvió a mirar a la oficial del Ejército de Salvación. -¿Niño? -formaron débilmente los labios de Leda. -La muchacha Pammy Hodgkins, con quien usted lo dejó, no pudo hacer frente a la tarea. -Había una nota de acero en la tranquila voz.- Aunque lo hizo bastante bien; gracias a Dios es saludable para ser un bebé que se entregó a la asistencia.
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-¿Pammy? -Leda miró la canasta, a la oficial y al señor Gerard, quien le devolvió la mirada con ojos grises y helados.- ¡Pero no es mío! -jadeó Le-da-. ¡El bebé no es mío! -Señorita Etoile, apelo a sus más altos instintos como madre. -La canasta crujió. La capitán Peterson le dirigió una rápida mirada y bajó la voz hasta que se convirtió en un intenso susurro.- La señorita Hodgkins nos informó que había aceptado el dinero de usted para cuidar al niño. Ella estuvo presente durante el parto, ¿no es así? Pedimos que nos fuera enviada una copia del registro de la policía con los datos. -Extrajo un papel doblado de debajo de la capa y se lo entregó a Leda. Dentro, con un sello y las iniciales de algún empleado, estaba la pequeña copia del registro que se refería al nacimiento, en la comisaría de policía, de un niño de la señorita Leda Etoile, residente en la casa de huéspedes de la señora Dawkins en Jacob's Island, atestiguado por la señora Fullerton-Smith de la Asociación Sanitaria de Damas y la señora Layton, partera y enfermera; al sargento MacDonald y al inspector Ruby les correspondió la investigación previamente mencionada. -¡Esto es un error! -protestó Leda en enérgica voz baja-. Fui testigo, eso es cierto... pero era el bebé de Pammy. El sargento MacDonald lo debe haber anotado mal. Todo fue muy confuso... pero, capitán Peterson, puede creer que ese niño no es mío. La oficial no discutió con ella; meramente la miró fija e ininterrumpidamente, como si pudiera exigir la verdad de aquella manera. Leda se llevó la mano a la dolorida cabeza. -Sólo con la fecha. -Le costaba evitar que le temblara la voz.- No necesita tomar mi palabra. Señor Gerard... mire la fecha de este registro. Es justo el mismo día después de que la reina de Hawai y el grupo japonés
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visitaran el salón de exhibición de madame Elise, ¿no es así? Debe ver que es imposible. Extendió el papel hacia él, pero el señor Gerard no hizo gesto de tomarlo. -Creo que la señorita Etoile tiene razón. -El tono tranquilo de su voz fue una bienvenida declaración de vuelta a la racionalidad.- Se cometió un error en el registro. ¿Qué fue de la muchacha Pammy? La oficial bajó los ojos. -Lamento decir que la señorita Hodgkins sucumbió a la fiebre tifoidea hace cuatro días. Eso es lo que nos condujo aquí. Con sus últimas palabras le pidió a nuestro oficial que le llevara el niño a su madre. -Apretó los labios.-Supongo... es posible que, en el fin de su vida, tal vez haya deseado evitar que arrojaran al niño a la parroquia. -Incluyó al señor Gerard en su mirada escrutadora.- Es posible, pero no me parece probable. -¡No es mío! -susurró Leda con vehemencia-. Siento mucho que se haya molestado hasta aquí, pero no lo es. Sin moverse perceptiblemente, la capitán Peterson pareció desplomarse un poco. Frunció el entrecejo mirando a la canasta y luego extendió la mano hacia Leda. -Querría el registro, por favor. Debe ser corregido. -Levantó las cejas y la medalla del sombrero relució- O, si es correcto, entonces está el recurso de acción legal para considerar, para obligar el apoyo paternal. Leda le entregó el papel con un movimiento rígido y ofendido. -Muy cierto. Una investigación más profunda la va a llevar a la verdad. Por favor, moléstese en hablar con el inspector Ruby, quien estaba presente en la comisaría de policía esa noche. -Bueno. -La mujer miró a cada uno de ellos a su vez, como si sintiera que la habían engañado, pero no
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podía probarlo.- ¡Muy bien! Lo voy a llevar de nuevo a la parroquia, entonces. -Caminó hacia la mesa y levantó la gran canasta. Espió por entre las mantas ordinarias.- Me temo que debemos dejarte con los huérfanos, Samuel Thomas. El fuego crepitaba en el silencio. El señor Gerard no se movió; miraba con fijeza el hogar de la chimenea con la boca inexpresiva. -¿Samuel Thomas? -repitió Leda débilmente. La capitán Peterson levantó la vista, como si notara la indecisión en la voz de Leda. -Quizá querría ver la pequeña alma que está poniendo en la calle. -Llevó la canasta hacia Leda. A pesar de sí misma, Leda miró. Samuel Thomas estaba de espaldas, profundamente dormido en su cuna casera, con regordetas y rosadas mejillas y una nariz respingona, una leve pelusa de cabello castaño claro. Torció el rostro hacia un lado mientras Leda miraba, con una graciosa media sonrisa, y luego dejó de mirar de soslayo con un suspiro de bebé. -Es un amor. -La capitán Peterson levantó la cabeza de la canasta como para exhibir mejor al ocupante. El bebé se retorció cuando ella habló y casi despertó. Luego apretó con fuerza ambos ojos, dio otro leve suspiro y se serenó. -Le pediremos a Dios que se haga cargo de él. ¿Sabe cómo son los orfanatos, mi querida? A Leda le dolía la cabeza. Se sentía desdichada. Se cubrió la boca con ambas manos y miró al señor Gerard. Leda miró sus ojos insensibles. No leyó nada en ellos, ni estímulo, ni acusación, ni negación. Los canales de la lluvia resonaban con un rítmico ruido de agua, una y otra vez.
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-Usted cree... -No podía decirlo del todo.- Señor Gerard... La luz de la lámpara iluminó un lado del rostro y el cabello de Gerard, encendiendo su brillante e inhumana belleza en las sombras. -Quédese con él, si quiere. –Inclinó la cabeza en dirección de la capitana Peterson y salió de la habitación.
Samuel Thomas Hodgkins se hizo conocer a todos aquellos que aún estaban en la cama inmediatamente después que la oficial del Ejército de Salvación hubo partido con prisa para alcanzar el tren. Primero llenó el pequeño salón con resuellos menores y pequeños sollozos y luego, cuando Leda procuró consolarlo levantándolo de la cuna, con alaridos salvajes. Así, trajo a la habitación a Sheppard, dos criadas, a lady Tess y finalmente a una pálida lady Kai, de aspecto lastimoso. Antes de que llegara lady Kai, su madre ya tenía las cosas parcialmente bajo control y caminaba de un lado a otro con el rostro rojo y triste de Samuel Thomas asomándose sobre el hombro del camisón cada vez que pasaba. Los sollozos se habían calmado lo suficiente para que Leda tartamudeara una confusa explicación de los hechos; lady Tess pareció aceptarla con sólo algo de perplejidad, mientras daba palmaditas en la espalda del bebé y le canturreaba entre las oraciones embrolladas y las pausas de Leda. Si el señor Gerard pareció aceptar al bebé sin mayor consideración de la que pondría en adoptar a un cachorro vagabundo, y la propia Leda no podía decir que ella misma fuera mucho mejor, el resto de la familia Ashland no era tan inocentemente confiada. Lady Tess mandó a las criadas a que buscaran algo que sirviera de pañales y un poco de gachas de arroz y leche caliente.
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Cuando llegaron las toallas, fue lady Kai, sonriendo valerosamente entre su palidez, quien tomó al niño que gemía y diestramente lo limpió y lo cambió, mientras Leda pensaba que el súbito olor finalmente superaría su fuerza de voluntad y la haría sentir náuseas. Leda miró a la joven y frívola lady Kai con un nuevo respeto. Todos los demás parecían saber exactamente qué hacer, mientras Leda permanecía a un lado, sintiéndose estúpida e inútil en su ignorancia. Mientras intentaba explicar a lady Kai de dónde había venido el bebé, lady Tess se preocupaba en voz alta por cosas más prácticas: si aún no habría tomado alimentos sólidos, si la leche de vaca le daría urticaria, si se podría encontrar una nodriza con tampoco anticipación y otras numerosas preocupaciones que Leda ni se le había ocurrido considerar. Pero Samuel Thomas pareció tomar su cereal de arroz con entusiasmo. Cuando la cuchara resonó en el plato, abrió mucho los ojos y abrió la boca como un ansioso pichón de pájaro. Cuando abrió la boca, se pudo observar un solo diente en la mandíbula inferior. -Ya. –Lady Kai le limpió el rostro cuando el bebé termino el cuenco y chupó agua de un trapo limpio sumergido en un vaso.-¿Cómo estás ahora, pequeñito? ¿Te sientes mejor ahora? ¿Cuál es tu nombre? -Thomas –respondió lady Tess antes de que Leda pudiera hablar. -¡Tommy, Tommy! –Lady Kai convirtió el nombre en un sonsonete; sentó al niño en las rodillas y lo meció para adelante y para atrás.- ¡Pequeño Tommy Tilletumps! El bebé la miró con fijeza y luego curvó la boca en esa sonrisa amplia de un solo lado. Riendo, extendió las regordetas manos hacia la nariz de lady Kai. -Tontorrón. –Lady Kai sacudió la cabeza y apretó el rostro contra el estómago del bebé.- ¡Pequeño tontorrón!
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El chilló de risa y agarró el cabello suelto de ella. -¡Qué bonito eres! –Lo levantó y le dio una barzo.¿Viniste de visita? Viniste a visitar a la tía Kai, ¿eh? ¿Perdiste a tu mami y papi, pobre, pobre y pequeño Tommy Tittletumps? ¿Qué va a ser de ti? -El señor Gerard dijo que podría quedarse – sugirió Leda tentativamente. -¡Samuel es un ladrillo! –fue la sanción comprensiva de lady Kai a estas noticias. Leda levantó la vista hacia la madre de lady Kai con una considerable mayor timidez. -Si está bien para usted y lord Ashland, señora. Quizá yo podría encontrar una mujer en el pueblo que quisiera tomarlo. -¿Qué? –Lady Tess levantó la cabeza luego de contemplar la alfombra con el entrecejo fruncido.- No… claro que no. Estaba pensando en lo que vamos a necesitar para restaurar el cuarto de niños.
Samuel caminaba para fortalecer la pierna. La utilizaba contra troncos de árboles dando fuertes patadas; en ocasiones se daba un impulso y rodaba hacia atrás; y luego la inmovilidad, un espacio suspendido de tiempo, aspirando la silenciosa y largar fragancia de los bosques a su alrededor. La lluvia se le deslizaba por el rostro cuando se quedaba inmóvil. El aroma del moho de las hojas se fijaba a sus ropas y manos. Reconoció el miedo dentro de sí, Reconoció el agujero que se abría cada vez más y que había aparecido en sus intenciones. Fuego. Agua. Viento. Fe. La voluntad que fluía en acción sin pausa. Había un tiempo para ocultarse y un tiempo para caminar al descubierto.
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Leda sentía que los recientes encuentros con el señor Gerard no habían sido muy satisfactorios. Sen tía un gran impulso de encontrarlo en alguna situación de la que ella fuera la dueña para demostrarle cuán calma y templada era: que, como regla, no se sentía inclinada a regañarse demasiado con aguardiente de cerezas ni a reclinarse en busca de apoyo sobre caballeros solteros. Sin embargo, él consiguió sobresaltarla y hacerle perder la serenidad cuando se le apareció (húmedo y con un fragmente de una hoja seca en su cabello reluciente) justo cuando salía de la biblioteca camino de transmitirle a Sheppard los nuevos lugares para la cena de esta semana. -¿Dónde está lady Kai? Sin saludar; sólo esa brusca pregunta, como si ella fuera un lacayo. Los ojos grises encontraron los de ella sólo un instante. Leda apretó la libreta contra el pecho. -En el cuarto de los niños. -¡El cuarto de los niños! –Apretó la boca.- ¿Por qué? -Lady Tess y ella están haciendo un inventario de los muebles, para ver lo que servirá al bebé. El la miró con un leve y helado entrecerrar de ojos. -Señorita Etoile, ¿sería tan amable de pasar a la biblioteca por un momento? Leda apretó la libreta con mayor fuerza y agachó la cabeza; le obedecía con una sensación de temor que estaba muy lejos de la digna compostura que había esperado mostrar. Cuando él cerró la puerta detrás de ellos, ella se dio vuelta y la volvió a abrir. El esperó hasta que ella se dirigiera a una silla y se sentara, antes de estirarse y cerrar la puerta con un golpe otra vez; el estampido resonó en el lugar.
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-Señorita Etoile, desearía dejarle meridianamente claro que este bebé es su responsabilidad. No de lady Ashland. No de Kai. Suya, si desea retenerlo aquí. -Ciertamente. –Se tragó la angustia.- Pero… El se dio vuelta y le dirigió la palabra a los estantes con libros. -Encuentre a una ama de leche y haga arreglos para que cualquier otra cosa que pueda requerir un bebé. Si se necesita restaura el cuarto de los niños y lady Tess le da su consentimiento, se encargará usted del trabajo. Tráigame una lista de lo que cree que va a costar y cualquier factura que se produzca ¿Queda claro? Leda levantó la cabeza, indignada porque él parecía pensar que había descuidado sus obligaciones. -Muy claro, señor Gerard. La gravedad ofendida de Leda parecía estar perdida en él. Fijó la vista en una fila de encuadernaciones en cuero y oro, con los títulos en latín, como si eso fuera preferible a mirar a Leda a la cara. -Si desean divertirse con el infante, es prerrogativa de ellas. -Su nombre es Samuel Thomas. -El nombre es una cuestión sin importancia con referencia a lo que le estoy diciendo, señorita Etoile. -Lady Kai lo llama Tommy. Por fin se dio vuelta, con una ceja levantada. Podría estar enfadado, pero no era en absoluto un hombre estúpido. -¿Le tomó ella cariño al bebé? –Había una leva sorpresa en la pregunta. -Señor Gerard, si desea ganarse la admiración de lady Kai sabrá que dio un gran paso hacia ello con la decisión que tomó esta mañana. En este momento su armadura está resplandeciente. -¿Sólo por decir que podía usted quedarse con eso?
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-Más bien “él”, señor Gerard. No le aconsejaría referirse a Tommy como “eso” en presencia de lady Kai. El señor Gerard se dirigió hacia la ventana y miró con fijeza la lluvia. Parecía que esa noticia lo confundía en vez de complacerlo. Después de un momento, su boca se curvó con leve humor. -¿Y que pasa? No sé cómo la puedo proveer de bebés por la vía normal. Leda tuvo un fogonazo de la incisiva ironía de la señorita Myrtle. -Creería que ese era el motivo principal de su casamiento. ¿o no? El señor Gerard se quedó inmóvil. Una sombra rígida le tallaba la mejilla. Cerró los ojos y lentamente echó la cabeza hacia atrás. La sonrisa de su rostro era negra y terriblemente fría. -Por su puesto. Tiene razón, por supuesto. Como siempre, señorita Etoile. Leda ya estaba furiosamente sonrojada antes de que él hablara. A la señorita Myrtle, con su edad y excentricidad, y teniendo en cuenta su intimidatoria reputación de conversadora (un punto de orgullo comunal en la calle South)… a la señorita Myrtle se le podría haber perdonado un comentario muy audaz, entre damas y en secreto. Pero que Leda mencionara abiertamente una cosa así era inexcusable. Agachó la cabeza. -Soy imperdonablemente impertinente. -¿Usted cree? –El señor Gerard hablaba como al techo con tono bajo, con una feroz frialdad.- No ha dicho usted más que la verdad. –Bajó el rostro y miró penetrantemente el cristal de la ventana. Contra la penumbra exterior, el débil reflejo de sus facciones dibujaba medio retrato en la hoja de vidrio.- ¿Tengo un competidor, señorita Etoile? –preguntó súbitamente-. ¿Qué hay de un tal Haye?
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Leda hundió el mentón. Encontró que una esquina de la libreta era muy interesante. ¿Lord Haye, quiere decir? El comenzó a rondar por la habitación; tocaba el respaldo de una silla, una mesa con superficie de mármol. -Me dije a mí mismo que debo ser más directo con ella. –Se detuvo y miró de soslayo a Leda.-En Nueva York fui a Tiffany’s. Compré un collar. ¿Qué piensa? Leda no sabía qué pensar. El fuego en el hogar parecía ser excepcionalmente cálido; los Ashland gastaban combustible como si hubiera sido agua de mar; mantenían un buen fuego en cada habitación y la completa atención de un empleado para que los supervisara. -¿Debo entregárselo? –Una nota de impaciencia afilaba su voz.- Para Navidad pensé. -Ah. –Se aclaró la garganta y comprendió que tenía que abordar el problema. Leda tenía una idea bastante buena de las joyas de lady Kai. Le agradaban las piezas modestas y elegantes, muy apropiadas para su edad. Un regalo tan personal no era precisamente adecuado, quizá pero si era algo simple (un pendiente de perla o un camafeo), entonces Leda suponía que no sería indecoroso, dado que lady Kai y el señor Gerard ya se conocían tan bien. Asintió forzadamente. _Creo que depende del collar. De qué estilo es y su costo. -Se lo voy a mostrar. No estaba seguro… -Se encogió de hombros.- No soy un buen juez del gusto femenino. -Creo que sé lo que le gustaría de lady Kai. – Mantuvo la voz formal, intentando compensar su anterior falta de delicadeza. -Entonces venga aquí antes de la cena. –Puso la mano en el picaporte.- Lo traeré es ese momento.
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Se sentía absurdamente desasosegado esperando en la biblioteca a que ella cumpliera con la cita. La caja de terciopelo de Tiffany’s yacía sobre la amplia superficie de un bien lustrado escritorio, iluminado por una vela que oscilaba con cada pequeña gota de lluvia contra las oscuras ventanas. Los paneles de madera y las filas de libros se comían la luz de la vela; sólo los espejos de un secreter cerrado que estaba contra la pared más lejana devolvía la iluminación. Encerrado dentro de la caja, su regalo descansaba sobre satén azul. Preocuparse por la opinión de ella era un signo de debilidad, pero no luchó contra esa idea. Mejor utilizar la fuerza de su libre ímpetu, dirigirla y destilarla y de ese modo convertirla en fuerza inesperada. Había cosas que deseaba comprender; ella era una fuente de un cierto nivel de verdad, de una verdad femenina, por siempre cambiante, nebulosa y desconcertante que eludía hasta lo que Dojun le había enseñado. Ella había comprendido lo que Samuel no. La ceguera de él había sido monumental, tan enorme que permanecía colgado entre la vergüenza y la risa sombría, que hasta entonces había huido de la realidad. Por supuesto que Kai amaba a los niños, por supuesto que ella quería los propios; durante toda la tarde no había hacho más que mimar a Tommy y hablar de él cuando no se podía arrancar al niño de lady Tess. Y no era ningún entusiasmo momentáneo: podía mirar hacia atrás en el tiempo y ver infinitas pruebas de ello. Todas sus amistades, su trabajo voluntario, sus pasatiempos: todo tenía que ver con niños. Siempre lo había sabido. Y nunca, hasta hoy, se había enfrentado con lo que eso implicaba.
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La propia Kai no lo sabía, estaba seguro. No podía saberlo. Sería diferente si lo supiera; no sería tan desenvuelta y alegre, no se volvería a él ni a nadie tan abiertamente, con los brazos y besos que eran como los de un niño, inocentes y limpios. En todo caso, niños como los que ella había sido. Samuel no deseaba otros, del tipo como él había sido. En cierto modo, él mismo deseaba no existir. Siempre quiso proteger a Kai de lo que él sabía. De lo que era. De al diferencia entre amor por ella y lo que había recorrido su cuerpo ayer cuando la señorita Etoile recostó el de ella contra el suyo. De todas las cosas que eran seguras, la mayor era que nunca deseaba herir a Kai. Ella estaba completamente a salvo de él. No quería de ella más que esos inocentes besos y abrazos; no necesitaba nada más que ser el escudo y la defensa de esa abierta inocencia. El total de su vida y de sus intenciones se reducían a eso: se casaría con ella y ambos estarían seguros. Estarían protegidos. El se sentiría completo. Y ella deseaba niños. Le daba vueltas en la cabeza y buscaba un camino en esa trampa. Hasta pensar al mismo tiempo en Kai y en la parte oculta de él le producía una sensación de malestar físico, como el aroma de veneno en el té de Dojun. De todos sus instintos, cada fibra de él reaccionaba con un NO. Kai no entendía nada de ello, nada de lo que él ocultaba, pero posiblemente la señorita Etoile sí lo comprendía. Kai se echaba en sus brazos: la misma Kai, la misma abierta confianza, embriagada o sobria. La señorita Etoile llevaba su decoro como espinas… excepto cuando se embriagó con aguardiente de cerezas. Se mantenía a distancia… quizá entendía… quizá sentía lo que él sentía y también luchaba por el dominio de sí misma.
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Sería un alivio, pensó. Alivio oscuro y bienvenido, acostarse con ella y calmar el deseo. Supo el momento en que ella hizo una pausa detrás de la puerta. Siempre le resultaba clara, una nítida sensación de vida. Un perfume, un paso, cierta respiración suave, un crujido de tela… esas características las conocía, por supuesto, pero había cosas que traspasaban el umbral de las percepciones comunes, tan claras, tan, tan claras en el más profundo de los conocimientos dentro de él. Desde la noche en que había comenzado a utilizar su habitación como lugar en el que esconder los objetos robados, la había conocido; la había reconocido al instante en el salón de la costurera, aunque nunca le había visto el rostro a la luz del día. La esencia de ella era femenina. Parecía más femenina, más opuesta a él, más oculta entre tinieblas de lo que había parecido Kai o lady Tess. La debilidad que sentía dentro de su ser hacía que la deseara vivamente. “Debes ser ingenioso”, había dicho Dojun con frecuencia. “Ver la debilidad como sólo una imperfección es limitar los propósitos. Enfrenta la verdad y luego conviértela para tu uso propio.” Pero esta era una debilidad que no se atrevía a utilizar. Para habilitar la debilidad tenía que conocer sus dimensiones y no las sabía ni deseaba hacerlo. Había otros en el vestíbulo con ella, a los que él no conocía. Oyó que hablaban y que ella respondía en tonos de rápida excusa, una promesa de que no tardaría demasiado. No golpeó no abrió la puerta hasta que los demás pasos continuaron por el vestíbulo. Un aroma a hojas entró con ella, aire fresco en la templada sequedad de la habitación. Ella cerró con rapidez, sin la menor intención de dejar la puerta abierta. Leda tenía puesto un vestido verde de escote bajo; la falda drapeada lavada con sombras esmeraldas, la piel y la garganta desprovistas de adornos como el
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pálido color rosado y blanco de las flores que se abrían de noche. El señor Gerard sentía que no tenía peso, como si por propia voluntad acabara de saltar de un risco. Durante meses se había estado asociando con Dojun y hombres de negocio, dependientes chinos, arquitectos y carpinteros, constructores de caminos, capitanes de barcos, marineros. En lo que se refería a mujeres, bien podría haber sido un monje guerrero yamabushi en la cima de una montaña. Si la abstinencia le había agudizado los sentidos hacia lo que había rehuido, entonces ahora cada percepción y facultad estaba inundada por ella. Ella simplemente estaba vestida para la cena. Lo sabía. Kai había llevado escotes más reveladores a la ópera. Aun así lo desconcertaba. Nunca había visto a la señorita Etoile vestida con algo que no fueran los más modestos cuellos altos, excepto por el recuerdo que lo asaltó de los senos y la espalda y los hombros cuando se había peinado el cabello en la habitación. Todo ese cabello caoba, ese cabello que ayer le había acariciado la mandíbula con la suavidad de una pluma. Lo había recogido en una masa suelta de bucles y trenzas intrincadas e imposibles de descifrar. No tenía las facciones clásicas de Kai; el rostro de la señorita Etoile podía describirse como bello en el mejor de los casos; los ojos no eran del todo verde puro, la barbilla tenía forma de corazón; la boca una curvatura agradable, incluso cuando no sonreía. Qué bien la conocía, por momentos robados de observación. Al lado de Kai, parecía extraño que fuera siquiera digna de atención, pero él había reparado en ella. Ahora ella no lo miraba. Permanecía con las manos detrás de ella, sobre el picaporte, Juana de Arco en la hoguera. -No voy a hacer que pierda la llamada para cenar –dijo él; se refugió en un tono burlón, irritado por el
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desasosiego de ella y el suyo-. Sólo deseo un momento de su tiempo. -Por supuesto. –Levantó la mirada hacia él e hizo un vago gesto detrás suyo.- Esas eran las señoritas Goldborough y su madre. Pareció pensar que él le atribuiría importancia a ello. No lo hizo. -No lo entenderían. –Leda extendió las manos y las movió con nerviosismo.- Que soy su secretaría, ¿entiende? Me temo que a la señora Goldborough no le agradaría. Creen que soy dama de compañía de lady Kai y una ayuda social para lady Ashland. -¿Usted les dijo eso? -¡No, claro que no! –Adoptó la postura de enérgico y ofendido decoro que por lo general provocaba la sonrisa en él. Esta noche, el señor Gerard se dio cuenta del porte elevado de los hombros desnudos y de la curva de la cintura.- No fue necesario mentir. Simplemente seguí con las obligaciones que yo tenía y dejé que los huéspedes sacaran sus propias conclusiones. -¿Y significa esto que ya no puede usted desempeñar su puesto personal conmigo? Leda se mordió los labios. Claramente lo hubiera preferido de esa manera, pero pasó junto a él y se dio la vuelta, moviendo la falda tras ella. -Estoy enteramente a su servicio, por supuesto. Pero… me disgustaría tanto que algo se viera mal para la familia. -A mi también. –La leve irritación que había en él se hizo más fuerte. Puso la mano sobre la caja de terciopelo.-¿Querría mirar este collar? -Sí, con mucho gusto. Eché un rápido vistazo a la caja con joyas de lady Kai hoy a la tarde. No tiene ninguna perla… por sí acaso esa fue su elección. -No son perlas. –Empujó la tapa hacia atrás e inclinó la caja en dirección de Leda.
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La luz de las velas atrapó las piedras con total intensidad. Levantó la mirada hacia la señorita Etoile. Observó cómo se quedaba sin aliento, una aspiración y una larga pausa, mientras la piel se volvía rosada. Cerró los ojos y luego los volvió a abrir muy ampliamente. -¡Válgame Dios! –Dejó salir el aire con un resoplido. El collar era una gargantilla ajustada como un amplio y afiligranado cordón completamente hecho de diamantes, con flores de diamantes y hojas que se entrelazaban en el centro. En el frente se ensanchaba, simulando un lazo; el centro estaba representado por una piedra de talla elíptica; las dos puntas afiligranadas del lazo se curvaban hacia abajo en borlas de diminutos y refulgentes capullos, ensartados como flores en una guirnalda hawaiana. En cada punta, las borlas estaban terminadas con tres diamantes en forma de pera. El esperaba. Finalmente, se vio obligado a preguntar directamente. -¿Le gusta? Leda se llevó el puño a la boca y sacudió la cabeza. Samuel bajó la caja. La dejó sobre el escritorio y manoseó una de las borlas de diamantes. En cierto modo extraño se sentía personalmente rechazado. Era sólo un collar, por amor de Dios; había pensado que era bonito, pero si no lo era, pues no lo era. -Lo voy a devolver. –Mantuvo la voz firme por temor a que ella oyera la desilusión que sentía. -¡No! -Leda bajó la mano.- No. Es magnífico. Lo siento, me quedé... agobiada por un momento. Levantó la mirada hacia ella. Leda echó la cabeza hacia atrás y soltó una pequeña carcajada. -Qué afortunada es lady Kai. -Parpadeó dos veces.- Y qué tonta soy. Me hizo usted llorar, señor
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Gerard. -En un gesto ampuloso, sacó el pañuelo que tenía en la manga del vestido. -¿Lo aprueba? A ella se le escapó otra pequeña y peculiar carcajada. -Le aseguro, su gusto es sumamente exquisito. Sin embargo... -Levantó la cabeza y dio un profundo suspiro mientras empujaba el trozo de tela de encaje dentro del puño y lo alisaba.- Creo que quizás es mejor dejarlo para un regalo de compromiso, a no ser que su petición sea aceptada antes de Navidad. Aunque la voz era firme, aún había en ella algo de la luz de las velas que le cruzaba en los ojos y una oscilante añoranza en su boca; esa boca dulce y redondeada. -¿Querría probárselo? Se oyó a sí mismo preguntárselo. Otra vez había caído sobre él la sensación de ingravidez; se sentía transportado por mareas, echado a volar antes de una tormenta en ciernes. -Ah, no. No podría. -Me gustaría verlo. -Procuró parecer indiferente. Al encogerse de hombros artificialmente hizo crujir el cuello formal de la camisa. El también estaba vestido para cenar, con frac negro y corbata blanca.- En la joyería sólo había hombres. -Deberíamos ir al salón. Se deben de estar reuniendo ya. Levantó el collar del lecho de seda y se dirigió cerca del espejo del secreter. -Venga aquí, señorita Etoile. No la hice trabajar excesivamente duro bajo mi cargo. Leda frunció los labios. Bajó la cabeza y caminó hacia el lugar en el que él la esperaba. El retiró la silla del
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secreter y ella se sentó de espaldas a él con las manos entrelazadas ante sí. Deslizó el collar enjoyado alrededor de su cuello sin tocarla. Pero la gargantilla estaba hecha para ser ajustada a la garganta y el diminuto y escondido broche obligó a que él tocara con sus dedos la nuca de Leda. Un leve abanico de cabello en la base del peinado le rozó el dedo. Lo sintió cálido sobre su piel fresca. Alzó la vista hacia el espejo. Leda tenía la mirada fija en el reflejo, en los diamantes, en él. Gerard tuvo la intención de retirar sus manos. Soltó el broche del diamante y levantó los dedos con demasiada brusquedad. Un mechón de cabello liberó las flojas horquillas. El collar destellaba sobre el pecho de Leda. Las piedras y ella eran como la luz, con la oscuridad a su alrededor: él mismo era oscuridad... y caía... caía... No debería haber hecho esto. El collar tendría que haberse quedado cerrado, sin riesgos, en la caja; no necesitaba conocer la opinión de ella; no había convertido la debilidad en fuerza, y permitió que esta lo consumiera. La vela se reflejaba en el mechón de cabello. Leda levantó la mano como si fuera a recomponer el mechón en su lugar, pero antes de que pudiera hacerlo, él lo tocó. Fijó la mirada en la mano; desplegó el rizo entre los dedos; descansó el puño sobre la pendiente del hombro desnudo. Era como si sus acciones no le pertenecieran... y a pesar de todo sí: sentía cada textura, cada delicada hebra de cabello, cada leve aspiración de Leda. Deslizó los nudillos por la garganta con un toque ligero más allá del collar, hacia un lugar detrás de la oreja que era suave y que le producía una sensación que no había conocido antes en su vida. Permaneció en silencio mientras la acariciaba. Era algo superior a él, superior a él; no podía darse vuelta por propia voluntad.
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"Deténganme", pensó. "No me dejen." No podía quitar la mano; no podía hablar. No salió ningún sonido de su boca cuando movió los labios. Leda se limitaba a mirarlo en el espejo, con ojos grandes y de un verde sombrío. Durante los meses en los que él había estado fuera. Leda había perdido los huecos afilados y ojerosos debajo de las mejillas; su rostro era más suave, más lleno. El sabía que había estado hambrienta, que había vivido casi al borde de la miseria; había utilizado la desesperación de Leda para atarla a él, una vuelta tras otra para mantenerla aferrada a él, para que fuera imposible que lo traicionara. Pero ella nunca lo había traicionado. Ni siquiera al principio, cuando él había estado a punto de matarla. La vulnerabilidad de Leda parecía enorme; su inmovilidad bajo la mano del señor Gerard era un acto de infinita confianza. Con los dedos de él podía arrancar la corteza de los árboles... y podía sentir el corazón de Leda en el frágil pulso de la garganta, tan ligero y rápido. Levantó la otra mano y con ella acunó el rostro de Leda. Pequeño. Delicado. Como la vida de una pequeña ave dentro de sus pahuas. El deseo lo mundo. Lo que deseaba... Dios, lo que deseaba... Pensó en Kai, los planes, la casa que había construido. Todo ello parecía ser otro universo: fantasía y bruma y nunca había estado vivo hasta este momento. Extendió las manos; los pulgares rozaron la piel detrás del lóbulo de la oreja; las yemas de los dedos descansaron en las sienes, simplemente saboreando las mejillas. Ella todavía lo miraba con fijeza en el espejo. Qué ojos tan magníficos tenía, con el verde sutil de una pradera nebulosa, de sus bosques ingleses, las pestañas tan largas que las sintió contra los dedos. Permaneció allí acariciándola; se imaginaba su cabello a su alrededor, en ondas, su cuerpo; el perfume
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voluptuoso, los sonidos. Su propia garganta se tensó por un gemido reprimido. Sólo quería abrazarla, ponerla de pie y acunarla contra él... y quería subyugarla. Había una terrible violencia dentro de él. Todo lo que sabía, todo lo que había experimentado y dominado en su vida era destrucción. La voluntad y la vergüenza estaban bajo control, pero la voluntad le había fallado. "Recuerda esto", le había advertido Dojun. "Tu pasión desbordada, tu corazón que tan ferozmente se agarra a la agitación del cuerpo y que tanto se regocija en ello, se va a convertir en un bosque de espadas que picará tu alma en pedacitos." Recuerda esto. Fue sólo la vergüenza, enorme vergüenza, lo que finalmente le impulsó a abrir las manos, soltarla y salir de la habitación ciego y mudo.
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Leda estaba paralizada frente al espejo. El timbre para cenar sonó desde un lugar que parecía muy lejano. Era consciente de que la puerta estaba abierta. El collar resplandecía en su cuello en una llamarada de diamantes. La imagen comenzó a cruzarse ante sus ojos. Buscó torpemente el broche, no lo pudo encontrar y comenzó a llorar en serio. "Es porque mi madre era francesa", pensó. "Soy frívola. Soy indisciplinada. Soy feliz." "No puedo estar feliz." Fijó la mirada en ella misma a través de la visión borrosa. En su pecho se mezclaban el sufrimiento y una alegría dolorida. No podía estar feliz. Era indecente estar feliz. Había sido profunda y terriblemente insultada. El se había comportado con grave indecoro. Era una afrenta hacia lady Kai, hacia la familia, hacia el mismo techo que les cobijaba. Era imperdonable. Ella no tenía perdón. Porque las lágrimas no eran lágrimas de remordimiento.
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El collar no quería soltarse. Luchó con él, oyó un paso y voces que venían de afuera, del vestíbulo y, aterrorizada, forzó y abrió el broche. Agarró la caja del escritorio y se lanzó hacia las sombras de la habitación. En unos pocos momentos los huéspedes de la casa estarían todos dejando el gran salón a través de las dobles puertas abiertas en lo alto de la escalera; los caballeros llevarían a las damas a cenar en el orden de precedencia que la propia Leda había diseñado para lord y lady Ashland, luego de consultar cuidadosamente la Guía de la Nobleza de Burke. Ahora, después de meses cenando felizmente con la familia, la sola idea la llenaba de pánico. Sabía de memoria el orden de las parejas para la cena de la noche. Como empleada y mujer de rango común, bajaría la última, exactamente antes del anfitrión, del brazo del caballero carente de relieve social, lo mismo que ella. El señor Gerard. Y se sentaría a su derecha durante toda la comida, mientras que lady Kai se sentaba directamente frente a él en la mesa. Leda se quedó horrorizada al darse cuenta de que ella lo había planeado de esa manera. Dentro de los límites de la precedencia, podría en cambio haber puesto a una hija de la casa con el señor Gerard y a ella misma con el anciano señor Sydney, quien no tenía más derecho a cenar allí que ella, siguiendo estrictamente las convenciones, cosa que los Ashland jamás hacían. Pero al escribir la ubicación de los lugares, se había dado un pequeño gusto, sólo una menudencia, sólo por esta semana, había tomado sólo una diminuta ventaja de las circunstancias que ella y el señor Gerard tenían en común: el hecho de ser personas inexistentes para la sociedad, no considerando para nada la empresa de vapores, la dirección de compañías, los aserraderos de madera de construcción, los bancos y el seguro marítimo, ni tampoco las diez libras a la semana de una secretaria que no hacía precisamente nada.
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El ruido de la conversación se hizo más fuerte; la voz de lady Whitberry era un nítido tono vibrante en la amplitud del vestíbulo con su cúpula. Leda se restregó con rapidez los ojos con el pañuelo y rezó por que no estuvieran enrojecidos o hinchados. Incapaz de pensar en algo mejor, extrajo el primer libro que tenía a mano y colocó el collar detrás de él. Se aclaró la garganta, se alisó la falda y dio un profundo suspiro tranquilizador, que no logró en absoluto tranquilizarla; luego salió al vestíbulo y caminó a lo largo de la galería hacia el murmullo de conversación. Lord Ashland y lady Whitberry ya habían comenzado a descender por la escalera. El resto de las parejas, quince en total, se formaron en el salón y les siguieron. Justo cuando Leda llegó al umbral de las puertas dobles, vio que lady Tess se inclinaba sobre su acompañante, lord Whitberry, y le hablaba al señor Gerard, quien estaba solo. Leda sabía perfectamente bien que lady Tess le estaba informando a quién tenía que llevar, exactamente como Leda le había aconsejado hacer con todos los invitados. Pensó que la intensidad de su rubor debía estar entibiando el aire a su alrededor. Peor, cuando él levantó la mirada y se encontró con sus ojos, él también cambió: la sombra en su mandíbula se hizo más notoria y pareció estar demasiado rígido como para ni siquiera asentir. Lord Whitberry ondeó las blancas cejas en su dirección. -Tipos sumamente afortunados somos, ¿verdad, Gerard? Tenemos a todas las mejores muchachas bien a la vista -le dijo en voz alta. Leda vio el oscuro rubor que subió por el cuello del señor Gerard. Cualquiera fuese su respuesta, fue tan breve que no pudo oírla. Lady Kai, casi siete centímetros más alta que el señor Sydney, le arrojó un beso a Leda cuando el enérgico hombrecillo la guió majestuosamente y pasaron junto a Leda... y luego ninguno de los dos tuvo
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más alternativa: el señor Gerard se detuvo ante Leda y le ofreció el brazo. El no dijo nada. Ni siquiera la miraba. Leda oyó las conversaciones frente a ellos y detrás de ellos, ya que lady Tess y su hija estaban bien instruidas en la máxima de Leda acerca de que los invitados no debían dirigirse al salón comedor en silencio, sino que debían comenzar al momento un agradable intercambio con su pareja. Leda y el señor Gerard, sin embargo, descendieron en un asfixiante silencio. Leda evitaba que los dedos tocaran del todo el brazo; miraba a la otra mano y fingía estar muy concentrada en no arrastrar la falda por la escalera. Al pie de las escaleras, la pose la traicionó; esperaba el nivel del piso con un escalón de anticipación y se tambaleó hacia adelante perdiendo el equilibrio. No corrió el más mínimo riesgo de caerse. Aun así, la mano se aferró instintivamente al brazo. El tomó su peso sin una sola oscilación y su equilibrio se transmitió hacia Leda. Y por un momento las recordadas sensaciones de los dedos sobre el hombro, de las manos ahuecadas en el rostro, parecieron verdaderamente reales, no como le habían parecido cuando las había experimentado. Cada detalle cobró una vibrante vida: la manera en que la gargantilla había estado en cálido contacto con su piel, las yemas de sus dedos extendidas sobre la mejilla, el roce de la solapa forrada de seda contra la columna. Leda entró al salón comedor inundada por la espantosa verdad de que el hombre que estaba a su lado, de perfil perfecto y frío, lleno de una sutil fuerza y enfundado en sus ropas de noche como un icono negro y dorado, la había acariciado íntimamente, con intención: casi se había aprovechado de ella. Se había aprovechado de ella. Sería andarse con quisquillas decir que no lo había hecho, fingir que meramente la había rozado con la mano al pasar. Pasarle la mano suavemente por la desnuda curva de la garganta
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no era más que una escandalizadora ofensa. ¡Acariciarle el rostro! Retiró su brazo del de él antes de lo que exigía la cortesía. El le sostuvo la silla y Leda se preguntó si la mirada que les dirigió el señor Curzon era tan socarrona como parecía o si sólo era una punzada del dolor de espalda. El malicioso poema que había recitado una de las señoritas Goldborough la semana anterior le pasó absurdamente por la cabeza. Mi nombre es George Nathaniel Curzon; soy una persona altamente superior. Mis mejillas son sonrosadas, mi cabello es liso y brillante, ceno una vez a la semana en Blenheim. El señor Curzon tenía, ciertamente, una muy alta opinión de sí mismo y su padre era peor. Ninguno de los dos le había hablado a Leda ni al señor Sydney desde que se los habían presentado esa misma tarde y lord Scarsdale los había ignorado completamente, mirando hacia otro lado cuando lady Tess hizo las presentaciones. Leda podía entender los caracteres quisquillosos y el refinamiento, pero se había acostumbrado tanto a la atmósfera sencilla y natural del hogar de los Ashland que le resultaba difícil no sentir que los Curzon eran desagradablemente afectados y ceremoniosos. Pero no podía hacer que su mente reflexionara sobre eso. El señor Gerard la había acariciado. El señor Gerard, quien estaba enamorado de lady Kai. Quien estaba sentado a su izquierda. Quien no decía una palabra, ni a Leda ni a la señorita Goldborough que tenía al otro lado. Leda se sentía demasiado perturbada como para comer. Jugueteó con la sopa mientras lord Withberry le contaba en voz resonante una larga historia desde la derecha. -¡Manõ! -Lady Kai se dirigió al silencio del señor Gerard con un golpecito de la cuchara contra el vaso. Nunca había sido muy paciente con el axioma que decía que no
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debería hablar a través de la mesa en una gran cena.Decidimos que Tommy será botánico cuando crezca. Ya intentó comerse dos de las orquídeas de mamá. Si tú vas a pagar su manutención, como dice la señorita Leda, entonces tienes que arreglar todo para que vaya a Oxford. -¡Cambridge, mi querida! -corrigió el señor Sydney con autoridad-. Cambridge es el lugar para un joven científico. -Cambridge, entonces. Estoy segura de que adquieren orquídeas con consumado estilo en Cambridge. -Volvió el rostro risueño hacia el señor Gerard.- ¿Tú qué piensas? -Voy a proveer todo lo que la señorita Etoile considere adecuado para el niño.- No miró a Leda. -Mucho me temo que la señorita Etoile sea una mera aficionada en el tema. -Lady Kai sacudió la cabeza.Mira a Tommy como si él fuera un artefacto que no puede terminar de entender. Leda logró sonreír. -Lo siento, pero no tengo ninguna experiencia con niños. -Puede dármelo a mí, entonces. ¡Es tan encantador que me lo comería todo! ¿Sabías que puede levantarse y ponerse de pie en la cuna? ¡Y ya tiene un diente! Es muy precoz para tener sólo seis meses. Estoy muy contenta de que no hayas dejado que se lo llevaran al orfanato; no puedo soportar ni siquiera pensar en ello. -De pronto se puso más seria de lo que Leda jamás la vio.- Manõ Kane, debes prometerme que nunca, jamás, lo vas a enviar allí. Miró al señor Gerard en vez de a Leda por esta promesa, como si de alguna manera él tuviera una obligación original con el niño. El no lo negó. -No, no lo voy a hacer -dijo en un tono tranquilo. Con la mayoría de la gente podría haber parecido informal, meramente apaciguador. Pero el señor Gerard tenía una forma de hablar que hacía que uno le creyera.
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Retiraron la sopa. Cuando comenzó el segundo plato, él miró nuevamente hacia lady Kai. -¿Te gustaría que yo lo adoptara legalmente? -¿Lo harías? -Su grito de asombro se mezcló con el murmullo conmocionado de su madre, quien pronunció el nombre de Samuel y el trueno de incredulidad de lord Whitberry. -Estoy pensando en ello. Todavía no sé qué acarrearía el proceso. Leda le dirigió una rápida mirada por debajo de las pestañas. También a ella le conmocionó la idea; mucho más porque estaba completamente segura de que lo había mencionado (y en realidad podría llegar a hacerlo) sólo para complacer a lady Kai. Luego de la entusiasta respuesta de lady Kai, se relajó un poco la tensión en las facciones del señor Gerard. -Pero, ¿no tendrías que casarte para adoptar un niño? -Lady Kai frunció el entrecejo. Tomó un sorbo de vino y la miró. -Tal vez. Lady Tess dirigió la mirada con rapidez de él hacia su hija y luego bajó los ojos preocupados hasta el plato. -¿Y cómo les va a los cachorros de jaguar? -le preguntó Leda al señor Sydney, con la voz sólo una pequeña décima más aguda-. ¿El más grande sigue siendo un terrible abusador? El hombrecito cortó con calma un trozo de pescado. -Me temo que ese sea el caso. Y tenemos a otro tirano en nuestras manos en su madre. Se volvió bastante protectora... lo siento, pero tuve que confinarla lejos de los otros en un corral más pequeño. El señor Curzon sorprendió a Leda al ponerse tan afable como para mencionar que tenía la intención de
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viajar a Samarcanda y Asia Central en poco tiempo y se preguntaba si el señor Sydney sabía qué animales exóticos se podría esperar encontrar allí. La conversación en la mesa volvió a temas más adecuados y Leda volvió a la realidad. El señor Gerard deseaba casarse con lady Kai. La madre de Leda había sido francesa y a los caballeros les resultaba difícil gobernar los instintos animales cuando se trataba de damas francesas. La señorita Myrtle siempre había dicho eso y citaba a "ese hombre innombrable" como un caso a su favor. Eso era todo lo que tenía que sacar de ello. La índole animal del señor Gerard había superado por un momento a sus modales. El estaba claramente abochornado por el desliz y ciertamente se disculparía cuando se presentara el momento adecuado. Podía oír exactamente lo que la señorita Myrtle diría acerca de ello. De pronto pudo entender por qué la señorita Myrtle había sido tan cuidadosa al enseñarle la conducta apropiada, y por qué había hablado tan a menudo de la estupidez de las jóvenes damas. Y de modo particular de las jóvenes mitad francesas... porque Leda tenía la más ceñuda de las sensaciones de que estaba absurdamente enamorada del señor Gerard. Y la señorita Myrtle siempre había dicho que el amor era un fuerte estimulante para cabezas necias y el cual sólo se debía permitir con suma cautela, en pequeños y refinados sorbos, como su aguardiente especial de cerezas.
Samuel intentó cortejar a Kai. Lo intentó. Observaba cómo Haye bromeaba con ella de la misma manera en que él lo había hecho, cuando ella tenía siete y él años y mundos de diferencia. Ahora no se sentía tanto
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viejo como extraño, incapaz de encontrar algo en común con los pinzones reales y los pormenores y la forma correcta de manejar una guía de bueyes y de cavar una zanja. Hasta con Tommy Haye lo excluía. Como tío y primo de un número de jóvenes y prometedores parientes, resultó ser el tipo de hombre que se tendía en el suelo y levantaba sobre la cabeza a bebés que chillaban cada mañana antes del desayuno. No es que ella ignorara a Samuel. La relación entre ellos era tan cálida como siempre. Como siempre había sido. Podía hablar con ella, bailar con ella, darle consejos que ella seguiría. Le describió la casa que había llamado Mar Creciente y ella escuchó con interés, le dio sugerencias para decorarla y aprobó la elección de los nombres. Pero él no podía abrirse paso entre el familiar y antiguo bienestar de la amistad; no podía animarse a decirle que la amaba, no podía obligarse a tocarla en alguna forma que pudiera llegar a asustarla o molestarla. Y aun así veía que Haye tema sus propósitos. La amenaza de que ella podría llegar a aceptar a otro hombre antes de que él hubiera hablado lo llenaba de ira y desasosiego. Luchó contra esa sensación, porque la ira no tenía sitio en sus propósitos, sólo lo podría cegar y obstaculizar. Pero si podía vaciar toda la hostilidad que tenía dentro de sí, no podía disipar la inquietud, la sensación de que las seguridades se fragmentaban, que lo apartaban más y más lejos de la gente a la que más amaba en el mundo. Incluso lady Tess parecía estar más distante. En ocasiones era consciente de la silenciosa atención de ella sobre él, pero cuando se volvía a ella, siempre encontraba alguna excusa para retirarse o hablar con alguien más. Y eso, más que todo, cristalizaba su inquietud hacia el delgado borde de la alarma. Tenía que actuar. Las cosas estaban cambiando. En la política y en los negocios podía mantener el
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equilibrio, pero en esto... sentía su propia torpeza, su capacidad para equivocarse. "Te preocupas demasiado", dijo Dojun. "Deseas demasiado. ¿Qué voy a hacer contigo, eh?" Durante una semana había evitado a la señorita Etoile... aunque ya no pensaba en ella como "señorita Etoile", aun cuando aparecía con los recatados cuellos de encaje que usaba. ELLA, era lo que él pensaba: calor y suavidad y deseo. Ella y Kai iban por toda la casa llenas de secretos, con las cabezas juntas y reían tontamente y se imponían silencio la una a la otra cuando se encontraban con él de improviso... otra sensación más de exclusión, aunque sabía que sólo era por la Navidad y los regalos y el deleite de Kai con las intrigas festivas. Toda la casa olía con las guirnaldas de ramas siempre verdes, frescas y punzantes: cosas inglesas, frío inglés, cuando en casa hubiera sido el aroma del asado de cerdo y flores y la arena en el pastel de coco en la fiesta al aire libre, con banquete y diversiones, que se daba para Navidad. Deseaba que todos estuvieran allí en vez de estar aquí. "Desear demasiado tú." El muérdago colgaba de los sitios adecuados, atado a candelabros y unos pocos marcos de puertas, bajo la dirección de alguien que nadie iba a admitir nunca; Robert fue la víctima de grandes sospechas, particularmente dado que él y la mayor de las señoritas Goldborough fueron los primeros en ser atrapados en la puerta del salón. La señorita Goldborough se sonrojó y mantuvo las manos en la espalda y presentó la mejilla... pero la madre estaba durmiendo la siesta y Robert la tomó en los brazos y la besó en los labios. Sus hermanas dieron un chillido y bailaron entre risas horrorizadas. Curzon levantó las cejas. Samuel vio cómo Kai dirigía una rápida mirada por debajo de las pestañas a lord Haye.
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Haye, de pie con un libro medio abierto entre las manos, observaba la estratagema de Robert y no pareció darse cuenta. Mientras Samuel la observaba, Kai levantó los ojos y se encontró con los de él. Sonrió un poco. Sus mejillas se tornaron levemente rosadas. Samuel se heló por dentro. Era una mirada que no sabía cómo responder. De pronto se convirtió en un cobarde y encontró sumamente interesante un perro chino de porcelana azul y blanca que estaba sobre una mesa a su lado. Cuando lo levantó y le dio vuelta entre las manos para ver la marca, Kai se recogió las faldas y se dirigió con pasos de baile hacia la puerta. Se dio la vuelta y se exhibió con una pequeña cortesía y una maliciosa sonrisa. Con su actitud pasiva, mirando fija y ciegamente la marca de porcelana, Samuel sintió más que vio el sutil cambio en la postura de Haye. Dentro de él surgió la tensión. Y a pesar de todo, se quedó inmóvil, incapaz de levantarse: se quedó sentado allí, perdiendo su oportunidad, sabiendo que Haye se movería. Pero fue Robert quien agarró a su hermana y la hizo girar en círculo en el marco de la puerta. Terminó con una profunda reverencia sobre la mano y un beso sobre los dedos. -¡Ah, tonto! -Kai arrancó la mano de la de su hermano.- ¡Aguafiestas! El la empujó fuera del marco de la puerta. -Sólo intentaba evitar que nos pisoteara la estampida. ¿No ves que los elefantes nos atacan en masa? Curzon bajó la vista por su nariz inglesa. Haye sonrió ampliamente y se acomodó en el brazo de una silla mientras hojeaba la novela. -A cada uno le llega su turno, Orford -le dijo a Robert.
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-¡"Orford"! -Kai dio un delicado suspiro.- Como si fuera un verdadero noble. Nadie lo llama así en casa. Robert sonrió con afectación. -Soy tan noble como tú, mi querida. -En tu caso es meramente un título de cortesía. Eso es lo que dice la señorita Leda. Los verdaderos nobles pueden formar parte del Parlamento. Papi podría, si quisiera. Haye levantó la novela. -¡Eh, vosotros dos! ¿Alguno ya leyó esto? Se trata de una historia excelente. -La interrupción atajó afablemente lo que amenazaba con degenerar en una disputa fraternal.- Un estudio en escarlata. Escuchen esto. -Se aclaró la garganta y bajó su voz a un tono dramático."En el rígido rostro había una expresión de horror y, me pareció, de odio... la cual se intensificaba por su postura retorcida y poco natural. Vi la muerte en muchas formas, pero nunca se me presentó con un aspecto más terrible que en ese sucio y oscuro apartamento que miraba a una de las principales arterias de los suburbios de Londres." Eso atrapó la atención de Kai y de todos los demás. -¡Ah, comience desde el principio, hágalo! -Kai volvió a hundirse en la silla con los ojos bien abiertos y expectantes. Mientras Haye comenzaba con la historia del doctor Watson y el señor Sherlock Holmes, Samuel le daba vueltas y más vueltas a la figura china entre las manos. Miró por debajo de las pestañas; escuchaba y observaba cómo los otros respondían a la idea de la deducción por los detalles y el análisis. Había leído el libro y el personaje de Holmes le pareció una sombra de Dojun... torpe y obvio con su lente de aumento y su lógica animal, demasiado seguro de su universo, arrogante en sus conclusiones. "No existe nada más que se pueda aprender aquí", decía a menudo el Holmes de la ficción. "Mi mente ya resolvió completamente el caso."
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Un hombre podía resultar muerto si creía eso. Dojun podía matarlo con un pensamiento. Samuel lo sabía, porque llevaba el poder para hacerlo dentro de sí. La concentración es intuición. La intuición es acción: la forma en que casi la había destrozado con el kiai, un grito del espíritu, en ese momento crítico en el ático. La intensidad de su ataque había sido demasiada, porque no podía desprender la mente de ella. Aun entonces, cuando le estaba haciendo frente, la había deseado. Sólo había tenido la intención de incapacitarla, de aturdiría por unos pocos minutos, pero había más que una conexión casual entre ellos. El no era un maestro como Dojun: no se conocía a sí mismo, cometía errores. No podía permanecer en calma. No estaba en paz. Ni siquiera podía ponerse de pie y ofrecer un simple beso debajo del muérdago. Sentado inmóvil, sostenía el perro azul y blanco entre las manos. Sabía que estaba huyendo en pánico de sí mismo. Y supo que, hasta que no se diera la vuelta y se enfrentara a lo que lo atemorizaba, todos sus propósitos no eran más que humo y castillos en el aire. El fuego en la habitación se había convertido en brasas, pequeños crujidos y halos de anaranjado contra el negro y no proyectaban ninguna luz más allá del hogar. El pasó junto a la chimenea, aunque sabía que ella estaba dormida y que no vería su silueta en el resplandor. La habitación parecía llena de aroma y presencia femenina. Ella dormía con suavidad, la respiración tranquila, sin sueños que la perturbaran. La serenidad de su sueño lo complacía profundamente. Ella se sentía segura aquí; él la había traído; ella estaba unida a él en una forma sutil por paz tanto como por necesidad. El permaneció de pie en la esquina más oscura de la habitación. Observaba, aunque no había nada que ver. Escuchaba, aunque no había nada que oír. Esperaba, sin
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anticiparse a nada... ninguna acción, ningún pensamiento, ningún sentimiento. Y, con todo, aquí había sentimiento. El era consciente de cada curva del cuerpo de ella. Los recuerdos agitaron la calma superficie de la concentración; la piel debajo de los dedos, la forma del rostro entre las manos. "Suéltalo." Estaba aquí para confrontarlo y soltarlo. Pero había contradicciones, paradojas; intentar liberarlo era aferrarse con mayor fuerza. Dojun le había enseñado. El hambre que quería arrancar iba tan profundamente hacia el centro de él que parecía ser él. Separarla, extirparla... no quedaría nada. Se imaginó acostado al lado de ella, sobre ella; cosas que sabía y sin embargo no sabía, nunca seguro de aquello que había sido real y de aquello atribuible a su retorcida fantasía. Había soñado y había recordado, indeciso acerca de cuál era cuál, había odiado hacer preguntas que hubieran podido revelar lo que mantenía oculto. No podía besar a Kai. Ni siquiera un beso ligero y en broma, como el de Robert con la señorita Goldborough. El no era Robert. Había demasiado dolor y sufrimiento en esos sueños y recuerdos, enredados y confundidos con el placer. Una caricia... y no sabía qué podría suceder. Pero Kai querría niños. Los suyos propios. Los de el. Cuando ni siquiera podía animarse a acariciarla. No era por Kai por quien ardía. Miró con fijeza la oscuridad. Se tomó las manos en kuji y formó el complejo entrecruzamiento de los dedos que guiaría y concentraría su voluntad, movilizaría los propósitos en acciones, fundiría su poder y su mente en su objetivo. Pero no hubo concentración, unidad, no se desvanecieron las limitaciones. Su cuerpo anhelaba lo que su mente despreciaba. Después de eso, no tenía poder para nada.
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La dejó durmiendo pacíficamente y se retiró a la vasta y fría noche. Al caminar mientras la casa dormía, se sintió ajeno al calor hogareño; se sintió un extraño aun después de todos estos años, un fantasma negro en la silenciosa luz de la luna.
-Tengo un estuche con tarjetas para Manõ. -Lady Kai hacía rebotar a Tommy en su regazo mientras él arrullaba "Ah, ah, ah" con cada rebote, una ocupación que a él le parecía sumamente agradable. Consultó la lista con la mano que tenía libre.- Lo compré en Londres, así que es muy elegante... no es que le importe mucho eso. El año pasado le regalé un recipiente para afeitarse y un espejo y le gustó mucho. Leda pensó en la gargantilla que él le había comprado a lady Kai, una cascada completamente brillante de diamantes. -¿Le va a regalar algo a él? -Lady Kai alzó la mirada hacia ella- Tal vez deba pensar en ello... con seguridad él tiene un regalo para usted. -Ah, no. No lo creería. -Leda inclinó la cabeza sobre los mitones de trama calada que estaba tejiendo para lady Tess.- Soy su secretaria. -Sí, le va a dar uno. Me sorprendería que no le haya traído algo a cada uno de casa; quizás incluso algo que hizo él mismo. Hace trabajos en madera encantadores, si a uno le gusta el estilo japonés. Nuestro antiguo mayordomo le enseñó. Realmente yo prefiero trabajos tallados más intrincados. Parece más artístico. Pero las cosas de Manõ son muy bonitas, aunque sean sencillas. Nunca les agrega pájaros ni flores ni nada por el estilo.
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Leda tejió una hilera en silencio. Estaba preparando muchos regalos, uno para cada miembro de la familia Ashland, ya que deseaba con ansias demostrar su agradecimiento por la forma en que le habían ofrecido su amistad. Además de eso, lady Tess le había pedido que escondiera en su habitación los paquetes sorpresa que Su Señoría estaba acumulando para la familia. La pila de papel adornado con lentejuelas y oropel y las cajas que crecían debajo de su cama hacían que Leda se sintiera bastante festiva y parte de la diversión. Había pensado en regalarle algo al señor Gerard, pero no se había animado. Apoyó el tejido en el regazo y atrapó un rizo de hilo plateado. Lo enrolló alrededor del dedo índice, tironeó de él, lo retorció y lo retorció. -¿Qué supone que podría gustarle? -¿De regalo? Bueno, Tittietumps, abajo. No, no debes comer la falda de la tía Kai. Toma esta cuchara, cariño. Déjeme pensar. En realidad no hay tiempo como para conseguir algo fuera del pueblo, ¿verdad? Podría usted haber pedido una pluma si lo hubiéramos pensado antes. Quizá podría usted poner sus iniciales en algunos pañuelos. En cierto modo, las sugerencias de lady Kai hicieron que Leda se sintiera algo melancólica. Un recipiente para afeitarse, un estuche con tarjetas, una pluma, pañuelos. Su corazón tenía ansias de él. Recordó el rostro en la media luz de los faroles de la calle fuera de la ventana, la breve presión de su mano cuando empujó el pequeño rollo de tela dentro de su palma. Aún conservaba la moneda de cinco yen, el símbolo de la amistad, en un pequeño lazo debajo de la blusa. No se había disculpado por su conducta irregular; desde entonces ni siquiera le había hablado. Estaba bastante segura de que la evitaba.
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Quizás él sentía que no debía disculparse porque ella era mitad francesa. Quizás había hecho que le tomara aversión a su educación ese día con el aguardiente de cerezas. Quizá ya no eran amigos. Ese pensamiento hizo que se sintiera aun más deprimida. -Sí. Por supuesto. –Permitió que el hilo de seda se desenrollara del dedo, atrapó un punto que había dejado escapar y suspiró. –Quizá voy a bordarle algunos pañuelos.
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Fue el jaguar el que convirtió a Samuel en héroe por segunda vez en la vida. Un frenético señor Sydney nunca pudo determinar cómo el animal pudo salirse de la jaula y del corral cercado, pero ella y los cachorros estaban sueltos cuando Kai arropó a Tommy, lo colocó en un cochecillo de niño que había encontrado rebuscando en el desván y lo sacó a dar un paseo a lo largo del estanque que reflejaba las imágenes. Todo el grupo de invitados más jóvenes también había ido, vestidos con capas forradas en piel y chaquetas de abrigo, aprovechando el clima extrañamente soleado. Kai difícilmente estaba sola y desprotegida cuando ocurrió la confrontación, aunque Samuel pensó que hubiera sido mejor que sí lo estuviera. Kai tenía sentido común, pero aparentemente las muchachas Goldborough no: tan pronto como vieron al animal agazapado, que daba latigazos con la cola, debajo de la nítida sombra de la madera de boj en el borde del césped, se atemorizaron, gritaron y se lanzaron detrás de los hombres, con las faldas llamativas que formaban un blanco excitante cuando corrieron. El mismo Samuel tema a la más joven aferrada a sus hombros detrás suyo, mientras el jaguar de ojos amarillos yacía tenso, inquieto con la libertad, con
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la mirada penetrante y siniestra sobre el grupo sobresaltado. Al principio el felino no hizo ningún movimiento. Pero mientras las muchachas continuaban con los chillidos mitad risueños y espiaban por sobre los escudos, el jaguar le dio un golpe a uno de sus cachorros tambaleantes y lo colocó detrás de sí, sin dejar de permanecer agazapado, sin quitar la mirada de los intrusos humanos. Echó las orejas hacia atrás y curvó los labios, dejando ver los colmillos. Levantó una garra, abierta como una advertencia de navaja. Las manos sobre los hombros de Samuel se aferraron más incisivamente. Las muchachas se quedaron súbitamente en silencio. Justo cuando Robert dijo: "No se mueva", la mayor de las Goldborough lo soltó y se escapó y corrió como un rayo hacia la casa. La carrera de velocidad rompió el tenso encantamiento del felino. El jaguar se lanzó hacia adelante unos metros y se detuvo para echar una rápida mirada hacia atrás a sus cachorros. Pero el ataque incompleto hizo que las demás muchachas fueran presa del pánico. El grupo se dispersó en todas las direcciones... una muchacha corrió hacia los escalones del muro del jardín, Robert gritó y corrió a toda velocidad hacia ella; la otra soltó a Samuel, se dio la vuelta, tropezó y se cayó cuan larga era sobre el césped. El nervioso felino reaccionó instantáneamente ante la confusión: se lanzó tras la muchacha que corría, luego se volvió y cargó contra Robert, luego se agitó en dirección de Kai y Tommy en un salvaje zigzag. Kai perdió el dominio de sí misma y arrancó a Tommy del cochecillo. El movimiento torpe, la visión fugaz de la falda y de la manta llamativa: Samuel vio que el jaguar clavaba los ojos en el blanco y que luego brincó a través del césped, una belleza oscura y poderosa que tomaba velocidad. Se movió y cortó la línea de ataque del
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felino. El jaguar se dirigió hacia él ante esta acción, dobló en ángulo sobre las ancas para girar... Samuel retrocedió y aceleró hacia los costados para atraerlo. Con tres saltos el animal estuvo allí y se arrojó en un ataque volador, fuerza pura dirigida a él. Samuel rodó. Una garra le atrapó la chaqueta y la abrió de un tajo cuando el felino dio un salto mortal sobre su hombro. Samuel se enderezó mientras oía un gran chapoteo y la salpicadura del agua sobre el pavimento y los pantalones. La oscura cabeza del jaguar emergió de la resplandeciente superficie del estanque. Parpadeó y pataleó, súbitamente transformado de amenaza que gruñía a un perplejo y empapado animal con las orejas y la piel pegadas al cráneo. Comenzó a hacer frenéticos intentos por reunirse con sus cachorros; lanzaba las patas de adelante hacia el borde de mármol resbaladizo, incapaz de hacer pie en la profundidad del estanque, para poder alzarse y quedar en libertad. -Dios mío. -Haye fue el primero que encontró palabras para hablar.-Digo, ¿está bien, Gerard? -¡Estás sangrando! -Kai volvió súbitamente a la vida.- ¡Ve a traer al señor Sydney, Robert, y a algunos lacayos para capturar al animal! Lord Haye... -Kai empujó a Tommy en sus brazos.- Llévelo a la casa con rapidez, no sea que logre salir de la piscina. Señorita Sophie... Cecilia... ¿necesitan sales? No se desmayen, por favor... vuelvan adentro con lord Haye... y llamen a mamá; ella sabrá lo que hay que hacer. Samuel se apretó la mano contra el brazo; ahora sentía el punzante latido y sangre por el corte. -Vamos a necesitar una red o mantas. -Seguro que sí. Ellos. -Kai se volvió hacia él.- Tú no. Tú vas a venir conmigo y vendarte eso antes de que se te infecte. Los rasguños de felinos siempre se infectan. Señor Curzon, usted se va a quedar aquí y se va a asegurar de que no salte fuera antes de que la puedan atrapar. Estoy segura de que lo va a hacer... cualquiera
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que esté listo para viajar a Samarcanda debe ser salvajemente intrépido. -Ciertamente, señora. -Curzon golpeó el bastón contra la palma abierta de la mano.- No le va a agradar esto en la nariz, si intenta escapar. -Bueno, sólo está asustado, así que no sea demasiado rudo. Bueno, bueno... aquí vuelve Robert al rescate. Manõ, ven conmigo y déjaselo a ellos. No permita que se olviden de juntar a los cachorros, señor Curzon. Samuel dejó que ella lo llevara hacia la casa. Kai lo llevó arriba, al desierto cuarto de los niños, en el que había telas limpias, algodón y alcohol, y se quitó los guantes. Sin la menor vacilación, le pidió que se quitara la chaqueta manchada de sangre y la camisa. Mientras permanecía sentado con el torso descubierto en el bajo asiento interior al pie de la ventana, ella se arrodilló delante de él y aplicó pequeños brochazos de alcohol a la zona de profundos cortes. La quemadura del alcohol lo recorrió como un torrente de fuego; aspiró profundamente y no emitió ningún sonido. Cuando ella detuvo el sangrado y limpió las heridas a su entera satisfacción, le vendó el brazo y lo ató. Durante todo ese tiempo, Kai no dijo ni una palabra. Cuando terminó, se recostó en el asiento, cerró los ojos y dejó escapar un largo y tembloroso suspiro. Cuando abrió los ojos, lo miró directamente. - Manõ. Gracias. Estaban solos en el cuarto de los niños. Desde lejos, debajo de la ventana cerrada, los gritos y el chapoteo de la captura rompieron la paz de la silenciosa habitación. El pensó: ahora. Habla ahora. -¿No estás herida? -le preguntó absurdamente. -Por supuesto que no. -Ella giró los ojos y sonrióTonto. Sólo tú preguntarías eso. -Antes no se había
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detenido a quitarse la alegre chaqueta de abrigo roja. El adorno de piel blanca le rozó la mano mientras la desabotonaba y la tiraba a un costado. El intentó pensar en algún cumplido, alguna forma de comenzar lo que tenía que decir. - Manõ... -De pronto puso ambas manos sobre las de él.- A veces me olvido... -Se detuvo.- No... no es que me olvide, porque no lo hago, pero me olvido de decirlo en voz alta. Te quiero. Eres el mejor y más querido amigo que nadie pudiera tener. Siempre estás aquí cuando te necesitamos. Samuel pensó que debería tomar su mano entre las suyas. Pensó que debería hacer cientos de cosas. -Yo también te quiero, Kai -dijo por fin. Y la observó con el corazón tenso en el pecho. -¡Y estoy segura de que no me lo merezco! -Se incorporó y le dio un beso en la mejilla. El debió haberse vuelto; podría haberlo hecho; sólo estaba a un soplo de distancia. Pero la parálisis cayó sobre el. Sintió la breve calidez del rostro contra el suyo, sólo un instante, y la oportunidad desapareció. Kai le apretó las manos y se puso de pie. -Baja cuando te hayas cambiado. Quiero que estés presente cuando te alabe con exageración ante todo el mundo como la cosa más valiente de este lado de la China. -Levantó la chaqueta de abrigo y se dirigió a la puerta. -Kai... Miró hacia atrás con la capa forrada en piel sobre su hombro. Se sintió impotente. -¿Estás segura de que estás bien? - Manõ, eres un idiota encantador. Eres tú el que está herido. Intenta recordarlo y procura aparecer heroicamente pálido y sombrío ante las masas aduladoras.
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Leda y lady Tess habían visto la mayor parte del accidente desde la ventana de la biblioteca, atraídas hacia allí apresuradamente por los chillidos de las muchachas Goldborough. Más tarde, las damitas se inclinaron por colocarle al señor Gerard el nombre de héroe. Los caballeros que habían estado presentes, aunque equitativos con los cumplidos, estaban un poco menos impresionados. Leda oyó que el señor Curzon le confiaba a lord Haye que había sido algo condenadamente afortunado que Gerard no hubiera resultado con la garganta abierta de un tajo al intentar una acción así. Leda sabía que no era así. Conocía al señor Gerard. Desde su posición ventajosa en el primer piso había visto ese señuelo y ese vuelco preciso al extremo, calculado para desviar inevitablemente el salto del felino hacia el reflejante estanque. El accidente perturbó a lady Tess y al señor Sydney terriblemente. Una vez que se capturó y se devolvió el jaguar a la jaula, los dos iban disculpándose ante cualquiera que encontraran. Lady Tess rompió en llanto y le prometió a la señora Goldborough que se desharían de los jaguares de una vez por todas... debería haber sabido que esto podría suceder algún día; bajo el cuidado del señor Sydney, Vicky Quinta había sido la más tratable de las criaturas, pero no se debía subestimar a un animal salvaje; nunca debió haber permitido que se quedaran en primer lugar. Finalmente, lord Gryphon se la llevó y sostuvieron una conversación privada, la cual pareció traer algo de alivio y solaz. Cuando regresaron al salón en el que todos se habían reunido, logró sonreír débilmente y aun reírse un poco con la descripción de Robert de la expresión
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atónita del jaguar cuando planeó por encima de Samuel y hacia el estanque. Lord Gryphon anunció que se contrataría inmediatamente a otro cuidador exclusivo para que vigilara a los animales y el pequeño zoológico se ampliaría y se fortalecería, con un perímetro exterior agregado para contener a cualquier fugado antes de que pudiera llegar al parque principal. La señora Goldborough, al parecer, comentaba acerca de la cordura de mantener bravos animales de la selva dentro del hemisferio global de una casa en la que residían sus hijas, pero ya que la mayor de ellas estaba locamente decidida a tener a lord Robert y ansiosa por suprimir cualquier tono trémulo maternal, acalló las protestas de su madre. -Por favor, no pienses más en ello, madre... si hubiera escuchado a lord Robert cuando me dijo que no me moviera, en vez de haber intentado correr tan inadecuadamente, no se habría convertido en problema. Es completamente culpa mía -dijo enfáticamente. Todos corearon una negación, pero Leda más bien sentía que la muchacha tenía razón. Empero, no era en absoluto su lugar mencionarlo y tenía que cumplir varias obligaciones que había dejado, en preparación para la fiesta informal que se planeaba para después de la cena: un pequeño intercambio de regalos, sobre la cual la gente joven había insistido antes de que los invitados se retiraran para sus propias celebraciones de Navidad. Se retiró silenciosamente al vestíbulo. El señor Gerard se encontró con ella al bajar la escalera. Los últimos rayos de sol de la tarde jugaban por entre la pequeña selva dentro de la cúpula. Con su porte atlético en una chaqueta negra y el cabello dorado, tenía la cualidad del jaguar él mismo: movimientos ágiles y el fantasma de ojos topacio en la jungla verde. Por primera vez en quince días se detuvo a hablarle, de pie en el
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escalón de abajo, con la mano descansando sobre la barandilla opuesta de las amplias escaleras. -Señorita Etoile. -Inclinó levemente la cabeza. Leda no deseaba parecer atontada. Sentía que era seguro que pudiera mantenerse bajo control a pesar de las considerables palpitaciones de su corazón ante esta inesperada renovación de reconocimiento. -Buenas tardes, señor Gerard. -Asintió de manera digna.- ¿Puedo decir que debe ensalzarse su coraje y su rápida acción? Vi el incidente desde la ventana. Espero que no haya quedado seriamente herido. El movió la mano como haciendo eso a un lado. -Esta fiesta hoy a la noche... ¿vamos a intercambiar regalos? -Sí. Sólo necesita traer uno. Todos van a sacar suerte de un cuenco. Justamente voy a prepararlo. Por un momento fijó la mirada detrás de ella, en los verdes brotes iluminados por el sol y las sombras esmeralda de las capas de la bóveda del bosque que se elevaba hacia las claraboyas. Luego, con un sutil movimiento, miró de soslayo a Leda, el tipo de mirada que ella imaginaba de los inmortales más pequeños... esos impredecibles y anónimos semidioses de campos y solitarias montañas, con asesinato tanto como gracia en la punta de los dedos. -Nada de sacar suertes. -La voz era demasiado suave para crear eco en la cavidad de la cúpula.Juguemos a la gallinita ciega, señorita Etoile. Quienquiera que atrapemos... esa persona abre nuestro regalo. La mano de Leda se aferró a la barandilla. -Señor Gerard... -Si no tiene ganas de sugerirlo, lo voy a hacer yo. Creo que les va a gustar la idea. -Estoy segura de que sí. -Frotó los dedos contra la madera lustrada y luego frunció el entrecejo directamente
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a él.- Pero si entiendo lo que quiere hacer... señor Gerard... no puedo más que pensar que no es prudente. Su mirada penetrante sostenía la de ella. -¿Por qué? -No es adecuado. -No podía decir que no deseaba verlo herido; que lady Kai no lo entendería; que podría ser desastroso para sus expectativas.- Es demasiado temprano para darle un regalo así. La boca del señor Gerard se tensó en la irónica semblanza de una sonrisa. -No es en absoluto demasiado temprano. Se lo aseguro, señora. -Con una reverencia superficial pasó a su lado, sin siquiera darle crédito al consejo con una palabra de apreciación. La idea de la gallinita ciega encontró gran aprobación, como también la tuvieron los diminutos vasos de aguardiente de cerezas decorados con ramitos de acebo en una bandeja de plata. Leda no se sentía con muchas ganas de probar el aguardiente de cerezas, pero todos los demás, con la excepción de lady Whitberry, quien pensaba que alteraba la digestión, pareció encontrar que el licor añadía cierta vivacidad al acontecimiento. Mientras la noche avanzaba, los giros y tropiezos de la gallinita ciega se hicieron más graciosos, los intermitentes villancicos navideños más melodiosos, la risa (hasta la de los Curzon) más cálida. Sólo Leda parecía sentir un cierto embarazo en la sonrisa. Sólo Leda y el señor Gerard, quien permanecía observando detrás de la silla de lady Kai. No es que nadie pudiera acusarlo de tristeza, desde luego, sonreía en los momentos adecuados, aunque no reía abiertamente. Cuando pensó en ello, Leda no creía haberlo visto reír nunca. Esta noche, el elemento de alerta latente en él, la sensación de una atención continua y persistente dentro de su postura relajada, pareció llamativo a ella. La gargantilla de diamantes yacía entre la pila de regalos. Leda había visto colocarla allí, una caja instantáneamente
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reconocible para ella por el tamaño y la forma en la envoltura de papel tisú. Pensó que el torpe lazo no era propio de él, inconsistente con la sobria y sutil elegancia de los regalos que le había hecho a ella y a lady Tess. Ya que sabía que podía escalar vigas en los techos con una pierna rota y pasar silenciosamente en la oscuridad a través de candados y muros, estaba convencida de que podría localizar a una muchacha bastante locuaz estando simplemente con los ojos vendados. Sin embargo, Leda no tenía idea de por qué no temía que otro invitado no escogiera a lady Kai. Hubiera esperado que él insistiría en ser el primero, por lo menos. Pero, cuando lo observó subrepticiamente, tuvo la extraña impresión de que él mantenía una dirección sobre el curso de los acontecimientos; que entre todas las risitas tontas y la conversación, el ruido del papel al romperse, los admirados comentarios acerca de cada regalo, la intensidad secreta que radiaba detrás de lady Kai era como un escudo invisible contra los demás participantes del juego. No tenía sentido, por supuesto... y con todo, aunque a los participantes los hacían girar y los mandaban en todas las direcciones, y a menudo eran dejados libres frente a ella, nadie tocó a lady Kai hasta que todos los pequeños regalos hubieron sido reclamados menos la caja envuelta en papel tisú. Leda se mantuvo en el fondo durante casi todo el juego y más bien sospechaba que lord Ashland había estado haciendo algo de trampa cuando la atrapó por la manga durante el penúltimo turno... había espiado debajo de la venda para encontrarla, lo cual era muy amable de su parte. Le agradó muchísimo el álbum de fotografías que desenvolvió, aunque no tenía ninguna para poner dentro. Ella golpeó el dedo nerviosamente contra la tapa del pequeño álbum. El señor Gerard no se vendó los ojos... no tenía sentido. El suyo era el último regalo, lady
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Kai la única sin presente. Simplemente dejó su lugar y se lo llevó, incluso así, hubo algo en él que llamó la atención. Hubo una pausa en el parloteo y el crujido de papel y en la observación de los regalos; todos miraron a lady Kai y al señor Gerard, mientras él se paraba frente a ella y depositaba la caja en su mano extendida. -¡Esto no es nada divertido! -Hizo un puchero con los labios que se convirtió en una súbita sonrisa.- Aunque supongo que debo ser la ganadora del juego, ya que la gallinita ciega no me atrapó. Qué lazo tan tonto, Manõ. Lo levantó y sostuvo el torcido lazo rojo para que todos pudieran verlo y luego rompió el papel con el entusiasmo de un niño. Leda cerró los ojos por un instante cuando vio la caja de terciopelo. Hasta ese momento aún había esperado que fuera alguna otra cosa. Los volvió a abrir, llena de una ansiedad que no guardaba proporción con la situación. El señor Gerard permaneció junto a lady Kai mientras ella levantaba la tapa. Ella miró dentro de la caja. Mientras que todos esperaban que ella se diera la vuelta, una expresión de divertida exasperación cruzó su cara encantadora. -¡Manõ! ¿Pero qué...? -Echó la cabeza hacia atrás y dejó caer los hombros.- ¡Entre todas las cosas absurdas! Eres un caso completamente perdido cuando se trata de elegir regalos, mi querido. Ahora te pregunto: ¿qué hubiera pasado si el señor Curzon... o... Robert hubieran sido los que recibían esto? -Levantó la caja para enseñarle el contenido a toda la concurrencia. Varias damas contuvieron la respiración con murmullos audibles. Alguien dijo: "¡Qué magnífico!" Y luego reinó un silencio mortal y colectivo. "Es peor", pensó Leda. "Es aun peor de lo que me temía."
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La mayoría de ellos supo, o adivinó al instante, lo que el señor Gerard quería decir con eso: Leda lo pudo ver en las miradas escandalizadas y especulativas. -Querido Manõ. -Lady Kai le dio un abrazo.- No tienes ni idea, ¿a que no? Se suponía que debías envolver algo como un bonito libro. Debí haberlo sabido... la señorita Leda y yo podríamos haberte ayudado a elegir algo, si yo lo hubiera pensado. El señor Gerard permanecía en silencio, sin ningún signo evidente de disgusto; pero cuando ella se dirigió a su madre llevando el collar y sosteniéndolo contra la garganta de lady Tess con el comentario de cuan hermosamente le sentaría a mami, su mirada silenciosa se apartó de ellas dos. -Le sentaría bien a cualquiera de las damas aquí presentes -dijo lord Ashland galantemente. Dudo que Samuel hubiera permitido que fuera adjudicado a persona del otro sexo. -Ni una sola posibilidad. -El señor Gerard sonrió. Lo hizo bien, ligeramente, sin ningún signo exterior de lo que le debía haber costado. Fue hasta detrás de lady Tess y quitó con suavidad el collar de las manos de la hija para abrocharlo alrededor de la garganta de lady Tess. Ella levantó la mirada hada él y le apretó la mano, con una expresión muy parecida a la que había tenido cuando había intentado explicarle a la señora Goldborough que sentía mucho el peligro que habían corrido sus hijas. -¿Podría servirle un poquito más de aguardiente de cerezas, señora? -Leda se volvió hacia lady Whitberry, deseosa de hacer algo que rompiera el hechizo de atención. Con la exactitud de un mecanismo de relojería, lady Whitberry inició su discurso acerca de los daños de los licores dulces, los peligros de la indigestión y los adversos efectos del aguardiente de cerezas en particular. Lady Tess estaba en su silla con el collar resplandeciente
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en el cuello. Lord Ashland se metió en una conversación con el señor Gerard sobre los recientes cambios en la ciudad de Nueva York, un tema de tan cuidadosa neutralidad que animó al resto a continuar con las conversaciones anteriores. Leda pensó durante un breve instante que el señor Gerard encontraría algún motivo para retirarse, pero al final fue ella la que no pareció poder mantener un aire común de indiferencia. Sentía un terrible impulso de largarse a llorar... por quién, no tenía idea. Pero cuando llegó el primer pretexto para disculparse y retirarse, lo aprovechó con prisa indecorosa.
Se quedó despierta en su habitación hasta tarde, leyendo con atención una y otra vez Las descripciones y particularidades de la cultura Japonesa. Intentaba encontrar alguna cosa especial para regalársela en Navidad. Un regalo simple y exquisito, lleno de matices de significados. No tenía que ser costoso. Ninguno de los regalos tradicionales que mencionaba el libro, como la moneda de cinco yen, eran caros, pero de alguna manera no le atraía la idea de regalarle una tira salada de carne de oreja marina o un trozo de alga marina seca como un símbolo de alegría y felicidad, ni siquiera envueltas en los bonitos y pequeños abanicos plegados en el papel rojo y blanco que ilustraba el libro. Realmente no podía imaginarse regalándole una concha marina o algas marinas, aun en el supuesto caso de que pudiera conseguir tales objetos. Hubiera sido mucho más bonito regalarle un par de hermosos peces dorados japoneses de cola larga que se mostraban en los dibujos, pero eso era también imposible. Finalmente, se dio por vencida y no hojeó más el libro. Se fue a la cama, aunque permaneció despierta por mucho tiempo, con la almohada enrollada cerca, debajo del mentón.
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En algún momento en la oscuridad, mucho después de que la casa quedara en silencio, se percató de la presencia de él. No hubo ni un ruido que lo probara, ni un soplo de movimiento que pudiera ver. Simplemente, se imaginó que él estaba allí. -Señor Gerard. -Se sentó en la cama. No hubo respuesta. Parecía un poco extraño estar hablándole a lo que probablemente era una habitación vacía, pero ya que no había nadie que pudiera oírla, ella volvió a hablar. -Espero que no esté muy desilusionado con lady Kai. Tampoco nadie contestó a eso. Acomodó las almohadas contra la cabe-cera de la cama y descansó contra ellas. La habitación estaba completamente a oscuras. -Ojalá pudiera regalarle unos peces dorados. -Era bastante agradable hablar en la oscuridad e imaginar que él estaba allí. Decir las cosas que nunca hubiera tenido el valor de decir personalmente. -No creo que lady Kai vaya a pensar alguna vez en regalarle peces dorados de cola larga. Supongo que no son tan sensatos como los pañuelos. Pero pienso que deben de ser hermosos. Me gustaría ver uno, algún día. Encogió las piernas y colocó los brazos alrededor de ellas; descansó la mejilla contra una rodilla y construyó castillos en el aire. -Realmente, me gustaría tener mi propio jardín, con un estanque para los peces en él, lleno de peces dorados con colas como la seda. ¿Piensa alguna vez en cosas como esa, señor Gerard? Me pregunto, ¿en qué diantre piensan los caballeros? -Reflexionó sobre la pregunta y se respondió a sí misma.-Dificultades políticas, supongo. Debe ser muy extenuante y aburrido ser un hombre.
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Miró penetrantemente hacia la oscuridad. Sabía que el sexo opuesto era útil en ocasiones, primeramente para llevarle a una los paquetes o para descubrir la causa de goteras en el techo y tiros de chimeneas que echaban humo, pero todas las damas de la calle South le habían aconsejado que no permitiera un hombre en la casa. Lo normal que podría esperarse de él era que siempre dejara pisadas de lodo, porque seguro se olvidaría de quitarse las botas a pesar de todos los intentos por domesticarlo. Los hombres eran un misterio: formidables y alentadores, esquivos y directos, llenos de extrañas pasiones y vueltas. -Señor Gerard... -lo susurró... temía, hasta sola en la oscuridad, preguntarlo en voz alta-. ¿Por qué me acarició? ¿Por qué me miró así en el espejo? Pensó en todo lo que las damas de la calle South le habían advertido. No creía que ellas hubieran conocido alguna vez a un caballero parecido en todo al señor Gerard. Se apretó las manos y admitió ante el hombre imaginario entre las sombras lo que ni siquiera se había admitido a sí misma. -Ojalá lo hiciera usted otra vez. Se cubrió la boca con los dedos, escandalizada. Pero el deseo era real, muy real, una vez que le dio nombre a todo el desasosiego y la tristeza dentro de sí, a la emoción que parecía mantener a la risa y a las lágrimas tan cerca de la superficie, que nunca sabía cuál aparecería ante la menor crisis. No sólo estaba idiotamente enamorada del señor Gerard, anhelaba que él la acariciara. Le pareció una situación tan estúpida y baja en la cual encontrarse que abrazó una almohada, mientras sentía que lágrimas calientes se le subían a los ojos y comenzaban a rodar por las mejillas en ese preciso instante. Cuan solitaria, debía de resultar la vida para una mujer de delicadeza y refinamiento y sin ningún
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antecedente conocido. Una mujer que realmente no pertenecía a ningún lugar en absoluto.
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"Ojalá lo hiciera otra vez." Samuel permanecía en silencio, inmóvil, con la tentación a su alrededor como una tangible coacción. Veía en la oscuridad con los ojos y el corazón; podía cerrar los ojos y sentir las lágrimas. No sabía por qué estaba llorando. Pensó, en ese momento, que no sabía nada sino el impulso de contestarle. "Ojalá...", dijo ella y la tierra sólida le falló; se desintegró el suelo debajo de sus pies. Leda se sentó en la cama de pronto, sobresaltada, con un rápido crujido de cobertores. -¿Señor Gerard? El echó la cabeza hacia atrás. ¿Cómo podía pensar que ella no lo iba a sentir allí? Emanaba deseo. Ardía de deseo como una brillante llamarada, una antorcha invisible en la habitación a medianoche.
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Leda suspiró con rapidez, un sonido ahogado, e intentó ocultarlo. -Sé que está aquí. -Sí-dijo él. Dio un pequeño chillido, sorprendida después de todo ante la voz. El oyó su respiración, rápida y suave. Pasó un largo momento. Nada se movió. -¿Por qué? -Apenas si ella pronunció la palabra. Colgaba susurrada del aire inmóvil. Samuel cerró los ojos. -No lo sé. Pero sabía. -¡Ay, Dios! -La voz temblaba un poco.- Supongo que está aquí desde hace algún tiempo. Supongo que estuvo escuchándome. Cuan excesivamente mortificante. Allí en la oscuridad, ella casi podía hacerlo sonreír. Hacía que anhelara extender la mano hacia ella, entrelazar el cabello en el puño. Ah, no... pero no lo haría. Contendría el fuego negro que corría por sus venas, que lo avergonzaba y lo quemaba. Le llegaron ruidos de movimiento desde la cama. Los pies de Leda tocaron el piso, una vibración que sintió más que oyó. -Realmente debería encontrar mi bata, si desea mantener una conversación. Se puso de pie, con una caída de cabello revuelto y sensual aroma a dormida, el calor del cuerpo de una mujer debajo de los cobertores. Podría haberla evadido. Pero la voluntad y la acción se separaron la una de la otra. Permaneció allí plantado, con toda la resistencia de una vida fracturándose y permitió que ella caminara derecho a él. A pesar de la mano que había extendido para encontrar el camino en la oscuridad, chocó contra el
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pecho de él como si hubiera golpeado una pared. El la tomó del brazo y le impuso equilibrio. -No deseo sostener una conversación. La voz era baja y áspera. Había anarquía dentro de él. -Ah. -Permanecía fija, asida por él.- ¿Qué, entonces? -Lo que usted deseaba. Lo que dijo. Leda levantó la cabeza. -¿Peces dorados? -Ay, Dios. -Le cubrió las mejillas con las manos e inclinó la cabeza hacia su boca.- Esto. Deseo esto. Los labios rozaron los de ella. Una pesadez lo abrumaba, una presión agobiante. Kai... estaba Kai; estaba lo que había forjado con su mente y cuerpo. No podía hacer esto. Era la destrucción. No sabía cómo besar a una mujer. Pensó que debería apretar la boca cerrada contra la suya, pero el contacto lo desarmó, la suavidad de la mejilla mandó silenciosos temblores de placer por su cuerpo. Abrió la boca, aspirando aire, tomando la esencia de ella muy dentro de sí mientras probaba las comisuras de los labios con la lengua. El cuerpo de Leda tembló. Percibió un rubor en ella, una calidez más allá del alcance de la vista en la oscuridad. Leda interpuso las manos entre ellos. -Supongo que... supongo que debe estar afligido por la recepción que tuvo el collar. No le importaba nada el collar. Le parecía sólo un paso más en el curso que lo llevaba. -No dudo... que por eso está usted aquí. -La voz parecía estar sin aliento y débil.- Habría deseado... que no hubiera estado tan ansioso por regalarlo. Le aconsejé... esto es... ay, Dios mío. Señor Gerard.
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¿Cómo podía imaginarse que era por eso que estaba allí? El seguía sosteniéndola, saboreándola, sintiendo su agitación, sabiéndose parte de las sombras en su ropaje gris medianoche. Dudaba de que ella pudiera verlo... y de pronto la soltó, rozó una mano contra la otra en una hechicería familiar e hizo luz en la palma abierta, azul frío, como la fosforescencia del océano que iluminaba el asombro del rostro de ella, las mangas abultadas y las alforzas de encaje del camisón blanco. Se sintió suspendido al ofrecerse abiertamente, sin la oscuridad para ocultarlo. Por un momento Leda fijó la mirada en la piedra redondeada que estaba en la mano de él. En la etérea luz parecía perpleja y más encantadora de lo que podría haber imaginado, con el lustre del cabello suelto y la curva aterciopelada de su rostro, todas sus fantasías prohibidas hechas realidad. Ya estaba lamentando lo de la luz; él la asustaría, como un guerrero negro invocado por la noche: lo que él deseaba de modo tan evidente, sin disfraz ni suavidad. -Ah -dijo ella con voz quejumbrosa y sosegada-. No debería estar aquí. Creo que esto es una locura, señor Gerard. Es terriblemente poco aconsejable. El cerró los ojos y apretó la piedra con el puño. -Déjeme recostarme aquí con usted -susurró. -No creo... eso no parece... realmente no sería... Se oía ofuscada.-¿Conmigo? El extendió la mano y acarició su mejilla con el reverso de la mano cerrada, con el resplandor de la luz apenas perceptible entre los dedos. -Aquí. Ahora. Leda vaciló, como si no pudiera entenderlo del todo. -Estoy segura de que está cansado, al estar levantado tan tarde, pero... El le tomó la barbilla y la levantó en el puño.
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-No estoy cansado. -Ah. -Leda levantó la mirada hacia los ojos de élAh... querido señor, ¿es que se siente solo? Si no fuera una hora tan inconveniente, podría pedir que nos trajeran un té. Solo. Dios. Tan ardiente e intenso y solo. Abrió la mano y por un momento la fantasmagórica luz coloreó el rostro de ella cuando él rozó con su boca el costado de la garganta. La fragancia de Leda era de primitivas cosas femeninas, polvos y flores, y el calor subyacente de su cuerpo: más profunda, provocativa, una velada llama que se encendió y ardió dentro de él. -Ah, no... no debería. -La voz de Leda repetía lo que él sabía; sus manos teman un leve temblor cuando tocó ligera y futilmente su hombro.- Esto no es... decoroso. No era decoroso. Era una locura. Pero no la soltó. Le agarró el brazo y lo cruzó por detrás de la pequeña espalda y la atrajo hacia él. El cuello de encaje le rozó las sienes. Dejó que la piedra de luz cayera al suelo cuando el cabello de Leda se deslizó en sus manos en una pesada masa. La excitación lo inundaba. Lo había imaginado de esta manera la primera vez que la había visto a la luz del día, en la casa de la costurera; cuando se agachó y recogió la nota con la corona dirigida a ella y se dio cuenta de lo que era. Ejerció una sutil presión y la obligó a retroceder hacia la cama. Leda se rindió, temblorosa y fácil de controlar; su falta de resistencia hizo pensar a Samuel que ni siquiera se daba cuenta del poder que la estaba dirigiendo. En el borde de la cama terminaba su experiencia. No así el deseo que él tenía, ni las visiones, ni la sensación de ella apretada entre su cuerpo y la cama, mientras su pierna se apuntalaba con firmeza contra la
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madera del borde. El respiraba profundamente, irregularmente, descontrolado en las acciones físicas, al borde de un feroz y por completo devorador vacío. Se mantuvo salvajemente bajo control y apoyó su frente contra la curva de la garganta de ella. -No la voy a lastimar -susurró. "Veracidad absoluta", decía Dojun. -No -dijo ella-. Por supuesto que no lo haría. La simple convicción de Leda lo destrozó. Ella no podía confiar en él; estaba mintiendo, sabía que sí, y con todo no podía soltarla. Terminaron para él dieciséis años de moretones, de sudor y de sueños al hundirse lentamente de rodillas y atraerla hacia él. Apretó la boca abierta contra su cuerpo y se encontró con la suave hinchazón de los senos. La franela mantenía el perfume y el calor de ella se deslizó por la piel de Leda debajo de la lengua de él, prometiendo seda debajo. -Ah... señor Gerard. -La protesta era apenas algo más de calidez en el aire nocturno. -Dijo usted que deseaba esto. -Deslizó las manos más abajo y las apretó alrededor de su cintura. Había soñado con esto; soñado con esto durante miles de años. La voz de Leda denotaba un asombro extraño. -Supongo que... porque mi madre era... francesaLeda apoyó la mano contra su cabello. El volvió la cabeza y le besó la palma de la mano. Ella la cerró y él besó entonces la parte exterior de los dedos. Sintió que ella se quedaba inmóvil. Y luego... suavemente, tomó un mechón de sus cabellos entre los dedos. Necesitó toda su fortaleza para frenar su fuerza interior. La tocaba como si fuera a desaparecer entre sus manos, un ligero contacto, cuando lo que deseaba era aplastarla contra él y, con el roce de los dedos delinear su figura, las curvas debajo de los senos, la redondez de sus caderas. Se sentía tan ardiente y firme que temía aterrorizarla si no contenía sus movimientos.
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Nunca antes en sus recuerdos de adulto había tocado a una mujer durante tanto tiempo. Su vida habían sido los rápidos abrazos de Kai con un saltito o las tranquilas y breves bienvenidas de lady Tess. La dulzura del abrazo lo asombraba; se sentía absurdamente a punto de llorar: con el calor de ella contra su rostro y en sus manos. Quería contárselo, pero no tenía palabras para ello. Quería decirle: Cálida, delicada, suave; tu cabello, tu hermoso cabello que cae suelto, tus manos, tu cintura... ¿Entiendes? No te voy a lastimar. No quiero lastimarte. Estoy muriendo. La mano de Leda descansaba contra la parte posterior de su cuello. Sintió la respiración, el ascenso y descenso de los senos contra la mejilla. -Me parece que lo que estamos haciendo es escandaloso. -La mano de ella se tensó ligeramente. Levantó un mechón de los cabellos de él, lo deslizó por los dedos y lo peinó hacia atrás.- Pero... querido señor... yo también me he sentido un poco sola. -Leda. -A él no le quedaba más que un ronco susurro con el que contestarle. Despacio, muy, muy despacio para no asustarla, se levantó. Un lazo sujetaba el camisón en la garganta; atrapó la lazada con el dedo índice y lo desató. Deslizó la mano hacia abajo... se esperaba encontrar ojales como en las camisas de los hombres, pero no había ninguno: el dedo encontró livianos broches de seda que cayeron de los diminutos botones de perla sin resistencia y el camisón cayó casi hasta la cintura. El cuerpo de Leda se quedó rígido cuando él hizo eso. La base de la abertura detuvo su mano; cerró el puño sobre la tela. -No tenga miedo de mí-dijo acaloradamente. Sus propios músculos estaban tensos; su cuerpo le era
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extraño, como si se estuviera moviendo dentro de una pesada armadura. Leda lo miró fijamente. Y él comprendió que la consternación caía sobre ella; se dio cuenta que, hasta ese preciso momento, ella no lo había entendido realmente... que de algún modo no se lo había esperado, que le pediría que se detuviera; que las palabras de rechazo estaban acudiendo a sus labios. No la dejaría. Le cubrió la boca con la suya, un beso implacable para detener esas palabras, la acercó a él con las manos extendidas sobre el cabello. Rompió la promesa con tal rapidez; el beso la estaba lastimando... sabía que debía de ser así, porque la violencia del beso le hacía daño en su propia boca. Se convirtió en un catalizador, creó influencias, una fuerza controlada que superó el equilibrio de Leda y la arrojó sobre la cama, junto a él. El cabello de Leda ondeaba por su rostro como un abanico. Apoyó las manos contra los hombros de él. Samuel tenía el cuerpo suspendido sobre ella; respiraba con agitación; el instinto, los recuerdos y el deseo lo guiaban. Su cuerpo estaba sobre el de ella, sensación exquisita, tan cerca, tan cerca de explotar, con las piernas de ella a lo largo de las suyas y sólo unas delgadas capas de tela entre ellos. La piedra resplandeciente opacaba los contornos apenas perceptibles de la habitación. Leda yacía con los ojos bien abiertos en la sombra de él, manteniéndolo apartado. Podría haber dominado la fuerza de ella en un instante y ambos lo sabían. Pero ella levantó la vista hacia él con algo de desesperada dignidad, atontada y sobria. -Estoy segura... señor Gerard... que lamentará comportarse deshonrosamente. El podría haber reído ante una llamada a su honor en aquellos momentos. Pero el rostro de ella... en el rostro vio duda, fe y seriedad, una sincera dependencia
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de él... y una dulce e imposible valentía: el heroísmo de las criaturas pequeñas e indefensas cuando se enfrentan al peligro. Con su debilidad lo derrotó. No podía continuar y no podía soltarla. Se dejó caer con los brazos alrededor de ella, temblando, con el rostro escondido contra el cuello de Leda.
Leda yacía en el abrazo sin protestar. El era fuerte y pesado y la mantenía bastante apretada, pero de alguna manera eso era más bien un bienestar en vez de una incomodidad. Después de un largo rato sintió un lento alivio en la tensión de los brazos; él se desplazó hacia su lado, aún abrazándola pero no con tanta fuerza. Ninguno habló. Finalmente Leda cayó en un extraño sueño; se despertaba sobresaltada al encontrarlo allí, constantemente complacida y luego confundida ante ello. Era todo tan singular. Más bien maravilloso, en realidad. En cierta forma soñadora, lo entendía: él le había pedido recostarse con ella y, ¿quién hubiera creído que era más que un extraño capricho? ¿Quién hubiera creído que podía ser tan gratificante? Yacía en la cama en un ángulo extraño, sin almohada... se despertaba y se encontraba arrimándose al calor, retrocediendo ante la dura presión del brazo debajo de la cabeza. Cada vez que se despertaba de esa forma, él movía la mano, le tiraba el cabello hacia atrás con un gesto tranquilizador y le pareció muy natural acurrucarse más al abrigo de sus brazos y cuerpo, y dormir otra vez. La extraña piedra había perdido su resplandor hacía mucho tiempo... parecía como un sueño para el
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momento en que el gris más leve de la aurora tino la habitación. Cuando se despertó de un sueño más profundo, la primera y soñolienta impresión fue la de una sombra negra tendida a su lado, demasiado oscura para discernir la forma o los detalles. Luego distinguió la forma, comprendió la línea de la pierna, el largo del pecho, el brazo que la rodeaba. Parpadeó y abrió del todo los ojos. El la observaba. A quince centímetros de distancia Leda pudo ver sus oscuras pestañas curvas en los extremos. Los ojos eran gris traslúcido, coloreados como el límite más extremo de la aurora invernal, el lugar en que la luz de las estrellas se transforman en día. Por el hecho de que estuviera despierto, y por la forma en que estaba acomodada y protegida del frío por su cuerpo... supo, de algún modo, que él no había dormido ni por un instante. Una súbita consternación le embargó. Recordó algo que había sucedido mucho tiempo atrás, en sus días escolares, una criada y un pretendiente ilícito; algo que la cocinera le había susurrado al hombre que traía el carbón. "Duerme con él", dijo la cocinera. "No creas que no, la pequeña ramera." Y poco tiempo más tarde, la criada fue despedida bajo extrañas circunstancias que la señorita Myrtle nunca quiso explicarle. Leda miró con fijeza los ojos gris aurora de Samuel. Había dormido con él. Dios Santo. En la noche había sentido que había sido salvada de algo... en el amanecer supo que estaba perdida más allá de lo que la señorita Myrtle le hubiera advertido jamás. El estaba en su habitación. El la había acariciado. Desvestido. La había besado en una forma en la que ningún hombre besaría a una mujer respetable. Había dormido con él.
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Tembló convulsivamente. El brazo de él descansaba sobre su hombro; por un momento él apretó la mano contra su cuello, luego abrió los dedos y los deslizó por su cabello. Las hebras caoba cayeron de su mano. El se recostó sobre un brazo. Cielos. Ya estaba hecho... ¡y con qué poquito! Había dormido con él. Y no se sentía diferente; ni mejor, ni peor... ni siquiera avergonzada por ello, ni siquiera en su corazón. Tardíamente se dio cuenta de que él intentaba irse cuando lo vio que se apartaba de ella. Sin ninguna razón, sin ningún pensamiento razonable en la cabeza, extendió la mano y lo atrapó por la muñeca. El se volvió a mirarla con una intensidad asombrosa y se quedó inmóvil en la leve luz matinal. Otra vez pensó en semidioses, en solitarias deidades nacidas de las montañas, del cielo y del mar. Leda se incorporó en la cama y puso su mano sobre el brazo rígido de Samuel, sin saber qué decir. -No tendría que haberme quedado -dijo Samuel con voz dura-. Lo siento. Se quedó usted dormida. El sayo que sostenía su abrigo negro se aflojó. Leda vio la base de su garganta y la curva de su pecho. Algo relució dentro de los ocultos pliegues de la oscura tela. Un arma... violencia y elegancia; un maestro en ambas... y en cierto modo deseaba alargar la mano, atraerlo hada sus brazos y abrazarlo muy cerca de su corazón. -No durmió -dijo ella. El rió de modo cáustico y miró hacia otro lado. -No. Ella no deseaba que se fuera. Estaba llegando la mañana; no quería que llegara. Qué haría, qué diría, en qué forma cambiaría su vida... aún parecía imposible. Había dormido con un hombre. La había besado.
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No se sentía en absoluto verdaderamente culpable. Se sentía... femenina. Algo tímida y aturdida. -¿Tiene que irse? El levantó los ojos hacia ella. -¿Por qué habría de quedarme? La brusquedad de su tono la dejó perpleja. Era como si la acusara de algo. Se humedeció los labios y alargó la mano por el antebrazo de él, deslizó los dedos por la tela y sintió la fuerza debajo. El músculo se aflojó ante la palma de la mano. -Dígame sí o no. -Sí -dijo ella-. Quédese. No se movió hacia ella ni se apartó. -Ayer por la noche... dijo sí. Dijo que lo deseaba. Y luego... Dios. -Dejó escapar un suspiro áspero. Leda se ruborizó ante la atrevida mención de la noche anterior. Las manos de él sobre ella, su boca. Tendría que estar avergonzada y en cambio se sentía... halagada. Excitada. Ah, ¿esto era ser una ramera? ¿Ser una mujer perdida? ¿Estar egoístamente contenta de que cuando él se sentía solo acudiera a ella en vez de a lady Kai? No podía animarse a ser vulgarmente atrevida, aun cuando fuera una ramera. Realmente, parecía que no podía pensar, en absoluto, acerca de ella misma en esa manera: como una de las desalmadas vendedoras en las tiendas que le guiñaban el ojo a los conductores de carruajes. -¿No tienes un beso para mí, jefe? -les gritaban. No parecía que fuera la misma cosa, desear que el señor Gerard la besara de nuevo. El frío de la habitación le traspasó el camisón ahora que ya no estaba protegida por su proximidad. Tomó el cubrecama relleno de plumas y lo colocó sobre sus hombros. Miró a Samuel con rapidez y esperanzadamente.
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-Hace bastante frío, ¿no lo cree? Se llevó el cubrecama a la boca y espió sobre él para ver si entendía la indirecta. El estaba sentado sin moverse, apoyado en la mano. Pero no se apartó. Leda se volvió locamente aventurada ante el menor estímulo. Tentativamente extendió la mano y le tocó su cabello. Recorrió la mejilla con los dedos y quedó fascinada por la incipiente barba que tenía. Ayer por la noche, ¿la había sentido así ayer por la noche? Qué extraordinario; cuan exóticamente atrayente se podía volver un hombre. Recordó que la señora Wrotham había preservado muy cuidadosamente los cepillos y la navaja de su difunto marido en una caja de madera de palo de rosa. Cosas personales que no habían tenido ningún sentido en particular, ninguna realidad muy nítida para Leda, hasta ahora. Siempre se había preguntado por qué la amable y anciana dama guardaba así una navaja, mientras que al mismo tiempo usaba el muy respetado libro de modelos de cartas que había escrito el señor Wrotham como un soporte incidental para una puerta. "Por esto", pensó ahora. Porque en unas pocas horas, el rostro de un hombre era distinto al tacto. Se mordió los labios, súbitamente embargada de emoción: empatía hacia la gentil y aturdida señora Wrotham, quien guardaba la navaja de su esposo; una misteriosa ternura hacia el hombre que no se movía ante sus vacilantes caricias, cuya única respuesta fue un profundo temblor, un movimiento dentro de la inmovilidad. Se inclinó hacia adelante y con los labios tocó la comisura de los de él, tal como él había hecho con ella. Masculinidad: su lengua lo encontraba tanto suave como erizado, con un perfume enardecido y penetrante. Abrió
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la boca para probar más y levantó las manos para explorar el cabello. El temblor en él se volvió una firme rigidez. La agarró por los hombros y se le escapó un áspero sonido. Volvió el rostro hacia el de ella y capturó su boca. Por un instante, ella no sintió más que creciente excitación en ello. Luego la fuerza de él tomó control de ella; la forzó hacia atrás, contra las almohadas. Buscó entre el desorden de la ropa de cama y le levantó el camisón; el puño enredado en el cabello, manteniéndola quieta mientras le besaba el rostro; en todas partes del rostro, la garganta y hacia la abierta longitud del camisón. La escandalizó. No tuvo tiempo de protestar antes de que el peso completo del cuerpo de él cayera sobre ella, hundiéndola más en la cama. La pierna de él empujaba entre las de ella, el cuerpo de él se apretaba contra las caderas y el estómago; la mano de él arrastraba y tiraba de la tela entre ellos... luego el calor de la piel desnuda contra la piel desnuda en el lugar más asombrosamente íntimo... y luego... algo más... ¿qué? El se movía como si quisiera colmarla con su cuerpo; la respiración era agitada y salvaje en el oído de Leda; los movimientos levantaban olas de una extraordinaria e incitante estimulación desde el lugar mortificante en el que la presionaba. La sensación electrizante la recorrió; un creciente y denso placer que le tensaba los músculos y hacía que el cuerpo se arqueara hacia él en vez de alejarse de él. El se levantó sobre sus manos. Por un instante ella levantó la vista con los labios abiertos en ardiente mortificación... y lo que él hizo luego la asombró. El peculiar placer del contacto que ejercía comenzó a doler... ella se encogió hacia abajo con instintivo rechazo, pero él pareció no darse cuenta de ello; sus ojos estaban cerrados, se lanzó completamente contra ella (¡dentro de ella!) con un poderoso movimiento, un agresivo empujón en un lugar que ni siquiera podía mencionar.
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Y dolía. Le dolía a ambos, ya que cuando ella dejó escapar un agudo jadeo, él arqueó la cabeza hacia atrás y todo su cuerpo se torció violentamente y tembló. Un sonido como el de un gemido angustiado vibró en su garganta. El se mantenía sobre ella, forzaba dentro de ella, con los músculos de los hombros, de los brazos y del pecho tenso por el esfuerzo. Leda se dio cuenta de que estaba dando pequeños gritos de dolor con cada inspiración, lloriqueos asustados para ahogar el asombro y el pánico. El momento de helada violencia pareció infinito. El dejó escapar un suspiro explosivo. El cuerpo alivió la rígida tensión. Succionaba aire como si hubiera estado corriendo a toda velocidad; descendió hacia ella con estremecimientos que ella podía sentir cómo bajaban por los brazos, con rítmicos temblores que lo apretaban contra ella en convulsiones más pequeñas. Aún le dolía. Era muy incómodo estar ardiendo en ese lugar secreto, unida a él. El no le miró el rostro ni la liberó de su peso. Pero apoyó la cabeza en la almohada que estaba junto a su oído y le acarició el cabello una y otra vez. -Leda -susurraba-. Ay, Dios... Leda. Y ella pensó histéricamente: "Qué estúpida fui." "Era esto. Esto." "Ahora... ahora soy una mujer perdida." El se dio cuenta de que ella estaba llorando. A través de los fuertes latidos de su propio corazón, sintió más que escuchó el pequeño crispamiento de cada sollozo. La pasión y la vergüenza lo consumían. Su mente le pedía levantarse y dejarla, terminando con la ofensa... terminándola, por lo menos, si no podía cambiarla. Pero su cuerpo se cerró alrededor de ella; sus brazos la envolvieron; ya deseaba moverse dentro de ella otra vez.
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En cambio la besó y le habló; intentaba consolarla cuando ni siquiera sabía lo que estaba diciendo. Le besó los ojos y las lágrimas; le besó el hombro desnudo en el que el camisón se había deslizado hacia el brazo. Pronunció su nombre e intentó decir que lo lamentaba, explicar, donde no había más explicación que él mismo. No podía controlarse a sí mismo; no podía. Leda se sintió... deliciosa. Sensual y erótica debajo de él. El supo por las lágrimas que la había lastimado y le desconcertaba haber sentido un placer tan exquisito. -¡Ah! -murmuró Leda, como si se sorprendiera de que él se apretara contra ella otra vez. El se apoyó sobre sus codos; le frotó la mejilla con los labios y le secó las lágrimas saladas con la lengua. Leda cerró los ojos mientras él le besaba las pestañas y las cejas. La visión de ella con la garganta desnuda: piel pálida y el cabello desparramado suelto sobre las almohadas... voluptuosa, erótica, excitante... fuego renovado corrió por sus venas. Intentó consolarla, pero la consolación se hizo sensual, los besos más profundos y fuertes, en lugares que anhelaba saborear. Colocó la mano debajo de un seno, lo levantó e inclinó la cabeza para saborear la suave redondez debajo del camisón. Un vivido recuerdo de cómo la había sentido bajo la lengua la noche anterior lo hizo abrir la boca otra vez y lamió la franela contra la piel. Leda emitió un pequeño sonido, una leve protesta y se movió debajo de él. Y luego... él sintió que algo de la rigidez fluía fuera del cuerpo de ella y que una nueva y elástica tensión tomaba su lugar. La lengua encontró la punta del seno e hizo un círculo a su alrededor, humedeciendo el delicado tejido de franela. Ella hizo un movimiento más enérgico, un rápido sollozo y un estremecimiento debajo de él. El camisón se abrió por completo y expuso el pezón ante él:
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era redondo y encantador, rosado oscuro contra el blanco. El fuego lento y sin llama que había en él ardió. Apretó los labios contra los senos mientras se apretaba con mayor firmeza contra ella. Abrió la boca y pasó ardientemente la lengua por la regordeta protuberancia. La colocó entre los dientes y ella emitió el sonido más dulce que él había escuchado en toda su vida... un jadeo que no era en absoluto de dolor. Levantó la mano y la acurrucó contra el otro seno, para acariciar y saborear a ambos, mientras ella mantenía los ojos cerrados y emitía esos pequeños y ahogados sonidos. El sabía lo que le causaba dolor: la invasión dentro de ella... y en alguna parte más profunda y más corrupta de él entendió que estas otras caricias podrían mitigar el dolor. Viejas lecciones, medio olvidadas, de una parte de su cuerpo que odiaba. Pero ella se arqueaba bajo el cuerpo de él, tan hermosa en su rosada calidez, que se extinguieron la vergüenza y la ira, cayeron hechas polvo al lado de la realidad de ella en la luz plateada. Samuel la aferró y otra vez empujó profundamente, con ese torrente de placer y lujuria que brotaba en él y lo llevaba hasta el punto de inflamación. Comenzó a moverse con mayor vigor; cerró los ojos, atrapado en la sensación que se intensificaba. Duró más tiempo esta vez, fue más fuerte; cada impulso añadía altura y exquisito calor, hasta que se olvidó de respirar... se olvidó de ver, oír o pensar... se olvidó de todo menos de la pasión que lo absorbía y estalló dentro de ella como la explosión de la pólvora negra al encenderse. Cuando todo terminó, los perfumes y las sensaciones parecieron posarse sobre él en un extraño letargo. La encontró mirándolo con esos encantadores ojos verde oscuro, como si las palabras le fallaran.
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Una confusión de emociones rotaba dentro de él, alivio, placer, afinidad y cosas que no se podían describir. El pensamiento claro lo eludía. No quería más que dormir en los brazos de ella. No mucho. No se podía quedar mucho tiempo. Un breve pensamiento acerca de Kai navegó por su cabeza, pero ni siquiera se pudo aferrar a eso. Se sentía drogado por la felicidad, por la consumación. -¿Estás bien? -Las palabras parecieron salir indolentemente mientras inclinaba la cabeza sobre ella, con los labios casi rozando los de ella. -No lo sé. -Se la oía quejumbrosa, como una niña. Intentó pensar qué podía hacer para consolarla y supo que debía renunciar a ese encantamiento. Se retiró. Ella hizo una pequeña mueca cuando el cuerpo, aún firme, se deslizó fuera del de ella. La besó suavemente, yendo de la alegría al remordimiento y viceversa. Sentía una apremiante necesidad de dormir y de mantenerla cerca de él. El cubrecama con el que ella se había arropado antes se había enredado entre las piernas de ambos; él se movió hacia un lado y lo extendió sobre ella y mitad sobre sí mismo, para protegerse del cortante frío del amanecer. Samuel se dio la vuelta hacia su lado; la abrazó, con un brazo alrededor de la cintura, la mano entre los senos, y el otro brazo debajo de la almohada de ella. Ella se mantuvo quieta en sus brazos por un momento y luego le tomó la mano. -Querido señor -dijo, e hizo una pausa. Eso fue todo. La sensación narcotizante fue superior a él. Se hundió en la aterciopelada oscuridad sin responder, sin saber si era una caricia o una acusación.
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Samuel soñó que alguien golpeaba a la puerta. Se abrieron sus ojos. Una completa luz del día inundaba la habitación e iluminaba todo: la cama, la señorita Etoile, la masa de intenso y rojizo cabello y el oscuro corte de la manga sobre el cubrecama de color crema, como una tira de la noche dejada atrás. Más allá del cabello despeinado vio la puerta. Vio a lady Tess allí parada. Sostenía un regalo envuelto en un papel rayado blanco y verde atado con un lazo rojo. Y supo que recordaría ese lazo durante toda su vida. Ese rojo particular, ese tono de verde, el tamaño exacto y la forma de la caja en su mano. Un trastorno tardío le recorrió el cuerpo, desde el estómago hasta la punta de los dedos, una conmoción silenciosa e inmóvil contenida por dieciséis años de disciplina. No se movió. Por encima de la figura dormida de la señorita Etoile, sus ojos se cruzaron con los de lady Tess. Ella se quedó inmóvil un instante, con la mano en el picaporte de la puerta medio abierta. Desde algún lugar alejado fuera del vestíbulo, el sonido de voces masculinas subía y bajaba en una cordial disputa. Lady Tess miró hacia el regalo, como si no supiera qué hacer con él, y luego miró hada él otra vez. Se mordió el labio, se ruborizó violentamente como una niña inocente y retrocedió fuera de la habitación en silencio, cerrando la puerta tras ella.
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Leda se tragó las lágrimas de pánico y se sentó bruscamente en la cama cuando la criada llamó a la puerta. Arrastró la ropa de cama y el cubrecama sobre sí hasta el mentón. Unos pocos minutos antes había tirado las sábanas hacia atrás y había descubierto el oscuro carmesí que parecía haber manchado todo: su cuerpo, el camisón y la ropa interior; hasta el cubrecama estaba manchado. ¡Tanto! No se sentía tan malherida. El punzante dolor había desaparecido tan pronto como él... él... Ni siquiera podía pensar en ello de modo coherente. La susceptibilidad de la señorita Myrtle se hubiera visto ofendida por el mero ofrecimiento verbal de un muslo, una pata o una pechuga de pollo en la mesa... una persona de delicadeza, sólo debía referirse a carnes blancas u oscuras. Leda había sido educada como una
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dama refinada. No tenía palabras para expresar lo que él había hecho. El se había ido, había desaparecido mientras ella dormía. A no ser por las manchas, los misteriosos perfumes y la humedad podría haber sido un sueño loco. Miró con rapidez hacia la piedra refulgente que él había dejado caer, pero eso también había desaparecido. La criada entró sin esperar una invitación, sólo el usual golpeteo de advertencia. La muchacha ni siquiera miró a Leda; sólo hizo una rápida reverenda y llevó la bandeja hasta el lado de la cama. -M'lady dijo que como la señorita no se sentía bien y se había quedado dormida, tal vez quisiera el desayuno en la cama. -Sí, por favor. -La voz de Leda era grave y quebrada, como si no hubiera hablado en días. La inocente solicitud de lady Tess le produjo ganas de llorar. Había un plato y una taza de más en la bandeja. La criada no dijo nada al respecto, sólo depositó la bandeja en el regazo de Leda y luego se dirigió a encender el fuego. Por lo general, eso se hacía mucho más temprano; Leda se despertaba todas las mañanas con el leve sonido del balde de carbón. Era algo totalmente imprevisto el que se hubiera producido algún retraso en la rutina matinal de hoy. Leda tuvo un pensamiento horrible. ¿Y qué si no hubiera existido un retraso? ¿Qué si la muchacha había airado y visto...? El olor de la tostada y la mantequilla le pareció de pronto nauseabundo. Seguro, seguro que el ruido de la puerta al abrirse la hubiera despertado como siempre lo hacía. Había pensado que nunca más volvería a dormir, esta mañana, después de... Cerró los ojos, aún incapaz de encontrarle un nombre a lo que había sucedido.
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La criada barrió el piso de la chimenea, hizo otra rápida reverencia y se retiró. Leda intentó recordar si la muchacha había sido más agradable y amistosa ayer. La criada nunca había sido locuaz y Leda se contentaba con tratar con los criados en cualquier nivel de distancia que ellos desearan mantener, pero, ¿esta no era la que por lo general sonreía tímidamente y decía "Buenos días, señorita", cuando entraba y se retiraba? Leda puso a un lado la bandeja. Se sentía desesperada. Se sentía como si debiera tomar un baño, pero estaba demasiado mortificada como para pedir que se lo prepararan. ¿Y qué de las manchas por todos lados? ¿Qué podría decir? Pensó en excusarlas como la enfermedad mensual, pero eso había sido sólo una semana atrás y el personal de lavandería debía saberlo perfectamente bien. Empujó hacia atrás el cubrecama y corrió descalza por la habitación, e dio un tirón al cajón del tocador y buscó locamente entre los ordenados elementos un par de tijeras con las cuales cortarse. Hubo un ligero golpe en la puerta. Leda se quedó helada. Lady Tess se deslizó en la habitación y cerró la puerta tras ella. El cuerpo de Leda saltó con el comienzo de un movimiento para lanzarse hacia la cama y el escondite, pero cuando la mujer más grande levantó la mirada, vio que era inútil. Lady Tess sabía. Leda se quedó helada en medio de la habitación con el camisón manchado y trató de cerrarlo en la garganta. Sabía, sabía, sabía. La mejor, la más amable, la más generosa de las damas; la madre de la muchacha con la que él pensaba casarse; la familia que le había dado a Leda un refugio… más que eso… amistad sin reservas, hasta cierto afecto… La respiración irregular de Leda se hizo entrecortada. Cerró los ojos, apretó las manos y se las
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llevó a la boca. Las rodillas cedieron bajo ella. Las lágrimas escaparon mientras caía al piso, lágrimas de perplejidad y vergüenza y terror por lo que le sucedería ahora. -Shhh. Shhh. –Los brazos de lady Tess la envolvieron mientras la acurrucaba allí en la alfombra, temblando por los sollozos frenéticos. Llevó la cabeza de Leda contra su pecho, le acarició el cabello, la meció.Shhh. Va a estar bien. Todo va a estar bien. -Estoy tan… -Leda perdió la voz con otro sollozo desgarrador.- ¡Ay, señora! -Shh, cariño. –Lady Tess apretó la mejilla contra la coronilla de la cabeza de Leda.- No intentes decírmelo ahora. Leda no pareció poder levantar el rostro ni tampoco contener la agitación de llanto. Se volvió hacia la bonita blusa de encaje de lady Tess y lloró. El tranquilo apoyo, la suave mano que le acariciaba el cabello húmedo sólo empeoraba las cosas: Leda no alcanzaba a entender cómo lady Tess podía tocarla. Finalmente comenzó a hipar y aspirar aire y se enjugó el rostro con el pañuelo que le dio lady Tess. -¡Lo lamento tanto! –Logró decirlo y luego se le arrugó el rostro y lloriqueó otra vez.- Nunca quise… Nunca hubiera… ¡no lo entendía! –La voz terminó con un quejido. -Ven al cuarto de vestir. –Lady Tess la puso de pie. –Ordené que calentaran agua y dejaran allí la tina de baño. Vamos a quitarte esta cosa. Leda bajó la mirada hacia el camisón y no pudo evitar nuevas lágrimas. -La cama. Todos lo van a saber abajo, ¿no es así? -No importa. Me voy a ocupar de eso. Algo en la voz hizo que Leda levantara la mirada aterrorizada. -¿Ya lo saben?
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Lady Tess le tomó la mano y se la apretó. Leda sintió que las terribles lágrimas volvían a subir a sus ojos. -¡La criada! La camarera llegó más temprano. -Vamos a hablar de ello después de que te hayas vestido. –La voz de lady Tess era tranquilizadora, como si le estuviera hablando a un niño agitado. Una sensación de completo aturdimiento cayó sobre Leda. Si los criados sabían… una marca en la espalda no podría proclamar su vergüenza más ruidosamente en la casa. Aturdida, permitió que lady Tess la guiara hasta el adyacente cuarto de vestir, dejó que le pasara el camisón por la cabeza y quedó de pie completamente desnuda delante de otra persona por primera vez en toda su memoria. La prueba de lo que había sucedido le marcaba los muslos con oscuras y desagradables manchas, pero lady Tess no pareció pensar nada acerca de ello: simplemente vertió el agua caliente como si fuera una vulgar criada y le dio a Leda un paño para lavarse y jabón perfumado cuando entró en el baño. Leda deseó poder hundirse en el baño vaporoso y quedarse allí para siempre. Deseaba poder ahogarse. No pudo. Lady Tess tenía ropa interior limpia y una bata para ella, junto con una almohadilla para prevenir más manchas. -Hoy no necesitas usar un corsé y polisón. ¿Te gustaría ponerte esta falda o la rayada? -Le preguntó a Leda serenamente. Su tranquila consideración hizo que Leda comenzara a llorar una vez más. No podía detenerse; simplemente estaba allí de pie, en bata, llorando. Lady Tess colocó los brazos a su alrededor mientras Leda sollozaba sobre su hombro. Cuando las lágrimas menguaron, obligó a Leda a sentarse en una silla frente al fuego de la habitación.
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-Ay, señora... no sé cómo... ¿Cómo puede ser tan buena conmigo? Lady Tess sonrió irónicamente. -Pienso que... porque me gustaría hacer esto por Samuel. Pero no puedo. Así que lo voy a hacer contigo. No había censura en la voz. Leda se secó los ojos. -¿No me odia? Sonrió más abiertamente y le entregó la blusa a Leda. -No, no te odio. Me agradas. Y supongo que Samuel se siente igual que tú esta mañana. Leda dio una carcajada que casi era un sollozo. -Debe estar histérico, entonces. -Quizá. Pero no lo dirías al mirarlo. -¿Usted lo vio? Lady Tess hizo una pausa al abotonar la espalda de la blusa. No contestó. -¿Señora? -preguntó Leda con un temblor.- ¿Fue la... fue... fue la camarera quien le contó a usted? Los dedos en la espalda continuaron con el trabajo. -Traje un regalo para ocultarlo debajo de tu cama hoy por la mañana. Me temo que no esperé a que contestaras mi llamada. El corazón de Leda saltó. -Ay, señora. Ay, señora. -Fue una gran impresión. Leda no dijo nada durante un buen momento. Se sentía enferma. Cuando lady Tess exhibió la falda. Leda dio un paso dentro de ella con rigidez; se movía como una autómata. Lady Tess comenzó a abotonar la larga hilera de botones de la cintura alta. Aún en su mortificación, Leda no pudo evitar el surgimiento de la esperanza en la voz.
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-¿Eso significa... que sólo usted sabe, señora? -Ven y siéntate. Leda cerró los ojos y entendió la respuesta por lo que era. Dio un profundo suspiro y fue a sentarse en la silla frente al fuego. Lady Tess sirvió una taza de té de la bandeja y se la llevó a ella; luego se sirvió otra para ella misma y se sentó en el tocador. -Me temo que esto no va a ser fácil para ti, Leda. Tienes que saberlo... la camarera vino esta mañana en su hora habitual. Por lo menos una hora antes que yo. Es cerca del mediodía ahora. La taza tembló un poco en la mano de Leda. La apoyó y dobló las manos en el regazo. -Todos saben. -Gryf me dijo hoy en el desayuno que corría el rumor de que Tommy es tuyo y de Samuel, concebido cuando Samuel estuvo aquí el año pasado por negocios. Leda se puso de pie. -¡Señora! -Leda... ya hubo gente que lo señaló como algo extraño... no me di cuenta hasta ahora... que Samuel te trajo a nosotros. Y a Tommy... -¡No es mío! ¡Se lo juro! ¡No es verdad; puede preguntarle al inspector Ruby o al sargento MacDonald! Lady Tess dirigió una pequeña y retorcida sonrisa hacia el camisón manchado que yacía sobre la cama. -No, estoy muy segura de que anoche fue tu primera vez con un hombre. Leda la miró con ojos amplios y avergonzados y luego se volvió bruscamente. -Usted querrá que me marche. No sé en qué estuve pensando... ya debería haber empacado mis cosas. -No deseo que te marches. -¡Ay, señora! Está lady Kai y la señora Goldborough con sus hijas... no puede usted aguantar mi presencia aquí. No... como soy ahora.
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-Ah... ¿porque podrías manchar sus inocencias femeninas? Supongo que en ese caso también debo echar a Samuel... y probablemente a Robert y a lord Haye también, aunque el señor Curzon aún puede ser virgen y puro. -Jugueteó con un pequeño alfiler de sombrero del tocador.- Me resultaría difícil juzgarlo. -¡Señora! -A pesar de ella misma, Leda estaba muy escandalizada. -No deseo que te marches, aunque puedes hacerlo si es lo que decides. -Miró a Leda en forma muy directa, el cabello oscuro liso y los ojos intensos.-Si te importa lo que deseo... deseo que seas valiente, Leda querida, te quedes aquí y hagas frente a ellos. Hacer frente a lord Ashland, lord Robert, al señor Curzon... a todos los invitados... lady Kai. -No creo que... pueda. -La voz casi le falló. Apretó las manos contra los pliegues de la falda. Lady Tess manoseó la perla que estaba en el extremo del alfiler. Levantó la mirada otra vez. -Si te marchas, ¿adonde irás? Leda captó el reflejo de sí misma en el alto espejo de cuerpo entero que estaba entre las ventanas. Temía que hasta se viera diferente, el cabello cayéndole por los hombros, aún sin peinar, la piel llena de manchones por las lágrimas, los ojos demasiado grandes en el rostro pálido. ¿Parecía disoluta? ¿Alguien podría notar que no era casta? Extendió ampliamente los dedos por los pliegues de la falda y le dio la espalda a la imagen. -Deseaba ser mecanógrafa. Ahorré mis sueldos... y si tuviera una carta... Lady Tess no respondió a la petición insinuada. Presionó la punta del alfiler del sombrero contra el dedo índice, como si esa acción fuera delicada e importante. -¿Crees que Samuel no te debe nada más?
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Para su consternación, Leda sintió que las ardientes lágrimas se le acumulaban en los ojos. Se mordió el labio e intentó evitar que se volvieran a derramar. -No, señora -susurró. Lady Tess puso a un lado el alfiler y levantó la cabeza. -¿Realmente? Supongo que es más natural que yo tenga más fe en él que tú. Me gustaría pensar que lo educamos para que sepa cuál es su responsabilidad. -Yo no soy... su responsabilidad. -Ay, Leda. Leda. -El va á casarse con lady Kai -lo dijo muy rápidamente o hubiera sido por completo incapaz de decirlo. Lady Tess hizo girar la taza de té en el plato. -No soy consciente de que se haya anunciado tal compromiso. Leda de pronto recordó que lady Tess se oponía á la unión, que se labia alterado mucho cuando lord Gryphon le contó acerca de las intenciones del señor Gerard. Leda comenzó a respirar más profundamente. -Señora... sería muy estúpido... no puede obligarlo... ¡no va a desear casarse conmigo! -Creo que eso es verdad. Y eres libre de marcharte si eso es lo que decides, cariño, porque va a ser muy duro para ti si te quedas. No se va a rendir tan fácilmente. -¿Usted quiere... quiere que yo evite ese casamiento? ¿Odia tanto esa unión? La mujer más grande frunció el entrecejo y fijó la mirada fuera de la ventana, más allá del espejo del tocador. -Amo a mi hija. Amo a Samuel también. No quiero que me malentiendas, pero en cierto sentido... tengo un lazo más profundo con Samuel. Kai y Robert... deseo que
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nunca sufran ningún daño. Son mis hijos. Les deseo felicidad a ambos a lo largo de sus vidas. Pero Samuel... Samuel es el más fuerte... mucho, mucho más fuerte de lo que pueda decirte... -Sonrió con tristeza y sacudió la cabeza.- ...Y es para quien deseo felicidad más intensamente. -Su sonrisa se inclinó hacia arriba y a un lado.- Vicky con sus cachorros no es nada comparada a mí como madre, te lo aseguro. Leda bajó la mirada hacia la alfombra roja y azul debajo de sus pies. -No lo sé. -Lady Tess apoyó la mejilla en la mano- Estoy segura de que cuando era más joven habría pensado que para el momento en que mis hijos tuvieran esta edad, no me preocuparía tanto por ellos. Me pregunto ¿por qué parece que me preocupo más? -Señora -dijo Leda tímidamente-. Pienso que debe ser muy hermoso tener una madre como usted. -Bueno. -Se sentó con mayor energía.- Si me salgo con la mía, va a ser muy probable que Samuel desee que me encuentre en Jericó y tú también, mi querida. ¿Te vas a quedar para darle así la oportunidad de hacer lo que debe? La idea de que el señor Gerard desearía que se encontrara en Jericó (o aún peor) no era tranquilizadora. La idea de que él realmente fuera a hacer "lo que debía" parecía tan improbable y tan dolorosamente desconsoladora, que los hombros de Leda cayeron. -Creo que debo marcharme, señora. -Leda... ¿no te interesas por él en lo más mínimo? Leda se dio vuelta para ocultar el rostro. -El ama a su hija. -Eso se acabó. -Solamente ayer... el collar... -Por favor, no me enojes al infravalorar a Kai. Mi hija es tu amiga, Leda... incluso si deseara casarse con él, ¿supones que se comprometería, sabiendo que él te había
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faltado? Si ella lo ama, la primer cosa que va a esperar de él es la misma que yo... que va a cumplir su deber para contigo. Creer algo menos de él sería un insulto. -Cumplir su deber. -La voz de Leda era desanimada. -Sí, supongo que no es una manera muy bonita de decirlo. -Suspiró.- Pero este no es el mundo de los sueños, cariño. Sin importar cuan inocentemente lo hayas hecho, hiciste algo muy real que tiene consecuencias reales. Podría haber un niño. ¿Pensaste en ello? Leda se quedó dura como un poste. Miró con fijeza a lady Tess. Un leve sonido de rechazo escapó de ella. -De aquí vienen los bebés. -Lady Tess asintió en dirección de la cama.-Me figuro que la cigüeña y las hojas de repollo pertenecen a la ficción. Leda extendió los dedos ampliamente, como si quisiera apartar la idea de ella. -¿Está segura? -Acerca de la cigüeña, sí. -Sonrió brevemente.Bastante segura. Respecto de si vas a tener un bebé como resultado de lo de anoche... no, no puedo estar segura de ello. Es sólo una posibilidad. -¡Ay, señora! -El mundo se le apareció turbio.¿Cómo lo averiguo? -Tienen que pasar varias semanas. Si pierdes tus períodos mensuales, esa es una clara señal. Leda comenzó a respirar con gran rapidez. Una oscuridad le cubría la visión. -¡Leda! -La aguda voz de lady Tess y la mano que la sostenía la atraparon antes de que la oscura niebla la rodeara. Leda se encontró en la silla, doblada sobre su regazo. -Está bien, bien... -le murmuraba al oído lady Tess.- No tengas pánico, cariño. No te aterrorices tú
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misma. Shhh, mi valiente niña... shhh, basta ahora... no llores. El va a cuidar de ti, Leda; no estás sola.
Samuel miró con fijeza el espejo. Debería haber sido capaz de ver el rostro como un contorno y sombra; potencial; capaz de someterse a cualquier papel que le requirieran. La falsedad y la ilusión eran las herramientas de su disciplina. Nunca debería perderse entre lo que era real y lo que era engañoso. Seishin. Un corazón entero. El mantenía un seishin-seii. Cerró los ojos y los volvió a abrir. No vio nada de verdad. Nada de entereza. No vio otra cosa que a sí mismo, la boca rígida por la ira, los ojos que refulgían en el haz de luz de la ventana del cuarto de vestir. En el pasado lo habían llamado hermoso. Un hermoso entretenimiento. Un cachorro bien parecido y tentador. Luego de todo el brutal entrenamiento de Dojun, ningún corte había dejado nunca una cicatriz. Ningún golpe marcado. Nada lo desfiguraba. Detestaba su propio rostro. Con un brusco movimiento se dio la vuelta y barrió unos gemelos de los puños de la camisa de la cómoda. Las cosas secretas que siempre llevaba consigo ya habían sido transferidas al abrigo matinal; la comodidad de sus ropas orientales yacía en una oscura y deforme pila... su "traje de ejercicio", como lo llamaban las criadas abajo. El perfume de ella, y de él, aún penetraba las ropas. Permaneció de pie sobre ellas un momento, aspirando ese incienso. Su cuerpo se tensó. Era peor, ahora que sabía. Ahora que había recuerdos frescos y vividos para alimentar el fuego. El
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deseo tenía voluntad y vida propia: el pensar en ella lo llenaba de júbilo. Le pagaría para que se marchara. Por lo menos, sabía que eso era lo que se requería. Una douceur liberal, había oído que la llamaban. Qué ironía barata, llamar a una remuneración "dulzura". Qué cosa más francesa. Asió la pila del gris medianoche y la arrojó al respaldo de una silla. La mano se le enredó en la ropa. "Leda", pensó, pero parecía que su mente no podía pensar más allá de ese nombre. El placer era como dolor dentro de sí, como una tortura en la base de la garganta. Tenía que controlar esto. Tenía que hablar con ella, arreglar todo, encontrar alguna semblanza de control de la situación. Cómo pudo haber dormido como si lo hubieran narcotizado, como si fuera ciego y sordo, cómo no oyó nada, no sintió el peligro, permitió... Lady Tess... El cuerpo entero le ardía de vergüenza. Oyó un crujido y un impacto. Se dio cuenta de que se había movido... y al bajar la mirada vio el armazón de la silla roto hasta el piso y una fractura en la madera tosca. Lo soltó como si le quemara las manos. La silla se inclinó ebriamente sobre tres patas. Chikushõ. Maldijo suavemente y se llamó a sí mismo bestia. Y lo era. Dios. Lo era.
Los invitados se estaban yendo, aunque ninguno de ellos demostrara tener mucha prisa en hacerlo. En el vestíbulo del frente, tres maletas y un baúl descansaban juntos en una esquina. Se habían servido refrescos y comida en el salón de desayunar. Aunque eran bien
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pasadas las dos de la tarde, las lámparas de alcohol aún brillaban bajo las bandejas de plata con jamón y perdices blancas, y despedían un aroma penetrante cuando entró Samuel. Haye y Robert perdían el tiempo entre los braserillos calientes y llenaban los platos. -Gerard. -Lord Haye le saludó con una breve inclinación de la cabeza en reconocimiento. Robert sostuvo el plato a medio llenar y miró a Samuel, como si no pudiera decidir del todo quién era. Luego bajó la mirada y se introdujo un trozo de queso en la boca. -Tengo que hablar contigo -le dijo-. En privado. Samuel controló sus movimientos con cuidado. Robert nunca deseaba hablar con él en privado. El sonido de los invitados y los criados que se estaban reuniendo en el vestíbulo le dio una excusa para alejarse. Los Whitberry se estaban despidiendo; Robert hizo una mueca, dejó el plato y salió a despedirlos. Samuel se sirvió a sí mismo y se sentó a la gran mesa. El y Haye comieron en silencio, con toda la extensión del mantel blanco entre ellos. Nunca había existido más que una fría cortesía entre ellos... esta mañana, Samuel no podía ni siquiera utilizar las reglas básicas dictadas por la urbanidad. La mayor de las Goldborough estaba de pie en la puerta del salón; se inclinó y se asomó hacia adentro. -Vinimos a decir adiós y feliz Navidad. Haye y Samuel se pusieron de pie. Mientras que el otro hombre iniciaba una graciosa conversación trivial acerca del tiempo y del viaje a la estación, Samuel murmuró el más común de los saludos dentro de su poder. Deseaba que se fueran todas al demonio. ¿De qué quería hablarle Robert? Las dos hijas menores de Goldborough entraron, envueltas en gruesos abrigos y llevando manguitos de conejo. Se inclinó ante ellas y les besó las manos cuando
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las extendieron hacia él a la expectativa y no le dieron alternativa. Lo miraron con la misma expresión en los amplios ojos de risitas tontas y admiración temerosa con que lo habían mirado desde el momento en que se lo presentaran. Haye dejó la habitación con ellas. Samuel permaneció allí un momento y luego abandonó el plato sin terminar. Salió por la puerta que daba al desierto salón en vez de al vestíbulo. Vagó por el salón de billar. Estaba vacío. Subió por las escaleras de atrás y se detuvo en el pasillo frente a la puerta de la habitación de la señorita Etoile. Nadie contestó a la ligera llamada. No podía arriesgarse a retrasarse allí mucho tiempo. Cuando se dio la vuelta y siguió caminando, Kai lo encontró al bajar del cuarto de los niños. Llevaba a Tommy sobre el hombro. El bebé tenía los ojos rojos y se veía malhumorado, como si hubiera preferido dormir a ser lanzado en los brazos de Samuel, tal como lo fue sin ceremonia. -Kai... -dijo Samuel, pero quedó cortado por un chillido creciente. -Bueno... ¿no te quiere, Tittietumps? -Lo arrulló en un balbuceo infantil.- Ven conmigo, ven conmigo. Ya, ya, no llores. -Levantó al bebé. Mientras el aullido menguaba y se convertía en sollozo débil, Kai dirigió a Samuel una mirada de soslayo.- ¿Es verdad? Todo dentro de él se quedó helado. Kai daba golpecitos en la espalda de Tommy y observaba a Samuel con las cejas levantadas. -¿Qué es verdad? -No sabía cómo había encontrado la fuerza para hablar. Kai abrazó a Tommy. -Todo el mundo está diciendo que tú y la señorita Leda... Ella siguió hablando, pero él no oyó sus palabras. No oyó nada más que el corazón que le latía con violencia
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en los oídos: el silencioso e imposible sonido de su vida que se desintegraba. -No. -Lo negó. No permitiría que ella lo creyera. El sonido de esa única y violenta sílaba se apagó en el pasillo; oyó el eco, como si alguien más la hubiera dicho. Tommy resolló, envolvió el puño en el cuello del vestido y arrimó el rostro al hombro de Kai. El suave sonido de las aves murmuraba desde el follaje del vestíbulo central. Ella se mordió el labio, con el rostro preocupado. -Pensé que era un rumor terrible... le dije a la señorita Goldborough que lo era. Pero, Manõ, tú no... ¿tú me dirías la verdad, si así fuera? El la miró penetrantemente. -Manõ... ¿tú no me mentirías? El bajó los ojos. Apartó la mirada. -Ay... -La consternación flotaba en su voz- Manõ... -Kai... no significa nada. Es... -Se le tensó la mandíbula - ¡Dios, tú no sabes! -dijo ferozmente.- No puedes entender. -¿No significa nada? -Lo miró con fijeza -No. Kai levantó la voz. -¿Estás diciendo que es verdad y que no significa nada? -Hubo una transformación en su rostro- ¿Y qué hay acerca de Tommy? ¿Y qué hay acerca de la señorita Leda? No es posible que puedas... pero, ¡no lo creo de ti! ¡No puedes decir que no significa nada! -Tommy comenzó a llorar otra vez; sus aullidos agudos crecían sobre la vehemencia de Kai, pero ella no se detuvo- ¿Los hubieras dejado en las calles? ¿Simplemente abandonados? O... o... -Sus ojos se abrieron ampliamente y la barbilla se irguió¡Entiendo! No eres tan cruel. ¡Los trajiste aquí y esperabas que nosotros limpiáramos tus trapitos sucios mientras que tú ni siquiera lo reconoces!
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El permanecía rígido y comenzó a entender el alcance total del desastre cuando ella habló. -No hay nada que reconocer -dijo tensamente. -¡Nada! -Con pasión, empujó a Tommy hacia él¿El no te parece nada? Samuel tuvo que tomar al bebé o permitir que cayera; Tommy arqueó la espalda torpemente y gritó ante la brusca transferencia, un chillido detrás de otro. -¡Pero si tiene tus ojos! -dijo con desdén-. ¡No sé por qué nunca lo noté! -Nunca lo notaste porque no es más que tu imaginación -logró decir tanto como eso; las palabras apenas se oían con los dientes rechinando. No podía razonar con ella ahora. La ira atiesaba sus movimientos; furia ante el destino y ante él mismo. Pasó a su lado hacia el cuarto de los niños con el niño que aullaba. Ella fue tras él. Samuel sintió su mano en el brazo y se volvió... pero los ojos de ella brillaban con lágrimas furiosas. Le arrancó a Tommy y giró para marcharse, agitando las faldas con la fuerza de su paso mientras huía por el pasillo hacia las escaleras del cuarto de niños.
-Samuel. -La voz de lord Gryphon lo detuvo en seco en la puerta. La noche echaba una niebla helada sobre el camino y el césped y se tragó el último carruaje que se dirigía a la estación. -Sí, señor. -Samuel no se dio vuelta. -¿Salías? -La pregunta era suave, casi indolente, con infinitas implicaciones. Samuel cerró los ojos brevemente. -Sí, señor. -Voy contigo. -Sí, señor. -Tiró de sus guantes.- Si así lo desea.
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Caminaron afuera juntos. Lord Gryphon se movía silenciosamente junto a Samuel con las manos en los bolsillos, respirando escarcha. El camino de grava torcía y se alejaba de la casa y dejaba la luz y el calor detrás. Samuel había querido aislarse. No quería encontrarse con nadie, no después de su confrontación con Kai. Se había recluido mientras el resto de los invitados finalmente partían. Observó desde una ventana cuando Kai bajó los escalones del frente para despedir a Haye. Ella permaneció un tiempo en el camino y saludó con la mano hasta que el carruaje desapareció. Las manos de Samuel se tensaron dentro de los guantes de cuero ante ese recuerdo. No tenía dominio de sí mismo, no podía encontrar más que celos y cólera en su corazón. Los árboles mostraban oscuras siluetas a través de la niebla. Parecían flotar lentamente junto a ellos, mientras que el crujido de sus pasos y los de lord Gryphon llenaban la quietud. Los escalones que conducían hacia los jardines formales tomaron una forma indefinida oscuramente plateados con la humedad. -¿Qué planeas hacer? -le preguntó lord Gryphon. No le dio ningún contexto a la pregunta. Samuel se detuvo. Aspiró profundamente. -No sé qué quiere decir. -Al diablo con eso. -Las palabras eran suaves. Lord Gryphon pateó una piedra hacia un lado del camino. Miró hacia la niebla y sonrió tétricamente. La muda resistencia de Samuel se quebró. -La voy a echar -dijo con irritación-. No voy a volver a poner los ojos sobre ella. Le voy a dar suficiente dinero para que viva como una princesa por el resto de su vida. Voy a labrar mi ruina, ¿eso es suficientemente bueno? -Echó la cabeza hacia atrás, al cielo vacío, con un
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silencioso gesto de tormento- ¿Qué sería suficientemente bueno? El otro hombre se recostó contra un pedestal de piedra y cruzó los brazos. -¿Suficientemente bueno como para qué? Samuel encontró la fría y penetrante mirada. -No te estoy exigiendo una absoluta y primitiva virtud de tu parte. -Lord Gryphon lo observaba con firmeza.- No soy ningún santo, pero cuando encontré a la mujer que amaba, no me acosté con otra. La garganta de Samuel estaba seca; el aire, frío en los pulmones. -¿Me entiendes? -le preguntó lord Gryphon suavemente. "No." Samuel cerró los ojos contra ello. "No me haga esto." La tranquila voz era inexorable. -Retiro mi consentimiento. No voy a dejar que lastimes a mi hija. Ni a mi esposa. Samuel le dio la espalda y se alejó. Se detuvo y miró hacia atrás a través del vapor. -Antes me mataría. -Sí. -Lord Gryphon desentrelazó los brazos y se apartó de la piedra con un empujón.- Eso pensé.
El lacayo le entregó una nota en una bandeja de plata. Samuel reconoció la letra antes de tocarla. Se quitó los guantes, forzado a tales pequeñas e inútiles evasiones por posponer lo inevitable. Lady Tess lo estaba esperando en el salón de música para verlo. Eso era todo lo que decía. Samuel había sido golpeado una vez, aporreado en la espalda con una banqueta alta de bar, en los días en los que había estado
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aprendiendo lo que quería decir ser golpeado. Le había cortado la respiración, había concentrado toda su conciencia en el explosivo dolor, lo había aniquilado... y había tenido que continuar, seguir luchando, moverse cuando su cuerpo estaba paralizado. Lo hizo ahora. Funcionaba sólo por disciplina y temple. Llamó a la puerta, la abrió en respuesta a su voz y la cerró tras él. Unas orquídeas blancas y rosadas adornaban la repisa de la chimenea y se reflejaban en el lustre negro del piano. Ella estaba sentada en el banquillo y manoseaba una hoja de música. Cuando él entró, la volvió a poner en el soporte. -Nunca fui música -dijo-. Kai sí podría tocar... -Se interrumpió y se vio incómoda.- No te preocupes por ello. Samuel, yo... La voz se perdió otra vez. Se puso de pie, se alisó la falda torpemente, apoyó la mano en la tapa del piano y la quitó otra vez. -Lord Gryphon ya habló conmigo -dijo él. Ella levantó la mirada de las teclas del piano. -No tiene que molestarse en decirlo de nuevo, señora. Si el verme la pone incómoda. Ella apretó los labios. -Lamento que... todo se convirtiera en dominio público. Yo no lo hubiera contado a nadie. Ni siquiera a Gryf. Una vela ardía suavemente en un globo escarchado sobre el instrumento. El observó eso, incapaz de mirar hacia otro lado. -No tiene nada que lamentar. -Entrecruzó las manos por detrás de la espalda.- Nada. Aparte de haberme traído a su hogar. Nunca... pude decírselo. Intenté decirle... lo que eso significó... -Perdió autoridad en su voz. Finalmente miró abiertamente hacia su rostro.No estaría vivo -dijo.
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-Ay, Samuel. -Ella se volvió hacia las teclas del piano. El observó la cabeza agachada, las manos delgadas y quemadas por el sol. Sentía el pecho demasiado tenso como para respirar. -Diablos -dijo estúpidamente, al darse cuenta de que la había hecho llorar. -Sí. -Se secó los ojos.- Esa es exactamente la forma en que también me siento. Samuel quería terminar con el asunto y se lanzó directamente. Hablaba con oraciones rígidas que no tenían nada de lo que él sentía. -Me voy a ir mañana. No voy a ver a Kai. Sólo pediría... que alguien le diga que el bebé no es mío. Es la verdad. Nunca vi... a la señorita Etoile antes de ese día en el salón de la costurera. Y nunca... antes de ayer por la noche... Las palabras se le atragantaron otra vez. Miró fijamente las teclas del piano. Deseaba que ella levantara la mirada hacia él. Pensó que lo que no podía decir estaba claro en su rostro. Pero ella no lo hizo. Tocó una tecla negra y deslizó el dedo a lo largo de ella. -Esperaría a Kai durante el resto de mi vida -dejó salir de pronto-. Si usted llegara a olvidar algún día este momento. El dedo siguió el contorno de una tecla de marfil. -No soy yo quien debe olvidar. -Kai no lo sabe. Sólo oyó lo que dijeron acerca del bebé. No entiende... lo otro. -Tampoco es Kai quien debe olvidar -dijo ella suavemente-, ¿No pensaste ni una vez en la muchacha que arruinaste? La espalda y los hombros se volvieron tensos. -Arruinar. -Creo que esa palabra podría usarse, sí.
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-La señorita Etoile encontrará a alguien que se encargue de ella. No creo que vaya a lamentar esta particular "ruina". Lady Tess arqueó las finas cejas. -Eso no es lo que ella me dijo. Maldijo con acritud. -No debió haber hablado con usted acerca de ello. ¿Qué dijo? -Algo muy parecido a lo que tú dijiste. Que traicionó nuestra amistad. Que se va a ir de aquí. Que estás enamorado de Kai. -¿Qué pidió? -Nada. Me dijo que ella no era tu responsabilidad. Creo que casi me pidió una carta de recomendación para que pueda conseguir trabajo de mecanógrafa. -Golpeó con la uña del dedo contra las teclas.- Pero al final no lo hizo. -Voy a hablar con ella. -Con un brusco movimiento, él se volvió hacia la repisa de la chimenea. Levantó el atizador y removió violentamente entre el carbón.- No tendrá por qué ser una maldita mecanógrafa. -¿Qué vas a hacer de ella? El dejó caer el atizador y apoyó ambas manos contra la repisa. -Le voy a dar una casa y cinco mil dólares. No va a tener que ser mecanógrafa. -No -dijo lady Tess con suavidad-. ¿Qué va a ser en cambio? Miró muy ceñudamente el fuego y vio que las llamas azules lamían entre el carbón de leña. -Deseaba que te olvidaras del lugar del que viniste -le dijo ella-. Siempre deseé que lo olvidaras. Ahora... no puedo creer que no lo recuerdes. Muy profundamente dentro de sí, él comenzó a temblar.
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-Lo recuerdo. -Y no te preocupa que ella... Le dio la espalda al fuego con un violento empujón. -¡Lo recuerdo! -gritó-. Si cree que es lo mismo... que yo la convertiría en lo que yo fui... que podría... -Dejó salir un furioso suspiro, se controló y puso la negra extensión del piano entre ellos.- No me olvidé del lugar del que vengo. El labio inferior de lady Tess comenzó a temblar. Bajó la mirada. -Lo lamento. No debí haber dicho una cosa así. -¡No llore! -Habló entre dientes.- Por Dios, no llore. Me va a destrozar. Ella se sentó bruscamente en el banquillo. El piano emitió una nota discordante cuando el codo chocó contra una tecla. El nunca le había dicho una cosa así. Nunca le había levantado la voz, nunca le había pedido nada. La mano de Samuel se cerró alrededor de un pisapapeles de cristal que estaba sobre la superficie de ébano; el puño se reflejaba en el lustre. Con un esmerado dominio del tono, Samuel dijo: -Ella espera que le dé una considerable cantidad de dinero. Una casa por añadidura es... más que generoso. Ya no va a tener que venderse más. A menos que así lo desee -dijo con un cuidadoso control de la voz. Lady Tess levantó la cabeza. -¿Más? -Está mucho mejor de lo que estaba en el pasado. Ese lord Bountiful que le mandó esa nota en la casa de la costurera la tenía viviendo en un altillo. -Samuel. -El rostro de lady Tess se volvió pálido.Estás equivocado. -No estoy equivocado -dijo sombríamente-. Conozco el lugar.
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-Pero ayer a la noche... tú no... -Se humedeció los labios.- Ay, Samuel. Algo en su voz atrajo a él hacia sus ojos enormes y consternados. La mano se tensó sobre el cristal. Ella habló con lentitud, como si las palabras fueran difíciles de pronunciar. -Samuel... ¿no te diste cuenta de que era virgen? El bajó la mirada hacia la mano. Dentro del óvalo cristalino, los torbellinos de color y los círculos de diminutos pimpollos formaban un di-seño alegre. -¿Ella le dijo eso? -No necesitó decírmelo. La vi. Una joven con experiencia no lloraría así, ni sangraría. El recordó a un niño que había hecho ambas cosas: lágrimas y sangre que toda la resolución de una vida no habían limpiado. Las lágrimas y la sangre eran todo lo que él reconocía, la única relación entre lo que recordaba de su pasado y la alegría física de la noche anterior. Pero no podía admitir que había esperado ambas cosas y aun así había permitido que sucediera... había deseado que sucediera, lo había deseado. El pisapapeles cayó en su mano, frío y pesado. En el cristal ovalado su cuerpo percibió un arma potencial: los músculos lo pesaron automáticamente; la mano juzgó y delineó la superficie por las posibilidades. Lo volvió a apoyar con cuidado. Había deseado casarse con Kai, había intentado convertirse en algo suficientemente bueno, había anhelado que la pureza de ella lo absolviera de lo que era. Sintió que los muros se cerraban sobre él. -Le prometí que... harías lo que es correcto. Si él levantaba la mirada podía ver que lady Tess estaba suplicando y su hija en ella y todo por lo que había luchado por convertirse.
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-Samuel... -La súplica se desvaneció y dio paso a la perplejidad.- Estaba tan segura de que te conocía... El movió la mano y rodeó con sus dedos el pisapapeles. -Nunca pensé... que no me mirarías a los ojos susurró-. Nunca pensé que me decepcionarías. El cristal chocó contra el mármol del hogar con un sonido que pareció un disparo de arma. Vio que los colores explotaban antes de darse cuenta de que él lo había lanzado. Algunos fragmentos cayeron al fuego y provocaron llamas y chispas hacia arriba. La llamarada se extinguió. Lady Tess estaba de pie con las manos sobre la boca y miraba con fijeza lo que él había hecho. Toda su furia, toda su frustración... resplandeciendo en las caras de un cristal entre el carbón. "Lo que es correcto. Haz lo que es correcto." ¡Kai! El no podía creerlo. No podía creer que todo había desaparecido. Se marchó y caminó entre la neblina, dejando a lady Tess sola con los fragmentos cortantes de sus sueños.
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Lady Tess le había pedido que esperara en la habitación que estaba junto al cuarto de los niños. Leda no podía quedarse quieta: vagaba entre el viejo perfume de rosas ya marchitas hacía mucho tiempo y las descoloridas flores en la funda de los sofás. Había sido alguna vez el saloncito íntimo de una dama, bien arriba en la casa, mirando hacia el camino y los jardines de adelante, con pliegues de calicó ahora un sobre las amplias ventanas. Hizo una pausa durante un momento al oír voces en el cuarto de los niños… pero era sólo la nueva niñera y la criada, que le murmuraban a Tommy mientras lo ponían en la cama. La niñera llegó hasta la puerta medio abierta y se asomó, vio a Leda, sonrió y dijo buenas noches mientras la cerraba completamente. Cayó el silencio. Leda se sintió como un fantasma en el saloncito lleno de almohadones cómodos y sillas desgastadas por el uso. Pensó que una habitación como esta había conocido mucha felicidad; la familia se había reunido y reído en los acogedores huecos del sofá tipo confidente; los niños habían jugado sobre la suave
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alfombra; una abuela había gastado el lugar desnudo debajo de una vieja mecedora. Leda era sólo una breve visitante, una presencia extraña que había llegado y partido y pronto fue olvidada. El señor Gerard entró silenciosamente; ella manipuló en el estante de los libros de Alicia en el país de las maravillas y Los cuentos de hadas de Grimm, y se encontró con él allí, un frío y poderoso ángel en vestiduras mortales. Había preparado un pequeño discurso, pero este la abandonó. Una convencional cordialidad parecía imposible con él... alguien con quien había conversado por última vez en la propia habitación... en la propia cama... en un abrazo indecente. Leda se sonrojó violentamente y se quedó en silencio, intentando creer que lo que recordaba era cierto. Este hombre, frío y dorado, la había besado y abrazado e invadido, había dormido con los brazos alrededor de ella. -Señorita Etoile. -Tampoco hizo ningún intento por ser cortés.- Nos vamos a casar después de Navidad, si eso le resulta satisfactorio. Leda desvió la mirada ante las palabras impersonales. Se apretó las manos y se sentó en la mecedora, con la mirada fija en los dedos. -Señor Gerard... por favor no sienta... que debe tomar tal... inalterable decisión. Tal vez... querría más tiempo para considerarlo. -¿Qué consideraría? -La indiferencia demostraba su amargura.- La decisión se tomó ayer por la noche. Y es inalterable, señorita Etoile. -Pero... lady Kai... -Ya no tengo el consentimiento de sus padres. Ni su... afecto. Leda se retorció las manos. -Lo lamento -susurró-. Lo lamento mucho. -Dígame sólo una cosa. Dígame la verdad. -Se le tensó el rostro.- ¿Fui el primero?
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Por un momento no lo entendió. Luego sintió que el color le subía por el pecho y la garganta y el rostro. Apretó los pies contra el suelo y se recostó en la mecedora en un vano intento por ocultarse allí. -Sí. Sus ojos encontraron los de ella con un destello de calor. A ella le ardía el rostro. El primero. ¿Pensaba él que habría un segundo? ¿Que ella soportaría que alguien que no fuera él la tocara en esa forma? -No lo sabía. -Se dio la vuelta. Sus bruscas palabras estaban cargadas de ira y consternación.- No tengo... mucha experiencia en la materia. Leda se levantó de la mecedora y se puso de pie rígidamente. -Señor Gerard, nunca jamás tuve nada con caballeros en una forma tan vulgarmente familiar. -¿Ah, no? -La miró de soslayo con una mirada irónica. Leda tuvo un súbito e intenso recuerdo del cuerpo apretado contra el suyo, las manos en su cabello, la sensación de la piel desnuda contra la suya. -¡No debí haberlo hecho! -exclamó ella-. ¡Fue muy malo de mi parte! -Podría desear que hubiera recordado esos escrúpulos ayer noche. -¡Pensé que se sentía solo! No sabía... que quería decir... lo que quería decir. Su mirada la escudriñó a fondo. Ella apretó sus manos. -¡Le aseguro, señor, que no sabía que una cosa así era siquiera posible! ¡Estoy segura de que nadie nunca me dijo nada! -Levantó el mentón en forma indignada.¡No lo habría creído si lo hubieran hecho! Una peculiar sonrisa se dibujó en la boca de Samuel.
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-Yo que esperaba verla llorando y pálida por la pérdida de sangre. -Estoy segura de que cualquiera lloraría. Aunque sea de asombro, si no por nada más. Fue la experiencia más singular de mi vida entera. -Sí -dijo él-. De la mía también. Leda se sentó otra vez y comenzó a mecerse locamente. -Y ahora todos creen... -Se mordió el labio.- ¡Es tan humillante! ¡Todo el mundo me mira! ¿Debemos casarnos, si me va a tener tanta antipatía por tener que hacerlo? Lady Tess dice que así es como... quiero decir... bebés, sabe. ¡Y debo esperar varias semanas para estar segura! -Saltó de la silla y le dio la espalda, cerró los ojos con fuerza y se abrazó a sí misma.- ¡Estoy asustada! El no respondió. Cuando Leda abrió los ojos, él estaba a su lado, ofensivamente cerca. -¡Ay! -Dejó escapar un jadeo sobresaltado.¿Cómo es que hace eso, cuando los pisos crujen tan abominablemente? El le tomó el mentón y la sostuvo mientras la miraba a los ojos. -Está usted muerta de miedo. -No, no es así. No fui educada para vulgares exhibiciones de emoción. Pero si lo hubiera sido, estoy segura de que el ser mirada con fijeza y señalada, que susurren acerca de mí y que se espere de mí que me case con un caballero que me va a odiar, es suficiente motivo. Y no es necesario que me recuerde que respire, señor Gerard. Estoy segura de que preferiría que no lo hiciera y así se libraría de mí en muy corto tiempo. -No. Sólo se pondría azul y se desmayaría y más tarde estaría tan viva como siempre. Y me vería todavía obligado a casarme con usted. -¡No lo hará si no lo desea! Intenté decirle a lady Tess si podía proporcionarme una carta de recomendación...
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Los dedos de él apretaron el mentón. -No necesitas cartas de recomendación -le dijo-. Nos vamos a casar en tres semanas. Te voy a cuidar. Leda tragó saliva. -Lady Tess dijo que lo haría. -¿Ah, sí? -La soltó.- Me conoce. -Su boca se curvó demostrando un humor triste.- Sabe que no la decepcionaría.
La boda tuvo lugar un día nublado y ventoso de enero, en la capilla privada de Westpark, con lady Kai como dama de honor de Leda. Todo parecía tan irreal y falso como el vestido de seda blanca que usó Leda, junto con un velo hecho absolutamente de tul. Madame Elise lo había confeccionado rápidamente y justamente el día anterior había llegado de Londres, con una carta personal de felicitaciones de esa dama de espíritu comercial quien deseaba que la señorita Etoile se complaciera en honrar a la diseñadora al permitir que madame le proveyera de cualquier vestido de moda y buen gusto que la futura novia pudiera requerir para completar el ajuar. Leda no sabía quién había pagado por el vestido, ni tampoco por la nueva organza de damasco de lady Kai que tenía un gran lazo en la espalda, ni por los azahares naturales tan terriblemente fuera de estación que perfumaban el aire frío. Se imaginaba que había sido lord Gryphon, quien con un aspecto distinguido y espléndido esperaba con ella en el gabinete y quien le apretó la mano en forma tranquilizadora cuando comenzaron a caminar por la nave lateral. Si él no hubiera estado allí para apoyarla. Leda sabía que le habrían fallado las rodillas y habría caído al suelo de piedra, aterrorizada y afligida.
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La capilla era toda luz y yeso blanco, aun en un día sombrío, un éxtasis de talado y armonía del siglo XVIII. Leda sabía que no pertenecía a ese mundo... ningún aristócrata antepasado de ella había creado este lugar de cuentos de hadas. El señor Gerard, sin embargo, encajaba en la elegante escena mucho mejor que el padrino lord Robert, quien manoseaba nerviosamente la flor de la solapa cuando la música inundó la capilla. El señor Gerard permanecía inmóvil, vestido con una estrecha chaqueta negra de mañana. Observaba cómo se poma de pie la reducida congregación, fila por fila, mientras Leda pasaba... y ella pensó que nadie, ni en la imaginación ni en la realidad, podría haber sido formado con tanta precisión como para crear una imagen de perfección fría, brillante y cruel. Luego, a través del velo, tuvo una rápida imagen de lady Cove... ¡Lady Cove! Le picaban los ojos; se tuvo que morder el labio contra el torrente de emociones. Habían venido todas desde la calle South; lady Cove se puso de pie con el rostro extasiado y un pañuelo preparado, vestida con un sombrero cargado que le daba aspecto de perdiz embalsamada; tan nuevo y a la moda que apenas era discreto; estaba también la señora Wrotham, quien usaba su mejor sombrero, comprado veinte años atrás en París. Pero fue la digna señorita Lovatt quien quebró la frágil compostura de Leda; la señorita Lovatt, para quien las lágrimas eran una debilidad de la gente común; con su expresión severa, luego tironeó del pañuelo de lady Cove para secarse los ojos, con una mueca ofendida y la boca toda fruncida. Leda notó cómo se le enturbiaba esta escena. Se aferró al brazo de lord Gryphon y caminó a ciegas, con las ardientes lágrimas cayéndole por el velo. Ellas pensaban que era de verdad. Habían venido desde Londres, debían haber tomado el tren, aunque la señora Wrotham se descomponía terriblemente con el
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movimiento de los coches. Ellas eran sus amigas; estaban felices por ella... y era una farsa, hasta el vestido blanco de la pureza. Lord Gryphon soltó el brazo de Leda, lady Kai tomó el ramo, sonriendo con calidez. Y luego no tuvo alternativa... Leda tuvo que darse la vuelta y mirarlo. A través del velo y de la imagen borrosa, sólo vio el contorno, oscuro y dorado. Oyó la voz de él y era firme, sin emoción. Amor, consuelo, honor. ¿Cómo podría decirlo? No creía ser capaz de emitir un solo sonido. Y, con todo, cuando le llegó el turno, las palabras emergieron claras y decididas. Sí que lo amaba. Lo amaba. Ese fue el único momento verdadero en ese ritual de mentira. En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe. El levantó el velo. Leda parpadeó y lo vio con claridad. Los ojos, de oscuras pestañas, el gris de la primera luz del día; el rostro tan increíblemente perfecto; la boca que había probado la suya. Vio que él percibía las lágrimas. Una muy leve tensión cayó sobre su mandíbula cuando inclinó la cabeza y rozó con los labios su mejilla húmeda.
Lady Tess se movía por la habitación. Dobló la ropa de cama, sacudió con brusquedad las almohadas, tiró de los cortinajes cerrados y luego alisó el camisón blanco que la criada había colgado en el armario vacío. -Esta era la habitación de mi abuela. Puedes redecorarla, si deseas. Me temo que esté tristemente fuera de moda. -Es encantadora, señora -dijo Leda.
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-Llámame Tess. -Enderezó un marco oval que colgaba por medio de un lazo del soporte para un cuadro, una fotografía de un pequeño niño que pescaba. Los movimientos inquietos pusieron a Leda más nerviosa de lo que ya estaba. -Ay, no podría... -Por favor. -Alzó la mirada.- Tess. Es el diminutivo de Terese, el cual debo confiarte que aborrezco inmensamente. -Sí, señora... Tess. Había una caja de marfil sobre el tocador blanco y dorado. -Esto es de Samuel. Me pidió que te la trajera. Leda aceptó el regalo sin adornos. Vaciló un momento, pero lady Tess, (Tess, más bien, aunque Leda dudaba de que alguna vez pudiera animarse a ser tan impertinente como para llamar así a lady Tess) la observaba con aire de expectación; así que se sentó en un sillón tapizado y abrió la tapa. Dentro, sobre seda rosada, se encontraban un cepillo y un espejo, amorosamente familiares, hasta el pequeño diseño moteado en el reflejo antiguo que siempre le había parecido a Leda como el diminuto rostro de un duende espiando por el borde del espejo. -¿El señor Gerard encontró esto? -Leda sintió un nudo que le subía por la garganta. -¡Leda! -Lady Tess parecía irritada.- ¡Desearía que no volvieras a llorar! -Sí, señora. -Leda aspiró aire y bajó la cabeza. Luego levantó la mirada y se rió con una risa a medias, temblorosa y acuosa.- Eso es precisamente lo que me hubiera dicho la señorita Myrtle. -Tocó el espejo y con el dedo siguió el contorno del marco de plata.- Nunca pensé que vería esto de nuevo. -¿Te gustaría que te cepillara el cabello? -Sin esperar que le dieran permiso, lady Tess levantó el cepillo
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y comenzó a retirar horquillas y peinetas del cabello de Leda. Le cayó sobre los hombros, enrulándose pesadamente. Lady Tess trabajó en silencio, y no con demasiada suavidad, durante unos pocos minutos. Leda intentó no encogerse. -Bueno, me voy a meter otra vez. -La voz de lady Tess tenía esa leve exasperación que, según Leda comenzaba a aprender, quería decir que estaba alterada o insegura.- Yo tampoco tenía una madre cuando me casé, pero tenía una amiga. Me gustaría ser tu amiga, Leda. ¿Te molestaría mucho que me sentara y te contara algunas cosas que creo que deberías saber? -No, señora, por supuesto que no. -Tess, por favor. -Ay, señora... simplemente no puedo. ¡Lo lamento! Me parece demasiado atrevido de mi parte. Lady Tess se sentó en el borde de la alta cama, con los pies apoyados en el pequeño taburete de peldaño que estaba junto a la cama, con el cepillo de la señorita Myrtle aún en la mano. -Bueno, Samuel tampoco lo pudo hacer, así que supongo que está bien. Aunque me hace sentir muy vieja y pomposa. Nadie me llamó "lady" durante los primeros veinte años de mi vida y creo que es poco amable y agradable de parte de todo el mundo llamarme señora hasta la tumba. Leda se volvió hacia ella al instante. -No es tan vieja, en absoluto, señora. ¡Tess, quiero decir! ¡Lo voy a intentar! -Gracias. Ya me estoy sintiendo más joven. Inclinó la cabeza.- Ahora te voy a contar lo que aprendí de mi amiga y no debes escandalizarte. -Sonrió.- Bueno, puedes escandalizarte, si lo deseas... supongo que es demasiado pedir que no te escandalice... pero después de eso debes prometer que te vas a olvidar de la señorita
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Myrtle y el decoro y de todo eso y pensar acerca de lo que estoy diciendo. Leda sintió que se ponía colorada. -¿Es acerca de...? -Sí, es acerca de eso. Tú y Samuel. Está bien, Leda... no apartes la mirada de mí. Ahora eres una mujer casada. Tienes en ti el poder de hacer a tu esposo desgraciado o de darle placer. Va a ser tu elección, pero no quiero que la tomes sólo por ignorancia. -No, señora. Tess, quiero decir. -El nombre de mi amiga es Mahina Fraser. Es de Tahití. Y te puedo asegurar, Leda, no hay nadie que sepa más del amor físico entre un hombre y una mujer que una tahitiana. -Ah -dijo Leda dubitativamente. -¿Oíste hablar de Tahití? Es una isla. Mahina me contó estas cosas en una playa. Temamos arena caliente entre los dedos de los pies y el cabello suelto, exactamente como el tuyo. Los hombres son un poco distintos, pero pienso que una mujer necesita relajación para hacer el amor adecuadamente. Nuestro cabello suelto y nada de recelo o temor. Los bonitos ojos se achicaron en broma - Bueno... ya te escandalicé y ni siquiera empezamos. ¿Le tienes miedo a Samuel? La pregunta vino tan súbitamente que Leda sólo parpadeó. -¿Te lastimó? -le preguntó Tess con suavidad. Leda bajó la mirada hasta el regazo y frotó el pulgar contra el mango de plata del espejo. -Sí. -Créeme, por favor, créeme... eso es sólo temporal. No te va a doler después de un breve tiempo; si así es, algo está mal. No lo olvides. Y no... No... permitas que Samuel crea otra cosa. Porque me temo que sí lo cree. Te voy a contar acerca de Samuel dentro de poco, pero en este punto tengo razón. Soy vieja y pomposa y sé
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más que ninguno de ustedes dos al respecto. El cuerpo de una muchacha requiere un poco de tiempo para acostumbrarse y eso es todo el dolor o la lesión o el sangrado que vaya a existir. ¿Me entiendes? Leda tragó saliva y asintió. -Sonríeme, no es nada terrible. Es muy agradable. ¿Alguna vez tuviste arena caliente entre los dedos de los pies? -No, señora. -Piensa en algo sensual y cálido, entonces. Un cobertor de plumas, un chal de cachemira. La mirada de Leda vagó hacia la cama de baldaquino. La rápida mirada de Tess la sorprendió. Leda se sonrojó violentamente. -¿Estás pensando en Samuel? -Tess se retorció como si fuera una niña extasiada y se inclinó hacia adelante.- Excelente. Ahora, te voy a contar todo lo que Mahina me dijo acerca de los hombres... y eso también es todo verdad.
Para cuando Tess hubo terminado, Leda sabía los nombres tahitianos de cosas que ni siquiera se había imaginado que existían y de lugares en los que siempre había pensado vagamente como "allí". La señorita Myrtle se hubiera caído muerta mucho antes de que Tess dirigiera una burlona mirada a Leda y le dijera, por vigésima vez: -Ahora te escandalicé. No te rías tontamente, por favor. Eso parece mucho más tonto de lo que en realidad es. -Ay, Dios -dijo Leda por entre los dedos-. Si solamente es la mitad de absurdo de lo que parece, no sé cómo se las arregla uno.
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-Te las vas a arreglar. Y no sucumbas a las risitas tontas en el momento equivocado, o vas a herir sus sentimientos. Los hombres son muy sensibles. Y Samuel... -Se quedó pensativa y le daba vueltas al cepillo en la mano.- Creo que debo contarte acerca de él, Leda. El no querría que lo hiciera, pero... -El labio inferior se tensó obstinadamente - Pero soy una vieja dama entrometida, convencida de que sabe lo que es mejor. Algo en la cuidadosa manera en que apoyó el cepillo sobre la cama y se puso de pie, aferrándose al madero, hizo que el corazón de Leda latiera mucho más rápido. -Todas estas cosas que te estuve contando... -dijo Tess-. Creo que son buenas y están bien entre gente que se interesa la una por la otra. Dentro de un matrimonio. Debo decirte que estuve casada una vez, mucho tiempo atrás, cuando era muy joven y extremadamente estúpida. Fue anulado después de un corto tiempo. Leda controló la sorpresa, sin saber qué decir. -El hombre era... un señor Eliot. Era... bastante aterrador. Todavía me preocupa, a veces, porque nunca entendí por qué era de la manera que era. Por qué me hizo... lo que hizo. -Los dedos se volvieron blancos en la parte que aferraba al madero- Hay gente que confunde todas estas cosas, Leda, y les dan vuelta y convierten el amor en algo terrible. Y no sé por qué... realmente no puedo explicarme esa parte, a pesar de que soy vieja y sabia. -Sonrió irónicamente y aspiró profundamente, como si se armara para continuar - Hay hombres que pagan a mujeres por hacer lo que te estuve contando, y en su mayoría se les debe tener lástima, porque no hay amor en ello. Hay hombres que pagan a otros hombres. Y hay hombres que hasta compran niños. La columna de Leda se enderezó. Miró a la delgada mujer que se apoyaba contra la cama. -La primera noche que estuve en la casa del señor Eliot, entró un niño en mi habitación. Tenía cinco años,
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quizá seis. No lo sé. Era Samuel. -Hablaba con serenidad, pero su voz tenía un muy leve estremecimiento - Era muy dócil. Nunca dijo ni una palabra. El señor Eliot le ató las muñecas y le pegó. Y es muy duro... es imposible... para mí entenderlo, o explicarlo, o siquiera hablar de ello... pero eso era parte del método del señor Eliot de obtener placer para sí mismo. Y cuando objeté... ferozmente... me encerró en una habitación y no me dejó salir por casi un año. El estremecimiento de la voz se había convertido en un audible temblor. Se quedó muy quieta y miró hacia una esquina de la habitación. -Cuando piensas que estás segura -dijo-. Cuando piensas que todo es razonable y lógico y la gente es lo que parece ser y algo como eso te sucede... nunca lo olvidas. Nunca. Yo nunca voy a... Finalmente se le quebró la voz. Leda se puso de pie, sin saber qué hacer o qué ofrecer. Tess se dio vuelta y se encontró con su mirada consternada. Sonrió, pero no había alegría en sus ojos. -Eso me cambió. El mundo nunca pareció el mismo. Y fui afortunada... tenía amigos que me rescataron y me sacaron de allí y arreglaron la anulación y luego tuve a Gryf... pero no pude olvidar a ese pequeño niño. Tuvimos a detectives buscándolo por casi tres años. Lo encontraron en uno de esos lugares en los que los niños son vendidos a hombres. Leda aún estaba de pie. Se sentó pesadamente en una silla. -No soy... no deseo alterarte, Leda. Sólo quiero que seas capaz de entenderlo un poco. Dijiste que te lastimó esa primera vez... y también te asustó, creo. Sólo imagínate lo que debe ser, no tener aún ocho años y estar solo en un lugar así. Leda subió las rodillas a la silla y apoyó el rostro en ellas. Pensó en todos los pequeños y amorosos regalos
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de él hacia Tess, tan meticulosamente considerados; en la moneda con un lazo alrededor de su garganta; en el cepillo de plata y el espejo. Y pensó, con súbita certeza, en las extrañas pautas de sus robos en la ciudad. Pensó: "El tenía la intención de cerrarlos, esos lugares." En vez de marchas e himnos y campañas de damas, él simplemente, en silencio y soledad, había logrado que fuera imposible que existieran ante la mirada de la curiosidad pública. -Qué admirable es -dijo, con la voz ahogada por el camisón. -¿Eso crees? -Tess parecía esperanzada. Leda asintió en las rodillas. -Gracias a Dios. -Tess suspiró, una larga y profunda bocanada de aire- Tenía terror de contarte. Temía... sabía que debía hacerlo, pero tema tanto miedo de que no desearas casarte con él. -Siempre lo deseé -admitió Leda, sin levantar el rostro-. Sólo temo que... él no. -Pero lo hizo. Leda enredó los dedos en el camisón. -Porque no tenía alternativa. -¿No tenía alternativa? -La voz de Tess revelaba una tajante nota de incredulidad.- Me temo que eso es tenerle más conmiseración de la que se merece. Nadie lo obligó a hacer el amor contigo. Nadie lo forzó a quedarse contigo como lo hizo, cuando sabía tan bien como tú y yo que los criados comienzan a trabajar a las seis. Nadie lo persuadió de que no habría consecuencias. Es un hombre grande; no hizo nada que no tuviera perfecta libertad de evitar hacer. Leda no podía levantar la mirada. -Aún tengo miedo -susurró. Tess se dirigió a ella y le tocó el cabello. -Sí. Por supuesto que sí, cariño. Todos lo tenemos, cuando tenemos que mirar hacia el futuro y
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preguntarnos qué va a suceder. Pero te voy a decir algo que me da mucha esperanza. Tú dijiste... que él es admirable. Si le fuera a contar a Kai acerca de él, no vería que él es admirable. Se angustiaría y le tendría lástima y él moriría antes de poder soportarlo. Es tan orgulloso y está tan avergonzado... -No debería estarlo. -Leda levantó la cabeza- Lo que le sucedió no fue culpa suya. -Ay, Leda. -Tess sonrió- Qué vieja mujer sabia resulté ser, para confiar en que entenderías eso. -Por supuesto que lo entiendo, señora. ¿Quién no? -Samuel -dijo Tess simplemente. Tomó ambas manos de Leda-. Y ahora ya me entrometí demasiado contigo y con tu futuro. Aún nosotras, las viejas damas entrometidas, tenemos que ser frenadas por fin. Le voy a decir a Samuel que puede subir. Sé feliz. Leda. -Le dio un apretón y se dirigió a la puerta.- Tú también eres admirable, de verdad. La puerta se cerró tras ella. Leda se abrazó las rodillas. Sostenía el espejo de la señorita Myrtle y bajó la mirada para verse en él. El cabello rizado cubría los hombros y las mejillas. Pensó que era un rostro poco admirable... ni sabio ni seguro ni astuto en absoluto.
Samuel jugó la parte que le correspondía. Aceptó las felicitaciones, sonrió cuando se esperaba que sonriera, se sentó y se puso de pie e hizo lo que tema que hacer a lo largo de un día interminable. La mayoría de los invitados (el cónsul hawaiano, unos pocos asociados de negocios suyos y el trío de ancianas damas de parte de la señorita Etoile) no sabían nada acerca de las escandalosas circunstancias, aunque dudaba que no pasaría mucho tiempo antes de que lo averiguaran. Esta
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posibilidad lo irritaba; deseaba que ella ya no estuviera expuesta a las miradas y susurros que la atormentaban. Así que se mostró como muy honrado por el otorgamiento de la mano de la señorita Etoile, como le dijo una diminuta y anciana dama de voz suave y oscilante y con un pájaro muerto en el sombrero. La sonrisa no fue del todo fingida; encontraba a estas descoloridas damas importantes extrañamente conmovedoras, con el potente perfume a violetas y jabón, el intenso interés en lo que se serviría en el banquete de bodas, las complicadas estrategias para satisfacer la curiosidad acerca de las disposiciones de la casa (todo, desde los criados hasta la cantidad de carbón que se consumía al calentar habitaciones tan grandes) sin revelar curiosidad descortés, el leal orgullo por "nuestra" señorita Etoile y sincera preocupación por su felicidad. Sus exigencias eran muy simples: un determinado número de velas en el salón comedor las apaciguaba, una promesa de hacer que la cocinera mandara la receta de la limonada las gratificaba, una taza de té traída por el novio las poma en una delicada agitación de tímido deleite. Pasó gran parte de la tarde en compañía de ellas; evitaba relaciones más profundas, como las había estado evitando desde la Navidad al viajar de Londres a Newcastie para investigar el potencial de los motores de turbinas a vapor de Charles Parsons. Mientras Samuel había estado fuera, lord Haye había regresado a Westpark... con un motivo tan obvio que Samuel se preguntaba con remoto desdén por qué no se había anunciado todavía el compromiso. Cuando sucediera, no estaría allí para verlo. Al observar el entusiasmo de Kai con los preparativos para la boda, al oír a lady Tess hablar de lo que se plantaría en los jardines en primavera, pensó: "No voy a estar aquí." Era como una caverna inesperada a sus pies. Se sentía aturdido ante ello.
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Pero siempre había estado fuera de lugar. Simplemente lo había probado, al rendirse finalmente a la oscuridad que nunca lo abandonara. Lo intentó, alejándose una y otra vez. Pero lo otro estaba allí. Estaba aquí ahora; saltó a una intensa vida cuando lady Tess llevó a la señorita Etoile, su esposa, por Dios... su esposa, arriba con ella. Robert sonrió ampliamente y le guiñó un ojo. Samuel le devolvió una austera y penetrante mirada. Todo el mundo siguió hablando, como si fuera una ocasión muy común. Pero percibía una nueva nota de distracción debajo de la tranquilidad exterior. Nadie le miraba directamente a los ojos. Sonreían de largo y a su alrededor, como si él los incomodara al estar allí parado. Sintió que se entumecía. ¿Era tan notorio, lo que él deseaba? ¿Que incluso ahora, cuando eso lo había arruinado, cuando lo había traído a esto, todavía anhelaba acostarse con ella y cubrirse con ese seductor y secreto fuego vivo? Hasta Kai lo evitaba; inventó un súbito y profundo cansancio, hizo un movimiento como para alcanzarle las manos y luego, con las mejillas sonrosadas, se interrumpió sin tocarlo. -Buenas noches, Manó. Enhorabuena. Como si fuera una señal, toda la compañía comenzó a dispersarse. En ausencia de su madre, Kai guió a los invitados que se quedaban por la noche hacia sus habitaciones, mientras que Robert y Haye vagaban afuera, juntos. Samuel se quedó solo en el salón, entre las flores que Kai había atado con lazos de seda blanca, la mesa con los regalos, el velo que yacía abandonado sobre el almohadón bordado del asiento debajo de la ventana. "Mi esposa", pensó él.
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Hasta las palabras le parecieron extrañas. Pero el lento fuego del deseo... eso lo conocía: la sombra de su otra parte, el enemigo dentro de él.
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Fue hacia ella porque hubiera sido una derrota no hacerlo. Hubiera sido admitir que no tenía ningún control en absoluto sobre él mismo. Ella estaba enroscada sobre una silla cuando entró, aferrada a las rodillas, como una pintura que había visto una vez de una joven muchacha pensativa acurrucada en un gabinete, con el cabello flotando suelto y arrastrando los lazos del camisón. El picaporte crujió cuando lo soltó. Levantó abruptamente la cabeza ante el sonido. Ella miró hacia él, e inmediatamente se puso de pie y arrancó la bata que yacía en el respaldo de la silla. Los pies desnudos de ella, el giro de su cabello cuando lo quitó fuera del cuello, la curva de su mejilla cuando desvió la mirada tímidamente… Simplemente, él permaneció de pie, mudo con la fuerza de su respuesta. Falló en lo que había intentado decir. El quiso hacerles promesas, asegurarle que no la tocaría, pero no pudo. No ahora… todavía no. -Dejaste esto abajo. –El sostuvo el velo en la mano derecha, con los metros de encaje doblados entre los dedos.
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-¡Ah! No debería llevarlo así. –Alcanzó la masa de espuma blanca y la alisó con cuidado.- Podría haber roto la malla. Es irlandés… las monjas lo hacen especialmente, con cientos de bolillos. Tengo una receta para lavarlo con leche y café para darle el color adecuado. Sabe, no debe almidonarse nunca y tampoco plancharse. –Le dirigió una rápida mirada y lo llevó hasta el armario con espejo. La bata de color verde jade crujió contra la alfombra. Cuando Leda se dio la vuelta, juguetonamente, fijó la mirada en algún lugar cerca del codo de él. -¡Qué vestido tan espléndido! ¡Y el precio por la rapidez, en pleno período de Navidades… debe de haber sido tremendamente costoso! Cuando llegó el baúl, nunca estuve más asombrada. Creo que lord y lady Ashland fueron demasiado amables. ¡No sé cómo voy a encontrar manera de agradecerles todo esto alguna vez! -¿Te agrada esto? Aspiró aire, sin mirarlo. -No podría imaginar nada más encantador. -Es suficiente –dijo él-. No tienes que agradecérselo a nadie. Vio que la comprensión caía sobre ella. Leda lo miró directamente. -Ay, señor… ¿usted hizo los arreglos por él? Colocó las manos en la espalda y se reclinó contra la puerta. -Madame Elise me informó que necesitarías un vestuario de incalculable proporciones. Abrí una cuenta bancaria para ti… sólo tienes que decirme cuando necesites que deposite un cheque. El saldo inicial es de diez mil libras. -¡Diez mil! –Se quedó mirándolo con la boca abierta.- ¡Es una locura! -No necesitas gastarlo todo junto. -¡No podría gastarlo durante toda mi vida! ¡Querido señor!
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-Eres mi esposa. –Llegó a su discurso preparado.Tienes derecho legal a que te mantenga. Lo que poseo es tuyo. Leda no dijo nada; dio unos pocos pasos, perpleja, tocó ligeramente el tocador y los cortinados con borlas y finalmente se sentó en el banquillo del tocador con un ruido sordo. -¡Bueno! Estoy preocupada. –Tiró de la bata verde jade y la apretó con mayor fuerza alrededor del cuerpo.Encontró el juego de tocador de la señorita Myrtle y amablemente me transfirió diez mil libras y no tengo nada para usted. Samuel trató de no mirar el contorno de su cuerpo bajo la tela de seda. -No importa. Ella se frotó los pulgares uno contra el otro y fijó la mirada en sus manos. -Había pensado en una navaja, pero no sabía; oí que los caballeros son especialmente particulares con esas cosas. -Tengo una navaja –dijo. -Podría haberle confeccionado una camisa nueva o le podría haber regalado un nuevo sombrero de seda. -También tengo un sastre. Bajó la mirada hacia su regazo y con la palma alisó la tela brillante del color del jade. -Tal vez –dijo en voz baja-. Querría que le masajeara la espalda. Samuel se recostó con mayor firmeza contra la puerta. Miró penetrante mente la cabeza agachada. Con una sensación que era como deslizarse por una pendiente, la imagen se adueñó de él. -No soy precisamente una experta en dar masajes. –Abotonaba y desabotonaba un único botón en la bata.- En realidad, nunca se me pidió que ejecutara el procedimiento. Pero, a mis doce años, cuando tenía gripe
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y me dolía mucho, la señorita Myrtle solía frotarme con alcanfor y me confortaba mucho. Lady Tess dijo que el masaje era algo que los caballeros casados disfrutan… sólo que sin el alcanfor, por supuesto. Estaría muy honrada en intentarlo. -No. –Colocó todo el peso del cuerpo contra la puerta y se apretó contra ella.- No creo que eso sería prudente. -¿No le gustaría? –Levantó la mirada hacia él. El cuerpo De Samuel ya se había vuelto pesado y excitado: adoraba su rostro vuelto hacia arriba, su voz inglesa, su bata verde jade, los dedos de los pies que se asomaban por debajo de los pliegues del camisón blanco. Era bonita. Virginal. La frescura de ella lo excitaba, llamaba al demonio que tenía dentro. Se apartó de la puerta con un empujón y se volvió hacia la pantalla del fuego para ocultarse. Deseaba hablar contigo acerca de esta relación. Pensé que las circunstancias podrían inducirte a temer que no veo al matrimonio como una seria obligación. Sí lo veo. Puedes contar conmigo para cualquier cosa que necesites. Oyó el frufrú de la bata cuando ella se puso de pie. -Gracias. Me gustaría aprovechar la oportunidad para decir que… como usted menciona, las circunstancias son desafortunadas… y el matrimonio es una ocasión solemne, al que no se debe entrar con ligereza… y yo misma estoy… no digamos perpleja, en forma general, con respecto a lo que debo hacer… pero en este momento particular algo insegura… es decir, con respecto a lo que un caballero requiere y prefiere… ya que no estoy muy familiarizada con caballeros, excepto usted, por supuesto… hacia lo cual me siento obligada a añadir que no me agradaría… aunque sé que un hombre es problemático en la casa… -Tomó aire entre la maraña
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de frases formales.- ¡No me gustaría que creyera que no soy feliz de ser su esposa! El fijo la mirada en la escena pintada en la pantalla, de damas empolvadas y galanes melindrosos. Mi esposa, pensó. Mi esposa, mi esposa. Samuel se encontró dirigiéndose hacia ella en vez de alejarse de ella. Le apresó las muñecas con firmeza entre las manos. Al bajar la mirada hacia el rostro asombrado, hacia los amplios ojos verdes y vulnerables, se sintió mucho más grande de lo que era: que podría lastimarla, que con un fácil movimiento podría aplastarla y en ese mismo instante deseó protegerla y complacerla y adorarla con su cuerpo. Deseaba decir algo pero no sabía qué. Aun cuando se entregaba a ello, deseaba prometerle que nunca se iba a rendir ante lo que quemaba su corazón y su cuerpo. Lentamente apretó las manos por detrás de la espalda de Leda… como si la hubiera estado apartando y acercando al mismo tiempo. El movimiento hizo que sus senos se arquearan hacia él. No los podía sentir debajo del abrigo; sólo pudo ver que se abría la bata y que el blanco camisón que estaba debajo se tensaba y marcaba las formas turgentes con claridad. La mantuvo presa contra él y le tomó ambas manos en una de las suyas. Había querido que fuera diferente. Había tenido la intención de d visitarla, de informarle que estaba libre de cualquier imposición por su parte, ahora y en el futuro, y luego marcharse. Pero pensó: Dios, sólo permíteme… Ella no opuso resistencia. Bajó los ojos recatadamente y fijó la mirada hacia delante, en el cuello doblado y la corbata blanca de las ropas de boda. El miró con fijeza las pestañas, el uniforme contorno de su rostro; sintió cómo Leda aceptaba su asimiento y supo que había perdido.
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-Leda –susurró. Bajó la cabeza y lenta y suavemente le besó la oreja, la piel detrás de ella y le tiró el cabello para atrás con la mano que tenía libre-. No voy a lastimarte. Nunca te lastimaría. –Deseaba demostrarle cómo se sentía, pero era difícil, tortuosamente duro mantener bajo control el impulso de la pasión. El cuerpo de leda tenía ese arco complaciente. Deslizó los dedos por la curva de la garganta, se admiró por la delicadeza que tenía, saboreó la piel allí por el lugar en que pasaban los dedos. Las manos sabían cómo hacer eso, como caligrafía, como tallar madera de acuerdo al propio espíritu que tuviera: moverse con la vida que había en ella, llevarla hacía él mismo y devolverla. Leda tenía la misma maravillosa fragancia, calor femenino, aún más inquietante de lo que recordaba, no tan casto, no tan inocente… un impacto de pura lujuria lo sacudió cuando se dio cuenta de qué era lo que estaba percibiendo: la respuesta del cuerpo de Leda a él. Si sólo pudiera demostrarle que no tenía intención de lastimarla, que todo lo que sentía era esa ferviente ternura; sólo deseaba tocar cada parte de ella, saborear la radiante y encantadora vida que le perfumaba la piel con un sensual brillo. Recorrió la forma del seno con la palma de la mano y pasó el pulgar por el pezón. Ella emitió un pequeño sonido; resistía su mano y presionaba por liberar las muñecas. -No… por favor, no me detengas.-Su voz era infinitamente suave y temblaba con lo que él estaba reteniendo. Su tacto era respetuoso mientras la acariciaba.- Quiero que sepas lo hermosa que eres para mí. No te voy a lastimar. Te lo juro. -No tengo miedo -susurró ella-. Querido señor, sólo me siento… como su hubiera estado bebiendo aguardiente de cerezas. El sintió la vibración del murmullo debajo de los labios. Estaba temblando bajo su dominio. Allí donde el
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apretón de las muñecas hacía que las caderas se curvaran hacia él, su excitación se apretaba firmemente contra ella. Bajó la otra mano y la deslizó por el arco de la espalda. Los dedos se extendieron por la curva turgente más abajo, sintieron la suave realidad de la figura femenina, sin faldas ni almohadillas ni distorsiones, sólo la fina capa de camisón y bata entre su mano y la forma desnuda de ella. Le soltó las muñecas y las acercó a él por un momento… sólo por un momento… era todo lo que podía soportar de la explosiva sensación de las nalgas entre sus manos, su rígido sexo estrujado por la presión. Dejó salir un áspero suspiro y la soltó, la empujó hacia el borde del tocador y extendió sus piernas para controlarla. La halagaba, acariciándola, mimándola, besándola en todos los lugares que podía alcanzar, las mejillas y las pestañas, los hombros, los senos. Leda comenzó a emitir pequeños sonidos en la garganta con la cabeza echada hacia atrás y las manos aferradas al borde dorado del tocador. Las puntas de sus pezones estaban erectas; lo podía sentir a través del camisón. -Leda. Déjame verte. –Acercó la boca a la de ella, la saboreó con la lengua, sostuvo los tensos pezones hacia arriba entre el arco del pulgar abierto y el resto de los dedos.- Tengo que verte. Ella lo miró. El no esperó respuesta; dejó caer la mano y lenta y cuidadosamente soltó las perlas desde la cintura hasta la garganta. La blanca piel brilló en las sombras, contornos seductores, protuberancias sensuales. Con suavidad abrió el camisón. Los senos desnudos eran redondos y pálidos, en flor, con los trocitos de un intenso color castaño rosado, subiendo y bajando con la respiración. Deslizó tanto el camisón como la bata por los hombros y permitió que cayeran por el tocador hasta las caderas de ella.
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Leda fijó la mirada en él. La sensación de ensueño la envolvió. No era ella misma, la señorita Leda Etoile, de pie e indecente y escandalosamente desnuda frente a un hombre… era alguien más. La leda de la mitología, una mujer que tenía a un dios por amante… la historia que la señorita Myrtle nunca le había enseñado, pero que había aprendido en secreto y había guardado en un libro debajo de la cama, sin entenderla del todo, pero sabiendo que era un misterio pagano y prohibido. Un amante. Ni Zeus, ni un magnífico y enorme cisne, sino un hombre, que la miraba como si fuera una diosa, a su cuerpo como si fuera preciado. Con suavidad, Samuel tocó los senos, tan suaves y dulcemente que Leda cerró los ojos contra la vergüenza y el deleite que le producía. Se movió más cerca de ella; sintió que se resbalaba hacia abajo, que se arrodillaba con las piernas abiertas a través de ella, que el cuerpo la sostenía contra el duro borde del tocador. Los pulgares acariciaron la punta de los senos. Leda echó la cabeza hacia atrás. Y luego él la acarició con la boca y sintió que la luz del sol florecía dentro de ella. La respiración de él se hizo más cálida; jugaba con ella, buscaba y acariciaba; los dientes y la lengua se cerraron con un tirón que envió una explosión de sensaciones hacia el vientre de Leda. -¡Ah! –Apretó ella los brazos hacia abajo elevándose hacia él. El succionó con mayor firmeza y tiró del camisón, mientras ella movía las caderas y lo arrastró debajo de la cintura. Apoyó la mejilla contra ella y deslizó las manos arriba y abajo del torso. -Eres encantadora. –Volvió el rostro hacia ella y rió, una risa suave e incrédula y sopló su aliento contra la piel de Leda.- Tus senos son encantadores, tu figura es encantadora, tu piel es tan hermosa. Leda colocó los brazos alrededor de la cabeza, lo meció, avergonzada y alborozada con el aterciopelado
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cosquilleo del cabello contra su piel desnuda, los pómulos y sienes firmemente apretados contra ella. El otra vez le apresó las muñecas, le extendió los brazos y atrapó con sus manos agarradas al borde de la mesa. Lamió por entre los senos y se movió hacia abajo. Con los brazos de Leda presos contra la mesa, Samuel la acarició con la lengua. Quería demostrarle cuán deliciosa era para él; quería besarla por todos lados. Podía saborear el placer en ella, percibió con deleite la ardiente fragancia femenina, mientras descendía lenta y cuidadosamente hacia el vientre. Las pantorrillas de Leda se desplazaron y se crisparon entre los muslos abiertos de Samuel. Leda lloriqueó con suavidad. El frotó la nariz contra el suave y rosado vello púbico y aspiró el cuerpo de Leda profundamente. Los brazos de Leda resistían la presión de él y temblaban por el esfuerzo, pero él no iba a soltarla. Nada en su vida lo había incitado como esto. Nada había sentido como esto. Las piernas de ella se apretaban contra él exactamente en el lugar en el que se centraba toda la sensación. La fragancia de Leda encendía fuego. La besó. Dulcemente. Tan dulcemente. Abrió la boca sobre ese lugar secreto y sedoso, empujó la lengua hacia el sabor. Leda se sacudió contra él con un silencioso sonido de protesta. -Shhh –susurró él. No se iba a detener. Ningún poder sobre la tierra era suficiente para hacer que se resistiera al deleite de acariciarla. Besó el arco en el que la piel desaparecía debajo de los dulces rizos. Inclinó la cabeza, lamió más profundamente, luego hacia arriba y luego la suave piel alrededor. Leda temblaba toda; cada vez que la lengua pasaba de abajo hacia arriba, se estremecía y jadeaba, con las manos contra él.
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El gozó con el sonido de su agitación. Encontró el lugar que la provocaba con mayor calor y lo celebró con la lengua, una y otra vez, hasta que ella empujó cada vez debajo de su boca en la forma en que él deseaba empujarse dentro de ella. De pronto le soltó las manos. Se levantó al mismo tiempo y le besó los muslos y el vientre y luego los senos. Leda puso los brazos alrededor de sus hombros y reclinó la cabeza en su pecho cuando él se enderezó. -¡Ah, señor! ¡Ah… señor! –Se oía débil. Cada respiración era un jadeo. Languideció contra él, la mejilla apretada contra su corazón. El la sostuvo allí, con todas las extremidades latiendo, sintiendo la espalda desnuda debajo de las mangas, la frágil figura de ella entre sus brazos. Luego de unos breves instantes, arrastró la mano debajo de la cadera de Leda. Extendió los dedos y tocó el lugar que había besado. Era resbaladizo y suculento, lleno de humedad; inclinó la cabeza y cerró los dientes sobre el cuello de Leda mientras empujaba los dedos dentro. Lloriqueó de nuevo y se quedó rígida por la entrada de él. Retiró los dedos y se quitó los pantalones. Los rizos entre las piernas de ella lo tocaban eróticos, burlones; cerró los ojos por la excitación y empujó lentamente hacia delante. La abundante humedad le dio la bienvenida. Las piernas de Leda se abrieron. Se colgó de él, exquisita, ardiente, suave y aún así tensa. La cabeza le cayó hacia atrás; Samuel abrió los ojos y tuvo la vívida imagen de los senos que se elevaban por la flexión, del cabello cayendo hacia atrás por los hombros. La sostuvo con un solo brazo y apresó el pezón encendido entre los dedos. Leda dio un grito, un grito femenino, vergonzosa y sorprendida cuando las caderas se enroscaron con firmeza alrededor de él, con los dedos agarrados a él, el cuerpo que se cerraba alrededor de él con un largo y desesperado estremecimiento y luego voluptuosas y rápidas pulsaciones.
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Esto lo llevó al clímax sin siquiera moverse… sus sentidos explotaron en respuesta; los músculos se convulsionaron; un placer infinito lo inundó mientras la sostenía allí empalada, temblando y enroscada y aplastada contra su pecho.
Nada de lo que lady Tess le había contado la había preparado para ello. Leda se sintió completamente abrazada, acunada en todas partes por el cuerpo y los brazos de él. Los únicos lugares que dolían eran en los que estaba arrinconada contra el duro borde del tocador y un leve tramo de escozor dentro de ella, que no era peor que un guante de niño que era demasiado pequeño para su mano. Se había esperado “agradable”… la plácida calidez de un ladrillo caliente en la cama, quizás; eso era lo que lady Tess la había incitado a esperar. Leda no recordaba ni una palabra de advertencia. Ni una sola mención de la salvaje euforia, la sensación de inundación que la había poseído. Pero recordó los ojos burlones de lady Tess y pensó: Ella conoce esto. No había intentado describirlo, ¿cómo podría? Cómo podría alguien decir cómo se sentía estar abrazada de esa manera, piel desnuda apretada contra seda blanca y negra, avergonzada y no avergonzada, aún sintiendo los estremecimientos de la pasión fluyendo a través de él. Sintió que él tomaba aliento profundamente. Dejó escapar un áspero suspiro, como si el aire hubiera estado reprimido y finalmente estalló. Inclinó la cabeza junto a la de Leda. -No puedo evitarlo –murmuró ásperamente-. No puedo… detenerme.
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Leda se mordió el labio inferior y escondió su cara en la chaqueta de él. Con el dedo recorrió el contorno de las solapas. -Querido señor –le dijo-. No está mal. Ahora no. Un pesado estremecimiento lo recorrió. La respiración se le volvió más profunda. Más lenta. La cabeza se inclinó hacia la oreja de Leda y luego se crispó y se enderezó, como una persona que se estuviera quedando dormida parada. Leda no se sentía n absoluto soñolienta. Ahora que los latidos del corazón se habían hecho más lentos, se sintió ligera y con la cabeza despejada por la primera vez en varias semanas. -Tenemos que llevarlo a usted a la cama –dijo y le dio un enérgico tirón al cuello del abrigo. Samuel levantó la mirada. Leda miró directamente hacia esa intensidad gris y amodorrada y sonrió. Le dio un golpecito en la negra expansión del hombro. No lo hizo enseguida. Apoyó los brazos en el tocador y la besó en la boca. Había un sabor en él que no era igual a nada que hubiera saboreado antes, como tierra en un día húmedo, la marea del mar en el Támesis, espeso y salado, pero no desagradable. Realmente era más bien atrayente, en cierto modo extraño; deseaba continuamente poner la nariz lo más cerca posible de la piel de él y aspirar en los pulmones el opulento aroma. De pronto él se movió, la llevó hacia sí y la levantó como si no pesara nada. -¡Ah! –dijo Leda, mientras la invasión de él se escabullía y la ponía de pie. Bajó la mirada-. ¡Ah! –dijo otra vez. Parecía que eso era todo lo que tenía por decir. Sintió la abundante humedad entre las piernas, pero esta vez nada de ello era sangre. Y él… pero pasó la mano por la abertura de los pantalones y se dio la vuelta, lo cual la fastidió. Lady Tess le había explicado todo, con palabras, pero a una no le molestaría ver con los ojos si tales cosas era perfectamente posibles. Se arrodilló y recogió su bata.
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La colocó alrededor suyo. Vestida, más o menos se sentía más dueña de la situación y comenzó a dar las órdenes adecuadas. -Querido señor, estoy segura de que, cuando piense en ello, se va a encontrar con que este fue un día muy cansador. Yo misma no estoy cansada en absoluto; a decir verdad, me siento reanimada. Me va a permitir que lo ayude con su vestuario, quite su chaqueta y simplemente la cepille algo antes de guardarla. Samuel se quedó inmóvil. Con la alfombra debajo de los pies desnudos, ella fue hacia él, alcanzó el rígido piqué de la corbata y la desató. Apoyó la extensión de algodón sobre una silla y alisó con la mano el pecho de Samuel, buscando los botones del chaleco. -No tienes que hacer esto –le dijo él. -¿Y quién si no lo va a hacer, dígame? Supongo que usted piensa que no sé nada acerca del vestuario de un caballero… lo cual es verdad, en el más estricto de los sentidos, pero le aseguro que entiendo la importancia del cuidado adecuado de las telas costosas. -Hizo una pausa.Pero no... me temo que no sé muy bien cómo lograr quitarla de su persona. ¿Su abrigo, señor? Por un momento, no estuvo muy segura de que él le prestaría colaboración. Luego, sacudió los hombros y se quitó el abrigo matinal con un fácil movimiento. Leda lo tomó de su mano y lo llevó al armario para guardarlo cuidadosamente en el cajón inferior. Cuando se dio la vuelta, él ya se había quitado el chaleco y estaba de pie ante el tocador, desabrochándose el botón escondido en la parte superior del cuello. Leda hizo una pausa durante un momento y lo admiró. Realmente, era el hombre mejor parecido que conocía, no sólo por el rostro, sino por la gracia con la que se movía, las admirables proporciones de los hombros y las extremidades.
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Con un pequeño tintineo, dejó caer los gemelos de perla del puño de la camisa en un cuenco de cristal en el tocador. La señorita Myrtle hubiera desaprobado la piel tostada por el sol, por ser vulgar, pero Leda la encontraba agradable, muy particularmente cuando se aflojó los puños, tiró las blancas tiras de los hombros y se quitó la camisa. El no vio que ella lo estaba observando. Apoyó el zapato en el banquillo del tocador que tenía bordado de punto de aguja para desatarse los cordones. Tenía toda la espalda y el pecho bronceados, el contorno del cuerpo era exactamente como el de las estatuas clásicas, sólo que con vida y movimiento, perfectamente fascinante de observar. La miró por encima del hombro. Leda inventó rápidamente una razón de su interés. Asintió hacia las tiras que colgaban en pálidos bucles de su cintura. -¿Qué son esas cosas? Sus manos se quedaron inmóviles. -¿Qué? -preguntó fríamente. -Esas tiras blancas. Me gustaría comenzar a aprender el nombre de los artículos de vestir de los caballeros. Una casi imperceptible tensión en su espalda se distendió. Si Leda no hubiera estado atenta a cada curva de músculo y hueso, no lo habría notado. -¿Estos? -le dio un golpecito a un bucle y volvió al zapato-. Tiradores. -Ah. -Recogió el chaleco del lugar en que lo había tirado sobre la silla y lo guardó; luego levantó la camisa. El aroma de él impregnaba la prenda. Subrepticiamente, se la llevó a la boca y a la nariz, inhaló profundamente por un instante y luego la apartó para el lavado. Hubo un momento muy incómodo en que ninguno de los dos pareció encontrar nada que decir. El estaba de pie con las medias y los pantalones; Leda no vio que le hubieran llevado una bata... ¿quién tendría que haberlo
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hecho? ¿Es que no tenía una? Seguro que los caballeros debían tener. -¿Preferirías que me fuera a otro lado? -le preguntó él abruptamente Caminó hacia una puerta lateral más allá del armario y la abrió. Miró dentro-. Hay un canapé para dormir allí dentro. Por supuesto que había. Leda ni siquiera había tomado nota del cuarto de vestir; muy probablemente ese era el lugar al que se había llevado su bata y el resto de sus ropas también. Cuando el difunto primo de lady Cove con su esposa habían ido a visitar a lady Cove, recordó Leda, ese había sido el arreglo... y cuánto trabajo y problema que había sido, interminables conversaciones y preguntas y revuelo acerca de la provisión de cepillos para la ropa y pantuflas para equipar el cuarto de vestir y obtener un catre prestado para el caballero, quien nunca había usado nada de esas cosas. Ni siquiera un catre, cuando se acordó de ello. De ese recuerdo Leda hizo un salto de lógica. Quizás a los caballeros casados no les agradaba realmente dormir en los pequeños cuartos de vestir. Quizá se les requería a los infortunados esposos que todas las noches hicieran la petición, esperando que las esposas les otorgasen el permiso para dormir con ellas en una cómoda cama, o eran relegados a los catres si no recibían el consentimiento. -Con toda seguridad no deseo que vaya usted a ningún otro lado. -Leda le dio una brillante y magnánima sonrisa - Debe sentirse libre de dormir aquí en la alcoba. No necesita preguntarme ninguna noche, señor Gerard. -Samuel. -Parecía más bien irritado mientras recogía un apagavelas de plata.- Estamos casados, por amor de Dios. Mi nombre es Samuel. -Caminó hacia la repisa y levantó el brazo para apagar la vela en el candelabro de pared espejado. La luz reflejada se centró en su mano.
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Leda había abierto la boca para reprenderlo por su lenguaje, pero la cerró. Si lady Tess no le hubiera dicho, Leda no habría reconocido al instante la leve cicatriz a través de la muñeca. Ni siquiera la habría notado. Pero la intensidad de la luz de las velas resaltaba el contraste y destacaba una inequívoca banda de piel más pálida a través de la base de la mano. Cuando miró a la otra mano, también la pudo ver allí, igual de perceptible. -No deberías blasfemar, Samuel -le dijo, en un tono más suave del que había querido usar. Casi no dijo nada en absoluto, pero de alguna manera, eso parecía despectivo... como si, como una criatura criada en la selva, ni siquiera se podría esperar de él que se comportara de manera civilizada. -Te pido perdón. -Le dirigió una irónica mirada. Para demostrar un espíritu de total conciliación. Leda sonrió. -Me honra que prefieras el trato informal. Estaría complacida si tú también... -Una súbita timidez la atrapó inesperadamente. Se tomó las manos y se dio vuelta un poco.- Si te sintieras cómodo de... hacer lo mismo... y llamarme Leda. Apagó la última vela. La habitación se quedó a oscuras, con la luz del fuego, levemente matizada por el humo. -Ya lo hice, ¿no es así? En ciertos momentos en que me olvidé de mí mismo. -Su voz incorpórea aún parecía extrañamente enfadada. Leda se arrebujó en la bata y se fue a la cama; con los dedos de los pies desnudos tanteó en las frías sombras por el banquillo de pie. El cuello de la bata le tironeó cuando intentó acostarse, pero no tenía ninguna intención de quitarse la prenda. Arrastró la ropa de cama hacia arriba, la ahuecó y la arregló y se quedó cuidadosamente cerca del borde.
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Miró hacia arriba y fijó la mirada en el brillo anaranjado del fuego en el lado de abajo del baldaquino de la cama. Luego cerró los ojos. Pareció pasar un largo tiempo antes de que él llegara. El movimiento de la cama la sorprendió; la caricia de él la sorprendió aun más. La tomó en sus brazos y se apretó cerca de su cuerpo. No tenía nada puesto; Leda tiró de su mano para apartarla... y luego no encontró un sitio donde ponerla. Samuel frotó su rostro en la curva del hombro y el cuello de Leda. Ella le parpadeó al baldaquino. -Buenas noches, querido señor. -Apenas si lo murmuró. -Leda -murmuró. Enroscó el puño en el cabello de ella. Tenía el brazo a través de ella, primero tenso y luego, lentamente, lentamente, distendiéndolo. Ella sintió cada pequeña disminución de la tensión en el cuerpo de él y la serenidad de la respiración cuando se quedó dormido. -Querido señor -susurró otra vez y apoyó la mano en su antebrazo-. Placenteros sueños.
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Lady Kai, con su amistoso estilo, quiso ir con Leda a la estación para despedir a las damas de la calle South. Esto necesitó de un pequeño arreglo, ya que el carruaje no era del todo adecuado para cinco personas. Mientras que todo el mundo sabía que la señora Wrotham debía sentarse cerca de la ventanilla para aliviar la descompostura del viaje y por supuesto las damas más jóvenes se ofrecieron para ocupar el asiento delantero, la señorita Lovatt insistió en que debía tener el asiento de en medio como una fineza hacia lady Cove, quien sentía que no estaba perfectamente bien que su hermana mayor debiera ceder la ubicación más cómoda junto a la ventanilla. Lady Cove procuró preceder a su hermana hacia el asiento inferior y provocó un enérgico comentario en el sentido de que, después de cuarenta y dos años como esposa de un noble, la idea común de adecuada precedencia finalmente habría hecho alguna impresión sobre la mente de algunas personas, quienes aparentemente aún no tenían idea del rango que tenían por ser esposas de barones. Lady Cove no era evidencia contra tal amabilidad fraternal y sumisamente se hizo a un lado.
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La señorita Lovatt se instaló en el medio del asiento y se aseguró de parecer apretada al hundir los hombros de forma adecuada, lo cual habría sido muy patético si lo hubiera mantenido durante todo el trayecto a la estación. Sin embargo, ni bien el carruaje comenzó a sacudirse y la señora Wrotham se quejó de debilidad y falta de aire, la señorita Lovatt se olvidó de encogerse, al estar demasiado ocupada sacando las sales aromáticas que la señora Wrotham había pasado por alto y asegurándose de que la manta estuviera segura sobre el regazo de la señora Wrotham y la ventanilla ajustada según su preferencia, como para recordar aparecer dolorosamente confinada a un asiento estrecho. Después de que la señora Wrotham recobró la compostura, la señorita Lovatt se reclinó en el asiento. -Bueno, Leda -le dijo-. Deseaba una oportunidad de decirte que estoy contenta de verte tan agradablemente instalada. Había tenido algunos temores cuando oí acerca de ello, debo confesarlo. Pero tu joven caballero es extremadamente agradable. Me dio su promesa personal de que la cocinera mandaría la receta de la limonada a la calle South. Antes de que Leda pudiera agradecerle el elogio, la señorita Lovatt recordó un ejemplo similar de un joven muy bien establecido, en extremo respetable, quien se había casado con una dama que era una amiga lejana de su prima tercera y que con posterioridad le había clavado un hacha al jardinero y había sido colgado. Esta desafortunada historia le recordó otro ejemplo de carácter masculino; este no le había ocurrido a nadie de su conocimiento personal, pero había sido contado por esa fuente intachable que era la esposa del repostero. Al parecer, una joven y seria dama se había casado con un rico y admirable médico, sólo para descubrir, para su consternación, que el tipo no era en absoluto un verdadero médico sino que se había escapado de
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contrabando de una deportación a Australia y había pasado por médico con tal éxito que había tratado a más de trescientos pacientes y había matado a la mitad de ellos con mala práctica, antes de que fuera descubierto. Historias similares encantaron el viaje completo, hasta la estación. Cuando el carruaje se detuvo, la señorita Lovatt concluyó. -Me temo que el matrimonio es algo de mucho riesgo. No estoy segura de que tendría tu valor, Leda, si un caballero fuera a prendarse de mí. -Bueno, sí que adopta una visión sombría protestó lady Kai-. ¡Samuel no es en absoluto indigno de confianza! -¡Por supuesto que no, lady Catherine! -Las cejas de la señorita Lovatt se elevaron.- ¡No sugeriría algo así por nada del mundo! -Me parece que estuvo sugiriendo exactamente eso. ¡Le confiaría a Samuel mi propia vida y a la señorita Leda también! La señora Gerard, más bien. -¡Ciertamente! -La señorita Lovatt se puso tan rígida que la señora Wrotham y lady Cove tuvieron que encogerse para acomodar sus plumas levantadas.- Lo encuentro extremadamente admirable, para ser norteamericano. Por fortuna, el portero abrió la puerta en ese momento y no se necesito ninguna réplica, ya que Leda temía que las mejillas sonrosadas de lady Kai denotaban algo de ardor acerca del tema. Mientras que la señorita Lovatt estaba supervisando al portero que quitaba el equipaje, lady Cove posó el guante sobre el brazo de Leda y le sonrió a lady Kai mientras lo hacía. -No deben permitir que mi hermana las preocupe, mis queridas -les dijo con suavidad-. Rebecca siempre sintió que era su deber advertirle a la gente joven acerca del matrimonio, para que no se precipiten hacia los problemas, pero imagino que van a encontrar que algo de
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inocencia y confianza es algo muy bueno en un matrimonio. -¿Así lo cree, señora? -preguntó lady Kai, con más ansiedad de la que Leda esperaba de su parte. Tomó a Leda y lady Kai de la mano. -Bueno, nunca fui muy resuelta, como lo es Rebecca, pero les voy a decir lo que pienso del matrimonio. Creo que si la gente casada, hombre y mujer, siempre piensan el uno en el otro a través de las preocupaciones y las angustias y encuentran regocijo el uno en el otro en tiempos mejores, entonces la vida va a seguir su curso en forma muy satisfactoria. -Tenía una sonrisa y algo de brillo en los ojos mientras hablaba.- Eso es lo que deseo para ti. Leda. Y para usted también, lady Catherine. El silencio reinaba en el carruaje cuando regresaban a Westpark a través de helados senderos. -Qué amistades agradables tienes. Me gustó especialmente lady Cove -dijo por fin lady Kai. Leda sintió que debía defender un poco a la señorita Lovatt, pero sólo había llegado hasta la descripción de cómo siempre se aseguraba de que el hombre del carbón llevara la medida correcta, cuando lady Kai la interrumpió súbitamente. -Leda... ¿puedo llamarte Leda ahora que somos casi hermanas? ¡Debo hablar contigo en privado! El entusiasmo contenido del tono hizo que Leda le dirigiera una rápida y cautelosa mirada. -Por supuesto -murmuró. -Espero... supongo que pensaste que no fui muy... ¡muy amigable estas últimas semanas! ¡Espero que me perdones! Leda bajó la mirada hasta los guantes y luego miró por la ventana. -No debes disculparte. No había notado nada en absoluto.
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-¡Porque estuviste aturdida! -Sí. Todo... sucedió con tanta rapidez. -Leda... esto es muy difícil de decir, pero... quería explicar... quiero decir, corrió un rumor de lo más infame justo cuando tú y Samuel se comprometieron y yo... yo lo creí, por un corto tiempo. ¡Sé que no es verdad! Ahora lo entiendo. Mamá me lo explicó todo y estoy tan avergonzada de haber escuchado alguna vez una cosa tan despreciable, ¡nunca le voy a volver a hablar otra vez a la señorita Goldborough! Espero que Robert no sea tan tonto como para casarse con esa estúpida muchacha, pero no creo que le agrade la madre ni pizca. Leda no dijo nada. Sólo estaba sentada en mortificada agonía. -Estaba celosa, creo -dijo lady Kai en tono práctico-. Tenía tanto miedo de que tú y Samuel os llevarais a Tommy. Leda levantó la mirada. -¿Tommy? -¡Quiero quedarme con él, Leda! Realmente lo quiero. Y si no es verdad que eres su madre... entonces es en realidad huérfano, ¡y creo que tengo tanto derecho en quedármelo como tú y Samuel! Especialmente ya que... -¡No soy su madre! -gritó Leda-. ¿Por qué todos deben creer eso? -No, no... mamá me dijo que era imposible, aun si fuéramos a creer en algo así. Era sólo porque estaba alterada que lo creí aunque fuera por un momento. Porque Samuel había dicho que lo adoptaría y no había pensado, en ese momento, que las cosas... iban a resultar... como resultaron... -Frotó las manos enguantadas una contra otra y volvió unos ojos suplicantes hacia Leda.- Lord Haye me pidió que me casara con él y le dije que sí, que lo haría. Y él también llegó a amar a Tommy y dijo que estaría contento de ser un padre para él. Así que ves...
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-¿Estás comprometida? -Leda tomó aire con rapidez. Su primer pensamiento fue Samuel. -Sí. Se va a anunciar esta noche. Papi y mami nos pidieron que esperáramos y no dijéramos nada hasta que ustedes se casaran. -¡Ay, Dios mío! -¿Te importaría mucho, Leda? -¡No! Por supuesto que no. No por mí misma. ¡Deseo que seas muy feliz! -¿Crees que Samuel lo quiera tanto? -Lady Kai entrelazó las manos.-Excepto porque dijo que lo adoptaría, realmente no había pensado que actuaba como si estuviera muy unido a Tommy. Pero últimamente... tú lo conoces mejor que yo, supongo, últimamente. Leda no podía mirarla a la cara. -No sé si conozco a alguien muy bien últimamente. Incluyéndome a mí misma. -Lo sé -dijo lady Kai-. ¡Sé exactamente a lo que te refieres!
Pero Leda encontró que lo conocía lo suficientemente bien. Ni bien lo vio, de pie junto al fuego en el salón cuando ella y lady Kai entraron, supo que ya se lo habían dicho. Le dio sus felicitaciones con el mismo porte y modales serenos que había mantenido a lo largo de la boda. Lady Kai inmediatamente lo acosó con el tema de Tommy. No se convenció tan fácilmente como Leda había esperado, sino que meramente dijo que hablaría con los padres de Kai y con lord Haye. Leda pensó que eso era muy prudente, pero lady Kai se inclinaba por hacer pucheros y afirmar su devoción por el niño.
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-Tienes dieciocho años -le dijo. -Voy a cumplir diecinueve en dos semanas. ¿Y eso qué tiene que ver con ello? -quiso saber. -Todo -dijo él, nada servicial. -Supongo que piensas que soy demasiado joven como para saber qué quiero. Te aseguro, si soy lo suficientemente grande como para casarme, también lo soy para saber que deseo bebés. De todos modos, Tommy es sólo un anticipo de los míos propios. El se volvió. -Voy a hablar con lady Tess -repitió. -¿Y qué hay de Leda? -Lady Kai no se iba a rendir tan fácilmente. Hizo ondear la mano hacia el lugar en el que estaba Leda, quien fingía estar interesada en un libro de tratados científicos.- Apenas si sabe cambiarle el pañal. ¿Si yo no puedo con Tommy, cómo es que esperas que Leda sí? Tus propios bebés ya van a ser suficientes con los que tenga que luchar... El la miró con chispas en los ojos y eso pareció sobresaltarla. Se apretó los labios. -Manõ -le dijo, en tono herido-. ¿Estás enfadado conmigo? Samuel vaciló. -No -dijo luego. -¡Sí que lo estás! ¡Cuando este debería ser el día más feliz de mi vida! -Se tomó las faldas y giró, marchando hacia la puerta. Allí se detuvo dramáticamente.- Había esperado que tú, justamente tú, mi mejor amigo, desearías que todo fuera perfecto. El no respondió. Sólo permaneció inmóvil, con las manos entrelazadas detrás de la espalda y Leda se maravilló de que lady Kai no pudiera reconocer lo que había en su rostro. -¡Ah! -gritó lady Kai-. ¡Son desagradables, ambos! ¡Quería que tú rieras y me hicieras dar vueltas y estuvieras verdaderamente feliz por mí! ¡Y actúas como
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si... como si se acabara de morir la tía abuela de alguien! ¡Por favor... Manõ! ¿Ni siquiera vas a sonreír, al menos? El miró un poco hacia el costado. Luego hizo una amplia reverencia. -Naturalmente, señora. -Se enderezó sonriente.Tu más leve deseo... Lady Kai batió palmas con una expresión de alegría. Corrió hacia él y le dio un fuerte abrazo. -¡Eso! Ese es mi Manõ. Sabía que no estabas verdaderamente irritado. ¿Y le vas a decir a papi y a mami que soy perfecta y absolutamente capaz de cuidar a Tommy? -Sí. Le dio un sonoro beso en la mejilla. -Bien. Ahora... tengo que ir a encontrar a lord Haye. Va a estar tan complacido. La habitación pareció quedarse muy silenciosa luego de que Kai se marchara, con sólo el murmullo del fuego y el pequeño remolino de la página cuando Leda la pasaba. Miraba con fijeza los nombres en latín y las coloridas impresiones de loros vividamente señalados. No levantó la mirada cuando él se dirigió a la ventana detrás de su silla. "Lo siento", deseaba decir, "Lo siento, lo siento"... aunque pensó que habría sido la cosa más terrible del mundo si él le hubiera pedido alguna vez a lady Kai que se casara con él. -Nos vamos mañana -le dijo-. Importantes asuntos en Honolulu. -La profundidad del tono de auto burla en la voz hacía juego con la reverencia que le había hecho a lady Kai. Honolulu. Hasta el nombre exótico la amilanaba. Inimaginablemente distante, completamente aislada, un diminuto punto que apenas había podido ver en el globo terráqueo.
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Ella tomó aire profundamente. -Voy a estar honrada de acompañarlo a donde desee ir, querido señor. Sintió que él estaba cerca, detrás de ella. Le acarició la nuca. El dedo acarició una línea detrás de la oreja y a lo largo del ángulo de la barbilla. Extendió la mano: el calor en ella le cubrió la piel, como las cosas que le había hecho la noche anterior cubrían todo lo que pensaba o hacía. -Gracias -le dijo. La dejó. No lo vio sino hasta la cena, en la cual la conversación fue acerca de Tommy, de qué mal le haría un largo viaje a Hawai a su corta edad, de cómo sería perfectamente satisfactorio que lady Tess cuidara de él allí mismo en Westpark, hasta que las cosas estuvieran mejor acomodadas y de cuándo tendría lugar la boda. Lady Kai insistió alegremente que cualquiera fuese el negocio que llevaba a Samuel y a Leda lejos de allí, tenían que regresar para la ceremonia en julio. Pero tarde en la noche, luego del café y de los brindis por el compromiso, mucho después de que los hombres se hubiesen retirado a fumar y las damas se hubiesen ido a dormir, él llegó silenciosamente a la habitación de ambos. Acarició el cuerpo de Leda como lo había hecho antes, toda sensación y ardiente posesión... y luego la poseyó con rapidez y se quedó dormido con su cara acurrucada contra el hombro de ella. Y Leda permaneció despierta mucho tiempo, con la mirada fija en el débil brillo del fuego que se reflejaba en el baldaquino sobre las cabezas de ambos, pensando en lo que había dicho lady Cove acerca del matrimonio y esperando.
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Samuel mintió, "un pequeño engaño" como lo llamó Leda exageradamente, acerca de los planes; inventó una salida en un barco a vapor dentro de esa misma semana desde Liverpool. Pero una vez que dejaron Westpark y se instalaron en Londres, no encontró ninguna razón en particular por la cual precipitarse. No encontró razón particular en hacer nada. Permaneció en la cama de las habitaciones que tenían en el hotel durante toda la primera mañana que pasaron en la ciudad, dormitando... la única vez en su vida que lo había hecho estando en perfecto estado de salud. No dormitando, precisamente. El estruendo disminuido y el agobio del tránsito más allá de las cortinas cerradas se mezcló con el leve tintineo de la platería cuando ella trajo una bandeja con el té desde el saloncito. Tenía puesto un vestido de color crema, el cabello recogido en esa masa intrincada, la delgada cintura desembocaba en pliegues adornados alrededor del corsé. La observó a través de las pestañas, como la había observado cuando se levantó de la cama, una pálida ninfa en la semioscuridad, y tomó la bata del piso, en el lugar en que él la había tirado la noche anterior. Apoyó la bandeja en una mesa con superficie de mármol. Vio que ella lo estaba mirando, con la cabeza inclinada hacia un lado. Luego se dirigió hacia las ventanas y corrió las cortinas para que se filtrara una grieta de luz neblinosa. Esperó. Luego de un momento, ella corrió las cortinas un poco más. -Debe de ser hora de levantarse -dijo él. Leda saltó y dejó caer las cortinas para que se cerraran. -Te pido disculpas... no me di cuenta... pensé que tal vez... un poco de luz suave no estaría mal. Se sentó en la cama. Aún le parecía extraño, estar privado de armas y ropas, estar profundamente reclinado
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contra las almohadas y suaves estorbos; ser más vulnerable de lo que se lo había permitido en mucho, mucho tiempo. -Buenos días -dijo ella-. ¿Te gustaría tu té? Espero no haberte despertado. Me temo que me sentía demasiado enérgica como para dejar de moverme. Servía el té mientras hablaba y le llevó una taza como si esperara por completo que él se sentara en la cama y lo tomara allí mismo. Se encontró con que no tenía mucha alternativa, a no ser que le ordenara que se retirara de la habitación para que pudiera alcanzar sus calzoncillos. Así que recostó los hombros contra el respaldo de bronce y aceptó la taza y el platillo. El vivo aroma del té se mezclaba con el rezagado incienso de la intimidad física, un aura que parecía llenar la habitación y todas sus facultades. Leda le sonrió, una expresión tímida y complacida; luego recogió su falda y regresó a la mesa. Se sirvió una taza para ella, se sentó y lo miró mientras sorbía el té. El tragó la aromática amargura del té negro. -Deberías pensar en todo lo que deseas comprar. Platos y lo que sea. Puedes ordenarlos muy bien aquí, a menos que desees esperar hasta San Francisco. -¿Platos? -Ella dejó la taza en la mesa. -Platos. Pinturas. Mobiliario. La casa está terminada, excepto en el interior. Tengo los planos y las dimensiones para las alfombras y las ventanas y todo eso. Creo que necesitamos todo. -¿Te gustaría que equipara completamente tu casa entera? -Ella parecía incrédula. -Nuestra casa. Leda se volvió del color del carmín. -Es muy generoso de tu parte. Samuel dejó la taza vacía a un lado. Se irritaba cuando ella se mostraba humildemente deferencial. Con
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un tipo de desafío, tiró el cobertor hada atrás y se puso de pie, aunque se aseguró de bajar de la cama por el lado que estaba más lejos de ella. -No es generoso de mi parte, diablos. Eres mi esposa. Se esperaba una horrorizada objeción a su desnudez; en cambio, en el pequeño silencio, vio que se habían preparado ropas limpias para él y se habían extendido en la silla junto a la cama. Comenzó a vestirse. -Por favor, no maldigas -le dijo ella. -Te pido disculpas. -Se sentó con la ropa interior y se puso las medias.-Por favor, no actúes como si fueras mi criada. Cuando levantó la mirada, ella había inclinado la cabeza y tenía las manos tomadas sobre el regazo. Por un instante pensó... pero no... cuando lo espió, estaba forzando una sonrisa en los labios. Sintió una relajación de algo, en algún lugar muy dentro de sí. -Pensé que a las damas les gustaba salir de compras -dijo rudamente. -Ah, sí. Mucho. Inclinó la cabeza. -Bien. -¿Es una casa muy grande? Pensó por un momento, mientras se abotonaba los pantalones. -Veinticuatro habitaciones. Leda se llevó la mano al pecho y se aclaró la garganta. -Bueno. Eso va a necesitar de un considerable ataque sobre la calle Mount. -Los planos están en la maleta más pequeña... la cartera está debajo de todo. Mientras ella buscaba la cubierta de cuero, él se dirigió con el torso desnudo hacia el cuarto de vestir y
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tiró de la campanilla que decía: "Agua caliente en un minuto." Y, dentro de los cuarenta y cinco segundos, la pequeña ventana en el montaplatos se mostró blanca. Abrió la puerta y se encontró con una humeante jarra de cobre. Al volver a la alcoba, ella se estaba inclinando sobre los planos de la casa. El mezcló jabón de afeitar e inclinó hacia arriba el espejo en la cómoda inferior mientras se enjuagaba y cubría el rostro. Leda hizo crujir los planos. -Voy a pedir el desayuno y podemos preparar nuestra campaña mientras comemos. -Te voy a dejar las campañas a ti. -Levantó el mentón, apuntaló un brazo contra la cómoda mientras se inclinaba al intentar verse en el espejo. -Me temo que no pueda aprobar tal cobardía. Voy a necesitar tu experiencia en lo que se refiere al terreno de batalla. ¿Cuál va a ser la función de esta pequeña habitación al lado, por ejemplo? El caminó hacia ella con la mitad del rostro cubierto por espuma. -Esa es la planta eléctrica. -Ah. ¿La electricidad viene de las plantas? preguntó inocentemente-. ¿Y esta... eh... es la casa? -Sacó una fotografía de la cartera y la colocó en el regazo. Samuel la observó mientras inclinaba la cabeza sobre la fotografía de la casa, con los dos pisos de amplios lanai y altas ventanas. Unos obreros embarrados estaban de pie orgullosamente sobre las amplias escaleras que descendían en forma de cascada hacia el futuro jardín, con serruchos y martillos en las manos y desperdicios de la construcción a los pies. -Aún no estaba pintada en ese entonces -dijo él finalmente, cuando ella no hablaba.
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-Ay, Dios mío -murmuró ella con suavidad, como si no lo hubiera oído-. Ah, mi Dios. -Sacudió un poco la cabeza.- ¿Esa es la que va a ser... nuestra casa? El deseaba preguntarle si le agradaba. Lo deseaba, pero en cambio se alejó y levantó la brocha de afeitar y se inclinó hacia el espejo. -No tendría mucho sentido fotografiar una casa diferente. En el reflejo, vio que ella sacudía otra vez la cabeza y extendía la fotografía con la mano a la distancia del brazo. -Lo prometo, voy a intentar no comportarme como una criada de cocina, pero realmente, querido señor... ¡estoy admirada! Una lenta sensación de satisfacción creció en él. Comenzó a afeitarse el rostro.
Durante tres días, Samuel participó en la prueba de sofás y el examen de modelos de porcelana. Hizo listas y midió mesas. Se prestó a corregir la impresión de cualquier vendedor que no fuera desde un comienzo lo suficientemente deferente hacia el señor y la señora Gerard, de Honolulu, Reino de Hawai, quienes acababan de llegar de la encantadora residencia campestre de lord y lady Ashland. Habían oído de la misma lady Ashland que Coote's, de la calle Bond, tenía la mejor selección en cofres de marquetería, o que Mackay y Pelham eran de confiar por la excelente calidad de las sedas y el calicó; eran pequeños apartes que le hacía a Samuel en forma muy natural e inocente y que, tenía que admitirlo, siempre producían un apasionado entusiasmo entre los vendedores. La estrategia era efectiva aun cuando él no podía evitar sonreírle burlonamente cuando Leda las
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hacía, por lo cual recibía una sonora reprimenda cuando salían a la calle. A pesar de las sonrisas subversivas, se lo encontró de utilidad para muchas cosas: primero como el que llevaba las listas y ocasionalmente como el receptáculo más cercano de pequeños paquetes y con poca frecuencia como consejero en materia de gustos, ya que la mayoría de los muebles que veía le parecían atrozmente espantosos. Luego, por supuesto, tenía que disculparse por maldecir, así que en general mantenía la boca cerrada. Ella miraba muebles que eran tan oscuros y pesados que se le revolvía el alma, pero, al final, las únicas cosas que compró eran las que él prefería... una antigua cómoda-vitrina con abundantes cajones, divisiones y compartimientos secretos y un juego de platos que tenían un pájaro diferente en cada uno de los platos de cenar. No era tan inocente como para pensar que sus gustos coincidían exactamente: para cuando se eligieron los platos, él vio con cuánto cuidado y discreción ella se estaba formando una opinión sobre él y adaptaba las reacciones a las suyas. No estaba seguro de cómo se sentía al respecto. Era una nueva experiencia; sólo Dojun había derrochado esa intensidad en conocerlo y por razones enteramente diferentes. Dojun lo impulsaba, exigía cosas de él, estaba atento a sus debilidades e imperfecciones. Pero ella... no podía entender por qué se interesaría en lo que él pensaba de los muebles y las cortinas. Una parte de él pareció volverse hacia ello, aunque, como una enredadera secreta que crecía debajo del pavimento y los edificios, que anhelaba la luz y pujaba hacia ella. Pero la misma fuerza del placer lo alarmó: era como el hambre que sentía por su cuerpo, sentía que podría llegar a tener ese tipo de poder sobre sí mismo si se lo permitía. Ya caminaba por las calles públicas como en una nube, a mitad de camino entre la realidad y las fantasías
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de ella. Se excitaba con nada más que la pura y derecha línea de la espalda de ella, con el cuellito recatado hasta la curva de las caderas. El hecho de saber el verdadero contorno bajo de la unida abundancia de tela y relleno lo estimulaba; un rastro de fragancia compartida o la visión de los diminutos y suaves mechones de cabello en la nuca cuando inclinaba la cabeza hacia algún mostrador con tapa de cristal lo electrizaban. Y el sopor, profundo y sin sueño, que caía sobre él después de poseerla, lo aterrorizaba. En su propia manera, tenía más poder y atracción que el acto en sí mismo. Sostenerla cerca y deslizarse a ese limbo mientras ella hablaba con esa voz animada y suave de todo lo que habían comprado y visto ese día... hablaba, por amor de Dios; cuando el letargo hacía presa de él como una manta de oscuro algodón que se desenrollaba y no podía responder, ni evitarlo; completamente laxo, enteramente vulnerable y feliz... sentía que debía ser otra persona la que estaba allí. No podía ser él mismo. Habían llegado a un patrón, a un cierto orden de cosas, al cabo de tres días. El se levantaba después que ella; se afeitaba y se vestía frente a Leda, excepto por los breves momentos que pasaba solo en el cuarto de vestir en rápidos y concentrados rituales de las armas y el encubrimiento, los únicos momentos de brillante dureza dejados en una niebla de cosas intangibles. Luego salían e iban de compras... una incongruencia que le divertía y le perturbaba por la profundidad del contraste entre ambas. Luego de la cena en una habitación privada, nadie la convencería de comer en un salón público y ser catalogada como "rápida", ella lo dejaba y subía. El hacía conjeturas de que lo que se esperaba de él entonces era que permaneciera sentado en solitario esplendor, que fumara y bebiera vino de Oporto. En cambio, salía y caminaba por Piccadilly, en la que los silbidos de los
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porteros sonaban agudamente a intervalos entre el tránsito. Una muchacha, vestida con oropeles rosados salió de entre las sombras y tomó el brazo de un hombre. -Ven conmigo, cariño -le dijo-. Y te voy a sacudir un poco. Ninguna de esas mujeres se acercaban jamás a Samuel, aunque sentía que lo miraban cuando pasaba. Lo exasperaban con las abiertas miradas fijas; la misma existencia de ellas lo incomodaba. Si alguna de ellas se hubiera aventurado a tomarle el brazo en esa forma, para tocarlo, él le habría sacudido á ella... a cuatro metros y medio de distancia, pensó oscuramente. La incomodidad perduraba. Finalmente encontró una librería abierta, en la que era libre de holgazanear sin ser observado. Se sentía ardiente e inquieto, pensando en Leda. Deseó estar acostado junto a ella en ese momento, pero de algún modo le parecía que no se lo merecía; que era un impostor; que lo que debía hacer era caminar hasta que la noche se lo tragara. Bajó la mirada y la fijó en el libro que tema en la mano, hojeó las páginas de una traducción de filosofía alemana, de pie entre el polvo y los libros y otros curiosos. Novelas, cocina, viajes. Diccionarios. El reloj que estaba al fon-do del establecimiento dio las diez. ¿Era eso lo suficientemente tarde? Ayer por la noche, había esperado hasta las once. La había encontrado fresca, con el cabello apenas húmedo; había apagado la lámpara y la había besado, había quitado la ropa de los dos, prenda por prenda mientras permanecían de pie en la oscuridad. Si seguía recordándolo, se humillaría a sí mismo. Pero no pensaba que debía ir a ella tan temprano. Debía quedarse allí. Debía caminar un poco más. Debía seguir caminando, para siempre. Estaba respirando demasiado profundamente. Colocó en el estante una narración sobre pastoreo en Nueva Zelanda, se puso las manos en los bolsillos y salió
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de la tienda. Saludó con la cabeza al hombre que estaba detrás del mostrador. Estaba de pie en la calle. Y luego se marchó hacia el hotel. La luz estaba encendida cuando llegó a sus habitaciones; podía verlo por debajo de la puerta. El saloncito decorado floridamente estaba vacío, pero ella pronunció su nombre en tono de pregunta. Samuel se identificó y vaciló; no sabía si debía ir a la alcoba. Ella apareció en el marco de la puerta al instante, sensual con la bata verde jade y el cabello suelto. -Hola. La manera en que ella vaciló en la puerta, sin acercarse ni retirarse, le advirtió de inmediato que algo era diferente. Se quedó con los dedos formando una pequeña canasta. El deseaba violarla. En cambio, se quitó el sombrero y los guantes. Ella recuperó los objetos del lugar al que él los había arrojado sobre la silla y dio vuelta la cabritilla amarilla del guante. -Los ensuciaste. -Polvo de libros -dijo él. -Ah, ¿fuiste a Hatchard's? Si hubiera sabido te habría dado un encargo. ¿Lees ficción? -Un poco. -Disfruto mucho con las obras del señor Verne siguió ella animadamente-. Escribe acerca de lugares tan exóticos. Pero tú viste todos esos tipos de cosas personalmente. Supongo que no es nada para ti. -Por supuesto. Calamares gigantes. Caníbales. Todos los días. -En realidad quise decir... -Le sonrió al sombrero.Bueno, no sé qué quería decir. Aunque encuentro que sus historias son una lectura muy vivificante.
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El la miró y pensó: "¿Libros? ¿Vamos a hablar de libros?" Ella puso los guantes juntos y comenzó a caminar en su dirección. Samuel la tomó del brazo. El cuerpo de Leda se puso rígido; se detuvo bajo la presión. El no supo qué hacer, qué decir. Toda la entrega de ella había desaparecido, la dulce cooperación que hacía todo tolerable. El deseo le quemaba tan ardiente como siempre. No debió haber regresado. Debió haber seguido caminando, caminando y caminando, hasta que llegara al borde de la tierra. La soltó. Se dirigió a la ventana y apartó las cortinas. Se recostó contra el marco y cerró los ojos. Los dedos se cerraron con firmeza sobre la madera y el terciopelo. -Debo decirte que... estoy enferma -dijo Leda sombríamente. Dejó caer las cortinas y se dio vuelta. -Ah, no... querido señor... ¡no pongas esa cara! Hizo un gesto de aturdimiento y se golpeteó ligeramente las manos.- ¡No pongas esa cara!... Es sólo... entiendes... cada mes... unos pocos días... ¡es muy molesto! -Fijó una desvalida mirada en él. El trueno que tenía en los oídos desapareció lentamente. -Dios -musitó. -¡Lo siento! -dijo ella en voz baja-. No quise alarmarte. Dejó salir un largo suspiro. Le tomó varios minutos pensar más allá de la corriente de pánico. Sólo tenía una muy vaga idea de esos misteriosos asuntos femeninos, pero estaba muy claro que ella no deseaba que la tocara durante esta enfermedad pasajera. -Voy a dormir en el cuarto de vestir -le dijo. -Ah. -Se veía algo sombría ante eso.
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La miró con ceño. -¿Qué deseas que haga? -No quisiera que estés incómodo -le dijo con timidez. Su titubeo fue suficiente para volverlo loco. Con grandes pasos se dirigió hacia ella, la tomó de los hombros y la besó con dureza. La rigidez en la columna se relajó; echó la cabeza hacia atrás y se abrió a él mientras Samuel ponía los brazos alrededor de ella. Mientras ella accedía, el pánico al rechazo dentro de él murió. Se volvió más suave y exploró los labios. -Dime qué quieres -susurró él. -Bueno, pensé... pensé que tal vez podrías simplemente... recostarte. En nuestra cama. Y yo podría... y tal vez lo encontrarías agradable si lo hiciera... darte un masaje en la espalda. -No. -La soltó. Leda agachó la cabeza. -Está bien. -Apretó la mandíbula.- Está bien. Si eso es lo que quieres. -Sintió el temblor muy dentro de sí, ese lugar acobardado, pero lo apagó, lo forzó fuera de su conciencia. Leda levantó la mirada hacia él. Le tomó las manos. -Si no lo deseas, querido señor, entonces yo tampoco. El alivio lo inundó. Sintió un irracional deseo de agradecerle. -Sólo... déjame abrazarte. Eso es todo. Abrazarte y quedarme dormido. -Alisó los pulgares sobre el reverso de las manos de Leda.- Puedes contarme todo acerca del servicio de mesa. Ella se quedó en silencio un momento, con la mirada fija en las manos de él.
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-¿Querrías saber acerca del servicio de mesa que es de plata o de los utensilios de mesa? -dijo ella entonces. -De los utensilios de mesa. Naturalmente, los utensilios de mesa. -Con seguridad, voy a hacer que te quedes dormido con eso. Me atrevo a decir que vas a estar roncando para cuando llegue al tenedor de postre. -Mi Dios. ¿Ronco? -Ayer por la noche estabas roncando, mientras te estaba ilustrando acerca de la naturaleza y el arreglo de los aparadores. Soy casi un perito en aparadores, pero supongo que no todos participan de mi propio entusiasmo. Abstente amablemente de maldecir, por favor. -Discúlpame. -Le besó la nariz y deslizó la mano por su cadera.-¿Estás segura de que estás enferma? -Muy segura. -Diablos -dijo. Y cubrió la boca de Leda con la suya antes de que ella pudiera abrirla.
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Le hubiera gustado enseñarle a Leda Norteamérica en toda su gloria al desnudo, de montañas y cielo… en cambio, lo que Leda vio en su mayoría fue vulgar y con muy poca gloria. Samuel se imaginó que los Estados Unidos debían verse como un sombrío y estúpido vasto lugar de lluvia y nieve y más lluvia; con carámbanos medio helados que goteaban en los aleros de pequeñas y andrajosas estaciones con tinglados, las cuales tenían como únicos habitantes visibles a dos caballos y un horrible perro amarillo. Ni siquiera había compartido un camarote con ella a bordo del vapor. La salida de los barcos había disminuido por el invierno; a menos que esperaran otras tres semanas, no había existido nada disponibles en los mejores camarotes para dos personas… no, al menos, en ninguno de los vapores en los que estaba dispuesto a embarcar. Así que le había reservado a Leda una bien equipada cabina para damas en extra primera clase y estuvo secretamente orgulloso de ella por la manera en que no había admitido que el balanceo y la inclinación del
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barco la aterrorizaban. Tuvo suerte de no marearse e intentó con firmeza aparecer compuesta, pero el clima había estado tan mal, que Samuel finalmente le aconsejó que se quedara en el salón de señoras durante las comidas, en vez de intentar hacer el recorrido hasta el salón comedor. No la vio mucho hasta que llegaron a Nueva York, y allí tampoco. Se la llevaron a Lady’s Mile en Broadway con las esposas y las hijas de los hombres que se sentaban frente a Samuel en mesas de caoba para hablar de oro y préstamos, madera y reservas de aceite… y, siempre, azúcar. Samuel los dejaba hablar y escuchaba y sólo ofrecía lo suficiente de su propia contribución como para mantener la conversación en curso. Por ejemplo, no mencionó al ingeniero Parsons de Newcastle, quien tenía la intención de producir él mismo sus turbinas de vapor y desarrollar un diseño que impulsara a un barco a treinta nudos. Era fácil para Samuel deslizarse de vuelta hacia esa parte de su vida; le maravillaba lo natural que era sonreír cuando entraba con algún hombre de negocios en alguna rectoría de la Quinta Avenida para cenar y oía un leve acento inglés entre las vociferantes damas norteamericanas. Leda hablaba suficiente con él, en todo caso, pero de algún modo no efusivo. La voz de ella no chirriaba, ni gritaba de entusiasmo. Rea una buena voz con la cual quedarse dormido… y ese era el pensamiento que lo hacía sonreír. A la noche, oía todo acerca de los lamentables vulgares objetos de producción francesa, con oro e incrustaciones y masivas volutas que sus nuevas amigas norteamericanas le habían recomendado con insistencia. Todos eran muy amables, pero realmente era muy triste ver cómo les habían enseñado a juzgar un artículo por el precio en vez de por el refinamiento y la calidad, aunque iba a admitir que allí en Nueva York las cosas en general eran muy costosas. El hotel debía consumir carbón por
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quintales, pensó; las habitaciones se mantenían tan cálidas. ¡Y toda esa instalación sanitaria en el baño! Y lo que era peor… ¿Cómo los llamaban? Escupideras. Una palabra tan desagradable; se debería emplear algo más reservado. Estaba segura de que él no pensaría en adquirir el hábito; el tabaco era extremadamente objetable para cualquier persona de verdaderas bunas costumbres y en particular desagradable de esa forma. Fue en Denver donde ella mencionó las escupideras. Lo miró con algo de ansiedad y dio vuelta la cabeza en la almohada. El enrolló un mechón de su cabello en el dedo y le prometió que no adquiriría el hábito de mascar tabaco… no fue la promesa más difícil que hiciera en toda su vida, pero gratificante, de alguna pequeña manera. Durmió notablemente bien esa noche. En San Francisco, por un antojo, la llevó a Chinatown la neblinosa noche en que llegaron… el Año Nuevo Chino. No se lo advirtió; la expresión en el rostro de Leda cuando cruzaron hacia la tierra de las luces rojas y doradas valió la pena. Caminaba juntó a él en silencio a través de las multitudes de chinos con sedas estupendas, aferrada a su brazo y saltando un poco con los intermitentes golpes secos de los fuegos artificiales. Por todos lados revoloteaba el papel rojo y anaranjado; el olor del incienso y de la comida era espeso. Hileras de espléndidas linternas colgaban de los balcones sobre sus cabezas. Todos los negocios tenían altos carteles en alegra escarlata, pintados con caracteres chinos y drapeados con telas carmesí. Samuel se detuvo ante una mesa abierta cubierta con cintas y platos de narcisos en flor, rodeados por canastas de frutas. Un vendedor que tenía un gorrito negro pegado al cráneo y una cola de caballo que le llegaba a la cintura, se inclinó con agradable afán. Samuel lo saludó con un deseo por el Año Nuevo en lengua
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cantonesa macarrónica, lo cual convirtió el afán en entusiasmo. Con rápidos y enérgicos movimientos, el mercader saltó sobre un taburete y le entregó a Samuel los dos coloridos rollos de papel que este había elegido de los que colgaban en exhibición. -Vamos a ponerlos en nuestra puerta. -Samuel sostuvo los rollos a la luz de color de azafrán que despedía una linterna china y señaló los caracteres de uno- Estas son las cinco bendiciones. Salud, riquezas, longevidad, amor a la rectitud y una muerte natural. -¿Puedes leer eso? -Leda lo miró como si fuera algo notable. El mercader le lanzó una naranja. -¡Kun Hee Fat Choy! Samuel vio que elevaba las cejas, consternada. -Es un regalo, por el Año Nuevo -le dijo-. La naranja es buena fortuna. -¡Ah! -Con una sonrisa de escandalizado deleite, Leda le agradeció al mercader. Luego el vendedor la obsequió con el plato de narcisos. Juntó las manos en las mangas y otra vez hizo una reverencia profunda. Leda sostuvo la naranja y las flores e hizo una pequeña reverencia. -¡Gracias! -le dijo-. Muchas gracias. Feliz Año Nuevo para usted también, señor. El vendedor sostenía una ristra de paquetes rojos en dirección de Samuel. -¿Fuegos que arden, señor? Cuarto-dólar. Samuel sacudió la cabeza. -No poder hacer. Ir ver. -¡Ah! Ir ver, bueno. ¡Gran bum, eh! Señora gusta. -¿Qué dice el otro? -Leda indicó con la cabeza el segundo rollo. Samuel vaciló; de pronto se encontraba renuente a decírselo. Leda colocó la nariz entre las flores y miró hacia él a la expectativa, con los labios levemente
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entreabiertos, medio curvándose en una sonrisa. El mercader leyó el rollo en chino y asintió servicial con la cabeza. Samuel entendía algo de cantones, lo suficiente como para comprenderlo. De cualquier manera entendía la caligrafía. Sólo se sentía tonto al decirlo en voz alta. Hubiera preferido tenerlo colgado, incomprensible para ella, detrás de alguna puerta en la casa de ambos, en un lugar en el que sólo él lo vería. -¿No sabes leer ese? -preguntó Leda. -Es sólo una expresión de Año Nuevo. Leda miró el rollo, con la decoración pintada en dorado y ébano. -Es bonito. Ojalá supiera lo que dice. Samuel lo enrolló. -Quiere decir "Amaos el uno al otro". Leda levantó las pestañas. -Es sólo un dicho. -Levantó la mirada hacia los otros estandartes y leyó algunos.- "Longevidad, Alegría, Felicidad y Recompensas Oficiales." "Que siempre tengamos clientes ricos." Ese tipo de cosas. -Ah. -Otra vez hundió la nariz entre los narcisos y lo espió con los ojos brillantes.- Ya entiendo. Samuel se sentía como si hubiera estado caminando por una cuerda floja con los ojos vendados. Paseando y cayendo de un risco... y de algún modo, de algún modo, aún rebosante de felicidad, con una incalculable profundidad bajo él.
El clima continúa deplorable, escribió Leda a la calle South, pero no me lamento por ello cuando prevalece tanto entusiasmo ante nuestra partida final para las Islas Sandwich. En este mismo instante estamos
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navegando en el buque insignia de mi honorable esposo, el Kaiea. Esta admirable embarcación tiene (aquí Leda consultó los apuntes que Samuel le había escrito) un tonelaje bruto registrado de ocho mil seiscientas toneladas y está construido en acero con propulsores de doble hélice y máquinas de vapor de triple expansión de 17.000 caballos de fuerza, todas cualidades de particular excelencia en lo que se refiere a barcos de vapor. Se van a complacer al enterarse que estos atributos dan lugar a una velocidad diaria de veintiún nudos. Esa meritoria velocidad excede la actuación del vapor Oregon, el actual poseedor del máximo galardón del Atlántico por la travesía más rápida entre Liverpool y Nueva York. Parece que no existe un galardón máximo para el Pacífico, lo cual es muy injusto, creo, ya que es seguro que el Kaiea se aseguraría cualquiera de esos premios. Podría escribir más exhaustivamente acerca de las características de este admirable vapor; sin embargo, el señor Gerard me advirtió que no cargara mi carta con "jerga marítima". Leda levantó la cabeza del escritorio y miró a su alrededor. Ocupamos el camarote principal en la cubierta superior, continuó, el cual consta de tres espaciosas habitaciones: a saber, un salón comedor, un saloncito y una cabina-dormitorio con un baño y excusado adyacentes. Los herrajes son muy hermosos, de bronce muy lustrado, teca asiática y otras maderas exóticas. Un gran espejo dorado cuelga sobre la repisa. Las paredes están cubiertas por papel en encantador estilo chino, con una serie de aves y pimpollos sobre un fondo de alegre carmesí, el cual aprendí que es el color de la buena fortuna entre los orientales; se cree que es eficaz para ahuyentar espíritus maléficos. Cuando embarcamos, nos saludaron unos espléndidos floreros llenos de flores frescas, distribuidos en mesas y en candelabros de pared, o mamparos, como se los denomina correctamente. El efecto total hace que le resulte difícil a uno imaginarse
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que está a bordo de un barco. El señor Gerard y yo tenemos un camarero cuya única obligación es estar a nuestro servicio sólo con apretar un botón eléctrico. Ahora debo terminar, ya que el transbordador que va a llevar estas cartas de vuelta a San Francisco se está preparando para dejamos y pronto vamos a pasar por el celebrado Golden Gate, según me dicen, una experiencia que no debe omitirse ni aún en el peor clima. Como pueden notar por mi escritura, nuestro camarote es un excelente refugio del movimiento general del barco, colocado como estopara aprovechar un particular factor de diseño, el cual debo confesar que no me queda perfectamente en claro cuál es. Sin embargo, es verdad que la característica de extrema oscilación de un clima tan desagradable se reduce a un balanceo más suave en esta ubicación. Quedo, como siempre, su respetuosa y devota amiga, Leda Gerard Admiró su nombre de casada por un momento y luego selló la hoja y la añadió a las otras respuestas de último minuto a cartas que les habían llegado a San Francisco, una para ella de lady Tess, otra de lady Kai y la última de la señorita Lovatt, quien escribía en nombre de todas las damas de la calle South. Llamó al camarero, quien se presentó al instante: un hombre alto y larguirucho que respondía al nombre de señor Vidal, muy decente y respetuoso. El tomó las cartas y la ayudó a ponerse el impermeable de goma y el sombrero flexible que se le había entregado al subir al Kaiea durante un aguacero. Además de la puerta que daba al pasaje interior, el saloncito daba a una especie de balcón privado que miraba hacia la proa del barco. Pero como esto no ofrecía protección contra el clima, el señor Vidal le sugirió (alzando la voz en un bramido sobre la lluvia torrencial)
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que descendiera por el balcón para unirse con el señor Gerard en la cubierta del capitán. Leda estaba muy contenta de que la firme mano del camarero la ayudara en las escaleras exteriores que llevaban hacia el cuarto de mandos y las cubiertas inferiores. La lluvia no cedió y la visión que tuvo del Golden Gate resultó ser poco clara. De alguna manera, se sentía completamente segura a bordo de un barco que había construido su esposo, como no lo había estado al cruzar el Atlántico, aunque pensó que tal vez su caso se debiera en parte a haberse convertido en una navegante más intrépida. En realidad, sentía que podría adquirir la condición de "lobo de mar" con sólo un pequeño esfuerzo. Encontró muy interesante estar sentada, embutida en su sombrero de lona encerada, en una esquina de la cubierta superior protegida con cristales en el frente, con las manos alrededor de una jarra de chocolate caliente, mientras el capitán del barco daba órdenes y el ingeniero gritaba en la bocina y el barco encontraba las gigantes olas del Pacífico... Aunque "Pacífico" era evidentemente un optimista nombre inapropiado, como le comentó a Samuel cuando el oleaje la tiró del taburete y la hizo chocar pesadamente contra él. Samuel sonrió ampliamente y la envolvió con sus brazos; luego se recostó contra el mamparo. Leda pensó que era una pose más bien impropia, pero nadie les prestó mucha atención, ya que todos los demás estaban ocupados con sus asuntos de navegación. Una vez que el remolcador se retiró y se estableció el rumbo, la cubierta adquirió una rutina más tranquila. Como Samuel tenía negocios con el capitán, Leda se decidió a aprovechar la compañía que le ofreció el señor Vidal para dirigirse al salón de primera clase. Desde el refugio de los brazos de Samuel, estrechó la mano del capitán y lo felicitó por su trabajo.
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-¡Bueno, usted es un marino, señora! Eso es respondió el capitán. Sonrojada por el cumplido, recorrió el camino por las traicioneras escaleras exteriores y en el salón se dio cuenta de cuánta verdad tenía el comentario. El resto de los ciento y pico de pasajeros se habían confinado en sus camarotes. No había absolutamente nadie en el salón, con la excepción de un escolar mareado, quien estaba sentado en una silla de terciopelo lujoso, con los hombros encogidos, y la boca torcida de modo extraño. El señor Vidal le preguntó si no deseaba unirse a sus padres en el camarote, pero se le informó, con un triste susurro, que el niño viajaba solo, que había vomitado en el lavabo del camarote y que este olía tan terriblemente que no lo podía soportar. Y luego el niño comenzó a llorar. Leda lo tomó de la mano. -Ven directamente a mi camarote -le dijo-. No se balancea tanto allí. Puedes recostarte y dentro de muy poco te vas a sentir mejor. Los dedos del niño se enredaron en los suyos, agradecido. Guiados por el señor Vidal, se dirigieron por las escaleras internas hacia el camarote principal, con la mano del niño que se aferraba a la de Leda con mayor y mayor fuerza y el rostro lloroso que se poma cada vez más blanco. Justo cuando llegaron al salón y Leda lo sentó en el sofá, se dobló sobre su regazo y vomitó en sus pantalones. -¡Ay, Dios mío! -Leda arrugó la nariz.- Quítate esos al instante y vas a poder recostarte. Pero el niño lloriqueó y le apartó la mano. -No puedo... no puedo... ¡usted es una dama! -Está bien, querido. No te preocupes más. ¡Señor Vidal! -Se puso de pie y se dio vuelta.- Por favor, encárguese de sus pantalones. Voy a esperar en el
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pasillo... pásemelos a través de la puerta y me los voy a llevar. -Sí, señora. Simplemente déjelos caer por las escaleras por el momento. Le voy a conseguir una manta. Leda se dirigió hacia el pasillo y tomó los humillantes pantalones cuando él los lanzó por la puerta. Se aferró de la barandilla y se dirigió a las escaleras. No podía resignarse simplemente a arrojar la prenda manchada, así que sólo la enrolló y la acomodó en el escalón superior antes de volver al camarote. Detrás de la puerta, se sobresaltó al oír la aguda voz de Samuel dentro... ininteligible... con una ferocidad que la desconcertó. Comenzó a empujar la puerta para abrirla, justo cuando algo del otro lado la cerró de un golpe. Leda se apoyó en la barandilla del pasillo; la puerta rebotó y se abrió con el señor Vidal colgándose de ella. Se tambaleó hacia atrás y se aferró a la barandilla para no perder el equilibrio. Samuel estaba con el chorreante equipo de lluvia, justo detrás de la puerta exterior, mirando con fijeza al camarero. -Mantén tus repugnantes manos fuera de él. -Las palabras chirriaban, como la advertencia de un animal. El frío se colaba al lado de él por la puerta abierta.- Sal de aquí. Antes de que te mate. Una ráfaga de viento cerró violentamente la puerta exterior. Leda parpadeó ante él y luego ante el señor Vidal. La chaqueta azul del camarero estaba rasgada en el cuello. El niño yacía medio recostado en una esquina del sofá, con los ojos bien abiertos, la boca medio abierta y la manta aferrada a las rodillas desnudas. Miraba a Samuel como si fuera algún monstruo inesperado de las profundidades. -¡Samuel! Qué es lo que... -Leda se aferró al marco de la puerta con el balanceo del barco. El cuello desgarrado del camarero y la expresión en el rostro de Samuel la atemorizaban.
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-¿Qué hice? -El señor Vidal se estaba frotando el hombro, completa-mente perplejo.- Señor yo... ¿qué hice yo? Samuel no se movió. Leda podía ver que el pulso le latía en la garganta desde donde ella estaba. Y comenzó a comprender, con la lenta sucesión de un pensamiento tras otro... el niño medio vestido y llorando, el otro hombre, el rostro rígido de Samuel... -¡Ay, Samuel! No es lo que tú piensas. -Exclamó.Le pedí que viniera aquí. Les pedí a los dos. El niño estaba mareado; vomitó en sus pantalones. El señor Vidal me estaba ayudando. El barco se movió de un lado a otro. En el sofá, el niño se irguió y arrastró completamente la manta sobre las rodillas dobladas. Leda vio que la razón cristalizaba los ojos de Samuel; un momento de comprensión y luego un torrente de color oscuro en su garganta. Miró con rapidez al niño y al señor Vidal. El dirigió la mirada a Leda. Y luego: distancia. Todo trazo de emoción lo había abandonado. Con un gesto metódico, comenzó a quitarse el equipo mojado. Exactamente como si nada hubiera pasado, le entregó las prendas impermeables al señor Vidal. El camarero vaciló. -¿Está usted herido? -le pregunto Samuel, con voz tranquila. La mandíbula del señor Vidal se crispó. -No, señor. -¿Podría aceptar mis disculpas? -Señor. -El otro hombre se irguió en su larguirucha altura.- ¿Qué hice? -Nada. -El rostro de Samuel era de piedra.- Voy a hablar con el capitán para una compensación para usted, si lo desea. -Bueno, si hice algo como para merecer..,
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-Gracias, señor Vidal. -Interrumpió Leda.- Eso es todo, con excepción de que puede traer un nuevo par de pantalones para el niño. ¿Cuál es tu nombre, querido, y el número de tu camarote? -Dickie, señora. B-5. -El niño hablaba con voz ronca y baja.- ¿Señora? ¿Podría tener mi almohada? Está sobre mi cama. -Y su almohada -dijo Leda. Se volvió hacia él.- ¿Te sientes mejor? El niño se acurrucó en la manta; aún miraba con admiración temerosa a Samuel. -Algo mejor. Pero mi boca tiene un gusto horrible. Y me arde la nariz. Y tengo sed. ¿Cómo puede ser que lo haya tirado contra la puerta, si no había hecho nada malo? -Fue un malentendido -dijo Leda. -Voy a traer una jarra de limonada, señora -dijo el señor Vidal. Hizo una rígida reverencia, poco más que asentir con la cabeza y dejó el camarote. -Fue un golpe tremendamente grande -dijo el niño-. Voló desde aquí hasta allá. Leda tomó aire. -Lamento que te hayas sobresaltado, pero fue un desafortunado error. -No, creo que no, señora. Simplemente entró aquí, lo agarró y ¡allá fue! Y dijo que lo mataría. ¿Oyó eso? Leda apretó los labios. Samuel no dijo nada. Tiró de la manija de la puerta y la abrió hacia el viento. La galerna la tomó y la cerró con violencia tras él... dejándolo fuera, con Leda y Dickie solos en el salón.
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La lluvia le enmarañó el abrigo contra la parte trasera del cuello. Sólo pensaba en las escaleras bajo sus pies, con el viento en la espalda, el balanceo del barco cuando chocaba contra otra ola. La cubierta vacía se extendía delante suyo barrida por chorros de agua, blancos rizos sobre la madera plateada. Se refugió en el entrepaño de una puerta. Se recostó contra la superficie de acero; agarró la barandilla a ambos lados de la puerta con fuerza; los dedos ya le dolían por la humedad y el frío. Por un largo momento, un eterno momento, observó cómo las olas del mar pasaban de largo. Comenzó a temblar incontrolablemente. Hacía frío; se dijo a sí mismo que temblaba de frío. -Ah, diablos -musitó-. Ah, diablos. Dejó caer la cabeza hacia atrás con fuerza contra la puerta y acusó el dolor. Apretó los dientes y otra vez se golpeó la cabeza. Le dolía; le dolía hasta el pecho y los brazos y las piernas. -¿Cómo podría ella saberlo? Había mirado directamente a los ojos de ella y lo había visto. Nadie cuerdo habría hecho lo que él hizo; nadie normal. Dios, Vidal, ni siquiera lo había captado. Samuel lo había lanzado con fuerza a través de la habitación, después de tomarlo por el cuello de la chaqueta y el camarero no había podido averiguar por qué. Leda sí. Chikushõ. Bestia. ¡Bestia! Ni siquiera era racional. ¿Por qué no se había detenido por solamente el minuto que le habría tomado darse cuenta de que no había nada extraño? ¿Cómo podía traicionarse así? Ay, Leda, ay, Leda, no deberías saberlo, no puedes saberlo, no puedes.
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El barco subía y bajaba, un lento péndulo que luchaba contra el viento. Tres cuartos de millón de dólares de motor y acero; él poseía cada centímetro de él; su nombre estaba en los periódicos. Seiscientas personas recibían su paga todos los meses con cheques girados a su propia cuenta; ganancias de cuatrocientos mil al año iban directo al banco con su nombre en la puerta de la oficina más grande. Su nombre... que él había tenido que escoger de un libro. El origen de los apellidos normandos. Lo recordaba; había sido todo lo que había podido encontrar en la biblioteca del colegio, como una fuente. Así que se había convertido él mismo en normando; había mirado al espejo y había decidido que tenía una nariz germánica y que sus ojos grises eran escandinavos; había imaginado una familia y un pasado, cómo habían llegado sus ancestros con la Conquista, cómo su verdadero abuelo había muerto en un ataque de la Brigada Ligera, había vivido en un antiguo y noble castillo, pero un administrador de hacienda malvado lo había engañado y se había quedado con todo su dinero y que algún día, algún día, iba a llegar una carta diciendo que todo era un error; que lo que Samuel recordaba había sido mentira, nada de ello había sucedido; lady Tess y lord Gryphon lo habían mantenido a salvo hasta que sus verdaderos padres lo encontraran de nuevo. Fantasías. Sueños y humo. ¡Leda! En el corazón había sentido cómo estaba flotando por el aire, con el suelo seguro a metros de distancia. De la misma manera en que había sabido a los catorce años, o a los quince, o a los trece (¿quién sabía qué edad había tenido, o tenía?) que ninguna familia verdadera lo estaba buscando. Los brazos le temblaban; tenía los músculos duros de sostenerse. Las manos sobre la barandilla de bronce se sentían como si se hubieran convertido en lo mismo.
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No debería saberlo. ¡No debería! Fijó la mirada en el mar, con la humedad fría que le goteaba dentro del abrigo. No era posible que ella supiera, que pudiera comprender por su propia experiencia. Se había casado con él, atado a él, había permitido que la tocara. Ella no podría haberlo sabido. Dios... allí en el puente, lo había sentido y no lo había comprendido... la manera en que ella se había quedado rígida cuando colocó los brazos a su alrededor. Ay, Dios. Leda. Dejó caer la cabeza hacia atrás y apretó la mandíbula. Y una intuición llegó hasta él. La conjetura se convirtió en un presentimiento... y luego una certeza tan terrible que deseó aullar por la angustia que le producía. No lo había sabido. Se lo habían dicho. Esas cartas que habían llegado. Tess le había escrito y se lo había contado. Por un instante, le pareció una traición demasiado profunda de concebir. Pero luego se dio cuenta. Era él, su propia culpa. Lady Tess nunca lo habría traicionado si él no se hubiera rendido a lo que era. Si no hubiera olvidado todo lo que Dojun le había enseñado e ido hacia Leda y acostado con ella y permitido que la oscuridad lo tomara. Su culpa. El había hecho esto, tal como había perdido a Kai y también a todo en lo que había luchado por convertirse. La forma en que ese niño lo había mirado en el camarote. A él, como si fuera a él a quien debía temer. Volvió a destrozarse la cabeza contra el acero. Negras chispas de dolor danzaban frente a sus ojos. Tema que arrastrar los pedazos de su alma y juntarlos otra vez. No había admitido ante sí mismo cuánto había dejado suelto, flotando en este mar de
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emoción. Dojun lo percibiría al instante. Samuel no podía llegar a Hawai así. Eres un guerrero, pensó. Tu corazón es una espada. Apretó la cabeza con fuerza contra la puerta, helándose de frío, respirando con dificultad, temblando y riendo. Dojun. Samuel tenía que encontrar su equilibrio. El viento helado lo cortaba... limpio, despreocupado y puro. En la galerna y en las olas estaba la justicia impersonal del universo. Dojun le había dado ojos para verlo, resolución para soportarlo, fuerza para gobernarlo. Paciencia, resistencia, perseverancia... y miles de maneras de esconderse entre las sombras.
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-Leda. La suave voz dijo su nombre y en ese sueño sintió una ola de placer y alivio… él había regresado y todo estaría bien ahora. El lo dijo otra vez. Leda abrió los ojos y se despertó con el incesante balanceo del barco. Una brisa oscura y fresca flotaba sobre ella, un respiro del calor sofocante del camisón. Apenas podía ver su figura mientras se inclinaba sobre su litera, vestía de blanco, un fantasma apenas visible en la oscuridad. -Ven conmigo –le susurró y recordó a Dickie en la litera superior, recordó que Samuel no se le había acercado en siete días, recordó qué era real y por qué el sonido de su voz la había calmado tanto en el sueño. Se dio cuenta de que el constante rugido de los motores se había detenido. También el bramido del viento. El camarote parecía estar en silencio; sólo el apagado sonido de la marcha del buque a través del oleaje marcaba el tiempo lentamente a la distancia.
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-Samuel. –Se sentó en la cama y extendió la mano. -Ven conmigo –susurró-. Quiero mostrarte algo. Se deslizó fuera de su alcance. Leda corrió la sábana y puso los pies sobre la alfombra; buscaba las pantuflas en la redecilla que estaba a los pies de la litera. Se levantó y se dirigió hacia el salón en la oscuridad. Cerró la puerta con suavidad para no despertar al pobre Dickie, ahora que por fin dormía profundamente después de soportar siete implacables días de mal tiempo y mareos. Samuel era un pálido contorno en la penumbra de la puerta abierta. La leve brisa venía de aquí y llevaba un aroma fresco. Cuando se dirigió a él, ya estaba sosteniendo la bata hacia ella. Leda no pudo realmente ver su expresión, pero las manos eran impersonales cuando le colocó la prenda alrededor de los hombros. Leda agachó la cabeza y salió hacia el pequeño semicírculo de la cubierta privada. El viento era más fuerte aquí y le echaba el cabello sobre el rostro. Por encima de la cabeza, los vacíos mástiles del buque a vapor habían florecido con velas. El vasto arco del cielo pasaba de la medianoche a un azul brillante en el cenit, un color que nunca había visto antes, un matiz vivido y transparente al mismo tiempo, que se esfumaba hacia un marfil teñido de zafiro en el este. Se arrebujó en la bata y se inclinó sobre la barandilla de teca. Ante ellos, el agua oscura se encendía con los colores del cielo, una infinidad de espejos precipitados que se formaban y se rompían y se volvían a formar, mientras que la estela del buque quedaba detrás con líneas de débil fosforescencia. La altura de la cubierta y la curva de la vela más pequeña ocultaba todo menos la proa misma del barco. Leda se sintió como si hubiera estado flotando sola en un mundo de cristal en el cual la plateada parte oculta de las nubes en el horizonte se convertía en torres rosadas en el punto culminante... un rosado que se desgarraba en
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anaranjados, mientras Leda observaba, con un color tan suave como el cálido viento que jugaba con el camisón y el cabello. -Mira. -El estaba un poco más atrás, con el cabello que era un dorado desorden en la brisa. Indicó con la cabeza la vista que estaba delante. Leda miró. En la base de las nubes, la creciente luz revelaba una forma ensombrecida en el mar, un oscuro y firme contorno en el horizonte. -Oahu -dijo Samuel. Luego señaló hacia la izquierda; Leda apenas podía ver un montecillo gris debajo de otra cima de nubes abultadas que tenían oro en las torrecillas más altas-. Eso es Molokai. Leda fijó la mirada en ellas. Se mordió el labio. -Son muy pequeñas -dijo. -Se van a hacer más grandes. Todavía nos faltan casi treinta y tres kilómetros. Leda hubiera pensado que las islas no estaban a más que unos kilómetros de distancia, porque ya podía distinguir los picos y las hondonadas, mientras florecía el amanecer. Oprimió los dedos en la barandilla y esperó que él hablara de nuevo; temía romper este momento de simple relación. Pero durante un largo momento él no dijo nada. Se quedó fuera del círculo de contacto, con una mano apoyada en el lugar en que la barandilla doblaba abrupta-mente por la cubierta. -Simplemente pensé que te agradaría verlo -dijo por fin, algo rígido. -Es hermoso. El no respondió, pero no se marchó. Leda deseaba decirle tantas cosas, pero estaban más allá de las palabras. Aun cuando todo había estado bien y en orden, no había podido encontrar las palabras para decirle cuánto apreciaba su tranquila compañía, cómo guardaba en la memoria la forma en que él la poseía y luego se dormía por las noches. Y sus
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sentimientos acerca de lo que sucedía antes de quedarse dormidos... no habría podido hablar de ello con palabras de la misma forma en que no habría podido tomar alas y volar hacia las rocas distantes en el borde del cielo. Ella lo echaba de menos. El pobre Dickie mareado parecía haberse mudado al camarote principal por algún consenso universal; la almohada y las ropas habían hecho lentamente el trayecto hacia la cabina dormitorio mientras que él ocupaba la litera superior. El niño estaba tan triste y era tan confiado e inocentemente seguro de los cuidados de Leda, que no habría podido desear otra cosa, pero también deseaba que ello no significara que no vería a Samuel durante todo el viaje. Recordaba su rostro cuando se había dado cuenta del error con el camarero... y pensó, con más deseos que añoranzas, que tal vez Samuel podría necesitarla también, un poco. -No me había dado cuenta de que el cielo era tan alto. -Miró hacia las agujas y las alturas de las nubes.Nunca me pareció así en... -Casi dijo "casa". Pero esta iba a ser su casa, estos sombríos montecillos de roca en el horizonte.- ...En Londres. -Terminó, apartándose el cabello de los ojos. Todavía él no hablaba ni tampoco se despedía. Leda observó cómo flotaba de largo una pequeña nube de encaje, que brillaba como si hubiera llevado su propia luz rosada dentro de sí. -¿Crees que va a continuar siendo un magnífico día? -preguntó ella. -No podría decirlo. -Hablaba con un tono de voz formal, como si ella fuera alguien a quien le acababan de presentar en una reunión nocturna. -¿Pero qué supones? -Llueve y para, en esta época del año. Leda comenzó a sentirse algo desanimada ante la rigidez de él. -¿Por qué están las velas?
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-Tenemos viento favorable. Estamos navegando a vela. -Ah. Pensé que tal vez se había roto el motor. -No está roto. La semilla de ansiedad creció. El era tan frío, como si ella hubiera hecho algo que le hubiera desagradado. Con la intención de mantener la conversación, ella siguió hablando. -Habría pensado que sería más rápido con los motores y las velas también. -Comentó. -¿Tienes mucha prisa? -le preguntó secamente. -No. No, precisamente. Pero parecía que todos los demás sí. Pensé que la velocidad era lo más importante en los buques de vapor. El hizo una pausa. -Les pedí que cerraran las calderas. Por un corto tiempo. Pensé que... lo disfrutarías. Aun estaba detrás de ella cuando lo dijo; Leda no podía verle el rostro. Se sentía cohibida, perpleja y deseó poder pensar en algo elocuente que decir. -Gracias. Fue muy amable de tu parte -fue todo lo que murmuró, con la mirada baja en las manos. Vio que los dedos bronceados de Samuel golpeteaban con rapidez la barandilla. Los soltó. -Tengo trabajo con algunos papeles -le dijo abruptamente-. Que tengas buen día. Leda se volvió, pero él ya se había ido, había desaparecido por la puerta del camarote que oscilaba suavemente con el balanceo de las olas. De alguna manera Leda había adquirido la idea de que Hawai se vería muy parecida a Escocia. No es que hubiera estado alguna vez en Escocia, pero sabía que era un lugar desolado con montañas áridas y diminutos
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poblados... y las placas fotográficas en blanco y negro que había visto de Honolulu, con los tiesos mástiles negros en los barcos de vela del puerto, los sucios edificios y las brumosas montañas en el fondo habían parecido encajar en esa descripción. No había esperado el color. Era un color más allá de la imaginación. Como si alguien hubiera derramado una caja gigante de acuarelas en el mar: el índigo fluía hacia el cobalto, hacia el azul, turquesa, jade y avanzaba en brillantes espirales hacia la costa. Detrás de las laderas negras y rojo canela de Diamond Head, las nubes acariciaban las verdes montañas, brillando y disolviéndose al pasar. Otro cráter, vestido con un intenso rojo volcánico y bermellón, se erguía en perfecta simetría en la base de las montañas, elevándose desde una franja oscura de palmeras y bosque. Incluso el aire parecía vivido, suave y, con todo, lleno de dulzura. Mientras navegaban a lo largo del angosto y serpenteante canal hacia el puerto de Honolulu, en el que una podía ver directamente hada el margen de la jungla de coral, el sordo tronar de las olas se mezcló y se convirtió en notas de música. En el muelle, entre cientos, miles, de personas, una excelente banda militar de chaquetas rojas y charreteras doradas tocaba una música exuberante. Leda estaba con Dickie, tan asombrada y encantada como el niño de doce años en esta tierra de fantasía, mientras la multitud del muelle abordaba el Kaiea por docenas, cada tono de nacionalidad, llevando vestidos sueltos, escarlata y amarillo, verde, blanco, rosado... y todos, cada uno de ellos, hombres y mujeres, adornados con guirnaldas y ristras de flores y hojas. Era todo lo que Leda podía hacer para evitar que Dickie corriera por las escaleras en dirección de la vivaz confusión, o que saltara sobre la barandilla para unirse a los cangrejos de color marrón que nadaban y chapoteaban en el agua clara. El señor Vidal les había
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dicho a los dos que esperaran en la cubierta privada, mientras él localizaba a los padres del niño. Leda pudo entender por qué. Dickie tironeaba de ella y le pedía "simplemente bajar y ver...", completando la frase con cualquier cosa que le llamara la atención en un instante, hasta que finalmente saltó de arriba a abajo y gritó: "¡Allí están! ¡Papi! ¡Mami!" Se soltó de la mano de Leda y corrió escaleras abajo; se tropezó contra los brazos cargados de flores de una pareja vestida toda de blanco. En un momento le entrelazaron una guirnalda y lo adornaron con pimpollos y al siguiente había desaparecido entre la multitud que ondeaba y fluía en la cubierta inferior. Leda observaba los saludos. Realmente, no tenía ninguna razón para sentirse afligida, pensó. En realidad, tenía todas las razones de estar alegre. La ciudad no parecía más que un pueblo soñoliento, calles sucias, unos pocos campanarios de iglesias y tejados entre el verdor, pero vaya rostro sonriente que tenía. Se encontró a sí misma buscando entre los numerosos hombres vestidos con trajes blancos y sombreros de paja, mientras pensaba: Si sólo... Lo cual era algo muy estúpido de pensar. Era por cierto un signo de debilidad de carácter y deseo de autocontrol. Había construido un gran castillo en el aire durante el mes pasado; no iba a ganar nada viviendo en él. La señorita Myrtle siempre había dicho que no se debía confiar en las cosas que llegaban demasiado rápido. Este era su nuevo hogar. Era la esposa del propietario de este notable buque. No se iba a comportar tan mal como para llorar, porque temía que él hubiera renovado su pesar ante su casamiento, o porque no iba a ella... porque la evitaba... en asuntos que lo preocupaban profundamente. Una demostraba que era merecedora de confianza. Ella mantenía la cabeza erguida y miraba al barco con una sonrisa y estaba verdadera, sincera y
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abiertamente orgullosa y complacida de ser la señora de Samuel Gerard en ese momento. Vio al señor Vidal al pie de las escaleras y se recogió las faldas para seguirlo. Pero antes de que pudiera hacerlo, él ya estaba a mitad de camino hacia arriba, a la cabeza de una columna de damas y caballeros, todos en tropel y lanzándose hacia la cubierta privada y el camarote principal. "¡Aloha!" Una fragante guirnalda de flores pasó por su cabeza y le colgó de los hombros. Otro "¡Aloha! ¡Bienvenida a Hawai, señora Gerard!" y otra guirnalda y otra, mientras que gente perfectamente extraña la saludaban por su nombre y le concedía tiras de pimpollos y la tomaban de la mano, llamándose unos a otros y riendo sobre el ruido. Flores tropicales de formas y perfumes desconocidos se apilaban una sobre otra, hasta el cuello de la ropa y luego hasta el mentón. Al final caminaba de puntillas e intentaba responder a todos los saludos sobre el fresco roce de los pétalos en la boca. Una dama que reía tontamente, no muy grande, pero lo suficiente como para ser más reservada, entrelazó un tramo de pimpollos alrededor del sombrero de Leda y un joven caballero de barba empujó en sus manos un ramo de claveles rojos. -¡Aloha! ¡Mis mejores deseos, señora! Walter Richards, administrador general. Ya telefoneé al hotel y conseguí para usted la suite real. La señora Richards y yo la vamos a acompañar a que se instale. La señora Richards era la dama de las risitas tontas. Los otros se reunieron alrededor de ellos y guiaron a Leda escaleras abajo, envuelta en flores como si hubiera sido una participante del juego de la gallinita ciega. Cuando llegó a la pasarela de desembarco, toda la tripulación estaba alineada a lo largo del muelle. El capitán la estaba esperando. Se quitó el sombrero; Leda le estrechó la mano y le agradeció cordialmente por el seguro y agradable viaje. Mientras bajaba, la tripulación
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agitó los sombreros y vitorearon, un grito que siguió la multitud que estaba debajo. Samuel estaba de pie en la base de la rampa. Entre todos los rostros sonrientes que le daban la bienvenida, el suyo era el único que no tenía ninguna expresión. Sostenía sobre el brazo una cascada colgante de flores: púrpura, rojo, verde. Leda vaciló, acobardada por un momento ante su lejanía. Luego pensó: "No lo voy a desacreditar. Nadie aquí va a pensar que no estoy espléndidamente feliz." Sonrió y levantó la mano hacia la multitud y se sintió un poco como la propia reina querida, mientras bajaba y ponía un pie por primera vez en Hawai. Parpadeó y tragó saliva, sorprendida de encontrar que el suelo firme no parecía ser del todo tan estable como lo había anticipado. Samuel se alargó y la tomó del brazo. Vio que él le fruncía el entrecejo, pero cuando la ilusión del movimiento pasó, aflojó la presión. -¿Piernas temblorosas? -le preguntó. Lo había olvidado; los mismos pocos momentos de mareo la habían atormentado también cuando había desembarcado en Nueva York. Se sostuvo del brazo de él. -Ay, Dios. Me disgustaría tanto caerme frente a todos tus amigos. Depositó las flores por encima de las que ya tenía, Justo hasta los ojos, así que no podía ver otra cosa más que pimpollos. Los espectadores renovaron las vivas, como si se hubiera tratado de alguna fiesta. -Qué compañía tan bulliciosa. -Señaló Leda. El la sostenía por ambos hombros. Aunque sólo lo podía ver a través de la venda de pétalos y hojas, ella sintió que se inclinaba cerca de su oído. -Aloha, Leda -dijo suavemente-. Bienvenida... -Se detuvo, como si hubiera perdido el hilo de la oración. Luego dio un paso hacia atrás.- Bienvenida a Hawai.
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Leda tuvo un momento de locura. Hundió los dedos entre el espiral de flores de su sombrero, lo quitó y lo levantó. Encontró un agujerito entre el tributo floral, se extendió y lanzó la guirnalda rosada y púrpura sobre la cabeza de Samuel. Quedó en el sombrero y luego le cayó a los hombros. Los espectadores parecieron encontrar eso como un gesto bastante agradable, porque los hombres gritaron y silbaron con entusiasmo y todas las damas rieron. Samuel se puso oscuro bajo la piel dorada en el cuello del traje de lino. -Aloha, querido señor -le dijo, aunque dudó de que alguien pudiera haberla escuchado, ya que estaba ahogada por las flores.
La señora Richards y Leda estaban sentadas en mecedoras de mimbre blanco en la amplia galería, en la que el brillo de color de rubí de una buganvilla colgante las ocultaba de la mayor parte del Hotel Hawaiano. El hotel era un lugar cómodo y bullicioso, abierto al aire por todos lados por medio de los amplios corredores, desde el que se dominaba un césped sombreado, con el brillante cielo azul y las montañas detrás. Abundaban los oficiales de la marina británica y norteamericana, con los vivos uniformes de verano, junto con turistas y dueños de plantaciones y capitanes de barco; buscaban diversión en todas las cosas, como todo el mundo parecía hacer aquí. En verdad, era imposible no estar contento con la vida en un lugar así; era difícil sentirse preocupada; ella no podía cavilar amargamente. No es que deseara hacer tal cosa, pero no había visto a Samuel desde el día anterior, cuando los Richards la habían llevado con rapidez del barco al hotel.
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Había mandado Samuel un mensaje por teléfono para decir que estaba demorado en la oficina del muelle. Tan demorado seguía, que no había ido por allí en absoluto. Leda se dijo a sí misma que estaba demasiado ansiosa. El había permanecido alejado de sus negocios mucho tiempo; ciertamente tendría en qué ocuparse. Y de ningún modo la había descuidado; le había dejado instrucciones al señor y a la señora Richards de que la pusieran cómoda, lo cual habían hecho admirablemente. Cuando se encontró mirando a las enormes y majestuosas columnas de palmeras, las cascadas de clemátides y pasionarias, los rostros risueños a su alrededor y pensó: Si sólo..., se dio a sí misma una buena sacudida mental. La señora Richards sorbía las frutas heladas. -Ya sé que lo dije cientos de veces, pero no puede imaginarse qué impacto... ¡una deliciosa sorpresa!... que es para nosotros que el señor Gerard se haya casado. No tiene idea de cómo las muchachas lloraban a muerte por él, ¡y él no miraba dos veces a ninguna de ellas! En verdad lo había dicho cientos de veces. Leda no había sabido muy bien cómo contestar y finalmente no hizo más que sonreír y asentir en la manera más graciosa que pudiera lograr cada vez que se mencionaba esta interminable maravilla. -Fue una cosa tan dulce, el entregarle su lei. Todos dicen que usted debe tener un corazón hawaiano. ¿Y me dice que lady Kai está comprometida? ¡Con un lord! Es muy joven, ¿no lo cree? Todavía no tiene veinte años. Por supuesto, me casé con el señor Richards cuando acababa de cumplir los diecisiete, pero eso era diferente. No explicó por qué era diferente. El espíritu de benigna curiosidad parecía ser una fuerza motriz entre las damas europeas y norteamericanas (y los caballeros) de Hawai, con los asuntos de cada uno cuidadosamente
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investigados, transmitidos y comentados libremente. Leda ya había recibido la visita de seis mujeres y siete caballeros, incluyendo los padres de Dickie, quienes deseaban agradecerle por haber cuidado de él. Justo ahora, no la estaban entrevistando por toda la información disponible de cualquier tema en absoluto porque Samuel había vuelto a telefonear. Estaba en camino para llevarla a un viaje hacia la casa nueva, y mientras esperaban, la señora Richards había encontrado este lugar para esconderse detrás de la buganvilla. -De esta manera -dijo-. Va a poder salir con mayor rapidez cuando él llegue, porque si hay alguien visitándola aquí, no sería capaz de moverse durante una hora o dos, y sé cuan deseosa debe de estar por verla. Está valle arriba... tres chaparrones, es como decimos, porque sin duda va a llover tantas veces como esa antes de que lleguen. Pero no debe preocuparse... se va a secar antes de darse cuenta. ¡Ah! ¡Aquí está! -Se reclinó en el asiento con un suspiro mientras Samuel caminaba a través del vestíbulo abierto, llevando el sombrero de paja bajo el brazo. -¡Es el hombre más románticamente elegante! Es absolutamente indecente ser tan bien parecido. No es que nadie lo culpara a él; nunca alentó en lo más mínimo a ninguna muchacha, se lo aseguro, pero no puede imaginarse cuántos corazones rompió, señora Gerard. Leda medio sospechaba que el corazón de la señora Richards hubiera sido uno de ellos, pero sólo sonrió y asintió. El la saludó tan agradablemente que enseguida se le levantó el ánimo. No llevaba guantes, debido al clima tropical, y se sentía extraño y a la vez familiar tener la mano desnuda de él debajo de la suya cuando se puso de pie. Durante todo el tiempo que le tomó pasar con él por debajo de las curvas escaleras hacia el césped y el carruaje guarnecido con flecos que estaba esperándolos,
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conducido por un hawaiano descalzo, por otra parte con un inmaculado uniforme, Leda rebosaba de felicidad. Cuando Samuel los condujo fuera de los terrenos del hotel, sin embargo, un delicado silencio prevaleció entre ellos. Leda fijaba la mirada en el palacio del rey del otro lado de la avenida, un hermoso y moderno edificio con torres en cada esquina y profundas galerías de piedra. Saltaron hacia la sombra de unos árboles que se arqueaban demasiado, con la luz del sol que brillaba sobre ellos a través de estos árboles. -¿Qué es eso? -preguntó Leda, con la mirada fija en un árbol que se veía como si docenas de blancas trompetas colgaran hacia abajo de todas las ramas. -Un árbol de trompetas -le dijo. -Ah. -Manoseó el parasol cerrado y luego señaló un árbol cubierto por estupendos grupos de pimpollos dorados.- ¿Qué es ese otro? -Se llama un árbol dorado. -Ah. -De alguna manera, la obviedad de los nombres la hacía sentirse tonta por preguntar. El no se extendía con la información. Obviamente, la anterior amabilidad había sido en consideración de la señora Richards... natural-mente, él no querría aparecer ante la esposa del administrador como que algo era irregular con respecto a su matrimonio. Estaría pensando ahora que debería haber sido a lady Kai a quien estaba escoltando hacia la primera visión de la nueva casa. Estaría pensando en sus planes y sueños. Estaría deseando que no fuera Leda la que estaba con él en el carruaje. El aire tenía todos los aromas de las gardenias, las lilas y las rosas. Más allá de los algo oblicuos cercos blancos, las casas estaban en una profunda sombra, bajo cenadores de enredaderas en flor. Detrás de las inevitables y amplias galerías, podía ver fugazmente habitaciones abiertas.
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-¿Todo es satisfactorio? -preguntó Samuel bruscamente-, ¿El hotel está bien? -Ah, sí. -¿Tienes habitaciones decentes? -Son unas habitaciones excelentes. Perfectas. -La señora Richards está cuidando bien de ti. -Ciertamente, fue y es todo lo amable que se pueda ser. ¡Todo es encantador! Samuel hizo un chasquido con la lengua dirigido al caballo. Este se lanzó a un trote más rápido y chapoteó entre un pozo de agua y barro. Leda fingió observar las gotas de lluvia que de pronto caían en cascada de ningún lugar del cielo azul, brillantes gotas con la luz del sol que brillaba a través de ellas. Encantador, pensó desalentadoramente. Perfecto. Era el chaparrón la causa del acuoso brillo en su visión. No era indecorosa. No estaba llorando.
-Este es el salón de arriba -dijo Samuel. Miró con rapidez hacia atrás y vio que Leda había alcanzado la cima de las escaleras. Los pasos resonaban en la lustrada madera del vestíbulo central. -Ah, no. -Leda sacudió la cabeza cuando caminó a su lado, a través del marco de la puerta, en el que él se había detenido. La luz se filtraba a través de los postigos de la puerta vidriera y depositaba barras de brillo blanco en el piso- No, en el plano tú me dijiste que iba a ser tu estudio. Recuerdas que medimos el escritorio para ver que no interfiriera con las puertas. -Puedo poner el escritorio en mi oficina en el centro de la ciudad. Observó cómo Leda se detenía; el vestido azul celeste que llevaba se arrastraba detrás de ella sobre la
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madera. Ya había abandonado el polisón con almohadillas. Pocas mujeres llevaban ese tipo de cosas aquí... suponía que por el calor. Mantenía la punta del parasol blanco contra el piso. Con el sombrero de ala ancha y pensativa mirada hacia abajo, parecía algo salido de una elegante pintura. Samuel sintió la necesidad de aparecer decidido, para que ella no pudiera ver cuánto le costaba esto. -El escritorio era todo lo que ya habías ordenado para mí, ¿no es así? Simplemente amuebla la habitación como un salón. Yo no voy a necesitarla. No tienes que convertirla en un estudio. Ella se quedó mirando a una mancha en el piso por un momento; luego tomó el parasol y caminó lentamente hada la puerta opuesta. El no podía saber lo que ella estaba pensando, si entendía lo que estaba intentando ofrecerle. -No es necesario que pase mucho tiempo aquí dijo Samuel. Ella pasó a la otra habitación. El oyó los mesurados pasos. La siguió y la encontró de pie frente a una puerta, los postigos abiertos hacia el lanai del segundo piso. Ella observaba la vista. Samuel caminó detrás de ella y se detuvo en el medio de la habitación vacía. Más allá de la figura de Leda, vio la copa de los árboles en la ladera, debajo, luego la vasta extensión de isla y mar. El Kaiea estaba amarrado en su sitio; las cubiertas blancas eran como juguetes a esta distancia. Un arco iris medio formado colgaba suspendido en el aire sobre las laderas inferiores y el rojo cráter de la Ponchera. -¿Te agrada? -preguntó. No dijo nada durante un largo momento. Luego habló, sin volverse. -Es el lugar más hermoso que vi en mi vida.
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Sintió alivio... y luego dolor, lento y profundo dentro de él. No podía mirarla sin pensar en tocarla. Esta habitación, en la esquina, con la brisa que flotaba de los riscos verdes y de las cascadas detrás de la casa... estaba marcada en los planos como la habitación de Kai. Cuando habían estado construyendo la casa, nunca se había imaginado a él mismo aquí, sólo había pensado en cómo hacerla agradable para Kai. Pero ahora... ahora todo lo que pensaba era en cómo se sentiría dormir aquí con Leda en una ancha cama, con el fresco aire de las montañas en la espalda y el cuerpo de ella cálido debajo de sí. -Tal vez te gustaría plantar árboles frutales -dijo él-. Mangos, o algo. -Comí un mango ayer a la noche. -Emitió un pequeño sonido que podría haber sido una risa.- Fue un desorden. -Papayas, entonces. O quizá simplemente algo con flores. -Le hubiera gustado que ella se comprometiera con un árbol, como un signo de que veía un futuro aquí.Los laureles crecen rápido. -¿Te agradan? -Florecen mucho. Las flores tienen un bonito perfume. Lo miró por encima del hombro. -Sí, pero ¿te agradan? No le importaba un demonio el laurel, ni de una forma ni de otra. El se preguntaba... si se le acercaba, ¿se alejaría ella? Ahora estaban solos, sin apariencias que cubrir. No había nada que evitara que ella lo rechazara. Sintió que la parálisis comenzaba en los pies y se le extendía por todo el cuerpo: los brazos, las manos y la garganta. Y al mismo tiempo, un violento deseo. Aún ella lo estaba mirando por encima del hombro, una pregunta acerca de un tema que ya había olvidado. Verde azulado y blanco, con el cielo más
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profundo detrás de ella. Débilmente, tan débilmente que no supo si era su imaginación, vio el flexible contorno de sus piernas debajo de la muselina. Y los senos, las aréolas rosadas... sabía que era una fantasía... -¿Señor? -murmuró. No podía moverse. La veía con el cabello que le caía hacia atrás, los hombros desnudos y la garganta expuesta. Se dio la vuelta hacia él... un movimiento elástico y femenino de las caderas debajo del vestido. El no podía moverse. No podía. No lo haría. Su cuerpo se había vuelto duro como una roca. Y luego lo hizo; la tomó por los hombros; la apretó contra la desnuda pared blanqueada. No tuvo ella oportunidad de esquivarlo; no le dio tiempo. El sombrero, con sus cintas y plumas, cayó torcido entre los hombros y la pared. La besó. La aprisionó contra la superficie. No podía mirarla mientras lo hacía. Hundió el rostro en su cuello, levantando las faldas, odiándose, amándola, la sensación de ella, la suavidad. Lanzada contra la pared por el impulso de él, Leda jadeó levemente, como un lloriqueo sin palabras. Enaguas, encaje, misterios, todo eso era para él: muselina nueva, la dulce piel desnuda debajo, las manos que encontraron la redonda y elástica forma de las nalgas, la abertura que liberaba las intrincadas prendas femeninas. El fuego cayó sobre él como una fuente cuando sintió las suaves caderas, la cintura, la tela delgada estrujada entre los dedos. No se detuvo a acariciarla. Tenía miedo; miedo de que cuando extendiera las manos contra sus hombros lo rechazara. La besó con rudeza; sin palabras, no iba a permitirle que lo dijera. Le apresó las manos, las apartó a un lado. Entre los metros de algodón, tiró de sus botones tirantes; la levantó contra la madera, se hundió entre sus muslos, agarrándola con las manos por detrás, con su
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boca y su lengua en la garganta de ella. Leda inhaló agudamente cuando él la penetró. Samuel no podía abrir los ojos. Simplemente lo hizo, la forzó con las caderas contra la pared y el cuerpo apretado contra el de él. La posición lo impulsaba profundamente. Con duros empujones la poseyó. Ella no emitía ningún sonido; no había nada más que su respiración desapasionada y el impacto de la sólida pared y la creciente agitación, la crisis. Llegó al punto culminante con un gemido visceral que resonó en la habitación vacía. Placer y culpa, liberación. Ruina. Lo supo antes que otra cosa. Por esta vez, la aturdida relajación del clímax no cayó sobre él. En cambio, había repugnancia en grande Se recostó contra ella, la frente apoyada en la pared, aspirando aire y pintura fresca y la leve sal de la transpiración debajo de su oreja. Lentamente aflojó las manos de la tensa presión sobre ella; al mismo tiempo cayó en la cuenta de que Leda se estaba sosteniendo en sus hombros con la misma tensión, como si temiera caer. Los pies de Leda tocaron el piso. El embrollo de vestido y enaguas aún estaba entre los dedos de Samuel; la ropa interior de encaje, un desorden que deslizo por la mano. El se alejó. No le miró el rostro. El blanco parasol yacía extendido en un triángulo biselado en el suelo. Samuel lo recogió y utilizó eso y su ropa como un amparo en el cual ajustarse las ropas, esconderse a sí mismo, darle la espalda. Luego de un momento, oyó un débil crujido detrás de sí. Se la imaginó recuperando las faldas y la ropa interior, alisándola, cepillándola, intentando borrar los vestigios de lo que él había hecho. Cerró los ojos y dejó salir un largo suspiro.
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-Lo lamento. -Salió ásperamente, nada de lo que sentía, la desesperación, el terror de tener que volverse y ver lo que había en el rostro de ella. Leda no habló. Samuel oyó un paso. Pensó que se estaría marchando; al final tuvo que volver, pero ella sólo estaba de pie contra la pared y sostenía el sombrero sobre la falda alisada como una pequeña niña, con el rostro agachado. Tiraba del ala del sombrero. -Te voy a llevar de vuelta al hotel. -Se inclinó y recuperó su propio sombrero- Tal vez desees saber... el Kaiea zarpa mañana a la tarde para San Francisco. Ella levantó la mirada, con el rostro conmocionado. El se encogió de hombros. -Somos eficientes. El cambio de posición de esta carga es de cincuenta y dos horas. Ella aún lo miraba, como si el sólo pensar en ello la consternara. -Te prometí que tienes mi apoyo. Si deseas marcharte, aún lo tienes Tu cuenta bancaria está abierta en Londres. Sólo tienes que decirme qué necesitas aparte de eso. El sombrero cayó de entre los dedos. Se quedó en el dobladillo, con las plumas moviéndose suavemente. -¿Deseas que me marche? -No deseo nada. -Caminó hacia la otra puerta, le quitó el cerrojo y la abrió ampliamente con violencia. Una enérgica brisa llevó el aroma del agua junto a su rostro ardiente. Alrededor del borde del lanai, la abrupta elevación de la montaña mostró una nube de niebla a través del verde- Es tu decisión Si prefieres quedarte y vivir en esta casa y... mantener una apariencia convencional, te prometo que yo no voy a... exigirte ninguna demanda. -Se le curvó la boca- Estuve intentando decirlo, pero... -Una risa seca escapó de él- ¡Dios! Supongo que es difícil que te pueda convencer ahora.
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-No deberías maldecir -le dijo en voz muy baja. -Lo siento. -Se recostó contra su mano en el marco de la puerta. Luego elevó el rostro hacia las montañas.- Malditamente lo siento -dijo entre los dientes. Cuando volvió a mirarla, Leda estaba erguida. Había recogido el sombrero. Dio dos pasos hacia el centro de la habitación vacía. -¿Es mi decisión? Samuel pudo oír las lágrimas detrás de estas palabras temblorosas. Lágrimas. Sentía un ardor en la garganta y en el pecho que parecía sofocarlo. -Seguro -dijo con voz tensa. -Entonces deseo quedarme aquí -dijo Leda-. Y vivir en esta casa. Y mantener una apariencia convencional.
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Cuando te inclines, Dojun le había enseñado, no debes inclinarte de cualquier manera, como si fuera un gesto sin objeto. La belleza de la reverencia debía ser completa, el gesto, entero: las dos manos, con las palmas abiertas, unidas con suavidad y lentitud, las puntas de los dedos elevados hacia el cenit adecuado. El cuerpo entero doblándose desde la cintura, poderosamente: forma y fuerza... la mente compuesta, la espalda derecha, el peso uniforme y firme sobre el terreno...; luego levantarse con las manos aún juntas y permanecer de pie naturalmente. De esta forma, decía Dojun, muestras respeto. Hacia tu maestro, tu oponente, la vida. A la luz de una única lámpara de aceite, en su oficina, a las tres de la mañana, Samuel se inclinó ante Dojun. Evitó que su sombra cayera sobre la persiana de la ventana. El encuentro era inhabitual por el lugar y la hora... que Dojun lo buscara, que fijara un encuentro en territorio de Samuel, no tenía precedentes. Dojun llegó vestido con ropas andrajosas, como cualquier trabajador de las plantaciones y no llevaba nada visible para una mirada inexperta. Devolvió la reverencia de Samuel con una leve de su parte.
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-Estuviste con una mujer -le dijo en japonés. De esa forma, la ducha de Samuel, el fregarse y limpiarse, resultó inútil. -Estoy casado -le dijo. Hubo un profundo silencio, con sólo el oscuro e interminable sonido de las olas a lo lejos, sobre el arrecife, más allá del puerto. Samuel ni siquiera pudo sostener la oscura mirada penetrante de Dojun, sino que miró a las sombras desiertas más allá del escritorio. -Ah. ¿La lady Catherine te aceptó? Por supuesto. Por supuesto, Dojun sabría lo que él había planeado durante años, aunque ni una sola vez Samuel había hablado de ello. Fue la leve sensación de sorpresa desaprobadora en Dojun, de una ceja invisible levantada ante la idea de que Kai aceptaría la declaración de Samuel, lo que causó que la sangre le acudiera al rostro. -Nunca me declaré a Kai. -Se sentía terriblemente expuesto, incapaz de mantener la mente lo suficientemente libre, lo suficientemente atenta, para arreglárselas con un ataque si a Dojun se le ocurriera lanzar uno- Me casé con alguien que no tiene importancia. Es inglesa. -Se movió para despejar la atmósfera y dirigió la cabeza hacia la fragante olla en la estufilla.- Calenté sake para usted. No es nada especial, pero por favor, acéptelo de todas maneras. Habló de ello de esa manera, cortésmente, aunque era del mejor grado de tokubetsuna disponible y tanto él como Dojun lo sabían. -Itadakimasu. -Dojun recibió la bebida cuando Samuel la sirvió para él desde una pequeña jarra de cerámica. Se sentaron juntos en el suelo y bebieron en tragos pequeños de las cajas de madera en miniatura que había preparado poniéndose sal en los labios. -Sabes que se están haciendo preguntas acerca de ti -le dijo Dojun.
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-Sí. -Samuel ya había oído el informe. Durante muchas semanas aparentemente habían existido averiguaciones acerca de quién y qué era tanto en Honolulu como en San Francisco. La fuente era imprecisa; no se podía rastrear, hasta ese momento, más allá de las habladurías en Chinatown- No sé quién es. -Nihonjin desu -dijo Dojun y lo miró por encima del humo que se elevaba de la bebida. Japoneses. Japoneses que lo estaban investigando. Samuel pensó de inmediato en la montura de la espada sellada debajo de la estufilla. -¿Por qué están preguntando, Samua-san? -Había indiferencia en la voz de Dojun. Samuel supo que se había detectado su rápida asociación... Dojun era tan bueno que podía llegar a leer la mente de Samuel si se lo proponía. Demasiado tarde para decir que no tenía idea de por qué los japoneses podrían llegar a estar interesados en él. Demasiado tarde para aparecer como si no tuviera algo que ocultar. Se puso de pie, llevó la pequeña jarra hasta Dojun y le ofreció, inclinándose profundamente otra vez. Luego de que Dojun extendiera la taza para que se la volviera a llenar, Samuel habló en inglés. -Mis disculpas, Dojun-san. Es mi problema. Dojun lo observaba. Sorbió lentamente el sake. -Eres demasiado considerado. Soy un hombre viejo y piensas ser complaciente conmigo. Pero vamos a compartir este problema, né? -Mantenía su propia lengua a pesar del cambio que había hecho Samuel, para indicar varias cosas... su posición, que él dirigiría la conversación, que deseaba hablar de algo que era sutil y no deseaba que lo malentendiera.- Dime por qué están preguntando por ti estos hombres. -Robé algo. -Samuel mantenía la espalda derecha y las piernas cruzadas.- De la embajada japonesa en Londres. Tal vez lo estén buscando.
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Dojun fijó la mirada en él. Insondable. -Me voy a ocupar de que lo tengan de nuevo añadió Samuel. El rostro de Samuel había cambiado indefiniblemente. Los ojos eran negros y potentes. -¿Qué tienes, pequeño baka? Samuel no permitió que el cuerpo se pusiera tenso al ser llamado un tonto. -Una kazaritachi. Dojun emitió un sonido que era como una tempestad controlada. No de ira, sino un sonido de pura energía. Miró penetrantemente a Samuel. -¿Dónde está? No había necesidad de decírselo con palabras. Samuel sólo tuvo que pensar en ello y Dojun miró directamente al lugar en el que el esmerado sello de crin de Samuel yacía entero sobre el escondrijo secreto debajo de la estufilla. -Podrías haberlo hecho peor. -Dojun sacudió la cabeza y sonrió extrañamente.- No sabes en lo que te estás metiendo. Samuel aguardó. No obtendría ninguna explicación si la pedía. O si no. Sólo si Dojun elegía dársela. -Dime los nombres de las cinco grandes espadas. -Le exigió Dojun. -La Juzu-maru -dijo Samuel-. Dõjigiri, la Máquina Cortadora-Dõji. Mikazuki, La Luna Segadora. O-Tenta, La Obra de Arte de Mitsuyo. Ichigo Hito-furi, llamada Una vez en la Vida. -El cinco es el número más alto, de acuerdo a la tradición. Está escrito en el Meibutsuchõ que existe otra espada con nombre entre las cinco. -No puede existir otra. Hay cinco nombres y cinco espadas. -Pero lo leíste, ¿no es así? ¿Que entre el meitõ hay cinco grandes espadas y otra espada entre esas cinco?
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-Lo leí. Nunca lo entendí. Estoy acostumbrado a ello cuando intento descifrar la escritura japonesa. Dojun sonrió un poco. -Bueno, de todos modos es un rompecabezas tonto. Los monjes podrían sacar algo más filosófico de ello, pero la verdad es que hay una sexta gran espada y los evaluadores que compilaron el Meibutsuchõ simplemente tenían miedo de escribir el nombre de ella. Levantó el cántaro con sake y lo sostuvo por sobre el masu de madera de Samuel. Sirvió con gracia y bajó otra vez la jarra. -Mejor -dijo-. Que la hubieran dejado fuera por completo, en vez de decirle algo a quien no sabe nada y ocultarle todo al que sí sabe. Samuel sorbía el vino caliente. Dojun lo observaba. Un rasgo de humor remoloneaba en su boca. -¡Paciencia! -dijo-. Haces demasiadas preguntas. Samuel esperaba. La vieja sensación de calma concentrada fluía otra vez a su cuerpo mientras escuchaba, no las palabras de Dojun tanto como a su certeza. Samuel sentía su propia significancia en esa certeza, sabía que nada de lo que Dojun le decía carecía de algún propósito. -Gokuakuma. Ese sería el nombre de esta espada, si existiera. El Demonio Supremo. Alguien me dijo que fueron a una escuela cristiana y oyeron acerca del ángel que se convirtió en el diablo. Ese es el espíritu de esta espada. -Si existiera. -La hoja tiene dos shaku y cinco sun de longitud. Casi quince centímetros y medio. Es una hoja ancha, para compensar la longitud, con muescas a cada lado en la parte trasera de la curva. Debajo de la espiga está grabada con el demonio llamado tengu, de largas garras, alas y un pico salvaje. La espiga no está firmada. Sólo
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está marcada con esos caracteres... Goku, aku, ma. No hay ningún fabricante de espadas en la historia con ese nombre. Samuel reconoció el inventario de atributos que tipificaban las descripciones del Meibutsuchõ, el catálogo de las espadas famosas de Japón. Sólo necesitaba una historia de pertenencia y de hechos osados para ser completa, aunque no había registro, ni tal espada, descrito en lo que él había leído. -¿Está perdida? -No. No está perdida. Es... potencial. A la luz de la lámpara, el rostro de Dojun parecía no tener edad, ni mayor ni menor de lo que siempre le había parecido a Samuel. Sólo el cabello negro era diferente; años atrás lo tenía cortado ala manera occidental. Mientras que todos y todo lo demás cambiaba a su alrededor, Dojun seguía siendo el mismo. Levantó la mano y la cerró en un puño. -Sin una empuñadura, una buena espada es meramente peligrosa. Te cortas los dedos si no tienes cuidado cuando la manejas. Con suerte, podrías llegar a matar a alguien con una espada sin montura. Podrías matarte a ti mismo exactamente con la misma facilidad. Pero con una montura, con una empuñadura hecha para la mano de un hombre, una guarda que lo proteja y una vaina en la que pueda llevarse... el potencial se convierte en su propia verdad. El espíritu de la espada es ahora el espíritu del hombre. Samuel pensó en la espada ceremonial que había robado, en la espiga de hierro deslustrado dentro de la magnífica montura. Empezó a sentir lo que se venía. -Gokuakuma es una cosa hermosa y terrible. Es más antigua de lo que nadie sabe. El primer registro seguro es de setecientos años atrás, cuando una espada con un mango dorado apareció en las manos de Minamoto Yoritomo, cuando barrió fuera de la capital al clan Taira y mató al niño emperador. Pero el estar en el
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poder no es suficiente... la Gokuakuma exige más. Yoromoto se deshizo de su propio hermano y asesinó a aquellos de su familia que lo entorpecían. A su muerte, la familia de su esposa, los Hõ-jõ, llegaron a poseer la espada... y el demonio existente en ella los poseyó a todos ellos. Mataron al heredero de Yorimoto, asesinaron al clan hasta la última descendencia más importante y tomaron el control. Aún se reconocía el peligro de la hoja, sólo su poder. Un samurai indómito concibió un plan para adueñarse de ella; robó la hoja y dejó otra en la montura. Este rõonin, cuyo nombre infame se borró de la Historia, al principio pareció tener éxito; reunió a otro rõonin para que lo siguiera e indujo a los vasallos de los Hõ-jõ a su voluntad; pero cuando intentó usarla en combate, la hoja le falló; voló de la empuñadura en la que él la había forzado e hizo que se cayera del caballo y se empalara él mismo. Dojun se detuvo. Samuel lo observaba continuamente. -La Gokuakuma encaja sólo en un engaste; una empuñadura y una vaina... sólo la hoja real se va a quedar verdaderamente en la empuñadura dorada. -La voz de Dojun tomó la calidad de ensoñadora, encantadora- Fue Ashikaga Takauji quien reunió la verdadera montura con la hoja, atacó a los Hõ-jõ y los obligó a abrirse los vientres en seppuku. Siguieron sesenta años de guerra, hasta que el nieto de Takauji llegó a tener la Gokuakuma y su fuerza. Pero era sabio y otra vez separó la hoja de la empuñadura. Colocó la montura en su Pabellón Dorado, en el que todos los artesanos pudieran disfrutar de su belleza y dejó a los monjes de las montañas de Iga en posesión de la hoja. Mientras que eso duró, el país disfrutó de la paz, la era dorada de los Ashikaga, pero la Gokuakuma tiene su propio patrón. La espada clama por ser convertida en algo entero y clama con mayor fuerza a aquellos que
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"...no son del todo..." aquellos que tienen gran poder pero que no están en la cumbre. El hermano del shõgun Yoshimasa quemó todo el monasterio para obtener la hoja, la reunió con la montura e inició una guerra civil. Durante siglos, la espada pasó de una mano a la otra, entre la guerra y el caos, hasta que Nobunaga la obtuvo y entró entonces en las manos de un hombre de genio militar. "Nobunaga conquistó el Japón central, pero fue asesinado en la plenitud de sus fuerzas por un vasallo ambicioso. Su general Hideyoshi, con ambos genios y la Gokuakuma, eliminó a sus rivales, unió todo el país y le declaró guerra a Corea y China. Ordenó que todas las espadas confiscadas o registradas las llevaran sólo los samurai. Fue su sucesor Ieyasu quien reclamó la Gokuakuma y destrozó a lo que quedaba de la familia de Hideyoshi. Pero este leyasu hizo caso de la advertencia del destino de los he-rederos de Nobunaga y Hideyoshi y se consagró profundamente a separar otra vez la Gokuakuma. Le pidió al emperador divino que consagrara la protección de la hoja a una sola familia, cuyo deber sería ocultarla y protegerla. Y por doscientos setenta y tres años se evitó que otra vez la Gokuakuma se completara. -Yo tengo la montura de la Gokuakuma. -Ni siquiera era una pregunta. Samuel lo supo sin haber oído ninguna descripción de ella, sin una explicación de cómo era eso posible. -Tú tienes la montura. -Dojun inclinó la cabeza y los hombros.- Y yo tengo la hoja. La seca ironía en la expresión de Dojun se hundió lentamente en la conciencia de Samuel. -¡Usted! -La guardé durante veintiún años. La mantuve oculta y lejos de la montura que la hace completa. Cuando ceda mi vida, la custodia va a pasar a ti.
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Samuel fijó la mirada en él, con todas las certezas deslizándose. -Es para lo que fuiste entrenado -dijo Dojun simplemente. El vacío masu estaba en las manos de Samuel, una pequeña forma cuadrada. Silencio, silencio... se sentía perplejo. -El saber pasa como una corriente de un corazón a otro. El deber me llegó por mi propio clan sanguíneo; cuando era un niño fui cultivado en la misma manera en que tú fuiste entrenado, en el arte que te enseñé y más. En paz, nos mantenemos alertas y listos; pero es en épocas de cambio cuando la Gokuakuma es más letal, que la posesión de ella engendra agresión en el espíritu; que es perseguida con mayor fervor por el poder que trae. Me fue entregada esta labor, cuando el samurai se rebeló contra el Shõgun... escapar con la Gokuakuma, esconderla y esperar. En esos días, Japón estaba bajo reclusión; salir del país sin permiso era la muerte y aquellos que buscaban la Gokuakuma odiaban a los bárbaros occidentales con mayor fanatismo que a los demás. Yo era uno de los hombres de un cargamento que, durante la agitación de los disturbios civiles, firmaron contrato para venir aquí como trabajadores. Ya estábamos en el barco cuando el gobierno cayó ante los rebeldes, quienes tomaron mayor control del país. Nuestros pasaportes fueron cancelados. Pero los norteamericanos tenían los contratos... -Sonrió de pronto; un humor inesperado surgía en su desapasionado relato....Y a los norteamericanos no les importa nada en absoluto los emperadores y los shõgun y las espadas demoníacas. Habían pagado un buen dinero por este barco y estos obreros, así que zarparon con nosotros desde la Bahía de Yokohama antes del amanecer, sin luces. –Bajó la mirada hacia sus manos entrelazadas y tenía la boca curva, como si el recuerdo aún lo divirtiera.
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Samuel no se movía. Estaba sentado y miraba penetrantemente al hombre que había dominado tres cuartos de su vida. Sentía como si la última pata de la silla se hubiera roto debajo de él. -¿Por esta espada? -dijo-. Todo lo que me enseñó... todo fue... ¿por la hoja de una espada? Dojun lo observaba. Samuel oyó la incredulidad en su propia voz. -En mi clan -dijo Dojun-. Al que hace lo que yo hice se le llama un hombre-katsura. Soy como un árbol katsura plantado en la luna, cortado y arrancado de aquellos que me mandaron aquí. Aquí debo plantar mi propia semilla y cuidarla para que sobreviva cuando yo me vaya. A ti te elegí cuando llegué. Shõji, el muchacho que barre... él es el siguiente. Ese, de alguna manera, fue el impacto más profundo de todos... que Dojun hubiera comenzado a entrenar a alguien en el lugar de Samuel y que este ni siquiera lo hubiera sabido. No lo hubiera sospechado. Nunca había mirado a Shõji y visto algo más que una escoba y un muchacho vergonzoso. Tras un silencio, Dojun dijo: -Recientemente recibí aviso de que la montura se había enviado a esta Reina inglesa, en un intento por mantenerla permanentemente lejos del alcance de aquellos que militarizarían el Japón para sus propias ambiciones. -Se encontró con la mirada de Samuel -Parecería que el destino no colaboró. Samuel aspiró profundamente y se levantó; se dirigió a la estufilla para calentar más vino. En esa acción ritual buscaba regularidad. Equilibrio. Por el momento, no podía pensar más allá de eso. Dojun permanecía sentado tranquilamente. -¡Discúlpeme! -Samuel rompió la ceremonia al hablar con voz rígidamente controlada.- Soy estúpido,
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Dojun-san. No soy japonés. No creo en demonios. -Se volvió y miró a Dojun, que estaba todavía de pie junto a la estufilla. -¿Ah, no? -No. -Ah. Entonces supongo que son los ángeles los que te obsesionan y persiguen. Los ángeles hacen que pases tu vida intentando ser fuerte y rápido, astuto y cauteloso. Samuel bajó los ojos. Vertió sake caliente en la jarra. -¿De qué intentas tener cautela tú, Samua-san, si no crees en demonios? No tema respuesta. Había pensado... Dios, lo que había pensado lo humillaba. El esfuerzo, el eterno compromiso... y Samuel nunca se había preguntado por qué. "Desear demasiado, tú", le había dicho Dojun, se lo había advertido, una y otra vez. Y él nunca había oído. No había deseado oír. Sólo se había llevado a sí mismo hacia los límites más extremos de su fuerza y espíritu por el reconocimiento de Dojun y la atención de Dojun y la amistad de Dojun. -Hubo un tiempo en que yo mismo me pregunté acerca de la Gokuakuma -dijo Dojun- Dudaba. Pensé... estoy pasando mi vida en el exilio, ¿y para qué? Porque alguien hizo una broma, tal vez, y grabó la palabra "demonio" en la espiga de una hoja admirable. Si hubiera vivido toda mi vida en Japón, un pensamiento así no se me habría ocurrido, pero es distinto aquí. -Levantó el masu para el vino que le servía Samuel.- Aquí en el oeste, uno se cuestiona todo. Y eso no lleva a nada, Samua-san. Puedes pensar hasta que tu mente gire como un trompo y no encontrar respuesta. Al final, no hay ninguna diferencia si existe o no un demonio en la espada. La Historia dice que una nación se levantará al mando de la
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Gokuakuma. Los hombres leen historia y van a matar por ese poder. Sé que eso es verdad, porque vi que toda mi propia familia moría para mantener la hoja separada de la montura que la hace entera. -Sorbía lentamente.- Tal vez esa sea la naturaleza de los demonios; viven dormidos en las mentes de los hombres, hasta que la hoja de una espada refleja la luz que los despierta. Samuel se miró ceñudamente las manos. -Entonces destruya la espada. -¿Sabes acerca de la estrella de mar, la que mata a la ostra del arrecife? En los viejos tiempos, cuando un pescador atrapaba una, la partía por la mitad y la arrojaba de nuevo al mar. -Dojun bajó el vino y lo puso en el suelo.- Y en el arrecife, cuando nadie miraba, las mitades se volvían dos estrellas de mar. Samuel se puso de pie con el cuerpo rígido. -¿Y esto es todo? ¿Esto es por lo que me enseñó todo? ¡Todo ese tiempo... mi Dios... tanto tiempo! -Las manos apretadas le latían; se obligó a abrir los puños.¡Dígame por qué nunca me lo contó! Una hoja delgada como un lápiz apareció en la mano de Dojun. Samuel hizo una leve evasión; su cuerpo reconoció la dirección del golpe mucho antes de que lo hiciera su mente; el bo shurukin golpeó con un crujido contra la pared de madera. -Cuando la forma y la fuerza son perfectas, el gesto que sigue va a ser perfecto. -La mirada penetrante de Dojun era uniforme; no parpadeaba.- Toma el arco, piensa sin pensar, apunta exactamente y suelta. -Levantó el vino con ambas manos y asintió.- Eso es lo que hice. Tú eres mi flecha. Ya te solté. Samuel se dio la vuelta con una áspera exhalación. Se arrodilló y rompió el sello; empujó la estufilla hacia un lado a pesar del calor en la palma de las manos. El espacio que descubrió contenía oscuridad. Hundió las manos dentro más profundamente.
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Estaba vacío. Vacío. La montura de la Gokuakuma había desaparecido.
Leda ya había notado a un número de damas respetables que comían en el salón comedor del hotel, el cual apenas parecía un salón comedor sino una galería, con ventanas abiertas que miraban hacia las montañas por un lado y hacia la copa de los árboles tropicales por el otro. Todo era tan relajado... decidió que no sería impropio desayunar allí y, en verdad, el camarero hawaiano la hizo sentir tan bienvenida y los criados chinos con las colas de caballo trenzadas y lino blanco inmaculado eran tan sonrientes y bien predispuestos, aunque no hablaban inglés con fluidez, que se olvidó de sentirse incómoda. Nadie la miraba con fijeza, sino que algunos de los oficiales navales y residentes que había conocido el día anterior se detuvieron a hablar amablemente con ella, antes de seguir para sus propias mesas y sentarse ante el servicio de mesa decorado con pilas de bananas, limas, naranjas y guayabas. Fuera, las aves clamaban en los árboles. Una leve brisa entraba por la ventana que estaba junto a ella. Leda miró dubitativamente el pescado frito... parecía ser un gran pez dorado de la variedad que se encontraba en los acuarios comunes de las casas... que el camarero chino le había traído en lugar de la tostada que le había pedido. Estaba en plena explicación del error al criado, servicial pero perplejo, cuando Samuel apareció detrás del camarero. Parecía bastante alto al lado del hombrecillo chino.
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-Lleva i'a -le habló bruscamente al camarero.- Di cocineo, tostar pan de un lado 'ula 'ula bien, traer café mí. -¡Ah! -El camarero retiró el pez dorado con una reverencia de disculpas. El corazón de Leda le latía violentamente de manera incierta. Samuel se sentó frente a ella, sin mirarla, con la mirada fija fuera de la ventana y sin decir nada. Extendió la servilleta en su falda y la retorció alrededor del dedo por debajo de la mesa. -Buenos días. -Aventuró a decir por fin. Llegó el café de Samuel. Ambos observaron al camarero que lo servía. El agradable aroma llegó hasta Leda, mientras levantaba los ojos por encima de la blanca y firme manga del camarero y miraba a Samuel. El tema la mirada fija en el líquido negro; su boca denotaba profunda reflexión. Cuando el camarero se retiró, encontró los ojos de Leda con una metálica falta de expresión. -Quiero que te vayas -le dijo. No era una sugerencia como lo había sido ayer, cuando le había penetrado hasta el corazón. Era una orden. -Vendrá un hombre aquí por tus baúles a las doce en punto. -Otra vez miró hacia afuera, hacia los árboles cargados de flores.- El barco zarpa a las dos. Un diminuto pájaro voló por la ventana y aterrizó en el borde de la mesa. El camarero llegó con la tostada, la apoyó en la mesa e hizo ondear las manos. -¡Vete! ¡Vete, pajarillo! Despreocupadamente, el pájaro robó una migaja directamente del plato de Leda, luego dio pequeños saltitos por el mantel y voló fuera de la ventana. Leda ya no sentía apetito por la tostada. Se sentía descompuesta. Ni siquiera podía encontrar aliento para hablar. Se quedó allí sentada, observando la mantequilla en la tostada.
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Deseaba preguntar si había hecho algo malo. Pero si lo había hecho, no quería oírlo, no si era tan terrible que debía ser echada de inmediato. Y sabía en su corazón que no era nada que ella hubiera hecho. El no la quería aquí. Lo había dejado en claro el día anterior. La había tocado con rudeza, como si le diera asco, como si pudiera alejarla al convertir algo que había sido tan íntimo y especial entre ellos en un vulgar ataque. En una habitación vacía. Contra una pared. Se mordió el labio y apretó la servilleta y los dedos contra la boca. Esto era aún peor que aquello... decírselo en un lugar público, en el cual la humillaría más allá de lo razonable, hasta hacerla llorar. La voz de Samuel carecía completamente de emoción. El capitán se va a encargar de todo lo que necesites. Va a tener un cheque girado a su nombre en San Francisco para el resto de tu viaje. Siéntete libre de ir adonde desees, pero me gustaría... estar informado del lugar en el que estés. Si me mandaras un telegrama a mi oficina en San Francisco una vez a la semana, me aseguraría que estás... -Miró ceñudamente fuera de la ventana.- Que estás segura y bien. El pajarillo volvió. Tenía plumas de color castañoanaranjado y una banda blanca alrededor del ojo brillante. Parecía casi doméstico, tan atrevido, con esos saltitos que daba para picotear de la tostada de Leda. -¿Harías eso por mí? -preguntó Samuel. -Sí. Fue todo lo que ella pudo decir, esa única sílaba. -Te deseo un buen viaje. No creo que... me sea posible llegarme hasta el barco. Leda tragó con esfuerzo y se puso de pie con rapidez. -Por supuesto. No hay necesidad.
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Samuel se puso de pie. Por un instante, Leda se permitió mirarlo, para grabar en su memoria lo que estaba más allá del recuerdo. Una vez que se hubiera marchado, no sería posible crear una imagen lo suficientemente brillante o lo suficientemente perfecta, porque cuando lo miró no le pareció estar viendo al hombre al que la señora Richards había llamado indecentemente bien parecido. No podía ver a la potente, perfecta fascinación de arcángel Gabriel que hacía que las damas en las mesas más apartadas lo miraran rápidamente por encima de los menús. Sabía que estaba allí, ante sus ojos, pero en su corazón sólo veía a Samuel, veía la infelicidad de él, vio que su expresión rígida era una máscara. -¿Hay algo más que pudiera hacer? -preguntó Samuel. Leda inclinó la cabeza y la sacudió, sin decir ninguna palabra. -Adiós, Leda -dijo Samuel-. Adiós. Ella no podía decirlo. Su garganta no quería abrirse para dejar salir las palabras. Sin levantar la cabeza, se volvió con rapidez, caminó por entre las mesas y salió de la habitación.
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Dojun iba a la deriva por la casa de Samuel, inspeccionándola. Samuel estaba en el lanai del segundo piso, recostado contra la barandilla; observaba más allá de las puertas abiertas cuando Dojun probaba y escudriñaba, evaluaba la fuerza de las defensas. Samuel sentía una cierta amarga satisfacción cada vez que Dojun perdía algo, aunque no era frecuente. Las puertas de ventilación y las ventanas que se abrirían sólo si se deslizaba un trozo de papel en el lugar adecuado... esas Dojun las encontró. El tubo natural de lava que proveía una entrada y una salida por debajo de la tierra hacia la montaña que estaba detrás ya los conocía. Había sido una razón por la cual Samuel había elegido esa propiedad. Pero Dojun finalmente había tenido que preguntar cómo hacer saltar el panel que conducía a esto. Samuel caminó a través de la casa que retumbaba con sus pasos y abrió y cerró la precisa combinación de puertas en el piso de arriba que permitía que el panel se moviera. Luego volvió a salir al lanai. Permaneció allí, observando cómo zarpaba al mar el Kaiea.
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Con cuánta facilidad ella había aceptado marcharse. Sin vacilaciones, sin preguntas. Ni siquiera había dicho adiós. Samuel suponía que luego de una noche de pensar acerca de ello, Leda había descubierto que no deseaba mantener una apariencia convencional después de todo. Supuso que si hubiera podido controlarse... Cerró los ojos y se le tensó la mandíbula. Mejor que se hubiera ido. Ella lo habría distraído y, además, sería vulnerable. Los hombres que habían tomado la montura de la Gokuakuma, que habían entrado en su oficina, que habían descubierto y quitado la kazaritachi sin destrozar ninguno de los sellos... también habrían estado en su casa. Tenía que dar por sentado que ellos habrían encontrado todo lo que Dojun pudo encontrar. Tenía que dar por sentado que atacarían cualquier punto débil... y Leda era el suyo. Ella era su debilidad, incluso mientras estaba allí de pie, observando. Debajo de él, podía oír las suaves voces de tres de sus "jardineros" elegidos a mano por las organizaciones de Dojun y las suyas. Convertir una casa en una fortaleza rápidamente y sin aparentar estar haciéndolo requería saber elegir. Samuel conocía a su propia gente, kanakas nativos, chinos y un puñado de haoles... norteamericanos y europeos de diversa índole; los seleccionaba por la lealtad y la aptitud y por falta de contactos japoneses, para disminuir las posibilidades de subversión. Dojun tenía sus propios miembros del clan. Samuel aún sentía la conmoción interior de haber encontrado que las amistosas relaciones que Dojun había hecho entre los nuevos inmigrantes eran en realidad lazos familiares... más antiguos y más fuertes que cualquier cosa entre él y su maestro. Shõji, con su escoba y su respetuosidad, había resultado ser un sobrino, enviado especialmente para ser instruido, para ser
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educado y entrenado y dedicado a la protección de la Gokuakuma. En los años en que Dojun había estado solo, cuando Japón no permitía la inmigración, se las había arreglado con lo que había encontrado. Había entrenado a Samuel. Y Samuel se sentía como un tonto, ofendido por un muchacho con una escoba. Apoyó el hombro contra un pilar blanco y escudriñó la ciudad entre los espesos árboles; el puerto de Honolulu y el amplio resplandor de Pearl Harbor al oeste, con estanques de peces y sembrados de malanga isleña. En algún lugar, estaban allí, en un número desconocido, fuera de su territorio nativo y en el suyo. Dojun protegería la hoja, prepararía la casa para que fuera segura, se retiraría y adaptaría: la fuerza del IN. Samuel saldría, cambiaría la suerte y buscaría a los cazadores: la energía del YO... Eso era todo lo que sabía de las intenciones de Dojun. Todo lo que Dojun le había confiado. Una espada "demoníaca". Quería poner los ojos en blanco. Tenía sus instrucciones, le daría a Dojun cualquier cosa que exigiera de él, como siempre lo había hecho. Pero esta vez, por primera vez, había un lugar pequeño, frío y taciturno; una reserva en su corazón. No dijo lo obvio: que si le hubieran dicho, si hubieran confiado en que entendería, no habría precipitado esa crisis. No habría robado una kazaritachi en ignorancia, para sus propios fines, y no lo habría traído aquí, tan cerca de la hoja... y, Dios lo sabía, nunca habría traído a Leda cerca de ella. Pero recordaba el escondite vacío debajo de la estufilla y la montura duplicada que tan convenientemente se había "encontrado" para remplazar la espada que él había robado en Londres. Los adversarios de Dojun habían estado tras la montura de la Gokuakuma antes de que Samuel ni siquiera la tocara; no
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existía otra explicación a mano para la existencia de un duplicado. Debía de haberse hecho para remplazar a la verdadera montura antes de la presentación ante la Reina. El robo de Samuel había impedido el cambio y desatado la persecución. Y les había tomado meses, pero habían logrado hacer lo que la mitad de la fuerza de Scotland Yard no... habían identificado y rastreado a él. Quienquiera que estuviera cazando la Gokuakuma había sido entrenado como él, sólo que mejor. Si ellos creían en eso, entonces era como Dojun había dicho... el demonio era tan real como los cazadores y de cualquier cosa que fueran capaces de hacer. Estudió el terreno. Tres años atrás hubiera sido fácil... habían existido tan pocos Nihonjin en las islas. Samuel había sabido el nombre de todos en Honolulu. Pero ahora había miles de compatriotas de Dojun en las plantaciones y comenzando a hacer instalar negocios en la ciudad. Miles de rostros detrás de los que se podían esconder. Posiblemente era una ventaja que él no creyera en la Gokuakuma de la manera en que Dojun y sus oponentes debían creer. Para ganar, decía Dojun, es esencial no desear ganar. Samuel observó como el Kaiea se movía con lenta majestuosidad detrás de Diamond Head, con las chimeneas dejando un reguero mientras enfilaba hacia Makapu'u Point... más allá de la visión, más allá del alcance de la señal que la llamaría para volver.
Le había parecido una idea tan sensata en el muelle. Le había parecido tan dará y exacta. Leda estaba segura de que cuando había llegado el momento de poner un pie sobre la pasarela de embarque y no lo había
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hecho, estaba en posesión de una persuasiva y razonable serie de pensamientos para sustentar esa decisión. Estaba segura de que tenía algo que ver con obediencia y deberes propios de una esposa, pero ahora que estaba reinstalada en el Hotel Hawaiano, con el sonido de la bocina de despedida del Kaiea que hacía mucho había desaparecido del aire, parecía no poder reconstruir perfectamente la lógica que había necesitado, un directo desafío a los deseos de su esposo, a fin de presentarse en una luz obediente, respetuosa y benéfica. Manalo, el conductor hawaiano que Samuel había enviado para que la llevara al barco, la ayudó a subir al coche ligero de un caballo. Era un fornido joven, formidable por su altura y su constitución atlética, pero parecía estar perfectamente contento de llevar la mayoría de los leis de flores que había traído para apilar sobre la cabeza de Leda; aunque insistió en adornarla con por lo menos una ristra de gardenias e hibiscos. -Y por usted... venir quedarse ya. Haku-nui, hombre número uno, él gustar, sí, usted no ir California. Buena cosa quedarse Hawai’i. -Manalo sonrió ampliamente.- Tengo baúles listos, llevar arriba, a lugar, wiki-wiki. Le dio un latigazo al caballo, así que este corrió en un alocado trote fuera de los terrenos del hotel; esquivó diestramente una carreta tirada por dos mulas y dobló sobre las dos ruedas en dirección de las montañas. Leda no estaba tan ansiosa por precipitarse montaña arriba como Manalo. Tampoco era tan optimista acerca de "Haku-nui" y su recepción de la noticia de que, después de todo, no había abordado el barco. Había esperado ser capaz de preparar un pequeño discurso en defensa de su decisión, pero entre el aturdimiento de recuperar sus baúles en el último momento del muelle y luego la simpática sorpresa ante su regreso inesperado al hotel, la prolongación, posiblemente deliberada de su
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parte, en conversaciones divagantes y el saludar a gente de la cual se había despedido solamente una hora o dos atrás y ahora, al tener que agarrarse de los soportes del coche como para salvar la vida mientras mantenían un brioso paso a través de las embarradas calles de Honolulu... realmente no tenía idea en absoluto de lo que le iba a decir a Samuel y no estaba aguardando el momento con ansias, precisamente. El pobre caballo exhalaba vapor cuando alcanzaron las alturas más frescas. La casa de Samuel (nuestra casa, pensó obstinadamente) se alzaba en blanca elegancia contra la elevación de la montaña, con el rojo tajo de tierra desnuda alrededor de ella. Mientras Manalo tiraba de las riendas del caballo por el empinado camino pavimentado con grava, dos jardineros aparecieron de un lugar en el que parecían haber estado limpiando los matorrales. Tenían un cierto aire pensativo, allí de pie con la hoz y la azada en la mano, en silencio, hasta que Manalo les gritó algo en hawaiano y señaló a Leda. Entonces los rostros oscuros sonrieron de manera forzada. Levantaron los sombreros tejidos e hicieron amplias reverencias a Leda mientras pasaba el coche. Leda inclinó la cabeza en forma cordial. El caballo giró por la última curva ascendente. El coche se detuvo con un chapaleo al pie de los escalones, en los que otros obreros aún estaban colocando piedras de color crema para completar el pavimento. Leda se sostuvo del panel del vehículo por un momento. No había señales de Samuel. Un hombre oriental vestido con ropas comunes y sobrias apareció en el marco de la puerta abierta y bajó los escalones. -¡Aloha! -Manalo saltó del coche.- ¡Dojun-san! Dama-wahine, no querer partir... no ir Kaiea. ¿Dónde número uno Haku-nui? El otro hombre hizo una profunda reverencia con las palmas en los muslos.
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-¡Ah, señora Samua-san! ¡Aloha! -El saludo tema un aire lisonjero. Mientras Manalo la ayudaba a bajar del coche, se inclinó otra vez y levantó la mano hacia arriba. -Samua-san arriba. Leda siguió el gesto. En la galería de arriba, recostado contra uno de los altos pilares acanalados, Samuel los observaba con los brazos cruzados. Su suave aloha flotó hacia abajo con una nota decididamente irónica. -¿Qué diablos estás haciendo aquí? -Con la debida consideración -comenzó Leda-. Y luego de la más seria de las reflexiones, la realidad en lo que a mí se refiere cuando estaba a punto de poner un pie sobre la pasarela de embarque del excelente Kaiea es que... es... eh... impropio que me marchara. -Era consciente de todos los ojos de los obreros sobre ella.Quiero decir, tan pronto. Sin justificación. La gente va a pensar que es muy extraño. Tal vez podrías... si pudiéramos llegar a hablar de esto con mayor intimidad. -No hay mucho de qué hablar. El barco se fue. -Sí... creo que eso es así. -Calcularía que se halla a unos veintiocho kilómetros de Makapu'u Point a esta altura. -Hubiera venido antes a mencionar el... cambio de planes, entiendes, pero Manalo y yo sentimos que... sería conveniente llevar los baúles de vuelta al hotel. -No hay nada más por dos semanas. -¿Ah, no? -Miró hacia abajo, con la fragancia de las gardenias envolviéndola.- ¡Qué mala suerte! Aun desde su lugar debajo de él, pudo oír el lento suspiro que él exhaló. El sonido de las pisadas en la madera retumbó en la distancia. Levantó la mirada y espió hacia la puerta de adelante, en la que el hombre oriental la observaba con el semblante lleno de disculpas.
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-Ey, hombre número uno hacer huhü. -Manalo dio un terrible aullido; luego sonrió tontamente de muy buen humor y sacudió la cabeza tristemente-¡Pilikia! ¡Ho'opilikia usted! Leda había oído pilikia, la palabra nativa que parecía ser aplicada a problemas de todas clases y tamaños. Frunció un entrecejo avasallador al dorado y risueño rostro de Manalo, pero él sólo se hundió en el fondo (tanto como podía hundirse su esqueleto de más de un metro ochenta) cuando Samuel bajó hacia el vestíbulo abierto y hacia la galería inferior. Se detuvo al pie de los escalones. Leda pudo ver los rasgos de ira alrededor de sus ojos. -¿Qué planeas hacer ahora? -No dijo más que eso. -Bueno, yo... pensé que debería comenzar con el trabajo. -¿Qué trabajo? Leda juntó todo su valor. -Me corresponde hacer la casa cómoda para ti. El la miró en silencio. La falta de respuesta de Samuel la aguijoneó a hablar con mayor rapidez. -Creo que no hicimos ni estrechamente lo suficiente en Londres. Apenas si pedimos lo suficiente como para amueblar una habitación y podría no llegar por algún tiempo. La señora Richards me dijo que los muebles y accesorios se podían conseguir aquí en Honolulu. -Muebles hacer -dijo el hombre oriental, inclinándose ansiosamente-. ¡Yo hacer, señora Samuasan! Mañana regresar, mirar-ver casa, todas habitaciones, necesitar esto, necesitar esto. Yo detenerme... tomar medidas. Mesa. Silla. Lo que desee. -No -dijo Samuel-, No quiero que ella esté aquí. Leda se ruborizó violentamente. Se humedeció los labios y dio un paso hacia atrás.
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El pequeño hombre miró tristemente a Samuel. -Samua-san tener esposa. Necesitar muebles. Silla, cama, todo eso. La mandíbula de Samuel se dobló. -No -Miró con rapidez a Leda- Puedes regresar al hotel y quedarte quieta allí. -Miró fría y penetrantemente detrás de ella hacia Manalo- Yo la voy a llevar. Ya que parece que no puedo confiarte a nadie con una simple orden. El hawaiano, adornado con las flores rojas y amarillas y las hojas colgantes, se las arregló para verse herido y fúnebre de inmediato. -Ey, ¿qué puedo hacer? Ella no querer ir barco. Usted no decirme: "Ey, Manalo, tírala a bordo, de cualquier manera." -Seguro que no -dijo Leda-. No es culpa de Manalo. -¿Le gusta silla aquí, señora Samua-san? -El hombre oriental extendió las manos e indicó una esquina de la galería.- Bonito lugar. Agradable. Siéntese. Mire y vea el océano, la montaña, todo. Todo tipo de madera tener, koa, ohia, paulonia. ¿Qué tipo, eh? Samuel le habló fríamente en su propia lengua. El criado hizo una humilde reverencia y replicó. Mientras la boca de Samuel se hacía más tensa, las reverencias se hicieron más y más profundas y las murmuradas salutaciones más largas. De pronto, Samuel lanzó una exclamación que sonaba extranjera y se dio vuelta. -¡Amuebla el lugar, entonces! ¡Diviértete! ¡Tómate todo el tiempo que quieras! -Caminó airosamente hacia el interior de la casa, como si el resto de ellos no existiera. -¡Está bien! Está bien, Samua-san. -El hombre oriental le dirigió una reverencia y luego a Leda. Se señaló la nariz.- Dojun nombra. Carpintero. Buena mesa, buena silla. Usted decir qué quiere ya.
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Leda había esperado más discusiones con Samuel, pero el señor Dojun la miraba a la expectativa, como si ella fuera a enseñarle una lista de inmediato. -Bueno... supongo que... una mesa va a ser necesaria. Para la habitación del desayuno. Y sillas. Realmente, dos serían suficientes, como para empezar. ¿Cuánto llevaría eso? -Tener mesa. Tener silla de cena. Tener... Levantó la palma y dobló el pulgar y el dedo índice y luego cada uno de los dedos hasta que sólo quedó derecho el dedo meñique.- Uno, dos, tres, cuatro. Cuatro sillas de cena disponibles tener hechas. Yo traer. Usted gustar... sin tiempo. -¿Usted quiere decir que ya están hechas? -¡Hai! Estar hechas. -Entiendo. ¿Tiene algunos otros muebles disponibles, señor Dojun? -Cómoda. -Delineó una forma grande y cuadrada en el aire, mucho más alta que él mismo.- Estante para libros, silla larga china. Mecedora. Mesa pequeña. Mesa grande. Todo tipo de mueble disponible. Dojun muebles, cómoda de tansu, no la misma comprar alguien más. Mucho mejor. Japón, decir shibui... no feo, no precio excesivo demasiado. Hermosa, sí. Precio exorbitante demasiado, no. ¿Comprender? Yo traer todo esta casa, usted ver-mirar, lo que le guste. -Ah, no. No debe tomarse tanto trabajo. Puedo ir a su tienda y verlo. -¡No, no! ¡Yo traer! Usted decirme, poner allí, poner allí, ver-mirar, no gustar, yo llevar-ir. -Bueno, eso es extremadamente amable de su parte. Me imagino que me gustaría ver cómo queda todo en su lugar. Dojun se inclinó. -Mañana, ¿ñe? Usted venir esta casa. Yo traer. Leda vaciló. Con esta súbita abundancia de muebles, no sería posible...
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Haría que todo se viese muy hermoso... y a Samuel le agradaban las cosas japonesas; recordó que lady Kai le dijo que él hacía sus propios trabajos en madera en estilo japonés. Pero no sabía... reconoció tristemente que no era muy eficiente en cuanto a las comodidades que podrían tentar a un hombre a andar domesticado por toda la casa. En la manera acostumbrada de hacer las cosas, la delicadeza femenina no habría soportado una conversación con extraños acerca de algo tan personal como los gustos de un esposo. Sin embargo, la experiencia enseñaba que un criado familiar, una camarera o incluso un cocinero a menudo sabían más acerca de las inclinaciones privadas de sus amos que las relaciones familiares más cercanas. Parecía ser posible que lo mismo ocurriera con los caballeros. Miró tímidamente a Manalo y al señor Dojun. -Me pregunto si... no lo consideran impertinente de mi parte... ¿es posible que usted y el señor Manalo hayan conocido por algún tiempo al señor Gerard? -¿Tiempo? -repitió el señor Dojun. -¿Algunos años? Usted y el señor Manalo, ¿trabajaron mucho tiempo para el señor Gerard? -Ah. Mucho año. Dieciséis, dieciocho año. Antes, veinte año, trabajar para milady Ashland, ella tomó cuidado Samua-san. -¡Ah, lady Ashland! -Leda perdió sus reservas acerca del señor Dojun. Si lady Tess lo había empleado, Leda sentía que podía estar segura de sus excelentes referencias. -Manalo-kun, él más joven. Todavía no treinta años, ¿eh? -El señor Dojun se inclinó levemente ante el hawaiano.- Tal vez, seis, siete año trabajo para Samuasan. Manalo sonrió tontamente con buena predisposición.
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-Demasiado tiempo. No nadar, no cabalgar, no cantar. ¡Auwë! ¡Todo trabajo! -Se pasó una mano por la ceja. -Tal vez... si lo conocen bien... -Bajó la voz.- Me encuentro en un dilema, entienden, con respecto a cómo preferiría un caballero que se decore la casa. Me pregunto si tendrían algunas sugerencias para las cosas esenciales. Ambos la miraron sin ninguna expresión. -¿Qué muebles en particular le agradarían a un caballero...? -Vio que no estaba logrando ningún progreso.- Qué muebles le gustan a un hombre -exclamó por fin-. ¿Qué gustar hombre en la casa? -Cama -dijo Manalo. Y Leda estuvo totalmente segura de que le guiñó un ojo. -¡Ah! -El señor Dojun asintió.- Cosa número uno, armadura de la cama. ¡Esposo agradar! Leda sintió que se sonrojaba hasta las orejas. Mientras que Manalo se reía hasta quedar tonto por su confusión, el señor Dojun comenzó una intrincada e indescifrable descripción de la armadura de una cama que por casualidad parecía tener "disponible". A pesar de toda la vulgaridad de Manalo (y estaba segura de que se sorprendería si él no comenzaba a comer cebollas crudas en el salón del frente), parecía ser bastante sincero. Su opinión era que las mesas, sillas, estanterías y cómodas con cajones no tenían ninguna importancia. Con colchoneta de palmeras o fundas de almohadas de plumas, una cama era el primer mueble que necesitaba un esposo. -Supongo -le dijo por fin al señor Dojun-. Que tiene que asegurarse de traer una armadura de una cama. -Traer cama. -El señor Dojun se inclinó.- Tener cama, hacer hogar. -Bueno, sí. -Aprobó Leda- Eso es más bien lo que uno espera.
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-Y el señor Dojun me dice que tiene una armadura de cama particularmente hermosa de madera de arco de violín -dijo Leda mientras hacía círculos en el helado con una cuchara-. No estoy precisamente segura de qué es. -Madera de arco de violín. Es koa granulada. Samuel la observaba. Ella no quería mirarlo a los ojos; no había levantado la mirada hacia él ni una vez desde que él le había dado la mano para ayudarla a entrar al coche y regresarla al hotel.- Costosa. La cuchara se detuvo en los círculos sin dirección. -¿Crees que es demasiado extravagante? -Gasta todo lo que quieras. La cuchara volvió a los lentos círculos. Leda tomó un pedacito de helado. Samuel no sabía por qué se encontraba allí sentado. Tenía trabajo, el de Dojun y el suyo, pero simplemente se quedaba allí sentado; tenía la mirada fija en las manos de Leda, con su cabello dividido por una raya, su falda a listas rosada y blanca; bebía en su presencia. -Pensé que tal vez un motivo oriental sería atractivo -le dijo Leda-. ¿Te gustaría eso? -Cualquier cosa que desees. No me importa. Se dio cuenta de lo grosera que fue su respuesta. Que ella estuviera presente ahora, con un riesgo que ni podía calcular, en el que no podía creer y al que no podía restar importancia... no lo deseaba. No la quería en esa casa en particular. Sus instintos le gritaban que la encerrara en una habitación y montara diez guardias a la puerta; su razonamiento y experiencia concordaban con el sucinto consejo de Dojun: que cualquier guardia,
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cualquier indicación de que ella tenía valor o despertaba interés sería mal comprendida. No deseaba que ella estuviera aquí y él permanecía sentado, perdido en el sonido de su voz, la dulce corriente de la conversación inconsistente: cuáles colores pensaba que serían agradables para las cortinas, que si sería posible encontrar una cocinera con experiencia y a un sueldo razonable, que si pensaba que el papel de las paredes no se adheriría en ese clima, tal como la señora Richards le había advertido. Samuel sintió la influencia de todo ello. La dulce y tranquila seducción del interés de ella en sus opiniones. El delicado encantamiento, la simple afinidad. De todo lo que ella hablaba era de un futuro, en la casa de él, como su esposa. El helado se había derretido en el plato. Fuera del salón comedor, el atardecer ardía y desaparecía lentamente en el suave aire que flotaba por las ventanas abiertas. Ella aún jugueteaba con la cuchara; la conversación decaía lentamente, hasta que se quedaron en silencio entre el tintineo de los vasos y el murmullo de otras voces. -Quizá, si no tienes negocios esta noche... -Ella lo miró por debajo de las pestañas.- Tal vez te gustaría tomar el café en nuestras habitaciones. Samuel no creía que fuese probable que Leda estuviera en peligro. Y pensó: si me quedo, sabría que está segura. Asintió brevemente y se puso de pie; luego le apartó la silla. Las habitaciones eran las más grandes del hotel, con techos altos y un salón que era apropiado para una recepción real. Enormes ramos de flores en jarrones chinos adornaban cada mesa. El café había llegado misteriosamente antes que ellos en una bandeja de plata... el muchacho lo vertió, lo sirvió y luego se esfumó. Samuel rondaba los ventanales que se abrían al lanai. Cualquiera podría entrar aquí dentro, sin ningún
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esfuerzo en absoluto. No se necesitaría el recato de un mandril. Leda estaba sentada con el café, iluminada sólo por la luz de una lámpara de papel roja que se filtraba a través de las celosías medio cerradas. Esto daba un matiz rosado a las gardenias de color crema de su leí y dejaba sus faldas en la sombra. -¿Por qué regresaste? -preguntó él. Leda revolvía el azúcar una y otra vez en la taza. -Porque sería incorrecto que me marchara. -Te dije que eras libre de marcharte. La boca de Leda adoptó una curva pequeña y obstinada. -Eso no lo convierte en algo correcto y apropiado. -Deberías haberte marchado. -Las persianas hicieron ruido cuando él las abrió y las cerró con violencia.- Maldita sea, no soy... No puedo prometer... Echó la cabeza hacia atrás.- ¡Dios, ya viste como sería! Sal de aquí, vete, no tienes por qué quedarte conmigo. -El matrimonio es un voto solemne -dijo Leda, con un rasgo de desafío-, No sé cómo voy a hacer para consolarte, honrarte y guardarte en la salud y en la enfermedad si no me encuentro en una cercanía razonable. -¡Fue una farsa! -Giró con violencia para mirarla de frente.- ¿Habrías hecho alguna promesa si hubieras sabido? Leda se puso de pie. -No fue una farsa. ¡No voy a permitir que lo digas! -¡Eres demasiado admirable! Una verdadera santa. -Supongo que intentas ser sarcástico. Supongo que te olvidas de la cordialidad común al lamentar tanto que yo no sea la persona con quien deseabas casarte. -No lamento eso -musitó él.
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-¿Ah, no? Supongo que tengo que creer que sólo me estuviste tratando como en una ingeniosa imitación de ese hecho. Y ahí tienes -exclamó y se dio la vuelta-. Me has enfadado y me has hecho rebajarme a ser sarcástica también. ¡Espero que estés satisfecho! El miró el distorsionado reflejo de sí mismo en un convexo espejo de cuerpo entero. -No lo lamento. -Repitió. Miró con fijeza las espirales de colores en el espejo hasta que la visión se le hizo borrosa.- No lo lamento. Te amo. De pronto, la sangre comenzó a latir con fuerza en todo su cuerpo. Se sintió colgando en el medio del aire, a tres metros de ese risco sin fondo, sin pie debajo de él. -Sé que eso no cambia nada -dijo con violencia, volviendo a la tierra firme-. No te quiero en esta isla. No te quiero en mi casa. ¿Lo entiendes? ¿Está claro? El espejo reflejaba inmovilidad. Era imposible ver la expresión de Leda. Las palmeras fuera en los terrenos hacían un ruido de susurros en la brisa que se introdujo a hurtadillas entre los montantes y las persianas. Leda habló cariñosamente. -Querido señor... nunca pensé que fueras tonto, pero lo que has dicho parece ser una cosa muy tonta. -Olvídalo -le dijo-. Sólo olvídalo. -Caminó hacia la habitación con la intención de verificar los puntos de acceso. Mientras él estaba de pie, bajo los rayos oscuros de la luz del farol, con el entrecejo fruncido ante la cama rodeada de tul y los ventanales tan vulnerables, ella avanzó detrás de él. -Realmente no me creo capaz de prometer eso. -¡Olvídalo! Quédate. Vete. Haz lo que quieras. -Nunca deseé marcharme, en absoluto. Yo también te amo mucho, entiendes. El le dirigió una rápida mirada.
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-Dios mío, tus modales son impecables, ¿no es así? "Cuando un caballero declara su afecto..." -Hizo la mímica de sus aforismos despiadadamente.- "Una dama debe responder de inmediato con una mentira adecuada..." perdóname... "Un engaño adecuado a fin de salvarlo de verse como un completo asno." Leda fijó la mirada en él y luego bajó la cabeza. -¿Piensas... que lo que dije... no es verdad? -Creo que, sabiendo lo que sabes acerca de mí, es imposible. Leda siguió mirando la alfombra. -Todo lo que conozco de ti es admirable. Samuel rió en voz alta ferozmente. -Correcto. -Todo -dijo Leda. -Sabes todo, ¿verdad? Ella te lo dijo. Leda levantó los ojos. El esperó que ella dijera algo, se preparó para ello, pero Leda simplemente lo miró con cariñosa y paciente gravedad. El estremecimiento lo tenía él allí, en sus entrañas, justo debajo del borde de la sensación. Se quedó inmóvil, forzándolo fuera de sus músculos, luchando contra él. La garganta retuvo las palabras. -Te amo, querido señor. -Es imposible. -No es imposible. El aire parecía llegarle duro, como si tuviera que pensar para recordar llevar aliento al pecho. -No tienes que decir esto. Ya te lo dije; ya te dije que no tienes que decirlo. Leda irguió la barbilla. -De todos modos, yo lo digo. Hizo un furioso movimiento como para apartarse de ella. -Estás equivocada. Estás mintiendo. No... puedes.
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-No quiero acalorarme acerca de este tema contigo. -Mantenía la barbilla levantada obstinadamente.La noche de nuestro casamiento, lady Tess me mencionó varias cosas que sentía que eran importantes para nuestra... unión. Dijo que a ti no te agradaría y veo que no. Lamento que sientas que es un defecto de carácter en mí, pero encontré y aún encuentro que nada de lo que ella dijo... ni nada que haya aprendido en mi relación contigo... ¡nada, querido señor!... me haría sentir más que... -La voz comenzó a perder firmeza.- Que una profunda estimación y respeto por ti. ¡Mi muy querido señor! El estremecimiento que él sintió dentro amenazó violentamente; para excluirlo, se dirigió a ella. La arrastró cerca de sí. -¿Incluso esto? -Acercó la boca a la de Leda y la besó con dureza; le aferraba los hombros con una fuerza que sabía que dolería. Las gardenias aplastadas del lei llenaron el aire con la pesada fragancia, mientras la sostenía firmemente contra él. Deslizó la mano hacia abajo y modeló el cuerpo. Los dedos encontraron el provocativo valle en la base de la columna. Samuel frotó los pulgares y los dedos de arriba a abajo y se apretó profundamente contra la falda rosada y blanca, acercándola lascivamente contra su sexo ya turgente. Crudeza deliberada y pasión inmediata, la lengua en profunda penetración... la hizo a un lado tan súbitamente como la había agarrado. En las sombras rosadas, estaba despeinada y bonita, con los ojos bien abiertos. -Sí. -Se dio vuelta y se alisó los puños.- Incluso eso. Porque... soy mitad francesa, ves. -Inclinó la cabeza sobre su mano.- Y sé que te dolería lastimarme a propósito. Lo lastimaba. Le daba repugnancia. Deseaba acunarla y alisarle el cabello, pero no se atrevía a tocarla.
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Ella no lo querría; no podría; no esperaba entender qué tenía que ver con eso el ser medio francesa. Era simplemente Leda, ella solía decir esas cosas, tonterías e inocencia... obstinada, dulce, firme y abstraída inocencia, saber qué había dentro de él, lo que él había sido y lo que era y llamarlo admirable. Decirle que lo amaba. Samuel sintió temor cuando pensó en ello. ¿Y qué, si tengo miedo, le había preguntado una vez a Dojun, hacía mucho, mucho tiempo. Y Dojun dijo: ¿Miedo?, como si no conociera la palabra. El temor viene de luchar CONTRA. Siempre ve CON, no contra. Y hacía mucho tiempo, él lo había comprendido. En una pelea, conviértete en la situación; sé el adversario. No lo comprendía ahora. Miró a Leda y sintió que todo dentro de sí se inflamaba y se derretía y se iba, se iba por las grietas en él, hasta que no quedó nada. Leda lo miró por encima del hombro. -Ojalá, querido señor, que pases la noche aquí, conmigo. Demasiado vulnerable; esta habitación de hotel era demasiado vulnerable. Lanzó Samuel una mirada feroz a las persianas de las ventanas. -Voy a esperar en el salón mientras te cambias. Una sonrisa de contento se extendió por los labios de Leda. Agachó la cabeza. -Por supuesto. No voy a... quiero decir... no necesitas... ¡sólo tardo unos pocos minutos! Samuel caminó al salón. En la puerta, salió fuera, hacia la luz de la lámpara. Las lámparas de papel se mecían con suavidad, alternativamente, y mandaban círculos de iluminación a lo largo del ancho lanai. En el extremo opuesto, había una pareja que miraba las luces etéreas de los terrenos. Samuel los evaluó: haole e inocuos, residentes de alguna de las otras islas que
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estaban de vacaciones. Nuevas barras de luz cayeron sobre el piso del lanai cuando se encendió la lámpara eléctrica en la habitación de Leda. Observó la blanca corriente de camareros sobre el césped; buscaba una cierta esencia de movimiento, un equilibrio delatador, como la gracia animal de la postura natural de Dojun. No vio más que a un sirviente chino al cual lo estaban reprendiendo por haber llevado un cubo de hielo en vez de un helado de limón. En ocasiones pensaba que mantener zanshin era como morir con calma. Era como morir por dejar el deseo y la duda y a uno mismo. Convertirse en una sombra y moverse libremente en la oscuridad. Esta noche, era como ahogarse deliberadamente en un océano helado. La lenta quemadura del fuego, desde la punta de sus dedos hasta las extremidades, hasta su cerebro, hasta que la sensación desapareció. Hasta que no sintió nada. La lámpara de la habitación se apagó y dejó sólo los anillos oscilantes de la luz de las lámparas. Entró en la suite y cerró la puerta, sin molestarse en ponerle llave. Se dirigió en silencio hacia la alcoba. Leda había corrido todo el mosquitero alrededor de la cama, a modo de pálido baldaquino cayendo del cielo. Usó eso como un camuflaje del lino blanco que llevaba. Se recostó contra la pared en el lugar en que las ropas se mezclarían con el mosquitero desde el ángulo de la puerta y las ventanas. -¿Señor? -La voz venía suavemente desde la cama. -Duérmete. Voy a estar aquí. No te voy a dejar. Una oscura forma se sentó dentro de la brumosa tienda. -¿No vas... no vienes a la cama? -Duérmete, Leda. Simplemente duérmete. Durante un largo rato se quedó sentada. Sus ojos se adaptaron a la oscuridad, pero Samuel no podía verle el rostro. Finalmente, ella se acostó entre las almohadas.
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Fue dos horas más tarde, cuando la suave risa y la charla procedente del césped y de la galería habían desaparecido, remplazados por la blanca luz de la luna que subía por franjas en forma de escalera sobre el suelo, que la uniforme respiración de Leda le dijo que se había quedado dormida.
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Leda se despertó con el sonido de las olas, muy claro en la mañana temprano, cuando los árboles no se movían por el viento. El aire eternamente dulce de Hawai le besó la piel; fuera de las persianas abiertas, con las púas de un color escarlata ardiente de un árbol de poinciana que ondeaban con suavidad contra la sombra verde profundo. Se sentía feliz y perpleja, un poco aturdida y fijó la mirada en el mosquitero que tenía sobre su cabeza. La habitación estaba vacía, pero oyó que alguien se movía en el salón y el leve tintineo de la porcelana. Sin detenerse a recogerse el cabello y sin siquiera haber encontrado las pantuflas, apartó el mosquitero y fue hacia la puerta con el camisón. -¡Buenos días! -dijo cálidamente, antes de ver que no era Samuel. -Aloha. -La suave voz de Manalo la saludó. Se puso de pie, un gigante sereno junto al chino con la cola de caballo quien justo estaba poniendo la bandeja del desayuno- ¡Aloha! Usted comer, coche de caballo, yo voy a llevarla a su casa. Aku-nui, él decir venir. -Ah. ¡Ay, mi Dios! -Leda se dio cuenta de que estaba de pie en el marco de la puerta descalza y sin vestir... pero el vestido típico de las damas hawaianas no era mucho más diferente que el suyo, excepto por el colorido.
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Cerró la puerta con un chasquido y caminó pesadamente hacia el baño. Comenzó a lavarse el rostro, como si fuera un día normal. Como si, cuando se miró el espejo, pudiera evitar una sonrisa, con las mejillas rosadas por el lavado y por la alegría. Como si no fuera el día siguiente de la noche en que le había dicho que la amaba. La amaba. Lo había dicho, bastante audiblemente. Estaba segura de que no estaba equivocada. Y luego, con el siguiente aliento, con la misma seguridad, había dicho que quería que se fuera. Orgulloso y amargo, herido. Fijó la mirada en su propio reflejo. Quizá la señorita Lovatt había tenido razón en prevenirla. El matrimonio era algo peligroso. Una institución extremadamente dolorosa, deliciosa y llena de incertidumbre.
Para encontrar su presa, Samuel siguió al contacto hacia atrás y extendió unos suaves tentáculos: nada demasiado ansioso o ardiente, simplemente expresaba un moderado interés en quien estaba interesado en él. De todos modos, era sólo lo que él hubiera hecho. En el dorado y decadente mundo de Chinatown, habría sido considerado extraño, y estúpido, si él hubiera ignorado el asunto. Sólo le había tomado unos pocos días seguir la pista que lo había guiado hasta este lanchón de anchas mangas que estaba anclado lejos de una isla baja y cubierta por matorrales en el opulento puerto de Pearl River. Fue afortunado que la pista no lo hubiera llevado hasta las plantaciones, en las que la habría perdido entre las corrientes de nuevos trabajadores y eso indicaba que estos hombres no teman lazos entre los japoneses que
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venían con contratos para poder vivir de los ingresos, alimentar y vestir a sus familias en casa. Los contactos que teman eran con otros grupos enteramente distintos en la sociedad, uno que no tema necesidad ni deseo de dejar Japón. El silencio era un elemento tangible en Pearl; silencio, aguamarina y plata en el ángulo de la luz sobre el agua plana. El compañero de Samuel, un pescador medio hawaiano y medio portugués, en quien se podía confiar para alquilarle el bote y para que mantuviera la boca cerrada, permanecía con los pies desnudos levantados y un sombrero echado sobre los ojos y emitía un suave ronquido cada pocos minutos. Más allá de eso, el único sonido era el ocasional carillón de unas viejas latas de estaño atadas en una red múltiple a través de los arrozales, tiradas por un niño pequeño situado en una cabaña mirador a fin de asustar a los gorriones que cometían saqueos. Samuel mantenía su propio rostro en la sombra del sombrero y pescaba diligentemente; miraba menos al lanchón que a la situación, los ángeles y vías de aproximación. Sus adversarios no habían trabajado con demasiado esfuerzo por ocultarse... pero, bueno, no necesitaban hacerlo. Era una buena posición, un fácil mirador por todos lados, difícil de violar aún con un intento a la noche. Había cuatro hombres en el lanchón; sabía de tres más en la ciudad... después de eso... era cuestionable cuántos había. Los hombres en tierra comparecían ante un "Ikeno" en el bote. No tenía sentido especular si ese era el nombre verdadero o no. Los japoneses tenían una tendencia a cambiarse los nombres de todos modos, con una frecuencia que desconcertaba a los extranjeros. Se concedían a sí mismos una nueva identidad por cualquier cosa, desde la suposición de algún puesto nuevo hasta la realización de una meta de sus vidas. Sin duda Ikeno había elegido ya su nombre para cuando reuniera la Gokuakuma. Y él, o para quienquiera
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trabajase, tenía la mecha para la llama en Japón: revisiones propuestas de tratados que otorgaban más derechos a Occidente y enfurecían el sentimiento nacionalista, mientras que el gobierno titubeaba para atrás y para adelante debatiendo el concepto sin precedentes de una constitución. Riesgos altos y una carta de triunfo en una espada demoníaca. Las rutas normales de salida estaban cubiertas por los hombres de Ikeno; que Dojun se marchara de la isla como lo había planeado requeriría una salida trasera... a través de las montañas y lejos hacia alguna playa recluida en una canoa nativa; luego, la intercepción de un buque más grande. Suerte y complejidades. El problema de Dojun, pensó. Samuel no sabía el lugar en que la hoja estaba oculta, cuándo ni cómo Dojun tenía la intención de sacarla. El sólo proveía de protección y refugio y una salida oculta debajo de su casa hacia las montañas. Su casa, en la que Leda estaba felizmente ocupada en fruslerías, amueblando cosas, mientras que Dojun jugaba al muchacho del hogar. Todo estaba tranquilo. En suspenso. Podía durar un día. O un año. En algún momento, de alguna manera, Dojun haría su movimiento; transferir la espada desde el lugar en el que estaba oculta hasta Mar Creciente... y escapar. Samuel miraba con fijeza el lanchón por debajo del sombrero. El resentimiento aún se movía en él y rompía el hielo del zanshin. No le importaba nada la seguridad de la espada; sólo le importaba que los cazadores tuvieran todas las razones de creer que él, al igual que Dojun, sabía dónde estaba ubicada la espada: el robo en Londres podría haber parecido ante ellos como una agresiva maniobra para poseer la montura.
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No debió haberlo hecho. Acción y consecuencias invisibles, como las estrellas de mar de Dojun. Dos amenazas nacían de una cortada por la mitad. Sus adversarios estarían buscando debilidades e influencias. Dojun no tenía ninguna. Samuel las tenía todas. La mera existencia de Leda se las proporcionaba. Todo lo que hiciera por protegerla la haría aparecer más importante para él. La casa no era absolutamente segura; el hotel era peor. Y si Dojun escapaba con la hoja en secreto, ¿entonces, dónde estaba el fin de todo ello? ¿Sabrían con certeza los cazadores que la hoja había desaparecido? ¿Alguna vez estarían completamente seguros como para dejar este lugar, como para creer que Samuel no había tenido conocimiento de ello, para dejar de ser una amenaza para aquello con lo que había enredado su corazón? Pensamientos norteamericanos, diría Dojun. Miedos occidentales. Tu vida no es más que una ilusión. Cuando estés enterrado, nadie va a ir contigo, nadie te va a amar. La muerte llega entre un momento y el siguiente; debes vivir cada día como si fueras a morir esta noche. El no deseaba morir esa noche. Había tenido suficientes ilusiones en su vida, pero Leda no había sido una de ellas. Por ella, albergaba un pensamiento peor que todos los demás. Pensaba que si los cazadores tenían la hoja y la montura, su parte en ello, y la de Leda, habría terminado. Traición. Le dio vueltas a ello en la mente. Y mientras pensaba en ello, supo que Dojun habría pensado en ello. Y ahora sabía por qué Dojun no le confiaba la situación de la Gokuakuma. Diecisiete años. Los japoneses decían: Okage sama de... Por lo que hiciste por mí, me convertí en lo que soy. Me debo a ti. Dojun pensó y cerró los ojos con dolor.
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Leda nunca habría podido hacer tantos progresos con tanta rapidez sin la ayuda del señor Dojun y Manalo. El conductor hawaiano la llevó a todos lados, transportó sillas y plantas con macetas, la llevaba a los tés y almuerzos a los que estaba invitada casi a diario. Después de una semana, hasta lo había regañado y persuadido para que mantuviera una velocidad razonable con el coche. Y el señor Dojun había sido muy servicial con la decoración de Mar Creciente. Leda nunca hubiera pensado ella misma que muebles de líneas tan simples podrían ser tan sorprendentemente atractivos, pero cuando miró al estudio y a la habitación, sintió que no había nada más fresco ni más hermoso que el simple entretejido textural de los felpudos lauhala en lugar de pesadas alfombras, la mecedora con respaldo de caña o la hermosa y preciosa superficie granulosa del tansu sin adornos, una cómoda con puertas deslizables arriba y cajones lisos abajo que emitían una nota musical cada vez que se abrían... una innovación de la cual el señor Dojun parecía estar bastante orgulloso. -Esposa nueva cómoda -le dijo-. Japón, toda esposa nueva traer cómoda al hogar, casa esposo. ¿Usted gustar, señora Samua-san? -Ah, sí. Es encantadora. Y la armadura de la cama es magnífica. Dojun se inclinó y con un dedo calloso siguió el contorno de la cabecera de la cama y delineó el medallón insertado de un ave delgada con las alas extendidas. -Deseo de buena fortuna. Japón, decimos Tsuru wa sennen. Grulla viva mil años.
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-¿Eso es lo que significa? ¿Es un símbolo de un buen deseo? -Buen deseo. Vida larga. Tsuru wa sennen; kame wa mannen. Grulla viva mil años, tortuga viva mil años. Momento de casamiento, día de nacimiento, festivales... amigos hacer miles grullas papel, todas colgadas feliz mil-mil años, ¿ñe? Leda lo miró, sonriendo un poco. -Qué costumbre tan agradable. -Tocó un poste de la cama, cónico y pulido, y suspiró.- Ojalá lo hubiera sabido la Navidad anterior. La única idea que pude encontrar en un libro para el señor Samua-san fue un regalo de peces secos. -Peces secos, hai. Grulla. Tortuga. Torta de arroz. Bambú buena fortuna, además. Bambú tener flexibilidad, no quebrar, decir devoción fiel. Hacer bambú en tansu, hacer cajones cantar. -¿Cree que comprende estas cosas? ¿Acerca de las grullas y el bambú y las tortugas? -¿Samua-san? Hai, comprender. -¿Usted piensa... que a él podría gustarle si yo coloco por aquí algunas grullas de papel? -Gustar bien. ¿Tal vez venir casa más, ñe? No era la primera vez que Leda había encontrado que el señor Dojun la sobresaltaba un poco con su capacidad de percepción. -Bueno, él está muy ocupado, ya sabe usted. Su negocio necesita una gran cantidad de atención. -Ah. -El señor Dojun se inclinó, como si sólo le hubiera dado la respuesta a una pregunta que lo desconcertaba. -Sin embargo, sería muy agradable. Esto es, que él... -Apoyó Leda la mejilla contra el fresco poste de madera.- Me gustaría que él se sintiera feliz y en casa aquí. -Conocer dama hacer grulla papel. ¿Usted comprar?
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-Ah, sí. Sí, compraría algunas. ¿Mil? -Mil, hai. Todas colgadas, hilo, ¿eh? Bonito. Tortuga, tal vez pocas. Yo escribir, decir Obãsan hacer. Sacó una pequeña libreta y un lápiz de algún bolsillo oculto e hizo unos signos orientales en una hoja. La arrancó, la dobló cuidadosamente y se la entregó.- Bien. -Sí y tal vez algunas macetas con palmeras para algo de verde. Se inclinó al estar de acuerdo. -Manalo llevar señora Samua-san centro ciudad, ir Obãsan, ella leer, todo comprar, grulla de papel y todo eso. Macetas bambú, ir invernadero. -Gracias. Con un gesto hábil, él guardó la libreta e hizo sonar el timbre por Manalo. Mientras que Leda deslizaba la nota en el bolsillo, él habló. -Decir usted secreto, señora Samua-san. Yo feliz. Usted buena esposa él. -Se inclinó ante ella- Cama grulla regalo... usted, él. Yo dar. -Ah -dijo Leda con suavidad-. ¡Muchas gracias! -Se sentía tímida ante la exótica y penetrante mirada de él.Realmente estoy intentando ser una buena esposa. Pero parece que todavía no tengo la habilidad adecuada. -Tener cama. Tener tansu. Sólo necesitar hanayome-taku. -¿Qué es eso? El hizo un movimiento circular con las manos. -Mesa pequeña. Niño hacer, dar madre. Samuasan hizo hanayome-taku, ah, hace mucho tiempo. Ser niño. Darla lady Ashland. Nueva esposa... ¿cuál palabra decir? ¿Nueva esposa? -Novia. -Ah. Novia ir casa madre, traer hanayome-taku casa esposo. Buen matrimonio, después de traer casa. Leda inclinó la cabeza a un lado, interesada.
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-¿El señor Samua-san hizo una de estas... lo que sea? -Hanayome-taku. Mesa-novia. Yo ayudar hacerla. Se hizo, ah, quince años, tal vez. La señora Samua-san poder ir casa lady Ashland, traer Samua-san mesa-novia aquí esta casa, ¿ñe?. Entonces, todo bien. Hacer buen matrimonio. Samua-san, él venir casa, todo bien. Leda sonrió. -Estoy segura de que es una muy buena idea, pero... -¡Bien! Yo dibujar. -Otra vez sacó la libreta e hizo un esbozo que a primera vista parecía ser una versión más grande de los caracteres japoneses que había escrito en la nota que le había entregado. Cuando miró, pudo ver que debía ser algo como un mostrador de plantas, con tres patas biseladas, un tablero cuadrado y un único estante redondo más cerca de la parte inferior.-Usted ir casa Ashland, traer mesa. -No creo que... -Todos estos quince años, habitación lady Ashland. Usted mirar habitación dama, ver hanayometaku. Traer aquí. -Señor Dojun, me temo que no podría simplemente llevarme algo de la casa. -No, no. ¡Pertenecer usted! -Lanzó las manos enfáticamente.- Usted novia Samua-san. No guardar lady Ashland esta mesa, ella saber. -Aún yo... -Samua-san, él gustar hanayome-taku. El ver, saber honor, tener respeto de él. Leda se mordió el labio. El se inclinó. -El ver, él conocer seguro. No necesitar palabras. Parecía un gran logro para una mesa tan pequeña. Pero Leda miró tristemente alrededor de la habitación recién amueblada, en la que Samuel casi ni
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había expresado ningún deseo de inspeccionar durante las pocas y taciturnas comidas que había hecho allí con ella, y decidió intentar cualquier cosa. -Quizás usted pueda traerla de la casa de los Ashland. Me sentiría como una ladrona de casas. El señor Dojun hizo ondear la mano frente a él en forma negativa. -No poder hacer. Nueva esposa, ella traer. Ella no usa propias manos… No buena fortuna, no buen matrimonio. Pequeño mueble. No pesado ¿eh? Leda suspiró. -Bueno, voy a considerarlo. Y sí que lo hizo. Esa noche, mientras yacía en la nueva cama de grulla, escuchando el crujido de las grullas de papel rojo que colgaban en las largas corrientes de las cañas de bambú suspendidas del techo, lo consideró. Era la primera noche que pasaba en Mar Creciente y estaba sola. Bueno, sola no, precisamente. Los numerosos jardineros vivían allí: de vez en cuando, a través de los postigos abiertos, los oía hablarse los unos a los otros suavemente desde los terrenos debajo y el señor Dojun dormía en la habitación del mayordomo en el piso de abajo. Pero Samuel no estaba allí. En el hotel, por lo menos había ido por la noche, aunque siempre se quedaba despierto y sentado hasta mucho después de que ella se quedara dormida y se marchaba antes de que ella despertara. La noche anterior no había ido para nada, a pesar de haberle dado permiso (a través de Manalo) de que podía mudarse a la casa. En la mañana, ella decidió ir a la casa de los Ashland y traer la mesa-novia y deseó que no la fueran a arrestar por robo. Manalo no creía que ello fuera a
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suceder. No parecía pensar mucho de nada cuando llegó con el coche tirado por un caballo; estaba hundido en la tristeza porque su esposa lo había dejado y se había mudado con un hombre de Wahiawa. Leda intentó ocultar su impacto ante esta historia, la cual se admitía libremente y con meticulosos detalles. Iba a asistir aun desayuno en el jardín en la casa del general Millar; durante todo el camino, Manalo la regaló con los tristes aspectos de la ruptura y le pidió consejos abatidamente. Con toda honestidad, Leda sentía que no tenía ni uno para darle, pero lo poco que sí le sugirió pareció resbalar directamente por los hombros anchos y caídos del hawaiano. Ni siquiera conducía con la loca velocidad habitual y llegaron al desayuno con un buen cuarto de hora de retraso. Cuando dejó la reunión, Manalo había caído de la locuacidad a un extraño y silencioso desaliento. Llevaba un lei de hibiscus amarillos y diminutas bayas rojas acomodadas entre hojas fragantes. La propia Leda llevaba una guirnalda de claveles blancos que le había entregado la señora Millar, pero, a pesar del aroma de las flores, percibió un peculiar y dulce olor en Manalo. Su forma de conducir volvió a empeorar, tanto en velocidad como en irresponsabilidad. Leda tuvo que aferrarse al coche en numerosas ocasiones y hablarle con severidad para que aminorar la marcha; se perdió camino a la casa de los Ashland y dio la vuelta alrededor de la misma manzana tres veces. Pero, finalmente, hizo girar al caballo hacia un pasaje umbrío, en el que una hermosa casa blanca de dos pisos, rodeada por galerías como Mar Creciente, se erguía en un magnífico césped, el esmeralda salpicado por sombras negras y verdes de enormes e inclinados árboles y altas palmeras. Las orquídeas colgaban en profusión de los árboles, plantas de invernadero que florecían salvajemente: púrpuras, blancas, rosadas. Parecía un lugar mágicamente fantasmal, hermoso pero
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completamente silencioso y aun así, arreglado y cuidado como si la familia fuera a salir al pasto en cualquier momento. Manalo no saltó para ayudarla a bajar, sino que permaneció desplomado en el asiento. Leda miró con rapidez el rostro con expresión de funeral y bandera a media asta, recogió sus faldas y bajó sola. Tanto el señor Dojun como Manalo habían dicho que la casa no estaría cerrada con llave. Aparentemente, nadie cerraba nada con llave aquí. Aún así, a Leda no le hubiera importado la compañía de Manalo cuando entró en el sombrío interior. Los muebles estaban cubiertos con lonetas blancas y los suelos no tenían alfombras ni felpudos. Leda caminó de puntillas a través del amplio vestíbulo y subió las escaleras. Reconoció la habitación de lord y lady Ashland por la vitrina con cristales que lady Kai le había regalado a su madre que le había descrito a Leda. Junto a la cama, levantó con cuidado la cubierta de un alto y angosto atril. Cuando vio la mesa que estaba debajo, supo que era el hanayome-taku de Samuel. La austera curvatura exterior de la pata no era en absoluto inglesa; era completamente shibui, tal como diría Dojun, austeramente elegante y japonesa en su simplicidad. La madera mostraba unos granos intensos que iban del negro al rojo dorado, casi como si un artista hubiera pintado arcos de tinta de color a través de ella. Había una pequeña colección de recuerdos en la superficie lustrada: una sencilla piedra color marrón en un cuneco negro, una calabaza de madera y una caja con una dulce fragancia que reconoció como sándalo. Mientras los miraba, Leda se convenció de que no debía llevar la mesa, que eso era imperdonablemente impertinente de su parte. Pero apoyó cuidadosamente los objetos debajo de una cubierta en la mesa del tocador y deseaba que el señor Dojun estuviera bastante en lo cierto y que lady
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Tess entendería. Dobló la muselina y la apoyó en la cama. La mesa en sí misma era mucho más pesada de lo que ella esperaba y de una forma difícil de llevar; le llegaba hasta la cintura, con una tendencia a inclinarse en una extraña manera cuando la levantó. La llevó hasta el piso de abajo con un cuidado exquisito. El pasar por la puerta del frente necesitó de un esfuerzo mayor, mientras que Manalo estaba allí sentado, aparentemente medio dormido en el coche. No respondió a las llamadas discretas de Leda y no quería gritar y despertar a todo el vecindario. Cargó la mesa esmeradamente hasta el carruaje, pero no se atrevió a subirla ella misma por temor a rayarla. -¡Manalo! –gritó Leda-. ¡Despiértate y olvida tus problemas por un momento! Manalo giró la cabeza y la miró soñolientamente. Luego se puso de pie de un tirón, ató las riendas alrededor del poste de los coches, aunque el pobre caballo no parecía verse con ánimo de moverse y caminó con pasos cómodos hacia su lado. -Si sólo la levantaras hacia mí, por favor, después de que yo haya… Antes de que terminara las instrucciones, había alzado la mesa de las manos de Leda y se quedó oscilando en una manera muy extraña. Justo cuando a Leda se le ocurrió que el extraño olor que no era de flores en Manalo era el del licor fuerte, el caballo decidió mirar más de cerca a las hierbas del césped. La pata de la mesa que quedaba rezagada quedó atrapada en el panel del coche. Manalo tropezó hacia delante. Leda dio un grito de consternación cuando la mesa rebotó fuera del carruaje y chocó contra el camino pavimentado de ladrillos con un horrible crujido. -¡Ah, mira! ¿Cómo pudiste hacer eso? –Le dio un empujón en el pecho con la mano para apartarlo. Manalo se tropezó hacia atrás y aterrizó en el césped con un gemido, pero Leda no tenía tiempo de preocuparse por su
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buen estado de salud… estaba demasiado ocupada mirando con fijeza y consternación la pata de la mesa que estaba fracturada hasta abajo y que colgaba desde arriba. -¡Ay, no!-susurró-. ¿Ay, Dios mío, no, no! Cuidadosamente, ella se inclinó y dio vuelta a la mesa levemente. Una barra plana de metal que tenía tallada caligrafía oriental sobresalía de un extremo de la pata, una unión de algún tipo. Mientras la inclinaba aún más, toda la pata se le quedó en la mano. Con un pequeño gemido la alzó entre sus manos. Con un extraño sonido metálico, la plancha de metal comenzó a deslizarse. Leda tomó aire e intentó arreglar la pata, pero el peso del metal ya era imposible de resistir. Leda dio un salto hacia atrás y salvó los pies por algunos centímetros del acero curvo y reluciente, con una punta feroz que atrapó la luz del sol entre los árboles y lanzó una chispa de luces multicolores a la atmósfera cuando cayó. Por un instante pensó: Qué extraña fijación para una mesa. Pero tan pronto como ese pensamiento cruzó por su mente supo que no era una fijación ni una unión de muebles. Era algo que nada tenía que ver con los muebles. Lo que veía era una hoja de espada, una hermosa y cortante hoja de espada, con un tallado intrincado de alguna bestia desagradable a lo largo de la parte superior. -¡Ay, buen Dios, mira esto! –exclamó ella, y luego se tapó la boca con la mano ante su vocabulario. Miró con rapidez sobre el hombro hacia Manalo. Aún estaba tendido sobre el césped. Con otra exclamación se arrodilló junto a él, pero Manalo sólo levantó los párpados y los volvió a cerrar; luego comenzó a roncar; su aliento estaba impregnado de algo como el licor de cerezas. Dejó caer la mano floja sobre el pecho. -¡Pilikia tú! –le dijo con disgusto-. ¿Qué voy a hacer ahora?
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Ella se volvió hacia la mesa; levantó con cuidado la hoja por la parte roma y cuadrada. Intentó deslizarla de nuevo dentro de la pata y dejó caer a ambas con un jadeo; se agarró los dedos para detener la sangre del corte, mientras las lágrimas se deslizaban de sus ojos. Apoyó la pata rota sobre el terreno, tocó la hoja con el codo hacia la pata e intentó hacerla entrar en ángulo con la punta dentro del extremo partido y tosco de la ranura. Cuando finalmente tuvo la hoja en su lugar. Se aferraba a la esperanza de que podría ser posible arreglarla. Parecía inútil preguntarse qué estaba haciendo una hoja de espada en la mesa de Samuel. Sin duda tenía que ver con las tradiciones japonesas. Probablemente todas las mesas de novias tenían una y era la peor de las suertes para una novia romperla y mostrar la espada… con toda seguridad significaba futuros desastres de inimaginables proporciones. El desastre actual era suficientemente espantoso. ¿Cómo se lo iba a decir a Samuel? ¿O al señor Dojun? ¿O a lady Tess? No se dio cuenta de que estaba murmurando para sí misma e intentó poner de nuevo la pata en su lugar, hasta que alguien le respondió. Entonces pegó un salto y miró hacia la sonrisa sin dientes de un hombre kau-kau de pies desnudos y sombrero de paja. Parecía haber llegado de cualquier parte, con el palo sobre el hombro cargado con dos enormes canastas de fruta que colgaban de los extremos. -¿Necesitar ayuda, señorita? –le preguntó en forma amable-. ¿Rompió mesa? -El la rompió –dijo Leda con enfado-. Pero es mi culpa. Nunca debí haberla tocado. ¿Ay, qué voy a hacer? ¡No la hubiera rayado por nada en el mundo y aquí está, rota y sin poder arreglarse! -¿Querer arreglar, señorita? Tener nieto que arreglar. Todo arreglar, nunca saber roto. Leda lo miró, inundada de esperanza; luego bajó la mirada a la mesa.
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-No veo cómo pueda ser posible arreglarla. -¡Arreglar, sí! ¡Sí, sí! Mi nieto, Ikeno, él mejor fabricante de cómodas en isla. Esa mesa especial, ¿si? No todos saber cómo arreglar. Mi nieto saber. -¿Ah, sí? -Mesa especial espada. Japonesa, ¿eh? Mi nieto sólo poder arreglar. El vivir fuera, Ewa, Aiea, cerca de las plantaciones. -¿fuera? –Leda dudaba y se sentía desesperada.¿Cuán lejos? -Tomar coche de caballo, tal vez hora. -¿No hay nada más cerca? ¿En la ciudad? ¿Seguramente los mejores negocios de trabajos en madera estarían en la ciudad? -No. Demasiado haole, chinos. No saber nada de mesas especiales espada. Mi nieto venir año pasado Japón. -¿Cree que sería capaz de hacerlo en el momento? De inmediato, así puedo esperar y llevarla a casa conmigo. -¿Sí, sí! Yo llevarla, él arreglar. Gran cartel allí “Mientras que espera”, sí. Arreglar mientras que espera. Leda se volvió hacia Manalo. Se inclinó y lo sacudió del hombro. -¡Ah, vamos, levántate! ¡Despierta! ¡Debemos irnos! El abrió los ojos y murmuró algo. Con gran persuasión, logró que se sentara. Miró con fijeza y con los ojos turbios más allá de ella al vendedor de fruta. -Debemos irnos enseguida, Manalo. Lamento que no te sientas muy bien pero él va a arreglar la mesa y quiero ver que se haga. Vamos, ven conmigo. ¡Ven conmigo! –Esta última súplica se hizo cuando Manalo sacudió la cabeza y se apartó de sí, para luego volver a caer sobre el césped. Un pequeño frasco castaño rodó del bolsillo de la camisa. Leda se puso de pie y pisoteó el
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suelo; Luego se volvió hacia el vendedor en su desesperación. -¿Puede conducir? ¿Me puede llevar allí y luego traerme? Estaría feliz de pagarle. -¡Pagar no, pagar no! Yo conducir. –Alzó las canastas de frutas hacia la parte trasera del coche y se dirigió al lugar en el que el caballo estaba pastando plácidamente lejos del borde del camino. -Venir conmigo. ¡No llorar, señorita! ¡No llorar, no llorar! Nosotros hacer arreglar mesa.
Cinco días de cuidadoso trabajo, no demasiada avidez, demostrando sólo un grado más de impaciencia en lugar de menos con los cautos contactos que él hizo con los hombres de Ikeno, y Samuel estuvo a bordo del lanchón en Pearl Harbor. Estaba allí como un traidor de los suyos… como el gyaku fukuro de Dojun, una bolsa vuelta del revés. Fukurogaeshi no jutsu (ir más profundamente, simular cambiar de bando por completo), un método efectivo en exacta proporción al riesgo de la técnica. Hubiera sido imposible sin el conveniente marco incriminatorio del robo de Samuel en Londres. No podía ver ninguna duda en Ikeno cuando el hombre estaba sentado, con las piernas cruzadas en el piso de la cabina; tomaba arroz del delgado y esmaltado hashi de un cuenco, tan delicado y grácil como una muchacha en sus movimientos y aún así con un poder oculto, tal como debían de ser sus sospechas. Pero también Samuel podía usar los palillos chinos con refinamiento. Estaba arrodillado descalzo, con ropas occidentales y comía poco, con rapidez, lo suficiente como para satisfacer la cortesía y calculado para demostrar al mismo tiempo su propia disciplina. El comer y el dormir eran placeres que uno se regalaba pausadamente en momentos de relajación. Este no era
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uno de ellos y deseaba que Ikeno viera que él así lo entendía. En realidad, deseaba mantener a Ikeno confundido respecto de lo que entendía o no. El hombre hablaba en un inglés aprendido y torpe, penosamente acentuado; Samuel deliberadamente se dirigía a él como si él fuera su superior; se negaba a usar el inglés y persistía en responder humildemente en japonés a todas las preguntas en inglés. Sabía que no tenía nada de experiencia: un elefante al que le habían enseñado a bailar el vals, que no se esperaba que fuera sino torpe y occidental y, con todo, con un entrenamiento que debía ser tan obvio para ellos como el de ellos lo era para él. Cometería errores, eso lo sabía. Dojun lo había retado demasiado a menudo por transgredir alguna oscura línea de correcto comportamiento, por avergonzarse a sí mismo con su ignorancia occidental. Pero tal vez sus errores le darían más crédito que sus aciertos. Un perro perfectamente entrenado para hablar podría llegar a levantar sospechas; uno imperfecto, pero deseoso, tenía la oportunidad de atraer la simpatía de los espectadores. -¿Tú deseas darme tu fidelidad, eh? -Ikeno tenía un rostro suave, ojos suaves, pestañas como las de una mujer, pero un aristocrático gancho en la nariz y un corte vertical de las cejas que capturaban todo el salvajismo de las pinturas japonesas de los antiguos guerreros. Se veía joven, no mucho más grande que Samuel de acuerdo a las medidas haole. Lo cual probablemente quería decir que tenía cuarenta años o más.- No te comprendo. Finalmente, se había rendido a hablar en japonés, pero el tono era rudo. Samuel se inclinó profundamente, ignorando eso. -Con temor y respeto, esta insignificante persona le ruega a Ikeno-sama que se digne prestarle unos pocos momentos de atención. Tengo poco que ofrecer que
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usted pueda necesitar, un pobre negocio y unos pocos barcos que pierden agua, pero tal vez podría condescender a hacer algún uso de mi educación a manos de Tanabe Dojun Harutake. -Y tal vez debería cortarte la cabeza si el Tanabe te envió. Samuel se inclinó otra vez, luego levantó la cabeza y miró con fijeza a los ojos de Ikeno. -Por favor, disculpe mi descaro, pero no fui enviado. Ya no le debo nada de giri al Tanabe Dojun. -¿Ah, no? Eso no es lo que escuché acerca de ti. Escuché que lo visitas en su casa y que tomas sake con él. Escuché que es un padre para ti. Aún ahora vive en tu casa y hace de criado de tu esposa. -Con respeto, él no es mi padre. No comparto con él ni el nombre ni la familia. -Samuel levantó un pulgar hacia su cabello, un rápido gesto de autoburla.- Como el honorable Ikeno puede ver con sus propios ojos. Ikeno sonrió un poco. -Y de todos modos te instruyó. Te contó, tal vez, del método llamado fukurogaeshi y te mandó aquí para hacernos quedar como unos tontos. No te hizo ningún favor. Cuando envíe tu cabeza a él voy a volver la bolsa al revés. Quizás entonces entienda que no somos baka. Samuel bajó la mirada. -Me contó acerca de este fukurogaeshi no jutsu. No me pidió que lo ejecutara aquí. No me pidió nada últimamente, excepto el santuario de mi deplorable casa. Tal vez... -Dejó que una nota de amargura entrara en su voz.-...Pensó que no sería capaz de realizarlo. Ikeno no dijo nada. Samuel sintió que uno de los otros hombres se acercaba a él por detrás. -Dígnese ordenar a su honorable servidor que haga girar su espada -dijo Samuel con tranquilidad-. Si mi impertinencia en pedir ayuda no lo complace. -¿Estás listo para morir?
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-Si el respetable Ikeno-sama piensa que no soy digno de su servicio, estoy listo. -¡Mentira! ¡Digno! -gruñó-. ¡Creo que el Tanabe te mandó aquí para hacerme ver como un tonto! Dirigió el mentón en dirección del hombre con la espada. En el susurro de la hoja, Samuel reconoció la intención; oyó que el verdugo exhalaba con el esfuerzo del giro; la espada pasó como un rayo por el borde de su visión, con la luz que brillaba en un plano horizontal. No se movió. Cada músculo y célula de su cuerpo sabía tanto como eso, como la respiración... la diferencia entre un golpe mortal y uno que caería cerca. Permaneció arrodillado, relajado mientras la espada golpeaba y le cortaba el cuello de la camisa: el súbito pinchazo de un corte ligero y el olor a sangre le revelaron cuan cerca había caído el golpe. El rostro de Ikeno no tenía ninguna expresión. Demasiado indiferente. El largo silencio podría haber sido interpretado como indiferencia, pero Samuel más bien pensaba que era sorpresa. Se inclinó totalmente hasta el suelo y se tocó la frente con el reverso de las manos. -Con reverente agradecimiento por mi inútil vida. -Deseas traicionar a tu maestro. -La voz de Ikeno era una súbita bofetada.- Ni siquiera un perro traiciona a su amo. La mandíbula de Samuel se puso tensa. -Le guardé lealtad. -Con su rígida postura, hizo como si fuera a hablar y luego se interrumpió. Luego habló en voz baja y apasionada.- Tanabe Dojun me probó de todas maneras. No le fallé. -Estás aquí. -Se burló de mí. Considera mis habilidades con desprecio.
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El eco de las palabras de Samuel murió en la cabina silenciosa. Existía esa profunda ira debajo del hielo en él; se permitió sentirla, que Ikeno la sintiera en su espíritu. Giri... deber virtuoso. Un hombre le debía esa obligación de sangre a su maestro, pero se debía también un poderoso giri a su propio nombre. En cientos de leyendas en Japón, los héroes guerreros que hubieran hecho seppuku (abrirse el vientre a una orden de sus amos) se daban vuelta y se pasaban la vida en vengarse de ese mismo amo por un insulto mucho menor que la burla y el desdén. Era la conducta correcta. Era algo que Ikeno entendería. -Con mi cuerpo aún me inclino ante Tanabe Dojun Harutake -dijo Samuel-. Pero en mi corazón, estoy sin maestro. Vine al honorable Ikeno-sama a ofrecerle mi miserable ayuda en una loable búsqueda. Robé la montura de la Gokuakuma en Londres, pero todavía no fui capaz de localizar la hoja. -Soltó una risa corta y burlona.- El respetable Ikeno-sama no tenía necesidad de entrar por la fuerza en mi oficina... le habría entregado la montura contento si hubiera sabido quién la quería. Es un giri que debo a mi nombre. -¿Bajo qué términos, este giri? Samuel no habló en seguida. Miró alternativamente a cada uno de los otros tres hombres en la cabina. Ikeno no hizo ningún gesto de despedirlos. -Dojun-san me entrenó para la Gokuakuma -dijo Samuel en inglés y con lentitud-. Yo lo amaba y lo honraba. No fallé en ninguna prueba. ¡Ninguna! Y me hace a un lado sólo porque... -La boca se le curvó de desprecio.-Soy... lo que soy. No Nihonjin. Blanco. No se confía en mí. Tomó un muchacho (¡un muchacho de catorce años!) en mi lugar, ahora que la inmigración volvió a estar permitida. -Lentamente, echó la cabeza a un lado y escupió al suelo.- No voy a llevar esta vergüenza que me da.
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Uno de los otros hombres, gruñó, pero Ikeno movió la mano con un leve gesto de calma. -¿Aseveras que hay una mancha en tu honor? -dijo en japonés-. Pensé que para un bárbaro no había nada más importante que el dinero. Samuel se puso de pie. El hombre detrás de él con la espada se extendió. Con un golpe hacia atrás y un bloqueo, Samuel lo atrapó con su propia espada. Permanecieron trabados, mientras que Samuel, deliberadamente, no hacía ningún otro movimiento; sólo sostenía al hombre de manera tal que si se movía en cualquier dirección, se cortaba. -Muy respetado y temido Ikeno-sama. -Samuel soltó al otro hombre, lo lanzó y se dio la vuelta con una inclinación desde la cintura.- Perdone mis pobres oídos y ciegos ojos. No oí las honorables palabras que acaba de pronunciar. Se enderezó. Ikeno lo miraba meditativamente. Samuel le devolvió la mirada desde debajo de las pestañas bajas; mantenía su postura deferente con un visible desafío. -¿Qué ayuda -preguntó Ikeno lentamente- ofrece en particular el bárbaro Jurada-san? Samuel reconoció la elevación de su nombre a algo honorífico. -El respetado Ikeno-sama está en posesión de la montura de la Gokuakuma. Se requiere la hoja. Ikeno inclinó la cabeza y reconoció lo evidente. -Dojun es consciente del robo de la montura. Presume que aquellos que buscan la Gokuakuma la tienen. No sospecha que yo mismo la robé. Sabe de su presencia aquí y da por sentado que la montura está en sus manos. Así que se propone sacar la hoja de la isla e ir a esconderse a otro lado. -Samuel se encogió de hombros.- No sé dónde está escondida ni adonde
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pretende ir, pero lo voy a saber cuando haga su movimiento y cómo. -¿El Tanabe confía en ti para eso? -Confía en mí para cosas que no son de importancia. Pero depende de mi devoción. Lo conozco bien. Y conozco la isla. Puedo hacer lo que digo. -¿Y qué te pagarán por tu honorable contribución? -Sólo ver la Gokuakuma entera, Ikeno-sama. Verla con mis propios ojos y saber que ya no está en las manos de Tanabe Dojun, quien se pasó la vida evitando que se completara... tal como pasé mi vida preparándome para tomar su lugar... hasta que eligió suplantarme. -Tal vez, en tu afán por esta represalia ¿deseas que el Tanabe también la vea? -No es necesario. Sería peligroso. Que yo la vea, que yo sepa que la profanación de mi honor quedó limpia en una manera proporcional... eso es suficiente. Ikeno asintió. -Te felicito. Cuando el mundo está inclinado, debe ser equilibrado. Tu plan parece ser una precisa venganza para el insulto proferido. Samuel regresó a su comportamiento formal. -La inmerecida y generosa alabanza del honorable Ikeno-sama es digna de una enorme gratitud. Su enemigo lo miró con ojos austeros e inteligentes. -¿Y qué de la enorme gratitud, entonces? Tu maestro hizo un hombre de ti. Te debes a él. -Me debo. Y tomó de mí los medios para ser pagado. -El giri es más pesado de llevar cuando consiste en las dos caras del mismo corazón. ¿Qué vas a hacer para pagarle tu deuda, Jurada-san? Samuel regresó a su apariencia insondable e impávida.
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-El traicionar a Dojun-san es una vergüenza más allá de lo soportable. Cuando esté hecha, cuando te entregue la Gokuakuma... no me queda más que hacer que lo exigido por el honor. Ikeno se inclinó en una reverencia que reconocía la igualdad. -Si así ha de ser. Tráeme la hoja... y puedes usar la Gokuakuma con honor sobre ti mismo.
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Leda se había tornado incómodamente dubitativa para el momento en que llegaron al pequeño muelle que se extendía como una oblicua cinta en el puerto inmóvil. -¿Está seguro de que esta es la dirección correcta? Parece excesivamente lejos. No hay ni una residencia a la vista. Era por lo menos la vigésima vez que le sugería que habían cometido un error. El aire parecía más polvoriento aquí, más caliente. La profusa y umbría vegetación de la ciudad había desaparecido hacía mucho tiempo y había dado paso a campos de arroz inundados y maleza seca, interrumpida sólo por palmeras que se veían tan tentadoras como unos harapientos y encorvados estropajos para sacudir el polvo. El hombre kau-kau bajó de un salto y levantó la mesa de la parte trasera del coche. -¡Enseguida, señorita! Sólo tener bote ahora. Tomar bote, ir allí, chop-chop. -¿Bote? -Leda miró dubitativamente a la pequeña embarcación que estaba atada no lejos del muelle, justo fuera de los bancos de fango. Apartó un mosquito. -Realmente no creo que me gustaría tomar un bote.
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-¡Única forma de llegar allí, señorita! Venir, Ikeno arreglar mesa, usted querer, ¿eh? -No -dijo y tomó la decisión que había estado rondándola durante la última media hora. Tomó las riendas del caballo-. No, por cierto que no quiero ir ni un paso más lejos. -¿No querer ir? -Sacudió la cabeza y luego rompió a sonreír tontamente.- Yo llevar mesa, entonces. Hacer arreglar, llevar casa hoy a la noche, ¿está bien? Antes de que pudiera protestar, llevó la mesa rota por el muelle y la apoyó con cuidado en el bote. Leda frunció el entrecejo. Recientemente había llegado a la conclusión de que la habían secuestrado y el momento actual parecía ser el adecuado para escapar. Sin embargo, ya que el hombre parecía ser genuinamente amable, a la manera de todos estos isleños, y más interesado en la mesa que en su persona, la conjetura del secuestro parecía ser una aseveración exagerada del caso. La mesa era de considerable valor para ella, por supuesto, pero no podía ver que existiera alguna posibilidad seria de rescate. También se dio cuenta, cuando el caballo comenzó a moverse con determinación hacia las malezas más cercanas, que no tenía mucha autoridad para conducir. En realidad, nunca antes había llegado tan lejos como a tocar las riendas. Tiró un poco, intentando desalentar al caballo de seguir comiendo y se encontró con que el coche se movía con rapidez hacia atrás en dirección al agua. -¡Ho! -gritó-. ¡Ho, ho... por favor, detente! ¡Detente! El hombre kau-kau se precipitó desde el muelle. Agarró al caballo por las bridas, justo cuando las ruedas traseras se hundían en las diminutas olas que lamían contra el barro. Después de convencer a Leda de que, a fin de evitar que el caballo se moviera hacia atrás era
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contraproducente aferrarse a las riendas, persuadió al animal de vuelta a la costa. -¿Usted conducir ciudad sola, señorita? -le preguntó escépticamente.-Tal vez más mejor esperar aquí. Leda se recogió las faldas. -Átelo, por favor. Voy a ir con usted. -¡Bien hecho, señorita! -Rápidamente desenganchó al caballo de los arreos y lo dejó en libertad. De inmediato, el animal movió la cola y comenzó a andar con paso cómodo por el camino por el que habían llegado. -¿No se va a ir de paseo? -preguntó Leda, alarmada. -No, no. No va a vagar. Quedarse aquí... pasto, ¿ve? Caballo siempre gustar pasto. Venir bote, señorita. Leda no veía nada de pasto. Al siguiente minuto, tampoco vio al caballo. No había nada para ver, excepto matorrales, cañas altas y sendero arenoso de dos vías que terminaba en el muelle. Todo parecía estar en silencio, con excepción de un extraño sonido sin melodía, que parecía como si cientos de niños golpearan tapas de marmitas a distancia. Llegaba con el viento y se alejaba flotando, dejando todo en silencio otra vez. -Subir al bote conmigo, señorita. Ikeno arreglar mesa. Leda apretó los labios. Pero el pequeño hombre kau-kau no la estaba obligando, no estaba haciendo nada brutal, como una se imaginaba que hacían los secuestradores. Simplemente se apoyaba contra el muelle y sostenía al bote cerca; le sonreía con alegría mientras le decía que tuviera cuidado al poner el pie. A unos pocos cientos de metros agua adentro, sus sospechas renovaron las fuerzas. Ella esperaba que el hombre kau-kau remaría hacia la porción de tierra más cercana, que ya se veía a lo lejos, a la izquierda. En
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cambio, él parecía dirigirse hacia la baja y desolada isla con aspecto de estar desierta en el medio del lago. -¿Adonde vamos? -Quiso saber Leda.- ¡Insisto que me señale adonde me está llevando! El no le respondió y siguió remando con firmeza. Leda estiró el cuello para ver sobre el hombro de su acompañante. Cuando pasaron por un promontorio arenoso, tuvieron a la vista los mástiles de una embarcación pesquera corta y gruesa y Leda se dio cuenta, conmocionada, que se dirigían allí. -¡Voy a saltar por la borda! -declaró ella-, ¡A menos que dé la vuelta en seguida! -Tiburones -dijo sucintamente el hombre kau-kau. Leda tomó aire y cerró los ojos. Se aferró a ambos costados del bote; luego se agarró los dedos y los sostuvo sobre la falda. -No va a conseguir nada de dinero. Mi esposo no va a rebajarse a pagarle ni un solo cuarto de penique. -Este lugar tener diosa-tiburones -dijo él en tono de conversación-. Ella nombre Kaahupahau. Kanakas decir que vivir aquí, este puerto. -Cuan exótico -murmuró Leda. Sé valiente, se dijo a sí misma. No debes aterrorizarte. Sostuvo la mesa contra la rodilla y pensó que si él intentaba atacarla, podría luchar contra él con la espada. Sin embargo, él continuó siendo agradable y simpático y, cuando alcanzaron el bote más grande, él llamó y pareció estar mucho más interesado en subir la mesa a bordo con seguridad que en ocuparse de ella. Permaneció en el oscilante bote de remos mientras él trasladaba la mesa, demasiado cerca del agua infestada de tiburones que tenía un color verdeazulado y que era lo suficientemente clara como para ver mucho más abajo del incrustado casco del bote pesquero.
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De arriba llegó un grito de sorpresa y exaltación; luego, al instante comenzó un forcejeo y un parloteo de voces extranjeras. Mientras el bote de remos se mecía, Leda miró a su alrededor buscando ansiosamente algunas aletas delatoras. -¡Leda! La voz de Samuel pareció llegar de la nada. Levantó la cabeza con violencia. Estaba inclinado sobre la barandilla, mirándola. -¡Ay, gracias al Buen Señor! -Casi se puso de pie de un salto en el diminuto bote, pero el violento movimiento hizo que se sentara rápidamente de nuevo¡Samuel! -Se llevó la mano a la garganta en su alivio.- ¡Ay, Samuel... qué... ¿es una fiesta sorpresa? Dios mío, estás casi... -Quédate allí -gritó él, en un tono apenas ininteligible. -Hay tiburones. -Protestó Leda, pero él había desaparecido de la barandilla. Oyó que Samuel hablaba en japonés, en un tono agudo y apremiante y luego una respuesta de alguien más. Dos hombres orientales llegaron a la barandilla e hicieron descender una miserable escalera de soga. Miraron a ella con expectación. Cuando vaciló, uno de ellos le habló y le hizo gestos de que subiera. -¿Samuel? -preguntó Leda insegura. Un tercer hombre bajó la mirada hacia ella. -Esposa Jurada-san, debe subir. Gran gratitud merecer. Leda se sentía realmente bastante confusa. -¿Gratitud? -Este Ikeno -dijo el hombre kau-kau y sostuvo el bote de remos cerca de la escalera.- Usted subir, señorita. -Lo siento. El señor Gerard me pidió que me quedara en el bote.
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El hombre que estaba arriba habló por encima del hombro. Después de un momento, Leda oyó la voz de Samuel. -Haz lo que él te diga. Está bien. No se oía... como él mismo. Se recogió las faldas y delicada y cuidadosamente se aferró a la escalera; luego se dio impulso hacia arriba. Con la ayuda del hombre kaukau y de los hombres orientales arriba y con sólo un momento aterrador cuando se le enganchó el pie en la falda y el bote osciló locamente, llegó a cubierta y dio un gran suspiro de alivio. El hombre kau-kau golpeó dos veces contra el casco, gritó "Aloha" y apartó el bote de un empujón, para luego volver a manejar los remos. Samuel estaba descalzo en su traje de lino blanco, con una impresionante mancha de sangre en el cuello de la camisa. Leda casi tropieza con la mesa en su alivio al dirigirse hacia él. Uno de los hombres orientales sostenía la hoja que había estado dentro de la pata. Otro tenía una espada completa en la mano, con empuñadura y todo. Al parecer no había damas presentes. Ella se detuvo. Se mordió el labio. -¿Es... tal vez... una fiesta de disfraces? -preguntó en voz muy baja. -Lo hiciste bien. Leda. La acción correcta. Te lo agradezco. -Samuel hablaba de una manera extraña, enfática y lentamente. Luego agregó, sin emoción.- Se trata de negocios, Leda, haz lo que yo te diga, cualquier cosa. Al instante. No lo discutas. Este habla algo de inglés pero cuando unimos las palabras con rapidez, no nos va a entender. Por amor de Dios, haz lo que yo te indique. Era curioso oírle decir que ella lo había hecho bien en forma tan clara, y luego esas cosas tan enérgicas con una voz totalmente desapasionada. Ella tragó saliva y agachó la cabeza.
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-Ah, sí. Por supuesto. Tema algo de miedo de que esto no fuera una fiesta de disfraces. -Levantó la mirada hacia él.- ¿Estás herido? -No. -Sonrió y asintió, como si la hubiera estado felicitando.- Dime cómo llegaste aquí con esa hoja. -¿Ah, la espada? ¿Esta espada? ¡Samuel lamento enormemente haber roto tu mesa de novia! Sólo quería hacer lo que me había recomendado el señor Dojun y llevarla de la casa de lady Ashland a la nuestra, tal como dice la tradición japonesa... para que tuviéramos un buen matrimonio y tú supieras que yo te honraría y respetaría, pero entonces la esposa de Manalo lo dejó y él abusó del licor fuerte y la rompió, se quedó dormido ¡y todo salió mal! -¿Mesa de novia? -Repitió Samuel en forma extraña. -Sí, tú sabes... la que hiciste para lady Tess, la mesa que la novia debe llevar a su nuevo hogar con sus propias manos... ¿te habías olvidado? Hano... hana... algo. Empieza con una "h" en japonés. ¡Pero se rompió! ¿Eso quiere decir mala suerte? Tenía la intención de arreglarla... estaba en camino hacia aquí para que la arreglaran. El pequeño hombre apareció por casualidad... ¿es amigo tuyo? Dijo que el señor Ikeno la arreglaría y que nadie notaría la diferencia. El señor Dojun me dijo que te gustaría que yo la trajera a Mar Creciente y entonces lo hice. O, más bien, lo intenté... -Dios. -La única palabra fue como un gruñido.¿Dojun te metió en esto? Leda se humedeció los labios, consciente de la forma en que nadie se movía y aún así todos la miraban con renovada intensidad. -Bueno, él me sugirió que trajera la mesa. No lo hubiera sabido de otra forma. Samuel cerró los ojos. Por un instante hubo tal furia estática en él que casi pareció como si pasara a través de Leda como una ola de calor y hielo. Abrió los
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ojos; su cara no tenía ninguna expresión, y le dio la espalda a Leda. Se inclinó ante el señor Ikeno y le habló en un inglés mesurado. -Tanabe Dojun me toma por tonto otra vez -dijo, con amargo énfasis en cada palabra-. Mi esposa es una persona tonta e inferior, que tiene valor sólo para mí. Y respecto al hecho de que haya traído la hoja, nada puede sorprenderme más. El acto no tiene ningún valor, pero acepte el beneficio que trae. Mientras que las difamaciones de Samuel le habían parecido algo exageradas, Leda supuso que, por haber roto la mesa, Samuel no le tenía precisamente alta estimación en esos momentos. Miró con rapidez al señor Ikeno y se encontró con que la estaba observando. El le hizo una reverencia. -Esposa Jurada-san. Sus ojos extranjeros, tan oscuros e inmóviles, la incomodaron de una forma que el señor Dojun nunca había hecho. Leda sonrió levemente y asintió. -Buenas tardes, señor. Encantada de conocerlo. -Ruego buena voluntad -dijo él. Luego dio una destemplada orden y uno de la tripulación agachó la cabeza y pasó por la abertura inferior de la caseta sobre cubierta. En unos pocos minutos el hombre regresó con una caja plana y esmaltada y una bolsa de felpa, de una forma y una longitud que Leda, con consternación, halló familiar. El señor Ikeno tomó la bolsa y sacó el arma... la espada ceremonial con la empuñadura del pájaro dorado e incrustaciones de madreperla y esmalte rojo, una espada que Leda habría reconocido aunque no la hubiera visto en décadas. Leda levantó la mirada hacia Samuel, pero él sólo observaba al señor Ikeno y a la espada. Locas incertidumbres corrían por su cabeza: que Samuel había robado el regalo del Aniversario para vendérselo al señor
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Ikeno, que era un espía, un traidor o un miserable ladrón después de todo. -¿Cómo poseer esposa Jurada-san? -El señor Ikeno movió la cabeza en dirección de la hoja curva en la mesa rota y miró a ella. -Estaba en... la extremidad. -Se encontró con que no podía animarse a decir algo tan vulgar como "pata" en voz alta, ni siquiera a un extranjero. -Perdón, esposa-san. ¿Borde? -Extremidad. ¡Pata! Estaba dentro de esta parte, como puede ver. -Ver, sí. ¿Dentro saber usted, esposa-san? -No lo sabía. Se rompió y vi la espada. -Resistió el impulso de morderse el labio. Con toda esta gente extraña, de aspecto tan peligroso, no tenía idea de qué era lo mejor que se podía decir.- ¡Así que... ahí está! El señor Ikeno dirigió una rápida mirada a Samuel. -¿No eres estúpido, espero, como para engañarme con una hoja falsa? Samuel simplemente lo miró con fijeza, sin moverse. El señor Ikeno se dirigió a la cubierta donde desenrollaron un felpudo tejido a sus pies. La caja se colocó precisamente en el centro, con los contenidos de paños doblados, jarras oscuras y pequeñas herramientas dispuestas de forma ordenada. Con aire sombrío, el señor Ikeno se arrodilló y apoyó la dorada vaina de la espada sobre el felpudo. Seleccionó un instrumento que parecía ser un perforador de madera de la caja y golpeó ligeramente sobre un punto en la empuñadura. Un pequeño clavo cayó sobre la tela doblada. Luego sacó la tosca hoja completamente fuera de la vaina y golpeó el puño ligeramente contra el antebrazo. La barra, que ya estaba floja, se soltó completamente. La sacó de la empuñadura y arrojó el hierro por encima de la barandilla.
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Mientras se apagaba el chapoteo, el hombre que llevaba la hoja grabada dio un paso adelante y la ofreció con una profunda reverenda. El señor Ikeno tomó la espada y la sostuvo por encima del borde cortante. La elevó en posición vertical y encajó la empuñadura en la nueva hoja. La espiga se quedó bloqueada a mitad de camino, sin ajustarse completamente a la abertura en la empuñadura. El señor Ikeno dirigió la mirada hacia Samuel. Leda nunca había visto una quietud en el rostro de su esposo como la quietud impenetrable que ahora tenía. El hombre japonés bajó los ojos otra vez hada la espada. Agarró la empuñadura de la espada parada y golpeó el extremo contra la palma de la mano abierta. La hoja pareció estremecerse y luego se asentó firmemente en su lugar. -¡Iza! -La suave exclamación del señor Ikeno pareció romper un encantamiento. Los hombres que estaban a su alrededor se movieron y murmuraron, mientras sonreían tontamente. El señor Ikeno se inclinó sobre la empuñadura y con un ligero golpecito colocó el clavo en su lugar. Levantó la espada en el aire hacia la luz del sol. -¡Banzai! -¡Banzai! -Los gritos de los otros hombres resonaron por la silenciosa bahía. -¿Podemos irnos a casa ahora? -preguntó Leda. Samuel sonrió. -Escúchame, Leda -le dijo aprobadoramente con la suave corriente de inglés que había dicho que el señor Ikeno no entendería-. No importa lo que suceda, haz lo que yo diga. Inclínate ante este hombre y ante mí.
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Leda vaciló y luego le obedeció, copiando el gesto que había visto que Samuel y el señor Dojun habían hecho cientos de veces. El señor Ikeno la ignoró. El miró a Samuel y asintió, con la espada sostenida a través del pecho y los hombros rígidos. -Esta honorable esposa Jurada, puede favor Kwannon. Hacer petición, Ikeno conceder petición. Futuro, honorable esposa-san no sola mientras vida entera Ikeno. -Sumimasen -dijo Samuel-, Por ello, mi deuda para con usted jamás va a terminar. -Miró a Leda y ella se acordó de hacer una reverencia ante él. Suavemente, antes de que Leda levantara la cabeza, le habló farfulladamente.-Leda, cuando te lo diga, en el instante en que te lo diga, saltas de este bote. Por la borda. Leda se enderezó abruptamente. -Perdón, ¿cómo dices? -Haz lo que yo te diga. Pase lo que pase. -Su boca se endureció.- Suceda lo que suceda. -Pero... -¡Silencio! -De pronto, se dirigió a ella con grandes pasos, la empujó por el hombro hacia un lugar contra la barandilla, con la espalda hacia los demás.Escúchame, esposa -le dijo ferozmente por entre los dientes-. Te estoy diciendo que si no haces exactamente lo que te digo no vas a llegar a casa viva y yo tampoco. Esta no es ninguna fiesta de disfraces. Si te digo que saltes por la barandilla, lo haces. ¿Entiendes? -La sacudió por el cuello de la ropa.-Ahora... comienza a llorar. ¡Hazlo! Leda ya estaba a medio camino de las lágrimas por la conmoción. No lo entendía; no tenía sentido. Cerró los ojos con violencia y los volvió a abrir. -Samuel... -No pueden marcharse hasta que crezca la marea. Cuatro horas. Suceda lo que suceda, Leda. Al agua
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cuando yo te lo diga. Haz lo que yo te diga, suceda lo que suceda. Verdaderas lágrimas de miedo comenzaron a agolparse en sus ojos. -¿Qué va a suceder? Emitió un áspero sonido y se apartó de ella con un empujón. Miró al señor Ikeno con la espalda derecha y la mancha de sangre en el cuello oscura contra el lino de color crema. -Yõi shiyõ. El hombre japonés respondió largamente en su propia lengua, con un gesto en dirección de la espada y de sí mismo. Samuel vaciló; luego inclinó la cabeza, como si estuviera aprobando una decisión. El señor Ikeno despachó órdenes a sus hombres. El porte de todos ellos se había vuelto grave y cada movimiento, deliberado. Otro felpudo se colocó antes del primero y una segunda espada, más corta con una empuñadura común sobre él. Samuel se arrodilló ante la punta de la segunda espada y dobló su cuerpo grácilmente. Se tocó la frente con la palma de la mano sobre la esterilla y se enderezó. El señor Ikeno, también se arrodilló. Se sentó frente a Samuel y tomó la espada más corta. Con la deliberación de un ritual, la sacó de la vaina y quitó la hoja de la empuñadura, como había hecho con la otra. Frotó la hoja con un paño, lentamente, en silencio; el único sonido era el suave y acuoso chapoteo de las diminutas olas contra la isla. Leda no estaba muy segura de que le agradara esto. Observó cómo el señor Ikeno pasaba una almohadilla sobre la hoja, como un soplido de polvo que dejó una leve capa de polvo. Con otro paño, quitó el polvo blanco y frotó con mayor lentitud y mayor cuidado. El acero limpio relucía. El señor Ikeno lo dio vueltas en la mano una y otra vez, examinándolo. Luego
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lo extendió hacia Samuel, con la espiga desnuda por delante. Leda se asió a la barandilla inferior del barco pesquero. Sentía las mejillas calientes. El sombrero de paja de verano le daba poca sombra del sol de la media tarde. Samuel no llevaba sombrero en absoluto; su cabello atrapaba la luz, la concentraba, mientras que la hoja que tenía en la mano destellaba al sol a todo lo largo. La estudió, observó el filo y luego se la entregó de nuevo al señor Ikeno. Samuel se quedó inmóvil mientras el hombre japonés aplicaba aceite en un paño y aplicaba este a la espada, con tanto cuidado como cuando la había frotado y limpiado. Volvió a asentar la hoja en la simple empuñadura y la colocó sobre la esterilla, sin la vaina, con la punta desnuda dirigida hacia Samuel. Luego levantó la espada con la empuñadura dorada y comenzó el mismo ritual. Leda tomó aire. Iban a tener una lucha con espadas. Podía ver que esto era algún tipo de preparación ceremonial. El corazón le latía en su garganta. -Samuel -dijo con voz temblorosa-. Me gustaría que nos fuéramos a casa. El señor Ikeno levantó la mirada hacia ella como si hubiera hablado una gaviota. Dejó de limpiar la espada. Por un momento, Samuel se quedó en silencio. Luego le habló al señor Ikeno. -Gomen nasai -le dijo. El señor Ikeno sostuvo la larga hoja. Asintió. -Sõ. Samuel desenvainó la espada más corta, la apoyó en el suelo, se puso de pie y se dirigió a Leda. Le tocó el brazo y se inclinó cerca de su oído. -No nos podemos ir a casa. Escúchame, haz lo que te diga: es todo lo que te pido. -¿Que va a suceder?
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Apoyó la punta de los dedos en la mejilla de Leda. -Por favor, Leda. -¿Qué va a suceder? El sólo la miró a los ojos. Leda tragó con la garganta seca, asustada. Tomó el abrigo de Samuel. -¡Samuel, no voy a permitir esto! No lo voy a permitir. -¿Me amas? Los labios de Leda se entreabrieron. -¡Sí! -Entonces, confía en mí. Haz lo que te diga. Llora si quieres, grita si quieres. Sólo escúchame lo que te voy a decir y hazlo. -Esto es una pesadilla. Deslizó los dedos por la mandíbula de Leda. -Te amo, Leda. No lo olvides. Ella fijó su mirada en la mancha de sangre que él tenía en el cuello. Tema la garganta tensa de terror. La boca se abría en protestas que no querían salir. El sonrió levemente. -Y no te olvides de respirar. -¡Samuel! ¡Si algo te sucede...! -No lo olvides -susurró. Samuel la dejó. Se puso frente a Ikeno y a la corta y desprovista de adornos harakiri-gatana, con el doble filo y empuñadura primorosa envuelta en hilo de seda negra. Se arrodilló con el saludo apropiado y centró su atención en la Gokuakuma. Ikeno le había ofrecido un honor ambiguo: kaishaku, actuar como su segundo, situarse como un pariente al terminar el ritual suicida con la hoja demoníaca. Para evitarle a Samuel el dolor completo del acto y retener el noble principio... mientras agarraba la
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espada y la hundía dentro de sí, Ikeno le cortaría la cabeza. Era una amabilidad y una tácita presunción de que un occidental no podría hacerlo; no tendría la disciplina para cortarse a sí mismo de izquierda a derecha, de arriba a abajo y luego lanzar la espada hacia la propia garganta, como un verdadero guerrero. Samuel observaba las manos que daban brillo a la Gokuakuma. Manos cariñosas, como una madre acariciando a su hijo, alisando el paño a lo largo para purificar la espada. Ikeno se tomó su tiempo. Una espada japonesa se probaba al anotar cuántos cuerpos de enemigos muertos podía atravesar de un solo golpe. Esta espada, que no había sido usada en siglos, sería verificada con Samuel. Ikeno inspeccionó la Gokuakuma centímetro a centímetro. Extendió la hoja hacia Samuel, le permitió mirarla pero no tocarla, juzgar el filo de navaja y el acero bruñido, sin oxidar, que brillaba sin imperfecciones en una llama que llevaba al tengu grabado a la vida: hacía que las garras y el pico parecieran retorcerse cuando la espada era movida. Samuel hizo una reverencia de reconocimiento. Ikeno colocó la hoja en la empuñadura dorada y con un golpecito colocó el clavo en su lugar. Envainó la Gokuakuma, se puso de pie y se colocó detrás de Samuel. En su mente, Samuel cantaba el kuji y conjuraba la fuerza de los nueve símbolos que sus manos no formaban. Escuchó; no oyó nada y sintió, sin experimentar nada y aspiró el vacío, hasta que no hubo nada más que tierra, agua, viento, fuego y la común espada frente a él. Tiempo y la espada. Tiempo infinito. La luna brilla sobre el agua y el agua pasa y se desliza, pasa y pasa y pasa mientras que el reflejo de la luna nunca se mueve.
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El bote flotaba con la marea creciente y luego el giro, el horizonte que se arrastró y siguió de largo. Pensó, y no pensó, en Leda. En Dojun. Era como morir, zanshin. La vieja canción llegó a él, la primera canción, la canción del tiburón. Y en algún momento en ese tiempo infinito, oyó el sonido de campanas sin melodía. Un carillón. Dos. Tres. Leda, pensó. ¡Leda! Se extendió, alcanzó la hoja y la levantó.
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Leda sintió que un cosquilleo de transpiración le bajaba de la nuca hasta el cuello. Pasaron horas… sabía que habían pasado horas que había visto que el señor Ikeno se ponía detrás de Samuel y sostenía la espada dorada y roja en ambas manos, por la empuñadura y por la vaina, con la sombra que se extendía y reptaba por la cubierta con inconmensurable lentitud mientras el bote giraba. Todo el mundo esperaba. Era como un sueño. Todo el silencio, el eterno silencio, este lugar, estos hombres; Samuel, con la mancha de sangre en el cuello y las espadas que atrapaban la luz de todos lados y la convertían en dorado, plata y acero. Como se trataba de un sueño, ella no se movió cuando la sombra le alcanzó el ojo, recorrió el barco y pasó por debajo de la barandilla. Luego giró la cabeza levemente, ya que no deseaba apartar los ojos de Samuel. Siguió de largo otra vez. Se agitó repentinamente.
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Su cuerpo pareció perder todo el control, todo lo que la sostenía. Se estremeció y crispó totalmente y se quedó helada. El borde de la visión se le oscureció. Respira. Jadeó en busca de aire. Y entonces se dio vuelta a la derecha y bajó la mirada… y tenía que ser un sueño. Era un sueño impensable, espantoso, una oscura pesadilla con una longitud como la mitad del barco pesquero, de líneas suaves y que se movía con lentitud, ora husmeando el casco, ora flotando debajo, ora desapareciendo en las profundidades con un súbito latigazo suave de la cola. Leda abrió la boca. No salió sonido alguno. Comenzó a llorar en silencio y miró con fijeza a su alrededor, a los demás que parecían haberse olvidado de todo menos de Samuel y del señor Ikeno. A través de la quietud, oyó unas diminutas campanas, el chapoteo sin melodía de los campos de arroz en la costa… un sonido tan mundano y terrenal que no parecía encajar en nada. Se sentía como se había sentido en los sueños, como si hubiera estado intentando gritar y no pudiera moverse, como si todo sucediera del modo en que la miel fluye lenta de un frasco. Vio que Samuel se inclinaba ante la hoja en la esterilla. Con un sonido de viento, de un susurro salmodiado, el señor Ikeno sacó la espada. Extendió las piernas y levantó la empuñadura dorada, sujetándola con ambas manos. La espada se tragó al sol y generó una sarta de cuentas de fuego en la punta. La imagen se le congeló en los ojos. Miró con fijeza al reflejo deslumbrante de acero sobre la cabeza de Samuel. No, pensó. ¡No!
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Oyó un grito: sintió manos sobre sus brazos que la sostenían hacia atrás; observó cómo Samuel levantaba la espada de la esterilla. La levantó en un solo puño. Mientras se le acercaba hacía sí, la otra hoja caía con fuerza. Y los gritos era los de ella: ¡No, no, no! El cuerpo de Samuel cayó como una muñeca sin huesos, como el caballo de un coche que había visto desplomarse muerto en la calle. El señor Ikeno lo aguijoneó y Samuel estaba muerto, asesinado sanguinariamente, desplomado sobre la cubierta con su asesino, pero gritaba a ella: ¡Ahora, al agua, ahora! Al agua. Samuel rodó y salió con ambas espadas en la mano. Giró sobre su eje y lanzó el pie contra el mentón del señor Ikeno con una fuerza que tiró al hombre hacia atrás e hizo que la cabeza chocara contra la pared de la cabina. El miembro de la tripulación le soltó los brazos de Leda, acometió contra una lanza arpón de la cubierta. -¡Leda! –gritó Samuel-. ¡Lánzate! Su voz era una gente tangible, una fuerza que la empujaba. Se aferró a la barandilla y miró hacia abajo y allí estaba el tiburón deslizándose desde debajo del casco, quebrando la superficie con una aleta horrible. Cuando se dio la vuelta, Samuel evitó la malvada punta de la lanza con un paso a un costado y otro hacia adentro, pasando junto al arpón. Golpeó violentamente la mano de su atacante con la empuñadura tosca y subió el codo hasta debajo del brazo del hombre; luego mandó la rodilla a la rótula con tal fuerza que Leda oyó que el hueso se rompía. El hombre lo soportó sin emitir ningún sonido y cuando cayó hizo oscilar el arpón. La feroz cuchillada produjo una nota baja y silbante en el aire. Abrió una de las mejillas de Samuel, una brillante línea de un carmesí instantáneo. Samuel gateó hacia atrás, como un gato a medio caer desde un árbol. Su corta espada aleteó y cortó la
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lanza, mientras que el hombre herido se retorcía hacia atrás y dejaba una estela de sangre cuando Samuel la pateó fuera de borda. "¡He manõ!" Otro grito llegó desde el agua. Uno de los hombres japoneses bloqueaba el paso de Samuel, mientras que otro hacía girar una red de pesca. El señor Ikeno se puso de pie con un empujón y se tambaleó contra la pared de la cabina. Detrás de todos ellos, Leda vio una canoa nativa, con los remos brillando, que se dirigía hacia ellos con una estela que se extendía detrás en el agua quita. Apareció la aleta del tiburón, hizo su propia estela, una curva y luego se sumergió. Samuel se movió hacia atrás de los atacantes japoneses y pasó una pierna por la barandilla. Leda dio un chillido cuando él se precipitó hacia afuera, pero no saltó; agachó la cabeza cuando la red voló por encima de él y giró de un lado a otro bajo la barandilla con las manos y las piernas. La red pasó junto a él sin alcanzar nada; las pesas golpeteaban contra la barandilla de metal. Cuando Samuel cambió de dirección se soltó de un brazo y llevó la larga espada hacia la pantorrilla y canilla del hombre más cercano, con un poderoso y amplio movimiento, exponiendo carne y hueso. El hombre se tambaleó y permaneció de pie, pero las piernas le fallaron cuando dio un paso adelante. Samuel corrió hacia arriba y se sentó a horcajadas sobre la barandilla, con la empuñadura dorada en la mano. La sangre le manchaba casi la mitad del rostro; aún salía del corte. La sangre de sus atacantes manchaba las esterillas en la cubierta y espesaba el aire con el aroma. Gritó en japonés y el último hombre se detuvo súbitamente, el único de todos ellos que no estaba herido. -¡He manõ! ¡He manõ! -Un ladrido de frenética advertencia venía de la canoa.- ¡Auwe, Haku-nui! ¡No! ¡No saltar!
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Leda reconoció a Manalo y al señor Dojun en la embarcación nativa, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. El señor Ikeno se abalanzó hacia ella. Leda reculó, pero él la atrapó del brazo y la tiró hacia atrás. La barandilla chocó penosamente contra sus caderas. El sombrero de paja se le voló. Los pies le salían fuera de la cubierta. El la empujaba y ella se inclinaba tanto sobre la barandilla que pudo ver la imagen resplandeciente del sombrero que daba vueltas en dirección del agua. El señor Ikeno la sostenía allí por un brazo; los dedos se le resbalaban a ella en la redonda barandilla de metal y un grito se ahogaba en su garganta. Luego él la levantó en posición vertical, justo lo suficiente para evitar que los pies que pateaban frenéticamente encontraran la cubierta. Samuel los miraba fijamente, y respiraba con dificultad. Debajo de él, la canoa dio un golpe contra el casco del bote pesquero. El señor leño habló. Su voz era suave, pero Leda jadeó ante la fuerza con la que la agarraba. No podía retorcerse y quedar libre de esa brutal prisión. Y la estaba empujando de nuevo; la estaba echando hacia atrás de manera tal que si la soltaba, se caería sobre la barandilla y luego al agua. Intentó Leda enroscar sus dedos alrededor de la manga, del brazo; las uñas de sus dedos se hundían en lo que podían encontrar. Los pies encontraron la cubierta, se deslizaron y patinaron débilmente y perdieron contacto. Sólo la presión del señor Ikeno la mantenía en equilibrio. -¡Fuka! -bramó Samuel-. ¡Same! ¿Lo ves, Ikeno? Ese es mi tiburón. -Introdujo la corta espada en su cinturón y con un salto dejó la barandilla- ¡Yo lo llamé! -Se oía como un loco, gritando en inglés y en japonés al feroz límite de la fuerza de sus pulmones. Se golpeó el pecho con el puño- Boku-no, Ikeno, ¿wakarimasu ka?
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De pronto esgrimió a dos manos la espada dorada frente al hombre de Ikeno. Su blanco saltó hacia arriba, un salto soberbio que debería haber hecho desaparecer la espada, pero Samuel detuvo el momento cuando estaba a medio girar sobre su eje y el hombre cayó con la punta de la espada en la garganta. Cuando se arqueó hacia atrás contra la barandilla, Samuel le pateó los pies, de modo tal que por un momento se balanceó sobre la barandilla en la misma forma que Leda. El hombre lanzó las piernas hacia arriba y hacia abajo y saltaba por la barra como un acróbata de un circo. Se sostenía por las manos y los pies le colgaban sobre el agua. -¡Onaka ga sukimashita ka! ¿Tienes hambre, tiburón? -Samuel colocó la hoja plana de la espada contra la barandilla. Sonó como una campana partida. Leda sintió la vibración debajo de sus dedos. Samuel golpeó otra vez- ¡Ven aquí, fuka! ¡Yo te voy a alimentar! -¿Tú lolo? -gritó Manalo desde la canoa-. ¡No llamar tiburón! -No me va a lastimar a mí. O a lo que es mío. Pasó la espada sobre las manos del hombre que colgaba, a un paso de cortarlas.- Se comería esto si se lo diera. El señor Ikeno gritó, abrupto y gutural, en su propio idioma. Leda dio un pequeño chillido y garabateó un punto de apoyo, mientras él la empujaba a más afuera de la barandilla, haciéndole perder el equilibrio. Samuel dio un paso hacia atrás y permitió que el hombre se levantara y pasara por la barandilla. En ese mismo instante, el señor Dojun subió a bordo desde la canoa. El señor Ikeno mantenía a Leda en un ángulo peligroso y gritaba agudamente en japonés. Samuel permaneció inmóvil en medio de la cubierta y de las esterillas llenas de sangre. Se agachó y
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recogió la vaina roja y laqueada y metió por la fuerza la hoja dentro de ella. -¡Ikeno-san; Dojun-san! -Mantuvo la espada en el aire mientras gritaba- ¿Quién la desea? Nadie se movió; nadie dijo nada. -¡Dojun-san! ¡Mi maestro, mi amo, mi amigo! ¡Mi amigo! -Su furiosa voz rebotó en la isla y en el agua.¡Aquí está tu espada, Dojun-san! -Hizo una amplia reverencia y la extendió; la vaina brillaba dorada y carmesí. El señor Ikeno gruñó una advertencia e inclinó a Leda un grado más afuera. Ella chilló y luchó por asirse al brazo, a la barandilla resbaladiza, a lo que pudiera agarrarse. -¡Pero, Dojun-san! -dijo Samuel, con una burla perversa-. Mira qué sucede si le devuelvo la Gokuakuma al honorable maestro. Dojun lo miraba con fijeza, sin parpadear. Samuel se encogió de hombros y bajó la espada. -¿Y qué? Consíguete otra esposa, ¿ñe? Maldito. Maldito, no te interesa; me estafaste, me embaucaste; me usaste durante diecisiete años, maldito, ¿por qué está ella aquí? -Respiraba ásperamente, y un sonido alto se escapaba por entre sus dientes.- ¡Mírala! -aulló y sostuvo la espada por encima de la cabeza-. ¿Sabes con cuánta rapidez podría matarlos a ustedes dos? -Tú tener debilidades, Samua-san -dijo el señor Dojun con tranquilidad-. Tú desear demasiado. Samuel lo miró con fijeza. Bajó la espada. -Desear demasiado. -Repitió, con voz incrédulo.¡Yo deseo demasiado! La sangre seca que tenía en el rostro era como pintura de guerra. Sacudió la cabeza, como si la idea lo dejara perplejo, como si el señor Dojun lo dejara atónito. Se dio vuelta súbitamente y golpeó la espada otra vez contra la barandilla de hierro.
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-¿Lo oyes, tiburón? ¡Yo deseo demasiado! Leda aspiró aire mientras miraba de costado y veía la forma espantosa que se disparaba desde debajo del bote, con la nariz roma y tremendo, tan inmenso que aún cuando la cabeza estaba pareja con el extremo del bote, la aleta triangular estaba exactamente debajo de ella. Chocó contra el casco y toda la embarcación se meció. -No deseo demasiado -dijo Samuel. Se volvió con la espada hacia Leda y el señor Ikeno. El señor Dojun emitió un sonido. Comenzó como un grito sacado para afuera, un gruñido, y luego creció. Recorrió el cuerpo de Leda con un impacto paralizante; sintió que la presión de su captor se tensaba. Samuel se detuvo como si hubiera aparecido una pared frente a él. Leda retorció frenéticamente la mano que tenía libre; intentaba aferrarse a la barandilla, luchaba, sentía que perdía el equilibrio mientras el señor Ikeno la inclinaba. -¡Samuel! -lloriqueó. El se movió. Con un sonido que no era ningún sonido, una explosión de aire y fuerza que dejó a todo lo demás en silencio, lanzó la espada al aire. El señor Ikeno se apartó de ella con un impulso y saltó para interceptarla en el arco vertical. Leda gritó y se agarró a algo para mantener el equilibrio, con medio cuerpo sobre la barandilla, mientras que agua y bote surgían locamente en su visión. Algo la atrapó por el brazo y de un tirón la puso salvajemente sobre los pies. Samuel la arrastró contra su pecho y se tropezó hacia atrás con la fuerza de su tirón. El señor Ikeno ni siquiera les dirigió una rápida mirada; miraba fijamente hacia arriba, a la espada que daba vueltas con la punta hacia arriba en un elevado arco y que bajó con violencia. Golpeó contra el agua primero con la punta, a tres metros del barco. Apenas si hizo un chapoteo y
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pareció atrapar el sol en toda su longitud, bajo el agua clara. A cierta distancia, el tiburón se volvió con rapidez felina. La espada se hundió como una hoja que cae, pausadamente, la empuñadura dorada centelleando débilmente. Cuando la criatura se lanzó hacia el arma, la inmensa cabeza pareció hincharse. El cuerpo rodó y mostró un estómago blanco y una boca abierta, un macabro instante de unos dientes de pesadilla y la espada deslizándose hacia adentro como si un sifón la hubiera aspirado. -¡Iya! -murmuró el señor Ikeno. La aleta gris quebró la superficie. El tiburón pasó junto al barco pesquero y lo meció con el oleaje de su paso. -He manõ. -Llamó Manalo desde la canoa, con el asombro en la voz.-¡Kawaha õ Kaahupahau! Nadie más habló. El tiburón giró hacia el puerto abierto. La aleta se deslizó debajo del agua. La pasmosa forma se hizo indistinta, se hundió y desapareció de la vista en las profundidades.
Samuel sostenía a Leda contra él, con la espalda apoyada contra la baja caseta de la cubierta. Sentía los estremecimientos que la recorrían uno después de otro, cada vez que intentaba hablar o moverse. Se le había soltado el cabello y se le metía en los ojos; Samuel lo alisó hacia atrás mientras miraba sobre su cabeza a los demás. Ikeno estaba inmóvil, con la mirada fija en el tiburón. -¡Aiya! -musitó-. Buda y todos los dioses nos protejan. ¿Qué hizo el Tanabe aquí? -No lo sé -dijo Dojun suavemente. Ikeno no se volvió ante el sonido de la voz.
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-¿Es un loco o es un santo? ¿Qué hiciste, Tanabesan? ¿Qué creaste? -No tengo respuesta. Sólo sucedió. Ikeno sacó un amuleto omamori de debajo de las ropas y lo sostuvo en el puño. -El dios de la guerra habla, ¿ñe? -Sugirió inquietamente.- Tal vez Hachiman del arco y la flecha con plumas esté incómodo y se haya deslizado debajo de su templo de piedra para volar al exterior. Namuamidabutsu; namuamidabutsu.Salmodió monótonamente por lo bajo. -¿Qué vas a hacer? -La voz de Dojun era tranquila. Ikeno soltó el amuleto. Los ojos se le achicaron y se encogió de hombros, como si se sacudiera el pavor supersticioso. -Cazar al tiburón -dijo con un tirón de la barbilla. Pero debajo del desafío, había un peso de tristeza en la voz. -Inútil -dijo Dojun-. Tu rõtõ sangra. Ikeno miró sobre su hombro y vio que el único de sus hombres que no estaba herido estaba vendando a los otros. -Todos vamos a sangrar de un dolor de estómago. ¡Kuso! Debí haber ido tras él. -Una muerte de perros. Una muerte sin sentido. -¡Eres un traidor! Traicionaste a tu propio país. La Gokuakuma se necesita ahora. Estamos arrodillándonos con la frente contra el suelo ante el Occidente. -¡Entonces, pongámonos de pie derechos y no le entreguemos nuestra confianza a demonios! -dijo Dojun con irritación-. No creo que el dios de la guerra viva bajo un templo de piedra. Estuve en el Occidente demasiado tiempo. Hachiman vive en otro lado, Ikeno-san... en los vientres de políticos y sacerdotes y hombres como tú y yo.
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Ikeno soltó un bufido de desprecio. -¡Nihonjin no kuse ni! En verdad el Tanabe estuvo en el exilio demasiado tiempo. No es japonés. Dojun giró y lo enfrentó, con una mirada de mayor emoción de la que Samuel jamás le hubiera visto. Ikeno estaba con las piernas separadas, la cabeza erguida y el aspecto de prepararse para una lucha. Una voz se elevó hablando enfáticamente en lengua franca sobre los murmullos de los luchadores ensangrentados en la caseta. Manalo había subido a bordo; con ingenuidad isleña, ataba vendas y se prestaba a ayudar a hombres que lo habrían matado sin conciencia un cuarto de hora antes. Dojun volvió la cabeza. Los observaba. Después de un momento, se encontró con la mirada de Samuel. -Tal vez el honorable Ikeno dice más de lo que sabe -dijo con una sonrisa sardónica. Samuel no pudo interpretar esa mirada. Se dio cuenta de que nunca había sabido nada, en realidad, de las emociones verdaderas de Dojun. Aun ahora no las conocía, después de haber filtrado todo por el tamiz de su propio anhelo, su propia ira y heridas. Siempre... siempre... Dojun había lanzado sus golpes, excepto por aquel único juicio en Haleakala y aun entonces... aun entonces... Samuel se había preguntado acerca de ello en algunas ocasiones. Dojun era un maestro. Siempre lo había sido. Siempre lo sería. Pero esta vez, Samuel había desafiado la irrompible pared de sus intenciones y la había quebrado con las suyas propias. Dojun se inclinó hacia él con orgullo rígido. -Encuentro que una amistad occidental es una cosa potente y difícil, pero hay cosas que no se pueden evitar en este ciclo de la existencia. Samuel oyó la acusación... y el reconocimiento. Sostuvo su mirada desafiantemente.
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-No consiguió la espada demoníaca, ¿no es así? -No. -Dojun fijó la mirada en Pearl Harbor.- No lo hizo. -Sonrió levemente.- Pero recuerda a la estrella de mar, Samua-san. Samuel acercó el cuerpo de Leda al suyo y colocó el rostro en la curva del cuello. Ella le estrechó la mano. Un largo estremecimiento la recorrió. -Por favor -dijo con voz baja y ordinariamente inglesa-. ¿Podemos irnos a casa ahora? Samuel llamó a Manalo, quien levantó la cabeza al instante en reconocimiento y saltó a la canoa. Cuando Leda vio eso, se quedó tensa en los brazos de Samuel. -¿Tenemos que ir en ese bote pequeño? El la estrechó con fuerza entre sus brazos. -El tiburón desapareció. Ella se estremeció. Luego, aspiró aire profundamente. -Bueno. ¡Sí! Estoy segura de que tienes razón. Con un pequeño empujón, permaneció de pie derecha. Sin mirar a Ikeno, ni a Dojun, ni al desorden en cubierta, puso una expresión de austera resignación de mártir en el rostro y caminó con cuidado sobre las esterillas sangrientas. Se detuvo en la barandilla. -Me gustaría llevarme la mesa de la novia, señor Dojun. Si amablemente pudiera traerla. Tal vez se pueda arreglar y se pueda encontrar otra espada para remplazar a la que fue... tragada. Dojun no parpadeó. -Sayõ. Yo arreglar, señora Samua-san. Toda la buena fortuna -dijo y le hizo una reverencia. -Excelente. Y debo agradecerle a usted y al señor Manalo por su rescate. Como vieron, el señor Gerard tenía la situación completamente controlada, pero su valor y amable ayuda fueron extremadamente serviciales.
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-Kin doku. Demasiado honor. -Dojun se inclinó, una profunda reverencia de respeto.- Buena esposa. Buena esposa, Samua-san. Kanshin, kanshin. -Se volcó al japonés.- Llévatela ahora. Sé lo que te digo. Es admirable. La respeto. Desea mucho hacerte bien. Samuel vaciló. Era un halago más allá de lo que nunca le había oído decir a Dojun. -¿No viene? -Manda a Manalo por mí. -Sonrió irónicamente.Voy a llevar la mesa de la novia. Samuel miró con rapidez a Ikeno y a los demás. -Deseo convencer a esta persona desatinada de su locura en pensar que no soy japonés -dijo Dojun ligeramente. Ikeno se apartó del lugar en el que había estado mirando fijamente hacia lo lejos y gruñó. El ceño era como uno de los guerreros con rostro de demonios de las impresiones en bloques de madera, como si deseara asesinar a alguien. Por las venas de Samuel aún corría una profunda ira hacia Dojun, pero alguna perversa fusión de lealtad, hábito y obligación hizo que le hablara. -¿Necesita ayuda? Dojun se pasó la mano frente al rostro, en un gesto negativo. -Chigaimasu. ¿Qué te piensas, pequeño baka? Samuel miró por el rabillo del ojo a la actitud dispuesta de Ikeno. Sonrió mordazmente. -Está bien -dijo en inglés-. Que te diviertas.
Leda estaba sentada frente a Samuel en la canoa, rígida, con las manos y los codos pegados al cuerpo. Llegaron a la costa sin ninguna señal de amenaza de tiburones. Estaba esperándolos Shõji, quien había
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manejado las latas de cobre de arroz para comunicarse con Samuel mientras permaneció en el bote... un sólo toque para alertarlo de que estaba llegando uno de los hombres de Ikeno, dos para un extraño y tres para Dojun. Saltó para ayudar a arrastrar la canoa hada la costa embarrada. Samuel, con los pantalones de lino aplastados a las rodillas, vadeó hada la tierra seca para ayudar a Leda a bajar. Ella recogió sus faldas como si hubiera estado descendiendo de un carruaje en Park Lane. Shõji tenía los caballos atados al coche. Leda esperó mientras le ponían los aparejos a uno. Se veía como una niña extraviada en las calles, con el cabello volando alrededor del rostro y sin sombrero. Samuel deseaba ir a ella, arrastrarla a sus brazos y abrazarla, abrazarla, fuertemente, cerca de sí. Pero en cambio trabajó con Manalo y el muchacho, ocultando la dificultad que había caído sobre él. Terminó de sujetar una hebilla y se quedó allí mirándola con fijeza. Shõji le dirigió una mirada preocupada y se dio cuenta de que el muchacho estaba preocupado por Dojun. -El está bien -le dijo Samuel brevemente-. Simplemente sigue observando. Shõji se deslizó en silencio hacia el camino entre los matorrales y desapareció. Manalo volvió a dirigirse a la canoa. Cuando Leda protestó vigorosamente acerca del peligro de ello, el hawaiano sólo se encogió de hombros. -Deber volver, recoger Dojun-san alguna vez. -Pero el tiburón... Sonrió tontamente. -Manalo demasiado gusto feo. Tiburón no gustar. -Tal vez saborear gusto whiskey, ¿eh, blad? musitó Samuel-. Te emborrachas otra vez, yo llamo tiburón aquí, cortar tu laho.
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La sonrisa de Manalo perdió el brillo natural. Le dirigió una incómoda mirada a Samuel. -Mahope aku -dijo Samuel, con un movimiento de cabeza-. Más tarde, hermano. Nosotros hablar. El hawaiano torció el rostro y se inclinó sobre el flotador lateral, y vadeó mientras empujaba la canoa. -Tal vez Manalo ir pesca pocos días. -Saltó a bordo y levantó el remo en el aire.- Aloha nui. Leda se quedó observando con atención hasta que la canoa se perdió de vista alrededor de la isla en el puerto. -¡Bueno! -dijo ella-. Espero que él sepa de lo que está hablando en lo que se refiere a los tiburones. Samuel apoyó la mano en el flanco del caballo. Vio que Leda se estremecía, pero por qué no lo miraba. Se acurrucó y fijó la mirada en el agua, parpadeando con rapidez. -Leda... Ella giró la cabeza con una brillante expresión vacía. Luego su mirada se dirigió a las manchas de sangre en el cuello y solapas. La respiración se convirtió en un sollozo. Se abrazó con mayor fuerza y tragó; jadeaba y había pequeños y desesperados ruidos en su garganta. -¡No quiero llorar! ¡No voy a llorar! Samuel dio un paso y se detuvo. -Está bien. -Se quedó rígido y se aferró a una barra de soporte de la parte superior del coche.- Puedes llorar. Leda sacudió la cabeza violentamente. -¡No voy a llorar! Es tan... poco... -Un fuerte, agudo y entrecortado sollozo la interrumpió- ¡Digno! -Se le soltó el cabello y cayó revuelto sobre el hombro mientras estallaba el temblor en ella; se convertían en sollozos secos que le sacudieron el cuerpo, profunda y penetrantemente con histeria demorada.- ¡No me... gustan... los tiburones! ¡No deseo que me sostengan sobre tiburones!
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-No más tiburones -le dijo Samuel-. No más espadas. -Mantenía la mano aferrada al palo del coche y lo estrujaba. -¡Y eso... eso es ot... otra cosa! ¡Esa fue la pelea con espadas más... anti... antideportiva que haya visto jamás! -Se apretó los brazos con firmeza alrededor del cuerpo.- ¡Aunque nunca haya visto una! -dijo con vehemencia-. ¡Fue ridículo! ¿Por qué tuviste que empezar por sentarte? ¡El señor Ikeno tenía toda la ventaja! ¡Y con esa espada m... mon... ah... monstruosamente corta... que te dieron! ¡Podrías haber... podrías... haber...! -Perdió la voz entre jadeos temblorosos- ¡Ay, Samuel! Samuel soltó el palo. La agarró con firmeza entre los brazos. Estaba temblando, tanto que sus rodillas no podían dejar de contraerse. Se aferró a Samuel de las mangas y hundió el rostro en su pecho. El la acariciaba, la abrazaba y la mecía con una extraña y feroz risa que se agolpaba dentro de sí. -Mi valiente dama. Está bien. Mi valiente muchacha. Mi dulce y valiente dama. Leda lloró apoyada contra él. Samuel la acunó y descargó todo su peso sobre él. Apoyó la mejilla desgarrada contra el cabello de Leda y agradeció el pinchazo que sintió. -Ay, Dios... Leda -susurró, con la mano en el cabello y el cuerpo apretado contra el de ella. Su estremecimiento comenzó a ceder. Leda permanecía apoyada en él y sus sollozos eran cada vez más pequeños. -¡Ojalá... ojalá hubiera pensado en algo muy agudo y cortante que decirle a esos hombres! -Tomó aire y exhaló con un bufido.- ¡Seguro que lo voy a hacer mañana, cuando sea demasiado tarde! No sé qué tiene esto para que te rías. -No me abandones. -La sacudió.- ¡Leda! Nunca te vayas y me abandones.
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Ella se apartó de él. -¡Bueno, qué cosa más estúpida estás diciendo! ¡Cuando hiciste lo mejor que pudiste para apartarme! Bruscamente se apartó de él y se dirigió al coche. Allí se detuvo con los labios temblando, el cabello y el vestido en salvaje desorden.- ¡Supongo que si no fuera yo una persona con carácter, me habría ido! Samuel tomó aire profundamente. Todo ese aire vacío debajo de él, la larga caída... pero no iba a pedir, esperar, trabajar, sangrar y cortarse el corazón en pedacitos nunca más. Quería esto; iba a tomarlo. -Perdiste la oportunidad de marcharte. Leda levantó la barbilla. -¡Nunca deseé tener una oportunidad, hombre imposible! ¡Supongo que es incomprensible para ti, por ser hombre, el que te diga que te amo desde que levantaste un par de tijeras por mí cuando era una mujer en un salón de exhibición! Eso no va a significar nada para ti; supongo que lo olvidaste por completo, pero se sabe que los hombres son las criaturas más imposibles cuando se trata de algún tema de cualquier tipo de importancia. ¡Y debo decirlo, va más allá de la delicadeza femenina tener que seguir insistiendo acerca de los afectos de una en términos tan desvergonzados! -¿Ah, sí? ¿Y qué si deseo oírlo? Plegó la barbilla y parpadeó ante la súbita intensidad de Samuel. -¿Y qué si necesito oírlo? -Preguntó ferozmente.¿Y qué si necesito despertarme cada maldita mañana de mi vida y oírte decir que me amas? -La voz comenzó a hacerse más fuerte.- ¿Y qué si eso es todo lo que jodidamente significa para mí? Leda tomó aire, escandalizada. -Esa es una palabra fea, ¿no es así? ¡Es un vocabulario muy indecente!
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-¿Y con eso qué? -gritó-. ¿Y qué si jodidamente lo quiero. Leda? ¡Cada mañana! Me amas. ¿Y qué si quiero oírlo? Leda lo miró con fijeza. El respiraba con dificultad, como si hubiera estado luchando. El eco de sus palabras llegó hasta el agua y volvía una y otra vez. Se humedeció los labios. Luego, se recogió las faldas y se frotó la mano contra las mejillas húmedas. La enagua hizo un crujiente gesto ceremonioso cuando subió al coche. Se quitó las horquillas del cabello y lo rizó y acomodó de alguna manera. -Entonces, bueno, señor. -Ella le dirigió una recatada mirada desde debajo de las pestañas.- ¡Quédate tranquilo, lo vas a oír!
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Leda se sentía bastante tímida y Samuel no era ninguna ayuda. Ni siquiera el señor Dojun estaba aquí, para suavizar la delicadeza del momento con una conversación trivial en lengua franca. Parecía que todos los jardineros se habían evaporado de los terrenos. Mar Creciente estaba desierta, con los altos y blancos pilares que atrapaban la última luz de la tarde y mandaban angulosas sombras sobre el lanai. Retorció los dedos de los pies desnudos contra la madera lustrada, y que había aprendido a dejar en el umbral los zapatos y las medias y luego de que el señor Dojun le aconsejara que no era cortés llevar zapatos dentro de la casa. Esperó en el vestíbulo, justo dentro de las abiertas puertas del frente, mientras Samuel llevaba al caballo para meterlo en el potrero. La casa parecía austera, imponente y desierta; muros blancos contra el brillo de color rojo intenso y dorado de los marcos de las puertas de koa y los altos postigos. No había nada de muebles en el vestíbulo ni en ningún otro lado, excepto en la habitación y el estudio en el piso de arriba, en los que había concentrado todos sus esfuerzos iniciales.
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Esperaba que a él le gustara. Esperaba con tanto ahínco, que no oía más que a su corazón en los oídos. El le hizo dar un salto cuando llegó, moviéndose en silencio y descalzo. Le había sugerido que tirara la inútil camisa manchada y el abrigo en el pesebre de los caballos hasta que la lavandera se pudiera hacer cargo de ellos; evidentemente se había lavado el rostro allí, también, ya que tenía el cabello húmedo y las marcas de guerra de sangre habían desaparecido; sólo quedaba un corte inflamado desde la mandíbula hasta la sien. Leda le frunció el entrecejo. -¡Tu pobre rostro! Todavía creo que debemos informar a la policía acerca de este incidente. -Tal vez aparezca una gallarda cicatriz. -La comisura del labio se elevó.- Aunque nunca me pasó. -Debería verlo un médico. -Esta noche no. -Se recostó contra el marco de la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Descalzo, con los pantalones embarrados y sin camisa, se veía tan bronceado y deshonroso como Manalo, sólo que sin las flores. Leda se apretó sus manos; se sentía cohibida. El no había hablado mucho de regreso a casa; sólo le había informado que la policía no sería de ayuda en este asunto, que no había sido un secuestro por una recompensa después de todo, sino sólo unos socios de negocios algo rudos. Leda tomó nota mentalmente de hablarle acerca de la juiciosa y adecuada elección de los colegas comerciales en un futuro muy cercano. Pero ahora no. Se sabía que los caballeros estaban inclinados a resentir cualquier insinuación de que no eran dueños de sus propias empresas. No deseaba hablar de ello con él ahora. -¡Bueno! -Le dirigió una brillante sonrisa de compañía.- Te invitaría a sentarte en el salón, pero me temo que no hay muebles.
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-Pensé que no habías hecho más que subir muebles durante toda la semana pasada. -Lo hice. Comencé por las habitaciones de arriba. -Sintió que se sonrojaba.- Pensé... Samuel la observaba. -Manalo... él y el señor Dojun me recomendaron... Samuel movió un poco los hombros hacia atrás, una sombra de combatividad en su porte tranquilo. -Tú me escuchas a mí y no a esos dos. -Voy a estar muy feliz de hacerlo. Fue algo difícil últimamente, ya que no estuviste aquí para que te escuchara. Samuel se quedó en silencio un momento. -Ahora estoy aquí. Le parecía demasiado directo invitarlo simplemente y con descaro a subir a la alcoba. Pensó ella en varias formas de meter esto en una conversación, pero ya que no había ninguna conversación, o muy poca, y la que había era sólo marginalmente cortés, se sintió desesperada y de algún modo maltratada. Era el hombre más singularmente irritante que había conocido. -¿Me amas, Leda? -quiso saber. -Sin ninguna duda. -Quiero... -Exhaló agudamente y dio vuelta la cabeza. El corte en su rostro se volvió blanco en los bordes. Tardíamente se dio cuenta de lo que él quería decir... y qué le estaba sucediendo. Musitó algo demasiado bajo para que ella lo oyera. Leda se mordió el labio, con las comisuras de los labios inclinándose hacia arriba, pero la rudeza con la que él se apartó del marco de la puerta con un empujón y se dirige hacia ella hizo que se volviera y apretara la espalda contra la pared. El se detuvo en seco. Se le tensó el rostro. Entonces, giró con violencia y caminó junto a ella hacia la escalera.
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-Bueno. Quiero subir a ver tus malditos muebles. Subió de dos escalones por la escalera lustrada a mano, pasó la elegante curva en la que la escalera doblaba sobre sí misma. Allí se detuvo. Leda no podía verle el rostro, pero vio que se aferraba a la barandilla tallada. -¡Leda! -El grito resonó por la casa vacía.- ¡Maldita sea! Dijiste que me amabas. ¡Y ese soy yo! No puedo evitarlo; no puedo detenerme; quiero tocarte; quiero acostarme contigo; quiero estar dentro de ti. ¡Dios, lo deseo desde que te saqué de las manos de ese maldito! Sobre la cubierta, en el coche, contra una pared. ¡No me importa! ¡No hay ninguna diferencia para mí! Leda se miró los dedos de los pies que asomaban por debajo del dobladillo de la falda de color de arena. -Prefiero una cama. -¡Bien! Entiendo que hay una arriba. -Bueno, sí... me estuve preguntando cómo podría aludir a ello gentilmente. La voz de Leda resonó en un suave murmullo y se desvaneció. La mano de Samuel estaba inmóvil sobre la barandilla de la escalera. -¿Lo estabas? -preguntó lentamente. -Sí. Siguió un largo silencio. La leve brisa que venía del vestíbulo refrescaba el calor que Leda sentían en el rostro y en el cuello. -¿Entonces por qué diablos todavía estás allí abajo? -preguntó él con voz angustiada. Leda se frotó los dedos de los pies unos contra otros. -Porque... no quiero estar allí cuando veas... cómo está todo decorado. En caso de que no te guste. -Por amor de Dios. Son sólo muebles.
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-Hay... otras cosas también. No dijo nada. Leda golpeó nerviosamente los dedos contra la pared. Después de unos pocos minutos, la mano en la barandilla lustrada desapareció. Leda sabía que él se movía en silencio. Pensó que debería estar acostumbrándose a ello. Pero la forma en que desaparecía y la falta de sonido durante tanto tiempo en el piso de arriba la acobardaron. Finalmente subió las escaleras. Las subió con suavidad. En el vestíbulo de arriba no se veía a nadie ni se oía nada. Caminó pesadamente por el estudio hacia la alcoba. Samuel estaba de pie allí, entre las diez mil grullas de papel rojo, de longevidad y felicidad. Colgaban de los arcos de bambú en cascadas, en banderolas de veinte y treinta y cincuenta, girando suavemente desde el techo de aproximadamente tres metros y medio. Algunas de ellas colgaban casi hasta el suelo y flotaban unos centímetros por encima de él agitadas por la brisa que corría por las puertas abiertas. La mayoría de las sartas eran suficientemente altas como para que ella y el señor Dojun pudieran caminar debajo de ellas con facilidad. Pero Leda se había olvidado de que Samuel era mucho más alto; le rozaban el rostro y se apoyaban sobre su cabello, colgaban por sus hombros desnudos y se movían con su aliento como un baldaquino de sauces de color carmesí. Samuel levantó las manos hacia afuera y hacia arriba y juntó una crujiente cantidad hacia él. Cerró los ojos y dejó que le cayeran por el rostro vuelto hacia arriba. Leda se apoyaba en la puerta. Ni siquiera sabía si él se había dado cuenta de su presencia. -¿Tú hiciste esto? Lo preguntó sin abrir los ojos, con el rostro inmóvil hacia el techo.
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-Fue... mi idea. La dama... la señora Obãsan... ella las hizo todas. El señor Dojun dijo que la costumbre son mil grullas, pero pensé... pensé que quizá, como ella ya las tenía preparadas y disponibles, que diez mil sería una inversión ventajosa. -Una inversión ventajosa -repitió él. -De buena suerte y felicidad. A la manera de intereses bancarios y acciones y todo eso. Confío en que las grullas funcionen con los mismos principios. No veo por qué no habrían de hacerlo. Y una tiene el beneficio del descuento cuando compra al por mayor. ¿Viste la tortuga? -No -dijo con voz extraña-. No vi la tortuga. -Está en tu estudio. Sobre la mesa de escribir, en un cuenco muy hermoso, negro y laqueado, con algunas piedras blancas y algo de agua. Es sólo una tortuga de boj. Dickie nos la prestó, hasta que la nuestra propia pueda ser importada. -¿Vas importar una tortuga? -El señor Richards se va a ocupar de eso. Cree que va a llegar este mes. -¿Por qué? -Es un regalo. Mi regalo de boda para ti. El señor Dojun dijo que lo entenderías. El se limitó a mirarla. -Y hay ago más, también, de mi parte. Pero... te lo voy a mostrar en un instante. Primero debo decirte que el señor Dojun nos regaló esta cama con la grulla sobre ella. Y los cajones de la cómoda cantan una pequeña nota cuando los abres. También hizo eso. Samuel tocó una de las dos plantas de bambú a los pies de la cama. -Y el bambú es una planta de la suerte. -Agregó Leda.- Constante, devoto, flexible.
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Tiró una de las hojas hacia él y la soltó. "Sé como la hoja de bambú doblada por el rocío". Sacudió levemente la cabeza. -Dojun siempre está diciendo cosas como esas. -¿Ah, sí? Voy a tener que escucharlo con mayor atención. -No lo escuches. No toques más "mesas de novias" a petición suya. -¡Siento tanto lo de la mesa! -Olvida la mesa. No es nada. Nada de nada. Inventó la basura esa de la mesa de la novia. -Levantó el rostro.- Pero esto... -Otra vez sacudió la cabeza, con una sonrisa de aturdimiento.- No puedo creer que hayas hecho esto. Y una tortuga, por amor de Dios. Me dejas admirado. Estoy... admirado. -¿Lo estás? Levantó una mano y dejó que una bandolera de grullas se deslizara por ella. Sonrió ampliamente. -¡Ah, estoy tan contenta! Entonces tal vez te gusten los peces. Soltó una risa. -Dios... ¿pescado seco? ¡No! ¡Leda! -No, no. Pienso que el pescado seco tendría olor, ¿tú no? Ven aquí. -Lo tomó de la mano y lo arrastró por la puerta hacia el baño. Estaba instalado en un estilo muy moderno, con instalaciones sanitarias, agua fría y caliente y una bañera de mármol blanco de aproximadamente sesenta centímetros de profundidad y casi dos metros de largo. Los actuales ocupantes de la bañera, eran dos peces dorados y marfil, magníficos y lentos en el progreso circular que hacían; arrastraban brumas traslúcidas de colas y aletas. -Este es mi verdadero regalo. Esto es lo que estuve planeando desde... -Se tocó el labio superior con la lengua.- Esto es, desde... la primera noche... cuando viniste... cuando viniste... quiero decir, cuando nosotros... -La voz avergonzada quedó en silencio.- ¿Lo recuerdas?
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El quitó la mano de entre la de Leda. -Van a tener que quedarse aquí hasta que se les construya un lugar en el jardín. El señor Dojun dice que deben recibir la luz del sol durante una hora todos los días, para mantener el color. Espero que no te importe. Espero... Samuel deslizó sus dedos a lo largo de la garganta de ella y la obligó a darse la vuelta y levantar el rostro. La besó despiadadamente. Su lengua exploraba su boca. La mantuvo apretada contra él. -¡Espero que te gusten! -dijo ella sin aliento, cuando tuvo oportunidad. -Mañana... -Saboreó las comisuras de sus labios.Mañana me van a gustar. Esta noche... Leda... Comenzó a desabrocharle el vestido. Ella se sometió a eso graciosamente. Era un hecho bien conocido que los caballeros necesitan tener el aliento adecuado en tales circunstancias, de modo que no se puedan herir sus sentimientos. Mientras el vestido le caía, Leda cerró los ojos, puso sus brazos alrededor de los hombros de él y llevó su boca a la de Samuel. Se dispuso a alentarlo de una manera extremadamente correcta y animada.
Fin
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